lunes, 30 de noviembre de 2015

El Vals del Emperador (XLVII)

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(Viene de la entrada anterior)

La tarde, porque eran la más de las tres y por tanto a esas horas ya se podía hablar de tarde más que de mañana, seguía igual de fría que cuando habían entrado en el café-restaurante y el cielo seguía tan pálido como antes, quizá algo más, como el rostro de ese enfermo terminal que está al borde de la muerte y que sabiéndolo se deja llevar por la serenidad y la tranquilidad de saber que ha vivido una vida plena. Como le había comentado a Anna en la mesa al final de la comida, decidió en lugar de dirigirse directamente al hotel para tomar allí un café si es que a Anna le apetecía, dar una especie de rodeo y aprovechar para callejear un poco por la vieja Viena, esa ciudad que todavía conservaba el espíritu medieval y ese olor añejo de la historia que los siglos y el paso del tiempo no habían podido borrar del todo.

Para empezar ese paseo él decidió olvidarse del Ring y dirigir sus pasos y los de Anna hacia lo que en su día fue el interior de las murallas de Viena. Sin embargo el poder expansivo de la ciudad imperial hizo en su día que los terrenos que dejaron libres la desaparición de las construcciones defensivas contra el turco principalmente hizo que mucho nobles y grandes familias aristocráticas de la época consiguieran esos terrenos a precios irrisorios y construyeron sus grandes palacios en esos nuevos solares que se abrían en Viena. En uno de esos grandes solares se levantó el Palacio Coburgo, una monumental construcción blanca como el algodón que esa tarde bajo el cielo blanco níveo parecía forrada por paneles de plata. Pasaron junto al susodicho palacio y se internaron por una de la calles que lo jalonan camino del verdadero centro histórico de Viena.

Pronto dejaron atrás los palacios majestuosos y las grandes calles para quedar rodeados por edificios de fachadas algo más humildes y menos recargadas, con tejados de teja marrón y naranja en los que se podían ver ventanas de las buhardillas que en un día alojaron a las familias más humildes, quizá los sirvientes de las más pudientes, de manera poco higiénica y desde las cuales sin embargo se tendrían las mejores vistas de la ciudad. Las calles se hicieron más estrechas y cambiaron el asfalto de los grandes bulevares por el adoquín de piedra pulido por el sucesivo paso de los vehículos a motor, la nieve, el viento y el agua.

A pocas decenas de metros del Palacio Coburgo, uno de los más impresionantes y con más historia de la toda la ciudad imperial, ambos llegaron a una pequeña plaza en cuyo centro, si es que una plaza sin forma regular definida puede tener un centro, se levanta una fuente, justo delante de la Iglesia de los Franciscanos. Una iglesia que si no se supiera que está en Viena podría bien parecer que se está en algún pueblo perdido de la mano del hombre en Italia. De aire gótico por sus ventanas apuntadas, pero también románica por su austeridad decorativa, al mismo tiempo que renacentista por su portada, la Iglesia de los Franciscanos se muestra a los vieneses y sobre todo también a los turistas y extranjeros, ya que los primeros ya estarán acostumbrados a su presencia, como una construcción que poco o nada pinta en Viena, empezando por su fachada de tonos azulados, aunque esa tarde con ese cielo níveo el esplendor de la fachada no se notara demasiado.

Continuaron su paseo siguiendo la fachada del convento adjunto a la Iglesia de los Franciscanos. Anna se dejaba llevar por él agarrada de su brazo y admirando la ciudad que poco a poco, calle a calle, se abría ante ella. Él por su parte caminaba sin caber muy bien si iba donde realmente quería, ya que avanzaba por calles que sólo eran meros recuerdos de su primer viaje a Viena con sus padres cuando era un joven universitario. De hecho cada vez que llegaban a un cruce de calles y aunque lo intentaba hacer de tal manera que Anna no lo notara, él se dedicaba a escrutar ambos extremos de la nueva calle para intentar ubicar en sus recuerdos algún elemento de la ciudad que le permitiera decidir por donde seguir paseando. Siempre lo conseguía y sin pararse a pensar seguía avanzando con Anna agarrada a su brazo, notando siempre su presencia pero imaginándose durante ese viaje con sus padres cuando era él el guía que con un plano de la ciudad en las manos les conducía callejeando por todos los rincones de Viena que les quedaran por descubrir.

En ese paseo casi podría decirse que errante, llegaron a otra plaza muy tranquila, casi desierta en aquella hora de ese último día del año. Accedieron a la plaza por un pasadizo muy estrecho, cubierto, como si fuera un callejón que conectara casi en secreto dos lugares que quisieran ser ocultados al mundo por ser el tesoro de algún gran señor que los quiera disfrutar solo. Era la plaza de los jesuitas, llamada así porque en ella se levantaba una de las iglesias más hermosas de toda la capital imperial: la Iglesia de los Jesuitas. De estilo totalmente barroco, su fachada estaba presidida por dos altas torres que a su vez estaba coronadas por sendas cúpulas con forma de cebolla, tan típicas del centro de Europa. Pero lo más llamativo de la iglesia no era su exterior, que emanaba delicadeza y finura en sus trazos, sino en su interior profusamente decorado con frescos y techos y cúpulas, columnas salomónicas de mármoles y órganos policromados y recubiertos de pan de oro. Por desgracia él no pudo enseñar a Anna ese majestuoso interior que cuando visitó Viena con sus padres pudo contemplar durante largos minutos sentado en uno de los bancos elevados de madera maciza destinados a los feligreses que escucharan misa.

Frustrado por no poder entrar en el interior de la iglesia, decidió continuar el paseo. Él notaba que Anna quería volver al hotel ya. La notaba cansada y con ganas de relajarse un poco para poder disfrutar esa noche de la cena de fin de año y la fiesta de después que daría comienzo a uno nuevo.

– Te noto cansada. ¿Quieres que nos vayamos volviendo hacia el hotel? – Preguntó él sabiendo en parte cual iba a ser la respuesta de ella.
– No. No estoy cansada, de verdad, solo que tengo ganas de volver al hotel para estar a solas contigo. Además de que tengo un poco de frío. – Respondió Anna no diciendo del todo la verdad y excusándose en vagos argumentos.
– Bueno pues pongo mi GPS mental en modo vuelta a casa. – Dijo él intentando hacer un chiste para que Anna viera que comprendía que estuviera cansada aunque no hubiera querido decírselo.
– Me parece bien. – Dijo ella sonriéndole. – Por cierto no me imaginaba yo que Viena pudiera guardar estos rincones tan bonitos que me estás enseñando. – Añadió ella para intentar compensar el esfuerzo que él estaba poniendo en enseñarla la ciudad que recordaba de su primer viaje.
– Viena guarda muchos regalos de este tipo al turista intrépido que no vaya simplemente a los palacios y lugares que marcan las guías turísticas como imprescindibles. – Contestó él mostrándose agradecido de que ella hubiera disfrutado también en parte ese paseo que estaban dando por la ciudad.
– Ya lo veo. Yo pensaba que esta ciudad era simplemente los palacios imperiales y la ópera. Pero ahora me doy cuenta de que esa es una parte muy pequeña.
– Es una parte mínima. Viena son los palacios y la ópera por su puesto, pero también son estas placitas, estas iglesias que casi nadie visita y estas callejuelas y callejones que contrastan abiertamente con los grandes bulevares que la gente imagina antes de conocer Viena. – Añadió él.
– Pues me alegro de que me hayas mostrado esta Viena oculta. – Dijo ella haciendo que él se parara un segundo para poder besarle en la boca y poder acercarse a él para sentirle junto a ella y notar su calor corporal.

Cumpliendo los deseos de Anna, decidieron volver hacia el hotel. Dejaron de callejear y buscaron el amparo y la guía de la catedral. De hecho llegaron a la plaza de la catedral por uno de los lugares más desconocidos por los turistas y extranjeros, ya que por uno de los laterales de la plaza hay un pasadizo que atraviesa una manzana de viviendas a través de un corredor lleno de tiendas y restaurantes que va a parar a una esquina de la plaza de la catedral en la zona de los ábsides de la misma. Una vez con la catedral delante la bordearon para llegar a los pies de la gran torre vigía de la ciudad y símbolo de Viena y desde ahí ya tomaron la calle principal camino del Hotel Sacher, situado en el extremo opuesto de la misma calle.

