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(Continuación del anterior)
Salieron de la
plaza del ayuntamiento abriéndose paso a través de la multitud que abarrotaba
los puestos de artesanía, dulces, salchichas, adornos de navidad, y la pista de
patinaje. Cruzaron de nuevo el Ring
justo en frente del Burgtheater y lo rodearon por la derecha para
encaminarse hacia la zona de los edificios gubernamentales, sedes de misterios,
embajadas de países extranjeros, residencias oficiales y palacios con fachadas
barrocas profusamente decorados. Atravesaron un parque en el que la penumbra
reinaba por todos los rincones y conquistaba todos los espacios delimitados por
los matorrales decorativos y las jardineras de rosales y flores de temporada.
De repente se dieron de bruces, algo que él buscaba para impresionar a Anna,
con la inmensa plaza que hay delante del Palacio del Hofburg o Palacio Imperial
de Viena.
Dos grandes
estatuas ecuestres, una en cada uno de los extremos de ese gran espacio
abierto, presiden el lugar, enfrentadas como en posición de carga la una contra
la otra en batalla final con más que razonable resultado de muerte. Detrás de
ellas, sirviendo de fondo, como si de unas gradas para alojar a un público
sediento de sangre que viene a divertirse viendo como dos jinetes se dejan la
piel para ser el vencedor de un torneo ficticio e imaginario, el Palacio del
Hofburg con su forma semicircular que parece intentar abarcar sin conseguirlo
el amplio espacio de la plaza. Anna quedó impresionada con la belleza del
conjunto, miraba con fijación y detalle todos y cada uno de los rincones de la
plaza a la que todavía llegaban los vagos rumores ya del mercadillo de la plaza
del Ayuntamiento. Parecía que no quería perderse ningún detalle de lo que para
él era uno de los complejos monumentales más impresionantes de toda Europa. Y
no solo impresionantes, ya que desde hacía muchos siglos los edificios del
Palacio Imperial y del Hofbgurg guardaban un aura de poder que por muchos
siglos que pasaran y por muchas guerras que haya habido seguían desprendiendo
esos edificios. Edificios que fueron en su día el centro de un poder inmenso,
histórico, sede de uno de los imperios europeos más respetados y temidos, así
como poderosos, con una relación muy intensa y estrecha también con España.
Atravesaron la
plaza. Se pararon por voluntad de Anna delante de cada una de las dos estatuas
ecuestres en posición de victoria: estáticas, eufóricas, de bronce verdoso.
Viendo que Anna ya había contemplado todo el complejo desde todos los ángulos
posibles, él decidió poner rumbo de nuevo hacia el interior de la ciudad
antigua de Viena. Para ello cruzaron un pasadizo que comunicaba la gran plaza
del Hofburg con el patio principal del Palacio Imperial Austríaco. El escenario
cambio radicalmente. Venían de un gran espacio abierto con césped, árboles y
edificios en la distancia que no abarcaban todo el espacio a su alrededor.
Ahora sin embargo se encontraban en un patio cerrado, de piso de piedra
antigua, con una estatua también en su centro y varias grandes puertas que
daban acceso a las diversas dependencias de las distintas alas del palacio, así
como dos grandes pasadizos que comunicaban con otros espacios, no menos
monumentales que el que contemplaban ahora. Él le dijo a Anna que ese era el
patio principal del Palacio Imperial y que en las estancias que lo rodeaban
habían vivido los más grandes emperadores del mundo, entre ellos Sisí, y desde
las cuáles habían dirigido el destino del Europa y decidido sobre guerras.
Una de las puertas
que se abría en ese inmenso patio, la Puerta de los Leones, daba acceso a otro
patio, más pequeño que en el que se encontraban. Él le explicó a Anna que a
través de esa puerta se llegaba a la zona más protegida del Palacio, ya que
allí se guardaban las joyas de la corona imperiales: dos grandes coronas
plagadas de piedras y gemas preciosas y totalmente bañadas en oro, así como
varios objetos que en su día los diferentes emperadores usaban en día de su
coronación. También se guardaba en el Palacio el Collar del Toisón de Oro, la máxima
condecoración que la Casa de Habsburgo entregaba a sus amigos y aliados, y que
en su día se dividió en dos ramas, la Austríaca y la Española. Anna mostraba
atención a todo lo que él la explicaba y escuchaba sin rechistar todas y cada
una de las explicaciones que daba. De vez en cuando preguntaba algo sobre algún
detalle o señalaba alguna parte de los edificios que componían el complejo
palaciego para saber más.
