domingo, 7 de junio de 2015

Ruinas romanas, más goma quemada y muchos coreanos (IV)

Allí plantado encima del puente, contemplando e intentando asimilar todo aquello que mis ojos no podían abarcar por lo bello que era, estuve un buen raro. Mis dos compañeros de aventura, Juan Carlos y Álex también hicieron lo propio y cada uno a su manera supongo, disfrutaron de las tremendas vistas que nos brindaba la ocasión, ese momento, ese instante irrepetible. Además de una luz sobrecogedoramente hermosa, el sol arrojaba todavía sobre todos nosotros y las piedras del puente un calor impropio de esos lugares de Alemania. Eran más de las ocho de la tarde y el ambiente todavía contenía un calor infernal, que emanaba de paredes, bancos, paramentos de piedra y asfalto. Antes de dejar el puente por el momento pedimos que nos echaran una foto a los tres juntos. Fue curioso el hecho de que mucha de la gente que había a nuestro alrededor hablara español, aunque no el mismo que nosotros, sino más bien el español de América, tan rico en matices y de sonoridad tan musical y diferente al español de Europa, ya corrompido por la globalización y la presión de aquellos que nunca lo han valorado como gran idioma del mundo.
El sol sobre el río Neckar
Volvimos a atravesar la puerta medieval que nos condujo de vuelta a las calles de Heidelberg. Volvimos a subir hasta la Iglesia del Espíritu Santo y tomamos la calle principal, Haupstrasse, en la que la cantidad de gente que había la hacía parecerse más a una calle comercial de España, ya fuera la calle Preciados de Madrid o la calle Larios de Málaga, que a lo que realmente era: el eje principal de una vieja, noble y fría ciudad alemana. Yo creo que en el fondo no hay tanta diferencia entre los europeos. Muchas veces tildan a los españoles de vivir todo el día en la calle, de puertas para afuera, de estar todo el día en los bares tomando algo y disfrutando de la vida y trabajando poco. Pero quien estuviera ese tarde-noche en Heidelberg se hubiera quedado tan atónico como lo estuve yo. No me podía creer que toda la vida callejera que estaban contemplando mis ojos correspondiera a una ciudad alemana, llena de fríos, tímidos y trabajadores alemanes. Disfruté aquella tarde-noche como un crío con zapatos nuevos. Estaba feliz. Por fin estaba pasando un rato como me gusta a mí visitar los sitios, sin prisas, como un turista normal, de esos que se alojan en hoteles, se duchan en cuartos de baños individuales, duermen en camas con somier y colchón, y desayunan, comen y cenan sentados a una mesa sin tener luego que lavar los platos y cubiertos. Una y mil veces hubiera paseado aquel día por las calles de Heidelberg. Una y mil veces me hubiera quedado sin hacer nada sentado en alguna de las numerosas terrazas que abarrotaban todas las calles de la ciudad y en las que se veía a la gente dar debida cuenta de las cervezas y los platos que habían pedido para cenar.

De la calle principal nos salimos un instante para acercarnos a ver la Iglesia de los Jesuitas. Apartada en una pequeña placita sin más ornamento que unas farolas de hierro, se alza una iglesia con una fachada renacentista sobria y sin muchos adornos, de piedra rojiza que mostraba con la luz que mandaba el sol ya moribundo una tonalidad de fuego increíble que iluminaba toda la plaza y vencía a las sombras que ya poco a poco iban cubriendo la fachada. Callejeando otro poco llegamos a la Plaza de la Universidad, que como el resto de plazas grandes de la ciudad estaba repleta de vida, aunque es esta destacaba sobre todo la vida joven, universitaria. Había estudiantes sentados por doquier, sobre todo en las escaleras de entrada a los diversos edificios de la universidad que sabana la plaza, algunos corrillos también había formados en rincones de la misma. El conjunto monumental era armonioso y rebosaba belleza, esa belleza que tan bien supo transmitir el estilo que se llevó en el Renacimiento y en el Barroco Alemán sobre todo.
 
Plaza de la Iglesia de los jesuitas
Por uno de los extremos de la plaza continuaba la calle principal de Heidelberg y la retomamos con gusto disfrutando de la ciudad y del paseo, y también del descenso en la sensación térmica del ambiente. Un poco más adelante en la calle pasamos en frente de otra iglesia a la que se accedía a través de una puerta situada en la base de una gran torre coronada también como el resto de las torres de la ciudad por una cúpula en forma de cebolla. No pasamos, pero no dejé de fotografiar desde varios ángulos y con diversos encuadres la perspectiva de toda la ciudad, con el sol dorando ya únicamente las torres y los tejados de los edificios más altos. Tomamos una calle que salía del lado derecho de la principal y que por una de esas casualidades de la vida nos llevó a topar con una bandera que nos sonaba bastante. No era la de España pero era casi tan reconocible para un español de bien. En un balcón y atada a un mástil que salía de una ventana había una Ikurriña en la que se podía leer Gora Euskadi. Sin ser la bandera de mi tierra me sentí orgulloso de ver una muestra de algo español en el extranjero (porque aunque a algunos les moleste Euskadi es tan España como Toledo).

