martes, 24 de junio de 2014

Mi barrio

Un buen amigo mío, el bohemio burgués del cúter, siempre me dice que vivo en un pueblo, y no le voy a quitar la razón porque mi barrio, Vicálvaro, ha sido siempre, es y será un pueblo. Yo me siento muy orgulloso de ello porque ante todo en mi barrio, donde me he criado, donde vive casi toda mi familia, donde he crecido y donde tengo muchos recuerdos, buenos y malos. Sí vivo en un pueblo, pero porque hasta no hace muchas décadas Vicálvaro era un pueblo cercano a Madrid, pero como todas las ciudades grandes los años 50 y 60 del siglo pasado transformaron a Madrid que poco a poco se fue tragando a todos los pequeños pueblos que había en sus cercanías y los puso bajo su administración. Pero a pesar de ese pequeño cambio administrativo Vicálvaro siguió conservando sus características de pueblo, y hoy la imagen que da, al menos sus zonas originales (sin contar los barrios adicionales que se han ido construyendo en los años 90 y posteriores, como Valdebernardo y Valderrivas), es la de un pueblo normal y corriente.

Mis abuelos desde que se vinieron del pueblo, este de verdad pueblo, Estremera, a la ciudad siempre han vivido en Vicálvaro, y mi madre también. Siempre me cuentan que cuando ellos llegaron apenas había ninguna instalación pública en Vicálvaro, no había alumbrado público en las calles, algunas de las cuales estaban todavía sin asfaltar, no había colegios públicos ni institutos, vamos no había más que una fábrica de cementos que daba trabajo a mucha gente venida desde los pueblos de la región. Y eso que para cuando mis abuelos y mi madre, mi tío todavía no había nacido todavía, llegaron a Vicálvaro ya era parte de la ciudad de Madrid. A base de manifestaciones y luchas vecinales consiguieron que llegaran todos esos avances, consiguieron luz, colegios e institutos. Pero aunque pertenecieran ya a Madrid capital, mi barrió siguió siendo un pueblo. Mi madre me cuenta que cuando era pequeña ella iba con mi abuela a lavar la ropa al lavadero, que aunque parezca algo del pasado y rural también había de eso en Madrid, y hoy todavía hay una calle en mi barrio que se llama del lavadero; también me cuenta muchas veces que iba a por la leche a la lechería donde se llevaba un par de botellas de leche recién ordeñada de las vacas, botellas que luego tenía que devolver. Así era la vida en Vicálvaro. Madrid seguía siendo algo a parte del barrio, no se asociaba Vicálvaro con ser un distrito más de la gran capital; es más aún hoy mis abuelos cuando tienen que ir al  hospital Gregorio Marañón, o cuando mi abuelo tenía que ir a hacer cualquier gestión al centro ya fuera al Banco de España, o a Correos, siempre dicen “vamos a Madrid” o “tenemos que ir a Madrid” a tal o cual cosa. En muchos sentidos Vicálvaro sigue siendo eso: un pueblo. Y me siento muy orgulloso de ello.

En cierto modo mi barrio sigue siendo un pueblo por el aislamiento, no voluntario por supuesto, pero aislamiento al fin y al cabo, ya que por tres de sus cuatro costados, si es que se puede hablar de eso en un núcleo urbano, está rodeado por autovías: la carretera de Valencia (A-3), la M-40 y la autopista de peaje (vergüenza de los ingenieros de caminos y políticos que la idearon) AP-3. El costado que falta es campo hasta Rivas-Vaciamadrid. Vicálvaro pertenece a Madrid por puro formalismo pero sigue manteniendo una identidad propia igual que Vallecas, Villaverde o Carabanchel, todos ellos pueblos también anexionados por la vorágine expansionista de Madrid de los años 60. Por mucho que mi barrio sea un distrito más de la Villa y Corte sobre el papel, legalmente, en el propio espíritu de mis vecinos seguirá ese sentimiento de ser algo diferente. También es cierto que desde los años 90 con la necesaria ampliación de la ciudad y la necesidad de crear nuevos barrios para dar cabida a toda la inmigración que poco a poco iba viniendo y a las ansias de mejora social de la gente que poco a poco iba acomodándose más, no sólo en mi barrio sino en otras muchas partes de la ciudad fueron surgiendo nuevos ensanches urbanos con organizaciones urbanas mucho más abiertas, y con otra tipología de edificación que poco a poco hacía que los barrios más tradicionales fueran perdiendo su alma original y todos se parecieran un poco entre sí. En el caso de Vicálvaro, fueron los nuevos ensanches de Valdebernardo, donde vivo yo actualmente, y Valderrivas que ocupó todos los terrenos que dejó la fábrica de cementos demolida a principio de los años 2000 ya que significaba un símbolo del pasado más industrial de la periferia de Madrid. A pesar de que ahora yo vivo en uno de esos barrios “nuevos” en una urbanización cerrada con patio interior que en cierta medida limita bastante la vida. Y digo que limita la vida porque la hace más privada, más sectaria; en las nuevas urbanizaciones con piscinas y pistas de pádel, tenis, o fútbol, que poco a poco van constituyendo la imagen de los nuevos barrios de las ciudades, ya no es necesario salir de esas urbanizaciones para hacer vida, los habitantes de las misma pasan a ser miembros de una especia de secta y se relacionan sobre todo entre ellos dejando la vida de barrio a un lado, en muchos casos muchas de las personas que viven en esas urbanizaciones no han sabido nunca qué es eso de la vida de barrio. Por suerte, y también por desgracia, mi urbanización no tiene ni piscina ni pistas de deportes, simplemente es un patio con una zona de columpios a la que en su día ya di el uso pertinente, una mesa de ping-pong que también tuvo su cometido, y una mesa de ajedrez sede de muchas charlas con mis vecinos con los que pasaba prácticamente la totalidad de las tardes de verano jugando a las cartas, o a cualquier juego de mesa.