Siguieron el
camino despidiéndose de los patios interiores del Palacio Imperial de Viena y volvieron
a la ciudad propiamente dicha. Salieron por la entrada principal al palacio,
esa que en su día usarían las grandes personalidades para ir a visitar al
Emperador en sus salones. El pasadizo era amplio y en su parte central, la zona
de recepción de carruajes y bienvenida por parte de los mayordomos de palacio,
se elevaba una gran cúpula profusamente adornada bajo la cual se abría un gran
espacio al que daban a su vez dos grandes puertas: una daba acceso a la Escuela
de Equitación Española, la otra directamente a los despachos de trabajo del
Emperador y sus consejeros. Terminaron de atravesar el pasadizo y salieron a
una plaza empedrada, ya de vuelta en Viena ciudad. Y es que estar dentro de los
muros del Palacio del Hofburg parecía como estar en otro mundo, alejado de la
vida real de la gente, en una burbuja distante e inaccesible. La plaza también
mostraba esa especie de distancia entre familia imperial y el resto de los
mortales, ya que en un lado estaba la poderosa fachada curva del Palacio Imperial,
coronada por tres cúpulas de tonos verdosos y de una blancura que con la noche
parecía nacarada, y del otro lado estaba la ciudad con sus edificios que
parecían rendir pleitesía al palacio y tener miedo de acercarse por no parecer
osados.
Ahora ya era él
quien volvía a llevar las riendas del paseo y condujo sus pasos hacia la calle
Kohlmarket, o calle del mercado del carbón, que les conduciría a la plaza del
Graben la más famosa de todas las plazas de la capital austríaca, punto de
encuentro de familias, parejas, grupos de amigos y turistas, plagada de
historia y animación gracias a los múltiples restaurantes y bares que la
circundan. Por Kohlmarket Anna se quedaba admirando la belleza de las fachadas
y las tiendas de lujo que ocupan los bajos de los edificios, sus escaparates y
objetos expuestos en los mismos. Muchas de esas tiendas ya estaban cerrando,
incluso aquellas que por turismo quizá deberían permanecer más tiempo abiertas.
La verdad es que el frío hacía que no hubiera mucha gente por la calle a esa
hora, aunque tampoco era tan tarde a ojos de unos españoles. Apenas había un
grupo de turistas japoneses que iban muy juntos siguiendo a su correspondiente
guía, y unas cuantas parejas que como él y Anna habían decidido salir a dar un
paseo desafiando al frío invernal y descarado que hacía. Pasaron por delante de
una de las pastelerías más famosas de toda la ciudad Demel’s y al hacerlo él
comentó a Anna que por mucha fama que tuviera dicha pastelería, y por mucho que
en su día fuera proveedora oficial de la familia imperial, ahora eran unos
careros y se habían subido a la parra con los precios de sus productos. Anna se
rió de las palabras que usó para describir la pastelería y le preguntó si había
otras como esa, a lo que él la respondió que por supuesto y además a mucho
mejor precio.
Al llegar al
Graben el paisaje de la ciudad cambió por completo. La vida volvió a Viena. Si
parecía que media ciudad se había congregado en la plaza del Ayuntamiento, la
otra media estaba deambulando por esa gran plaza/calle que se alargaba desde el
punto en el que ahora mismo se encontraban los dos, hasta la plaza de la
Catedral. Las terrazas de los bares y restaurantes estaban repletas de personas
cubiertas muchas de ellas con mantas puestas a disposición de los clientes por
los propios locales y al calor de unas estufas de pie. El ruido de cubiertos y
conversaciones se fundía con el de las melodías que diversos músicos callejeros
interpretaban con mayor o menor éxito. De lado a lado de la calle colgaban
guirnaldas decorativas y luces de navidad colocadas y diseñadas con un gusto
exquisito como corresponde a una ciudad tan estirada como Viena. Anna se pegó
un poco más a él y le agarró un poco más fuerte del brazo como si tras entrar
de nuevo en un espacio tan amplio y lleno de gente se sintiera indefensa. Él al
notarla acercarse se paró un instante y la besó en los labios. Durante unos
segundos sus bocas estuvieron pegadas. Tras el beso continuaron paseando como
si nada hubiera pasado.
