domingo, 28 de junio de 2015

El Vals del Emperador (XXV)

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Si la zona de Judenplatz con sus edificios de fachadas barrocas pero sobrias era tranquila, esta zona de Viena en la que Anna y él se estaban internando camino del restaurante donde presumiblemente cenarían no se quedaba a la zaga, aunque para no faltar a la verdad sí tenía algo más de vida y se veía más gente por las calles, si bien es cierto también que poca, muy bien abrigada y con mucha prisa. Para él también esta era una zona que le traía a la memoria muy  buenos recuerdos, sobre todo por una librería que había en una pequeña y estrecha calle de adoquines llamada Shakespeare & Company, copia a imagen y semejanza de la librería homónima que tiene su sede en París. La librería tal y como él la recordaba estaba compuesta por apenas dos espacios ligeramente diferenciados, dos salas conexas a través de una puerta sin puerta, y en las que se amontonaban cientos y cientos de libros en inglés tanto nuevos como de segunda y tercera mano. Todavía recuerda algunas veces cuando entra en librerías de ese estilo por todo el mundo esta vieja librería vienesa, así como otra que hay en Madrid y por la que siente un apego especial casi obsesivo que le hace acabar dentro de ella cada vez que sale a dar una vuelta por el centro de la capital española.

Pero no iban a la librería. Quizá habría otro momento durante el viaje, aunque tenía muchas dudas de que fuera así. Ahora lo que tocaba era cenar. Y para ello había decidido elegir un restaurante muy famoso en Viena, y en ciertos círculos literarios también, por formar parte de la trama de uno de los libros más famosos de uno de los grandes maestros del thriller de espionaje. El restaurante en cuestión se hallaba en el extremo de un edificio que daba a la confluencia de varias calles que formaban casi sin quererlo una plaza, que no era plaza ni nada por el estilo. Desde la calle se podía ver el interior del local iluminado por una luz tenue propia de los restaurantes íntimos, quizá algo más lujosos de lo habitual y más propios de zonas aristocráticas que de una zona como en la que estaban. Justo en frente de la puerta del restaurante había una iglesia. Él le dijo a Anna que esa iglesia robusta, rocosa, antiquísima, era eso mismamente: la más antigua de toda Viena, y quizá la construcción más antigua que quedaba en pie en la ciudad imperial. Anna notó que más que iglesia era una roca plantada allí en medio de edificios que poco o nada tenían que ver con el estilo de la propia construcción religiosa. Y es cierto esa iglesia era compacta, apenas tenía ventanales por donde penetrara la luz y toda la fachada, incluido el campanario, era de dura roca.

Entraron al restaurante y delante del atril de espera donde se supone que el jefe del servicio les tomaría nota y les acompañaría a la mesa que tuvieran libre o que ellos mismo escogieran. No tenían reserva y era grande la fama del restaurante. Apenas se habían terminado de quitar él el sombrero ruso y los guantes, ella la bufanda y también los guantes; y antes de que les hubiera dando tiempo a empezar a desabrocharse los cálidos abrigos que les habían protegido del inclemente frío de Viena, se les acercó un señor, ya mayor, aunque todavía en edad de trabajar, que les preguntó en alemán si eran sólo dos para cenar, a lo que él respondió que sí. Tras consultar brevemente la agenda del restaurante que descansaba sobre el atril abierta por la última página llena de anotaciones y reservas, les comunicó que tenían un par de mesas libres, una junto a una ventana con vistas a la iglesia que acababan de contemplar desde la calle, y otra en medio del propio restaurante rodeada por todos sus costados por otras mesas ya llenas de comensales que disfrutaban de su merecida, o no, cena.

Anna optó porque eligieran la mesa junto a la ventana, ya que sería más tranquila para pasar una velada charlando y disfrutando el uno del otro. Él, aunque había dejado la decisión en manos de Anna, también prefería la mesa con vistas a la calle, pero no porque fuera más tranquila o porque tuviera vistas, sino simplemente porque no le apetecía que nadie pudiera escuchar lo que tuvieran que decirse durante la cena, aunque poca gente en el restaurante hablaría español de manera que pudieran comprender el sentido de ninguna frase. Terminaron de quitarse los abrigos al calor del interior del restaurante. Dejaron las cosas al cuidado del jefe de sala quien ordenó a uno de los camareros que las llevara al guardarropa. Se sentaron en su mesa, cuadrada, con un pequeño detalle floral en su centro y también un porta-velas en el que un camarero puso una vela blanca y la encendió con rapidez y agilidad.

