Alrededor de la
plaza se levantaban una serie de edificios con aire noble y antiguo, de
guardianes de la ciudad y de moradores de la misma desde hacía muchos tiempo.
Sin tener una forma clara ni definida, la Plaza del Mercado de Tréveris me
transmitía armonía y belleza. Todos los edificios miraban con orgullo la plaza,
las fachadas terminadas casi todas ellas puntiagudamente rodeaban el espacio
público y las torres de la catedral y de otras iglesias cercanas se alzaban
orgullosas sobre el resto de edificaciones dejando entrever su existencia sin
ser vistas directamente. Desde la plaza nos dirigimos primeramente hacia la
Porta Nigra, una construcción romana, símbolo de la ciudad. Podríamos haber ido
primero a visitar la Catedral, pero como ésta estaba en otra dirección, algo
opuesta a la de la Porta Nigra, decidimos ir primero hasta el monumento más
alejado para luego volver sobre nuestros pasos de nuevo hasta la Catedral.
La Porta Nigra es
una construcción masiva en piedra oscura, con dos aberturas que hacen las veces
de puertas en su parte baja, y numerosas ventanas en el propio cuerpo de la
construcción, que no me atrevo del todo a considerarla un edificio. Este
monumento alrededor del cual nos arremolinábamos los turistas que en ese
momento estábamos en Tréveris como si no hubiera nada más interesante en la
ciudad sirvió en su día como puerta de entrada a la ciudad romana y principal
baluarte defensivo de la misma. Fue construida alrededor del año 180 de nuestra
era, por lo que ha vivido muchos siglos del devenir del mundo y ha contemplado
impertérrita el comportamiento irracional del ser humano a lo largo de su
existencia, sufriéndolo también en sus propias piedras en alguna que otra ocasión.
No quiero decir que me pareciera poca cosa, porque no lo es, ni que no me
impresionara porque la verdad es que estar al lado de esa construcción impone,
lo que pasa es que lo que ya había visto de Tréveris me había gustado bastante
más, sobre todo el estilo arquitectónico de la ciudad, estilo que por otra
parte impera en toda esta zona de Alemania y que veríamos con asiduidad durante
esos días.
Como dije antes,
tras ver el monumento emblema de la ciudad de Tréveris nos dirigimos de nuevo
hacia la plaza del mercado para esta vez coger otra de las calles que salen de
la misma y llegar hasta la Catedral de San Pedro. Para ser más exactos lo que
íbamos a visitar no era solo la Catedral de Tréveris sino también la Iglesia de
Nuestra Señora, que está prácticamente adosada a la primera y por tanto nos
íbamos a quitar dos pájaros de un tiro. Estas dos grandiosas construcciones,
que representan le poder de Dios en la tierra y en su día intentaron simbolizar
todo el poder religioso de la ciudad, forman parte también de la lista del Patrimonio
Mundial de la UNESCO. Tengo que decir que el conjunto no solo es monumental
sino que también es realmente hermoso. Y es que tanto la Catedral de San Pedro
como la Iglesia de Nuestra Señora se elevan al cielo de Tréveris con sus
tremendas fachadas y torres de piedra gris o marrón, según como les dé el sol.
Son una muestra magnífica del estilo gótico primitivo alemán, es más la
Catedral se supone la construcción religiosa más antigua de toda Alemania, no
el edificio en su totalidad, sino partes del mismo que datan del IV. Pero si su
exterior es verdaderamente imponente como digo, el interior no se queda a la
zaga y destaca sobre todo por su amplitud de espacios y luminosidad natural,
aparte de por su altura. Cuando entré en la Catedral los ojos se me fueron
directamente al techo, como me suele pasar en este tipo de construcciones, y
allí se quedaron durante unos cuantos pasos. Lo más bonito de la catedral no
obstante no está en su propio interior, sino en el claustro desde el cual se
puede tener una visión global del conjunto eclesiástico con sus torres, arcos,
contrafuertes, gárgolas y pináculos. En el claustro coincidió que sonaron las
campanadas anunciando la hora, si no recuerdo mal, un espectáculo del que
siempre me ha gustado disfrutar porque me hace retroceder en el pasado a un
tiempo en el que ese sonido era el centro de la vida de la ciudad, ya que
marcaba todas las pautas de los ciudadanos, no sólo marcando las horas, sino
también los acontecimientos importantes de la vida social de un pueblo o
ciudad, como muertes, anuncios de reunión, o avisos frente a amenazas.
Dentro de ambas
iglesias se estaba bastante bien, básicamente porque hacía fresquito. El calor
que a esa hora del día ya hacía en el exterior no era para nada normal, y pasar
a un edificio en el que la temperatura bajaba considerablemente se agradecía.