– ¿Sabes qué me impresiona mucho de ti? – Preguntó Anna en un momento dado, sin dejar de caminar y sin dejar de ir agarrada a él por la cintura.
– Sorpréndeme. – Dijo él con curiosidad.
– Tu memoria. – Respondió ella.
– ¿Mi memoria? Pensaba que ibas a decir mi gran capacidad para hacerte reír o para impresionarte. – Dijo él sonriéndola.
– Bueno eso también. – Dijo ella siguiéndole la broma y asintiendo con la cabeza.
– ¿Y mi memoria por qué?
– Porque sabes ir por Viena como si estuvieras en Madrid.
– Bueno, no es más que una ciudad, y las ciudades no cambian de un año para otro, a no ser que sufran algún tipo de cataclismo. – Dijo él sorprendido por la respuesta de Anna.
– Te lo digo en serio. ¿Cuándo fue la última vez que paseaste por Viena como estás haciendo conmigo? – Siguió insistiendo ella, haciendo una pregunta que sin darse cuenta iba a tocar un punto débil de sus recuerdos.

Se produjo un silencio. En principio Anna pensó que él estaba pensando una respuesta para dar a la pregunta que le había hecho. Pero el silencio se alargaba más de lo que ella esperaba. Él sabía que tenía que responderla, que no podía dejar a Anna sin saber la respuesta solo porque ésta le llevaría irremediablemente a recordar aquel viaje que hizo con sus padres a Viena hacía tantos años y que supuso su último viaje familiar.

– He preguntado algo que no debía, ¿verdad? – Dijo Anna dándose cuenta de que quizá había metido la pata preguntándole cuándo había estado en Viena por última vez.
– No. – Respondió él cortante a esta afirmación de Anna, para a continuación responder a la pregunta anterior. – En Viena he estado varias veces. Pero hacía trece años que no visitaba Viena como si fuera un turista.
– Es mucho tiempo. Por eso he dicho que me impresiona tu memoria. Sabes ir a todos los sitios sin mirar un mapa, apenas oteando un poco la calle. – Dijo Anna intentando enmendar lo que había generado con su pregunta.
– Siempre se ha dado bien eso de recordar lugares.
– Pues yo para eso soy un desastre. Ni en Madrid me sé muchas veces donde estoy ni cuál es la parada de metro más cercana o la calle principal. – Añadió ella sonriéndole pero notando que él no la estaba mirando, sino que tenía la mirada perdida en algún punto del horizonte de la calle por la que se iban acercando poco a poco al Sacher.
– Es cuestión de fijarse y recordar algunas cosas. Nada más. Sólo se necesita poner interés. – Replicó él usando un tono algo seco y distante.
– ¿Te encuentras bien? ¿Te pasa algo? – Se aventuró a preguntar ella queriendo saber qué es lo que le había hecho cambiar de humor y mudar el semblante.
– No. Nada. Estaré cansado. Solo eso. – Dijo él, dándose cuenta quizá de que Anna estaba empezando a mirarle demasiado fijamente para intentar descubrir en su mirada y en su rostro qué es lo que le pasaba o en qué estaba pensando.
– Bueno, ya estamos llegando al hotel. – Le replicó ella, señalando con su mano hacia el final de la calle donde se veía ya el letrero luminoso del hotel Sacher, y sonriéndole para que él le devolviera la sonrisa o al menos una mirada.
– Sí. Ya estamos llegando. – Dijo él intentando esbozar una sonrisa que no le salía.

En efecto el Hotel Sacher ya estaba cerca. Terminaron de recorrer los últimos metros que les separaban de la entrada principal en silencio, caminando despacio como no queriendo llegar a la habitación y darse cuenta de verdad del silencio que reinaba ente ellos. Anna no sabía si había dicho algo fuera de lugar o es que él había recordado algo que le había hecho enmudecer de nuevo como esa misma mañana en el Palacio de Belvedere, o cada vez que ella le había preguntado cualquier cosa de su pasado. Él por su parte se daba cuenta perfectamente de que no se estaba comportando como debería. Echaba encima de ella una culpa que no le correspondía a Anna sino simplemente a él, pero eso era algo que siempre había hecho y que por mucho que se dijera que debía dejar de hacerlo y afrontar él sus propios miedos y fantasmas para cerrar de una vez por todas todo aquello de su pasado que seguía abierto y haciéndole daño.

Caronte.

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sábado, 28 de noviembre de 2015

El Vals del Emperador (XLVI)

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(Viene de la entrada anterior.)

Para no perder más tiempo empezaron a dar cuenta de sus platos sabiendo prácticamente de ante mano que quizá les costaría acabar con toda la comida que tenían delante. Sin él esperarlo Anna introdujo un tema en la conversación, que estaba siendo totalmente inocua, que le pilló totalmente con el pie cambiado y sobre el que no había pensado lo más mínimo.

– ¿No vas a llamar a ese conocido tuyo que tienes en la embajada de España para agradecerle que te consiguiera las entradas para la fiesta del Sacher y el concierto? – Preguntó ella después de haber estado un par de minutos callada escuchando una anécdota que él había contado sobre su trabajo en la editorial.
– ¿Cómo? – Respondió él un poco anonadado por la pregunta.
– Sí. Que si no vas a llamar a Alberto, creo recordar que me dijiste ayer que se llamaba, para darle las gracias por todo. – Se explicó mejor Anna viendo que la pregunta anterior había pillado a su acompañante en bragas.
– Ya le agradecí todo desde Madrid. – Empezó a responder él sabiendo que muy probablemente lo que iba a decir no terminaría de convencer a Anna. – Cuando recibí el paquete con las entradas para el Concierto de Año Nuevo y las invitaciones a la Fiesta de Fin de Año del Sacher, llamé a Alberto para agradecerle todo lo que había hecho.
– ¿Y ya está? ¿Te parece que con eso vale? – Volvió a insistir Anna tras haber cambiado su tono de voz y poniéndose un poco más seria.
– Sí. – Respondió él escuetamente para intentar no dar más pie a esa conversación que probablemente le iba a dejar en mala situación.
– ¿No crees que deberías llamarle desde aquí e invitarle a tomar algo por ejemplo mañana por la tarde? – Insistió Anna convencida de que él se daría cuenta de que había actuado mal, o si no mal del todo, no de manera totalmente correcta.
– Pues no la verdad. Ya te conté ayer qué relación tengo con Alberto. Somos buenos conocidos que cuando nos encontramos hablamos muy cordialmente y nos contamos nuestras batallitas, pero nada más. – Confesó él intentando justificar su actuación.
– Luego dirás que no tienes amigos. – Le recriminó ella.
– Eso no tiene nada que ver. Yo con Alberto no fui amigo en la Universidad. – Se excusó él en lo que más que una simple excusa pareció una defensa.
– ¿No tiene nada que ver?
– No.
– Es decir la vida te permitió hace años recobrar contacto con un antiguo compañero de la universidad con el que te llevabas bien y te caía también bien, según tú me dijiste ayer, ¿y tú no aprovechas para intentar iniciar una amistad? – Expuso Anna de manera bastante convincente.
– Creo que ya es tarde para eso.
– También creías que era tarde para enamorarte y desde que te conozco solo eres capaz de decirme que me amas. – Le reprochó Anna quizá siendo demasiado injusta y dura con él usando un argumento que desarmaba todo lo que él pudiera decir a continuación.
– No es lo mismo.
– No me vengas con esas, hombre. Sabes que no es como dices. Nunca es tarde para hacer un amigo, o retomar una amistad o iniciarla. Alberto te cae bien, y por el favor que te ha hecho tú también le caes bien a él. Lo más normal hubiera sido que le hubieras llamado nada más llegar aquí ayer y le hubieras invitado al menos a tomar algo contigo, o con nosotros si a ti te hubiera apetecido. – Explicó ella intentando suavizar el tono que había usado en las últimas contestaciones.
– Alberto y yo no somos amigos. Simplemente fuimos buenos compañeros.
– Pero podéis ser amigos ahora. ¿Quién te dice que no?
– Yo. – Respondió él de manera tajante.
– ¿Por qué? – Le espetó ella sin amedrentarse ante el tono defensivo que él estaba usando y obligándole a mirarla de frente.
– Porque todos los amigos que he tenido siempre han sido unos falsos. Siempre me han fallado. – Empezó de nuevo a decir él recordando viejos y malos fantasmas, intentando evitar la mirada de Anna y recorriendo con sus ojos el exterior del restaurante. – O quizá porque pienso que no puedo tener amigos porque siempre les terminaré defraudando o fallando.
– Lo que pasara hace años, y ya te le he dicho muchas veces, no tienen porqué repetirse de nuevo. Sinceramente creo que deberías llamar a Alberto e intentar quedar con él al menos para tomar un café. – Replicó Anna mostrándose de nuevo más comprensiva con él.
– De todas maneras no creo que esté en Viena en estas fechas. Él sí tiene una casa a la que volver en Toledo donde le espera su familia. No creo que se quede en Viena en Navidad cuando en las embajadas no habrá prácticamente nadie trabajando, salvo el pringado de guardia que se quedará por si pasa alguna tragedia. – Intentó zanjar él así la conversación que no le estaba gustando nada y le estaba haciendo pensar en que quizá Anna tenía razón y se había comportado mal no llamando a Alberto al llegar a Viena.
– No me vengas con excusas infantiles. Tú le llamas y si no está en Viena pues nada. Al menos demostrarás que valoras el gesto que él tuvo contigo consiguiéndote esas entradas. – Replicó Anna con mucho tacto y cargada de razón.
– Le llamaré. – Terminó por decir él mostrando que no quería seguir con la conversación y volviendo a centrarse más en el snitzel que tenía delante tras mirarla, ahora sí, a los ojos directamente y mostrando que no quería seguir hablando más del tema.
– Espero que le llames. Creo que te hará bien de verdad. – Terminó ella diciendo tras mirarle largamente a los ojos y viendo en su mirada una especie de súplica porque parara ese interrogatorio que no le estaba resultando nada cómodo.

