domingo, 28 de junio de 2015

El Vals del Emperador (XXV)

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Si la zona de Judenplatz con sus edificios de fachadas barrocas pero sobrias era tranquila, esta zona de Viena en la que Anna y él se estaban internando camino del restaurante donde presumiblemente cenarían no se quedaba a la zaga, aunque para no faltar a la verdad sí tenía algo más de vida y se veía más gente por las calles, si bien es cierto también que poca, muy bien abrigada y con mucha prisa. Para él también esta era una zona que le traía a la memoria muy  buenos recuerdos, sobre todo por una librería que había en una pequeña y estrecha calle de adoquines llamada Shakespeare & Company, copia a imagen y semejanza de la librería homónima que tiene su sede en París. La librería tal y como él la recordaba estaba compuesta por apenas dos espacios ligeramente diferenciados, dos salas conexas a través de una puerta sin puerta, y en las que se amontonaban cientos y cientos de libros en inglés tanto nuevos como de segunda y tercera mano. Todavía recuerda algunas veces cuando entra en librerías de ese estilo por todo el mundo esta vieja librería vienesa, así como otra que hay en Madrid y por la que siente un apego especial casi obsesivo que le hace acabar dentro de ella cada vez que sale a dar una vuelta por el centro de la capital española.

Pero no iban a la librería. Quizá habría otro momento durante el viaje, aunque tenía muchas dudas de que fuera así. Ahora lo que tocaba era cenar. Y para ello había decidido elegir un restaurante muy famoso en Viena, y en ciertos círculos literarios también, por formar parte de la trama de uno de los libros más famosos de uno de los grandes maestros del thriller de espionaje. El restaurante en cuestión se hallaba en el extremo de un edificio que daba a la confluencia de varias calles que formaban casi sin quererlo una plaza, que no era plaza ni nada por el estilo. Desde la calle se podía ver el interior del local iluminado por una luz tenue propia de los restaurantes íntimos, quizá algo más lujosos de lo habitual y más propios de zonas aristocráticas que de una zona como en la que estaban. Justo en frente de la puerta del restaurante había una iglesia. Él le dijo a Anna que esa iglesia robusta, rocosa, antiquísima, era eso mismamente: la más antigua de toda Viena, y quizá la construcción más antigua que quedaba en pie en la ciudad imperial. Anna notó que más que iglesia era una roca plantada allí en medio de edificios que poco o nada tenían que ver con el estilo de la propia construcción religiosa. Y es cierto esa iglesia era compacta, apenas tenía ventanales por donde penetrara la luz y toda la fachada, incluido el campanario, era de dura roca.

Entraron al restaurante y delante del atril de espera donde se supone que el jefe del servicio les tomaría nota y les acompañaría a la mesa que tuvieran libre o que ellos mismo escogieran. No tenían reserva y era grande la fama del restaurante. Apenas se habían terminado de quitar él el sombrero ruso y los guantes, ella la bufanda y también los guantes; y antes de que les hubiera dando tiempo a empezar a desabrocharse los cálidos abrigos que les habían protegido del inclemente frío de Viena, se les acercó un señor, ya mayor, aunque todavía en edad de trabajar, que les preguntó en alemán si eran sólo dos para cenar, a lo que él respondió que sí. Tras consultar brevemente la agenda del restaurante que descansaba sobre el atril abierta por la última página llena de anotaciones y reservas, les comunicó que tenían un par de mesas libres, una junto a una ventana con vistas a la iglesia que acababan de contemplar desde la calle, y otra en medio del propio restaurante rodeada por todos sus costados por otras mesas ya llenas de comensales que disfrutaban de su merecida, o no, cena.

Anna optó porque eligieran la mesa junto a la ventana, ya que sería más tranquila para pasar una velada charlando y disfrutando el uno del otro. Él, aunque había dejado la decisión en manos de Anna, también prefería la mesa con vistas a la calle, pero no porque fuera más tranquila o porque tuviera vistas, sino simplemente porque no le apetecía que nadie pudiera escuchar lo que tuvieran que decirse durante la cena, aunque poca gente en el restaurante hablaría español de manera que pudieran comprender el sentido de ninguna frase. Terminaron de quitarse los abrigos al calor del interior del restaurante. Dejaron las cosas al cuidado del jefe de sala quien ordenó a uno de los camareros que las llevara al guardarropa. Se sentaron en su mesa, cuadrada, con un pequeño detalle floral en su centro y también un porta-velas en el que un camarero puso una vela blanca y la encendió con rapidez y agilidad.

Una vez sentados el jefe de sala les presentó al camarero que les atendería durante la cena y se pudo a su disposición para cualquier cosa, duda, pregunta, sugerencia o problema que pudieran tener durante la velada. El camarero les tendió las cartas y les recomendó un vino para acompañar lo que pidieran. Como Anna no sabía demasiado de vinos, solo si estaban bueno o no, si eran peleones o de buena añada, o si era garrafón de primer orden, fue él quien de entre todos los vinos que el camarero ofreció eligió uno procedente de la Baja Austria, una región famosa por sus viñedos aunque ni de cerca semejantes en calidad, quizá sí en belleza natural, a los que invaden miles de hectáreas en España. El camarero se marchó a por el vino mientras que ellos se quedaban en la mesa mirando la carta y decidiendo qué iban a pedir para cenar.

– Parece que me has traído a un restaurante de postín. – Dijo Anna mientras echaba un primer vistazo a la carta.
– Bueno, la verdad es que es uno de los más solicitados de toda Viena. Ya has podido comprobar que pese a la temporada en que estamos está lleno, sólo falta una mesa por llenar, y muy probablemente se terminará por formar algo de cola en la entrada. – La contestó él ojeando también la carta aunque sabiendo más que ella qué estaba buscando.
– ¿Y aquí qué se come? ¿Qué me recomiendas que pida para cenar? – Quiso saber Anna.
– Bueno eso depende de si quieres carne o pescado.
– Hombre pescado no es que haya mucho donde elegir. – Notó Anna.
– Cierto. – Respondió él pillado algo desprevenido. – Pero es algo normal teniendo en cuenta que Austria no es un país de pescadores. Sí hay pescados de río y te aseguro que están bastante buenos. Además pese a no tener tradición pescadera saben preparar el pescado de tal manera que lo hacen muy sabroso y apetecible.
– La trucha que pone aquí no tiene mala pinta. Y si no me equivoco es esa que se están comiendo esa pareja de ancianos de la mesa de tu derecha. – Dijo Anna a la vez que muy disimuladamente movía la cabeza y su mirada hacia la mesa en cuestión.
– Sí tiene buena pinta. De todas maneras si no sabes qué pedir le podemos pedir consejo al camarero a la que viene para servirnos el vino. – Comentó él después de haber mirado también, aunque de manera mucho menos sutil y disimulada, la mesa en la que los dos ancianos daban debida cuenta cada uno de una trucha de buen tamaño y mejor pinta.
– Sí. Ahora cuando venga el camarero le voy a preguntar porque la verdad es que todo lo que estoy leyendo en la carta tiene muy buena pinta. ¿Tú sabes ya qué vas a pedir?
– Sí. Guiso de venado al estilo de Linz.
– ¡Qué claro lo tienes! – Se sonrió Anna.
– No. Es que sabía que aquí lo tenían. Ya lo probé hace muchos años en la propia Linz y antes de venir a Viena y por si acaso terminábamos alguno de los días cenando aquí lo miré en la web. – También se sonrió él mirándola a los ojos achinados por la sonrisa en la cara de ella.
– Mira ya vuelve el camarero. Le voy a pedir que me recomiende algo.

Volvió el camarero a la mesa con la botella de vino en una mano y el sacacorchos en la otra. Mientras descorchaba la botella delante de ellos Anna le preguntó en un más que perfecto inglés qué plato recomendaría a una persona que nunca había comido nada típicamente austriaco o vienés salvo el snitzel. El camarero, mientras terminaba de descorchar la botella y servirle a él un poco en la copa de prueba para que degustase el vino y lo aceptara o rechazara según su parecer, que no es que fuera de enólogo profesional, ni tan siquiera de gran aficionado al vino que sólo empezó a beber de manera más habitual hacía tan solo unos pocos años, le recomendó a Anna tres platos: un pescado, en concreto la trucha en la que ya se había fijado en la carta, y dos carnes, un guillo de gallina a las finas hierbas y un estofado de ternera del Tirol, especialidad de la casa y plato muy típico de Innsbruck. Al final Anna se decidió por la trucha. Para sí mismo él pensó que no la hubiera hecho falta preguntar a nadie qué cenar que desde que vio el plato de pescado iba a pedirlo; la mente humana es dicha a muy pocas sorpresas y aún a menos novedades; desde que Anna vio cómo era el plato de pescado en la mesa de al lado, con sus verduras y patatas al horno, tenía tomada la decisión y por muchas loas que el camarero hubiera dado a cualquier otro plato, aún sin haber recomendado la trucha, Anna hubiera pedido lo mismo que acabó pidiendo.

