Allí plantado
encima del puente, contemplando e intentando asimilar todo aquello que mis ojos
no podían abarcar por lo bello que era, estuve un buen raro. Mis dos compañeros
de aventura, Juan Carlos y Álex también hicieron lo propio y cada uno a su
manera supongo, disfrutaron de las tremendas vistas que nos brindaba la
ocasión, ese momento, ese instante irrepetible. Además de una luz
sobrecogedoramente hermosa, el sol arrojaba todavía sobre todos nosotros y las
piedras del puente un calor impropio de esos lugares de Alemania. Eran más de
las ocho de la tarde y el ambiente todavía contenía un calor infernal, que
emanaba de paredes, bancos, paramentos de piedra y asfalto. Antes de dejar el
puente por el momento pedimos que nos echaran una foto a los tres juntos. Fue
curioso el hecho de que mucha de la gente que había a nuestro alrededor hablara
español, aunque no el mismo que nosotros, sino más bien el español de América,
tan rico en matices y de sonoridad tan musical y diferente al español de
Europa, ya corrompido por la globalización y la presión de aquellos que nunca
lo han valorado como gran idioma del mundo.
El sol sobre el río Neckar |
Volvimos a
atravesar la puerta medieval que nos condujo de vuelta a las calles de Heidelberg.
Volvimos a subir hasta la Iglesia del Espíritu Santo y tomamos la calle
principal, Haupstrasse, en la que la cantidad de gente que había la hacía
parecerse más a una calle comercial de España, ya fuera la calle Preciados de
Madrid o la calle Larios de Málaga, que a lo que realmente era: el eje
principal de una vieja, noble y fría ciudad alemana. Yo creo que en el fondo no
hay tanta diferencia entre los europeos. Muchas veces tildan a los españoles de
vivir todo el día en la calle, de puertas para afuera, de estar todo el día en
los bares tomando algo y disfrutando de la vida y trabajando poco. Pero quien
estuviera ese tarde-noche en Heidelberg se hubiera quedado tan atónico como lo
estuve yo. No me podía creer que toda la vida callejera que estaban contemplando
mis ojos correspondiera a una ciudad alemana, llena de fríos, tímidos y
trabajadores alemanes. Disfruté aquella tarde-noche como un crío con zapatos
nuevos. Estaba feliz. Por fin estaba pasando un rato como me gusta a mí visitar
los sitios, sin prisas, como un turista normal, de esos que se alojan en
hoteles, se duchan en cuartos de baños individuales, duermen en camas con
somier y colchón, y desayunan, comen y cenan sentados a una mesa sin tener
luego que lavar los platos y cubiertos. Una y mil veces hubiera paseado aquel
día por las calles de Heidelberg. Una y mil veces me hubiera quedado sin hacer
nada sentado en alguna de las numerosas terrazas que abarrotaban todas las
calles de la ciudad y en las que se veía a la gente dar debida cuenta de las
cervezas y los platos que habían pedido para cenar.
De la calle
principal nos salimos un instante para acercarnos a ver la Iglesia de los
Jesuitas. Apartada en una pequeña placita sin más ornamento que unas farolas de
hierro, se alza una iglesia con una fachada renacentista sobria y sin muchos
adornos, de piedra rojiza que mostraba con la luz que mandaba el sol ya
moribundo una tonalidad de fuego increíble que iluminaba toda la plaza y vencía
a las sombras que ya poco a poco iban cubriendo la fachada. Callejeando otro
poco llegamos a la Plaza de la Universidad, que como el resto de plazas grandes
de la ciudad estaba repleta de vida, aunque es esta destacaba sobre todo la
vida joven, universitaria. Había estudiantes sentados por doquier, sobre todo
en las escaleras de entrada a los diversos edificios de la universidad que
sabana la plaza, algunos corrillos también había formados en rincones de la
misma. El conjunto monumental era armonioso y rebosaba belleza, esa belleza que
tan bien supo transmitir el estilo que se llevó en el Renacimiento y en el
Barroco Alemán sobre todo.
Por uno de los
extremos de la plaza continuaba la calle principal de Heidelberg y la retomamos
con gusto disfrutando de la ciudad y del paseo, y también del descenso en la
sensación térmica del ambiente. Un poco más adelante en la calle pasamos en
frente de otra iglesia a la que se accedía a través de una puerta situada en la
base de una gran torre coronada también como el resto de las torres de la
ciudad por una cúpula en forma de cebolla. No pasamos, pero no dejé de
fotografiar desde varios ángulos y con diversos encuadres la perspectiva de
toda la ciudad, con el sol dorando ya únicamente las torres y los tejados de
los edificios más altos. Tomamos una calle que salía del lado derecho de la
principal y que por una de esas casualidades de la vida nos llevó a topar con
una bandera que nos sonaba bastante. No era la de España pero era casi tan
reconocible para un español de bien. En un balcón y atada a un mástil que salía
de una ventana había una Ikurriña en la que se podía leer Gora Euskadi. Sin ser la bandera de mi tierra me sentí orgulloso de
ver una muestra de algo español en el extranjero (porque aunque a algunos les
moleste Euskadi es tan España como Toledo).