Tras la inesperada conversación se terminaron prácticamente en silencio sus platos. Anna dio cuenta de toda la trucha, mientras que él, quizá falto de apetito por haber terminado saciado después de haber engullido casi tres cuartas partes del snitzel, o quizá porque la propia conversación con Anna sobre la conveniencia de llamar a Alberto o no le había terminado por quitar el apetito y había sustituido en su cabeza el hambre por las dudas. Dudas que llenan más el alma y el cuerpo que un jabalí entero, aunque no de comida sino de desasosiego.

Él no dejó de pensar que Anna tenía parte de razón. Llamó a Alberto nada más recibir las entradas para el concierto y los pases para la fiesta de fin de año, pero nada más. Es cierto que se le pasó por la cabeza invitarle a tomar algo si alguna vez venía por Madrid, como otras veces había hecho cuando, siempre por iniciativa de Alberto, habían quedado ya fuera en Madrid y en cualquier otra ciudad europea en la que hubieran coincidido ambos por sus respectivos trabajos. Pero al final no le dijo nada, ni siquiera lo comentó. También, aunque de manera mucho más fugaz, se le pasó por la cabeza verse en Viena y agradecerle en persona en la ciudad en la que trabajaba las gestiones que había hecho, pero fue una idea que descartó de manera casi inmediata. Por esto, por saber que en el fondo Anna estaba cargada de razón cuando le decía que debería llamar a Alberto, sin buscar excusas infantiles y vagas como que lo más probable es que no estuviera en Viena en esas fechas o que estuviera ocupado con asuntos personales que le impidieran aceptar una hipotética invitación. Pero se resignó.

Esa resignación no era nueva. Siempre había estado presente en su espíritu y en su forma de ser con sus amigos. Hubo un tiempo, sobre todo durante su época universitaria, sobre su vida anterior había una especie de muro inexpugnable construido por sí mismo que bloqueaba cualquier recuerdo anterior, que llamaba a sus compañero de clase, esos que con los que empezaba a coger confianza y a apreciar como amigos. Llamaba y proponía planes par hacer algún fin de semana, algún viernes por la tarde, o algún sábado. Y esto fue así de manera más o menos constante durante toda la carrera con los amigos a los que más apreciaba. Pero casi siempre las respuestas que recibía eran “noes”. Que proponía quedar a última hora de un viernes o un sábado o un domingo a tomar algo a algún sitio, recibía un no excusado con múltiples razones que cómo no tenía que aceptar. Que decía de ir a pasar un día a algún sitio no muy lejano de Madrid, pues también con una frecuencia de récord recibía un no, aunque hubo alguna excepción, ya que durante los años de carrera fue al menos seis o siete veces a pasar el día a algún sitio con esos amigos, y no al año sino en total.

Viendo esa situación que se repetía años tras años, a pesar de las promesas siempre incumplidas de “ya quedaremos” o “buscamos para hacer algo un finde entero” o ”estaría bien que hiciéramos tal o cual cosa”, siempre se acababa igual: no quedando. Al final se cansó de esto. Dejó de llamar y proponer planes porque no quería seguir escuchando “noes” por teléfono o vacíos de respuestas por móvil, sintiéndose ignorado, ninguneado y en cierto modo también fallado por aquellos que, según él, iban de los mejores amigos del mundo.

Sin embargo pasaba una cosa muy curiosa, y probablemente de ahí venía su resquemor y rencor, y hacía que su resignación fuera dolorosa. Daba la casualidad que cada vez que a él le proponían un plan, la mayoría de las respuestas eran siempre un “sí”. Pocas veces, a no ser por causa mayor por asuntos familiares a veces buenos y a veces malos, decía que no a un plan que algún amigo le planteara, ya fueran barbacoas, salidas a la sierra, quedadas en bares de mierda, baratos y con comida grasienta. Incluso decía que sí a planes que no le llamaban nada la atención pero que simplemente por salir y no quedarse en su casa encerrado aceptaba. Eso era lo que más le molestaba y jorobaba: que cuando él proponía algo todo eran excusas, problemas o imposibilidades de cuadrar fechas para llevarlos a cabo, mientras que cuando otros proponían planes siempre había ganas, siempre se arreglaban otros planes para que se realizaran los propuestos aunque fueran a última hora y todo el grupo de amigos parecían dispuestos a quedar como fuera y donde fuera.

Hasta que un día se hartó de todo y se plantó. Desde entonces su vida se tranquilizó. Dejó de estar pendiente de que nadie le llamara para quedar porque sabía que eso no se iba a producir. Tampoco propuso más planes porque la respuesta estaba fijada de antemano. Simplemente intentaba hacer su vida y pasaba de preocuparse de esos amigos que solo aparecían de pascuas a ramos y encima le echaban en cara que no supieran nada de él. Nunca dejó de aceptar los planes que le proponían y le entusiasmaban de verdad, aunque fueran con gente con la que no tenía amistad y simplemente una relación cordial de compañeros o conocidos, o incluso con gente con la que no se llevaba para nada.

Muchas veces también pensó que se había equivocado al actuar así y que se había cerrado muchas puertas y perdido muchas oportunidades de tener algún amigo. Pero para él ser amigo de alguien era algo muy serio y siempre se tomó la amistad como algo que involucraba a los sentimientos de dos personas, y que en el fondo no era más diferente a una relación sentimental con otra persona, sin sexo claro está, a la que se respetaba, apreciaba y quería. En cierto modo se culpaba de no tener a nadie a la que llamar amigo en si vida. Y es ahí donde se daba cuenta que Anna tenía muchas razón al haberle dicho durante esa último almuerzo del año que Alberto había demostrado más que simple compañerismo, que no era un conocido con el que podía charlar cordialmente y contarse problemas mutuamente. Con esa conversación que Anna había sacado a relucir de manera espontánea y sorprendente volvió a tener cierta esperanza e ilusión por tener un amigo. Pero le ilusión también vino acompañada de miedo y durante el resto de la comida en ese café restaurante sólo fue capaz de dar vueltas en su cabeza a qué era lo que tenía que hacer: si llamar a Alberto o no hacerlo. Y así estaba cuando el camarero del café restaurante se acercó a su mesa para retirar los platos sobre los cuáles había cesado cualquier actividad bélica de ataque hacía ya un par de minutos.

– ¿Les has gustado la comida señores? – Preguntó el camarero en alemán mientras quitaba los platos y los juntaba en su antebrazo en sorprendente equilibrio.
– No sé qué dice. – Dijo Anna buscando ayuda en él al ver que el camarero esperaba algún tipo de respuesta y ella no entendía ni una sola palabra de alemán.
– ¿Cómo? – Dijo él tras volver de sus pensamientos.
– El camarero ha preguntado algo en alemán. – Dijo Anna recriminándole con su mirada que estuviera en otras cosas al mismo tiempo que por debajo de la mesa le arreaba una ligera patada en su espinilla.
– Sí todo estaba muy bueno. Lo único que era mucha cantidad. No creo que tengamos hueco para un postre. – Arriesgó él a decir sin saber muy bien si la respuesta que daba iba a cuadrar con la pregunta que había hecho el amable camarero.
– Sí. Eso es algo que nos dicen muchos clientes. – Volvió a decir el camarero sonriendo agradecido. – Me alegra que les haya gustado.
– ¿Anna vas a querer algo más? ¿Un café, una infusión, un postre? – Dijo él dirigiéndose a Anna y anticipándose a la probable pregunta del camarero, después de haber traducido a Anna lo que acababan de decirse él y el camarero.
– No, por favor. Estoy llena. Casi prefiero caminar un poco y bajar la comida, y luego si eso llegados al hotel tomar allí algo. – Confesó Anna sonriendo y dirigiéndose también al camarero como si éste la entendiera.
– Si no le importa traiga la cuenta cuando pueda. – Dijo finalmente él al camarero.
– Ahora mismo señor. – Replicó el camarero mientras se marchaba camino de las cocinas con los platos, cubiertos y copas de vino en sus brazos.