Sin embargo no siempre he vivido donde ahora lo hago, hasta los seis años vivía en el pueblo de Vicálvaro como a mi querido amigo del cúter le gusta decir, en un piso pequeño de poco más de 50 m2, propio de una familia de clase media baja que poco a poco fue mejorando algo su situación. Y aunque ahora tengo ya 23 años, y por tanto hace ya mucho que dejé aquel pisito normal y corriente de barrio humilde para mudarme a donde hoy vivo, un piso el doble de grande que aquél en la urbanización que ya he descrito un poco anteriormente, todavía sigo recordando muchas cosas de aquella otra vida que tuve durante mis primeros años de vida. Ese otro piso en el que viví no tenía patio privado donde poder jugar, pero sí una plaza donde bajaba muchas veces a jugar al escondite o con una pelota o con cualquier cosa y de la que tengo bastantes buenos recuerdos. Durante los primeros seis años de mi vida vivía en un segundo piso y desde la terraza del mismo nos comunicábamos con unos vecinos de enfrente que eran amigos nuestros, aunque con los años la relación se fue poco a poco perdiendo hasta que ahora apenas queda un recuerdo de ella. De aquellos años también recuerdo una tienda de ultramarinos de toda la vida a la que muchas veces iba con mi madre a comprar cualquier cosa, una papelería que era donde compraba las cosas para el colegio, y mi peluquería de toda la vida donde siempre me iba a cortar el pelo en esos sillones en los que el peluquero tenía que poner un alzador porque todavía era muy pequeño para sentarme directamente en el sillón de peluquero. De esa peluquería, que estaba al lado de la farmacia donde siempre que comprábamos las medicinas que fueran necesarias las farmacéuticas me regalaban caramelos, recuerdo bastantes cosas, sobre todo recuerdo quedar siempre asombrado de la cantidad de frascos, botes, y utensilios diversos que había por doquier y que siempre me preguntaba para qué servirían si es que tenían uso alguno. Una muestra bastante clara de que Vicálvaro ha sido siempre un pueblo es que una vez la Vuelta Ciclista a España pasó por allí, justo por delante de mi casa. Mis padres y yo bajamos a verla pasar y para que yo pudiera verla bien me sentaron encima de un contenedor de basura verde, de esos que existían antes de que pusieran de todos los colores para diferenciar donde echar cada resto producido ya fuera orgánico, plástico, papel o vidrio. Encima de aquél contenedor vi la Vuelta pasar, y lo recuerdo como si fuera ayer mismo, y cada vez que paso por esa calle, la que durante seis años fue mi calle, todavía soy capaz de ver ese arco hinchable que pusieron a la altura de un supermercado cercano a mi casa, por debajo del cual pasaban los ciclistas y todos los coches de apoyo que seguían al pelotón. Otro de los recuerdos que tengo de aquellos años en mi barrio era la de ir al videoclub a alquilar alguna película para ver, muchas veces íbamos mi padre y yo a ese local pequeño pero lleno de películas de todo tipo muchas de las cuáles para mí eran más que desconocidas. Es triste pero hoy en día nadie puede tener ya ese tipo de recuerdos porque los videoclubes ya no existen, y los que hay son meros vestigios de una época pasada frecuentados por personas que no quieren olvidar lo que hasta ayer mismo como quien dice, era algo habitual en un fin de semana, bajar a alquilar una película o varias para verlas durante la tarde del sábado y del domingo y devolverlas el lunes sin falta. Ese tipo de recuerdos ya no podrán estar en la memoria de los jóvenes de hoy en día, ni de los adolescentes, y mucho me temo que pocos sabrían decir qué es eso de un videoclub.