Siguiendo la calle
que nos sacó de la Haupstrasse llegamos al río, o mejor dicho al paseo que
caminaba al borde del mismo. Ya había hambre por lo que el paseo que estábamos
dando ya no era tal cosa, sino más bien una búsqueda de un lugar donde llenar
nuestro olvidados estómagos que ya reclamaban nuestra atención. Seguimos
caminando por la calle que corre paralela al Neckar, pero ya no simplemente
disfrutando de un buen paseo por Heidelberg, sino más bien buscando ya un lugar
donde pudiéramos cenar. Yo tenía ganas de cenar bien, es decir, en un
restaurante como dios manda. No me importaba tampoco mucho lo que nos costara,
no estaba en Alemania a miles de kilómetros de mi casa para estar escatimando
unos euros en comer por muy jóvenes y estudiantes que fuéramos (siempre me ha
parecido absurdo poner este tipo de excusas a la hora de hablar de dinero).
Aunque también tenía presente que no iba solo en ese viaje y que la decisión
sobre donde cenar no sólo me correspondía a mí únicamente. Buscando algún sitio
donde cenar llegamos hasta un edificio con un enorme patio interior que tenía
pinta de haber sido en su día parte de una fortaleza militar, y que sin embargo
ahora servía como comedor para estudiantes de la Universidad de Heidelberg.
Echamos un vistazo a lo que por allí se cocinaba pero terminamos por pasar de
largo, básicamente porque no nos convencía en conjunto (a mí no me apetecía
nada cenar allí).
Hauptstrasse |
Decidimos volver a
la calle principal, y para ello tomamos una calle que ascendía hacia la misma.
Por casualidad salimos de nuevo a la plaza de la Universidad que apenas unos
minutos antes habíamos atravesado. De nuevo en la calle principal comprobamos
la gran cantidad de restaurantes y lugares donde poder cenar que había.
Sabíamos que como en toda ciudad turística, el cenar en alguno de esos
restaurantes podría llegar a resultar excesivamente caro para la calidad que
luego recibiríamos. Pero teníamos hambre, y pese a dar pasos de varias
direcciones y andar y desandar varias veces la calle presas de la indecisión típica
que suele cundir entre la gente que no se decide nunca a optar por un
restaurante u otro para comer para así no sentirse luego culpable de los
resultados de la elección, al final decidimos sentarnos en la terraza de un
restaurante que tenía pinta de ser típicamente alemán, a pocos paso de la plaza
de la Universidad, pero en Hauptstrasse. Me he permitido la molestia de buscar
el nombre del mismo, no ya sólo para incluirlo en esta narración, sino en parte
también por nostalgia. El restaurante se llamaba, y supongo que seguirá
llamándose, Zum Weissen Schwanen.
Por fin nos
sentábamos y empezábamos a descansar un poco después de varios días de
frenética actividad en los que únicamente encontrábamos tranquilidad a última
hora de la noche en la tienda de campaña. En primer lugar nos atendió una chica
rubia, más o menos joven, que no entendía nada que no fuera alemán, salvo el
nombre de las cervezas que mis amigos pidieron para ir abriéndose el apetito
completamente y la Fanta que yo me pedí. Con la bebida, que fueron dos grandes
tubos de cerveza y una botellita de cristal de Fanta de naranja, la camarera
también nos trajo la carta. Para nuestra sorpresa toda la carta estaba escrita
en alemán, y no teníamos ni la más mínima idea de lo que cada plato contenía, salvo
por algunas palabras que sí sabíamos más o menos lo que podían significar. La
camarera tampoco es que sirviera de mucha ayuda, ya que aparte de que parecía
poco contenta con tener que atender la mesa de varios jóvenes que tenían más
bien pinta de ir justos de dinero y que por tanto tampoco podrían dejar mucha
propina que de ricos hijos de industriales españoles, tampoco sabía inglés. Al
final llamó a uno de los cocineros que salió todo sudoroso del fondo del local
para ayudarnos con la carta.