El camarero volvió a su mesa unos minutos después con la cuenta metida en una especie de sobre de piel. Miraron la cuenta que no era tan cara como habían pensado en un primer momento. Pagó él con la tarjeta de crédito. Se levantaron de la mesa, él ayudó a Anna a poner el abrigo, tras lo cual también se puso el suyo y se dirigieron de nuevo hacia las escaleras donde había unas cuantas personas esperando para comer a pesar de ser ya una hora demasiado tardía para hacerlo en un país centroeuropeo como Austria. Salieron a la calle tras atravesar el café donde sí había bastante gente, la mayoría austríaca, tomándose un tentempié. En la calle no se veía mucha gente y la que había iba muy deprisa, como si llegaran tarde a alguna cita ineludible o como si supieran que a la vuelta de la esquina estuvieran regalando alguna cosa de respetable valor, por lo que valiera la pena correr y apresurarse.

Caronte.

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jueves, 26 de noviembre de 2015

El Vals del Emperador (XLV)

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(Viene de la entrada anterior)

Siguieron caminando por el Ring. Él era ahora el guía total de sus pasos. Sin embargo no sabía muy bien hacia donde se tenían que dirigir. Por de pronto había decidido seguir paseando por la avenida central en vez de cruzar y seguir caminando por las aceras pegadas a los edificios, así desde el centro del bulevar podía observar con algo de distancia y perspectiva amabas orillas de ese gran bulevar que hacía las veces de río ancho al que la ciudad abrazaba como si fuera un tesoro que hubiera que guardad y proteger de los ladrones. De hecho él sólo sabía que el café al que se dirigían estaba situado no demasiado lejos del Stadpark, el gran parque urbano de Viena salpicado constantemente por bustos y estatuas de músicos, filósofos y hombres que dedicaros sus vidas a las artes, y en el que también se encuentra probablemente la estatua más fotografiada de toda Viena y sin duda también la más buscada por los turistas de todas la nacionalidades y más en esas fechas de conciertos de fin de Año, como es la estatua dorada de Johann Strauss, en la que aparece el famoso músico padre de los valses más célebres de la historia de la música tocando un violín bajo un arco de estilo rococó que se sirve de marco incomparable.

– Esta zona de Viena es muy bonita y señorial. – Comentó Anna mientras avanzaban por uno de los laterales del parque.
– Sí. Además es de las más tranquilas, a pesar de que por las mañanas tiene un tráfico demencial. Acuérdate de que es la misma calle por la que vinimos ayer desde el aeropuerto. – Replicó él.
– Es verdad, ahora recuerdo. Cambia mucho una calle si la ves paseándola a si la contemplas desde dentro de un vehículo. – Señaló Anna con muy buen tacto según pensó él.
– En eso tienes razón. Esta zona del Ring es mucho más residencial, aunque ni tú ni yo podremos nunca comprar aquí un piso, o pisazo porque creo que en esta zona el apartamento más pequeño supera de lejos los doscientos cincuenta metros, por mucho que nos matemos a trabajar. – Comentó él sonriendo.
– Bueno siempre podemos soñar con que nos toque la lotería. – Apuntó ella.
– Sí claro. – Dijo él irónicamente. – O podemos asaltar Fort Konx, robar las reservas de oro de un tercio del planeta, venir aquí y comprar tres pisos consecutivos y hacer un apartamento que ni en Nueva York o Londres.
– Es otra opción. No se me había ocurrido. Yo podría distraer embaucando a los guardias de seguridad con mis encantos, mientras tú te encargas primero de desactivar los sistemas de seguridad y luego de ir sacando con una carretilla las toneladas de oro que consideres necesarias. – Continuó Anna con la broma mostrando una imaginación desbordante.
– Es un plan perfecto, sin fisura alguna. No sé qué hacemos aquí en Viena cuando deberíamos estar preparando todo lo necesario para dar el gran golpe. – Añadió él mostrando sorpresa y desconcierto ante una verdad como un templo.
– Normal se le ha ocurrido a una mujer. – Sentenció Anna mirándole con altivez y arrogancia. Una mirada que a ella le salía muy bien tanto si era de verdad como si, como era ahora el caso, la fingía para seguir una broma.
– Es verdad. Menos mal que todos los grandes robos del siglo se les han ocurrido a hombres, porque si hubiera sido al contrario la mayor parte de ellos habrían sido un éxito y lo robado nunca se hubiera recobrado. – Río él al final viendo que ella a medida que él pronunciaba estas palabras esbozaba una sonrisa.
– Por cierto queda mucho para el café donde vamos a comer. – Preguntó Anna dejando ya a un lado la broma.
– Pues de hecho ya hemos llegado. Es ese que está en aquella esquina. – Respondió él sacándose la mano que no tenía Anna cogida con la suya del bolsillo y señalando hacia un edificio de fachada muy elaborada, blanca como el algodón y con el tejado negro como el azabache que resaltaba ante tanta nívea claridad.

Cruzaron los carriles destinados al tráfico rodado del Ring y tras atravesar una plaza presidida por la estatua de un hombre que parecía un aristócrata ilustrado, o simplemente un letrado de siglos pasados, y rodeada de edificios de aire palaciego con balcones en la mayoría de las ventanas y adornos de escayola en las fachadas se plantaron delante del café que ocupaba toda una esquina de uno de loes edificios que daban al Ring. Uno de los lados del café daba a la plaza que acababan de atravesar y el otro a la concurrida avenida arbolada de Viena. El café tenía dos plantas: una, la de la calle, destinada a café tradicional como tantos otros que abundan en la ciudad de la música, mientras que la superior estaba dedicada a salón comedor.

Entraron al café y tras preguntar si había mesa para comer, un camarero desde detrás de la barra les indicó que subieran hasta la planta de arriba para hablar con el jefe de sala para que les asignara una mesa. Mientras se dirigían hacia la escalera que daba acceso a la planta superior, él se fue dando cuenta de que el café, pese a tener ese nombre clásico que surgió probablemente en esa ciudad, aunque también hay otras ciudades centroeuropeas que se lo disputan, no parecía un café al más puro estilo vienés. No tenía colores cálidos en su decoración, sino más bien todo lo contrario. Todo el local estaba pintado con tonos pastel, sino directamente en blanco, incluso las pocas molduras rococó que decoraban los techos, paredes y los sempiternos espejos, también eran de tonalidades más bien pálidas. Nada tenía que ver pues este café con los más tradicionales y clásicos, ni siquiera el mobiliario que era más bien modernista y ecléctico por cuanto no había uniformidad en la propia decoración. Lo único que sí tenía en común con muchos lugares de nivel de Viena eran los amplios ventanales que daban a la calle y a través de los cuáles se podría disfrutar de la vida callejera todos los días del año.

Sin embargo la planta superior, la destinada a comedor, sí se parecía más a un salón de restaurante de postín. De hecho fue Anna la que le comentó nada más terminar de subir la escalera que le sorprendía la diferencia de decoración existente entre la planta baja y la que estaba destinada a comedor. Y era cierto. El comedor bien podría haber pertenecido a cualquiera de los grandes hoteles de Viena. La decoración sin ser excesivamente recargada, era exquisita y transmitía distinción y clase. Además los ventanales enormes dejaban entrar algo de claridad exterior y a través de ellos se veía desde una perspectiva de ardilla las calles de Viena. El jefe de sala se acercó a la pareja y después de que el hombre vestido impolutamente de traje oscuro y pajarita consultara en el atril de espera que había una par de mesas disponibles les dio a elegir entre una mesa junto a la ventana y otra en medio del salón comedor. Anna optó por la mesa junto a la ventana, “para poder ver el mundo a nuestros pies” según dijo al jefe de sala aunque este por ser austríaco de pura cepa, algo que se notaba por el espeso bigote que se unía a las patillas a través de las mejillas, no terminó de entender y simplemente asintió de manera cordial como se supone deben hacer ante clientes de todo el mundo.