Se dirigieron
hacia el barrio judío de Viena. Una zona de calles estrechas y muchas casas
unas pegadas a otras en las que se veía el paso del tiempo como en ningún otro
lugar de toda la ciudad. Viendo la hora que era y que ya era absurdo volver al
hotel para después volver a salir de él para ir a cenar, decidieron volver al
Sacher cenados. La zona del barrio judío fue la que mejores recuerdos le traía
a él a la memoria. Esas calles tan poco suntuosas, casi laberínticas, de suelos
empedrados con pavé, esos callejones estrechos que terminan en calles más
amplias o incluso en plazas escondidas del bullicio del resto de la ciudad,
esas iglesias y palacios urbanos de la vieja nobleza urbana ya prácticamente
olvidada y arrasada por el tiempo, tienen un encanto especial que pocos lugares
en Viena logran. Tras pasar por varias plazas más o menos grandes, dejar atrás
iglesias de todos los estilos arquitectónicos, desde el barroco más puramente
vienés, al gótico o neogótico que poco encaja con esta ciudad a menos que no
sea la Catedral, dieron con uno de los rincones más olvidados de toda Viena,
sobre todo para los turistas.
La Judenplatz, o
Plaza de los Judíos fue en su día el centro de la vida de la comunidad judía de
Viena. Hoy es un lugar muy tranquilo por el que apenas pasan turistas durante
los meses en que la ciudad está más concurrida de visitantes. De forma
rectangular y piso de adoquín, sólo tiene como adornos en su parte central una
estatua del ilustrado Lessing, probablemente el más importante de los poetas o
escritores de la Ilustración alemana, y un cubo de mármol que hace las veces de
entrada al museo del Holocausto de la ciudad de Viena y que simplemente por su
sobriedad formal llama la atención y sobrecoge el espíritu. Pero la plaza va
más allá del simple espacio por el que queda delimitada. Los edificios que
rodean Judenplatz, todos o casi todos, por sus cuatro lados son de estilo
barroco y con aires de palacios algunos, mientras que otros más que mansiones
nobles más bien parecen casas de artesanos antiguos.
Tanto Anna como él
se pararon en medio de la plaza, no muy lejos de la estatua de Lessing y desde
allí recorrieron con su mirada los edificios que rodean la plaza. Anna le
preguntó:
– ¿Por qué este
lugar es uno de tus preferidos en toda Viena? Habiendo como hay tantísimos
lugares bellos y hermosos en esta ciudad, me hubiera esperado más que me
dijeran que la Ópera o el Palacio Imperial, incluso el Ayuntamiento. Nunca
hubiera imaginado que este rincón al que parece que la vida de la ciudad ha
dado la espalda fuera uno de esos sitios que guardaras con más cariño.
– Pues quizá la
respuesta la hayas dado en parte tú misma. Supongo que la tranquilidad que se
respira en esta plaza y la historia que guardan sus espacios me llega más que
la belleza formal de edificios y construcciones hechas únicamente para el uso y
disfrute de los seres humanos. – Contestó él mirando a Anna a la vez que con
una de sus manos, la que no cogía de la mano a Anna, hacía un gesto destinado a
mostrar la grandeza de la plaza.
– Tranquila es un
rato sí. Pero no sé porqué me esperaba que fura algún otro lugar más
relacionado con la música el que se pudiera considerar tu preferido. – Insistió
Anna.
– Esta plaza es
uno de los lugares que más recuerdo de Viena y que más me gustan. Pero no es el
único. Y también hay sitio para alguno relacionado con la música, como por
ejemplo donde pasado mañana iremos a disfrutar del Concierto de Año Nuevo. –
Dijo él sonriéndola y dándola un beso en los labios. Unos labios que pese al
frío que hacía en Viena seguían manteniéndose cálidos y receptivos.
– ¿Dónde vamos
ahora? – Preguntó Anna.
– A cenar a un
restaurante que está cerca de otro de mis rincones preferidos de esta ciudad. –
Respondió solícito él.
Caronte.
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