Una vez sentados el jefe de sala les presentó al camarero que les atendería durante la cena y se pudo a su disposición para cualquier cosa, duda, pregunta, sugerencia o problema que pudieran tener durante la velada. El camarero les tendió las cartas y les recomendó un vino para acompañar lo que pidieran. Como Anna no sabía demasiado de vinos, solo si estaban bueno o no, si eran peleones o de buena añada, o si era garrafón de primer orden, fue él quien de entre todos los vinos que el camarero ofreció eligió uno procedente de la Baja Austria, una región famosa por sus viñedos aunque ni de cerca semejantes en calidad, quizá sí en belleza natural, a los que invaden miles de hectáreas en España. El camarero se marchó a por el vino mientras que ellos se quedaban en la mesa mirando la carta y decidiendo qué iban a pedir para cenar.

– Parece que me has traído a un restaurante de postín. – Dijo Anna mientras echaba un primer vistazo a la carta.
– Bueno, la verdad es que es uno de los más solicitados de toda Viena. Ya has podido comprobar que pese a la temporada en que estamos está lleno, sólo falta una mesa por llenar, y muy probablemente se terminará por formar algo de cola en la entrada. – La contestó él ojeando también la carta aunque sabiendo más que ella qué estaba buscando.
– ¿Y aquí qué se come? ¿Qué me recomiendas que pida para cenar? – Quiso saber Anna.
– Bueno eso depende de si quieres carne o pescado.
– Hombre pescado no es que haya mucho donde elegir. – Notó Anna.
– Cierto. – Respondió él pillado algo desprevenido. – Pero es algo normal teniendo en cuenta que Austria no es un país de pescadores. Sí hay pescados de río y te aseguro que están bastante buenos. Además pese a no tener tradición pescadera saben preparar el pescado de tal manera que lo hacen muy sabroso y apetecible.
– La trucha que pone aquí no tiene mala pinta. Y si no me equivoco es esa que se están comiendo esa pareja de ancianos de la mesa de tu derecha. – Dijo Anna a la vez que muy disimuladamente movía la cabeza y su mirada hacia la mesa en cuestión.
– Sí tiene buena pinta. De todas maneras si no sabes qué pedir le podemos pedir consejo al camarero a la que viene para servirnos el vino. – Comentó él después de haber mirado también, aunque de manera mucho menos sutil y disimulada, la mesa en la que los dos ancianos daban debida cuenta cada uno de una trucha de buen tamaño y mejor pinta.
– Sí. Ahora cuando venga el camarero le voy a preguntar porque la verdad es que todo lo que estoy leyendo en la carta tiene muy buena pinta. ¿Tú sabes ya qué vas a pedir?
– Sí. Guiso de venado al estilo de Linz.
– ¡Qué claro lo tienes! – Se sonrió Anna.
– No. Es que sabía que aquí lo tenían. Ya lo probé hace muchos años en la propia Linz y antes de venir a Viena y por si acaso terminábamos alguno de los días cenando aquí lo miré en la web. – También se sonrió él mirándola a los ojos achinados por la sonrisa en la cara de ella.
– Mira ya vuelve el camarero. Le voy a pedir que me recomiende algo.

Volvió el camarero a la mesa con la botella de vino en una mano y el sacacorchos en la otra. Mientras descorchaba la botella delante de ellos Anna le preguntó en un más que perfecto inglés qué plato recomendaría a una persona que nunca había comido nada típicamente austriaco o vienés salvo el snitzel. El camarero, mientras terminaba de descorchar la botella y servirle a él un poco en la copa de prueba para que degustase el vino y lo aceptara o rechazara según su parecer, que no es que fuera de enólogo profesional, ni tan siquiera de gran aficionado al vino que sólo empezó a beber de manera más habitual hacía tan solo unos pocos años, le recomendó a Anna tres platos: un pescado, en concreto la trucha en la que ya se había fijado en la carta, y dos carnes, un guillo de gallina a las finas hierbas y un estofado de ternera del Tirol, especialidad de la casa y plato muy típico de Innsbruck. Al final Anna se decidió por la trucha. Para sí mismo él pensó que no la hubiera hecho falta preguntar a nadie qué cenar que desde que vio el plato de pescado iba a pedirlo; la mente humana es dicha a muy pocas sorpresas y aún a menos novedades; desde que Anna vio cómo era el plato de pescado en la mesa de al lado, con sus verduras y patatas al horno, tenía tomada la decisión y por muchas loas que el camarero hubiera dado a cualquier otro plato, aún sin haber recomendado la trucha, Anna hubiera pedido lo mismo que acabó pidiendo.