Siguiendo la calle que nos sacó de la Haupstrasse llegamos al río, o mejor dicho al paseo que caminaba al borde del mismo. Ya había hambre por lo que el paseo que estábamos dando ya no era tal cosa, sino más bien una búsqueda de un lugar donde llenar nuestro olvidados estómagos que ya reclamaban nuestra atención. Seguimos caminando por la calle que corre paralela al Neckar, pero ya no simplemente disfrutando de un buen paseo por Heidelberg, sino más bien buscando ya un lugar donde pudiéramos cenar. Yo tenía ganas de cenar bien, es decir, en un restaurante como dios manda. No me importaba tampoco mucho lo que nos costara, no estaba en Alemania a miles de kilómetros de mi casa para estar escatimando unos euros en comer por muy jóvenes y estudiantes que fuéramos (siempre me ha parecido absurdo poner este tipo de excusas a la hora de hablar de dinero). Aunque también tenía presente que no iba solo en ese viaje y que la decisión sobre donde cenar no sólo me correspondía a mí únicamente. Buscando algún sitio donde cenar llegamos hasta un edificio con un enorme patio interior que tenía pinta de haber sido en su día parte de una fortaleza militar, y que sin embargo ahora servía como comedor para estudiantes de la Universidad de Heidelberg. Echamos un vistazo a lo que por allí se cocinaba pero terminamos por pasar de largo, básicamente porque no nos convencía en conjunto (a mí no me apetecía nada cenar allí).

Hauptstrasse
Decidimos volver a la calle principal, y para ello tomamos una calle que ascendía hacia la misma. Por casualidad salimos de nuevo a la plaza de la Universidad que apenas unos minutos antes habíamos atravesado. De nuevo en la calle principal comprobamos la gran cantidad de restaurantes y lugares donde poder cenar que había. Sabíamos que como en toda ciudad turística, el cenar en alguno de esos restaurantes podría llegar a resultar excesivamente caro para la calidad que luego recibiríamos. Pero teníamos hambre, y pese a dar pasos de varias direcciones y andar y desandar varias veces la calle presas de la indecisión típica que suele cundir entre la gente que no se decide nunca a optar por un restaurante u otro para comer para así no sentirse luego culpable de los resultados de la elección, al final decidimos sentarnos en la terraza de un restaurante que tenía pinta de ser típicamente alemán, a pocos paso de la plaza de la Universidad, pero en Hauptstrasse. Me he permitido la molestia de buscar el nombre del mismo, no ya sólo para incluirlo en esta narración, sino en parte también por nostalgia. El restaurante se llamaba, y supongo que seguirá llamándose, Zum Weissen Schwanen.

Por fin nos sentábamos y empezábamos a descansar un poco después de varios días de frenética actividad en los que únicamente encontrábamos tranquilidad a última hora de la noche en la tienda de campaña. En primer lugar nos atendió una chica rubia, más o menos joven, que no entendía nada que no fuera alemán, salvo el nombre de las cervezas que mis amigos pidieron para ir abriéndose el apetito completamente y la Fanta que yo me pedí. Con la bebida, que fueron dos grandes tubos de cerveza y una botellita de cristal de Fanta de naranja, la camarera también nos trajo la carta. Para nuestra sorpresa toda la carta estaba escrita en alemán, y no teníamos ni la más mínima idea de lo que cada plato contenía, salvo por algunas palabras que sí sabíamos más o menos lo que podían significar. La camarera tampoco es que sirviera de mucha ayuda, ya que aparte de que parecía poco contenta con tener que atender la mesa de varios jóvenes que tenían más bien pinta de ir justos de dinero y que por tanto tampoco podrían dejar mucha propina que de ricos hijos de industriales españoles, tampoco sabía inglés. Al final llamó a uno de los cocineros que salió todo sudoroso del fondo del local para ayudarnos con la carta.

