jueves, 23 de junio de 2016

La familia se elige


Durante toda nuestra vida estamos eligiendo constantemente. Sin embargo hay algo que no elegimos y es dónde, cómo y cuándo nacemos. Es una perogrullada lo que acabo de decir pero es la más simple y real de todas las verdades que nos plantea la vida. Dicho esto, sin embargo yo sí que considero que a la familia se la escoge. Pude que lo que en este artículo vaya a exponer moleste y hiera a muchas personas y que otras muchas piensen mal de mí después de leerlo; a los primeros les digo que se acostumbren a la libertad de expresión porque si no lo van a pasar muy mal en su vida, a los segundos les anticipo que su opinión sobre mi persona me la voy a pasar por allí por donde los pantalones se desgastan antes de tanto roce.

No escogemos nacer y por tanto mucho menos elegimos donde hacerlo. Me refiero a la familia en la que nos toca amanecer en el día en el tiempo de existencia del mundo que es nuestra vida. De hecho no elegimos ni tan siquiera ser. Nos crean nuestros padres después de un “polvo” (algunos querrán llamar a ese proceso químico de engendramiento acto de amor, pero no es más que un “polvo”, hablando mal y pronto). Ese acto animal puede producirse después de una noche de excesos, loca, con alcohol, mucho, en cantidades ingentes y variedades múltiples, en los asientos traseros, o delanteros, de un coche de mala muerte; en los baños de una discoteca con olores a orines y lo que no son orines; en el suelo de una habitación de hotel a la luz de una lámpara con tulipa o simplemente a la luz de la luna que se filtra por las ventanas; en la playa llenándose de arena por todas partes de cuerpo, arena que seguirá molestando varios días después del acto; en una cama blandita, y con sábanas nuevas, de un hotel, o con sábanas ya más bien usadas de la cama matrimonial de la habitación de un piso de protección oficial. Ese “polvo” puede ser premeditado o simplemente espontáneo en el que lo salvaje sustituye a lo romántico. En definitiva somos producto de una noche de intercambios de fluidos, orgasmos, lametones, chupetones, humedades, sudor… Eso es lo que somos al principio y no lo podemos elegir.

Luego llega el momento de nacer. Llega el momento en el que un hombre o una mujer nos sacan con más o menos cariño del útero materno tras una cesárea, o somos expulsados inmisericordemente del mismo en parto natural por nuestra propia madre, harta ya de llevarnos ahí metidos durante cuarenta semanas, con sus consiguientes dolores, pesadeces, ardores de estómago, antojos varios, vómitos, tobillos hinchados y contracciones de un dolor indescriptibles (hay que tener en cuenta, lo digo para los hombres básicamente, que los bebés que nacen por parto natural salen por la vagina de las mujeres, el mismo lugar por donde se procede a echar ese “polvo” tan placentero; luego imaginémonos el tamaño que tiene que adquirir para dar paso al cabezón del bebé y el tamaño natural de esa parte tan deseada y anhelada por todo varón en el cuerpo de su pareja femenina). Esto tampoco lo elegimos.

Hasta el mismo momento en el que el doctor nos sacude el culo nada más nacer, pringados de vísceras, sangre y tejidos placentarios, para hacernos llorar y abrirnos así las vías respiratorias no elegimos. Sin embargo, desde el primer llanto sí que lo hacemos. De hecho en condiciones normales todo hombre, todo ser humano, está condenado a elegir durante el resto de su vida y por tanto está condenado a la ignorancia sobre el qué pasará y al temor a equivocarse con esas elecciones.

Por esta razón digo y me reafirmo en ello que a la familia la elegimos. ¿Cómo es posible? Porque nuestra familia no son nuestros padres, abuelos, tíos y primos. A todas estas personas a las que llamamos, desde mi punto de vista erróneamente, “familia” no las elegimos por lo que no pueden ser considerados familia. Es nuestra familia momentánea, hasta que llega el día en que realmente empezamos a elegir a esas personas a las que sí podremos llamar familia con todo el significado abstracto que esa palabra conlleva. Esta afirmación es dura y me ha llevado tiempo llegar a ella. Y cuando digo tiempo quiero decir que llevo muchos años dándole vuelta a este concepto. Para mí la familia no puede ser en ningún momento ese conjunto de personas entre las que aparecemos por arte de magia. ¿Por qué somos tan mojigatos como para aceptar ese hecho que en cualquier otro ámbito de la vida no aceptaríamos? Porque tenemos miedos, porque nos han icho que nuestra “familia” es siempre intocable, cuando creo que debería ser así.