Para mí mi barrio no es simplemente el lugar donde vivo. Es mucho más. Es donde me he criado, donde he pasado de momento la mayor parte de mi vida, y probablemente donde pase la mayor cantidad de años. Desde pequeño primero en mi primera casa y luego posteriormente ya en Valdebernardo, siempre he estado muy vinculado a mi barrio, y lo he andado y paseado muchas veces, por obligación y por devoción. Mis padres tenían que trabajar mucho para sacar adelante la casa, a mí y sus vidas y por ello apenas pasaban tiempo en casa conmigo, y debido a esto siempre que no estaba en el colegio estaba en casa de mis abuelos, que son los que en el fondo me han criado, como a la mayoría de las personas de mi generación, o al menos como a la mayoría de las personas de familias muy humildes que tenían que apoyarse en los abuelos para sacar adelante a sus hijos (en esto poco hemos evolucionado hasta el día de hoy, y los abuelos siguen siendo el mayor apoyo que se tiene para criar a los hijos). Con mis abuelos pasé la mayor parte de los días de mi infancia, ya fuera por las tardes cuando mi abuelo me iba a recoger a la salida del colegio y luego bajábamos andando hasta su casa atravesando toda la parte antigua del barrio, lo que conforma el verdadero pueblo de Vicálvaro, con sus casas viejas encaladas, sus escudos en algunas fachadas de casas viejas de los prohombres del barrio, la plaza de Don Antonio de Andrés, centro neurálgico de la vida de barrio de Vicálvaro donde estaba el antiguo ayuntamiento y hoy se levanta la Junta Municipal del Distrito, las viejas y estrechas y empinadas calles que van a parar a la iglesia de Santa María de la Antigua, donde se casaron mis padres y posteriormente yo fui bautizado. En verano pasaba prácticamente todo el día en casa de mis abuelos, viendo la tele, los dibujos animados que echaban por entonces, luego después de comer los documentales sobre animales de La 2, y por la tarde las series para personas algo más mayores pero que yo también veía. Aquello sí que era vida de barrio, acompañaba a mi abuelo a por el pan a la plaza, o a por un helado a la cercana heladería Siena, donde hacen unos de los mejores helados artesanos de Madrid (tengo especial devoción por el de dulce de leche y por el leche merengada), o al mercado a comprar para hacer la comida y entonces nos teníamos que atravesar casi todo el barrio para llegar allí y cruzarnos con los vecinos del barrio a los que mi abuelo saludaba y se paraba a hablar un rato con ellos, a comentar lo que fuera, o a preguntar por la familia, en esos momentos me enfadaba un poco y me impacientaba porque cada dos pasos mi abuelo se paraba con alguien a saludar y parecía que no íbamos a llegar nunca a nuestro destino. Pero sí llegábamos después de atravesar todo el casco viejo del barrio, del pueblo, y llegar la parte más moderna, la que ya se parecía más a los barrios de Madrid capital de los años 60 y 70, y que encuentra gemelos en casi todos los barrios humildes de esa época en otras partes de la Villa y Corte. Así se pasaban los días durante mis primeros siete, u ocho o nueve años, ya no mi acuerdo hasta cuándo. Pero todo se termina acabando y aquello duró hasta que les dije a mis padres que ya era mayor y que me podía quedar solo en casa por las mañanas en verano, y ahí se acabaron mis paseos con mi abuelo por el barrio, y comer lo que hiciera mi abuela, y ver la tele en el sofá de toda la vida de casa de mis abuelos. Ahí empecé a separarme un poco cada vez más de mi barrio, aunque en el fondo siempre guardaré esos recuerdos de esos días y esas tardes al salir del colegio y bajar acompañado de mi abuelo para merendar lo que mi abuela me hubiera preparado.