Hubiera estado todo el día dentro de la Catedral, sentado en alguno de los
bancos, no sólo por sentir el frescor del ambiente, sino también por admirar la
armonía de las formas de las columnas, techos, bóvedas y arcos. No es algo que
sólo sintiera en Tréveris. El estilo gótico, en cualquiera de sus ramas y
épocas siempre me ha transmitido paz interior y tranquilidad. Contemplar las
fachadas góticas de muchas catedrales españolas me tranquiliza, y estar dentro
de esas construcciones me hace estar a gusto contemplando la belleza que el ser
humano es capaz de crear mediante formas. Pero no teníamos tampoco mucho tiempo
para estar visitando la catedral ya que teníamos una cita, cada vez más
cercana, con la velocidad y el olor a gasolina y rueda quemada en Nürburgring.
Salimos de nuevo a la plaza de la catedral donde el calor de nuevo nos golpeó
con toda rotundidad en la cara, y el sudor que dentro de la iglesia se había
secado y parecía haber desaparecido volvió a aparecer sin demorarse lo más
mínimo.
Volvimos hacia la
plaza del mercado de la que ya también, con algo de tristeza por mi parte, nos
despedimos y tomamos una de las calles que salen de la misma en dirección hacia
donde teníamos aparcado el coche. A parte de la persecución y las demoras de
mis compañeros de aventuras, admirando a las hembras de raza germánica o
teutónica (algunos hablaría de tetónica), llegamos de nuevo al Aula Palatina a
la que ahora el sol le daba más de frente iluminando su fachada principal
lateral y mostrando en todo su esplendor su tono rojizo y su historia
centenaria. Quiero añadir aquí una pequeña anécdota que recuerdo vivamente, y
es que caminando en dirección al parking por una de las aceras de la calle de
repente escuché un sorbido monumental de flema, de esos que alimentan y que
hacen saber a todo el que está cerca que te acabas de meter p’al cuerpo un
pollo que si lo hubieran echado habría volado sin duda alguna. Fue soberbio,
tanto que tanto mis compañeros como yo nos miramos y comentamos la rica
alimentación del germano que había generado semejante sonido interior.
El trayecto entre
Tréveris y el circuito de Nürburgring lo hizo Álex de conductor. Si alguno se
piensa que fue plácido o tranquilo que sepa que está totalmente equivocado.
Íbamos tarde. El tiempo se nos echaba encima. Se acercaban las dos de la tarde,
hora de apertura del circuito, y aún estábamos a bastantes kilómetros de
distancia. Además no habíamos comido. Pero ningún problema nos puede hacer
sufrir como dirían Timón y Pumba. La comida la habíamos comprado por la mañana
antes de salir de Ulmen camino de Tréveris en un Lidl. Llevábamos además desde
Madrid fiambre envasado, por lo que ese día decidimos comer bocadillos, para lo
que sólo nos faltaba el pan. Ahora bien el tiempo nos apremiaba, había que
ganarlo de alguna manera. Decidimos que durante el trayecto en coche mientras
Álex hacía de piloto esquivando y quitándose coches lentos de encima y
zigzagueando por la autopista a algo más de la velocidad permitida; Juan Carlos
y yo nos ocupábamos de montar los bocadillos lo mejor posible sin ensuciar
demasiado un coche en el que deberíamos hacer todavía muchos kilómetros. La
verdad es que el trayecto fue gracioso: verme a mí intentando cortar la barra
de pan en tres trozos decentes para hacer los bocadillos y abriéndolos por la
mitad para que posteriormente Juan Carlos los rellenara con mortadela,
salchichón y queso a más de cien kilómetros por hora en mitad de una autopista
alemana no creo que sea algo que vayamos a repetir nunca. No hay que olvidad
que yo estaba manejando una navaja al mismo tiempo que Álex aceleraba y frenaba
y movía el volante a izquierda y derecha con lo que mi propia estabilidad y
seguridad estaban en peligro.
Al final todo fue
bien y logramos hacer tres bocadillos muy decentes. Antes de llegar al circuito
paramos de nuevo en Ulmen (parecía que ese pequeño pueblo nos atraía
inmisericordemente hacia sus calles) en una gasolinera, ya que nos pillada de camino
a Nürburgring, para hacer un pit stop
de puesta a punto del coche. Esto supongo que sería una manía de mis dos
compañeros de viaje, ya que sinceramente estaban muy alterados porque no
llegábamos (mentira cochina, ya que estábamos ya bastante cerca del circuito y
no eran todavía las dos de la tarde) y porque había que hacer no sé qué
revisión de la presión de la ruedas, limpiar el parabrisas y alguna que otra
chorrada más relacionada con la mecánica de los coches que sinceramente poco me
importaba. Además no sé si fue por Álex, pero creo que tuvimos que
prácticamente sacar todo lo que llevábamos en el maletero tan bien colocado a
presión y que nuestro tiempo, esfuerzo y sudor nos había costado por la mañana,
porque tenía que coger una zapatillas adecuadas para conducir. Más nervios
todavía. Así estuvimos en la gasolinera, como Los Roper, sacando y metiendo cosas en el coche. No quiero imaginar
lo que pensarían los alemanes que nos vieran (aunque peor imagen de la que ya
deben tener de los españoles no creo que se llevaran).
