Estar lejos de hogar de uno siempre es una cuestión
difícil. Pero más aún es no saber realmente que es tu hogar, donde está, quien
lo compone o como es. Por necesidad, es decir por cuestiones de trabajo, estoy
a miles de kilómetros de mi casa, en medio de un país al que odias tras un par
de horas, rodeado de la más inmensa de las nadas, de un desierto de roca y
arena sobrecogedor y muerto. Aquí no hay más que trabajo. No hay cines, no hay
bares, no hay ocio salvo los gigantescos centros comerciales donde los
ciudadanos y habitantes de este país acuden casi en masa con sus enormes coches
para pasar sus ratos libres comprando en alguna de las
decenas y decenas de tiendas de marcas occidentales que plagan los pasillos,
galerías, locales y plantas de esas moles de hormigón, ladrillo y cristal. No
se puede hacer nada más que trabajar. ¡Y gracias!
El trabajo es lo único que me mantiene entretenido,
o al menos con la mente ocupada no pensando en donde me he metido, en donde
estoy viviendo y en donde si no me fallan las fuerzas físicas y mentales voy a
vivir una temporada. Las diez horas y media diarias, que se convierten en
prácticamente doce si tengo en cuenta el tiempo empleado para el
desplazamiento, son una bendición de los dioses teniendo en cuenta todo lo
demás. Porque todo lo demás es deprimente y desmotivador en este país. Y menos
mal también que los fines de semana se componen únicamente de un día: el viernes,
porque si fueran de dos como en todo país decente, civilizado y desarrollado,
probablemente acabaría cortándome las venas (cuya traducción en este país sería
coger un vuelo de vuelta a mi casa para no volver a poner mis pies en él).
De las 24 horas que tiene un día normal en España
aquí se transforman en una mole continua de tiempo sin principio ni fin; una
rutina perpetua que se repite incesantemente a dos velocidades diferentes. Aquí
el tiempo pasa muy lentamente. Los días son extremadamente largos, eternos,
interminables, y vienen marcados por rutinas fijas y la periódica llamada a la
oración que proclaman los múltiples minaretes de las mezquitas. Pero en este
país y con la vida que llevo el tiempo también pasa rápidamente. Llevo en
tierras árabes más de dos semanas y aun parece que fue ayer cuando me bajé del
avión en el impresionante aeropuerto de la capital y me golpeó la masa ingente
de calor que hay siempre en el ambiente. Es una sensación muy extraña esta del
tiempo y sus dos velocidades duales. Por no hablar de cómo pasa durante los
viernes, ya que esos días, los que se supone que son nuestro fin de semana, el
tiempo muestra una cara más, la tercera y pasa como que no pasa pero termina
por pasar (sé que no me he explicado pero es lo que hay).
Son los viernes quizá los peores días para pensar
donde estoy y darme cuenta a cuanta distancia esta no ya mi casa, que en el
fondo me daría casi igual, sino mi hogar. Los viernes son mi fin de semana.
Hasta la hora de comer podría ser el sábado, mientras que la tarde ya pasa a
ser un domingo extraño en el que en lo único que se piensa es en cenar no muy
tarde para poder acostarse pronto para madrugar al día siguiente (no olvidemos
que sería y es sábado en España) y estar lo más descansado posible y en pie a
las cinco y media de la mañana (hora a la que muchos están llegando a sus casas
en Madrid por ejemplo, después de una noche de viernes muy larga y quizá
también provechosa) para afrontar otra semana de seis días. Son los viernes,
como digo, cuando hay que buscar hacer todo lo posible, incluidas tareas de la
casa, para mantener la mente ocupada y no acordarse de nada que pueda hacer
flaquear la mente. Son los viernes los días en los que uno más pendiente está
del rezo en las mezquitas ya que indica que el tiempo pasa y vuelve a acercarse
el sábado, día que toca volver a la rutina del trabajo y a comenzar una semana
que pasara lenta y rápidamente a la vez.