Si tengo tantos recuerdos de mi barrio, y lo tengo tanto cariño es porque no lo abandoné y no salí de él hasta que cumplí los 18 años y empecé la universidad en Ciudad Universitaria. Fue entonces cuando descubrí Madrid a fondo, y vi todo aquello que por vivir en ese pueblo que era Vicálvaro me había perdido hasta entonces. Sé que ese abandono tardío de mi barrio ha pesado sobre mi forma de ser y mi personalidad, y ha acentuado malos hábitos y costumbres y en el fondo hizo que a día de hoy sea quizá más introvertido de lo que debería ser para la época en la que vivimos, y más casero; estoy seguro que si hubiera salido antes de mi barrio mejor me hubieran ido las cosas en muchos ámbitos personales y de relación social pero como el pasado no se puede cambiar es mejor asumirlo tal cual ha sido e intentar de alguna manera enmendarlo. No salí de mi barrio hasta que fui a la universidad porque durante toda mi vida me he educado en Vicálvaro, en mi barrio, tanto la guardería a la que fui siendo apenas un querubín, como el colegio que me vio crecer durante doce años, como el instituto que terminó por prepararme para dar el salto a la universidad estaban en mi barrio. De esas tres etapas guardo bastantes recuerdos, buenos y malos, como todo en la vida, y aunque parezca raro uno de los que más vivamente tengo presente y guardado en mi memoria corresponde a mis dos años pasado en la guardería El Cristo de la Guía. Esta guardería no era muy grande y estaba casi escondida en una callecilla estrecha y de un único sentido muy cerca de donde vivía por entonces. Pasaba allí todo el día desde que mi madre me dejaba por las mañanas para así ella poderse ir a trabajar, no sin dificultad porque según parece yo lloraba que daba gusto llegando incluso a vomitar todo el desayuno que me daba mi madre por las mañanas y haciendo por tanto que mi madre se fuera con mucha pena y tristeza a trabajar llorando también ella muchas veces, pero es lo que tiene tener que trabajar para mantener una familia que hay que hacer muchos sacrificios, muchos de los cuales impagables. Y allí me quedaba solo y berreando. De estos lloros no me acuerdo mucho la verdad, lo que sí recuerdo y es a lo que iba, es la hora del recreo cuando todos los chavales que estábamos en la guardería salíamos a un patio de tierra con unos cuantos árboles en una zona que estaba en cuesta y que acababa en una pared de cemento; recuerdo las carreras que había por salir de las clases y llegar a una especie de cueva de paredes grises, sucia y llena de trastos viejos y juguetes a la que se llegaba por unas escales adosadas a la pared del edificio central (nunca llegué a saber qué era esa sala donde íbamos todos con tanta prisa, ha quedado como un misterio en mi recuerdo), en esa sala nos dejaban coger lo que quisiéramos para jugar en el patio, y los más codiciado eran unas ruedas, unos neumáticos usados que hacían las delicias de todos nosotros por la cantidad de oportunidades de juego que proporcionaban. Cuando sonaba el timbre que anunciaba el final de recreo dejábamos todo donde estuviésemos en ese momento y empezábamos a descontar las horas que quedaban para que llegara el día siguiente para volver a subir hasta aquella habitación, o cuarto trastero, para coger otra vez lo que fuera. Pero todavía hay un recuerdo más vivo que tengo grabado en mi memoria. Resulta que un día, durante el tiempo que duraba el patio en la guardería unos amigos, si es que se puede usar esta palabra en esa edad, no cogimos nada de esa sala de las ruedas porque habíamos llegado tarde y ya no quedaba nada interesante por lo tanto decidimos jugar al modo tradicional, o mejor dicho investigar, lanzarnos a la aventura, y por eso bajamos por esa zona que tenía unos cuantos árboles y estaba en cuesta y desde la que perdíamos la visión del resto del patio. Debido a esto cuando nos quisimos dar cuenta, y subimos por la cuesta después de haber estado por aquella zona descubriendo nuevos rincones del patio descubrimos que ya no quedaba nadie en el patio, que ya todo el mundo había vuelto a sus clases. Asustados porque estábamos solos en ese enorme patio (enorme a ojos de unos críos de tres o cuatro años, seguramente un espacio minúsculo si lo volviera a ver hoy en día) volvimos corriendo a nuestras clases donde la profesora nos echó una vuela regañina y nos castigó sin salir unos día al patio. Después de la guardería llegó el colegio donde he pasado la mayor cantidad de años hasta la fecha, doces, desde los cuatro hasta los dieciséis. En el Colegio El Cid de Vicálvaro, por aquel entonces uno de los mejores y con más fama del barrio, pasé los años más intensos de mi vida, aprendí todo lo que ahora sé y soy capaz de recordar, hice amigos, compañeros, y dejé buenos recuerdos también en los profesores siendo como era un buen estudiante. Tengo muy buenos recuerdos de profesores como Don Cesáreo, Don Próspero y Don Félix, que fueron los directores del colegio durante casi todo el tiempo que estuve allí, pero también de otros muchos como Merce que fue la profesora que con cuatro o cinco años me enseño a leer y quizá por ella también amo tanto la lectura como lo hago a día de hoy, también Don Rafa, el mejor profesor de ciencias que he tenido nunca, o Juanjo una especie de científico loco que siempre hacía, sin proponérselo, que las clases fueran muy amenos, Don Ángel, el mejor profesor que he tenido nunca, Loli mi profesora de francés durante cuatro años y de lengua en el último año de clase en el colegio. No sólo guardo recuerdo de los profesores que en el fondo me han formado para ser el estudiante que soy ahora sino también de mis compañeros y amigos de por aquel entonces. También hubo momentos malos y duros pero esos es mejor no tratarlo hoy aquí, mejor olvidarlos aunque sea difícil. Y luego ya el instituto, preludio de mu huida del barrio hacia lo desconocido hasta entonces; dos años que se me pasaron volando y de los que también tengo recuerdos pero aunque parezca mentira no tan nítidos ni vivos en mi recuerdo como los que tengo de mi paso por el colegio o incluso por la guardería.

