domingo, 13 de julio de 2014

Viaje soñado al mar de los olivos (VI)

Alhambra significa “fortaleza roja”. Cuenta la leyenda que este nombre no viene del color de la piedra que ahora tiene la fortaleza, sin embargo existen evidencias históricas para pensar que la Alhambra era de un color blanco resplandeciente. La razón más aceptada de por qué se le conocía por castillo rojo está en su apresurada construcción. Eran muchos los obreros que participaban en la construcción, y el color rojo provenía de sus hachas brillando al sol. Además, por la noche se encendían fogatas para iluminar los trabajos de construcción, lo que también le daba un aspecto rojizo para quien la observara desde la Vega de Granada. Dejando a un lado la leyenda, el mito, la historia, la realidad es que La Alhambra tiene un poder mágico de atracción que ninguna otra construcción en la que yo haya estado tiene. Caminar por el recinto fortificado, sus jardines, sus patios, oír el murmullo constante del agua a su paso por las numerosas acequias y fuentes, contemplar la caída del sol y cómo las fachadas de los edificios que forman el complejo se van tiñendo de un color rojizo intenso sólo transmite paz. Una paz envuelta en un halo de misterio e historia que nada ni nadie han podido nunca borrar.

Tras pasar la zona de taquillas y bienvenida de los visitantes y como hasta que pudiéramos entrar a ver los Palacio Nazaríes teníamos algo más de una hora, nos encaminamos hacia El Generalife, una pequeña pero bella villa que sirvió de lugar de descanso y reposo a los gobernantes de La Alhambra, príncipes y princesas árabes. Antes de llegar a dicho palacete tuvimos que atravesar unos jardines extraordinarios, de una belleza sublime, en los que reinaba la geometría y la perspectiva, y todas las plantas, árboles y flores forman un conjunto maravillosamente cuidado y perfecto en el que se podían respirar miles de aromas distintos, y disfrutar del rugir constante de los cursos de agua que recorrían todo el jardín, para darle ese verdor tan intenso que se metía en los ojos y se grababa en nuestras retinas. Nunca un jardín me había enamorado tanto como aquel. El jardín del Generalife se encuentra situado sobre una terraza rectangular y alargada, a un lado se alza la montaña donde está enclavado todo el conjunto, al otro lado se extiende La Alhambra con sus torres, campanarios y almenas. Las vistas desde el borde de la terraza ajardinada eran espectaculares, no sólo se veía La Alhambra sino que también se podía contemplar parte del Albaicín. Creo que no sólo fui yo quien se enamoró de ese jardín, mis amigos también parecían abducidos por la belleza del mismo, sus íntimos misterios, sus recovecos y rincones solitarios donde tantos amores habrán surgido, y tantas conspiraciones se habrán urdido. Muchas fotos nos tiramos en aquellos jardines todos juntos, junto a las acequias y fuentes, junto a altos cipreses, y con La Alhambra de fondo; alguna de estas fotos tiradas casi de manera furtiva no por mí que no suelo disimular a la hora de tirar fotos sino por alguno de mis amigos que cogiera la cámara (hay una foto en la que salgo paseando por los jardines algo desenfocado, como si fuera un famosos haciendo algo mal y pillado in fraganti, es una foto que me gusta mucho la verdad). Podíamos habernos tirado allí toda la tarde viendo como la luz del sol terminaba de acariciar los árboles y el verde de la vegetación se iba tiñendo de dorado y perdiendo su intensidad.

Palacio del Generalife
Fue en estos jardines donde se produjo uno de los momentos más divertidos y memorables del viaje y la visita a La Alhambra. Resulta que como suele pasar cuando se visita un monumento sin querer se suele uno cruzar con la misma gente y forma sin pensarlo un grupo con desconocidos (aunque no sea un grupo real sino imaginario, ficticio, casual); a nosotros nos pasó que íbamos casi a la par con una pareja de enamorados (chico y chica) que estarían de viaje romántico en la ciudad granadina, buen sitio para ello por cierto. Pues la da casualidad que a medida que íbamos hacia el palacete del Generalife, también iba esta pareja (ella muy sonriente, él bastante menos, como sospechando que les íbamos siguiendo, cuando bien podría haber sido al revés). En una de los diversos espacios que formaban los jardines, una zona que parecían salas de algún palacio arbolado y verde con suelo de ladrillo de barro, un par de mis amigos (creo que Juan Carlos y Miguel, muy divertidos ellos) se adelantaron un poco y entraron en una de esa especie de salas tapiadas con altos setos verdes, muy tupidos, con la intención de darnos un susto a los demás cuando atravesáramos un arco hecho también con plantas. Pues bien, susto hubo pero no como ellos esperaban. Dio la casualidad que fue la pareja que nos seguía (o a la que seguíamos según la cara del novio), quienes se llevaron el susto. Juan Carlos y Miguel dejándose los pulmones pegaron un buen grito para intentar asustarnos a mí y al resto de mis amigos, pero los que botaron de la impresión fueron la chica sonriente (que no perdió nunca la sonrisa, e incluso se rió de la broma) y su novio más serio (que sí se llevó más susto incluso que ella, y que si ya llevaba la cara seria todavía se le puso más). La cara de mis amigos cuando se dieron cuenta de a quiénes habían asustado tampoco tuvo precio. Desde ese momento, y como la pareja de novios y nosotros seguíamos a la par, la chica no dejó de sonreírnos y ser cómplice de nuestra broma, mientras que el novio, herido en su hombría seguro (al menos eso es lo que pensaría), no quitó la cara de amargado y se veía que sólo quería perdernos de vista.

Jardines del Generalife

El Palacio del Generalife resultó ser una bellísima construcción árabe, de un blanco inmaculado y resplandeciente gracias a los rayos del sol, son suelo de ladrillo cocido y arcadas y techos de yeso. Varios son los patios que forman este palacete de descanso estival de los antiguos príncipes y reyes de granada, a cada cual más bello y hermoso. El patio principal es un enorme y alargado rectángulo en medio del cual hay una fuente estrecha que lo recorre prácticamente de extremo a extremo con uno chorros finos que forman un arco pequeñito y con cuyo sonido uno puede hacer volar su imaginación y volver al pasado a los días de gloria y grandeza árabes del conjunto nazarí. Adosado a este patio hay otro más pequeño pero igual de bonito si no más, en el que aparte de la fuente y del la presencia constante del agua, la vegetación cobra gran significado y le da un aire más refrescante al patio. En las paredes que bordean y tapian los patios se abren ventanas ornamentadas de yeso con esas forman tan sugerentes y mágicas típicas de los árabes y su cultura. Las fotos del Generalife que echamos son quizá de las más bonitas de todo el viaje, aunque ninguna foto podría llegar a mostrar la verdadera belleza del conjunto, sus jardines, fuentes, acequias, ventanas y arquerías de yeso, ni llegar a plasmar la blancura de sus paredes encaladas, o el verdor de las plantas, ni el aroma de sus floras, ni el murmullo constante del agua. Todos esos aromas, sonidos, y tactos sólo quedan en nuestros corazones, en nuestro recuerdo, y creo hablar por todos lo que allí estuvimos cuando digo que el Generalife nos conquistó a todos. Fue una verdadera pena tener que abandonar este palacete de descanso, pero estaba llegando la hora en la que teníamos que entrar en el plato fuerte de La Alhambra: los Palacio Nazaríes. Para salir de la zona del Generalife hay que subir unas pocas escaleras desde las que se tiene una vista inmejorable de todo el complejo con sus dos patios y sus edificaciones, y a continuación hay que descender por un sitio lleno de plantas y árboles que daba la sensación de pasadizos secretos naturales de huida furtiva.

Uno de los patios del Generalife

De vuelta a los jardines del Generalife, los desandamos todo el camino recorrido anteriormente (ya sin ser seguidos, o sin seguir según el punto de vista, por la pareja a la que habíamos asustado) para encaminarnos hasta la fortaleza árabe propiamente dicha. Para entras al recinto amurallado tuvimos que entrar por una gran puerta fortificada y almenada. Tras traspasarla entramos en el paraíso en la tierra, fue como entrar en otra época (salvo por la cantidad de turistas – más bien guiris – armados con sus sombreros horteras, sus mochilas, sus chanclas con calcetines y sus cámaras de fotos), como si hubiéramos traspasado el umbral del tiempo y aparecido siglos atrás. Caminábamos por una senda adoquinada, jalonada por árboles que proporcionaban una más que agradable sombra y unos setos no más altos que nuestras cinturas (bueno quizá a Juan Carlos le llegaran un poco más arriba, pero eso es otro tema) que protegían del acceso a una serie de huertas y campos de cultivo que había ya dentro del recinto amurallado. Hubo un momento en que los árboles desaparecieron pero los setos se elevaron por encima de nuestras cabezas aunque no era un uro vegetal continuo y entre tramo y tramo podíamos entrever las ruinas de antiguos edificios que ya sólo son restos y recuerdos de lo que un día fueron. Una vez acabada esta senda de entrada dimos a parar en una especie de plaza, abierta con árboles y asfaltada en la que se alzaban también numerosas construcciones de aire ya más moderno (aunque sin serlo realmente), entre ellas el Parador Nacional de La Alhambra, hospedaje privilegiado de algunos afortunados que pueden dormir dentro de los muros de esta fortaleza musulmana y oír y oler y ver su magia, sus aromas y sus sonidos. Este nuevo camino que cogimos para salir de esa especie de plaza picaba hacia abajo en una cuestas suave pero que hacía agradable el camino. Poco a poco íbamos dejando atrás diversas casas de la gente que trabaja y vive dentro de La Alhambra, y sus negocios de souvenirs para los turistas. Al final de esa calle, por llamarla de alguna manera se empezaba ya a vislumbrar el Palacio del Emperador Carlos V, una construcción renacentista que destaca por su estilo tan diferente al musulmán pero que le da al conjunto parte de su forma de ser.

