domingo, 26 de abril de 2015

El Vals del Emperador (XXI)

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Estaban todavía riéndose en la barra cuando el camarero le hizo un gesto con la cabeza señalando a la puerta del local. Él se giró y allí estaba ella acabando de entrar en el ya más oscuro local y quitándose el abrigo que llevaba puesto para dejar ver el vestido azul oscuro, o podía ser negro ya que no se distinguía muy bien, ajustado que llevaba ella y que hizo que a él le diera un vuelco el corazón y anticipara que no iba a ser nada fácil no pensar en ese vestido que tan pegado iba a su piel y que hacía que las formas de ella quedaran totalmente resaltadas y ocultas a cualquier imaginación perversa. Sin levantarse del taburete de la barra aunque totalmente girado en dirección a la entrada del local parecía querer decirla, aunque había vuelto a quedarse paralizado por algo que no sabía muy bien qué era, que estaba allí. Ella dio un par de pasos encaminándose a la barra a la vez que le buscaba por el local. Él viendo que ella no terminaba de reparar en su presencia decidió por impulso casi irracional levantarse del taburete y dar un par de pasos hacia ella para darse a ver. Al final él llegó casi hasta su altura, cuando ella por fin dio con él e inmediatamente le saludó tan efusiva, cordial y amigablemente como lo había sido por teléfono el día anterior.

– Hola. No te veía. – Y tras decir esto ella tomó la iniciativa y le plantó dos besos en sendas mejillas. Esto le permitió a él poder sentirla por primera vez y oler su perfume y acercarse a su perfecto cuello.
– Ya, aquí siempre hay que esperar unos minutos a que la vista se acostumbra a la poca luz que hay. – Dijo él intentando contestar algo que no fuera una tontería, aunque sólo le saliera esta vaguedad.
– Es la oscuridad lo que se busca en lugares así, ¿no? – Dijo ella.
– Supongo que sí. – Replicó él.
– ¿Nos sentamos en esa mesa de ahí y así estamos más cómodos y tranquilos? – Le preguntó ella indicando también con un ligero movimiento de cabeza una zona del local donde había sillones y mesas donde muchos clientes, ya avanzada la noche, acababan intentando ligar y no caerse de lo achispados que fuesen.
– Por mí perfecto. – Contestó él. – ¿Quieres algo de beber? – Le preguntó a continuación para mostrarse cortés.
– Ya sabe Miguel qué quiero, no te preocupes. – Tras decir esto ella él se quedó algo desconcertado ya que casi nunca él llamaba al camarero por su nombre.
– Ah. ¿Vienes entonces mucho por este local? – Quiso saber él.
– Pues la verdad es que no demasiado, pero últimamente sí ya que me he mudado hace poco y esta es una zona que no me pilla demasiado lejos.

Quedaron unos segundos en silencio ambos. Él esperaba que llegara el camarero para darle a ella su bebida y así tener algo de qué hablar porque se había quedado totalmente en blanco y no sabía qué decir, se sentía algo incómodo y defraudado consigo mismo. Ella por su parte le mirara divertida observando su incomodidad, sus nervios y quizá también sus miedos; sabía que imponía a los hombres pero con él era mucho mayor el efecto. Al final decidió no alargar más la agonía de él y volvió a hablar.

