lunes, 31 de agosto de 2015

El Vals del Emperador (XXXII)

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(Viene de la entrada anterior)

Enfrascado en esos sentimientos, en esos recuerdos, el reloj de pared que compró en Londres en un anticuario hacía unos años y que ahora presidía una de las paredes del comedor empezó a dar las siete de la tarde. Los sonoros y armónicos gongs del reloj le trajeron de nuevo al presente y volvió a reconocer su despacho y biblioteca. Se levantó del sillón, echó una última ojeada a la fotografía en la que salía con sus antiguos amigos y salió del despacho. Aunque la Plaza de Callao donde había quedado con Anna no estaba lejos de su casa, apenas diez minutos caminando a paso normal, decidió salir ya y aprovechar para despejarse un poco. Una sola idea se le había vuelvo a fijar en su cabeza: la cita y lo que después pudiera pasar. Necesitaba que el frío aire de finales del otoño que suele recorrer las calles de Madrid, y más en la zona en la que él vivía, le golpeara la cara y le despejara cualquier tipo de duda, miedo o ansiedad.

Dio una vuelta por su barrio, se acercó a la Plaza de Oriente y la rodeó completamente pasando por delante de las estatuas de antiguos reyes de España, todos sobre su pedestal en el que se indica quién fue y la época de su reinado; todos con poses regias y miradas perdidas en el firmamento. De la Plaza de Oriente fue por uno de los laterales del Teatro Real hacia la Plaza de Ópera, aunque su verdadero nombre era de Isabel II. Ésta era una de las cosas que más le horrorizaban de los madrileños: el cambio que hacían sin venir a cuento de nombres de lugares públicos por comodidad, simplemente nombrándolos por sus monumentos más conocidos o cercanos; una deformación absurda y necia que para él ocultaba un sentimiento de prepotencia ante el pasado por parte del presente, un desprecio absoluto por la tradición y la historia que siempre le terminaba repugnando por parte de sus conciudadanos.

Intentando no pararse en esos pensamientos largamente estudiados, analizados y argumentados para sí mismo, tomó una de las calles que salen de la Plaza de Isabel II, o de Ópera, la calle de Campomanes para dirigirse hacia la Plaza de Santo Domingo. Al final de dicha calle se paró un instante delante de una librería de segunda mano que de vez en cuando solía frecuentar para buscar algún que otro libro que estuviera esperándole en las abarrotadas estanterías. Era una librería muy pequeña, claustrofóbica en muchos sentidos, pero que tenía dos particularidades que la hacían muy llamativa para él: la primera era que estaba especializada en libros en otros idiomas, especialmente en inglés, y la segunda era que los dueños, unos ingleses algo independientes, con pelos alborotados y mal peinados, gafas de montura anticuada y cristales redondos, y ropa que parecía sacada del baúl de lo recuerdos y que quizá llevaba sin ser lavada adecuadamente mucho más tiempo del recomendable, que siempre que iba a la tienda le ofrecían tomar té con pastas que ponían a disposición de su público y clientela. Ese ambiente tan íntimo en una ciudad tan cosmopolita, donde todo el mundo va a su bolo, pensando en sus asuntos, sin preocuparse lo más mínimo por nadie, era algo que siempre la había atraído, y muchas tardes, sin intención alguna de comprar algún libro, simplemente de charlar, bajaba a la librería para tomarse el té con los dueños y charlar sin prisas. Incluso alguna que otra vez había hecho de crítico literario para varios jóvenes extranjeros, probablemente ingleses, que entraron buscando una serie de libros antiguos, casi descatalogados, a los que terminó recomendando otros libros y autores algo más conocidos aunque de segunda línea editorial.