Nacemos en un núcleo familiar con el que según vamos creciendo y desarrollándonos podemos, o no, tener cosas en común. No acepto esa premisa que mucha gente tiene como verdadera e inamovible, que dice que somos iguales a nuestros padres por el mero hecho de que son nuestros padres. No es verdad. Hay altas probabilidades, es cierto, de que según vayamos creciendo, simplemente por imitación, porque es lo más cómodo, nos vayamos pareciendo, no ya únicamente físicamente, a nuestros padres, sino también psíquicamente. Podemos adquirir sus vicios y virtudes. Podemos adoptar formas de ser, gustos y actitudes. Pero también puede pasar lo contrario. ¿Qué pasa entonces? ¿Hemos de seguir asumiendo que nuestra “familia” es aquella en la que hemos aterrizado en este mundo?

Para mí la familia es ese conjunto de personas que hacen que nuestra vida quede completa, con las que estamos a gusto, con las que un silencio no es incómodo, con las que compartimos inquietudes, formas de ver la vida, aficiones, gustos, y sobre todo algo que va más allá de cualquier otra cosa: elecciones. A estas personas no las encontramos porque sí, a estas personas que en su día formarán nuestra familia, las escogemos. Mi familia no son mis padres. Mis padres son las personas que han supuesto mi “familia” temporal, esa que me ha criado y enseñado el mundo, hasta que yo por mí mismo he ido conociendo el mundo según mi propia manera de entender la realidad, que por suerte o por desgracia no tiene por qué coincidir con la de mis progenitores. Mi familia será, son, esas personas a las que he decidido tener a mi lado de manera voluntaria.

A mis padres les quiero, pero si tengo que ser sincero conmigo mismo aunque eso me suponga cierto dolor en el fondo soy muy diferente a ellos. Tengo algunos de sus vicios, y supongo que también de sus virtudes, pero en el fondo no soy como ellos. No tengo sus mismas inquietudes, no pienso como ellos en muchos ámbitos, no comparto con ellos aficiones o gustos de verdad, y no siempre me siento cómodo con ellos. Sin embargo les quiero, pero el cariño que les profeso es diferente al que muy probablemente profesaré a mi pareja el día que tenga de eso. Ese día querré a esa persona por encima de mí mismo, la amaré, no querré nunca separarme de ella, seré un todo con ella. Eso no pasa ahora con mis padres. A mi pareja la elegiré yo entre miles de millones de personas que hay en el mundo; a mis padres, abuelos, tíos y primos me los encontré o me los he ido encontrando a lo largo de mi existencia sin tener la más mínima posibilidad de poder elegirlos. Por eso nadie me puede, nadie nos puede, obligar o hacernos pensar que debemos querer a esas personas. No son nuestra familia.

Obviamente esto es mi opinión personal y en muchos casos también estaré equivocado. Estoy seguro que hay mucha gente que sinceramente quiere a su “familia” no elegida, que en cierto modo la ama. Por desgracia, o no, yo no me puedo contar entre esas personas. Mi familia será la que yo quiera que sea, y no tiene que contar con gente de mi propia sangre. De hecho la sangre no cuenta a la hora de formar una familia, por suerte sino estaríamos hablando de incesto. Nuestra pareja la vamos buscando durante toda la vida hasta que encontramos a quien de verdad nos complementa. Por eso a veces también hay quien se queda solo en el mundo, porque no termina de encontrar a esa persona con la que compartir lo más valioso que tenemos como es nuestra vida, nuestro tiempo, nuestro propio ser.

De hecho en el fondo nuestra familia no es solo la que elegimos, porque únicamente elegimos a nuestra pareja en nuestra vida; a nuestros hijos tampoco los elegimos. Bueno, sí que elegimos tener hijos, es decir, sí que decidimos echar ese “polvo” maravilloso o no, más o menos trabajado, más o menos glorioso, más o menos disfrutado, más o menos penoso, según la pareja y lo hábiles o ágiles que sean los dos miembros que compartan el coito. Pero no elegimos a los hijos que nacerán de ese “polvo”, y por tanto se repite la historia que he comentado al principio del artículo. Nuestros hijos nacerán sin elegirlo, y caerán en nuestra ya sí familia, crecerán, les educaremos, les criaremos, y al final dejarán de ser nuestra “familia” porque elegirán la suya propia. Y esto será ley de vida, y nada podremos hacer por cambiar eso.