Pasamos al lado de una de las fachadas del Palacio de Carlos V admirando su característica fisionomía externa con esa fachada almohadillada y esos rosetones de piedra y cristal y sus dos niveles de fachada. Por fin alcanzamos el núcleo de La Alhambra, un gran espacio abierto con multitud de árboles diseminados por doquier que con su sombra guarecían a los indómitos turistas que aquella soleada tarde de julio se atrevía a visitar el más famoso monumento de Andalucía. En esa plaza, es donde empezaba la cola para entrar a los Palacios Nazaríes y por lo tanto donde teníamos que esperar turno de entrada junto a las demás personas que los iban a visitar con nosotros. Allí plantados en la fila por turno, ya que estaba a pleno sol y mientras que uno hacía cola el resto podía darse una vuelta por los alrededores echando fotos con mi cámara o simplemente admirando la belleza del conjunto nazarí. Tampoco fue mucho tiempo el que tuvimos que estar esperando para entrar en la zona más bonita y legendaria de La Alhambra. Para llegar a la entrada de los Palacios Nazaríes había que descender por una especie de rampa ya que estas estancias estaban asomadas a la ladera que da al Sacromonte y por tanto más bajas que el resto de las construcciones. La entrada era una puerta delicadamente adornada por yeserías finamente talladas enclaustrada en una zona muy estrecha y angosta que daba la sensación de querer ocultar los tesoros y misterios que encierra esa zona de la fortaleza granadina. Las primeras salas que vimos tenían los techos bajos con unos artesonados de madera muy antiguos que parecía que se podían caer en cualquier momento. A continuación pasamos a un pequeño patio o Habitación Dorada con suelos de mármol blanco, con una fuente en su centro y rodeada por estancias abiertas a través de arcadas árabes de talla impoluta. Desde este patio de espera o entrada, pasamos a uno de los lugares más hermosos de cuantos habíamos visto aquel día y muy probablemente veríamos en nuestra vida (aunque estoy seguro que mi compañero de habitación no pensaría igual y diría que no era para tanto, no creo que dijera lo mismo si estuviera acompañado por alguna chica), el Patio de los Arrayanes.

Patio de los Arrayanes
Al Patio de los Arrayanes entramos por uno de sus laterales. Este patio como casi todos en La Alhambra es rectangular y en medio del mismo y bordeado por un seto se encuentra una gran fuente sin ningún chorro, simplemente un estanque con agua calmada. A ambos extremos del patio hay unas arcadas con zonas de descanso, y las paredes laterales del mismo son de una blancura inmaculada en las que se abren puertas y ventanas enmarcadas por yeserías con motivos geométricos y vegetales. En el extremo del patio que da hacia la ciudad de Granada, al barrio del Albaicín, se encuentra una torre que alberga el Salón de Embajadores, una impresionante sala cuadrada con numerosas ventanas semi-cerradas por unas celosías de madera con motivos geométricos que sólo dejaban entrever la ciudad que quedaba a los pies de La Alhambra. De esa sala me gustaría destacar la magnificencia de su altísimo techo en forma de cúpula tallada en madera, y las paredes forradas hasta media altura por azulejos y a partir de ahí por yeserías también finamente talladas. Si el Patio de los Arrayanes transmite paz y armonía al espíritu, el Salón de Embajadores transmite poder, fuerza y grandeza, y nos traslada directamente a los últimos momentos del imperio nazarí de granada, al siglo XV cuando por aquella gran sala pararía grandes personalidades que intentarían encontrar la paz y evitar la guerra.

Desde este primer gran patio de los Palacios Nazaríes pasamos a través de diversas estancias también profusamente decoradas en techos, paredes y suelos a una serie de pasillos y miradores desde los cuáles se tienen unas vistas asombrosas del Albaicín y del mirador de San Nicolás, aquel en el que estuvimos esa misma mañana pero que la intemporalidad de La Alhambra hacía que parecieran siglos los que habían pasado entre un momento y otro. También pasamos por la zona que se supone habitó Washington Irving durante su estancia en Granada y desde cuyas habitaciones escribió “Cuentos de La Alhambra”. Pasamos por una serie de pasillos y estancias, ahora destinadas a la administración del monumento, de estilo algo más castellano y menos árabe hasta que llegamos a la otra gran zona de los Palacios Nazaríes, el Patio de los Leones. Por desgracia mayúscula no pudimos contemplar la joya de la corona de La Alhambra, el patio que más adjetivos ha sugerido, que más sueños ha velado, y que más romanticismo ha creado en la historia de la ciudadela musulmana. El patio estaba en obras de restauración destinadas a la mejora de las cañerías y tuberías del subsuelo del patio para poder devolver la grandeza al mismo, además se estaba restaurando la magnífica fuente con sus pétreos guardianes felinos. Fue una pena no poder contemplar con nuestros propios ojos aquel patio legendario que tantos corazones ha robado y tantas historias ha inspirado. Pero la majestuosidad de la zona no la podía borrar ninguna obra. La arcada que rodea todo el Patio de Los Leones, a pesar de que estaba protegida para no ser dañada durante la restauración seguía manteniendo su belleza tallada en yeso. Al Patio de los Leones lo guardan dos grandes salas delicadamente adornadas con azulejos y yeserías, como son  el Salón de las Dos Hermanas y el Salón de los Abencerrajes, a cada cual más bello y cautivador. Si he de quedarme con uno de estos dos salones me decantaría por el de las Dos Hermanas, una gran estancia cuadrada que pasa a ser octogonal a medida que se asciende en altura para acabar en una cúpula majestuosamente tallada en yeso. Ambos patio se abren directamente al Patio de los Leones y quedan alineados con la Fuente de los Leones en perfecta perspectiva visual, algo que por desgracia no pudimos disfrutar. Fue una pena que visitáramos La Alhambra en aquella época con su mayor grandeza en obras pero al menos me obligo a volver más pronto que tarde a visitarla.

Palacio de Carlos V
Tras salir de los Palacios Nazaríes mis amigos y yo fuimos a visitar otro de los grandes edificios del complejo nazarí, el Palacio de Carlos V, un edificio que parece no encajar con lo que allí uno se espera encontrar pero que conjuga a la perfección con el entorno y le da un aire más regio y señorial (aunque al estilo ya más castellano y cristiano). Este edificio es una inmensa mole de piedra cuadrada en cuyo interior se encuentra un patio perfectamente circular. Una gran plaza interior se abre en aquel edificio bordeado por dos pisos de columnas que dan al conjunto un aire italiano renacentistas que poco o nada tenía que ver con lo que acabábamos de ver. En este palacio visitamos un museo aunque cada uno lo hicimos a nuestro ritmo, dio la casualidad que tanto mi compañero de habitación como yo fuimos más rápidos que el resto (la verdad es que no me interesaba mucho lo allí expuesto) y por tanto salimos del mismo, sitiado en la planta alta del palacio, los primeros y pudimos disfrutar de las magnificas vista de la rotonda central con su regia columnata. Tras abandonar el Palacio de Carlos V cruzamos el gran espacio abierto donde hacía un rato habíamos estado haciendo cola para entrar en los Palacios Nazaríes y nos encaminamos hacia la parte más antigua de La Alhambra, hacia la popa de ese especie de barco que forma el conjunto palaciego y que parece navegar surcando el aire y dominando desde las alturas la milenaria ciudad de Granada.

La Alcazaba de La Alhambra, verdadera fortaleza medieval de estilo árabe fue empezada a levantarse en el siglo XI. A dicho complejo fortificado accedimos a través de una puerta abierta en la muralla coronada por una impresionante torre almenada. Daba mucha impresión adentrarse en aquella fortaleza, uno sentía que estaba guareciéndose de algún peligro secreto del que solo allí dentro iba a poder salvarse. A través de pasadizos estrechos y numerosos recovecos fuimos descubriendo la Alcazaba. Varias torres convertidas en mirador fueron nuestros objetivos principales para poder obtener las mejores vistas del complejo y de la propia ciudad de Granada y sus diferentes barrios. En una de esas torres, a la derecha de por donde habíamos entrado nos volvimos a tirar una foto de conjunto todos con el Palacio de Carlos V y varios edificios más de fondo. En esa foto que guardo como oro en paño se puede observar el cansancio acumulado de todo el día que nuestras caras mostraban; cansancio y emociones seguro. Desde otra de las torres-mirador pudimos contemplar la imagen más bonita que hasta entonces habíamos visto desde La Alhambra, todo el barrio del Albaicín que aquella misma mañana, ya tan lejana, habíamos andado y ascendido para alcanzar el mirador de San Nicolás, ahora parecía tan pequeño que parecía imposible que pudiera guardar calle tan empinadas y a la vez tan bonitas como las que habíamos visto. La imagen que teníamos desde aquella torre era justo la inversa que habíamos obtenido aquella mañana desde San Nicolás. La sensación de ver desde dos puntos diferentes lo mismo suele causar sensaciones y sentimientos raros y eso es lo que yo pensé allí arriba. Por último fuimos a la parte delantera de la embarcación nazarí, la Torre de la Vela, desde la que se dominaba todo a nuestro alrededor: todo el complejo de La Alhambra, todo el barrio del Albaicín, el Generalife, y sobre todo toda la ciudad de Granada a nuestros pies de la que sobresalía ante todos los edificios la Catedral. A aquella hora ya tan tardía, cuando el sol ya estaba empezando a decaer después de todo su recorrido diario, cansado ya de calentar con sus rayos al mundo, Granada mostraba una imagen extraordinaria que sobrecogía el corazón. Una pequeña bruma se estaba empezando a levantar y a distorsionar la imagen clara de la ciudad, además los rayos del sol, ya oblicuos empezaban a crear ese juego de sombras tan partículas al que se prestan ciudades tan llenas de historia como Granada. Ya nos quedaba poco que visitar en La Alhambra.