Si la camarera
podría representar perfectamente el prototipo de mujer alemana: rubia, de ojos
azules y modales rudos; el cocinero, o camarero, o lo que fuera el hombre que
salió en nuestra ayuda, también representaba el típico alemán cerrado de
provincias, de la Alemania más castiza que diríamos en España. Era un hombre
fornido, fuerte más que gordo, aunque también había algo de lo último, rubio,
con poco pelo en la cabeza, no por estar calvo sino por llevarlo cortado, con
delantal que iba demasiado apretado para dejarle respirar bien, de cara
regordeta, bigote escueto, y pómulos excesivamente colorados (no sabíamos muy
bien si por el calor natural que hacía o por el calor artificial producido por
la bebida nacional alemana). Sin embargo aún pareciendo de esos alemanes secos
de carácter, fue muy amable con nosotros y estuvo un buen rato intentando
ayudándonos a entender la carta, a pesar de que tampoco es que tuviera muchas
nociones de inglés, y que el conocimiento de la lengua de Shakespeare se
limitaba a unas cuantas palabras. A pesar de todo eso logró hacerse entender,
no sin esfuerzos y sudando la gota gorda, y pudimos pedir nuestra cena.
Mientras
esperábamos a que nos trajeran lo pedido, nos dedicamos a descansar por fin
como señores turistas. Todos hicimos las correspondientes llamadas a nuestras
familias en España, y Juan Carlos y Álex me pidieron la cámara de fotos para
poder ver las fotos del circuito de Nürburgring, tanto las de ese día como las
de la jornada anterior, que todavía no habían tenido tiempo de contemplar con
calma. Estuvieron un buen rato viéndolas y disfrutando del recuerdo de esa
experiencia, avivado por las fotos. Por fin llegó la tan ansiada comida. Yo me
pedí una pechuga de pollo regada por una salsa de champiñones y setas,
acompañada de patatas fritas. Estaba deliciosa. No pude acertar mejor con lo
que pedí. De lo que pidieron mis compañeros de aventura no tengo el más mínimo
recuerdo. Dimos cuenta de la cena con ávida fruición. Tras acabar nuestros
platos estuvimos un buen rato haciendo sobremesa. Mis dos compañeros de viaje
pidieron otra cerveza más para compartir, y yo otra Fanta para variar. Mientras
bebíamos esta última ronda me dediqué a disfrutar de estar allí sentado en esa
terraza.
La noche cayó
sobre nosotros y las luces de las tiendas, cervecerías y restaurantes
iluminaban la calle principal; las farolas de tonos anaranjados también hacían
lo suyo. El calor que durante todo el día había hecho ahora parecía menos
intenso. La vida de Heidelberg seguía pareciéndome extraordinaria y rara al
mismo tiempo ya que no me pegaba nada para estar en Alemania. Los tópicos sobre
países son muy malos. Al final pagamos la cena, que he de reconocer que no me
pareció nada cara para lo que habíamos cenado y lo bueno que había estado, al
menos lo que yo comí. Nos despedimos dejando la máxima propina que nuestros
bolsillos podían permitirse. Nos despedimos con cariño del alemán que nos había
ayudado a entender la carta y a elegir nuestra cena.
Antes de
encaminarnos hacia el coche para volver al camping (que ya se suponía no íbamos
a llegar a la hora que nos dijeron que estuviéramos de vuelta) les pedí a mis
compañeros volver al Puente Viejo para tirar unas últimas fotos de la ciudad de
noche y poder así contemplarla como no habíamos contemplado todavía ninguna
ciudad en Alemania o en Francia. Volvimos a atravesar la puerta medieval de
acceso al puente, sin embargo y aunque apenas separaban los dos instantes un
par de horas la sensación de atravesar esa puerta y comenzar a andar por el
puente nada tenía que ver con la que habíamos vivido con la luz del atardecer.
La multitud seguía abarrotando el puente. Los flashes de las cámaras de fotos
estallaban por doquier iluminando las siluetas de los modelos temporales. Allí
estaba Heidelberg, la ciudad universitaria más antigua de toda Alemania, con
sus casas de estilo renacentista y barroco, sus iglesias y sus torres, sus
plazas y calles empedradas y su castillo-palacio colgado de la montaña
iluminado por una luz naranja que lo hacía resaltar sobre el fondo oscuro de
los árboles. Así fue como nos despedimos realmente de esa maravillosa ciudad,
con nocturnidad pero sin alevosía. Allí dejamos a la más bella de las ciudades
alemanas que de momento habíamos visitado, y tras realizar el viaje completo y
hacer balance en mi propio fuero interno para mí la ciudad que más me llenó y
gustó. De todos los lugares que visité el verano pasado si tuviera que elegir
uno para volver sería este, y sin duda volveré a esta bella ciudad, y
probablemente en invierno para poder verla también si se da la ocasión cubierta
por el manto blanco del invierno.