¿Es un pecado que un hijo no quiera a sus padres? No lo creo. Al menos yo no lo veo así. Es duro pero es lo que pienso. No pretendo, sinceramente, que mis hijos, si algún día tengo hijos, me quieran. Yo sí que los querré porque en el fondo habrán salido de una decisión mía, pero no puedo imponerles que me quieran o intentar a la fuerza que sea así. Esto no quita para que un hijo deba siempre respetar a sus padres. De hecho es lo mínimo que deberían hacer. A fin de cuentas todos somos porque nuestros padres lo decidieron. Pero de ahí a querer hay un trecho muy importante. Para mí respeto no es cariño; para mí respeto es reconocimiento de una persona, y por ello a mis padres les respeto enormemente y nunca podría hacerles daño ni de palabra, obra u omisión, como diría la Biblia.

Pero mi familia será muy diferente a lo que la mentalidad general dice que es. Mi familia no serán mis padres, ni mis abuelos, ni mis tíos, ni mis primos. A todas esas personas en el fondo las iré perdiendo con el paso del tiempo, por ley de vida. Por eso casi es mejor también no considerarlas de la familia, uno se evitaría así muchos disgustos. Sin embargo a la persona a la que elijamos nosotros para compartir nuestra vida de verdad, esa que será la primera piedra de nuestra única familia, no la perderemos a no ser que pasara una gran desgracia, y nos acompañará para lo bueno y para lo malo durante la mayor parte del tiempo que se nos ha dado y cuya duración desconocemos.

Sin embargo que nadie piense que estoy diciendo que todos estamos a condenados a tener una familia de dos. Nada más lejos de la realidad. En ningún momento he dicho que nuestra familia vaya a ser únicamente nuestra pareja. De hecho pienso todo lo contrario. Alguien que no tenga pareja también tiene familia. Yo no tengo pareja y tengo familia. Tengo a dos personas en especial a las que considero mi familia, a las que quiero mucho más de lo que a día de hoy es habitual querer a la gente. Esas dos personas no son de mi familia, por sus venas no corre la misma sangre que por las mías, pero son dos personas a las que he decidido querer con todo mi corazón. Por ello también defiendo que los amigos pueden formar parte de la familia de uno, es más son figuras, al menos para mí, más que fundamentales, básicas.

La familia como a día de hoy se entiende es un concepto equivocado. La familia de cualquier persona se va creando con la vida, con la existencia. La familia es algo tan personal y privado que no podemos estar atados por ningún convencionalismo que nos haga pensar que debemos, simplemente porque así nos ha tocado en suerte, querer a las personas a las que llamamos familia mientras somos pequeños: abuelos, tíos, primos… Nuestros padres son simplemente eso, nuestros padres, esas personas que decidieron en su día engendrarnos y traernos al mundo, las personas que nos han hecho ser y a las que debemos respeto por ello durante toda nuestra vida. Pero nadie nos debería poder obligar a quererlos con toda el alma. La familia se elige porque de lo contrario nos convertiríamos en personas ligeramente amargadas que no llegarían nunca a querer y amar de verdad sino simplemente por convencionalismos.

Si no aceptaríamos como pareja a ninguna persona impuesta desde fuera a la que jamás hubiéramos visto y con la que por muchos empeños que le pongamos no llegáramos a compartir absolutamente nada, ¿por qué debemos aceptar porque sí que nuestra familia, a la que debemos querer sí o sí, es la que nos toca en suerte al nacer? No tengo respuesta a esta pregunta. Sé que respuesta doy yo a esta pregunta, y es que en su día yo elegiré quien es mi familia y quién no. Mis padres estarán ahí siempre, sino en persona, sí su recuerdo. Pero mis padres, o mis abuelos, o mis tíos y primos, no tienen por qué ser sí o sí mi familia. A mi familia la elegiré yo. Seré únicamente yo quien decidirá a quién querer y con quien compartir de verdad mi vida hasta el día que expire mi último aliento en este mundo, y jamás impondré a mis hijos que tengan que quererme con locura toda su vida porque ellos no decidirán que yo sea su padre, será algo que les tocará en suerte. Aunque esto ya es otro tema mucho más esotérico y metafísico, que entra dentro de la filosofía; de momento me quedo con esta reflexión quizá dura de más en la que digo que la familia se elige.