Si la camarera podría representar perfectamente el prototipo de mujer alemana: rubia, de ojos azules y modales rudos; el cocinero, o camarero, o lo que fuera el hombre que salió en nuestra ayuda, también representaba el típico alemán cerrado de provincias, de la Alemania más castiza que diríamos en España. Era un hombre fornido, fuerte más que gordo, aunque también había algo de lo último, rubio, con poco pelo en la cabeza, no por estar calvo sino por llevarlo cortado, con delantal que iba demasiado apretado para dejarle respirar bien, de cara regordeta, bigote escueto, y pómulos excesivamente colorados (no sabíamos muy bien si por el calor natural que hacía o por el calor artificial producido por la bebida nacional alemana). Sin embargo aún pareciendo de esos alemanes secos de carácter, fue muy amable con nosotros y estuvo un buen rato intentando ayudándonos a entender la carta, a pesar de que tampoco es que tuviera muchas nociones de inglés, y que el conocimiento de la lengua de Shakespeare se limitaba a unas cuantas palabras. A pesar de todo eso logró hacerse entender, no sin esfuerzos y sudando la gota gorda, y pudimos pedir nuestra cena.

Mientras esperábamos a que nos trajeran lo pedido, nos dedicamos a descansar por fin como señores turistas. Todos hicimos las correspondientes llamadas a nuestras familias en España, y Juan Carlos y Álex me pidieron la cámara de fotos para poder ver las fotos del circuito de Nürburgring, tanto las de ese día como las de la jornada anterior, que todavía no habían tenido tiempo de contemplar con calma. Estuvieron un buen rato viéndolas y disfrutando del recuerdo de esa experiencia, avivado por las fotos. Por fin llegó la tan ansiada comida. Yo me pedí una pechuga de pollo regada por una salsa de champiñones y setas, acompañada de patatas fritas. Estaba deliciosa. No pude acertar mejor con lo que pedí. De lo que pidieron mis compañeros de aventura no tengo el más mínimo recuerdo. Dimos cuenta de la cena con ávida fruición. Tras acabar nuestros platos estuvimos un buen rato haciendo sobremesa. Mis dos compañeros de viaje pidieron otra cerveza más para compartir, y yo otra Fanta para variar. Mientras bebíamos esta última ronda me dediqué a disfrutar de estar allí sentado en esa terraza.

La noche cayó sobre nosotros y las luces de las tiendas, cervecerías y restaurantes iluminaban la calle principal; las farolas de tonos anaranjados también hacían lo suyo. El calor que durante todo el día había hecho ahora parecía menos intenso. La vida de Heidelberg seguía pareciéndome extraordinaria y rara al mismo tiempo ya que no me pegaba nada para estar en Alemania. Los tópicos sobre países son muy malos. Al final pagamos la cena, que he de reconocer que no me pareció nada cara para lo que habíamos cenado y lo bueno que había estado, al menos lo que yo comí. Nos despedimos dejando la máxima propina que nuestros bolsillos podían permitirse. Nos despedimos con cariño del alemán que nos había ayudado a entender la carta y a elegir nuestra cena.

Antes de encaminarnos hacia el coche para volver al camping (que ya se suponía no íbamos a llegar a la hora que nos dijeron que estuviéramos de vuelta) les pedí a mis compañeros volver al Puente Viejo para tirar unas últimas fotos de la ciudad de noche y poder así contemplarla como no habíamos contemplado todavía ninguna ciudad en Alemania o en Francia. Volvimos a atravesar la puerta medieval de acceso al puente, sin embargo y aunque apenas separaban los dos instantes un par de horas la sensación de atravesar esa puerta y comenzar a andar por el puente nada tenía que ver con la que habíamos vivido con la luz del atardecer. La multitud seguía abarrotando el puente. Los flashes de las cámaras de fotos estallaban por doquier iluminando las siluetas de los modelos temporales. Allí estaba Heidelberg, la ciudad universitaria más antigua de toda Alemania, con sus casas de estilo renacentista y barroco, sus iglesias y sus torres, sus plazas y calles empedradas y su castillo-palacio colgado de la montaña iluminado por una luz naranja que lo hacía resaltar sobre el fondo oscuro de los árboles. Así fue como nos despedimos realmente de esa maravillosa ciudad, con nocturnidad pero sin alevosía. Allí dejamos a la más bella de las ciudades alemanas que de momento habíamos visitado, y tras realizar el viaje completo y hacer balance en mi propio fuero interno para mí la ciudad que más me llenó y gustó. De todos los lugares que visité el verano pasado si tuviera que elegir uno para volver sería este, y sin duda volveré a esta bella ciudad, y probablemente en invierno para poder verla también si se da la ocasión cubierta por el manto blanco del invierno.
 
