jueves, 25 de junio de 2015

El Vals del Emperador (XXIV)

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(Continuación del anterior)

Salieron de la plaza del ayuntamiento abriéndose paso a través de la multitud que abarrotaba los puestos de artesanía, dulces, salchichas, adornos de navidad, y la pista de patinaje. Cruzaron de nuevo el Ring  justo en frente del Burgtheater y lo rodearon por la derecha para encaminarse hacia la zona de los edificios gubernamentales, sedes de misterios, embajadas de países extranjeros, residencias oficiales y palacios con fachadas barrocas profusamente decorados. Atravesaron un parque en el que la penumbra reinaba por todos los rincones y conquistaba todos los espacios delimitados por los matorrales decorativos y las jardineras de rosales y flores de temporada. De repente se dieron de bruces, algo que él buscaba para impresionar a Anna, con la inmensa plaza que hay delante del Palacio del Hofburg o Palacio Imperial de Viena.

Dos grandes estatuas ecuestres, una en cada uno de los extremos de ese gran espacio abierto, presiden el lugar, enfrentadas como en posición de carga la una contra la otra en batalla final con más que razonable resultado de muerte. Detrás de ellas, sirviendo de fondo, como si de unas gradas para alojar a un público sediento de sangre que viene a divertirse viendo como dos jinetes se dejan la piel para ser el vencedor de un torneo ficticio e imaginario, el Palacio del Hofburg con su forma semicircular que parece intentar abarcar sin conseguirlo el amplio espacio de la plaza. Anna quedó impresionada con la belleza del conjunto, miraba con fijación y detalle todos y cada uno de los rincones de la plaza a la que todavía llegaban los vagos rumores ya del mercadillo de la plaza del Ayuntamiento. Parecía que no quería perderse ningún detalle de lo que para él era uno de los complejos monumentales más impresionantes de toda Europa. Y no solo impresionantes, ya que desde hacía muchos siglos los edificios del Palacio Imperial y del Hofbgurg guardaban un aura de poder que por muchos siglos que pasaran y por muchas guerras que haya habido seguían desprendiendo esos edificios. Edificios que fueron en su día el centro de un poder inmenso, histórico, sede de uno de los imperios europeos más respetados y temidos, así como poderosos, con una relación muy intensa y estrecha también con España.

Atravesaron la plaza. Se pararon por voluntad de Anna delante de cada una de las dos estatuas ecuestres en posición de victoria: estáticas, eufóricas, de bronce verdoso. Viendo que Anna ya había contemplado todo el complejo desde todos los ángulos posibles, él decidió poner rumbo de nuevo hacia el interior de la ciudad antigua de Viena. Para ello cruzaron un pasadizo que comunicaba la gran plaza del Hofburg con el patio principal del Palacio Imperial Austríaco. El escenario cambio radicalmente. Venían de un gran espacio abierto con césped, árboles y edificios en la distancia que no abarcaban todo el espacio a su alrededor. Ahora sin embargo se encontraban en un patio cerrado, de piso de piedra antigua, con una estatua también en su centro y varias grandes puertas que daban acceso a las diversas dependencias de las distintas alas del palacio, así como dos grandes pasadizos que comunicaban con otros espacios, no menos monumentales que el que contemplaban ahora. Él le dijo a Anna que ese era el patio principal del Palacio Imperial y que en las estancias que lo rodeaban habían vivido los más grandes emperadores del mundo, entre ellos Sisí, y desde las cuáles habían dirigido el destino del Europa y decidido sobre guerras.

Una de las puertas que se abría en ese inmenso patio, la Puerta de los Leones, daba acceso a otro patio, más pequeño que en el que se encontraban. Él le explicó a Anna que a través de esa puerta se llegaba a la zona más protegida del Palacio, ya que allí se guardaban las joyas de la corona imperiales: dos grandes coronas plagadas de piedras y gemas preciosas y totalmente bañadas en oro, así como varios objetos que en su día los diferentes emperadores usaban en día de su coronación. También se guardaba en el Palacio el Collar del Toisón de Oro, la máxima condecoración que la Casa de Habsburgo entregaba a sus amigos y aliados, y que en su día se dividió en dos ramas, la Austríaca y la Española. Anna mostraba atención a todo lo que él la explicaba y escuchaba sin rechistar todas y cada una de las explicaciones que daba. De vez en cuando preguntaba algo sobre algún detalle o señalaba alguna parte de los edificios que componían el complejo palaciego para saber más.