La Alcazaba medieval

Pero poco no es nada, y todavía teníamos que deslumbrarnos con los jardines de El Partal, una zona algo más baja que las demás construcciones pegada a la muralla norte del recinto nazarí y con vistas al río Darro y al Albaicín. En esta zona los jardines están perfectamente cuidados y metidos en parterres de ladrillo de barro cocido y hay varias construcciones que le dan un aire urbano y palaciego precioso. Además de esto hay una gran alberca con agua en la que debido a la calma de la misma los árboles, las palmeras y las diversas construcciones se reflejan en la omnipresente agua de La Alhambra. Por aquella zona de jardines situados a diferentes alturas en terrazas estuvimos un rato dando vueltas y paseando, descubriendo nuevos secretos encerrados y ocultos por La Alhambra, lugares llenos de misterio e historia que rebosaban belleza. Cada uno íbamos ya a un ritmo diferente, admirando lo que a cada cual nos parecía más reseñable y digno de nuestras atenciones. Llegamos al extremo de estos jardines y nos dimos de bruces con una torre oculta entre la vegetación tan tupida que había en aquella zona, pero sin salida. Nos tuvimos que dar la vuelta para encarar, ya sí, el final de nuestro periplo turístico por aquella ciudad amurallada de La Alhambra. El camino de salida sirvió para despedirnos ya del todo de aquella maravilla para los sentidos, además por haber decidido hacer la visita por la tarde tuvimos un compañero de viaje más que dio un toque mucho más hermoso al complejo como fue el sol, que son sus rayos dorados tiñó con su luz las fachadas de los diferentes edificios y las copas de los árboles, y proyectó sombras misteriosas en rincones y edificios. Salimos de La Alhambra por una puerta lateral que daba a una empinadísima cuesta que bajo una cúpula arbolada construida con las ramas de árboles que parecían llevar cobijando a los visitantes de la ciudad amurallada durante siglos. En un momento dado a Miguel y Chema les dio por bajar rápidamente hacia la ciudad para intentar comprar una cosa, si no recuerdo mal; poco después Ángel y Juan Carlos imbuidos por el espíritu de algún niño pequeño salieron corriendo cuesta abajo arriesgando sus vidas ante cualquier traspiés que pudieran haber tenido y que hubiera acabado con ello estampados por el suelo, solos quedamos (aunque por poco tiempo) mi compañero de habitación y yo, que no tenía gana alguna de emular a mis compañeros de viaje y bajar corriendo como un energúmeno para caer o algo, hacerme daño y no poder irme a Londres un par de días después. Pero la compañía de mi compañero de dormitorio duró poco supongo que porque como todo el día, prefería estar lo más alejado de mí posible y lo que menos le apetecía, o al menos eso me pareció a mí durante todo el viaje, era estar a solas conmigo (supongo que no tenía nada que compartir conmigo). Al final de la cuesta había una impresionante puerta de piedra cuya sola presencia parecía advertir de los misterios que el avezado visitante que osara traspasarla encontraría tras ella.

Terrazas y jardines de El Partal

Acabamos en la plaza de la Audiencia, a los pies de la colina de La Alhambra, justo en la calle que teníamos que seguir para volver a los coches. Estábamos verdaderamente cansados, se nos notaba en la cara. Además el sol justiciero de Granada también había hecho mella en nosotros, y a mí por ejemplo me quemó, brazos, cara y cuello. El sol apenas ya levantaba en el firmamento por encima de los edificios por lo que las sombras arrojadas por los mismos llenaban las calles, plazas, y parques de Granada. Una vez montamos en los coches y nos localizamos mutuamente los dos vehículos que debíamos volver a Úbeda, emprendimos el camino de vuelta con el espíritu y las retinas llenas de imágenes impresionantes y de las más bellas que se pueden encontrar en España. Antes de coger la autovía que nos tenía que llevar hasta Jaén primero para desde ahí coger una carretera secundaria que a través del mar de olivos nos conduciría hasta nuestro campamento base, tuvimos que parar para repostar el coche en una gasolinera. Una vez lo hicimos y compramos algo de agua para saciar la sed que tan largo día nos había provocado, ya sí que nada nos pararía hasta Úbeda.

El camino de vuelta fue algo más entretenido que la ida, íbamos repartidos en los coches de la misma manera que habíamos ido, ya que fuimos hablando de lo que habíamos vivido aquel día todos juntos y lo que más nos había gustado y deslumbrado, al menos durante la primera parte del viaje. Fuimos casi todo el tiempo hablando en el Cívic, pasando de un tema a otro casi sin darnos cuenta. Y casi sin darnos cuenta también el sol poco a poco se iba acercando al horizonte y a ocultarse entre los montes que la autovía iba atravesando. De repente nos pusimos a hablar de la forma de Estado que teníamos y a comparar a España con otros países del mundo para, como muy bien hacemos en este país, criticarnos a nosotros mismo y admirar sin apenas juzgar aquello que otros países tienen y pensamos que es mejor. A mí nunca me ha gustado hablar sin saber bien de lo que hablo, y suelo ser prudente en las conversaciones que versan sobre temas que no conozco en profundidad, pero tampoco me ha gustado soportar a personas que hablan sin juzgar por sí mismas nada y sin apenas saber nada de lo que están hablando. Enfrascados en esta conversación, a la que no sé muy bien cómo pudimos llegar, resulta que mi compañero de habitación y yo nos enfrascamos en una discusión algo más acalorada y subida de tono de lo que cabria ser normal entre amigos, llegando incluso a acercarse a una discusión a nivel personal por lo menos por parte de mi compañero de habitación. Juan Carlos que iba conduciendo y por ser algo más prudente que el otro, iba más bien escuchando mis razonamientos sobre España y su forma de Estado, y por qué yo consideraba que por aquel entonces cambiar la forma de organización del Estado sería algo absurdo ya que no estábamos preparados. Supongo que mi compañero de cuarto se picó al ver que mis argumentos eran bastante más sólidos que los suyos y que yo no tenía miedo de hablar claramente sobre mis ideas o de dar mi opinión sobre nada, todo lo contrario que le pasaba a él, que ya en más de una ocasión me había encontrado discutiendo en la Escuela con él sobre cualquier tema como adultos, al menos por mi parte, y de repente cuando a él le interesaba pasaba al plano personal y a faltar (en aquella ocasión en el coche me llamó “carca” sólo por defender algo que él no defendía). En ese momento cuando yo ya vi por donde iban a ir los tiros y habiendo visto su forma de tratarme aquel día y los anteriores, yo ya no me calle y terminamos discutiendo en serio. Triste y lamentable espectáculo le dimos a Juan Carlos y en el que yo participé. En ese momento creo que mi subconsciente se dio cuenta de quién era mi compañero de habitación durante aquellos días y a quien yo consideraba mi mejor amigo de entre todos los que estaban allí conmigo disfrutando de aquellos días. En ese momento di por terminada la conversación, esa y cualquier otra que se pudiera dar durante lo que quedaba de vuelta. Me sentía dolido por la actitud de esta persona. El pobre Juan Carlos intentó mediar para calmar las aguas y los ánimos. Yo lo único que hice desde aquel momento fue callarme e intentar pensar en todo lo que había vivido aquel día, aunque por encima de todo me preguntaba por qué había ocurrido ese cambio de actitud en mi compañero de habitación en aquel viaje. No lo entendería hasta muchos meses después de aquel día; aunque no lo terminara de comprender del todo.

Llegamos a Úbeda cuando la noche ya había empezado a cerrarse sobre nuestras cabezas, y era la oscuridad la que dominaba todo el firmamento. Aquella noche Miguel, no cenó con nosotros porque tenía un viaje conocido de su familia, artista creo, que vivía allí y con el que había quedado para cenar en su casa. El resto decidimos comprar unos bocadillos o unas pizzas, no lo recuerdo muy bien ya que yo decidí no cenar eso debido a la hora tan tardía que era ya. Paramos a comprar la cena en un bar que hacía esos bocadillos o pizzas, y tuvimos que esperar un buen rato. La verdad es que dentro del bar ese hacía un calor horrible y yo decidí esperar sentado en un banco en la calle a que terminaran de comprar lo que fuera que fueran a cenar. Además de por el calor del bar y del calor de las quemaduras del sol, me quedé fuera también porque no me apetecía estar con mi compañero de cuarto, seguía dolido por lo que había pasado en la vuelta de Granada, y no me apetecía volver a ponerme a discutir por él por cualquier cosa, preferí no volver a montar un número triste y lamentable. De vuelta a la casa de Ángel, ya todo el mundo estaba a punto de irse a la cama, eran casi las once de la noche. El día había sido muy largo, y muy cansado, pero a la vez increíble. Cenamos en el porche a la luz de la luna. Yo decidí cenar un vaso de leche y unos pocos cereales, porque a esas horas no me entraba ni un bocadillo ni una pizza, o lo que estuvieran cenando. Estuvimos un buen rato más allí sentados, jugando a las cartas o hablando, o comentando cualquier chorrada. Algo más tarde llegó Miguel que, para no llamar al timbre de la casa para no molestar a nadie, estuvo llamando a nuestro móviles un buen rato, pero nuestros móviles no estaban con nosotros y por tanto estuvo esperando largo rato, hasta que por casualidad Ángel decidió ir a ver si Miguel estaba por allí, y había llegado ya, como en realidad había hecho hacía un buen rato.