– Bueno, ahora que estamos frente a frente, dime porqué has tardado tanto en llamar. Si te dejé la tarjeta es porque te vi mirarme las dos veces que nos hemos cruzado en este local. No me quitabas ojo. – Dijo ella intentando que él perdiera el miedo a hablar y lo hiciera como algo normal.
– Supongo que no estoy muy acostumbrado a quedar con mujeres. – Soltó él, tras lo cual se quedó muy sorprendido de haber respondido tal cosa.
– ¿No has tenido nunca pareja, novia, chica, o rollo con nadie? – Volvió a insistir ella en esos asuntos personales.
– No como tal. He estado con mujeres pero no las puedo considerar nada de eso que has dicho. Nunca se me han dado bien las relaciones personales, siempre he tenido una especie de miedo. – Dijo él.
– ¿Miedo a qué? No sé si sabes que las mujeres no matamos a nadie, ni nos comemos a nadie. Lo único que podemos ser un poco frías si un hombre no nos gusta, a veces incluso crueles. Pero lo peor que te puedes llevar es un no. Y a una palabra no hay que tenerla miedo. – Dijo ella mirándole a los ojos a él, aunque él no la correspondiera haciendo lo mismo. De momento evitaba cualquier contacto visual directo y prolongado con ella.
– No eres la primera persona que me dice eso. Pero los miedos son irracionales. – Replicó él con un tono más defensivo de lo que hubiera deseado.
– Tienes razón y quizá no debería haber tomado tantas confianzas de primeras. – Se disculpó sutilmente ella.
– No hay problema. Tú sin embargo cuando te he visto las dos veces ibas acompañada. ¿Eran novietes, rollos? – Preguntó ahora él.
– Puede decirse que sí. – Al decir esto él cambió un poco su gesto. – Pero eran mamarrachos, no merecían la pena. Poco duraron. – Siguió ella al ver que el rostro de él adquiría una mueca parecida a la decepción.
– Ambos hombres parecían mucho mayores que tú. – Dijo él intentando no sonar muy mal ni atrevido.
– Una no siempre acierta con sus elecciones. Pero no creo que debamos hablar más de ellos, no están aquí. No estarán más. Hablemos mejor de nosotros ¿no? – Dijo ella sin sonar ofendida pero sí resuelta a cortar ahí esa conversación que podría llegar a ser peligrosa si se profundizaba más en ella.

Hablaron bastante rato más, al menos el tiempo que se tardan en beber dos copas, porque esas fueron las que pidieron de más al camarero. Fue Miguel quien se las sirvió en la mesa preguntándoles además si estaban a gusto o querían algo especial para beber. Él notó como cuando el camarero se dirigía a ella adoptaba un gesto muy servicial, demasiado amable para lo que solía ser habitual en él, como si la conociera de más ocasiones que simplemente un par de ellas. No le dio mayor importancia de la que tenía, en el fondo Miguel era un camarero con muchas tablas y noches a sus espaldas y siempre se mostraba bastante amable con todo el mundo de primeras, a no ser que alguna persona se dirigiera a él de malas formas, entonces podía llegar a ser lo más borde y arisco del mundo. También se dio cuenta de que al marcharse después de llevarles las consumiciones le lanzó las dos veces una mirada que iba más allá de la de simple complicidad, una mirada que parecía expresar sorpresa por lo que estaba viendo. No dejaba de ser una mirada irónica, o al menos es lo que él interpretó.