Caronte.

martes, 14 de junio de 2016

Lo que nadie pregunta


Desde que sé que me voy a marchar a trabajar a casi 5.000 km de distancia de mi casa, de mi vida en el fondo, hay una cosa que he ido observando con una mezcla de sentimientos: incredulidad y tristeza. No ha sido fácil tomar la decisión de marcharme. También es cierto que al no tener muchas otras opciones de trabajar como ingeniero en una obra de magnitud relevante, ya fuera a pie de obra manchándome los bajos de las vaqueros y las botas de campaña de barro, o en oficina a salvo de las inclemencias caprichosas del tiempo, no he tenido muchas alternativas al “sí, me voy”. Aun así ha sido muy complicado tomar la decisión, no tanto por el tema económico o laboral, ya que la oferta es muy buena, de las que en España no hay, sino sobre todo debido al ámbito personal.

Ya hablé hace unos días en el blog del hecho de marcharme donde no se me ha perdido absolutamente nada. No voy a repetir hoy lo mismo que entonces. Sí voy a hablar, sin embargo, de una cosa que he notado cada vez que le decía a alguien ya fuera amigo o no, conocido, vecino, compañero de trabajo o estudios, o que tuviera cualquier otra relación conmigo. Absolutamente ninguna persona a la que he dicho que me voy a trabajar al extranjero que me haya preguntado cómo me sentía. Nadie se ha preguntado qué se me pasaba por la cabeza, qué pensaba, qué notaba a nivel personal. Todo el mundo se decía como si fueran ellos los afectados que esa oferta de trabajo era una grandísima oportunidad laboral para coger experiencia, ganar dinero y aprender. ¿Y qué? ¿Eso es todo? ¿Eso es lo que de verdad importa en la vida? Es muy triste.

Parece que la parte personal de la vida se ha desechado desde el principio. No me puedo creer que hayamos llegado al punto de obviar por sistema todo lo que afecta al lado personal de la vida. Si me voy a miles de kilómetros de mi casa no es porque vaya a ser una grandísima experiencia personal, porque la oferta laboral es muy buena, porque la experiencia laboral que voy a ganar estando allí el tiempo que esté será incalculable, que la experiencia laboral que voy a ganar también será invalorable porque me permitirá probar mis límites, porque hará que vea cómo será a partir de ahora mi vida de manera independiente. Nada de eso. Si me voy a marchar tan lejos es porque en el fondo sé que no puedo pasar esta oportunidad, porque mi cabeza me dice que me tengo que ir, que es lo que debo hacer. Sin embargo no es lo que quiero hacer.

Si hiciera caso a mi corazón no me marcharía. No sé qué puedo ganar marchándome, solo una vez lo haya hecho lo descubriré; sin embargo sí sé qué puedo perder yéndome. Y lo que puedo perder es todo personal. Nunca antes me he sentido tan a gusto como hoy. Mi vida está tranquila, se ha estabilizado después de unos años en la universidad de crisis personales y existencias, de dudas ante mi vida y mi futuro. Tengo personas a las que quiero y a las que no deseo perder por nada del mundo. Por eso no me quiero marchar. Pero por esto no pregunta nadie. A nadie le importa lo que pueda perder marchándome sino todo lo que puedo ganar haciéndolo, cuando eso son meras suposiciones. Será una experiencia nueva, de choque, brutal, que hará que todo mi planteamiento vital se vea modificado. Pero me da igual.

Durante estas semanas me he dado cuenta que la sociedad está totalmente perdida, que el factor humano de la vida, el elemento personal, el de los sentimientos que atañen a las personas, los que emanan directamente del corazón, no se tienen en cuenta. Por eso la sociedad en su inmensa mayoría es infeliz. La felicidad no existe, no importa. Solo importan el dinero, lo materia, la experiencias personal. Solo importa el mañana, el vivir bien en el futuro, cómodamente, con tranquilidad. ¿Y el hoy? ¿Y el mañana? ¿Dónde queda el vivir todos los días como lo que son, un regalo que nos da la existencia para vivir y disfrutar de lo que nos llene de verdad? No está por ningún lado, y lo que es peor, no importa nada.