El día estaba terminando ya. Había sido un día más que completo o al menos eso me pareció a mí. Nada de lo que había soñado se cumplió, nada de lo que me había imaginado fue realmente así, sino mucho mejor. Ni siquiera en mis mejores sueños hubiera podido prever lo bien que me lo pasé aquel día (a pesar de una persona y alguna cosa que pasara aquella noche y que no creo que sea el momento de contar), lo que disfruté en la visita a Granada y a La Alhambra, pero sobre todo nunca me hubiera podido imaginar hacer todo aquello con las personas que lo hice, con mis amigos. Todavía quedaba un día más allí en Úbeda, aunque no iba a ser completo ya que iba a ser el día de la vuelta a casa, y de dejar atrás todos esos recuerdos y momentos. Todavía quedaba cosas que vivir.

Caronte.

viernes, 11 de julio de 2014

Viaje soñado al mar de los olivos (Parte V)

Vista desde el mirador de San Nicolás
Llegó la mañana del día que más deseaba que llegara de aquellas vacaciones con mis amigos en Úbeda. El día en que visitaríamos Granada y el complejo palaciego nazarí de La Alhambra. Desde hacía ya muchos años había querido ir a visitar eso que todo el mundo calificaba de impresionante, ese conjunto arquitectónico que deja sin habla a cuantas personas pisan sus palacios y patios, y admiran sus jardines, y se dejan deleitar por el sonido del agua siempre presente. La Alhambra era desde hacía tiempo uno de mis objetivos principales para visitar en España, y dio la casualidad que surgió la oportunidad de hacerlo en aquel viaje a Úbeda. Se lo propuse a mis amigos y todos aceptaron de buen grado; creo recordar que alguno ya había visitado el complejo palaciego, pero hacía tantos años que ni se acordaba. Pero no sólo era La Alhambra lo que me llamaba la atención de Granada, la misma ciudad toda ella era atractiva para mí, desde ir al mirador de San Nicolás para poder contemplar toda la magnitud y fuerza estética de La Alhambra, hasta la Capilla Real adosada a la Catedral de Granada donde reposan los restos de los Reyes Católicos y de Juana “La Loca” y Felipe “El Hermoso”. Mucho quería ver en Granada, y por ello aquel viaje que emprendí al sur con mis amigos era más que un sueño, aquello que siempre quise hacer pero que veía que los años pasaban y no terminaba de cumplir.

Todos nos despertamos muy temprano porque el viaje desde Úbeda a Granada no es corto. Nos aseamos y vestimos y bajamos a desayunar donde la madre de Ángel que también se había levantado para despedirnos nos tenía preparado para desayunar. Lo hicimos con las mismas ganas que la mañana anterior, pero esta vez sin churros porque a aquellas horas todavía no había ido el abuelo a por ellos; pero había magdalenas de las monjas de Santa Clara, y con ellas fue suficiente, al menos para mí. Después de recibir las últimas indicaciones de la madre de Ángel sobre donde poder dejar el coche no muy alejados de centro, o sobre donde poder comer bien a buen precio, que a pesar de las horas que eran intentamos memorizar para luego recordar llegados a Granada (aunque he de decir que sin mucho éxito porque poco nos acordábamos de lo que nos había dicho la madre de Ángel antes de salir, cuando llegamos a Granada; es lo que tiene estar en la carrera que estábamos los seis allí presentes que el cerebro sólo funciona a su máximo rendimiento durante el periodo lectivo, una vez entra en modo vacaciones sólo sirve para recordarnos diariamente cuando tenernos hambre, sueño o ganas de ir al servicio). Una vez cogimos todo lo que necesitábamos para la visita a Granada, entre ellos las entradas para ver La Alhambra que sacamos con antelación para evitar colas y esperas innecesarias, y la cámara de fotos que debía inmortalizar todos los momentos y experiencias que viviéramos por la hermosa ciudad andaluza, nos despedimos de la madre de Ángel y de su abuelo que mientras habíamos estado desayunando había bajado también para desearnos buen viaje.

Al ser seis los que íbamos a ir a Granada no podíamos ir sólo en un coche, por lo que también Ángel se llevó el suyo, el “Mengano” (un Renault Megane, llamado así por no sé qué razón pero que le hace parecer más divertido). Nos repartimos en los dos coches. En el de Ángel iban, lógicamente él, Miguel y Chema; mientras que en el coche de macarra, el Cívic, íbamos su dueño, Juan Carlos, mi compañero de habitación y yo mismo. Lo que pasara en el otro coche no lo sé todavía no he desarrollado el poder de la omnipresencia y la ubicuidad, aunque estoy en proceso de conseguirlo. Sí sé lo que aconteció en el que yo iba, por cierto muy bien acomodado en la parte de atrás como un ministro o diplomático de alto rango llevado por su chófer y su escolta hacia algún lugar interesante, o puede que aburrido. Me senté detrás porque con la excusa del mareo (sigo y seguiré siempre diciendo que es una excusa, acompañada también de algo de teatro – alternativo en este caso y de mala calidad – para justificar la petición de clemencia para ir delante) mi compañero de habitación se agenció a partir de aquel viaje el asiento delantero del coche tanto en la visita a Granada, como en la vuelta a Madrid del día siguiente. Durante la ida a Granada tuve que volver a aguantar la fantástica música que puso Juan Carlos y que también gustaba a mi compañero de habitación, lógico son del mismo barrio, pero en este trayecto sí que no podía rechistar porque era minoría clara. La verdad es que no sé de qué hablamos durante aquel trayecto, si es que se habló de algo interesante, con la música y en parte también por mi sordera oía mal lo que se decía en los asientos delanteros del coche. Sí recuerdo perfectamente de lo que se habló a la vuelta pero eso vendrá más adelante. También recuerdo bastante bien que una vez cogimos la autovía hasta Granada, a la altura de Jaén, los dos conductores empezaron a pisarle bien al acelerador, sobre todo Ángel que en un momento dado nos pasó volando y se marchó a lo lejos a una velocidad muy superior a la legalmente permitida en esas carreteras, y eso que nosotros no íbamos despacio ni mucho menos ya que al chófer le gustaba pisarle por encima de los límites.

Legamos a eso de las once de la mañana a la ciudad de Granada y a pesar de que la madre de Ángel nos había dicho por donde suele haber sitio para aparcar el coche no muy alejado del centro histórico y del barrio del Albaicín, no nos acordábamos de nada de lo que nos había dicho. Empezamos a dar vueltas por la ciudad buscando ubicarnos en Granada con algún punto de referencia decente para no dejar el coche donde Cristo perdió la sandalia. Estuvimos un rato así, pero al final, después de recorrernos varias calles, meternos por dirección prohibida en alguna que otra ocasión y recibir algún que otro pitido – recibido con razón – por parte de los conductores granadinos al final conseguimos aparcar, tanto nosotros como el coche de Ángel, no muy alejado del nuestro aunque en calles diferentes. Una vez dejamos los coches y nos encontramos los dos grupos nos dirigimos hacia nuestro primer objetivo en aquel viaje que no era otro que la Capilla Real. Para ello tuvimos que andar un buen rato. Cruzamos el río Genil y nos metimos por una avenida arbolada para evitar el sol que ya por entonces empezaba a azotar con fuerza. Dicha avenida acababa en una gran plaza triangular con pequeños árboles que apenas daban sombre y una gran fuente cuyos chorros servían para aliviar el calor. Continuamos por otra de las calles principales de Granada, llena de tiendas de ropa, calle que bien podría haber pertenecido a cualquier ciudad española o europea ya que últimamente todas las calles comerciales de las principales ciudades se cortan bajo el mismo patrón. Esta calle comercial, como pasa en Madrid, estaba protegida del sol mediante unos toldos tendidos entre las fachadas de los edificios. Cruzamos la plaza del Ayuntamiento y un poco más adelante ya nos metimos a callejear por el centro histórico de la ciudad, por calles estrechas y abarrotadas de turistas y vecinos, cada uno con un ritmo diferente y una manera distinta de mirar la ciudad.

En una de esas calles, muy cerca ya de la Capilla Real de Granada, una calle llena de puestos de artesanía y souvenirs para los turistas, había un grupo de gitanas mayores que con un ramo de romero en la mano intentaba parar a los incautos turistas para leerles la mano o mirar en su futuro (para quien crea en esas cosas), yo las evité bastante bien, supongo que porque disimulo muy bien que tengo prisa, porque sé poner cara de “a mí no me pares que soy muy borde” o simplemente porque dichas gitanas sabían de verdad ver el futuro de cada persona sin necesidad de pararlas y como el mío a lo mejor no era muy interesante me dejaron pasar de largo; lo mismo les pasó a el resto de mis amigos, aunque a alguno sí que le intentaban parar, sin embargo Juan Carlos no tuvo la misma suerte. Y es que una gitana, supongo más pesada que las demás, le cogió por banda agarrándole del brazo y empezó a hablarle del futuro, a pesar de que Juan Carlos intentaba soltarse de ella diciéndola que tenía prisa, que no le interesaba o cualquier otra excusa variada. Lo que la gitana le dijo es que había una morena en su vida, o que iba a haberla y por tanto que estuviera atento y la buscara, que le haría feliz. Quizá en vez de haber intentado zafarse de la gitana debería haberla hecho algo de caso – cuánto dolor se hubiera ahorrado en los años siguientes – y haberse puesto a buscar a esa morena que le dijo la gitana, que aunque digamos que no algo de brujas y hechiceras siempre han tenido. Al menos se quedó con el manojo de romero que le dio la vieja gitana, que acabó en el primer cubo de basura que nos cruzamos (me preguntó ahora con varios años de distancia si a lo mejor no tendría que haber conservado ese manojo de romero, si le hubiera traído algo más de suerte). Dejado atrás el grupo de gitanas visionarias y antes de entrar a ver la Capilla Real, nos dimos una vuelta por los alrededores de la misma, y entramos antes a la Madraza de Granada, que en su día fue la primera universidad que tuvo la ciudad, fundada en 1349 por los gobernantes del que fue Reino Nazarí. Posteriormente ya sí nos dirigimos hasta la entrada a la Capilla Real para, al menos yo, rendir homenaje y respeto de los Reyes Católicos allí enterrados.