Pidieron algo ligero para comer. No olvidaban que esa noche cenarían quizá de manera mucho más copiosa y frugal en la cena de Fin de Año del Sacher. Pidieron una ensalada para compartir y de platos principales: él un snitzel de cerdo y ella un pescado de río al horno simplemente, sin guarnición alguna. Para beber optaron de manera excepcional por un vino de la región de Baja Austria que el sumiller del café restaurante les recomendó. Mientras esperaban a que les sirvieran la comida hablaron un poco de la visita al museo del Palacio Belvedere y también del paseo que se habían dado desde allí hasta el café. Por los ventanales entraba una luz grisácea, fría y dura, mortecina quizá. Una luz que parecía sin querer anunciar la muerte de otro año más. Una luz que apenas tenía fuerza para arrojar sombras de árboles, farolas, semáforos y peatones sobre el asfalto y las aceras de la ciudad de Viena. No obstante el cielo seguía cubierto de manera impertérrita. Nada había cambiado, quizá el frío era aún un poco más intenso si cabía la posibilidad. Él ya sabía, no de manera cierta puesto que no era meteorólogo ni físico, que ese cielo plateado terminaría por arrojar lágrimas congeladas sobre Viena para cubrir tejados, parques, palacios, estatuas y calles de una capa blanca pálida como sólo la nieve puede dejar. Muy probablemente la mañana del primero de enero amanecería con una Viena fría y blanca.

– Espero que esta noche sí que caigas rendido en la cama. – Dijo Anna tomando algo en broma el asunto de su insomnio.
– Yo también lo espero. Pero vamos, si esta noche después de la cena de fin de año y la fiesta posterior en la que pretendo bailar hasta dejarte exhausta, no termino cayendo muerto sobre las sábanas ya no sé qué más podría hacer. – Respondió él de manera vehemente, mezclando cierta resignación con algo de ironía.
– ¿Simplemente pretendes bailar? Porque yo no pensaba llegar a la habitación esta noche y echarme a dormir. Si aquí el abuelo quiere hacer eso que me lo comunique para buscarme yo otro plan más placentero. – Añadió Anna mirándole de nuevo, después de casi una eternidad, o al menos eso es lo que a él le parecía, con esa mirada suya que le derretía y le hacía verla desnuda y sensual encima de una cama incitándole a acercarse.
– Bueno, espero entonces que me dejes tú a mí exhausto entonces. ¿Y además qué mejor plan vas a tener? – La dijo él sonriéndola de manera provocativa, si es que él sabía sonreír de esa manera.
– Quien sabe. – Dejó dicho ella sin añadir nada más.

Inmediatamente después de dicho esto el camarero se acercó a su mesa para dejarles el vino y posteriormente la ensalada, que para su sorpresa era mucho más grande de lo que habían podido imaginar al pedirla.

– Menuda ensalada nos traen. No pensaba yo que iba a ser una ración tan generosa. – Comentó él.
– Qué pasa que me traes a un sitio a ciegas. – Preguntó Anna fingiéndose la sorprendida para mal.
– A ver si te crees que vengo yo mucho por aquí. – Siguió él en cierto modo el juego usando un tono bastante sarcástico.
– ¡Todo pura improvisación! – Exclamó Anna riendo.
– Más o menos. – Replicó él divertido.
– Bueno cambiando de tema. ¿Qué plan hay para esta tarde? – Quiso saber Anna, a la vez que cogía su tenedor y empezaba a pinchar unas cuantas hojas de lechuga.
– Pues no tenía nada pensado. Bueno, sí que tenía algo pensado, pero era simplemente estar tranquilamente en el hotel descansando, o haciendo algo interesante que se te ocurra, para luego prepararnos con calma para la cena. – Explicó él, siguiendo a Anna con el tenedor y pinchando también algunas hojas de la ensalada.
– Hombre a mí se me ocurren muchas cosas interesantes que hacer en una habitación de hotel estando solos. – Dijo Anna sin disimular en absoluto lo que quería decir con sus palabras.
– Ya bueno. A parte de lo evidente. Ya sé que echarse la siesta es siempre una buena opción Anna. – Añadió él como no enterándose de lo que ella había querido insinuar y haciéndose el loco con el tema.
– Me has pillado. – Dijo Anna fingiéndose derrotada, tras lo cual echó a reír.
– En serio. Si tú quieres hacer algo diferente. No sé. Dar una vuelta. Tomarte un café en algún sitio o cualquier otra cosa dímelo. Pero creo que es mejor que estemos en el hotel. La cena de fin de año empieza a las ocho de la tarde.
– Tiempo habría para hacer algo, pero tienes razón: es mejor que estemos tranquilamente en el hotel. Lo único, es que podemos ahora después de comer, dar una pequeña vuelta, tomarnos algo tipo café o té y volver ya al hotel para descansar, relajarnos y empezar a prepararnos. – Apuntó Anna coincidiendo con él.
– Lo vemos cuando acabemos de comer. ¿Te parece bien? – Preguntó él.
– Perfecto. – Concluyó Anna.

La comida continuó de manera tranquila y charlando de cosas aparentemente sin importancia. Ese tipo de conversaciones que se dan entre dos personas que se entienden y para las que quizá el silencio es demasiado revelador como para mantenerlo y prefieren hablar aunque sea de trivialidades sin sentido o sin un verdadero objetivo. Una vez dieron cuenta de la ensalada y tras pasar apenas unos minutos, el camarero les trajo a cada uno el plato principal que habían pedido. Aunque en un principio habían decidido pedir algún plato no demasiado pesado para que durante la cena en el Sacher pudieran despacharse a gusto comiendo lo que les viniera en gana, al final descubrieron que los platos que les traían no eran ni de lejos lo que se podía llamar una comida ligera. El snitzel de él bien podría haber sido preparado en el País Vasco como muy bien notó él y comentó en alto para señalar el tamaño descomunal del filete de cerdo empanado que le habían colocado delante, acompañado de unas patatas asadas y algo de verdura a la parrilla. Por su parte el pescado de ella, aunque de río, tenía el tamaño de un pez de mar, acostumbrados a comer mucho más y a engordar lo suficiente como para mantenerse nadando a lo largo y ancho de sus hábitats naturales, sin embargo era una trucha, o mejor dicho una “señora trucha” como Anna comentó nada más ver delante el plato con el ejemplar fluvial, que por cierto dejaba escapar del mismo tanto la cabeza como la cola que colgaban a ambos lados de la fuente rozando prácticamente el mantel.

– Menos mal que hemos decidido tomar algo ligero. – Comentó Anna irónicamente mostrando asombro ante su plato y el de él.
– Ya. Si yo sé el tamaño que tienen los platos quizá hubiera pedido otra cosa. Aunque creo que todo iba a tener el mismo tamaño. – Corroboró él casi con resignación.
– Pues a primera vista no hubiera dicho que este café restaurante fuera tan frugal en cantidades. Si hubiéramos pedido un primero y un segundo al uso pensando que las cantidades iban a ser de restaurante de nivel en el que todo está puesto con una delicadeza y un minimalismo a veces excesivo, nos las veríamos para comernos todo.
– Yo tampoco pensé que iba a ser así el restaurante. – Corroboró él.

Caronte.

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domingo, 22 de noviembre de 2015

Y lo bien que se vive sin fútbol...

¿Se puede hacer algo mejor una tarde fría de verdad en Madrid que estar viendo el partido de fútbol de máxima rivalidad y más visto en todo el plante en un bar, en el propio estadio o en casa propia o ajena con unas cervezas bien frías, unas almendritas tostadas o unos cacahuetes? Por supuesto. Se pueden hacer miles de cosas mucho más interesantes y enriquecedoras que ver a veintidós hombres corriendo detrás de un balón, alentados por más de ochenta mil almas en directos y millones de ellas desde bares y restaurantes, o desde el sofá de la casa de uno. Se puede desde ir a ver una exposición a cualquiera de los muesos, galerías y salas de arte que hay en Madrid, vacías a causa del partido del siglo (todos los años al menos dos veces hay un partido del siglo, y siempre es el mismo), o mejor dicho llenas de gente que verdaderamente ama el arte y prefiere aumentar un poco su nivel cultural que ver como sus neuronas mueren dejándose las ganas, ilusiones y fuerzas mentales alentando a su equipo para que gane o pierda; se puede dar un paseo por una ciudad hermosísima como Madrid con menos tráfico de lo habitual; se puede tomar un café en alguna de las cafeterías que todavía se resisten a poner el fútbol en la televisión; o simplemente se puede disfrutar de la buena compañía de algún amigo o de nuestras parejas (si es que se tiene alguna de las dos cosas).