– Sabía que te ibas a pedir la trucha Anna. – Dijo él expresando en voz alta lo que acababa de pensar.
– ¿También eres ahora vidente? – Repuso Anna entre divertida y asombrada de la afirmación de él.
– Adivino no. Pero observador sí. Y es que desde que has visto cómo es el plato de trucha sabía que lo ibas a pedir. Eres más de pescado que de carne, y más aún por las noches. Prácticamente siempre que hemos ido a cenar has terminado pidiéndote un plato de pescado, o una ensalada. Pocas veces te he visto pedir un buen plato de carne como el que yo me voy a cenar. – Le explicó él, al mismo tiempo que se daba cuenta de que ella aceptaba haber sido pillada.
– ¿Tanto se me ha notado?
– Sí. Pero no te preocupes, que yo a veces también he hecho lo mismo en otros restaurantes. – Terminó por sonreír él.
– Muy observador eres tú. Voy a tener que cuidarme más de los gestos que hago no vaya a ser que me traicione alguno de ellos. – Dijo ella medio en broma medio en serio, como más le gustaba a ella hablar, y le cogió la mano para acariciársela por encima de la mesa. – ¿De dónde te viene esa faceta?
– Buena pregunta es esa. Pues supongo que de hace mucho tiempo. Cuando era un chaval, qué tendría yo dieciséis o diecisiete años, me leí todos los libros y aventuras de Sherlock Holmes y me parecieron brillantes. Cómo resolvía siempre los casos con la mera observación de la realidad, esa realidad que todo el que leía los libros también podía imaginarse pero que pasaba desapercibida. Supongo que fue entonces cuando decidí poner más atención a todo lo que se dice y lo que no, lo que se hace y lo que se deja de hacer pero pasa por la cabeza hacer. – Contestó él cogiéndola de la mano y al terminar besándosela.
– ¿Te gustan las novelas de detectives?
– Más que las novelas de detectives lo que me ha gustado siempre, o mejor dicho desde que leí las aventuras de Holmes y Watson, son las novelas negras, con o sin asesinatos, pero siempre con un punto de trhiller policiaco o de espionaje. Ésas sí que me gustan.
– Pues no te pegan nada. – Dijo Anna sonriendo.
– ¿Y eso por qué? ¿Qué me pega más según tú? – Dijo él asombrado y divertido, expectante por escucharla.
– No sé. Siempre he tenido la impresión de que la novela negra es para gente muy joven, y si no tan joven, sí algo solitaria y con un punto de desequilibrio mental. – Dijo Anna con total sinceridad mirándole a los ojos e intentando que sus palabras, aunque verdaderas, no le hirieran.
– Está bien eso que acabas de decir. – Replicó él esbozando una buena sonrisa, casi riéndose. – Hombre solitario siempre he dio un poco. La lectura ha sido durante muchos años en mi juventud una manera de escapar de la realidad y la novela negra permite esta escapada mejor que ningún otro género te lo aseguro. ¿Pero lo de desequilibrado? Nunca lo había pensado y es posible que tengas algo de razón.
– No lo decía para ofenderte, no creo que sea tu caso. – Añadió Anna como intentando enmendar el lío que sin querer podría haber creado. – Pero asocio la novela negra con crímenes atroces, mucha sangre, mujeres violadas, cuerpos desmembrados, cosas así.

En este punto de la conversación volvió el camarero para llevarles los platos de la cena. Con mucho cuidado dejó cada plato delante de su correspondiente comensal: la trucha delante de Anna y el guiso de venado delante de él. Dejó también al lado del plato de pescado una salsera cuyo contenido se les antojó a ambos delicioso por el aroma que desprendía, así como un cesto con varios pedazos de un pan que bien podría haber pasado por francés. De hecho en varios momentos de la cena tanto Anna como él comentaron el aire francés que tenía el restaurante en su conjunto. Porque por la ventana se veía la iglesia de piedra robusta que les hacía notar que estaban en la capital imperial de Austria, en Viena, que si no bien podrían estar en alguno de los barrios de mora de la capital de la luz, ya fuera el barrio latino o Montmatre. Y es que era cierto, el restaurante en el que estaban fue fundado en su día por un vienés que se enamoró profundamente de la gastronomía francesa y de su manera de hacer las cosas en relación a la comida, y decidió abrir en Viena un restaurante que ofreciendo únicamente comida austríaca tuviera un aire de restaurante parisino tanto en forma de cocinar como en ambiente, de ahí las amplias cristaleras que daban a la calle, las mesas cuadradas con pequeños detalles florales y las velas para por la noche, los habitáculos que en una parte del salón principal del restaurante dividía el espacio dando un aire más íntimo sin llegar a la privacidad absoluta, la luz tibia de las lámparas de cristal y los espejos que en las paredes interiores hacía creer que el restaurante era mayor en dimensiones de lo que en realidad era.

Caronte.

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jueves, 25 de junio de 2015

El Vals del Emperador (XXIV)

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(Continuación del anterior)

Salieron de la plaza del ayuntamiento abriéndose paso a través de la multitud que abarrotaba los puestos de artesanía, dulces, salchichas, adornos de navidad, y la pista de patinaje. Cruzaron de nuevo el Ring  justo en frente del Burgtheater y lo rodearon por la derecha para encaminarse hacia la zona de los edificios gubernamentales, sedes de misterios, embajadas de países extranjeros, residencias oficiales y palacios con fachadas barrocas profusamente decorados. Atravesaron un parque en el que la penumbra reinaba por todos los rincones y conquistaba todos los espacios delimitados por los matorrales decorativos y las jardineras de rosales y flores de temporada. De repente se dieron de bruces, algo que él buscaba para impresionar a Anna, con la inmensa plaza que hay delante del Palacio del Hofburg o Palacio Imperial de Viena.

Dos grandes estatuas ecuestres, una en cada uno de los extremos de ese gran espacio abierto, presiden el lugar, enfrentadas como en posición de carga la una contra la otra en batalla final con más que razonable resultado de muerte. Detrás de ellas, sirviendo de fondo, como si de unas gradas para alojar a un público sediento de sangre que viene a divertirse viendo como dos jinetes se dejan la piel para ser el vencedor de un torneo ficticio e imaginario, el Palacio del Hofburg con su forma semicircular que parece intentar abarcar sin conseguirlo el amplio espacio de la plaza. Anna quedó impresionada con la belleza del conjunto, miraba con fijación y detalle todos y cada uno de los rincones de la plaza a la que todavía llegaban los vagos rumores ya del mercadillo de la plaza del Ayuntamiento. Parecía que no quería perderse ningún detalle de lo que para él era uno de los complejos monumentales más impresionantes de toda Europa. Y no solo impresionantes, ya que desde hacía muchos siglos los edificios del Palacio Imperial y del Hofbgurg guardaban un aura de poder que por muchos siglos que pasaran y por muchas guerras que haya habido seguían desprendiendo esos edificios. Edificios que fueron en su día el centro de un poder inmenso, histórico, sede de uno de los imperios europeos más respetados y temidos, así como poderosos, con una relación muy intensa y estrecha también con España.

Atravesaron la plaza. Se pararon por voluntad de Anna delante de cada una de las dos estatuas ecuestres en posición de victoria: estáticas, eufóricas, de bronce verdoso. Viendo que Anna ya había contemplado todo el complejo desde todos los ángulos posibles, él decidió poner rumbo de nuevo hacia el interior de la ciudad antigua de Viena. Para ello cruzaron un pasadizo que comunicaba la gran plaza del Hofburg con el patio principal del Palacio Imperial Austríaco. El escenario cambio radicalmente. Venían de un gran espacio abierto con césped, árboles y edificios en la distancia que no abarcaban todo el espacio a su alrededor. Ahora sin embargo se encontraban en un patio cerrado, de piso de piedra antigua, con una estatua también en su centro y varias grandes puertas que daban acceso a las diversas dependencias de las distintas alas del palacio, así como dos grandes pasadizos que comunicaban con otros espacios, no menos monumentales que el que contemplaban ahora. Él le dijo a Anna que ese era el patio principal del Palacio Imperial y que en las estancias que lo rodeaban habían vivido los más grandes emperadores del mundo, entre ellos Sisí, y desde las cuáles habían dirigido el destino del Europa y decidido sobre guerras.

Una de las puertas que se abría en ese inmenso patio, la Puerta de los Leones, daba acceso a otro patio, más pequeño que en el que se encontraban. Él le explicó a Anna que a través de esa puerta se llegaba a la zona más protegida del Palacio, ya que allí se guardaban las joyas de la corona imperiales: dos grandes coronas plagadas de piedras y gemas preciosas y totalmente bañadas en oro, así como varios objetos que en su día los diferentes emperadores usaban en día de su coronación. También se guardaba en el Palacio el Collar del Toisón de Oro, la máxima condecoración que la Casa de Habsburgo entregaba a sus amigos y aliados, y que en su día se dividió en dos ramas, la Austríaca y la Española. Anna mostraba atención a todo lo que él la explicaba y escuchaba sin rechistar todas y cada una de las explicaciones que daba. De vez en cuando preguntaba algo sobre algún detalle o señalaba alguna parte de los edificios que componían el complejo palaciego para saber más.

Siguieron el camino despidiéndose de los patios interiores del Palacio Imperial de Viena y volvieron a la ciudad propiamente dicha. Salieron por la entrada principal al palacio, esa que en su día usarían las grandes personalidades para ir a visitar al Emperador en sus salones. El pasadizo era amplio y en su parte central, la zona de recepción de carruajes y bienvenida por parte de los mayordomos de palacio, se elevaba una gran cúpula profusamente adornada bajo la cual se abría un gran espacio al que daban a su vez dos grandes puertas: una daba acceso a la Escuela de Equitación Española, la otra directamente a los despachos de trabajo del Emperador y sus consejeros. Terminaron de atravesar el pasadizo y salieron a una plaza empedrada, ya de vuelta en Viena ciudad. Y es que estar dentro de los muros del Palacio del Hofburg parecía como estar en otro mundo, alejado de la vida real de la gente, en una burbuja distante e inaccesible. La plaza también mostraba esa especie de distancia entre familia imperial y el resto de los mortales, ya que en un lado estaba la poderosa fachada curva del Palacio Imperial, coronada por tres cúpulas de tonos verdosos y de una blancura que con la noche parecía nacarada, y del otro lado estaba la ciudad con sus edificios que parecían rendir pleitesía al palacio y tener miedo de acercarse por no parecer osados.