Capilla Real

La Capilla Real de Granada en un construcción religiosa de estilo gótico que alberga los restos mortales de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, y parte de sus hijos entre ellos los también reyes Juana “La Loca” y Felipe “El Hermoso”. El edificio data de principios del siglo XVI, concretamente de 1505, año en que comenzó su construcción que finalizaría en 1517, y es una impresionante construcción gótica, con un exterior profusamente decorado de manera muy elegante y con una potencia visual digna de las construcciones góticas más famosas del mundo, aunque se realizara en el último periodo de este estilo en España. La capilla es de planta de cruz latina y se accede a la misma por una especie de atrio de entrada formado por diferentes arcos minuciosamente tallados en piedra, en el interior de dicho atrio se encuentra un gran escudo real con las armas de los Reyes Católicos y el Águila de San Juan. En ese atrio es donde compramos las entradas para la visita a la capilla. Una vez dentro de la capilla propiamente dicha la vista se dirige automáticamente hacia el techo, como suele pasar con casi todas las construcciones góticas, para poder admirar con detenimiento y contemplar las magníficas bóvedas nervadas tan típicas de este estilo. Lo que más me impresionó del interior de la Capilla Real fue su blancura, la luminosidad que tenía, el brillo que lanzaban sus paredes. En el centro de la capilla, justo, en la parte más preeminente de la misma se alzaban dos grandes sarcófagos de mármol blanco con las efigies de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando a la izquierda, y la reina Juana y su marido Felipe a la derecha, justo al lado de sus padres. Los sarcófagos están rodeados por una también hermosísima verja de hierro forjado. Todo el conjunto la verdad era de una fuerza increíble, se sentía el peso de la historia allí dentro, contemplando los mausoleos de los primeros reyes de la España unida bajo una misma denominación. Miguel y yo nos quedamos algo más retrasados admirando tanto los sepulcros de mármol como el entorno de la capilla, sus bóvedas, sus puertas laterales, sus altares, todo. Bajo los sepulcros marmóreos se encuentran los ataúdes con los supuestos restos de los Reyes Católicos y algunos de sus hijos que todavía impresionan más que las efigies talladas en la dura roca. Yo todavía tardaría unos minutos más en abandonar la fría presencia de los reyes allí sepultados, reflexionando, quizá también honrándolos a mi manera. Para cuando me quise dar cuenta estaba sólo en medio de la capilla delante de los monumentos funerarios a las dos parejas reales, mis compañeros habían seguido la visita a las diferentes salas de la capilla donde se encontraban varios objetos que en su día pertenecieron a los que allí yacen, seguramente menos interesados en ver aquello. La visita a la Capilla Real acabó relativamente rápida pero la verdad es que fue uno de los momentos más sobrecogedores e íntimos que recuerdo del viaje. Uno de los momentos en los que uno siente el peso de la historia sobre uno mismo. Pero de estos momentos aquel día estaría repleto. 


Tras visitar la Capilla Real y antes de sentarnos a comer en algún sitio, decidimos darnos una vuelta por la ciudad. Decidimos subir hasta el mirador de San Nicolás para poder ver y admirar con nuestros propios ojos la vista más conocida y reconocible de La Alhambra. Para llegar hasta el mirador teníamos que atravesar prácticamente todo el barrio granadino del Albaicín, uno de los más famosos de España y seguramente el más bello de cuantos hay en este país, sobre todo en Andalucía. Un barrio lleno de magia. He dicho que para llegar al mirador había que atravesar el Albaicín, pero más bien lo que teníamos que hacer y lo que hicimos fue escalar la colina del Albaicín para llegar al Sacromonte. ¡Menudas cuestas se gastan también en Granada! Para ello lo primero que hicimos al no tener ni idea de cómo llegar hasta el mirador fue seguir nuestro instinto. Detrás de la catedral de Granada hay una calle muy amplia, también comercial, que separa por así decirlo la parte baja y la alta de Granada. Empezamos a caminar por dicha calle en sentido norte dejando siempre la Catedral a nuestra izquierda hasta que decidimos, sin basarnos en nada especialmente, meternos por una de las calles que salen de esta calle a mano derecho y que a los pocos metros empiezan ya a tirar para arriba. Íbamos sin rumbo fijo, sin saber por dónde estábamos yendo, simplemente confiados que mientras aquello siguiera subiendo íbamos bien encaminados. Miguel intentó guiarnos con su i-phone, pero sin éxito alguno (tanto móvil de última generación pa’ na’). Menos mal que no hacía excesivo calor porque si no, no sé que hubiera sido de nosotros, o al menos de mí, subiendo por aquellas empinadas y empedradas calles. Lo bueno es que al ser estrechas daba poco el sol, y que éste se estaba comportando y no hacía un calor excesivamente sofocante. Caminando por aquel barrio tan popular de Granada no podíamos menos que ir parándonos cada dos por tres, en una plaza o en un quiebro entre calle para tirarnos alguna foto, o más bien tirar yo alguna foto, porque de momento nadie me había cogido la cámara para tirar alguna foto. Mientras seguíamos ascendiendo, me fui quedando algo rezagado tirando fotos a La Alhambra que ya empezaba a perfilarse en el horizonte por encima de los tejados del Albaicín. Siempre fui a cola de pelotón, siguiendo al grupo de cabeza guiado parece ser por Miguel que había logrado que su móvil funcionara y nos estaba conduciendo hasta el mirador. A medida que ascendíamos las casas empezaban a hacerse más grandes, casi señoriales, con tapias que dejaban entrever patios ajardinados, llenos de vegetación refrescante formando pequeños oasis privados donde refugiarse del tedioso estrés del mundo, donde relajarse leyendo un libro, escuchando el murmullo del agua de las fuentes, bañarse en una piscina escondida o simplemente contemplando el bellísimo paisaje que se podría observar por cualquiera de las ventanas de aquellas casas con La Alhambra y Sierra Nevada de fondo. Pura paz se respiraba en aquel barrio. Mientras tanto la escalada continuaba, aunque ya quedaba poco.
 
Ascenso por el Albaicín
Y allí estaba, al final, el mirador de San Nicolás. Una pequeña plaza, en lo más alto del Albaicín, desde donde sin interferencia por parte de los tejados de las casas se podía ver aquello que habíamos ido a ver allí: La Alhambra. Pocas cosas en el mundo se pueden observar y decir a continuación que si la muerte viniera a por nosotros no nos importaría. Aquella vista que nuestros ojos estaban contemplando, y que tantos otros habrán contemplado a lo largo de la historia, no había cambiado en siglos. Supongo que exagero, pero la belleza que esa imagen transmitía a nuestro cerebro, a nuestras almas, impendía que cualquier otro sentimiento pudiera darse a la vez. Poder ver todo el conjunto palaciego de La Alhambra de un único vistazo es comparable a muy pocas cosas en el mundo. En mis veinte años de vida nunca había sentido lo que sentí allí arriba en el mirador de San Nicolás debajo de uno de los árboles que adornan la plaza y protegen del sol a los turistas. No ya por la vista que estaba contemplando, o por el entorno, sino porque además lo estaba haciendo con amigos, y veía que también a ellos aquella visión les estaba emocionando, aunque no quisieran admitirlo. El ascenso hasta el mirador había causado estragos en mis amigos que rápidamente se sentaron en un bordillo de la plaza bajo la sombra de un árbol para recobrar fuerzas. Una vez descansaron los suficiente decidimos hacernos una foto todos juntos para tenerla como gran recuerdo de aquella experiencia, de aquella belleza. Una vez hecha la foto – en la que da la casualidad de que ninguno de los seis que aparecemos en ella estamos sonriendo si acaso a Miguel y a Ángel se les entrevé un intento de sonrisa, mientras que Chema y Juan Carlos posan con cara de malotes – pasé a actuar de fotógrafo personal de todas y cada uno de mis amigos y a retratarles de manera individual con La Alhambra. Antes de comenzar el descenso hacia la parte baja de la ciudad, descansamos unos segundos, mis amigos sentados en una sombra y yo mirando La Alhambra. Dejé la cámara a Juan Carlos, o a Ángel, no recuerdo bien a quien para descansar un poco yo también de ella mientras volvía una vez más a mirar el palacio y fortaleza árabes que dominan la ciudad de Granada. En aquellos cortos minutos que pasé así, mirando embelesado y deleitándome con la belleza de La Alhambra uno de mis amigos me tiró una de las mejores fotos que tengo de aquel viaje, en la que aparezco de espaldas mirando el horizonte.
 