Al llegar al
circuito de Nürburgring aparcamos donde lo hicimos al día anterior, en el mismo
parking. El calor ya era totalmente exagerado, abrasaba la piel, no había zona,
ya fuera al sol o a la sobre donde no se sintiera encima el peso del calor. Era
puro fuego. Sombras que arrojaban los árboles eran apenas testimoniales ya que
no aliviaban la sensación de horno crematorio que había en el ambiente. No
exagero si digo que muy pocas veces en España, en Madrid o en cualquier otro lugar
en el que haya estado en verano, he sentido yo semejante sensación de calor y
bochorno, ni siquiera cuando estuve en Granada con mis amigos de la universidad
sentí semejante sensación de asfixia. Sentados en un bordillo en una zona donde
un árbol raquítico arrojaba su sombra nos comimos los bocadillos. Tanto Juan
Carlos como Álex estaban nerviosos por volver a entrar en la mítica pista de
carreras. Ambos son unos tremendos amantes del motor, podría usar incluso la
expresión de fanáticos de las carreras y los coches y no creo que me alejara
demasiado de la realidad.
Antes de que
abrieran la pista me dirigí hacia los lavabos de la zona de recepción de
visitantes para echarme un poco de agua por el cuello para intentar aliviar el
calor que sentía. Fue en vano. Ni toda el agua del océano Pacífico hubiera
bastado para que el calor que sentía se hubiera disipado. Si me hubiera podido
teletransportar a alguna parte del planeta en ese instante, sin duda alguna
hubiera elegido la Antártida y los pingüinos. Además en el baño aproveché para
cargar la cámara de fotos que andaba un poco baja de batería y no quería correr
el riesgo de quedarme sin posibilidad de sacar fotos, no ya en el circuito, que
el día anterior quedó perfectamente retratado con unas quinientas fotografías,
sino más bien de lo que quedaba por ver ese día que la verdad me hacía mucha
ilusión. Por esta razón decidí robar un poco de electricidad a los alemanes ya
que ellos llevan dándonos por saco desde hace ya bastantes años al resto de
europeos de bien, y desenchufé un secador, o un radiador, no recuerdo muy bien
qué tipo de aparato fue, aunque es secundario la verdad, y enchufé el cargador
de la batería de la cámara en su lugar. Esta operación la realicé un par de
veces más mientras estuvimos en el circuito aquel día. Poco se cargaría la
cámara, pero algo es algo por muy poco que sea.
Mientras cargaba
la cámara yo rondaba los alrededores del baño disimulando como que estaba
echándome agua en la cara debido al calor, cosa que en el fondo no tendría que haber
disimulado porque lo que se dice calor hacía bastante, ya lo h dicho, pero así
al menos no me sentía tan culpable por estar “robando” electricidad. El tiempo
que pasé en los lavabos me dio tiempo a contemplar las paredes de la zona de
acceso a los mismos. Todas ellas estaban totalmente cubiertas de firmas de
personas que habían pasado por allí. En muchos y muy diversos idiomas, entre
los que también estaba el español, encontraba mensajes del estilo “fulanito
estuvo aquí en tal fecha”, o incluso alguna que otra declaración de amor
original cuanto menos. No sé si habría también algún mensaje de esos tan
típicos que hay en las puertas de los baños españoles que incitan a realizar
actos algo obscenos y subidos de tono, dejando números de teléfono a los que
llamar para conseguir placer, básicamente porque no sé idiomas. Quizá sí los
había lo que pasa que como no sé alemán, ni checo, ni turco, ni ruso pues no
puedo afirmarlo con rotundidad. Sí confirmo que en las partes más ocultas de
ese pasillo de los lavabos sí que había pegatinas en las que se anunciaban
espectáculos de chicas ligeras de ropa. Al final todos los hombres, y mujeres,
somos iguales en cualquier parte del mundo.
Al final llegó la
hora de entrar de nuevo a la mítica pista de Nürburgring a dar las vueltas que
nos quedaban por dar. Como el día anterior fue Álex el que dio la primera
vuelta, y como el día anterior fue igual de espectacular. La segunda y última
vuelta si no recuerdo mal la hizo Juan Carlos, después de haber dejado respirar
un poco al coche tras el esfuerzo que había tenido que hacer en la pista
teniendo en cuenta además que ese segundo día en el Infierno Verde el coche iba
totalmente cargado, no sólo por nosotros sino por todo lo demás en el maletero,
y supongo que eso debe de notarse en la conducción, aunque yo no tenga ni idea.
De las dos primeras vueltas a estas dos últimas aunque apenas pasaron unas
horas, parecía que había transcurrido una eternidad. Tanto Álex como Juan
Carlos, aunque supongo que más en este caso, condujeron mucho mejor que el día
anterior. El conocer el circuito en vivo y no simplemente por los videojuegos,
por muy realistas que éstos sean marca una diferencia capital, y eso se notó.
Mis compañeros de viaje ya se conocían las curvas y su tacto real, ya sabían por
donde tomarlas mejor y por donde era más complicado. Esa segunda vuelta de cada
uno les permitió poder afinar un poco más la conducción.
Caronte.
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