Ahora ya era él quien volvía a llevar las riendas del paseo y condujo sus pasos hacia la calle Kohlmarket, o calle del mercado del carbón, que les conduciría a la plaza del Graben la más famosa de todas las plazas de la capital austríaca, punto de encuentro de familias, parejas, grupos de amigos y turistas, plagada de historia y animación gracias a los múltiples restaurantes y bares que la circundan. Por Kohlmarket Anna se quedaba admirando la belleza de las fachadas y las tiendas de lujo que ocupan los bajos de los edificios, sus escaparates y objetos expuestos en los mismos. Muchas de esas tiendas ya estaban cerrando, incluso aquellas que por turismo quizá deberían permanecer más tiempo abiertas. La verdad es que el frío hacía que no hubiera mucha gente por la calle a esa hora, aunque tampoco era tan tarde a ojos de unos españoles. Apenas había un grupo de turistas japoneses que iban muy juntos siguiendo a su correspondiente guía, y unas cuantas parejas que como él y Anna habían decidido salir a dar un paseo desafiando al frío invernal y descarado que hacía. Pasaron por delante de una de las pastelerías más famosas de toda la ciudad Demel’s y al hacerlo él comentó a Anna que por mucha fama que tuviera dicha pastelería, y por mucho que en su día fuera proveedora oficial de la familia imperial, ahora eran unos careros y se habían subido a la parra con los precios de sus productos. Anna se rió de las palabras que usó para describir la pastelería y le preguntó si había otras como esa, a lo que él la respondió que por supuesto y además a mucho mejor precio.

Al llegar al Graben el paisaje de la ciudad cambió por completo. La vida volvió a Viena. Si parecía que media ciudad se había congregado en la plaza del Ayuntamiento, la otra media estaba deambulando por esa gran plaza/calle que se alargaba desde el punto en el que ahora mismo se encontraban los dos, hasta la plaza de la Catedral. Las terrazas de los bares y restaurantes estaban repletas de personas cubiertas muchas de ellas con mantas puestas a disposición de los clientes por los propios locales y al calor de unas estufas de pie. El ruido de cubiertos y conversaciones se fundía con el de las melodías que diversos músicos callejeros interpretaban con mayor o menor éxito. De lado a lado de la calle colgaban guirnaldas decorativas y luces de navidad colocadas y diseñadas con un gusto exquisito como corresponde a una ciudad tan estirada como Viena. Anna se pegó un poco más a él y le agarró un poco más fuerte del brazo como si tras entrar de nuevo en un espacio tan amplio y lleno de gente se sintiera indefensa. Él al notarla acercarse se paró un instante y la besó en los labios. Durante unos segundos sus bocas estuvieron pegadas. Tras el beso continuaron paseando como si nada hubiera pasado.

Se dirigieron hacia el barrio judío de Viena. Una zona de calles estrechas y muchas casas unas pegadas a otras en las que se veía el paso del tiempo como en ningún otro lugar de toda la ciudad. Viendo la hora que era y que ya era absurdo volver al hotel para después volver a salir de él para ir a cenar, decidieron volver al Sacher cenados. La zona del barrio judío fue la que mejores recuerdos le traía a él a la memoria. Esas calles tan poco suntuosas, casi laberínticas, de suelos empedrados con pavé, esos callejones estrechos que terminan en calles más amplias o incluso en plazas escondidas del bullicio del resto de la ciudad, esas iglesias y palacios urbanos de la vieja nobleza urbana ya prácticamente olvidada y arrasada por el tiempo, tienen un encanto especial que pocos lugares en Viena logran. Tras pasar por varias plazas más o menos grandes, dejar atrás iglesias de todos los estilos arquitectónicos, desde el barroco más puramente vienés, al gótico o neogótico que poco encaja con esta ciudad a menos que no sea la Catedral, dieron con uno de los rincones más olvidados de toda Viena, sobre todo para los turistas.

La Judenplatz, o Plaza de los Judíos fue en su día el centro de la vida de la comunidad judía de Viena. Hoy es un lugar muy tranquilo por el que apenas pasan turistas durante los meses en que la ciudad está más concurrida de visitantes. De forma rectangular y piso de adoquín, sólo tiene como adornos en su parte central una estatua del ilustrado Lessing, probablemente el más importante de los poetas o escritores de la Ilustración alemana, y un cubo de mármol que hace las veces de entrada al museo del Holocausto de la ciudad de Viena y que simplemente por su sobriedad formal llama la atención y sobrecoge el espíritu. Pero la plaza va más allá del simple espacio por el que queda delimitada. Los edificios que rodean Judenplatz, todos o casi todos, por sus cuatro lados son de estilo barroco y con aires de palacios algunos, mientras que otros más que mansiones nobles más bien parecen casas de artesanos antiguos.

Tanto Anna como él se pararon en medio de la plaza, no muy lejos de la estatua de Lessing y desde allí recorrieron con su mirada los edificios que rodean la plaza. Anna le preguntó:

– ¿Por qué este lugar es uno de tus preferidos en toda Viena? Habiendo como hay tantísimos lugares bellos y hermosos en esta ciudad, me hubiera esperado más que me dijeran que la Ópera o el Palacio Imperial, incluso el Ayuntamiento. Nunca hubiera imaginado que este rincón al que parece que la vida de la ciudad ha dado la espalda fuera uno de esos sitios que guardaras con más cariño.
– Pues quizá la respuesta la hayas dado en parte tú misma. Supongo que la tranquilidad que se respira en esta plaza y la historia que guardan sus espacios me llega más que la belleza formal de edificios y construcciones hechas únicamente para el uso y disfrute de los seres humanos. – Contestó él mirando a Anna a la vez que con una de sus manos, la que no cogía de la mano a Anna, hacía un gesto destinado a mostrar la grandeza de la plaza.
– Tranquila es un rato sí. Pero no sé porqué me esperaba que fura algún otro lugar más relacionado con la música el que se pudiera considerar tu preferido. – Insistió Anna.
– Esta plaza es uno de los lugares que más recuerdo de Viena y que más me gustan. Pero no es el único. Y también hay sitio para alguno relacionado con la música, como por ejemplo donde pasado mañana iremos a disfrutar del Concierto de Año Nuevo. – Dijo él sonriéndola y dándola un beso en los labios. Unos labios que pese al frío que hacía en Viena seguían manteniéndose cálidos y receptivos.
– ¿Dónde vamos ahora? – Preguntó Anna.
– A cenar a un restaurante que está cerca de otro de mis rincones preferidos de esta ciudad. – Respondió solícito él.

Salieron de Judenplatz por una calle muy estrecha que no parecía pertenecer a esa ciudad de grandes avenidas arboladas con aceran anchas surcadas por raíles de tranvía. Atravesaron también otra de las plazas más famosas de Viena, no por historia o belleza, sino por ser un lugar de obligado peregrinaje para turistas de todo el mundo para admirar el Reloj Anker en el que al mediodía toda una ristra de figuras históricas desfilan delante de su esfera principal para anunciar que el ya ha pasado la mitad del día y que sólo queda la otra mitad para hacer lo que cada uno se hubiera propuesto hacer al amanecer. Cogieron Judengasse y llegaron a la parte más antigua de toda la ciudad de Viena. Un pedacito de historia que todavía, pese a todas las adversidades que la historia ha deparado a esta parte del continente europeo, sigue casi intacto, guardando esa atmósfera medieval que solo unas pocas ciudades del viejo continente pueden todavía conservar prácticamente intacta.

Caronte.

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lunes, 15 de junio de 2015

Fin de Feria

Se acaba otra edición más de la Feria del Libro de Madrid, ese gran evento cultural que tiene como centro total y absoluto a las letras y a su principal soporte, el libro. Se acaban casi veinte días de mañanas y tardes en El Retiro con ambiente literario, con letras y libros por doquier. Ya sólo falta esperar a que pasen cuarenta y nueve fines de semana para que llegue la siguiente edición. Han sido tres fines de semana muy intensos, al menos yo los he vivido con mucha intensidad. No puedo disimular que la Feria del Libro es probablemente el evento cultural, o de cualquier otro tipo, que más deseo que llegue. Desde hace ya muchos años cuando llega el mes de mayo ya empiezo sentir la ansiedad recorrer mi cuerpo, y sólo deseo que las casetas se planten en el Paseo de Coches del Retiro para poder ir a disfrutar de las mismas.

Reconozco que soy un yonqui de los libros, de la literatura en todas sus formas y casi todos sus géneros, y de las letras. Leo todo lo que puede caer en mis manos y más. Hay ocasiones en las que me encuentro en serias dificultades a la hora de elegir cuál debe ser mi próxima lectura o el siguiente libro que debo comprar. Sé que por mucho que viva será imposible que pueda leer todo aquello que me gustaría. No estoy exagerando. No voy a vivir lo suficiente como para leer todos los libros que a día de hoy tengo ya pendientes. Necesitaría más de una vida, quizá tres o cuatro, para poder cumplir mis deseos y devorar todas las historias que me faltan por descubrir o visitar todos los mundos ideados por los miles de escritores que ha dado la historia. Soy adicto a las letras. Para mí los libros y la literatura son como una verdadera droga, aunque hay que reconocer que a diferencia de otras drogas, ésta no mata neuronas sino más bien todo lo contrario. Si hay un día en que no leo me siento mal. Cuando iba en el metro leyendo y me encontraba con alguien o no iba solo me molestaba no poder leer y seguir avanzando en la historia que tocara.