– ¿Ya es la tercera copa que te tomas? A ver si te vas a chispar un poco. – Comentó ella sonriéndole.
– No te preocupes el alcohol no suele afectarme demasiado. – Contestó él evitando decirle la verdad sobre sus consumiciones en el local.
– Supongo que el alcohol no te afectará mucho. Lo que no tengo tan claro es que los zumos no lo hagan. – Volvió a decir ella y tras hacerlo se echó a reír, haciendo que a él se le pusiera cara de cuadro cubista: totalmente desencajada, pálida.
– ¿Pero se puede saber cómo lo has sabido? – Preguntó él tras superar la vergüenza inicial y sintiendo como un calor le recorría todo el cuerpo y se fijaba en su cara.
– Miguel me lo ha dicho. Pero no te enfades con él porque cualquier mujer observadora se hubiera dado cuenta. La copa huele demasiado dulce y poco a alcohol. – Le respondió ella.
– Nunca me ha gustado el alcohol. Solo tolero la sidra y cada vez que voy a Asturias no bebo otra cosa. Más de una vez al salir de alguna sidrería la cabeza me ha dado más vueltas de lo normal. – Contó él esbozando una tímida sonrisa y buscando en ella otra de esas amplias y radiantes carcajadas.
– A mí tampoco es que me guste demasiado, pero no digo que no. Pero no suelo emborracharme mucho. Esa época ya pasó hace años. – Dijo ella.
– Tampoco habrá pasado hace tanto tiempo. Si puedo preguntarte, ¿cuántos años tienes? – Preguntó él de manera tímida y precavida esperando no haber sido demasiado directo a una pregunta que no suele hacer mucha gracia a las mujeres.
– No sabes que es de mala educación preguntar la edad a una mujer. – Respondió ella lo más seria que había estado toda la noche, haciendo que él se acojonara un poco y pensara que la había cagado pero bien y que iba a ser muy difícil sacar el pie, o mejor dicho pierna entera y parte del tronco, del charco en el que se había metido él solito.
– Perdona no quería moles.... – Empezó a decir él pero fue interrumpido sin acabar la frase.
– Pero no seas tan así hombre. – Y se echó ella a reír otra vez. – No me ha molestado, es más probablemente tendría que habértela dicho antes y haber preguntado por la tuya. Tengo 27 años.
– Los mismos que aparentas, aunque soy muy malo para eso de echar años a la gente, en alguna ocasión me he llevado un mal gesto y una buena contestación por parte de una mujer en este local por ello, aunque haya sido luego motivo de risa para Miguel cuando se lo he contado. Yo tengo 34. Un poquito más mayor. Ya me noto los achaques de la edad. – Dijo esto último para intentar hacer una broma y que ella volviera a sonreír para poder contemplar ese dulce rostro que le tenía totalmente loco.
– Uff, qué viejo. – Exclamó ella echándose ligeramente hacia atrás en su silla y haciendo con la cara un gesto de asombro. Esto volvió a matarle y le hizo pensar que a lo mejor era demasiada la diferencia de edad, aunque teniendo en cuenta que con los hombre que la había visto antes se llevaba bastante más años aparentemente, no entendía del todo ese amago de rechazo. Pronto se dio cuenta que volvía a estar bromeando. – Es broma. Pensaba que tenían algunos menos, te conservas bien, pareces más joven.
– Bueno será que salgo a corres de vez en cuando. – Dijo él con algo de timidez y vergüenza al ser casi piropeado por ella.
– ¡Y encima deportista! Menudo pelotazo puedo llegar a dar contigo. – Exclamó ella.
– Bueno deportista, deportista tampoco. Que no corro todos los días, solo los que hace bueno y el trabajo me deja tiempo.

La conversación siguió por temas poco trascendentes. Pasó el tiempo y sin darse siquiera cuenta de lo que pasaba a su alrededor el local se fue animando y llenando de gente. La música, que cuando llegaron no estaba todavía en su punto álgido, ahora llenaba todos los rincones del local haciendo que las conversaciones tuvieran que ser más íntimas y cercanas para poder ser escuchadas. Llevaban más de dos horas hablando cuando él se dio cuenta de la hora que era, cerca de las dos de la madrugada. Se le había pasado el tiempo volando y lo peor es que estaban llegando a un punto en el que el siguiente paso sería ir acabándola y decidir donde acabar la noche. Él no quería que ella fuera como las demás mujeres con las que se había acostado tras haberlas conocido someramente una de sus noches de caza en el local, y por eso no sabía cómo actuar esa noche. No estaba acostumbrado, nunca lo había estado, a ligar de verdad, es decir a conocer a una chica y no llevársela a la cama a las primeras de cambio y no volverla a ver después de echarla un polvo. Quería que ella fuera diferente por eso pensó que lo mejor sería acompañarla hasta su casa y sacarla una promesa de volver a quedar, aunque no por la noche sino quizá a comer o ir al teatro.