Es duro decir, y más duro es darse cuenta de ello,
que el trabajo es lo único que me permite pasar los días echando de menos en el
fondo todo y a todos en Madrid. Pero es así. Y no me puedo quejar del trabajo.
Estoy en una de las empresas españolas de construcción más importantes, tanto a
nivel nacional como internacional, en uno de los proyectos de obra pública más
grandes a día de hoy que existe en el mundo, si no el mayor, con unas
condiciones laborales/económicas bastante decentes. No, no me puedo quejar. O
sí, claro que me puedo quejar. De hecho me quejo de que la empresa para la que
trabajo me haya traído a un país totalmente desconocido y hostil donde si no
eres nacional no puedes prácticamente hacer nada y donde el parecer occidental
es casi una atracción de feria. Me quejo de que nos hayan dejado a nuestro aire
haciendo que sin tener coche de empresa (una de las condiciones que vienen en
el contrato) nos dijeran que nos teníamos que buscar la vida para llegar al
trabajo, pagando de nuestro bolsillo (todavía vacío y sin casi moneda local) el
coste que luego obviamente reembolsará la empresa, llamando a algún conductor
de confianza (¡de confianza!, claro de la última vez que estuve en esta ciudad
de mierda, no te jode).
Claro que me puedo quejar y de hecho vuelvo a
hacerlo porque estoy metido en un compound, que para explicarlo rápidamente es
como una urbanización de más o menos lujo, vallada y amurallada, sembrada de
medidas de seguridad donde vive la comunidad de trabajadores extranjeros. Un
compound no es ni más ni menos que un campo de concentración donde solo hay
occidentales; son cárceles de oro, como se definen en algunos foros de internet
o blogs de expatriados,con piscinas, gimnasios, lavanderías, pistas de deporte,
comercios, etc. Sin embargo, y pese a que puede sonar bien, la empresa,
habiéndome dicho que iba a estar en un compound que viéndolo por internet tenía
más que buena pinta, a urbanización de lujo de Madrid, me ha metido, junto con
otros compañeros con los que compartí viaje de venida en un compound que podría
considerarse como urbanización de clase media baja de Torrevieja, sin nadie más
de la empresa de nuestra edad. Y ahí estaré sine die, cosa que hizo que me
viniera abajo y me empezara a replantear mi situación en el país.
Antes de venir, y tras habérmelo pensado mucho por
muchas y pocas razones a la vez (cosa rara lo sé pero, como muchas cosas
conmigo, es lo que hay), mi estructura y planteamiento mental frente a esta
aventura no solo laboral sino y con diferencia mucho más, personal, era estar
en este país en este proyecto todo lo posible, entre 2-3 años. Una vez aquí y
viendo lo que es vivir en este país el horizonte del año es un límite más que
aceptable que no se si seré capaz de alcanzar. Una vez aquí me he dado cuenta
de que no soy tan fuerte como pensaba que podría llegar a serlo. Este cambio de
estructura y de realidad mental lo asocié en un primer momento con la noticia
de que iba a estar en un compound que no me proporcionaba ninguna comodidad más
que el hecho de que tiene las casas más grandes (de hecho vivo en un adosado de
seis baños, tres plantas y más de 200 metros cuadrados, para tres personas).
Pero no. No ha sido el compound lo que me ha hecho replantearme mi estancia
aquí, sino el echar de menos prácticamente todo. Empezando por mis padres, a
los que echo de menos a diario y con los que necesito hablar también a diario
para saber que todo sigue igual y que están ahí. Esto no lo hubiera dicho antes
ya que en Madrid lo único que quería era independizarme para poder empezar a
hacer mi vida. Ahora mi vida se ve trastocada por este efecto que me ha hecho
decirles a mis padres a diario que les quiero y llorar cuando me acuerdo de
ellos.