Como toda adicción, la que yo sufro también está para suplir una carencia o necesidad, o quizá más bien para tapar ansiedades o realidades personales en las que uno prefiere no pensar. Para mí leer es una vía de escape muchas veces frente a la realidad, a la vida, esa vida que en este momento personal me tiene totalmente desconcertado y sin saber muy bien qué hacer. Leer me permite no sentirme solo cuando la soledad decide presentarse en mi corazón y mi cabeza para martillearme y hacerme ver por ejemplo que un fin de semana no tengo nada que hacer con nadie. No hablo ya solo de no tener pareja. Supongo que el tener novia llegará en algún momento, aunque si no cambio yo mismo y dejo de sentir ese miedo al rechazo y pierdo la vergüenza a hablar con las chicas mal camino llevo. También es cierto que cada vez más hay una parte dentro de mí, de mi cabeza o de mi corazón no sé muy bien, que me dice que mi destino, que mi futuro es quedarme soltero, vivir mi vida sin compartirla con nadie y asumir ese hecho lo mejor posible. Quizá sea la única manera de cumplir algunos de los sueños que siempre he tenido y que a veces también me vuelven a la cabeza con mucha fuerza. Pero la soledad no me viene solo por el hecho de saberme sin novia, sino también de constatar día a día y cada vez más con el paso del tiempo, que tampoco tengo amigos de esos con los que de verdad pueda compartir mi vida no ya presente, sino futura.

Llevo muchos años yendo a la Feria del Libro, tantos que ni recuerdo cuando fue la primera vez. Pero han sido los últimos, los coincidentes con mi etapa universitaria, los que más he disfrutado. Supongo que la razón para esto estriba en el hecho de que veía en los días que iba a la Feria un Oasis de paz y tranquilidad, un reducto de mis verdaderas pasiones y la arcadia de mi vocación oculta que poco a poco parece salir a la luz. Durante los últimos años, no sólo he ido a la Feria del Libro, sino que en cada edición he pisado el Paseo de Coches en más de una ocasión. Este año por ejemplo han sido cuatro las veces que he estado en la Feria: las tardes de los tres sábados de Feria y la mañana del segundo también. La Feria del Libro es la época del año que más libros compro y más dinero me dejo en ellos. Pero no sólo eso, también desde hace unos pocos años los días de Feria me sirven para conocer a mis autores favoritos y llevarles sus obras para que las firmen y poder así comentar durante los escasos minutos que hablo con ellos qué me han parecido sus libros y anécdotas varias. Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes, Julia Navarro, John Connolly, Juan Eslava Galán, Eduardo Mendoza, Javier Reverte, todos ellos a pesar de que en un principio puedan parecer distantes o simplemente por la admiración que puedo sentir por ellos, pertenecientes a otro mundo muy lejos del mío, me han resultado personas encantadoras que disfrutan viendo cómo sus lectores disfrutan de sus obras.

Como todos los años El Retiro viste sus mejores galas para recibir a todo el mundo de las letras, desde obviamente a los autores, hasta por supuesto los lectores, pero no hay que olvidar a los editores y a las librerías sin cuyo trabajo no existiría ni la Feria del Libro ni la literatura a fin de cuentas. Y como todos los años, bueno este año ya no porque después de seis años haciéndolo uno termina cansado de lo mismo, les dije a mis amigos compañeros de universidad si querían venir alguno de los días conmigo. Lejos están los años en que acudía con Ángel a la Feria uno de los tres sábados. Fue con él cuando por primera vez un escritor me firmó un libro. Todavía recuerdo lo nervioso que estaba esperando en la cola para que Eduardo Mendoza me firmara su última novela. Pero Ángel hace dos años que está en Múnich de Erasmus, y aunque sé que sin pensarlo vendría conmigo a la Feria a disfrutar del Retiro en un ambiente diferente y único, probablemente estos sábados los pase en Múnich en el Englischer Garten. Lo bueno de aquellos sábados era que Ángel siempre venia encantado, y es más era él quien se acordaba de que era la Feria del Libro y me decía de ir. Eso ya no pasa, salvo este año por sorpresa y sin esperarlo.

Lo malo de la Feria (malo para quien priorice otras cosas en su vida) es que coincide con la época de exámenes en la Universidad, hecho que todos los años mis compañeros de Escuela, salvo Ángel, han explotado hasta la extenuación como excusa. No voy a negar que no entienda esa actitud. Pero cada cual es libre de dar prioridad a unas cosas sobre otras, y supongo que la Feria del Libro no aporta valor añadido a la vida profesional de mis amigos. Ellos se lo pierden. Tampoco voy a negar que me hubiera gustado, o mejor dicho, me gustaría que mis amigos compartieran mi pasión por los libros y la literatura y que todos los años por la Feria hubieran sido ellos lo que me dijeran, sabiendo lo que a mí me gusta, de ir. Eso no ha sido posible, ni probablemente lo sea. Pero por esto no voy a dejar de ir, vamos quien pensara lo contrario es un necio y no me conoce lo suficiente. Este año como los anteriores me he repartido los tres fines de semana como he podido. Uno de ellos lo reservo siempre para ir con mis padres, aunque supongo que esto pronto dejará de ser así por propia ley de la edad y por emancipación del hijo pródigo, más que nada porque también a ellos les hace ilusión, más a mi madre. Los otros dos fines de semana, pues bueno siempre tiene uno el deseo de ir con alguien, pero si no ha podido ser así también he ido solo. Por suerte durante la carrera siempre había un fin de semana, un sábado, que he podido ir a la Feria con un amigo, durante tres años con Ángel.

No hay excusas que valgan para no ir a la Feria del Libro. Todos los años ha coincidido con exámenes en mi Escuela y todos los años he ido perdiendo tres tardes de estudio, que por supuesto no he recuperado. Este año también. Y creo que no me ha ido nunca mal: voy a acabar la carrera en su tiempo justo, ni más ni menos, y no me he agobiado ni un solo momento ni por exámenes ni por nada relacionado con ella. Son decisiones personales sobre a qué dar importancia y a qué no. Mi vida es más importante de mis estudios y lo que me puedan reportar, que ya adelanto que no es nada (Bill Gates es el hombre más rico del mundo, dueño de una de las empresas más importantes de la historia de la humanidad, y no tiene una carrera). El problema de las excusas viene cuando se ve que nada tienen de reales, ni se pueden explicar; y más aún cuando la excusas se pone a un plan mientras por detrás se hacen otros. Esto me lo voy a apuntar para hacerlo yo en el futuro, es buena idea.

La Feria del Libro 2015 ya se ha acabado. Siento pena. Al mismo tiempo deseo que llegue la del año que viene, que será la primera en que no tendré obligaciones educativas, sino más bien profesionales si el destino lo quiere. Ya no habrá excusas que nadie pueda poner. Bueno, excusas habrá siempre, pero allá quienes las sigan poniendo. Todo el año que viene por la Feria será diferente en mi vida, o eso espero al menos. Como todas las ediciones anteriores acabo esperando que la siguiente sea la que pueda ir al Retiro a pasear entre las casetas y los autores con pareja, mi novia. Aunque no sé qué me dice que como todos los años anteriores tampoco será el que viene el del cambio de perspectiva. Yo seguiré yendo, aunque tanga que ser solo. Porque una de las cosas que en estos dos últimos años en que he ido al menos un día solo a la Feria he aprendido es a mirar, a observar y a vivir. Pasear sin compañía, salvo la mía propia y la de los libros que hubiese comprado, es una experiencia enriquecedora. No voy a decir que es agradable, porque no sienta bien ir solo por El Retiro cruzándose con personas que en su mayoría van acompañadas; pero lo enriquecedor, aquello que en ocasiones, aunque no lo veamos en el momento, nos hace crecer como personas, no siempre es agradable de vivir.

Ir solo permite disfrutar mucho más del hecho en sí de estar en la Feria del Libro. Este último sábado de Feria que he ido al Paseo de Coches he descubierto qué es la Feria. Me he dedicado, no sólo a ir en busca de los libros que quería, que he de decir que me costó muchísimo terminar por decidirme, sino también a observar mi alrededor y he descubierto varias cosas. Una de ellas es que la Feria está llena de gente, pero de esa gente solo una minoría son lectores y amantes de las letras. A la Feria va mucho turista, aunque viva en Vallecas desde hace treinta años. Más de la mitad de la gente con la que me crucé en la Feria no iba ni a comprar, ni a que su autor favorito le firmara un libro, ni a dejarse conquistar por la pasión por la lectura. La gente va a ver famosos. Porque esa es otra de las cosas que he terminado por descubrir. Cada vez vas más autores de libros, porque me niego a llamarlo escritores, que nunca antes han escrito nada y que simplemente por salir en la televisión se consideran creadores de historias y personajes. La gente simplemente va a echar fotos, entorpeciendo el paso de los que vamos a la Feria a disfrutar de la literatura y los libros. Y luego están los fenómenos de masas, en especial masas adolescentes. Prefiero no comentar esto porque puede que termine metiéndome en camisas de once varas y diciendo cosas de las que al final me tenga que retractar por haberme extralimitado y haber caído en la ofensa personal.

Ir solo también permite ver y escuchar cosas y palabras que con gente, acompañado, ni vería ni escucharía. Y esto también es algo muy curioso. Alguien solo puede pasar desapercibido con más facilidad que si va en un grupo, aunque también es cierto que podría llegar a pasar todo lo contrario en un mundo en el que el solitario fuera constantemente señalado como alguien marginal y asocial. Por suerte, aunque yo creo que es más bien por desgracia, vivimos en un mundo radicalmente distinto al que acabo de pintar, y el solitario es cada vez más común.