– ¿Has visto la hora que es? – Preguntó él.
– Pues no porque no suelo llevar reloj, y además cuando me lo estoy pasando bien y estoy cómoda el tiempo no me importa. – Respondió ella con total sinceridad.
– ¿Quieres otra copa o nos vamos a otro sitio?
– ¿Tienes prisa por que acabe la noche? – Quiso saber ella.
– No, en absoluto. Me lo estoy pasando muy bien, pero nunca había estado hasta tan tarde en este local. Siempre suelo irme antes. – Contestó él.
– ¿Acompañado siempre? – Volvió ella a preguntar con interés.
– No siempre. Pero sí la mayoría de las veces. – Respondió él bajando algo la vista, desviándola de los ojos de ella, que no habían dejado de estar fijos en los de él en toda la noche.
– Entonces soy como la mayoría. – Respondió ella con algo más de dureza en su voz.
– Para nada. – Dijo él con absoluta sinceridad volviendo a posar sus ojos en los de ella. – Eres completamente diferente al resto de chicas con las que termino yéndome a casa.
– Conmigo todavía no te has ido que conste. – Dijo ella a la vez que levantaba su mano derecha como indicando una excepción importante.
– No, es cierto. Por eso no sé que tengo que hacer ahora. No sé si decirte que nos tomemos algo en mi casa y así dejamos esta jaula de grillo en la que se está convirtiendo el local, cada vez más lleno de desesperados buscando pareja para lo que queda de noche; o si acompañarte a tu casa y que sea allí donde nos la tomemos. Dudo incluso de que quiera que la noche acabe como suelen hacerlo cada vez que vengo aquí.
– Si quieres vamos a mi casa. No está demasiado lejos de aquí y podemos ir dando un paseo y así seguir hablando un rato más. – Terminó por decir ella sonriéndole tiernamente, viendo cómo él de verdad no era como los otros hombres con los que había estado y estaba acostumbrada a estar.

Se levantaron de la mesa, cogieron sus respectivos abrigos. Él la ayudó a ponerse el suyo intentando ser lo más caballeroso posible, aunque quizá no viniera al caso. Se acercaron a la barra para pagar sus consumiciones. En ese momento él se adelantó y dijo que invitaba él. Pagó a Miguel y se despidió de él hasta la próxima. A modo de despedida el camarero le guiñó un ojo y le dijo que esperaba volverle a ver pronto en tan buena compañía como la de esa noche. Salieron del local y la fría noche de Madrid les recibió con los brazos abiertos. Para ser más de las dos de la madrugada había bastante movimiento en esas calles del centro: en Madrid las calles nunca dormían, nunca morían con la llegada de la noche, siempre es posible encontrar transeúntes a cualquier hora del día o la noche caminando, o en algunos casos y dependiendo de la hora, deambulando son rumbo por esas calles estrechas iluminadas por la luz anaranjada de las farolas que él tanto odiaba.

Ella se agarró del brazo de él y pusieron rumbo a su casa. Pasaron por la puerta de unos cuantos locales vecinos del que acababan de salir, aunque ninguno de ellos tenían ni la fama ni el nivel del DKN@S. Varios grupos de hombre apostados en las puertas de dichos locales fumando se quedaron mirándola cuando pasaban cerca. Alguno de esos hombre se atrevió incluso, llevado probablemente por los influjos irracionales del alcohol o alguna sustancia algo más perniciosa, a dedicarla algún que otro piropo fuera de tono y lugar, haciendo que él intentara hacer el amago de enfrentarse con el que había pronunciado semejantes soeces. Amago interrumpido por ella que cuando notaba que él quería zafarse de su brazo para ir contra el musculitos que la había ofendido, a su parecer, apretaba el paso y le decía que no hiciera caso de esos mamarrachos que no le llegaban a él ni a la altura del zapato y que ni en sus mejores sueños podrían llegar a imaginarse teniendo en los brazos a una mujer.