Yo me decanté por ir a una exposición. En concreto me acerqué al Caixa Forum de Madrid para ver una exposición a la que llevaba queriendo ir desde que se inauguró hace ya casi dos meses. La exposición trata sobre la vida y obra de uno de los arquitectos más celebrados e influyentes de Europa: el finlandés Alvar Aalto, cuyas obras, tanto edificios públicos como casas privadas, mobiliario doméstico y objetos de decoración transmiten una tranquilidad y una paz que pocos arquitectos a día de hoy – quizá salvaría a Rafael Moneo, un grandísimo arquitecto español cuya obra queda eclipsada por el populismo de Calatrava, hombre muy peligroso y pretencioso – consiguen con sus megalomaníacos diseños destinados a poderos nuevos ricos que pagan con petrodólares estas faraónicas y desmesuradas obras de arte (porque a pesar de todo la arquitectura sigue siendo un arte a mi entender).

Me bajé del autobús en la puerta de una de las discotecas más famosas de Madrid, Kapital, en plena calle de Atocha. En la puerta arremolinaos sin orden ni concierto había decenas de pavónicos – me permito la licencia de inventarme esta palabra – adolescentes esperando para entrar. Había niñas, porque de mujeres no tienen ni un pelo (literalmente), más maquilladas que Johnny Deep en “Alicia en el País de las Maravillas” y niños tan maduros como una manzana en el mes de julio vestidos según su propia creencia de manera elegante, aunque algunos bien podrían ir vestidos para asistir a una clase de gimnasia en el colegio primario, porque no creo que vayan al instituto todavía – algunos ni siquiera llegarán nunca tan lejos en el mundo académico, para qué se preguntarán, a lo que yo bajaré la cabeza desesperanzado por el futuro de este país. Me sorprendió ver tanto adolescente prácticamente impúber esperando a entrar a una discoteca con sus gorilas en la puerta – no fuera a ser que alguno sacara su game boy y amenazara con montar bronca – cuando yo sólo he ido dos veces en mi vida a una discoteca: una fue con 16 años en Salou durante el viaje de fin de curso con el colegio, y la otra una madrugada de ingrato y doloroso recuerdo para mí, este pasado verano para celebrar mi graduación en la universidad con el resto de mis compañeros.

Dejé atrás la discoteca convertida en unas horas en improvisada guardería. Me imagino a los dueños de la discoteca ideando próximamente sesiones para párvulos con sus piscinas de bolar, toboganes y camas elásticas, además de payasos dj’s y cuenta cuentos perreando. ¡Qué pena! Pese al golpe inesperado a mi esperanza por la sociedad española, que prefiere ver Telecinco a La 2 – aunque he de confesar que yo solo veo en La 2 un par de programas –, continué hacia el Caixa Forum. Compré la entrada y subí hasta la planta donde está la exposición. Nunca antes había estado en este museo y la verdad es que me sorprendió bastante, sobre todo por su propia arquitectura, especialmente la escalera que da acceso a las diferentes plantas del edificio.

Ya dentro de la exposición sobre Alvar Aalto vi algo que me devolvió en parte la ilusión y la esperanza por la misma sociedad que antes, viendo a los chavales y chavalas que esperaban a entrar en Kapital, casi había perdido. En una de las salas había un grupo de niños de cinco, seis, siete años que seguían a una guía didáctica, una chica joven también, probablemente de mi edad, mientras mediante juegos les intentaba acercar a la figura de este gran arquitecto finés, muy desconocido en España (pero qué no es desconocido en este país de Finlandia salvo que es un país donde hace mucho frío y de donde viene Kimi Raikkonen). Ver a esos chavales disfrutar y divertirse, porque parecían divertirse de verdad, aprendiendo me hizo ver que siempre hay lugar para la esperanza.

Pudiendo estar en cualquier otro lugar una tarde de sábado, mismamente en sus casas acompañando a sus padres viendo el Madrid-Barça que en esos momentos estaría dando comienzo en el estadio Santiago Brenábeu, estaban en un museo interesándose por saber. No creo que esos niños fueran a un colegio de barrio normal porque si no si el lunes cuentan a sus compañeros dónde estuvieron el sábado, muy probablemente serían marginados y el resto se reirían de ellos. Así es esta sociedad española, analfabeta e ignorante, aún sabiendo escribir, leer, sumar y restar (multiplicar y dividir ya es saber demasiado).

Salí del Caixa Forum y aproveché para dar una vuelta por el barrio de las letras, uno de los lugares más denostados de Madrid, no porque no vaya nadie sino porque quien va no es para dejarse asombrar por el hecho de que en apenas un puñado de calles vivieron muchos de los grandes autores del siglo de oro español, célebres en todo el mundo, como Cervantes, Lope de Vega, Quevedo o Góngora. Me desalentó ver como en todos los bares y cafeterías del Barrio donde un día y durante muchos años vivieron en apenas cien metros Cervantes y Lope, estuvieran repletos de gente mirando embelesados y embobados una pantalla de televisión en la que en un fondo verde esmeralda se moteaban puntos blancos y azulados representando los futbolistas idolatrados y mil veces imitados por esa juventud impersonal que nos rodea. Siglos atrás también habría multitudes en tascas y tabernas en ese barrio, pero éstas mirarían embelesadas y desbordantes de emoción y devoción a los mejores poetas de la historia recitar sus versos: a Quevedo quedándose con medio Madrid e insultando abiertamente a Góngora, y a Góngora intentando sin mucho éxito hacer lo mismo con Quevedo.

Estoy seguro de que si viviera el ilustre Caballero de Santiago hoy en día no dejaría títere con cabeza un día como el de ayer en el que todo el mundo se rendía ante un televisor viendo un deporte que a día de hoy solo está caracterizado por la ruindad, el espíritu de enriquecimiento y la rivalidad odiosa, y no por la deportividad y el compañerismo, sentimientos e ideales con los que un día nación. El problema está – y probablemente también la gracia que me produce – en que poca gente podría darse cuenta, o coscarse, de que dicho gran poeta estaría mofándose de ellos de manera abierta y bastante directa, ya que pocas neuronas quedarían en los cráneos de esos aficionados irracionales al deporte rey – pobres monarcas que tienen que ver como su título se emplea de manera tan rastrera para designar dicho deporte; si un día acaba la monarquía no será por lo que hace o deja de hacer sino porque sus títulos se emplean para designar cosas tales como el fútbol.

A pesar de todo esto, hubo una época en la que yo mismo un día como el de ayer estaba bastante pendiente o de la televisión, cuando al menos una vez por temporada televisaban en abierto el clásico de los clásicos del fútbol español, o de la radio cuando no se emitía en televisión. Luego fueron los periódicos digitales los que me tuvieron informados, cuando me cansé de escuchar la radio. Nunca, sin embargo, me acerqué a un bar o a casa de un amigo para ver un partido de fútbol, si eso ocurrió alguna vez – no que yo recuerde – sería de casualidad, por alineación indebida de los astros en el firmamento.

Siempre me ha gustado el fútbol. O al menos eso es lo que siempre he pensado. Pero me cansé de ese deporte en el que todo es ficticio, en el que mucha gente se fija simplemente porque todo el mundo puede practicarlo con mayor o menor acierto o gracia, pero en el que hay mucho fanatismo y en el que a día de hoy se alenta la incultura y la ignorancia. Siempre he sido del Real Madrid a pesar de que en mi casa mi padre es del Atlético de Madrid, es decir colchonera, así como toda su familia. Supongo, o quiero suponer que mi afición y corazón merengue viene por parte de mi madre, no por ella sino por su hermano, mi tío: un aficionado al uso del Madrid, sin cabeza, sin lógica, que se cree lo que la mayoría de los aficionados digan, sin criterio alguno y sin posibilidad de hablar o discutir con él de fútbol si no es aceptando todo lo que él diga sea lo que sea. Siempre me he sentido madridista a pesar de que sólo en dos ocasiones he ido al Santiago Bernabéu, gracias a un antiguo amigo muy querido y del que tengo muy buenos recuerdos, pero con el que tras el colegio fui perdiendo relación y contacto. Nunca he sido un forofo a ultranza de esos que estaban hasta el final con el Madrid sin criticarlo y asumiendo el rol de equipo con clase y elegancia. Cuando ha habido que criticar al Madrid lo he hecho y duramente, sobre todo a sus presidentes, en especial a Florentino Pérez, y también a sus entrenadores.