¡Ay la Feria! Ya se ha acabado. Ya solo falta recoger todo, desmontar las casetas que durante tres fines de semana ha ocupado el Paseo de Coches, dándole vida y dinamismo, y volver cada librería y editorial a su trabajo diario, luchando por sobrevivir día a día en un mundo en el que cada vez se lee menos porque supone un esfuerzo, el más duro del todos, intelectual. El Paseo de Coches y El Retiro volverán a su normalidad y serán ocupados ahora ya con el buen tiempo por familias con sus niños pequeños que irán a aprender a montar en bici o a patinar; por parejas que irán a pasarse la tarde sentados en alguno de los bancos de algún rincón perdido del parque, o a remar en una barca en el estanque, o simplemente a demostrarse como en cualquier otro lugar y momento su amor mutuo; por grupos de amigos que se sentarán en algún espacio de césped a beber, a jugar a las cartas, o que disfrutarán de su gusto por el patinaje haciendo piruetas imposibles. Yo también iré al Retiro aún cuando no haya libros que comprar ni autores que me firmen sus obras; iré y me daré una vuelta y disfrutaré de mis rincones favoritos del parque. Iré y echaré la tarde intentando llenar el tiempo de los días de la mejor manera posible dentro siempre de mis posibilidades.

La Feria ya se ha acabado, las letras se han ido del parque. Han sido tres fines de semana tan buenos como los de años anteriores. He comprado libros, he conseguido que varios autores mi firmen sus obras, he ido con mis padres, con un amigo y su novia (la mayor sorpresa de este año sin duda), y también creo que he empezado una tradición que espero continuar en el fututo en todas las Ferias del Libro a las que vaya, solo o acompañado, con frío o calor, lluvia o sol radiante, y es el ir a la Feria con mi sombrero Panamá, regalo de mis amigos de la Escuela. Muchos años llevaba diciendo que me iba a comprar un sombrero para la primavera/verano, y nunca terminaba de decidirme a hacerlo. Al final no he sido yo el que ha dado el paso, sino que más bien me han empujado a hacerlo, cosa que agradezco enormemente. A partir de este año el sombrero Panamá, y quizá otro en otoño/invierno, será un accesorio más que usaré para salir a dar una vuelta. Desapercibido no pasaré, pero es que para ser del montón ya están otros. Muchas miradas he observado que me dirigía la gente, especialmente los hombres, que para este tipo de cosas somos mucho más reactivos que las mujeres, al verme con el sombrero. Pero me daba igual, porque también he visto que no era el único que llevaba semejante atuendo, algo que al principio me temía. Creo que poco a poco voy encontrándome más a gusto conmigo mismo y poco a poco voy descubriendo cual puede ser mi destino, aunque eso nunca estará claro del todo hasta que crucemos la Laguna Estigia para entrar en el Inframundo y dar cuenta de todo a Hades. Pero de momento lo que esperaré es a que llegue la siguiente edición de la Feria del Libro.

Caronte.

domingo, 7 de junio de 2015

Ruinas romanas, más goma quemada y muchos coreanos (IV)

Allí plantado encima del puente, contemplando e intentando asimilar todo aquello que mis ojos no podían abarcar por lo bello que era, estuve un buen raro. Mis dos compañeros de aventura, Juan Carlos y Álex también hicieron lo propio y cada uno a su manera supongo, disfrutaron de las tremendas vistas que nos brindaba la ocasión, ese momento, ese instante irrepetible. Además de una luz sobrecogedoramente hermosa, el sol arrojaba todavía sobre todos nosotros y las piedras del puente un calor impropio de esos lugares de Alemania. Eran más de las ocho de la tarde y el ambiente todavía contenía un calor infernal, que emanaba de paredes, bancos, paramentos de piedra y asfalto. Antes de dejar el puente por el momento pedimos que nos echaran una foto a los tres juntos. Fue curioso el hecho de que mucha de la gente que había a nuestro alrededor hablara español, aunque no el mismo que nosotros, sino más bien el español de América, tan rico en matices y de sonoridad tan musical y diferente al español de Europa, ya corrompido por la globalización y la presión de aquellos que nunca lo han valorado como gran idioma del mundo.
El sol sobre el río Neckar
Volvimos a atravesar la puerta medieval que nos condujo de vuelta a las calles de Heidelberg. Volvimos a subir hasta la Iglesia del Espíritu Santo y tomamos la calle principal, Haupstrasse, en la que la cantidad de gente que había la hacía parecerse más a una calle comercial de España, ya fuera la calle Preciados de Madrid o la calle Larios de Málaga, que a lo que realmente era: el eje principal de una vieja, noble y fría ciudad alemana. Yo creo que en el fondo no hay tanta diferencia entre los europeos. Muchas veces tildan a los españoles de vivir todo el día en la calle, de puertas para afuera, de estar todo el día en los bares tomando algo y disfrutando de la vida y trabajando poco. Pero quien estuviera ese tarde-noche en Heidelberg se hubiera quedado tan atónico como lo estuve yo. No me podía creer que toda la vida callejera que estaban contemplando mis ojos correspondiera a una ciudad alemana, llena de fríos, tímidos y trabajadores alemanes. Disfruté aquella tarde-noche como un crío con zapatos nuevos. Estaba feliz. Por fin estaba pasando un rato como me gusta a mí visitar los sitios, sin prisas, como un turista normal, de esos que se alojan en hoteles, se duchan en cuartos de baños individuales, duermen en camas con somier y colchón, y desayunan, comen y cenan sentados a una mesa sin tener luego que lavar los platos y cubiertos. Una y mil veces hubiera paseado aquel día por las calles de Heidelberg. Una y mil veces me hubiera quedado sin hacer nada sentado en alguna de las numerosas terrazas que abarrotaban todas las calles de la ciudad y en las que se veía a la gente dar debida cuenta de las cervezas y los platos que habían pedido para cenar.

De la calle principal nos salimos un instante para acercarnos a ver la Iglesia de los Jesuitas. Apartada en una pequeña placita sin más ornamento que unas farolas de hierro, se alza una iglesia con una fachada renacentista sobria y sin muchos adornos, de piedra rojiza que mostraba con la luz que mandaba el sol ya moribundo una tonalidad de fuego increíble que iluminaba toda la plaza y vencía a las sombras que ya poco a poco iban cubriendo la fachada. Callejeando otro poco llegamos a la Plaza de la Universidad, que como el resto de plazas grandes de la ciudad estaba repleta de vida, aunque es esta destacaba sobre todo la vida joven, universitaria. Había estudiantes sentados por doquier, sobre todo en las escaleras de entrada a los diversos edificios de la universidad que sabana la plaza, algunos corrillos también había formados en rincones de la misma. El conjunto monumental era armonioso y rebosaba belleza, esa belleza que tan bien supo transmitir el estilo que se llevó en el Renacimiento y en el Barroco Alemán sobre todo.
 
Plaza de la Iglesia de los jesuitas
Por uno de los extremos de la plaza continuaba la calle principal de Heidelberg y la retomamos con gusto disfrutando de la ciudad y del paseo, y también del descenso en la sensación térmica del ambiente. Un poco más adelante en la calle pasamos en frente de otra iglesia a la que se accedía a través de una puerta situada en la base de una gran torre coronada también como el resto de las torres de la ciudad por una cúpula en forma de cebolla. No pasamos, pero no dejé de fotografiar desde varios ángulos y con diversos encuadres la perspectiva de toda la ciudad, con el sol dorando ya únicamente las torres y los tejados de los edificios más altos. Tomamos una calle que salía del lado derecho de la principal y que por una de esas casualidades de la vida nos llevó a topar con una bandera que nos sonaba bastante. No era la de España pero era casi tan reconocible para un español de bien. En un balcón y atada a un mástil que salía de una ventana había una Ikurriña en la que se podía leer Gora Euskadi. Sin ser la bandera de mi tierra me sentí orgulloso de ver una muestra de algo español en el extranjero (porque aunque a algunos les moleste Euskadi es tan España como Toledo).

Siguiendo la calle que nos sacó de la Haupstrasse llegamos al río, o mejor dicho al paseo que caminaba al borde del mismo. Ya había hambre por lo que el paseo que estábamos dando ya no era tal cosa, sino más bien una búsqueda de un lugar donde llenar nuestro olvidados estómagos que ya reclamaban nuestra atención. Seguimos caminando por la calle que corre paralela al Neckar, pero ya no simplemente disfrutando de un buen paseo por Heidelberg, sino más bien buscando ya un lugar donde pudiéramos cenar. Yo tenía ganas de cenar bien, es decir, en un restaurante como dios manda. No me importaba tampoco mucho lo que nos costara, no estaba en Alemania a miles de kilómetros de mi casa para estar escatimando unos euros en comer por muy jóvenes y estudiantes que fuéramos (siempre me ha parecido absurdo poner este tipo de excusas a la hora de hablar de dinero). Aunque también tenía presente que no iba solo en ese viaje y que la decisión sobre donde cenar no sólo me correspondía a mí únicamente. Buscando algún sitio donde cenar llegamos hasta un edificio con un enorme patio interior que tenía pinta de haber sido en su día parte de una fortaleza militar, y que sin embargo ahora servía como comedor para estudiantes de la Universidad de Heidelberg. Echamos un vistazo a lo que por allí se cocinaba pero terminamos por pasar de largo, básicamente porque no nos convencía en conjunto (a mí no me apetecía nada cenar allí).

Hauptstrasse
Decidimos volver a la calle principal, y para ello tomamos una calle que ascendía hacia la misma. Por casualidad salimos de nuevo a la plaza de la Universidad que apenas unos minutos antes habíamos atravesado. De nuevo en la calle principal comprobamos la gran cantidad de restaurantes y lugares donde poder cenar que había. Sabíamos que como en toda ciudad turística, el cenar en alguno de esos restaurantes podría llegar a resultar excesivamente caro para la calidad que luego recibiríamos. Pero teníamos hambre, y pese a dar pasos de varias direcciones y andar y desandar varias veces la calle presas de la indecisión típica que suele cundir entre la gente que no se decide nunca a optar por un restaurante u otro para comer para así no sentirse luego culpable de los resultados de la elección, al final decidimos sentarnos en la terraza de un restaurante que tenía pinta de ser típicamente alemán, a pocos paso de la plaza de la Universidad, pero en Hauptstrasse. Me he permitido la molestia de buscar el nombre del mismo, no ya sólo para incluirlo en esta narración, sino en parte también por nostalgia. El restaurante se llamaba, y supongo que seguirá llamándose, Zum Weissen Schwanen.