– Sabía que te ibas a pedir la trucha Anna. – Dijo él expresando en voz alta lo que acababa de pensar.
– ¿También eres ahora vidente? – Repuso Anna entre divertida y asombrada de la afirmación de él.
– Adivino no. Pero observador sí. Y es que desde que has visto cómo es el plato de trucha sabía que lo ibas a pedir. Eres más de pescado que de carne, y más aún por las noches. Prácticamente siempre que hemos ido a cenar has terminado pidiéndote un plato de pescado, o una ensalada. Pocas veces te he visto pedir un buen plato de carne como el que yo me voy a cenar. – Le explicó él, al mismo tiempo que se daba cuenta de que ella aceptaba haber sido pillada.
– ¿Tanto se me ha notado?
– Sí. Pero no te preocupes, que yo a veces también he hecho lo mismo en otros restaurantes. – Terminó por sonreír él.
– Muy observador eres tú. Voy a tener que cuidarme más de los gestos que hago no vaya a ser que me traicione alguno de ellos. – Dijo ella medio en broma medio en serio, como más le gustaba a ella hablar, y le cogió la mano para acariciársela por encima de la mesa. – ¿De dónde te viene esa faceta?
– Buena pregunta es esa. Pues supongo que de hace mucho tiempo. Cuando era un chaval, qué tendría yo dieciséis o diecisiete años, me leí todos los libros y aventuras de Sherlock Holmes y me parecieron brillantes. Cómo resolvía siempre los casos con la mera observación de la realidad, esa realidad que todo el que leía los libros también podía imaginarse pero que pasaba desapercibida. Supongo que fue entonces cuando decidí poner más atención a todo lo que se dice y lo que no, lo que se hace y lo que se deja de hacer pero pasa por la cabeza hacer. – Contestó él cogiéndola de la mano y al terminar besándosela.
– ¿Te gustan las novelas de detectives?
– Más que las novelas de detectives lo que me ha gustado siempre, o mejor dicho desde que leí las aventuras de Holmes y Watson, son las novelas negras, con o sin asesinatos, pero siempre con un punto de trhiller policiaco o de espionaje. Ésas sí que me gustan.
– Pues no te pegan nada. – Dijo Anna sonriendo.
– ¿Y eso por qué? ¿Qué me pega más según tú? – Dijo él asombrado y divertido, expectante por escucharla.
– No sé. Siempre he tenido la impresión de que la novela negra es para gente muy joven, y si no tan joven, sí algo solitaria y con un punto de desequilibrio mental. – Dijo Anna con total sinceridad mirándole a los ojos e intentando que sus palabras, aunque verdaderas, no le hirieran.
– Está bien eso que acabas de decir. – Replicó él esbozando una buena sonrisa, casi riéndose. – Hombre solitario siempre he dio un poco. La lectura ha sido durante muchos años en mi juventud una manera de escapar de la realidad y la novela negra permite esta escapada mejor que ningún otro género te lo aseguro. ¿Pero lo de desequilibrado? Nunca lo había pensado y es posible que tengas algo de razón.
– No lo decía para ofenderte, no creo que sea tu caso. – Añadió Anna como intentando enmendar el lío que sin querer podría haber creado. – Pero asocio la novela negra con crímenes atroces, mucha sangre, mujeres violadas, cuerpos desmembrados, cosas así.

En este punto de la conversación volvió el camarero para llevarles los platos de la cena. Con mucho cuidado dejó cada plato delante de su correspondiente comensal: la trucha delante de Anna y el guiso de venado delante de él. Dejó también al lado del plato de pescado una salsera cuyo contenido se les antojó a ambos delicioso por el aroma que desprendía, así como un cesto con varios pedazos de un pan que bien podría haber pasado por francés. De hecho en varios momentos de la cena tanto Anna como él comentaron el aire francés que tenía el restaurante en su conjunto. Porque por la ventana se veía la iglesia de piedra robusta que les hacía notar que estaban en la capital imperial de Austria, en Viena, que si no bien podrían estar en alguno de los barrios de mora de la capital de la luz, ya fuera el barrio latino o Montmatre. Y es que era cierto, el restaurante en el que estaban fue fundado en su día por un vienés que se enamoró profundamente de la gastronomía francesa y de su manera de hacer las cosas en relación a la comida, y decidió abrir en Viena un restaurante que ofreciendo únicamente comida austríaca tuviera un aire de restaurante parisino tanto en forma de cocinar como en ambiente, de ahí las amplias cristaleras que daban a la calle, las mesas cuadradas con pequeños detalles florales y las velas para por la noche, los habitáculos que en una parte del salón principal del restaurante dividía el espacio dando un aire más íntimo sin llegar a la privacidad absoluta, la luz tibia de las lámparas de cristal y los espejos que en las paredes interiores hacía creer que el restaurante era mayor en dimensiones de lo que en realidad era.

Caronte.

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