Soñando despierto
Empezamos el descenso por otra ruta diferente a la que habíamos llevado de subida, pero mejor así porque conocimos y andamos más calles y descubrimos más rincones del Albaicín. Durante una parte de ese descenso, mientras discutía con mi compañero de habitación (bueno llamar discutir a una conversación con una persona que va unos cuantos pasos delante de ti y que cuando ya no le interesa seguir hablando pasa del tema y se pone a hablar de otra cosa con otra persona es algo frívolo) sobre la belleza única en el mundo de La Alhambra (o El Escorial que también salió en aquella discusión) que él no compartía y que no consideraba para tanto (probablemente para llevar la contraria a alguien), Ángel me cogió la cámara para que fuera yo algo más descansado y se pudo en plan Robert Capa a sacar fotos, en una de las cuáles aparezco yo completamente desprevenido y pensando que nadie me estaba viendo – y menos tirándome una foto – rascándome, o mejor dicho aunque no se me crea colocándome, la entrepierna con cara no sé si calificarla de placer o de desconcierto o de disimulo. Sólo cuando vertí las fotos en el ordenador la descubrí, pero no la borré porque está muy bien también la foto, parece la de un paparazzi a un famoso de revista del corazón. Una vez concluimos el descenso aparecimos a los pies de la colina coronada por La Alhambra, y si desde el mirador ésta era espectacular allí abajo con todos esos metros por encima nuestro La Alhambra parecía aun más regia y señorial. Esta calle que bordea los pie de la colina del Sacromonte es una de las zonas más hermosas de la ciudad de Granada, numerosos palacios y casas señoriales, así como iglesias y conventos, y casas de oficios se van sucediendo a lo largo de dicha calle, mientras que al otro lado, a los pies de la colina de La Alhambra sólo había naturaleza, sólo árboles y el cauce casi seco del río Darro. Hacia el final de dicha calle ya sí había casas a ambos lados, a los pies de ambas colinas. Esta calle acaba desembocando en la plaza de la Audiencia de Granada, los juzgados actuales; una plaza desierta de árboles pero llena de terrazas. Ya había pasado el mediodía y era hora de buscar algún sitio para comer y descansar, para evitar el sol en sus peores y más duras horas de calor.
 
Pillada indiscreta
Comimos por los alrededores de la Catedral de Granada, que por desgracia no visitamos y que por tanto me da una excusa para volver a visitar la ciudad en el futuro aunque ya no vaya a ser con las mismas personas que lo hice entonces. A la hora de comer hacía bastante calor, y aunque comimos en una terraza protegida por grandes toldos naranjas la sensación de horno seguía presente en el ambiente. La comida no estuvo mal del todo; si nos hubiésemos acordado de los sitios que nos había propuesto la madre de Ángel aquella mañana en Úbeda probablemente hubiéramos comido mejor tampoco tuvo la mayor importancia. Lo que sí hicimos después de comer fue tomarnos unos helados sentados a la sombra en un banco de la Plaza de Bib-Rambla, a pocos pasos de la Catedral cuyas altas torres se veían desde la misma, en pleno corazón de Granada. Estuvimos un buen rato allí sentados, algunos en un banco de granito otros en el propio suelo de la plaza, pero siempre a la sombra y disfrutando del delicioso y refrescante helado, antes de dirigirnos a tomar el pequeño autobús que nos llevaría hasta las puertas de La Alhambra. Es curioso pero de este reposo en la plaza de Bib-Rambla tengo bastantes fotos, y ninguna las tiré yo. Antes de subir hasta La Alhambra aún nos dio tiempo de caminar otro poco por las calles de Granada, desiertas a aquella hora propia de siesta cuando el calor más estaba apretando (aunque sin ahogar ni mucho menos, la verdad es que durante todo el día el calor sofocante e infernal de Andalucía no hizo verdadero acto de presencia salvo en momentos muy puntuales), y gracias a ello también estuvimos un rato en la Plaza del Ayuntamiento sentados otra vez a la sombra ya fuera en un banco o en la entrada a alguna vivienda en un bordillo. El edificio del Ayuntamiento de Granada es una construcción curiosa, no por ser muy antiguo o de estilo moderno, ni por su belleza o grandeza, sino porque su fachada está coronada por un jinete a caballo de bronce que sostiene en su mano una bola dorada de gran tamaño y que destaca por encima de cualquier otro elemento arquitectónico del edificio.
 
Plaza Bib-Rambla
Y llegó el momento de ir subiendo hacia La Alhambra, ya que las entradas que teníamos compradas de antemano eran para por la tarde, no recuerdo muy bien la hora, entre las cinco y las seis, para visitar concretamente los Palacios Nazaríes, la parte más bonita del recinto de La Alhambra. Cogimos un minibús justo detrás de la catedral, muy cerca también de la Capilla Real y con él nos encaminamos por calles primero anchas y cómodas para luego terminar ascendiendo por calles de pendientes más elevadas y mucho más incómodas por su estrechez y por estar pavimentadas con adoquines en vez de por asfalto. Las calles eran tan estrechas y empinadas que en más de una ocasión el autobús se dio de bruces con algún que otro coche que tuvo que dar marcha atrás para cederle el paso. Una vez el autobús llegó a las puertas de La Alhambra y como todavía teníamos tiempo más que de sobra para entrar, según la hora que tenían nuestras entradas, pues nos dispusimos a sentarnos un rato a esperar. Mis amigos, invadidos por un espíritu más infantil que otra cosa se fueron corriendo hasta un banco que estaba vacío y que tenía sombra para ver que quien llegara el último no se sentara, como yo no entro en esa clase de niñerías llegué el último, pero en vez de quedarme allí, dejé la cámara a alguno de mis compañeros y me dirigí hacia la entrada para ver que había por allí (a mí en vez del espíritu infantil me salió el espíritu aventurero, qué se le va a hacer). Y por allí había una serie de maquetas en bronce que mostraban la evolución de las diversas construcciones que han ido constituyendo La Alhambra a lo largo de su historia. Por curiosidad fui a las taquillas para preguntar que cuando podríamos pasar llevando las entradas sacadas con antelación y con hora de visita, y para mi sorpresa me dijeron que cuando quisiéramos, que la hora que venía en las entradas era para los Palacios Nazaríes, no para La Alhambra cuyo conjunto lo podíamos visitar sin hora. Sorprendido por la revelación y compungido por fastidiar a mis amigos su descanso – de compungido nada, más bien todo lo contrario, encantado de poder aprovechar aquel tiempo – me encaminé hacia ellos para levantarles del banco y decirles que podíamos empezar a visitar La Alhambra.

Caronte.

jueves, 10 de julio de 2014

Viaje soñado al mar de los olivos (Parte IV)

Pues pasó la primera noche, y llegó la mañana del segundo día – aunque el primero completo en Úbeda – de aquellas vacaciones con mis amigos. Si he de ser sincero, de este día es del que menos cosas recuerdo, sobre todo después de comer, pero como me suele pasar cuando me pongo a escribir y a recordar poco a poco me van saliendo solos los recuerdos y acabo rescatando de lo más profundo de mi memoria momentos que pensaba ya olvidados, o anécdotas casi borradas por la niebla del tiempo. Lo bueno que tengo es que las fotos que se tomaron con mi cámara aquellos días han quedado como testigos de aquellos momentos y siempre refrescan la mente de quien intenta recordar, como ahora es mi caso. Como digo a priori recuerdo poco de este día, quizá porque era el que se encontraba entre el día que llegamos cargados de ilusión por pasar allí unos días todos juntos, y el siguiente día que iríamos a visitar uno de los lugares más bellos que se pueden ver y contemplar no ya sólo en España o Europa, sino en todo el mundo como lo es La Alhambra de Granada. Quizá a este segundo día de estancia en Úbeda no se le dio la importancia que tenía, por simplemente suceder al día de la barbacoa de bienvenida, y por preceder al día de La Alhambra.

Sí recuerdo que no nos levantamos pronto, tampoco excesivamente tarde, pero la barbacoa hizo mella en nuestro cansancio acumulado del día anterior y lo que necesitábamos era descansar. Y así lo hicimos. Pero una vez nos despertamos, el cansancio desapareció. Prácticamente nos levantamos todos a la vez, como si nuestros inconscientes no quisieran perderse nada de estar todos juntos. Una vez estuvimos todos medianamente aseados, cuando todos nos quitamos las legañas propias de la noche y nos desperezamos con agua la cara, bajamos a desayunar. Por las mañanas la casa tenía otra luz muy diferente, más clara y diáfana, más blanca y luminosa que le daba un aspecto mucho más joven y que invitaba sin duda a disfrutar del día que quedaba por delante. Si la barbacoa de la noche anterior fue un festín digno de dioses terrenales, el desayuno lo fue de dioses del Olimpo. A las típicas galletas y cereales que hay en todas las casas, aquella mañana se sumaban los churros que muy amablemente el abuelo de Ángel fue a comprar por la mañana temprano, como suelen hacer todos los abuelos en los pueblos (al menos también en mi caso es así, por eso aquello me recordó a las muchas veces que he amanecido en el pueblo de mi madre, que por tanto también es el mío, oliendo a churros recién hechos), las magdalenas artesanas de las monjas del vecino Convento de Santa Clara, cuya tapia estaba justo enfrente de la casa en la que estábamos, y cuya fama y buen sabor ya habían testado nuestros paladares alguna vez que Ángel había llevado dichos manjares a la Universidad para que diéramos buena cuenta de los mismos con ansiosa fruición; y otros dulces también típicos de Úbeda y que, al menos a mí que soy un apasionado de los mismos, hicieron que se nos hiciera la boca agua. Mención especial tengo que hacer a los churros de Úbeda. Pocas veces ya fuera en mi pueblo, o en mi barrio (donde hay un par de churrerías bastante buenas), había probado unos churros tan buenos. No estaban nada grasientos, ni se hacían complicados de comer por ser casi todo masa, sino todo lo contrario; estaban deliciosos con ese típico sabor que nunca llega a ser dulce del todo, sino que suele tener un regusto salado que ya sea mojado en leche con cola-cao o “a pelo” que sabe tan bien, con un ligero aroma a piel de limón o de naranja. Fue allí en Úbeda donde aprendí a comer los churros a la manera andaluza, es decir, simplemente con un poco de azúcar por encima. No digo más: estaban deliciosos. Ni en el mejor de los hoteles hubiera desayunado mejor. Pero si los churros estaban buenos, para las magdalenas de las monjas hay pocas palabras en cualquiera de las cuatro lenguas oficiales de España, a saber, catalán, euskera, gallego o castellano, que puedan describir cómo estaban. Tanto gustaros que todos tomamos aquella mañana al menos una magdalena, mientras que churros no tomaron todos (quien no lo hiciera no sabe lo que se pierde, y creo recordar que también había a uno de nosotros al que no le gustaban, algo mal tendría que tener en el paladar para decir una cosa así), y el día que nos marchábamos de vuelta a nuestras casas fuimos al convento a comprar varios paquetes de magdalenas.

