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Si la zona de
Judenplatz con sus edificios de fachadas barrocas pero sobrias era tranquila,
esta zona de Viena en la que Anna y él se estaban internando camino del
restaurante donde presumiblemente cenarían no se quedaba a la zaga, aunque para
no faltar a la verdad sí tenía algo más de vida y se veía más gente por las
calles, si bien es cierto también que poca, muy bien abrigada y con mucha
prisa. Para él también esta era una zona que le traía a la memoria muy buenos recuerdos, sobre todo por una librería
que había en una pequeña y estrecha calle de adoquines llamada Shakespeare
& Company, copia a imagen y semejanza de la librería homónima que tiene su
sede en París. La librería tal y como él la recordaba estaba compuesta por
apenas dos espacios ligeramente diferenciados, dos salas conexas a través de
una puerta sin puerta, y en las que se amontonaban cientos y cientos de libros
en inglés tanto nuevos como de segunda y tercera mano. Todavía recuerda algunas
veces cuando entra en librerías de ese estilo por todo el mundo esta vieja
librería vienesa, así como otra que hay en Madrid y por la que siente un apego
especial casi obsesivo que le hace acabar dentro de ella cada vez que sale a
dar una vuelta por el centro de la capital española.
Pero no iban a la
librería. Quizá habría otro momento durante el viaje, aunque tenía muchas dudas
de que fuera así. Ahora lo que tocaba era cenar. Y para ello había decidido
elegir un restaurante muy famoso en Viena, y en ciertos círculos literarios
también, por formar parte de la trama de uno de los libros más famosos de uno
de los grandes maestros del thriller de espionaje. El restaurante en cuestión
se hallaba en el extremo de un edificio que daba a la confluencia de varias
calles que formaban casi sin quererlo una plaza, que no era plaza ni nada por
el estilo. Desde la calle se podía ver el interior del local iluminado por una
luz tenue propia de los restaurantes íntimos, quizá algo más lujosos de lo
habitual y más propios de zonas aristocráticas que de una zona como en la que
estaban. Justo en frente de la puerta del restaurante había una iglesia. Él le
dijo a Anna que esa iglesia robusta, rocosa, antiquísima, era eso mismamente:
la más antigua de toda Viena, y quizá la construcción más antigua que quedaba
en pie en la ciudad imperial. Anna notó que más que iglesia era una roca
plantada allí en medio de edificios que poco o nada tenían que ver con el
estilo de la propia construcción religiosa. Y es cierto esa iglesia era
compacta, apenas tenía ventanales por donde penetrara la luz y toda la fachada,
incluido el campanario, era de dura roca.
Entraron al
restaurante y delante del atril de espera donde se supone que el jefe del
servicio les tomaría nota y les acompañaría a la mesa que tuvieran libre o que
ellos mismo escogieran. No tenían reserva y era grande la fama del restaurante.
Apenas se habían terminado de quitar él el sombrero ruso y los guantes, ella la
bufanda y también los guantes; y antes de que les hubiera dando tiempo a
empezar a desabrocharse los cálidos abrigos que les habían protegido del
inclemente frío de Viena, se les acercó un señor, ya mayor, aunque todavía en
edad de trabajar, que les preguntó en alemán si eran sólo dos para cenar, a lo
que él respondió que sí. Tras consultar brevemente la agenda del restaurante
que descansaba sobre el atril abierta por la última página llena de anotaciones
y reservas, les comunicó que tenían un par de mesas libres, una junto a una
ventana con vistas a la iglesia que acababan de contemplar desde la calle, y
otra en medio del propio restaurante rodeada por todos sus costados por otras
mesas ya llenas de comensales que disfrutaban de su merecida, o no, cena.
Anna optó porque
eligieran la mesa junto a la ventana, ya que sería más tranquila para pasar una
velada charlando y disfrutando el uno del otro. Él, aunque había dejado la
decisión en manos de Anna, también prefería la mesa con vistas a la calle, pero
no porque fuera más tranquila o porque tuviera vistas, sino simplemente porque
no le apetecía que nadie pudiera escuchar lo que tuvieran que decirse durante
la cena, aunque poca gente en el restaurante hablaría español de manera que
pudieran comprender el sentido de ninguna frase. Terminaron de quitarse los
abrigos al calor del interior del restaurante. Dejaron las cosas al cuidado del
jefe de sala quien ordenó a uno de los camareros que las llevara al
guardarropa. Se sentaron en su mesa, cuadrada, con un pequeño detalle floral en
su centro y también un porta-velas en el que un camarero puso una vela blanca y
la encendió con rapidez y agilidad.