Pero hubo un día en el que me pregunté por qué me gustaba el fútbol. No supe responderme. Quizá por ser del Real Madrid como algunos colchoneros dirían llenos de odio hacia su mayor rival creyendo que hacen un buen chiste que solo les ríen sus correligionarios. Me respondí yo mismo cuando me di cuenta de que aquello que me hacía ser del Madrid y por tanto creerme superior al resto de aficionados del resto de equipos, es decir la clase, el saber estar, la elegancia y el nivel cultural e intelectual de los aficionados del club de Chamartín, no era más que un vago vestigio del pasado cuando Don Santiago Bernabéu aún vivía y su saber estar invadía todos los estamentos del club. En el momento en que el dinero sustituyó a los valores y los ideales, el Madrid empezó su declive como club aristocrático, si es que alguna vez lo fue.

Hubo algo que terminó por abrirme los ojos y quitarme la venda que los había cubierto siempre: la salida deshonrosa de Iker Casillas. Me pareció no ya solo poco elegante o educado, sino miserable, ruin y vil cómo se despachó a quien siempre dio todo por ese club al que llevaba en el corazón desde que debutó con apenas 17 años. Y todo por un rastrero entrenador portugués que sabe de fútbol lo que yo de mecánica automovilística y que lo único que ha conseguido siempre es generar odio y rechazo allá por donde pasara, algo que a mí lo único que me da es lástima y pena por ese ser. La misma pena que sentí al ver a Casillas llorar solo, y repito solo, en la sala de prensa del Madrid mientras se despedía del club de su vida. Ese día también yo me desentendí del fútbol. Decidí que no iba a seguir el juego, si vale el símil deportivo, a un deporte que en España, por ignorancia y analfabetismo, no es ejemplo de compañerismo y deportividad, sino de competencia y enriquecimiento.

¿Cuántos son los chavales que han dejado sus estudios por querer dedicarse al fútbol y pensar que con ello les bastaba para tener la vida resuelta? ¿Cuántos han sido los padres que han alentado a sus hijos a jugar al fútbol para vivir de ellos, presionándolos para que les gustara, para ser los mejores a costa de sus propios amigos compañeros de equipo y pachangas? ¿Cuántos no han sido los excesos provocados por ese sentimiento de rivalidad que han hecho que padres y madres enervados y enloquecidos por la adrenalina durante un partido de niños de seis o siete años saltaran al campo para pegar e insultar a rivales o al propio árbitro que se ha visto agredido por esa masa enloquecida de padres aprovechados y sin raciocinio? ¿Dónde ha quedado ese verdadero espíritu de equipo que hizo de este deporte el más practicado en todo el mundo, el más amado y el más popular?

Podría parecer que escribo este artículo con soberbia desmedida. Pues bien, que no lo parezca, porque de hecho yo mismo siento que estoy escribiendo este artículo con soberbia. Y la verdad es que me da igual. Me importan tres pepinos lo que se pueda pensar de las palabras aquí plasmadas. Puede que también sea algo hipócrita al decir todo esto, al denostar al fútbol, ese deporte que me ha hecho ser feliz en momentos complicados, durante veranos muy solitarios en los que gracias a las victorias de la selección española de fútbol me olvidaba de todo y se me ponía un nudo en la garganta y los pelos de punta al ver a Casillas, ese jugador humillado por un ser sin corazón, sin estilo y sin nivel para dirigir el club más laureado del siglo XX como Florentino Pérez, levantar las copas de Europa y del Mundo. También me emocionó ver al Madrid ganar su décima copa de Europa en Lisboa ante el Atlético de Madrid, después de que Ramos empatara el partido en el minuto 93 del tiempo de juego y tras la prórroga en la que se supone que se dejó en su sitio a los ilusos colchoneros.

Pero todo eso, visto desde el presente, mientras escribo estas líneas, lo único que me produce es una profunda pena de mí mismo, casi asco por haberme dejado llevar durante tantos años por los efluvios destructores de neuronas del fútbol y todo lo que lo rodea. Si ahora tienes algo bueno para mí partidos como el Madrid-Barça de ayer es que vacían museos de la gente que va para hacerse la culta, despejan calles de conductores parásitos que se quedan en sus casas para ver o escuchar el partido y permiten que gente como yo demos una vuelta tranquilamente por las calles de Madrid sin aglomeraciones innecesarias. ¡Qué bien se vive sin el fútbol! Es una sensación genial. Hasta creo que he vuelto a producir neuronas después de tantos años pendiente del que creía mi equipo y de sus vergonzosas victorias o humillantes derrotas. Por eso a todos aquellos que se desviven por su equipo de fútbol y lo consideran su vida les digo que no saben lo bien que se vive y se disfruta de la vida sin el fútbol.

Caronte.

martes, 17 de noviembre de 2015

El Vals del Emperador (XLIV)

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(Viene lógicamente de la entrada anterior)