Tras recorrer varias calles, salieron de la zona de salidas nocturnas de los madrileños y pasaron a un barrio más residencial y tranquilo, o de marcha más sofisticada y snob, más pija quizá, con edificios de fachadas adornadas por moldes de escayola, balconadas acristaladas y grandes portales con puertas de hierro inmensas que dejaban siempre entrever unos interiores de lujo, más propio de una época pasada ya en la que la burguesía más acomodada decidió levantar edificios de viviendas enormes donde poder vivir ampliamente como si de pequeños palacetes se tratara. La zona por la que ahora iban era muy cara, quizá de las más caras de la capital, y además estaba en la dirección opuesta a la casa de él. Dejaron una gran calle, vacía de todo vehículo a motor salvo algún taxi con el letrero luminoso señalando que estaba libre, y se encaminaron por una calle algo más estrecha pero con el mismo tipo de edificios. Él dudaba de que estuvieran yendo a la casa de ella, no creía posible que una mujer tan joven, que no había cumplido la treintena, pudiera vivir en una zona tan exclusiva. Pero se equivocaba. Al final llegaron a un portal, no tan opulento como los que habían pasado pero sí lo suficiente como para dejar ver que ese edificio tenía pisos bastante grandes, lujosos y al alcance de muy pocos bolsillos.

– ¿Vives aquí? – Preguntó él intrigado por la sorpresa.
– Sí. Es una herencia familiar. Mi abuela era una señora con mucho dinero que a lo largo de su vida supo invertir bien el dinero de su marido que solo sabía trabajar y trabajar en la empresa familiar. No te asustes que yo no me podría haber permitido esta casona. – Explicó ella intentando quitar importancia al asunto.
– Pues sí que supo invertir. Ya me gustaría tener una casa en esta zona de Madrid. – Volvió a decir él mirando el portal que tenía delante.
– ¿Quieres subir? – Preguntó ella. Para él fue un alivio que no añadiera eso de “a tomar la última en mi casa”, porque le parecía de lo más repelente del mundo y además pasado de moda hace décadas aunque hubiera gente, muchas mujeres, que seguían usando esa expresión.
– No te voy a negar que sí que me gustaría. Pero creo que no voy a hacerlo. No quiero que esta noche se parezca a todas las demás que paso en el DKN@S y en las que suelo acabar en la cama, mía o ajena, con una mujer para no volverla a ver más. – Dijo él cogiendo la mano de ella con las suyas. – A ti te quiero volver a ver en más ocasiones si quisieras.
– A mí también me gustaría volver a verte en otra ocasión. Tienes mi teléfono y podrás llamarme las veces que quieras. Pero también podemos subir hoy a mi piso. – Dijo ella mirándole a los ojos y aunque no estaba seria, sí estaba menos sonriente que hacía unos minutos.
– Hoy no de verdad. – Le costó decir esto último, quería y no quería subir a su piso. Quería, ansiaba poder desnudarla y hacer el amor con ella, pero al mismo tiempo no quería que fuera como siempre. Siguió mirándola a los ojos y continuó hablando. – Me gustas mucho, tampoco en eso puedo engañarte. Me gustas más de lo que ninguna mujer me ha gustado antes y además estoy cómodo contigo, me siento bien hablando de cualquier cosa contigo. No eres como las demás mujeres con las que he solido flirtear, si es que alguna vez he hecho tal cosa. Por eso quiero que, siempre que a ti te apetezca, mañana quedemos a cenar en un restaurante que conozco y que creo que te gustará.
– A mí también me pareces un hombre muy interesante. Tampoco eres como los demás que han estado conmigo alguna vez. Pensaba que ibas a estar deseando llegar a mi casa y subir. Pero si quieres que mañana nos volvamos a ver y las cosas las hagamos más despacio, yo no tengo problema alguno. – Dijo ella.
– Y me gustaría mucho subir a tu piso. De verdad. Pero hoy no, en serio. – Volvió a repetir él.
– ¿Me llamas entonces mañana para quedar cuando sea? – Le preguntó ella.
– Sí. Yo te llamo mañana.
– Pues entonces, hasta mañana. Me lo he pasado muy bien contigo. – Terminó de decir esto y se acercó a él para besarle. Él hubiera esperado un beso en las mejillas, quizá algo cercano a los labios, pero no un beso en la boca en toda regla. Le pilló por sorpresa y cuando se quiso dar cuenta tenía la lengua de ella buscándole la suya. Disfrutó de ese beso como no había disfrutado nunca de ninguno.

Caronte.

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