Una vez sentados
el jefe de sala les presentó al camarero que les atendería durante la cena y se
pudo a su disposición para cualquier cosa, duda, pregunta, sugerencia o
problema que pudieran tener durante la velada. El camarero les tendió las
cartas y les recomendó un vino para acompañar lo que pidieran. Como Anna no
sabía demasiado de vinos, solo si estaban bueno o no, si eran peleones o de
buena añada, o si era garrafón de primer orden, fue él quien de entre todos los
vinos que el camarero ofreció eligió uno procedente de la Baja Austria, una
región famosa por sus viñedos aunque ni de cerca semejantes en calidad, quizá
sí en belleza natural, a los que invaden miles de hectáreas en España. El
camarero se marchó a por el vino mientras que ellos se quedaban en la mesa
mirando la carta y decidiendo qué iban a pedir para cenar.
– Parece que me
has traído a un restaurante de postín. – Dijo Anna mientras echaba un primer
vistazo a la carta.
– Bueno, la verdad
es que es uno de los más solicitados de toda Viena. Ya has podido comprobar que
pese a la temporada en que estamos está lleno, sólo falta una mesa por llenar,
y muy probablemente se terminará por formar algo de cola en la entrada. – La
contestó él ojeando también la carta aunque sabiendo más que ella qué estaba
buscando.
– ¿Y aquí qué se
come? ¿Qué me recomiendas que pida para cenar? – Quiso saber Anna.
– Bueno eso depende
de si quieres carne o pescado.
– Hombre pescado
no es que haya mucho donde elegir. – Notó Anna.
– Cierto. –
Respondió él pillado algo desprevenido. – Pero es algo normal teniendo en
cuenta que Austria no es un país de pescadores. Sí hay pescados de río y te
aseguro que están bastante buenos. Además pese a no tener tradición pescadera
saben preparar el pescado de tal manera que lo hacen muy sabroso y apetecible.
– La trucha que
pone aquí no tiene mala pinta. Y si no me equivoco es esa que se están comiendo
esa pareja de ancianos de la mesa de tu derecha. – Dijo Anna a la vez que muy
disimuladamente movía la cabeza y su mirada hacia la mesa en cuestión.
– Sí tiene buena
pinta. De todas maneras si no sabes qué pedir le podemos pedir consejo al
camarero a la que viene para servirnos el vino. – Comentó él después de haber
mirado también, aunque de manera mucho menos sutil y disimulada, la mesa en la
que los dos ancianos daban debida cuenta cada uno de una trucha de buen tamaño
y mejor pinta.
– Sí. Ahora cuando
venga el camarero le voy a preguntar porque la verdad es que todo lo que estoy
leyendo en la carta tiene muy buena pinta. ¿Tú sabes ya qué vas a pedir?
– Sí. Guiso de
venado al estilo de Linz.
– ¡Qué claro lo
tienes! – Se sonrió Anna.
– No. Es que sabía
que aquí lo tenían. Ya lo probé hace muchos años en la propia Linz y antes de
venir a Viena y por si acaso terminábamos alguno de los días cenando aquí lo
miré en la web. – También se sonrió él mirándola a los ojos achinados por la
sonrisa en la cara de ella.
– Mira ya vuelve
el camarero. Le voy a pedir que me recomiende algo.
Volvió el camarero
a la mesa con la botella de vino en una mano y el sacacorchos en la otra.
Mientras descorchaba la botella delante de ellos Anna le preguntó en un más que
perfecto inglés qué plato recomendaría a una persona que nunca había comido
nada típicamente austriaco o vienés salvo el snitzel. El camarero, mientras
terminaba de descorchar la botella y servirle a él un poco en la copa de prueba
para que degustase el vino y lo aceptara o rechazara según su parecer, que no
es que fuera de enólogo profesional, ni tan siquiera de gran aficionado al vino
que sólo empezó a beber de manera más habitual hacía tan solo unos pocos años,
le recomendó a Anna tres platos: un pescado, en concreto la trucha en la que ya
se había fijado en la carta, y dos carnes, un guillo de gallina a las finas
hierbas y un estofado de ternera del Tirol, especialidad de la casa y plato muy
típico de Innsbruck. Al final Anna se decidió por la trucha. Para sí mismo él
pensó que no la hubiera hecho falta preguntar a nadie qué cenar que desde que
vio el plato de pescado iba a pedirlo; la mente humana es dicha a muy pocas
sorpresas y aún a menos novedades; desde que Anna vio cómo era el plato de
pescado en la mesa de al lado, con sus verduras y patatas al horno, tenía
tomada la decisión y por muchas loas que el camarero hubiera dado a cualquier
otro plato, aún sin haber recomendado la trucha, Anna hubiera pedido lo mismo
que acabó pidiendo.
– Sabía que te
ibas a pedir la trucha Anna. – Dijo él expresando en voz alta lo que acababa de
pensar.
– ¿También eres
ahora vidente? – Repuso Anna entre divertida y asombrada de la afirmación de
él.