Por fin nos sentábamos y empezábamos a descansar un poco después de varios días de frenética actividad en los que únicamente encontrábamos tranquilidad a última hora de la noche en la tienda de campaña. En primer lugar nos atendió una chica rubia, más o menos joven, que no entendía nada que no fuera alemán, salvo el nombre de las cervezas que mis amigos pidieron para ir abriéndose el apetito completamente y la Fanta que yo me pedí. Con la bebida, que fueron dos grandes tubos de cerveza y una botellita de cristal de Fanta de naranja, la camarera también nos trajo la carta. Para nuestra sorpresa toda la carta estaba escrita en alemán, y no teníamos ni la más mínima idea de lo que cada plato contenía, salvo por algunas palabras que sí sabíamos más o menos lo que podían significar. La camarera tampoco es que sirviera de mucha ayuda, ya que aparte de que parecía poco contenta con tener que atender la mesa de varios jóvenes que tenían más bien pinta de ir justos de dinero y que por tanto tampoco podrían dejar mucha propina que de ricos hijos de industriales españoles, tampoco sabía inglés. Al final llamó a uno de los cocineros que salió todo sudoroso del fondo del local para ayudarnos con la carta.

Si la camarera podría representar perfectamente el prototipo de mujer alemana: rubia, de ojos azules y modales rudos; el cocinero, o camarero, o lo que fuera el hombre que salió en nuestra ayuda, también representaba el típico alemán cerrado de provincias, de la Alemania más castiza que diríamos en España. Era un hombre fornido, fuerte más que gordo, aunque también había algo de lo último, rubio, con poco pelo en la cabeza, no por estar calvo sino por llevarlo cortado, con delantal que iba demasiado apretado para dejarle respirar bien, de cara regordeta, bigote escueto, y pómulos excesivamente colorados (no sabíamos muy bien si por el calor natural que hacía o por el calor artificial producido por la bebida nacional alemana). Sin embargo aún pareciendo de esos alemanes secos de carácter, fue muy amable con nosotros y estuvo un buen rato intentando ayudándonos a entender la carta, a pesar de que tampoco es que tuviera muchas nociones de inglés, y que el conocimiento de la lengua de Shakespeare se limitaba a unas cuantas palabras. A pesar de todo eso logró hacerse entender, no sin esfuerzos y sudando la gota gorda, y pudimos pedir nuestra cena.

Mientras esperábamos a que nos trajeran lo pedido, nos dedicamos a descansar por fin como señores turistas. Todos hicimos las correspondientes llamadas a nuestras familias en España, y Juan Carlos y Álex me pidieron la cámara de fotos para poder ver las fotos del circuito de Nürburgring, tanto las de ese día como las de la jornada anterior, que todavía no habían tenido tiempo de contemplar con calma. Estuvieron un buen rato viéndolas y disfrutando del recuerdo de esa experiencia, avivado por las fotos. Por fin llegó la tan ansiada comida. Yo me pedí una pechuga de pollo regada por una salsa de champiñones y setas, acompañada de patatas fritas. Estaba deliciosa. No pude acertar mejor con lo que pedí. De lo que pidieron mis compañeros de aventura no tengo el más mínimo recuerdo. Dimos cuenta de la cena con ávida fruición. Tras acabar nuestros platos estuvimos un buen rato haciendo sobremesa. Mis dos compañeros de viaje pidieron otra cerveza más para compartir, y yo otra Fanta para variar. Mientras bebíamos esta última ronda me dediqué a disfrutar de estar allí sentado en esa terraza.

La noche cayó sobre nosotros y las luces de las tiendas, cervecerías y restaurantes iluminaban la calle principal; las farolas de tonos anaranjados también hacían lo suyo. El calor que durante todo el día había hecho ahora parecía menos intenso. La vida de Heidelberg seguía pareciéndome extraordinaria y rara al mismo tiempo ya que no me pegaba nada para estar en Alemania. Los tópicos sobre países son muy malos. Al final pagamos la cena, que he de reconocer que no me pareció nada cara para lo que habíamos cenado y lo bueno que había estado, al menos lo que yo comí. Nos despedimos dejando la máxima propina que nuestros bolsillos podían permitirse. Nos despedimos con cariño del alemán que nos había ayudado a entender la carta y a elegir nuestra cena.

Antes de encaminarnos hacia el coche para volver al camping (que ya se suponía no íbamos a llegar a la hora que nos dijeron que estuviéramos de vuelta) les pedí a mis compañeros volver al Puente Viejo para tirar unas últimas fotos de la ciudad de noche y poder así contemplarla como no habíamos contemplado todavía ninguna ciudad en Alemania o en Francia. Volvimos a atravesar la puerta medieval de acceso al puente, sin embargo y aunque apenas separaban los dos instantes un par de horas la sensación de atravesar esa puerta y comenzar a andar por el puente nada tenía que ver con la que habíamos vivido con la luz del atardecer. La multitud seguía abarrotando el puente. Los flashes de las cámaras de fotos estallaban por doquier iluminando las siluetas de los modelos temporales. Allí estaba Heidelberg, la ciudad universitaria más antigua de toda Alemania, con sus casas de estilo renacentista y barroco, sus iglesias y sus torres, sus plazas y calles empedradas y su castillo-palacio colgado de la montaña iluminado por una luz naranja que lo hacía resaltar sobre el fondo oscuro de los árboles. Así fue como nos despedimos realmente de esa maravillosa ciudad, con nocturnidad pero sin alevosía. Allí dejamos a la más bella de las ciudades alemanas que de momento habíamos visitado, y tras realizar el viaje completo y hacer balance en mi propio fuero interno para mí la ciudad que más me llenó y gustó. De todos los lugares que visité el verano pasado si tuviera que elegir uno para volver sería este, y sin duda volveré a esta bella ciudad, y probablemente en invierno para poder verla también si se da la ocasión cubierta por el manto blanco del invierno.
 
Castillo-palacio de Heidelberg de noche
El camino de vuelta hacia el coche discurrió por los mismos lugares, calles y plazas que la venida. La vida en las calles de la ciudad no se reducía, aún es más tenía la sensación de que aumentaba con la caída de la tarda y la llegada de la noche. Bien podríamos haber estado en una ciudad española, a saber Alcalá de Henares, Salamanca o Valladolid. Al llegar al coche me puse las gafas de ver ya que debido a que mis dos compañeros de viaje habían bebido un par de cervezas y no querían arriesgarse a que pasara nada me tocó a mí conducir de vuelta al camping. Eso sí las calles que cuando dejamos el camping camino del centro de la ciudad bullían de coches, ahora estaba totalmente desierta, y apenas íbamos un par de automóviles y algún autobús urbano. Al llegar al camping ya nos esperábamos tener que dejar el coche en la entrada porque estuviera cerrada la barrera de acceso, pero no fue así. Lo que pasa es que tuvimos que llegar hasta la zona de nuestra tienda de campaña con el mayor sigilo posible. Llevé el coche lo mejor que pude por una senda muy estrecha llena de baches que no se veían y además con las luces apagadas para no molestas. Menos mal que Álex se bajó del coche y me fue guiando.

Una vez aparcado el coche con éxito sólo faltaba ducharse. Era tarde pero los tres necesitábamos una ducha como agua de mayo. Cogimos nuestras cosas para el baño y nos dirigimos de nuevo, esta vez andando, hacia la entrada del camping donde estaban las duchas y los baños. No tuvimos que esperar porque no había nadie para ducharse, aunque en la ciudad oriental seguía habiendo mucha vida, ruido, vapores y aromas de alimentos hervidos, y luces de neón encendidas. Nos duchamos relajadamente. Además aproveché, tal y como había hecho en Nürburgring, los enchufes del baño para cargar la cámara de fotos ya que la batería estaba ya en las últimas. Mientras cargaba la cámara y nos secábamos un poco al aire libre de la noche y a la poco, por no decir escasa, brisa que se levantaba desde el Neckar estuvimos observando la vida del camping y de los coreanos. Al poco rato empezó a haber mucho movimiento en las duchas y es que todos los coreanos, por turnos empezaron a llegar para asearse, lavarse los dientes, algunos ducharse, otros cortarse las uñas, otros esputar de tal manera que parecían que iban a echar los intestinos por la boca y otros hacer de vientre dejando tal olor que por un momento se revivió en el baño del camping el horror de las cámaras de gas.

Cuando consideré que la batería de la cámara ya estaba lo suficientemente cargada les dije a mis dos compañeros de viaje que podíamos volver a la tienda de campaña para ya dormir de una vez. Todavía tardamos unos minutos en irnos porque ahora Juan Carlos y Álex estaban viendo los vídeos que habían grabado en Nürburgring y en los que se plasmaban sus vueltas a la mítica pista de carreras. Estuvieron disfrutándolo un buen rato, a veces comentando fallos, otras veces aciertos, y otras simplemente en silencio viendo cómo habían pasado por los tramos más legendarios del circuito. Supongo que todavía no se creían, no habían asimilado realmente que habían estado allí dentro dando una vueltas, no un día sino dos, y que habían superado dicha prueba, porque me imagino que para ellos aquello sería una prueba, con éxito y sacando matrícula de honor, aunque yo solo les oía de vez en cuando comentar qué habría que corregir para bajar el tiempo que habían hecho en la pista. Mientras hacían esto mis compañeros, yo me dediqué a repasar mentalmente mientras miraba hacia el campamento coreano todo lo que el día había dado de sí, y lo increíble que también me parecía todo lo que estaba viviendo.