Siguieron el camino despidiéndose de los patios interiores del Palacio Imperial de Viena y volvieron a la ciudad propiamente dicha. Salieron por la entrada principal al palacio, esa que en su día usarían las grandes personalidades para ir a visitar al Emperador en sus salones. El pasadizo era amplio y en su parte central, la zona de recepción de carruajes y bienvenida por parte de los mayordomos de palacio, se elevaba una gran cúpula profusamente adornada bajo la cual se abría un gran espacio al que daban a su vez dos grandes puertas: una daba acceso a la Escuela de Equitación Española, la otra directamente a los despachos de trabajo del Emperador y sus consejeros. Terminaron de atravesar el pasadizo y salieron a una plaza empedrada, ya de vuelta en Viena ciudad. Y es que estar dentro de los muros del Palacio del Hofburg parecía como estar en otro mundo, alejado de la vida real de la gente, en una burbuja distante e inaccesible. La plaza también mostraba esa especie de distancia entre familia imperial y el resto de los mortales, ya que en un lado estaba la poderosa fachada curva del Palacio Imperial, coronada por tres cúpulas de tonos verdosos y de una blancura que con la noche parecía nacarada, y del otro lado estaba la ciudad con sus edificios que parecían rendir pleitesía al palacio y tener miedo de acercarse por no parecer osados.

Ahora ya era él quien volvía a llevar las riendas del paseo y condujo sus pasos hacia la calle Kohlmarket, o calle del mercado del carbón, que les conduciría a la plaza del Graben la más famosa de todas las plazas de la capital austríaca, punto de encuentro de familias, parejas, grupos de amigos y turistas, plagada de historia y animación gracias a los múltiples restaurantes y bares que la circundan. Por Kohlmarket Anna se quedaba admirando la belleza de las fachadas y las tiendas de lujo que ocupan los bajos de los edificios, sus escaparates y objetos expuestos en los mismos. Muchas de esas tiendas ya estaban cerrando, incluso aquellas que por turismo quizá deberían permanecer más tiempo abiertas. La verdad es que el frío hacía que no hubiera mucha gente por la calle a esa hora, aunque tampoco era tan tarde a ojos de unos españoles. Apenas había un grupo de turistas japoneses que iban muy juntos siguiendo a su correspondiente guía, y unas cuantas parejas que como él y Anna habían decidido salir a dar un paseo desafiando al frío invernal y descarado que hacía. Pasaron por delante de una de las pastelerías más famosas de toda la ciudad Demel’s y al hacerlo él comentó a Anna que por mucha fama que tuviera dicha pastelería, y por mucho que en su día fuera proveedora oficial de la familia imperial, ahora eran unos careros y se habían subido a la parra con los precios de sus productos. Anna se rió de las palabras que usó para describir la pastelería y le preguntó si había otras como esa, a lo que él la respondió que por supuesto y además a mucho mejor precio.

Al llegar al Graben el paisaje de la ciudad cambió por completo. La vida volvió a Viena. Si parecía que media ciudad se había congregado en la plaza del Ayuntamiento, la otra media estaba deambulando por esa gran plaza/calle que se alargaba desde el punto en el que ahora mismo se encontraban los dos, hasta la plaza de la Catedral. Las terrazas de los bares y restaurantes estaban repletas de personas cubiertas muchas de ellas con mantas puestas a disposición de los clientes por los propios locales y al calor de unas estufas de pie. El ruido de cubiertos y conversaciones se fundía con el de las melodías que diversos músicos callejeros interpretaban con mayor o menor éxito. De lado a lado de la calle colgaban guirnaldas decorativas y luces de navidad colocadas y diseñadas con un gusto exquisito como corresponde a una ciudad tan estirada como Viena. Anna se pegó un poco más a él y le agarró un poco más fuerte del brazo como si tras entrar de nuevo en un espacio tan amplio y lleno de gente se sintiera indefensa. Él al notarla acercarse se paró un instante y la besó en los labios. Durante unos segundos sus bocas estuvieron pegadas. Tras el beso continuaron paseando como si nada hubiera pasado.