– Adivino no. Pero
observador sí. Y es que desde que has visto cómo es el plato de trucha sabía
que lo ibas a pedir. Eres más de pescado que de carne, y más aún por las
noches. Prácticamente siempre que hemos ido a cenar has terminado pidiéndote un
plato de pescado, o una ensalada. Pocas veces te he visto pedir un buen plato
de carne como el que yo me voy a cenar. – Le explicó él, al mismo tiempo que se
daba cuenta de que ella aceptaba haber sido pillada.
– ¿Tanto se me ha
notado?
– Sí. Pero no te
preocupes, que yo a veces también he hecho lo mismo en otros restaurantes. –
Terminó por sonreír él.
– Muy observador
eres tú. Voy a tener que cuidarme más de los gestos que hago no vaya a ser que
me traicione alguno de ellos. – Dijo ella medio en broma medio en serio, como
más le gustaba a ella hablar, y le cogió la mano para acariciársela por encima
de la mesa. – ¿De dónde te viene esa faceta?
– Buena pregunta
es esa. Pues supongo que de hace mucho tiempo. Cuando era un chaval, qué
tendría yo dieciséis o diecisiete años, me leí todos los libros y aventuras de
Sherlock Holmes y me parecieron brillantes. Cómo resolvía siempre los casos con
la mera observación de la realidad, esa realidad que todo el que leía los
libros también podía imaginarse pero que pasaba desapercibida. Supongo que fue
entonces cuando decidí poner más atención a todo lo que se dice y lo que no, lo
que se hace y lo que se deja de hacer pero pasa por la cabeza hacer. – Contestó
él cogiéndola de la mano y al terminar besándosela.
– ¿Te gustan las
novelas de detectives?
– Más que las
novelas de detectives lo que me ha gustado siempre, o mejor dicho desde que leí
las aventuras de Holmes y Watson, son las novelas negras, con o sin asesinatos,
pero siempre con un punto de trhiller policiaco o de espionaje. Ésas sí que me
gustan.
– Pues no te pegan
nada. – Dijo Anna sonriendo.
– ¿Y eso por qué?
¿Qué me pega más según tú? – Dijo él asombrado y divertido, expectante por
escucharla.
– No sé. Siempre
he tenido la impresión de que la novela negra es para gente muy joven, y si no
tan joven, sí algo solitaria y con un punto de desequilibrio mental. – Dijo
Anna con total sinceridad mirándole a los ojos e intentando que sus palabras,
aunque verdaderas, no le hirieran.
– Está bien eso
que acabas de decir. – Replicó él esbozando una buena sonrisa, casi riéndose. –
Hombre solitario siempre he dio un poco. La lectura ha sido durante muchos años
en mi juventud una manera de escapar de la realidad y la novela negra permite
esta escapada mejor que ningún otro género te lo aseguro. ¿Pero lo de
desequilibrado? Nunca lo había pensado y es posible que tengas algo de razón.
– No lo decía para
ofenderte, no creo que sea tu caso. – Añadió Anna como intentando enmendar el
lío que sin querer podría haber creado. – Pero asocio la novela negra con
crímenes atroces, mucha sangre, mujeres violadas, cuerpos desmembrados, cosas
así.
En este punto de
la conversación volvió el camarero para llevarles los platos de la cena. Con
mucho cuidado dejó cada plato delante de su correspondiente comensal: la trucha
delante de Anna y el guiso de venado delante de él. Dejó también al lado del
plato de pescado una salsera cuyo contenido se les antojó a ambos delicioso por
el aroma que desprendía, así como un cesto con varios pedazos de un pan que
bien podría haber pasado por francés. De hecho en varios momentos de la cena
tanto Anna como él comentaron el aire francés que tenía el restaurante en su
conjunto. Porque por la ventana se veía la iglesia de piedra robusta que les
hacía notar que estaban en la capital imperial de Austria, en Viena, que si no
bien podrían estar en alguno de los barrios de mora de la capital de la luz, ya
fuera el barrio latino o Montmatre. Y es que era cierto, el restaurante en el
que estaban fue fundado en su día por un vienés que se enamoró profundamente de
la gastronomía francesa y de su manera de hacer las cosas en relación a la
comida, y decidió abrir en Viena un restaurante que ofreciendo únicamente
comida austríaca tuviera un aire de restaurante parisino tanto en forma de
cocinar como en ambiente, de ahí las amplias cristaleras que daban a la calle,
las mesas cuadradas con pequeños detalles florales y las velas para por la
noche, los habitáculos que en una parte del salón principal del restaurante
dividía el espacio dando un aire más íntimo sin llegar a la privacidad absoluta,
la luz tibia de las lámparas de cristal y los espejos que en las paredes
interiores hacía creer que el restaurante era mayor en dimensiones de lo que en
realidad era.
Caronte.
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