Una vez todos hubimos desayunado y paladeado aquellos manjares, y después de asearnos completamente y vestirnos, tocaba visitar de mano de nuestro guía y anfitrión Ángel su ciudad, Úbeda. Yo tenía muchas ganas de pasear por aquella hermosa ciudad de la que tanto había oído hablar por ser Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Siempre me han atraído estas cosas y estas distinciones aunque haya numerosos sitios que no las tengan pero que las merecerían. En los meses antes de ir a Úbeda, sabiendo que íbamos a ir me había puesto a ver cómo era la ciudad. Pero nada tiene que ver lo que puede aparecer en internet de la realidad de las ciudades, y en Úbeda mucho menos. Sí es cierto que la imagen más reconocible de la ciudad es la Plaza Vázquez de Molina, donde se ubican tanto la Sacra Capilla del Salvador, el Ayuntamiento emplazado en un hermoso palacio renacentista y el Parador Nacional que ocupo otro gran palacio de la ciudad. Pero Úbeda no es simplemente esta plaza como terminamos por descubrir aquella calurosa mañana de julio.

Nada más salir de la casa de Ángel el sol golpeó nuestros rostros con aquella luz única, propia del sur de España que a tantas personas ha terminado por enamorar y que aquel día empezada a tirarnos a nosotros los tejos. Como no podía ser de otra manera lo primero que fuimos a ver fue la plaza principal y más conocida de Úbeda, ya la nombrada Plaza Vázquez de Molina, para ello tuvimos que callejear un poco, pero eso es para mí visitar una ciudad, andar sus diferentes calles, tanto las conocidas y transitadas con mayor frecuencia, como las desconocidas y menos bulliciosas. Pasamos por la puerta principal del Convento de Santa Clara, tras cuya blanca y encalada tapia guardan clausura las monjas que tan deliciosas magdalenas hacen y que todos llevábamos en nuestros estómagos aquella mañana. Dejado atrás este monumento cogimos ya sí una de las calles principales del casco viejo de Úbeda que prácticamente nos iba a llevar a la citada plaza. Dicha calle, más ancha que las que habíamos andado hasta entonces, estaba llena de comercios típicos y de gente comprando como en cualquier día normal, aunque para mí y mis amigos no fueran días normales aquellos, si entendemos por normalidad rutina y cotidianidad. En esta calle que nos llevó hasta una plaza poblada de pequeños pero tupidos árboles y de unos faroles muy bonitos que por las noches darían luz a dicha plaza en la parte trasera del palacio que albergaba el ayuntamiento de Úbeda. Bordeando el Ayuntamiento llegamos hasta su fachada principal cuya belleza renacentista le hace tener una imagen muy potente que acompaña a todo un conjunto arquitectónico único, y muy hermoso. Estábamos ya en la Plaza Vázquez de Molina, cuya fama no es inmerecida ya que entre jardines, iglesias y palacios nobiliario uno podía perfectamente remontar la línea del tiempo y llegar a una época ya perdida llena de esplendor para aquella ciudad jienense. Justo enfrente del Ayuntamiento se sitúa la Iglesia de Santa María de los Reales Alcázares, otra magnífica construcción cuyas dos torres gemelas que jalonan su fachada le dan su carácter identitario y reconocible en toda la ciudad. Mirando de frente el Ayuntamiento si nos encaminamos hacia la derecha, como hicimos tras visitar el atrio interior de la Iglesia de Santa María, contemplamos la más famosa imagen de Úbeda, aquella que si teclean en Google Úbeda sin lugar a dudas saldrá como primer resultado en imágenes. Atravesando un pequeño jardín con una fuente en medio, en realidad el único que lo atravesó de esa forma era yo el resto de mis amigos iban protegidos por la sombra que los diferentes oficios que bordean la plaza proporcionan a los turistas, del sol inquisidor de aquellas tierras que no calienta sino abrasa; pero esa era mi misión ya que era el fotógrafo de aquel viaje y aquella hermosa ciudad se deja retratar como pocas otras en este país. En perfecta perspectiva desde aquel pequeño jardín en que me encontraba se alzaba orgullosa y muy digna la Capilla del Salvador, quizá el monumento más conocido y fotografiado de Úbeda, y a su izquierda el Parador Nacional que también ocupa un magnífico palacio con una fachada tremendamente sencilla pero a la vez hermosa. Todo el conjunto de aquella plaza transmitía proporción, belleza, paz y tranquilidad, era todo un gusto para los sentidos, aunque el único que parecía disfrutarlo era yo que me quedé algo retrasado contemplándolo tranquilamente mientras mis amigos seguían andando quizá deseando que acabara ya aquella visita turística para poder bañarse en la piscina. Lo que más me llamaba la atención de todo el conjunto de la plaza era la piedra; esa piedra color ocre, amarillento, y que según le diera el sol mostraban diferentes tonalidades todas ellas rondando el dorado. Si a aquellas horas de la mañana todo aquello era así tan bonito que podría sin habla al más locuaz de los predicadores, no puedo llegar a imaginarme cómo debería ser por la tarde con el sol ya ocultándose por el horizonte cuando los rayos cayeran sobre las fachadas de manera oblicua y al dorado de la piedra se le sumara el dorado de los rayos del sol.

Atrás dejamos ya esta plaza y nos encaminamos hacia los miradores de la ciudad. Si lo que hasta entonces había visto había ya cumplido más que con creces todo aquello que había soñado encontrarme en este viaje, lo que desde aquellos miradores, desde ese paseo que bordea y rodea la ciudad por el exterior se veía en la lejanía terminó por dejarme sin habla, por sobrecogerme el corazón y enamorarme dejando aturdidos de gusto todos mis sentidos. Ante nuestros ojos se abría el mar, un mar de colores rojizos y cobres de la tierra ubetense, grises y marrones de la madera ancestral de los olivos y verdes de las hojas de aquellos árboles tan simbólicos. Un mar de olivos que se extendía más allá de lo que nuestra vista podía abarcar, cubriendo las laderas de los montes que se extendían  hacia todas las direcciones, miráramos donde miráramos. Ni la más avezada de las águilas hubiera sido capaz de siquiera entrever el final de aquel mar tan sobrecogedor, y eso que el día no estaba del todo claro, ya que en la lejanía se levantaba una bruma que difuminaba el horizonte de aquella sierra de nombre tan mágico y sonoro, la Sierra de Mágina. Aquello sí que era perderse en el infinito, dejarse mecer por la paz que aquella visión provocaba en el alma de todo aquel que se dejara invadir, no sé qué sintieron mis amigos al ver aquello, sí sé que nos sentamos un rato contemplando aquella magnificencia, cada uno pensando en lo que fuera, en sus propios pensamientos y problemas, que frente a aquella inmensidad de olivos quedaban reducidos a la nada. Varias fotos retrataron aquel momento, aunque por ser yo el fotógrafo no salgo en ninguna; este es el ligero inconveniente del que mira por el objetivo y aprieta el botón que toma la instantánea, aunque de manera indirecta esté en todas las imágenes que tome. Años después de aquel viaje – hace unos meses este mismo curso – leyendo un magnífico libro de un ubetense ilustre como Don Antonio Muñoz Molina, “El jinete polaco”, me fueron viniendo poco a poco imágenes de aquella ciudad de Úbeda, ya que aunque en ningún momento en este libro del que hablo se lee el nombre de la ciudad siempre supe que era ella, era imposible que me estuviera equivocando; y en efecto cuando acabé el libro e indagué un poco más sobre él leí que Muños Molina tomó prestado el nombre de Mágina para designar a un pueblo ficticio en la novela pero real para aquellos que en algún momento lo hemos visitado.

Seguimos caminando bordeando aquel paseo que rodeaba la ciudad y sus murallas, ya casi desaparecidas pero todavía visibles en algunas partes. Como el calor estaba pegando fuerte, la sed también acudía a nuestras gargantas, pero como en aquella ciudad están acostumbrados a ello hay numerosas fuentes para refrescarse. Fue en una de ellas, aunque he de admitir que no fue la mejor ni la más cómoda para beber, un simple caño prácticamente a ras de suelo que acababa en una especie de alberca a los pies de la muralla, donde nuestro amigo Miguel, el que más acostumbrado a los pueblos está después de Ángel y quizá Chema (este último por vivir en uno), ni corto ni perezoso se agachó hasta casi dar con su cabeza en el suelo para beber de aquel caño. Hay una serie de fotografías que retratan aquel momento, quizá uno de los que más recuerdo de aquel día. Como el calor seguía apretando a pesar de que apenas era medio día, y daba señales de que lo seguiría haciendo durante todo el día, y como veía que mis amigos preferían ya volver a la casa para darse un refrescante baño di por concluida la visita a la ciudad, y siguiendo siempre a Ángel, pusimos rumbo de vuelta a casa. No debería haber consentido, o al menos debería haber pedido seguir visitando un poco más la ciudad. Mucho nos dejamos por ver, muchas calles sin andar y muchos lugares sin descubrir, pero como esto es a mí al que más le gustaba (por no decir el único) y las democracias y los grupos de amigos se rigen por las votaciones y las mayorías volvimos al hogar temporal allí en Úbeda. Una pena no haber terminado de visitar como corresponde a aquella ciudad sus calles, plazas y monumentos; pero lo bueno que tiene es que me obliga a volver alguna vez a Úbeda para terminar de visitarla como se merece, aunque quizá la compañía ya no sea tan buena y en vez de visitarla con amigos lo tenga que hacer en una visita en solitario.