Se dirigieron hacia el barrio judío de Viena. Una zona de calles estrechas y muchas casas unas pegadas a otras en las que se veía el paso del tiempo como en ningún otro lugar de toda la ciudad. Viendo la hora que era y que ya era absurdo volver al hotel para después volver a salir de él para ir a cenar, decidieron volver al Sacher cenados. La zona del barrio judío fue la que mejores recuerdos le traía a él a la memoria. Esas calles tan poco suntuosas, casi laberínticas, de suelos empedrados con pavé, esos callejones estrechos que terminan en calles más amplias o incluso en plazas escondidas del bullicio del resto de la ciudad, esas iglesias y palacios urbanos de la vieja nobleza urbana ya prácticamente olvidada y arrasada por el tiempo, tienen un encanto especial que pocos lugares en Viena logran. Tras pasar por varias plazas más o menos grandes, dejar atrás iglesias de todos los estilos arquitectónicos, desde el barroco más puramente vienés, al gótico o neogótico que poco encaja con esta ciudad a menos que no sea la Catedral, dieron con uno de los rincones más olvidados de toda Viena, sobre todo para los turistas.

La Judenplatz, o Plaza de los Judíos fue en su día el centro de la vida de la comunidad judía de Viena. Hoy es un lugar muy tranquilo por el que apenas pasan turistas durante los meses en que la ciudad está más concurrida de visitantes. De forma rectangular y piso de adoquín, sólo tiene como adornos en su parte central una estatua del ilustrado Lessing, probablemente el más importante de los poetas o escritores de la Ilustración alemana, y un cubo de mármol que hace las veces de entrada al museo del Holocausto de la ciudad de Viena y que simplemente por su sobriedad formal llama la atención y sobrecoge el espíritu. Pero la plaza va más allá del simple espacio por el que queda delimitada. Los edificios que rodean Judenplatz, todos o casi todos, por sus cuatro lados son de estilo barroco y con aires de palacios algunos, mientras que otros más que mansiones nobles más bien parecen casas de artesanos antiguos.

Tanto Anna como él se pararon en medio de la plaza, no muy lejos de la estatua de Lessing y desde allí recorrieron con su mirada los edificios que rodean la plaza. Anna le preguntó:

– ¿Por qué este lugar es uno de tus preferidos en toda Viena? Habiendo como hay tantísimos lugares bellos y hermosos en esta ciudad, me hubiera esperado más que me dijeran que la Ópera o el Palacio Imperial, incluso el Ayuntamiento. Nunca hubiera imaginado que este rincón al que parece que la vida de la ciudad ha dado la espalda fuera uno de esos sitios que guardaras con más cariño.
– Pues quizá la respuesta la hayas dado en parte tú misma. Supongo que la tranquilidad que se respira en esta plaza y la historia que guardan sus espacios me llega más que la belleza formal de edificios y construcciones hechas únicamente para el uso y disfrute de los seres humanos. – Contestó él mirando a Anna a la vez que con una de sus manos, la que no cogía de la mano a Anna, hacía un gesto destinado a mostrar la grandeza de la plaza.
– Tranquila es un rato sí. Pero no sé porqué me esperaba que fura algún otro lugar más relacionado con la música el que se pudiera considerar tu preferido. – Insistió Anna.
– Esta plaza es uno de los lugares que más recuerdo de Viena y que más me gustan. Pero no es el único. Y también hay sitio para alguno relacionado con la música, como por ejemplo donde pasado mañana iremos a disfrutar del Concierto de Año Nuevo. – Dijo él sonriéndola y dándola un beso en los labios. Unos labios que pese al frío que hacía en Viena seguían manteniéndose cálidos y receptivos.
– ¿Dónde vamos ahora? – Preguntó Anna.
– A cenar a un restaurante que está cerca de otro de mis rincones preferidos de esta ciudad. – Respondió solícito él.

Salieron de Judenplatz por una calle muy estrecha que no parecía pertenecer a esa ciudad de grandes avenidas arboladas con aceran anchas surcadas por raíles de tranvía. Atravesaron también otra de las plazas más famosas de Viena, no por historia o belleza, sino por ser un lugar de obligado peregrinaje para turistas de todo el mundo para admirar el Reloj Anker en el que al mediodía toda una ristra de figuras históricas desfilan delante de su esfera principal para anunciar que el ya ha pasado la mitad del día y que sólo queda la otra mitad para hacer lo que cada uno se hubiera propuesto hacer al amanecer. Cogieron Judengasse y llegaron a la parte más antigua de toda la ciudad de Viena. Un pedacito de historia que todavía, pese a todas las adversidades que la historia ha deparado a esta parte del continente europeo, sigue casi intacto, guardando esa atmósfera medieval que solo unas pocas ciudades del viejo continente pueden todavía conservar prácticamente intacta.

Caronte.

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