El camino de
vuelta hacia el coche discurrió por los mismos lugares, calles y plazas que la
venida. La vida en las calles de la ciudad no se reducía, aún es más tenía la
sensación de que aumentaba con la caída de la tarda y la llegada de la noche.
Bien podríamos haber estado en una ciudad española, a saber Alcalá de Henares,
Salamanca o Valladolid. Al llegar al coche me puse las gafas de ver ya que
debido a que mis dos compañeros de viaje habían bebido un par de cervezas y no
querían arriesgarse a que pasara nada me tocó a mí conducir de vuelta al
camping. Eso sí las calles que cuando dejamos el camping camino del centro de
la ciudad bullían de coches, ahora estaba totalmente desierta, y apenas íbamos
un par de automóviles y algún autobús urbano. Al llegar al camping ya nos
esperábamos tener que dejar el coche en la entrada porque estuviera cerrada la
barrera de acceso, pero no fue así. Lo que pasa es que tuvimos que llegar hasta
la zona de nuestra tienda de campaña con el mayor sigilo posible. Llevé el
coche lo mejor que pude por una senda muy estrecha llena de baches que no se
veían y además con las luces apagadas para no molestas. Menos mal que Álex se
bajó del coche y me fue guiando.
Una vez aparcado
el coche con éxito sólo faltaba ducharse. Era tarde pero los tres necesitábamos
una ducha como agua de mayo. Cogimos nuestras cosas para el baño y nos
dirigimos de nuevo, esta vez andando, hacia la entrada del camping donde
estaban las duchas y los baños. No tuvimos que esperar porque no había nadie
para ducharse, aunque en la ciudad oriental seguía habiendo mucha vida, ruido,
vapores y aromas de alimentos hervidos, y luces de neón encendidas. Nos
duchamos relajadamente. Además aproveché, tal y como había hecho en
Nürburgring, los enchufes del baño para cargar la cámara de fotos ya que la
batería estaba ya en las últimas. Mientras cargaba la cámara y nos secábamos un
poco al aire libre de la noche y a la poco, por no decir escasa, brisa que se levantaba
desde el Neckar estuvimos observando la vida del camping y de los coreanos. Al
poco rato empezó a haber mucho movimiento en las duchas y es que todos los
coreanos, por turnos empezaron a llegar para asearse, lavarse los dientes,
algunos ducharse, otros cortarse las uñas, otros esputar de tal manera que
parecían que iban a echar los intestinos por la boca y otros hacer de vientre
dejando tal olor que por un momento se revivió en el baño del camping el horror
de las cámaras de gas.
Cuando consideré
que la batería de la cámara ya estaba lo suficientemente cargada les dije a mis
dos compañeros de viaje que podíamos volver a la tienda de campaña para ya
dormir de una vez. Todavía tardamos unos minutos en irnos porque ahora Juan
Carlos y Álex estaban viendo los vídeos que habían grabado en Nürburgring y en
los que se plasmaban sus vueltas a la mítica pista de carreras. Estuvieron
disfrutándolo un buen rato, a veces comentando fallos, otras veces aciertos, y
otras simplemente en silencio viendo cómo habían pasado por los tramos más
legendarios del circuito. Supongo que todavía no se creían, no habían asimilado
realmente que habían estado allí dentro dando una vueltas, no un día sino dos,
y que habían superado dicha prueba, porque me imagino que para ellos aquello
sería una prueba, con éxito y sacando matrícula de honor, aunque yo solo les
oía de vez en cuando comentar qué habría que corregir para bajar el tiempo que
habían hecho en la pista. Mientras hacían esto mis compañeros, yo me dediqué a
repasar mentalmente mientras miraba hacia el campamento coreano todo lo que el
día había dado de sí, y lo increíble que también me parecía todo lo que estaba
viviendo.
Al final volvimos
a la tienda de campaña intentando no molestar al resto de campistas y también
evitando tropezar con los baches del camino, aunque para eso yo llevaba una
linterna de esas que funcionan si las cargas con una manivela, a la que le daba
todo el rato como si fuera un crío de cinco o seis años que ha descubierto un
modo de diversión increíble y fascinante. Preparamos todo lo que podíamos
preparar para aligerar la salida al día siguiente y nos metimos en la tienda de
campaña. Fuera la noche estaba tibia, dentro de la tienda hacía bastante calor,
pero era lo que tocaba, de poco sirvió la ducha, pronto empecé de nuevo a sudar
y mi espalda daba debida cuenta de ello. Así acabó ese día que empezó muchos
kilómetros y aventuras atrás, y en el que vimos ruinas romanas, pudimos
disfrutar una vez más del mítico Infierno Verde y descubrimos muchas historias
y anécdotas en la ciudad universitaria alemana por excelencia en la que una
banda de coreanos había levantado un campo base.
Caronte.
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