– Una burbuja mucho más dañina que en la que dices que tus padres te metieron. Una burbuja zafia, asquerosa, inhumana y cruel. Una burbuja que en el fondo representa un mundo mucho más amplio del que te puedas imaginar, poblado por hombres, y supongo que también mujeres, que no saben lo que es un sentimiento puro y que juegan con ellos haciendo que luego esos sentimientos no tengan valor. – Dijo Anna en cierto modo cabreada y algo indignada por lo que acababa de decirla él, pero sabiendo también que el hombre con el que estaba en Viena no era ni de lejos el espectro del pasado que estaba describiendo. – Te equivocaste eligiendo esa máscara. La soledad solo desaparece estando a gusto con uno mismo.
– Tienes toda la razón del mundo Anna. Pero nunca lo he visto así. Siempre, estuviera donde estuviese, convivía con otras personas que hablaban de su vida en común con otras personas, con sus seres queridos que hacían de su vida algo con sentido.
– Eso es un error. Nadie salvo uno mismo puede encontrar sentido a la vida. – Añadió Anna con rotundidad.
– Hace muchos años en el Retiro hubo una persona a la que quise mucho que me dijo esas mismas palabras. – Reconoció él sintiendo como si volviera muchos años atrás, recordando con tristeza y melancolía esas palabras que Anna había dicho pero que no eran nuevas en sus oídos.
– Quien te lo dijera te quería. – Apuntó Anna de nuevo.
– Quien lo dijo es ahora un fantasma del pasado. – Habló él intentando ocultar la melancolía de su voz con frialdad.
– Puede, pero sus palabras estaban cargadas de razón.
– Ahora me doy cuenta de eso Anna.
– Nunca es tarde para reconocer y dar valor a las cosas aunque provengan del pasado, de esos fantasmas que dices. Fantasmas que un día tuvieron cuerpo, cara y nombre. – Dijo Anna parando un segundo de andar para girarse hacia él para darle un beso. – Pero sigues sin decirme que es lo que esta noche te ha impedido dormir con normalidad, si como creo, ya no eres ese hombre con máscara y dejaste atrás ya esa burbuja de mezquindad. – Volvió a decir tras el beso y poniéndose en marcha de nuevo.
– Esta noche supongo que ha sido por ti Anna. – Dijo por fin él no queriendo seguir rehusando la pregunta de ella.
– ¿Por mí? – Dijo ella sorprendida.
– Sí. Porque no quiero perderte. No quiero que estos días acaben nunca.
– Pues no tenía pensado quedarme en Viena toda mi vida. Me gusta Madrid. – Dijo Anna intentando distraer la atención, pero sabiendo muy bien a lo que él se estaba refiriendo.
– Ya sabes a qué me refiero Anna. No estoy hablando de estos días en Viena, sino a estos días en general, tú y yo haciendo una vida de verdadera pareja, viviendo juntos, amaneciendo en la misma cama día tras día y dándonos las buenas noches siempre. No quiero perder eso que aquí en Viena estamos viviendo. – Confesó él mostrando la mayor franqueza y sinceridad en la voz que nunca había mostrado.
– No tienes que temer por el futuro, ni siquiera deberías planteártelo. Vive el presente, nada más. Lo que venga vendrá y ya se afrontará.
– Siempre hablas en forma impersonal. Siempre hablas de vivir simplemente el presente. Pero sabes una cosa: alguien como yo que siempre ha vivido un presente de mierda, cuando ve que eso ha cambiado y que ha encontrado a alguien a quien amar y querer, alguien con quien compartir una vida no puede pensar simplemente en el presente por muy bueno que este sea. Anna sabes que te quiero, pero nunca he oído de tus labios lo mismo. No te voy a pedir que lo digas porque me lo demuestras en muchos aspectos. Pero no quiero que esto termine. No quiero volver a cómo era antes, y mucho menos a cómo estaba antes.
– ¿Por esto no dormiste bien anoche?
– Sí. Estuve toda la noche dando vueltas a la primera vez que nos acostamos juntos. Muchas imágenes se me pasaban por la cabeza. Estando contigo soy feliz Anna. Nunca antes me había sentido así. Mientras pienso en ti no pienso en otra cosa y solo me centro en el presente contigo, ni miro al pasado, ni me preocupo por el futuro.
>> Anoche no podía pensar en otra cosa. Te miraba tumbada en la cama durmiendo plácidamente y pensaba que esa era la imagen que querría ver siempre a mi lado en las noches de insomnio. Pero mi cabeza me traiciona, me es infiel y me hace pensar también que quizá eso no se dé nunca más  y si eso es así, volvería a mi pasado, a la soledad de las noches eternas en las que la única compañía que tengo es la de los libros y las historias que encierran en sus páginas. O también a noches en las que acabaría con alguna chica en su casa o en la mía haciendo el amor sin amor, sólo para aplacar el deseo de dos cuerpos que se dejan ir sin una conciencia, sin una razón que los guiara.
– No debes pensar así. – Volvió a decir Anna mirándole y viendo en sus ojos una especie de desesperación y agonía que también se traspasaba al tono de su voz. – Si te digo que no pienses en el futuro es porque no existe. Solo podemos estar seguros de vivir el presente, y es en el presente donde tenemos que pensar. El futuro vendrá o no, pero el presente es lo que nos pasa a cada instante de vida, con cada inspiración de aire hacia nuestros pulmones.
>> Estamos en Viena juntos. Me lo estoy pasando muy bien, estoy muy a gusto contigo en esta maravillosa ciudad, me estoy divirtiendo. Y supongo que tú también estas disfrutando. Aunque te estás perdiendo mucho pensando todo el tiempo en un pasado, el tuyo, que ya no tienen vuelta atrás y que no puedes cambiar, y en un futuro que no puedes saber cómo será y solo puedes imaginarlo deformándolo hasta que te haga sentir ansiedad y miedo por perder el presente, que por desgracia no estás aprovechando del todo.
– Yo también estoy disfrutando Anna. Lo que pasa es.... – Empezó a decir él cuando Anna le volvió a interrumpir.
– Lo que pasa es nada. Mírame. – Le dijo Anna de manera impetuosa, como una madre dice a su hijo que deje de hacer una cosa y éste asustado por el tono de autoridad de la voz de su madre deja de manera inmediata aquello que estaba haciendo para prestar atención a lo que su madre le está diciendo, haciendo también que se parara en medio de la calle. – No pasa nada más. Si estás disfrutando, estás disfrutando. Acabamos de ver el Palacio de Belvedere. Llevamos más de cuarenta minutos caminando por Viena juntos, cogidos del brazo, bajo este cielo de plomo. Y nada más. Disfruta eso, ¡joder!
– Es la primera vez que te escucho decir un taco y ponerte ser tan contundente. – Dijo él asombrado por la contundencia de su discurso.
– Ya. Se me ha escapado. Lo siento. Pero es que si no me ponía así, parece que no haces caso. – Insistió ella dándose cuenta de que su contundencia había surtido efecto en él.
– Me gusta ese lado duro que has sacado. – Sonrió él de manera algo velada pero clara.
– Créeme que no. – Contestó ella sonriendo a su vez y volviendo a mirarle a los ojos con pasión y profundidad.

Ahí acabó la conversación que se había alargado desde que salieron por las verjas del Palacio de Belvedere, y toda la calle del Príncipe Eugenio abajo hasta alcanzar de nuevo, y tras haber cruzado la misma plaza con la estatua ecuestre en el centro y en la que además se encontraba el Instituto Cervantes con su bandera española ondeando al viento gélido de Viena desde su mástil en una de las ventanas de unos de los edificios que circunda la plaza que habían cruzado esa misma mañana camino del Palacio a bordo de un taxi.

Se habían recorrido sin casi darse cuenta varios kilómetros y ahora estaban de nuevo en el Ring de Viena, bajo una cúpula de ramas desnudas de árboles que dejaban a duras penas ver el gris plata del cielo de ese último día del año. Él como queriendo comprobar que el tiempo había pasado de manera normal miró su reloj y se dio cuenta de que ya eran más de la una de la tarde. Una de las peculiaridades de los días que amanecen cubiertos por una sábana uniforme de nubes es que nunca se sabe qué hora es. La luminosidad es uniforme sin variaciones salvo cuando las nubes se encabritan, se enfadas y molestan y aumentan su grosor para descargar sobre la ciudad o el campo una lluvia traicionera que riega por igual calles, campos y personas. El cielo cubierto de Viena había evitado que el sol proyectara sobre la ciudad las sombras de los edificios y por tanto evitado que las personas observadoras pudieran adivinar la hora mirando esas sombras sobre el suelo.

La ciudad seguía bullendo de actividad. El fin de año se nota en todo el mundo, da igual que las gentes de un país sean más extrovertidas y de sangre caliente, o más tranquilas, calladas o tranquilas. El último día del año es igual en todos los rincones del globo: carreras de última hora para comprar tal o cual alimento que se ha olvidado, o tal o cual adorno para la mesa de gala que en muchas casas para aparentar la distinción que no se tiene durante el resto de cenas del año delante de los invitados de tan señalada cena; nervios ante las fiestas en hoteles, locales de moda, discotecas o hangares perdidos en medio de un polígono industrial perdido de la mano de la providencia donde un empresario corrupto meterá a más gente que la que permite el aforo para ganar más dinero del que haría en una noche normal timando a gente de todas las edades, sobre todo a personas que ya no son jóvenes y van camino de la edad más que adulta, pero que para intentar disimularlo y engañarse a sí mismos van a este tipo de fiestas, que con tal de divertirse una noche al año como no hace durante el resto de noches irían hasta el fin del mundo si cabe y tomarían hasta orina de orangután como si fuera whisky gran reserva.

Viena no era una excepción a esta locura de fin de año. Por el Ring, mientras ellos caminaban hacia no sabían muy bien dónde, pasaban coches a toda velocidad que esquivaban a los tranquilos tranvías y a los apacibles ciclistas que ignorando de manera intencionada o no qué día del año era iban por la calzada como si nada ocurriera a su alrededor, arriesgando la vida ante esos alocados conductores imprudentes por partida doble. Anna comentó que quizá ya iba siendo hora de buscar algún sitio para comer, a lo que él asintió pensativo mientras en su cabeza intentaba recordar y buscar en esa memoria tan prodigiosa como peligrosa por todos los recuerdos que guarda, algún sitio sobre el que recordara haber leído algo así como que se comía bien o se estaba a gusto o que estuviera de moda en Viena para comer en pareja en ocasiones especiales y que no estuviera demasiado lejos de donde ellos ahora mismo se encontraban.

– Hay un café que también sirve comidas a la hora del almuerzo que se supone que está muy de moda últimamente en Viena. Si quieres podemos ir hacia él. – Comentó él tras haber dado con un artículo en su mente que había leído en El País una tarde lluviosa de Madrid sentado a la mesa de otro café también muy frecuentado pero no de moda en una plaza de la Latina.
– Si no está demasiado lejos, me parece bien. He de confesar que estoy algo cansada de la caminata y tengo también algo de hambre que desde desayunamos ya han pasado unas cuantas horas y el desayuno ya estará en los tobillos. – Dijo Anna.
– Creo recordar que estaba en el propio Ring, pero hacia el canal del Danubio. – Comentó él algo dudoso.
– Por mí perfecto. Ya sabes que yo estoy en Viena como una primeriza y me dejo guiar por tu instinto. – Dijo ella usando al final un tono algo irónico destinado a hacerle sonreír y que la replicara de igual manera.
– Mi instinto no siempre es acertado, puede que te lleve a un lugar de mala muerte creyendo que es un buen sitio. Te fías demasiado de mí. – Replicó él como Anna había querido, con ironía y sarcasmo.
– Es cierto. No sé yo si debería dejarme llevar por ti a fe ciega. – Volvió a decir ella mirándole y sonriéndole.


Caronte.

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