Tras echar un breve vistazo a la librería y su interior, pasó de largo apremiado en parte por la cita que tenía en la Plaza de Callao con Anna, cuya hora límite se estaba acercando inexorablemente. Puso rumbo ya hacia el lugar acordado con ella. Atravesó la Plaza de Santo Domingo, recuperada para la ciudad por un alcalde que por una única vez en su mandado pensó en los ciudadanos más que en su ego como muchas veces él comentaba con sus compañeros. Llegó a Callao entrando por un extremo opuesto a Gran Vía. Pronto aparecieron entre los edificios las siluetas más que reconocibles de los inmensos inmuebles que ocupaban dos de las grandes cadenas comerciales de la ciudad, ya iluminadas desde abajo por las propias luces de la ciudad que conferían a dichos altos y estrechos edificios un aire algo fantasmagórico, menos chocante desde que hacía unos años a algún iluminado con ideas apoteósicas se le ocurrió instalar pantallas gigantes de luces led, como las de lugares tan emblemáticos como Picadilly Circus en Londres, o Times Square en Nueva York, intentando que Madrid, que nunca ha dejado de ser, por mucho que sus gobernantes lo hayan  pretendido, una ciudad capital de provincias que hace siglos por voluntad de un Rey se convirtió en capital de un gran Reino, ahora ya venido a menos, las emulara entrando por la puerta grande en la modernidad.

Viendo esa plaza deshumanizada y dándole vueltas a estos pensamientos sobre la ciudad y sus pasados, presentes y quizá futuros gobernantes también, cayó en la cuenta de que llegaba muy justo a la cita, algo que no le gustaba mucho. Sin haber llegado todavía al lugar donde habían decidido quedar dentro de la plaza, la puerta de los Cines Callao, dirigió una rápida mirada en busca de Anna. No la vio todavía, o le pareció no verla, porque de noche y a pesar de las gafas de ver no es que fuera un lince. Se puso a esperarla un poco apartado de la entrada al cine que no paraba de engullir gente, jóvenes en su mayoría que atraídos por la antigüedad del cine decidían ir a estos cines urbanos en pleno centro de la ciudad que a los impersonales y gigantescos centros comerciales plagados de salas de cine descomunales que casi nunca se llenaban. Desde su posición controlaba gran parte de la plaza y sobre todo la salida del Metro que es por donde él suponía que Anna llegaría.

Pero no salió nunca de la boca de metro, porque no llegó de ese modo. No tuvo que esperar demasiado tiempo la llegada de Anna, quizá sólo el necesario para echar la vista atrás unos años y descubrir cómo había cambiado todo en esa plaza y también en Madrid desde su época universitaria cuando de vez en cuando quedaba con sus amigos y se citaban allí mismo donde ahora él esperaba a su vez la llegada de su cita. Hacía años que fue por primera vez a aquel mítico cine que estuvo a punto de cerrar como tantos otros hermanos en la misma Gran Vía. Mientras hacía tiempo observó con detenimiento la clase de gente que pasaba por la plaza camino de la Puerta del Sol, a través de la Calle Preciados; miraba a la gente que salía del metro, no solo intentando anticiparse a la mirada de Anna que también le buscaría, sino también para ver a toda esa gente que salía de las profundidades de la tierra en busca del aire de la ciudad y de la persona o personas, queridas o simplemente aguantadas, con las que hubiera quedado. Recordaba al ver salir a toda esa gente del metro, al ver cruzar a toda esa gente joven la plaza en una u otra dirección, al compartir espera con otras tantas personas que como él estaban esperando a alguien para pasar la tarde, la noche y quizá también la madrugada que conduciría a un nuevo domingo que se preveía fresco y a lo mejor gris y lluvioso, sus primeros años de universidad cuando quedaba allí y casi siempre esperaba a que llegaran sus compañeros, nunca su pareja. Eso lo hacía por primera vez esa tarde, aunque llamarla pareja quizá fuera demasiado pretencioso por su parte.

En medio de esos pensamientos, de esos recuerdos de un tiempo si no mejor, sí pasado ya, una voz femenina, firme, aguda y clara le llamó la atención desde detrás de él. Anna no llegó en metro, sino a pie de una dirección que él no pudo determinar y que terminó por olvidar preguntarla a lo largo de toda la velada. Esa voz femenina le sobresaltó y le sacó de sus pensamientos de golpe, trayéndole de nuevo los miedos y el temblor de piernas que había conseguido controlar desde que salió de su casa hacía más de media hora.