Al final volvimos a la tienda de campaña intentando no molestar al resto de campistas y también evitando tropezar con los baches del camino, aunque para eso yo llevaba una linterna de esas que funcionan si las cargas con una manivela, a la que le daba todo el rato como si fuera un crío de cinco o seis años que ha descubierto un modo de diversión increíble y fascinante. Preparamos todo lo que podíamos preparar para aligerar la salida al día siguiente y nos metimos en la tienda de campaña. Fuera la noche estaba tibia, dentro de la tienda hacía bastante calor, pero era lo que tocaba, de poco sirvió la ducha, pronto empecé de nuevo a sudar y mi espalda daba debida cuenta de ello. Así acabó ese día que empezó muchos kilómetros y aventuras atrás, y en el que vimos ruinas romanas, pudimos disfrutar una vez más del mítico Infierno Verde y descubrimos muchas historias y anécdotas en la ciudad universitaria alemana por excelencia en la que una banda de coreanos había levantado un campo base.

Caronte.

viernes, 5 de junio de 2015

Ruinas romanas, más goma quemada y muchos coreanos (III)

Antes de marcharnos de Nürburgring mis dos compañeros de aventura viajera se dedicaron mientras el coche se enfriaba un poco, algo que sinceramente consideraba imposible debido básicamente al calor que seguía haciendo y que parecía no disminuir, sino más bien al contrario seguir aumentando con el paso de las horas, a darse una vuelta por el parking contemplando los prodigios del motor. Para mí todos los coche eran iguales, salvo algún que otro Ferrari que siguen pareciéndome algo exótico y fuera de mi alcance. Cuando consideraron que el coche ya estaba lo suficientemente recuperado, aunque de un paso por Nürburgring nada ni nadie queda igual que antes, nos dispusimos a partir camino de nuestro próximo punto de parada y noche. Pero debido al calor que hacía antes de nada me fui de nuevo al baño a echarme un poco de agua en la cara, el cuello y la nuca para ver si así se bajaba un poco el calor que sentía. En el baño había un alemán bien grande que estaba haciendo exactamente lo mismo que yo y que al verme bajar la cabeza hacia el chorro de agua y empaparme la cara me dijo que vaya calor que hacía, a lo que yo le respondí que sí que ni siquiera en España de donde era había pasado yo tanto calor en un único día, a lo que él alemán volvió a responder que llevaba más de cincuenta años sin hacer tanto calor por aquella tierra. Al salir del baño cada uno fuimos en una dirección. No me extraña que los alemanes estuvieran rojos como tomates y con las camisas y camisetas empapadas de sudor y las frentes brillantes por la misma razón.

Dijimos adiós al olor a rueda quemada, a gasolina y a humo. Por fin tomamos reemprendimos la carretera y pusimos rumbo hacia nuestra siguiente parada, Heidelberg, una de las grandes ciudades universitarias alemanas, referente en el mundo educativo superior no solo en el mundo germánico sino también en toda Europa. El viaje a Heidelberg no sé cómo se desarrolló ya que me quedé totalmente dormido. Solo tengo vagos recuerdos producidos supongo en fases ligeras de mi sueño en las que escuchaba hablar a mis dos acompañantes sobre el circuito de carreras de Hockenheim, otra de las célebres pistas de carreras que hay en Alemania, y sobre el ir hacia allí para verlo en vez de dirigirnos a Heidelberg aprovechando que yo estaba dormido. Es lo que tiene estar enganchado al mundo del motor y los coches, que supongo que es como una droga que no deja pensar en otra cosa (como me pasa a mí con los libros), y llevar en los genes los rugidos de motores y en la sangre la gasolina. Ya digo es posible que esto no pasara, y que estas voces no se produjeran realmente, yo iba dormido, descansando lo que podía. Me desperté como una media hora antes de llegar a Heidelberg.

La ubicación de esta ciudad universitaria no tiene pérdida alguna ya que se encuentra enclavada en la confluencia de los ríos Neckar y Rin, aunque teóricamente está a orillas del primero. La ciudad se aposta en los costados del desfiladero por el que discurre el Neckar y que desde la lejanía se pueden ver como dos moles inmensas de terreno que se elevan sobre el nivel normal del suelo y se mantienen así elevados como si fueran una mesa dispuesta para gigantes. Poco a poco a medida que el coche se fue acercando a la ciudad la hendidura en el terreno provocada por el río se fue haciendo más presente y clara, hasta que penetramos por completo en ella y cruzamos de parte a parte, pegados siempre a la margen izquierda del Neckar, la ciudad de Heidelberg. No podíamos pararnos en ese momento a visitarla ya que debíamos llegar a algún camping para poder registrarnos antes de que cerraran, pero aunque esa primera toma de contacto fue efímera en cuanto que duró lo que tardamos en recorrer en coche la ciudad. Sin embargo entre algunos edificios pude contemplar efímeramente la silueta rosada del Castillo de Heidelberg en lo alto de una colina, colgado sobre los tejados de la ciudad, mirándola desde las alturas, protegiéndola de nada y de todo.

El camping al que nos dirigíamos se encontraba algo alejado de la ciudad, no mucho apenas unos minutos en coche, y en la mismísima orilla del Neckar. Estaba regentado por una pareja muy peculiar, ya que la formaban un alemán que tenía pinta de lobo de mar que de teutón centroeuropeo y una mujer de origen asiático que no supe muy bien ubicar entonces y que ahora por más que lo intento tampoco sabría hacerlo. La verdad es que me pareció una mezcla curiosa cuanto menos. Logramos plaza en el camping por los pelos, ya que llegamos apenas unos minutos antes de que cerraran la recepción de turistas. Nos dijeron que podíamos plantar la tienda donde quisiéramos hacia el final de la zona de acampada, bastante lejos de la entrada y los baños, para que negarlo. La ubicación no es que fuera la idónea ya que la hierba en la zona que nos tocó tenía una buena altura y hubiera servido como un buen buffet libre a una gran manada de vacas.

El problema es que en el camping había un grupo numerosísimo de turistas orientales, coreanos concretamente, que habían levantado un verdadero campamento base al principio del mismo y que ocupaban una buena extensión de terreno. No tenían mucha edad, serían incluso más jóvenes que nosotros, parecía que estaban en un viaje de fin de estudios. Lo que pasaba era que daba miedo pasar junto a esa mini ciudad que tildé inmediatamente de Bangkok Dangerous, no por que fueran tailandeses ni peligrosos, sino porque parecía una ciudad de los suburbios malolientes, dirigidos por las mafias, de alguna gran ciudad del sureste asiático. Esto lo sé de buena mano ya que como en los campings anteriores fui yo el que tuvo que ir a buscar una maza para poder clavar la tienda de campaña al suelo. Dio la casualidad de que mi búsqueda terminó en los coreanos, primero porque no es que hubiera muchas más opciones (apenas había occidentales), y segundo porque nadie parecía tener una maldita maza en aquel camping. Luego tuve que dirigirme hacia el gueto coreano. Tras observar un poco el panorama me decidí por un grupo de chavales que tenían cara de amables. Porque entre los grupos de chicas que rehuían la mirada, las pandas de carteristas lideradas por un coreano con pintas de no dejarte ni un hueso entero tras una sesión de tortura y los grupos de coreanos gordos, frikis y con pinta de informáticos vírgenes y pajilleros, no me atrevía a preguntar a nadie. Tuve suerte que di con un chaval amable que me dejó con toda displicencia su maza y me dijo que ya se la devolvería que no había problemas.

De vuelta con Juan Carlos y Álex, les relaté lo sucedido y la experiencia tan extraña de sentir que estaba en el más lejano oriente, cuando en realidad estaba en una de las ciudades más intelectuales de Alemania por cuya universidad han pasado muchos de los más grandes pensadores y científicos de ese país. Pero resulta que ya habían calvado la tienda de campaña, por lo que el haber arriesgado mi vida fue totalmente en balde. Tuve que volver a devolver la maza. Aunque esperé un poco para que el coreano que me la había prestado no pensara que le estaba vacilando. De vuelta a la ciudad del marisco crudo, los tenderetes de ropa en la calle y las cazuelas de fideos de arroz me puse a buscar al chaval que me había dejado la maza. El problema en ese momento era que no recordaba muy bien quién era. ¡Todos los coreanos son iguales! Y tampoco recordaba muy bien la zona en la que le había encontrado. Al final fue él quien dio conmigo y pude devolverle la maza intentando mostrarme lo más amable posible y excusándome por la tardanza y por no haberle encontrado yo. También le dije en español que cualquiera les distinguía siendo todos iguales. Esto último supongo que no lo entendió porque se rió.

Ya teníamos la tienda montada. Ahora tocaba darse una buena ducha para ir a Heidelberg a visitar la ciudad y cenar en algún lado. Mientras organizábamos todo un poco, pasó una cosa totalmente surrealista, o al menos eso es lo que me pareció en el instante. Fue una de las anécdotas de todo el viaje sin lugar a dudas. Resulta que un señor alemán, ya mayor, con el pelo canoso, la piel llena de arrugas, bigote y gafas de ver, se paró delante del coche y en un español más que decente, tanto que en el primer momento pensé que era un español que nos había descubierto por la matrícula, nos preguntó si éramos españoles. Tras unos primeros segundos de desconcierto en los que intentamos, al menos yo, hacernos una composición de lugar para saber quién preguntaba, respondimos que sí, tras lo cual nos preguntó el señor si habíamos venido desde España, a lo que volvimos a responder que sí. El hombre quedó alucinado por el viaje. Así entablamos una conversación que duró unos cuantos minutos, y que estuvo liderada por Álex que aparte de buen conductor tiene buen don de gentes (mejor que yo seguro, aunque eso no es que sea muy difícil).