De vuelta a la casa después de nuestra visita corta pero intensa por Úbeda, era el momento de relajarnos un poco sobre todo refrescarnos porque el calor ya era muy intenso. La piscina como el día anterior fue nuestra salvación frente a ese sol andaluz tan preciado por turistas extranjeros y nacionales. Como el día anterior las bestias que algunos llevamos dentro salieron al contacto con el agua, como los gremlins, y empezamos a hacer payasadas dentro de la piscina. Aguadillas y forcejeos se sucedieron entre nosotros para ver quién era el que más hacía el imbécil, o quién era el más fuerte para someter a los demás bajo el agua sin ser sometido a su vez por nadie; además de esto también volvimos a hacer las consabidas bombas con el objetivo de ser los que más salpicáramos o los que más agua consiguiéramos sacar de la piscina. Como el sol picaba y estaba muy alto en el firmamento también fue necesario darse crema para no acabar como los típicos guiris ingleses de chanclas de dedo con calcetines y camisetas de tirantes de tallas más grandes de las necesarias que todos los años vienen a las playas españolas a tostarse (tanto al sol como a base de cervezas) y que acaban pareciéndose a un carabinero hecho a la plancha. Esto último es lo que me suele pasar a mí cuando me da el sol, que me suelo quemar; no tengo término medio, yo no me pongo moreno, paso de un blanco “teta de monja” a un rojo gamba muy bueno, y puedo asegurar que la sensación de quemazón que queda en la piel no es muy agradable. Sempiterno también en la piscina era Miguel con sus gafas de sol bañándose como si fueran gafas de bucear, bajo la excusa (cierta por otro lado) de que sin ellas no ve. No hubiera sido igual aquellos momentos de piscina sin nuestro José Luis Torrente particular.

Tras la piscina y mientras esperábamos a que la comida estuviese dispuesta para poner la mesa y ayudar a preparar todo para comer juntos, también nos echábamos unas partidas de ping-pong, bueno más bien era como un torneo en el que uno de los jugadores siempre estaba en uno de los lados de la mesa – en este caso mi compañero de habitación – mientras que en el otro se iban turnando el resto hasta que alguno le ganara, cosa que da la casualidad no pasaba nunca, todos terminaban jugando con él, bueno todos no cuando yo quería jugar él lo dejaba y se iba a descansar de tanto jugar. Entre partida y partida llegó la hora de comer, y como el día anterior nos metimos en la cocina a saborear lo que se nos tenía preparado aquella tarde, que sintiéndolo mucho no recuerdo qué fue. Después de la comida, como postre tomamos unos helados que ayudaron a pasar el calor de la tarde ubetense. Tras ayudar a recoger la cocina y ordenarla un poco después de que tanta gente comiera junta, y como ninguno de mis amigos es de echarse la siesta, o al menos no nos la echamos ningún día que estuvimos allí, decidimos irnos a la sala de estar de la planta baja a echarnos alguna partida a algún juego de mesa que hubiera por allí. En qué hora tomamos dicha decisión. El juego elegido fue, si no recuerdo mal del todo, el Monopoly, juego en el que los que no saben perder sacan su vena más capitalista posible para hacer todas la triquiñuelas posibles (vamos como en la vida real hacen todos los buitres que tratan con dinero y especulan), legales o no, para ganar. Nos juntamos por equipos, a mí me tocó con Ángel que consideraba como aquel juego simplemente como mera una forma de pasar el rato, lo mismo que la mayoría de los que estábamos allí sentados alrededor de la mesa camilla, pero mi compañero de habitación no lo consideraba un simple juego, ni ese ni ningún otro, y su única ambición no era pasárselo bien sino ganar a toda costa. Y acabó habiendo cierta bronca, por lo menos yo sí tuve cierta bronca, porque me parecía un poco triste que sólo importara ganar y no pasárselo bien, como creo que pretendíamos todos. Al final decidimos acabar la partida cansados de la espiral interminable en la que se acaba convirtiendo el Monopoly.

El sol ya había caído bastante y el calor ya no era tan intenso por lo que tras la partida capitalista al Monopoly volvimos a salir al patio y a darnos otro baño en la piscina para relajarnos otro poco, aunque había alguno que seguía picado por el juego (y creo que siguió picado ya todo el tiempo). Llegó el momento de salir ya de la piscina para empezar a ducharnos y vestirnos para ir a cenar por ahí aquella noche, básicamente para no ser más molestia en la casa y dejar un poco tranquila a la familia de Ángel. Como el día anterior mientras se iba duchando la gente, los que nos tocaba esperar nos quedábamos en el patio ya fuera jugando al ping-pong (el de siempre) o sentados en el porche charlando y haciendo tiempo. Yo fui de los últimos en ducharme así nadie me tenía que esperar y podía hacerlo algo más relajado. Una vez terminamos de ducharnos todos y vestirnos y arreglarnos, parece que estoy diciendo que nos íbamos de boda o algo por el estilo, como si aquello durara una eternidad, pues decidimos irnos a cenar por Úbeda a algún sitio de tapas y raciones que Ángel conociera. Y así hicimos. No sé muy bien por donde nos llevó Ángel, esos recuerdos se me han ido de la memoria completamente, ni tampoco tengo una imagen clara de cómo fue el bar en cuya terraza abarrotadísima nos sentamos; pero ahora escribiendo sí recuerdo que creo que cenamos en una hamburguesería, donde me tomé una buena hamburguesa, sí ahora lo estoy empezando a recordar de manera vaga y muy distante. Lo que sí recuerdo es que aquella noche mi compañero de habitación, que suponía amigo mío, estaba muy picado conmigo, muy molesto, como si yo le hubiera hecho algo muy malo, que para nada creo que había hecho (vamos nunca en la vida se me hubiera ocurrido hacer nada que le pudiera sentar mal a nadie, y mucho menos a él).

Después de cenar más de la cuenta en aquella hamburguesería que hacía unas hamburguesas bastante grandes y que estaban bastante bien, ya con la noche completamente cerrada, decidimos ir a algún bar, o pub irlandés (que aunque parezca mentira había varios en Úbeda), a tomar algo más, en este caso los más interesados eran todos mis compañeros, yo como no bebo la verdad es que me hubiera dado igual ir a un pub o volverme a la casa y tomar allí algo más tranquilos. Pero mis amigos querían algo más de fiesta, de movimiento. Y eso es lo que tuvimos, fuimos a un pub que estaba bastante bien, al menos eso me pareció a mí, con una decoración interior muy típica de pub diría yo casi motero o rockero, y que además tenía mesa de billar con lo que a alguno de mis amigos se le iluminó la cara como diciendo ‘en esto también soy un máquina y nadie me va a echar del tapete verde’. Creo que me volvió a tocar de pareja con Ángel, y siendo yo el manta que soy al billar pues en el “rey de la pista” que echamos nos eliminaron a la primera, pero era un divertimento más aunque alguno pensara que era el torneo mundial tras el cual se iban repartir trofeos y condecoraciones. En un momento dado llegó un grupo de personas, chavales de nuestra edad, o quizá un par de años mayores, o incluso alguno menor, que dio la casualidad eran amigos de Ángel. ¡Qué tipo Ángel, a cuanta gente conocía en Úbeda y cuánta gente le consideraba un amigo! Cuando llegaron los amigos de Ángel también quisieron meterse a jugar en la mesa de billar con lo que el “rey de la pista” entre nosotros seis, pasó a ser una especia de partidas continuas en las que casi siempre jugaba el mismo que apenas dejaba la mesa de ping-pong en la casa. Una de las cosas que más recuerdo de aquella velada fue que Juan Carlos, por su no tan alta estatura para golpear bien las bolas de billar se tenía que empinar bastante poniéndose de puntillas con los pies porque si no, no lograba colocar bien el palo para golpear; aunque he de decir que no jugaba nada mal. De los amigos de Ángel que mejor me cayeron y del único que creo recuerdo el nombre es de un tal Alfonso, un tipo genial y divertido con el que aquella noche, así como la anterior en la barbacoa a la que también él asistió, crucé más que unas simples palabras de cortesía.

La noche podría haberse alargado más, pero quizá algo movidos por mí o por el hecho de que a la mañana siguiente teníamos que madrugar bastante para visitar Granada y por tanto había que descansar para llegar frescos a visitar la milenaria ciudad nazarí, nos fuimos no demasiado tarde del pub y volvimos a la casa, donde aún antes de acostarnos estuvimos un rato en el patio bajo la bóveda celeste estrellada y clara del cielo de Úbeda tomando un poco lo que en los pueblos se llama “el fresco”. Cuando decidimos que ya era tiempo de irse a acostar para descansar para el día siguiente, que prometía ser duro, cada cual nos fuimos a nuestras habitaciones. Aquella noche fue más calurosa que la anterior y por las ventanas abiertas apenas entraba nada de aire fresco, por lo que la tarea de dormir no fue demasiado fácil, al menos para mí que con calor duermo bastante mal. Me costó dormirme no sólo por el calor, pero tras dar muchas vueltas en la cama y pensar mucho en aquel sueño que estaba viviendo y darme cuenta de que podría haber llegado antes si yo hubiera sido de otra manera. Aquella noche apenas intercambié palabra con mi compañero de habitación. La noche pasó, que es lo importante y llegó la mañana, o casi madrugada del tercer día. Pero lo que aquel día pasara va para la próxima entrega; un día que creo no olvidaré en la vida.

Caronte.