Pero no es solo a mis padres a los que echo
realmente de menos. También están Carlos y Noe, una pareja de amigos a los que
también quiero mucho y de los que me acuerdo también a diario. Hay más gente
que se me cruza por la cabeza pero estas personas mencionadas son las
fundamentales. Sin su recuerdo, sin su presencia en la lejanía creo que ya me
habría vuelto. Pero les echo mucho de menos. Y no sé hasta cuando podré
aguantar esas ausencias en mi vida diaria. Sin embargo no son solo a personas a
las que echo de menos. Añoro mi habitación y mi casa, el poder no hacer nada un
sábado leyendo simplemente en mi silla. Añoro el calor de Madrid en comparación
con el infierno diario y nocturno de este país. Añoro las librerías que sé que
puedo encontrar en mi Madrid. Añoro la Plaza del Dos de Mayo y Malasaña, la
Gran Vía, el Museo del Prado, la Cuesta del Moyano, Atocha, el metro y los
autobuses, la diosa Cibeles, el Corte Inglés. Añoro todo en definitiva. ¡Cada
día que paso aquí me doy cuenta de que hay mucha sabiduría en la frase esa de
que no se valora algo hasta que no se tiene!
Realmente no sé cuándo acabara mi aventura en el
desierto, cuándo decidiré que no merece la pena pasar ni un solo minuto más en
este país de mierda al que por desgracia he cogido asco más pronto de lo que me
hubiera gustado, donde no se puede hacer nada, donde las mujeres nacionales van
tapadas de pies a cabeza por la abaya,
una túnica completamente negra que no deja ver nada de ellas, y las
occidentales deben llevar también una túnica negra siempre que estén en
público. Es horrible, deprimente, desmoralizante y asqueroso. No soy fuerte
cuando pensaba que lo iba a ser. Pero me da igual. Quizá soy mucho más
sentimental de lo que también pensaba, y me da igual también, porque empiezo a
saber quién soy y eso es más importante que cualquier otra cosa.
Me jode haberme dado cuenta de todo esto. Me jode
saber que lo que en principio me planteé como una aventura de varios años pueda
acabar sin llegar a cumplir uno. Me jode y mucho. Pero me estoy terminando de
dar cuenta, o mejor dicho estoy empezando a confirmar que lo único que importa
realmente en la vida es ser feliz y la felicidad no la da tener un trabajo con
unas condiciones realmente buenas (aunque con matices) que me vaya a reportar
una experiencia laboral impagable y unos ahorros bastante holgados también. La
felicidad la dan las pequeñas cosas, y sobre todo las personas. Y son esas
personas las que me faltan aquí, en medio del desierto. Me faltan obviamente
mis padres; me faltan mis grandes amigos Carlos, a quien quiero como un
hermano, y Noe; me falta Pablo y sus barbacoas; me falta Madrid y todo lo que
mi querida ciudad conlleva. Me falta mi vida en definitiva.
Aun así, y pese a todo lo anterior. Voy a intentar
aguantar en este país, en esta ciudad en medio de un desierto feo de cojones.
Voy a aguantar por orgullo y honor personal todo lo que pueda. Voy a aguantar
para no defraudar a todas esas personas que me faltan: a mis padres, a Carlos,
a Noe y al resto que gente que sé que me quiere y aprecia. Pero no sé hasta cuando
aguantare. Puede ser un año, cosa que veo muy complicada y difícil, como unos
meses más, como una semana más. Aguantaré lo que me mente quiera y dé de sí.
Aguantaré calor insufrible, diez (doce) horas de trabajo diarias seis días a la
semana, viernes que son fines de semana, soledad, quietud y silencio. Aguantaré
hasta que no me merezca la pena seguir aquí acordándome de todo y de todos a
los que he dejado en Madrid y a los que quiero. Aguantaré hasta que me dé
cuenta de que estoy perdiendo mi vida, de que me empieza a faltar y empiezo a
no ser yo. Ni un minuto más.
Caronte.
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