El hombre nos empezó a decir que estaba en el camping con su hijo y su nieto pasando un fin de semana de hombres, pero que él realmente vivía en Heidelberg. Estudió derecho en la universidad de dicha ciudad y estuvo también un par de años en España, primero terminando sus estudios y luego trabajando en los juzgados de Plaza de Castillo como abogado. Lo más sorprendente es que nos dijo que había sido compañero nada más ni nada menos que del juez Baltasar Garzón, algo que al menos a mí me dejó totalmente alucinado. También nos preguntó por nuestro viaje y qué es lo que habíamos visto y qué íbamos a ver los días siguientes. Nos recomendó encarecidamente que visitáramos Heidelberg, a lo que le dijimos que nos íbamos en cuanto termináramos de organizar el campamento para la noche. También hablamos del calor que estaba haciendo esos días en Alemania y nos comentó que nunca había vivido tanto calor, aunque no era raro que en verano hiciera calor, bastante más de la que nos pudiéramos pensar. Al final nos despedimos de manera muy cordial, casi como si fuéramos viejos conocidos que se reencuentran después de una larga ausencia. No sería la última conversación con ese viejo abogado que tanto carió tenía a España y tan hondo le calamos los españoles.

Mientras escribo y recuerdo aquella jornada me doy cuenta de algunos detalles que parecían olvidados ya, o al menos que empezaban a estar envueltos en las brumas del recuerdo perdido. Surgen a medida que escribo detalles que a priori pensaba que eran de una manera pero que luego resulta que me viene a la mente que fueron de otro modo. Así caigo ahora en la cuenta de que no nos duchamos antes de ir a Heidelberg, sino a la vuelta de la visita a la ciudad. Luego una vez que dispusimos perfectamente la tienda de campaña y dejamos todo en su sitio decidimos encaminarnos hacia la ciudad. En la recepción del parking nos dijeron que debíamos estar de vuelta antes de una hora determinada de la noche, que sí que no recuerdo muy bien cual era, para no molestar a la gente que ya estuviera durmiendo o a punto de hacerlo. Está claro y creo que no hace falta que lo justifique que no llegamos antes de esa hora, pero aún así pudimos pasar con el coche ya que hicieron una excepción que yo supongo que fue debida a la extraordinaria situación de ocupación del parking.

Llegamos a la ciudad y aparcamos con una suerte infinita, casi sin dar muchas vueltas, algo imposible si hubiéramos intentado hacer lo mismo en Madrid un día como ese, en pleno fin de semana. Como digo aparcamos muy cerca del centro, al lado de Karlslatz (mientras escribo intento documentarme bien sobre los lugares por los que pasamos con sus nombres verdaderos para facilitar así a quien esté interesado que pueda buscar esos lugares). Desde esa plaza pudimos ver por primera vez el Castillo de Heidelberg que cuelga sobre la ciudad como la imagen de un fantasma, semiderruido, con sus piedras rojas, o rosadas, o anaranjadas, o marrones, según cómo las ilumine el sol, mostrando toda su desnudez y vejez, sostenidas ya en muchos lugares mediante andamios que con el paso del tiempo se han convertido en elementos tan definidores del monumento como sus fachadas barrocas y medievales.
 
Vista del Castillo de Heidelberg desde Karlsplatz
La tarde ya estaba decayendo, pocas horas quedaban de luz útil sobre el horizonte para alentar la vida diurna. Y esa poca y ya casi extinta luz solar proporcionaba a la ciudad una belleza inusual debido a las luces y sombras que unos edificios arrojaban sobre otros. Siempre he dicho que Madrid tiene los mejores atardeceres del mundo, y más desde que los llevo viviendo dos años al ir a francés por las tardes al centro de la capital de España; pero soy capaz de reconocer un atardecer hermoso cuando lo veo y el que aquella tarde nos brindó el destino tanto a mis compañeros de viaje, como a mí, lo era sin ninguna duda. Sin saber muy bien hacia donde nos teníamos que dirigir, por no saber qué calle de las que salían de la plaza en la que nos hallábamos coger, optamos por hacer algo muy típico del turista despistado y es seguir a la mayoría. Además también es buen truco siempre en ciudad extranjera, y si es histórica aún más, guiarse por las torres de las iglesias, ya que la más alta siempre suele coincidir con la plaza principal. Y así hicimos también.

Iglesia del Espíritu Santo.
Tras dejar atrás Karlsplatz llegamos a otra plaza, ésta más pequeña que la anterior y con la estatua de una Virgen en su centro, su nombre no sé cual es pero los edificios que la rodeaban tenían la pinta de haber albergado a gentes muy importantes de Heidelberg. Ahora sin embargo muchos de esos grandiosos edificios, palacios, que nos cruzamos en nuestro paseo por la ciudad albergan hoteles de muchas estrellas, comodidades y lujo. Seguimos avanzando. Cada vez había más gente por las calles y el murmullo se hacía cada vez más intenso. La razón para esto era que estábamos ya en la Plaza del Mercado, la plaza principal de Heidelberg donde bullía la vida como si estuviéramos en cualquier plaza mayor de cualquier ciudad española. Las terrazas con sus sombrillas se arremolinaban alrededor de la plaza, pegadas a los edificios en cuyos bajos había restaurantes, cafeterías, pastelerías y cervecerías; pero estas mesas llenas de gente también proliferaban en el centro de la plaza entre el edificio del Ayuntamiento y la Iglesia del Espíritu Santo, alrededor de una fuente. El juego de sombras que el sol arrojaba sobre la plaza la hacía mucho más hermosa de lo que probablemente hubiéramos podido contemplar en pleno mediodía. La gran Iglesia que ocupaba más de la mitad del espacio de la plaza, cuya parte trasera se enfrentaba al Ayuntamiento como si el poder de la iglesia hubiera dado la espalda al poder de los hombres terrenales, estaba presidida en su fachada de poniente por una gran torre coronada por uno de los tan típicos tejados de iglesia alemanes que ya habíamos visto en la lejanía en muchos pueblos desde la carretera.

Desde el centro de la plaza del mercado se podía ver el omnipresente castillo de la ciudad. Uno mientras está en Heidelberg no puede olvidar su presencia. Aunque no se vea se sabe que está ahí, como el espíritu del antiguo dueño de un palacio o fortaleza medieval que reniega a irse del que fue su hogar y baluarte de su poder y dominios aún después de muerto. Una vez el ojo capta la belleza, aunque más que bello u hermoso este castillo es atractivo, de la fortaleza rosada siempre la tiene presente, y muchas veces sin quererlo busca su presencia en las alturas, por encima de los tejados de los edificios, para calmar la necesidad de saberse bien protegido y cerciorarse de que las cosas siguen en si sitio y seguirán siempre así hasta que la locura de algún humano o alguna sociedad decidan poner fin al pasar del tiempo y al normal desarrollo de la historia.

El camino que yo estaba buscando era el de llegar hasta el puente viejo desde el que se tienen sin duda las mejores vistas de todo el conjunto urbano de Heidelberg y desde el cual se puede contemplar al mismo tiempo los campanarios de las distintas iglesias de la ciudad que se elevan hacia el cielo en busca de vete tú a saber qué, el gran río Neckar que sin ser uno de los más famosos de Alemania, y muy poco conocido fuera de sus fronteras, tiene en su encuentro con el Rihn aspiraciones de río amazónico y su anchura sobrecoge, el Castillo-Palacio de Heidelberg y el resto de tejados de la ciudad universitaria. Al puente se llega bordeando la Iglesia del Espírito Santo y cogiendo la calle que sale desde su lado norte. Todos los rincones de la ciudad estaban totalmente abarrotados de gente tomando algo en las terrazas de los cafés y de las cervecerías, o preparándose para cenar en los múltiples restaurantes. También proliferaban las heladerías de las que salían numerosas colas de personas que esperaban su turno para refrescar sus entrañas con un helado.
 
Vista de la Puerta Medieval de acceso al puente viejo.
Al final de la calle que llevábamos y con el sol ya apenas iluminando el último tercio de las fachadas de todos los edificios, se levanta una enorme puerta que da acceso al puente propiamente dicho. Es algo típico de los puentes medievales, aunque este no lo sea por haber sido erigido en el siglo XVIII, sobre todo del centro de Europa, aunque también tenemos buenas muestras de ello en España, el disponer en sus extremos, sobre todo el que da a la ciudad propiamente dicha, de puertas de acceso en las que antiguamente se pagaba una tarifa o impuesto para poder traspasar dicha puerta y entrar en la ciudad. Allí estaba la gran puerta, con dos torres esféricas coronadas con sendas cúpulas en forma de cebolla. Atravesamos la puerta y empezamos a recorrer el puente hasta prácticamente su mitad para desde allí poder contemplar tranquilamente la belleza de la ciudad, con su castillo en lo altos, sus torres eclesiásticas, sus tejados picudos, la puerta del puente y el río Neckar bajo nosotros. Y es aquí donde me fijé en la maravillosa luz de atardecer que nos acompañaba, que tuvimos el privilegio de contemplar, y que resbalaba con sus tonos dorados por los edificios que daban a la orilla del río y los tejados de las casas del centro de la ciudad. Una luz que daba las últimas caricias a esas fachadas a las que había acompañado durante todo el día y de las que ahora debía despedirse hasta la mañana siguiente, cuando después de morir en el horizonte, por poniente, el sol volviera a nacer otra vez con un nuevo día de vida del mundo, por oriente.

Caronte.