Castillo-palacio de Heidelberg de noche
El camino de vuelta hacia el coche discurrió por los mismos lugares, calles y plazas que la venida. La vida en las calles de la ciudad no se reducía, aún es más tenía la sensación de que aumentaba con la caída de la tarda y la llegada de la noche. Bien podríamos haber estado en una ciudad española, a saber Alcalá de Henares, Salamanca o Valladolid. Al llegar al coche me puse las gafas de ver ya que debido a que mis dos compañeros de viaje habían bebido un par de cervezas y no querían arriesgarse a que pasara nada me tocó a mí conducir de vuelta al camping. Eso sí las calles que cuando dejamos el camping camino del centro de la ciudad bullían de coches, ahora estaba totalmente desierta, y apenas íbamos un par de automóviles y algún autobús urbano. Al llegar al camping ya nos esperábamos tener que dejar el coche en la entrada porque estuviera cerrada la barrera de acceso, pero no fue así. Lo que pasa es que tuvimos que llegar hasta la zona de nuestra tienda de campaña con el mayor sigilo posible. Llevé el coche lo mejor que pude por una senda muy estrecha llena de baches que no se veían y además con las luces apagadas para no molestas. Menos mal que Álex se bajó del coche y me fue guiando.

Una vez aparcado el coche con éxito sólo faltaba ducharse. Era tarde pero los tres necesitábamos una ducha como agua de mayo. Cogimos nuestras cosas para el baño y nos dirigimos de nuevo, esta vez andando, hacia la entrada del camping donde estaban las duchas y los baños. No tuvimos que esperar porque no había nadie para ducharse, aunque en la ciudad oriental seguía habiendo mucha vida, ruido, vapores y aromas de alimentos hervidos, y luces de neón encendidas. Nos duchamos relajadamente. Además aproveché, tal y como había hecho en Nürburgring, los enchufes del baño para cargar la cámara de fotos ya que la batería estaba ya en las últimas. Mientras cargaba la cámara y nos secábamos un poco al aire libre de la noche y a la poco, por no decir escasa, brisa que se levantaba desde el Neckar estuvimos observando la vida del camping y de los coreanos. Al poco rato empezó a haber mucho movimiento en las duchas y es que todos los coreanos, por turnos empezaron a llegar para asearse, lavarse los dientes, algunos ducharse, otros cortarse las uñas, otros esputar de tal manera que parecían que iban a echar los intestinos por la boca y otros hacer de vientre dejando tal olor que por un momento se revivió en el baño del camping el horror de las cámaras de gas.

Cuando consideré que la batería de la cámara ya estaba lo suficientemente cargada les dije a mis dos compañeros de viaje que podíamos volver a la tienda de campaña para ya dormir de una vez. Todavía tardamos unos minutos en irnos porque ahora Juan Carlos y Álex estaban viendo los vídeos que habían grabado en Nürburgring y en los que se plasmaban sus vueltas a la mítica pista de carreras. Estuvieron disfrutándolo un buen rato, a veces comentando fallos, otras veces aciertos, y otras simplemente en silencio viendo cómo habían pasado por los tramos más legendarios del circuito. Supongo que todavía no se creían, no habían asimilado realmente que habían estado allí dentro dando una vueltas, no un día sino dos, y que habían superado dicha prueba, porque me imagino que para ellos aquello sería una prueba, con éxito y sacando matrícula de honor, aunque yo solo les oía de vez en cuando comentar qué habría que corregir para bajar el tiempo que habían hecho en la pista. Mientras hacían esto mis compañeros, yo me dediqué a repasar mentalmente mientras miraba hacia el campamento coreano todo lo que el día había dado de sí, y lo increíble que también me parecía todo lo que estaba viviendo.

Al final volvimos a la tienda de campaña intentando no molestar al resto de campistas y también evitando tropezar con los baches del camino, aunque para eso yo llevaba una linterna de esas que funcionan si las cargas con una manivela, a la que le daba todo el rato como si fuera un crío de cinco o seis años que ha descubierto un modo de diversión increíble y fascinante. Preparamos todo lo que podíamos preparar para aligerar la salida al día siguiente y nos metimos en la tienda de campaña. Fuera la noche estaba tibia, dentro de la tienda hacía bastante calor, pero era lo que tocaba, de poco sirvió la ducha, pronto empecé de nuevo a sudar y mi espalda daba debida cuenta de ello. Así acabó ese día que empezó muchos kilómetros y aventuras atrás, y en el que vimos ruinas romanas, pudimos disfrutar una vez más del mítico Infierno Verde y descubrimos muchas historias y anécdotas en la ciudad universitaria alemana por excelencia en la que una banda de coreanos había levantado un campo base.

Caronte.

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