A mí sí que me importa. De qué me puede servir una gran experiencia profesional, laboral, una gran oportunidad económica para hacer dinero y ahorrar y todo lo demás si luego todo eso no lo puedo compartir con nadie más que con mi propia sombra. ¿De verdad que hemos llegado ya al punto en el que nos hemos terminado de deshumanizar e ignoramos por completo nuestros sentimientos? Por desgracia creo que así ha sido. Lo personal no es más que anecdótico, es eso que puedes hacer en tu tiempo libre. Es una pena. Ya no se quiere a nadie. No importan ni pareja ni amigos, no importa nada que tenga reminiscencias personales. ¿Si tuviera pareja a día de hoy todo el mundo me seguiría diciendo que el marcharme es una grandísima oportunidad, o cambiarían las cosas? Para esto no tengo respuesta.

Es cierto que no tengo pareja. Nunca la he tenido y sinceramente, aunque suene derrotista y deprimente, no creo que vaya a tener pareja en mucho tiempo por como soy. Es una realidad. Quizá por eso a todo el mundo se le ha olvidado preguntarme si dejo a alguien atrás, si dejo a alguien aquí en España, que aparte de mis padres y mi familia, me vaya a echar de menos o a quien vaya a echar de menos. En sentido estricto no dejo a nadie atrás. Como he dicho no tengo pareja que me ate y de la que me cueste separarme. Quizá si la hubiera tenido no hubiera tomado la decisión de marcharme. Pero sí que hay gente que dejo atrás aparte de mis padres. Dejo a un amigo al que quiero mucho, y a su novia a la que también quiero y aprecio. Dejo atrás una vida que he terminado por conseguir después de mucho tiempo; una vida a la que no quiero renunciar y que no quiero perder. Pero el tiempo y la distancia para esto son dos elementos muy traicioneros de los que uno no puede fiarse nunca.

Pero a nadie importa esto. En el fondo sólo a estas dos personas de las que hablo les ha importado, y sin preguntarme directamente cómo me estoy sintiendo en todo este proceso de marcharme, saben de mis miedos y temores. Desde que empecé a comunicar que me marchaba fuera a trabajar, y no a un país fácil que se diga, todos los comentarios han ido dirigidos al ámbito profesional, nada al personal. Nadie ha preguntado por eso, al menos no a mí directamente. Bueno, de hecho sí que ha habido una persona que me ha preguntado algo que no estuviera relacionado con la parte material de toda esta aventura/locura que estoy viviendo desde hace unos meses. La persona en cuestión fue un compañero de francés, un hombre de la edad de mis padres con un puesto más o menos importante en una gran multinacional que desde que le conozco, y ya han pasado varios meses de eso, ha viajado por medio mundo, desde Sudáfrica a Viena, pasando por Oriente Próximo y Nueva York. Esta persona es la única que nada más comentar yo que me marchaba fuera a trabajar me preguntó directamente que qué pensaba de ello, que qué sentía. Es el único que me preguntó también si dejaba algo atrás.

Quiero pensar que el que haya dado con gente que no me preguntase nunca cómo me sentía yo, que qué me decía el corazón es algo anecdótico y no generalizado. Quiero pensar que en el fondo a la gente todavía le importan los sentimientos y valoran el ámbito personal de las relaciones. Quiero pensar que quien ha sido una minoría en mi caso es mayoría en la vida real. Pero para qué me voy a engañar, he hablado de todo esto con mucha gente, mucha gente ha ido sabiendo que me marcho lejos a trabajar, gente de todo tipo y condición, muy diversa, de creencias y formas de vida muy dispares, y ninguna me ha preguntado tan directamente como mi compañero de francés. Me preocupa que la sociedad esté tan deshumanizada. Me da pena que nadie se preocupe por la felicidad, por ser feliz. Quizá es que la felicidad no exista, que en un mundo desarrollado, en un país medianamente rico la felicidad no exista. Quizá la felicidad solo se puede encontrar siendo un desheredado de la tierra, cuando no se tiene nada y se sabe que nada se va a tener.

Puede que este sea el futuro que nos espera en unos años: una sociedad sin sentimientos, deshumanizada del todo, en la que lo material sea lo único y lo más importante y que todo lo demás sean accesorio. Yo no me resigno a eso. Quiero tener una vida adulta en el que lo importante sea vivir, sin más. Vivir todo lo que me pase como si fuera algo único, como lo que realmente es. Vivir intensamente todo, y sólo se puede vivir intensamente si se tiene a alguien con quien vivir. No se puede vivir en soledad, no se puede vivir sin querer, sin amar. Marcharme a trabajar a un país tan diametralmente opuesto al mío me traerá lo que me tenga que traer en el futo, pero lo que de momento me ha traído es miedo de perder a esas personas a las que tanto quiero, a ese amigo al que tanto me ha costado tener.