Mi barrio es más que simplemente el lugar donde he vivido durante mis 23 años de vida, y donde todavía tendré que vivir unos cuantos años más. Mi barrio es mi vida, y quiero que sea así. De mi barrio tengo y guardo muchos recuerdos, y a muchas personas, porque en el fondo como en un pueblo todos, o casi todos nos conocemos las caras, y hoy en día es muy complicado que dándome una vuelta por donde vivía antes, por los alrededores de mi antiguo colegio, por la plaza, o por donde siguen viviendo mis abuelos no me cruce con alguien a quien conozco y me pare a saludar. Siempre es un placer después de pasar muchas horas fuera de mi casa volver a mi casa, aunque sea a Valdebernardo que a pesar de ser un barrio de nueva hornada, con calles amplias y grandes bulevares, sigue manteniendo su aire de barrio, quizá contagiado por la parte vieja de Vicálvaro cuya fuerza sigue siendo grande y hace que ese aire a viejo siga estando presente en mi nuevo barrio – aunque lleve 17 años en él – dentro de mi viejo barrio, mi barrio de siempre. Pero no solo son recuerdos y personas lo que guardo de mi barrio, también son olores y formas de vida. Hay a quien no le gustará pero ir por la calle y que de repente te venga un aroma a pimientos fritos, o a carne asada, o a paella, o a cocido es una delicia, propia de los pueblos es verdad, pero eso es lo que es Vicálvaro, un barrio de una gran ciudad pero con alma de pueblo, con aires del pasado. Eso es lo que me gusta, ver, oír, oler que un barrio está vivo, y vivo está Vicálvaro, y quizá ya menos porque los chavales adolescente de hoy en día reniegan de todo esto porque no les parece moderno, y ahora los barrios se usan para los botellones antes y poco más, para vivir los adolescentes prefieren irse al centro a Sol, a Atocha, a Moncloa. Ellos se lo pierden porque ningún sitio de esos tiene esa alma que tiene mi barrio, o los barrios de toda la vida de Madrid (seguro que en Villaverde, Vallecas o Carabanchel pasa lo mismo). Mi barrio no es el más glamuroso del mundo, ni el más bonito, pero es donde me he criado, donde tengo mis raíces y eso no lo tiene ninguna otra parte del mundo, por muy bonita, romántica o exótica que sea. Mi barrio, Vicálvaro, es vida, es sociedad, es lucha, es supervivencia, es ir por la calle y oler a comida a la hora de comer, es ir por la tarde a un parque y sólo oír a críos gritando o verles corres o jugar al fútbol, es pasear una viernes o un sábado por la tarde por sus calles y verlas llenas de gente y las terrazas de los bares atestadas más incluso que las del centro de Madrid. Podría seguir escribiendo páginas y páginas pero creo que ya es suficiente, tampoco quiero aburrir a nadie, aunque seguro que a veces lo consigo. Mi barrio lo cambiaré por cualquier lado, seguro, pero ningún sitio nunca dejará los recueros tan profundos y vivos en mi memoria como Vicálvaro, mi barrio.

Caronte.

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