Si en algún momento de mi existencia logro formar una familia y tener hijos, y hablo en plural ya que no quiero tener solo uno y que sea hijo único como lo he sido yo, jamás les permitiré que miren algo que no sea su bienestar personal, su felicidad. No permitiré que antepongan su futuro económico y material al su futuro sentimental. Jamás permitiré que sólo piensen con la cabeza porque así se termina por dejar de sentir con el corazón.

También es posible que el raro sea yo. Que el hecho de ver que nadie me ha preguntado nada relativo a mis sentimientos en el ámbito personal en las últimas semanas no es nada raro, sino más bien todo lo contrario, que sea lo más normal del mundo. Pues yo me planto. La oferta de trabajo es muy buena, no creo que haya posibilidad de que en España fuera a tener una oferta semejante ni de lejos no ya este año sino en varios años vista. ¿Y qué? Nada. Todo es una mierda. El mundo se está viviendo abajo arrastrado por el liberalismo económico, por el capitalismo más voraz que fagocita cualquier tipo de sensación personal donde los sentimientos tengan algo que ver. Ya no hay cabida para el corazón, para las personas. No somos más que máquinas de hacer dinero para vivir bien en el futuro. ¿Pero de qué vale el futuro si no tienes a nadie, si no se es más que un miserable que no sabe mantener una relación personal, ya sea de amistad o de pareja con nadie?

A mí un futuro así no me servirá de nada. Ojalá no tenga nunca ese futuro. Pero lo veo negro. He sacado a colación la política y las ideologías económicas. He citado al capitalismo y al liberalismo. No soy comunista ni lo voy a ser jamás. Creo en la libertad personal por encima de todo y en todos los ámbitos. En lo que no creo es en el tipo de individualismo que nos ha impuesto ese capitalismo, ese liberalismo radical que tanto han fomentado esta sociedad de consumo sin alma si sentimientos. Vivimos para trabajar, ganar dinero, gastarlo y ganar más aún. ¿Dónde está la gente? ¿Dónde están los sentimientos? Perdidos. Algunos acusarán al comunismo de haber causado miles de muertes en el mundo, no lo niego es más lo corroboro; pero yo añado algo más, el capitalismo y el liberalismo han matado aún a más personas, porque han matado la felicidad, o la han transformado en algo que no es felicidad y nos han vendido como tal.

Me marcho lejos a trabajar por mi cabeza, porque sé que al final puede ser una gran aventura más allá de lo laboral y profesional. Me quedaría aquí si de verdad hiciera caso a mi corazón que me dice que no quiere alejarse de esas personas a las que tanto quiero: mis padres, mi familia, mi gran amigo y su novia, y el resto de personas de la universidad con las que sigo manteniendo algo de contacto. Espero que a la vuelta todo siga igual porque de lo contrario nada habrá merecido la pena. Nada habré conseguido marchándome, si una vez de nuevo en España lo único que importa es el dinero que haya podido ganar y ahorrar y la experiencia profesional que haya podido adquirir para poder tener aquí una trabajo más valorado (no hay que marcharse a tomar por culo a la izquierda para eso, simplemente si en vez de tantos enchufes y contactos se valorara más las cualidades personales individuales de cada cual todo sería muy diferente).

Ojalá el mundo se moviera simplemente por la felicidad, pero por la felicidad real no la impostada y disfrazada de bienestar y comodidad diaria. Ojalá todo fuera diferente y las decisiones se tomaran más por cuestiones personales que por elementos materiales. Ojalá todo esto fuera así, pero si el mundo y la sociedad funcionaran así, simplemente buscando la felicidad y el desarrollo personal, el capitalismo de amiguetes y el liberalismo radical que preconiza que solo el más fuerte y listo es el que puede tener éxito estarían en riesgo de extinción, no habría guerras y por tanto la industria de la muerte gratuita tendría sus días contados, no habría conflictos y por tanto la política no existiría mandando al par miles de personas inútiles que no tienes ni oficio ni beneficio. Ojalá un día la primera cuestión preguntada a alguien a quien se le ofrece un trabajo como el que empezaré en unas semanas sea la que nadie me ha preguntado hasta la fecha.

Caronte.