– Buenas tardes caballero. – Fue lo que ella dijo a la espalda de él sin tocarle, no porque no se atreviera a mantener un contacto físico, sino porque como buena mujer que era Anna sabía que él podría estar nervioso y no quería sobresaltarlo más.
– ¡Qué sorpresa! – Fueron las primeras palabras que él pudo articular, a las que añadió seguidamente: – No te esperaba por aquí.
– ¿No habíamos quedado en Callao? Pues en Callao estoy. – Dijo ella sonriendo.
– Perdona. Quería decir que esperaba que salieras de la boca de metro y hacia allí he estado mirando todo el rato. – Él mismo notó cómo un calor de vergüenza le recorrió todo el cuerpo, brotando desde su estómago y llegándole hasta las mejillas que sin lugar a dudas se habrían puesto de un color carmesí bastante embarazoso.
– ¿No me vas a saludar? – Dijo ella tocándole el brazo delicadamente con su mano enguantada empezando a acercarse a él para besarle.
– ¿Cómo? ¿Eh? – Titubeó algo desconcertado al mismo tiempo que se dejaba hacer y recibía un par de besos en las mejillas, muy cerca de las comisuras de su boca sintiendo de cerca los labios de ella de los que no separó la mirada nunca. Pudo oler su perfume, suave y dulzón, nada ácido ni cítrico como a muchas mujeres les gustaba llevar pero que a él le resultaba de lo más desagradable porque se le metía hasta la garganta y le irritaba de tal modo que empezaba a toser ridículamente.
– ¿Te noto muy tenso y nervioso? ¿Por qué? No tienes que estarlo, fui idea tuya la de quedar antes de cenar para ir al teatro. Disfruta. – Dijo Anna todo esto de manera seguida, sin dejarle a él contestar, avasallándole para que intentara darse cuenta de que debía estar relajado.
– No estoy muy acostumbrado a este tipo de citas. – Pudo decir él como excusándose.
– Bueno, siempre hay unos primeros momentos para todo, ¿no? Ahora lo que toca es el teatro. Y por la hora que es al final vamos a llegar tarde. – Apuntó ella a la vez que se miraba su muñeca izquierda en la que llevaba un reloj de pulsera muy discreto pero más elegante de lo que él hubiera esperado. De hecho ahora que había recuperado él algo el aliento se estaba daño cuenta de que Anna estaba bellísima, o eso es lo que él pensó. No iba demasiado elegante, cosa que le alivió bastante ya que él no había salido demasiado formalmente vestido, sino de manera cómoda pero a la vez elegante, pero aún así destacaba entre el resto de mujeres que había en la plaza de Callao caminando, esperando o dispuestas a entrar al cine con sus respectivos acompañantes.
– No te preocupes el teatro está aquí al lado y las entradas las tengo yo ya. – Se apresuró él a decir para tranquilizarla, aunque no hiciera falta, en un tono algo más firme y seguro en sí mismo.

Dejaron atrás Callao, cruzaron Gran Vía por el paso de cebra que une los dos edificios más grandilocuentes y famosos de toda la larga calle, el Capitol y el Palacio de la Prensa, dos rascacielos al estilo neoyorquino que para él eran los dos únicos de todo el último tramo de Gran Vía dignos de ser salvados de una hipotética quema. Pronto se adentraron por las callejuelas estrechas que se esconden a espaldas de la gran arteria americanizada y sin alma de Madrid. Cruzaron la Plaza de la Luna, así llamada por el populacho rebautizador de Madrid, aunque se nombre verdadero fuera el de Plaza de Santa María Soledad Torres Acosta, demasiado largo y piadoso quizá para una zona de Madrid poco dada a las obras pías y escolásticas, y sí más a las viciosas y pecadoras. A pocos pasos de la plaza, por la Corredera Baja de San Pablo, que él siempre atribuía más que al caza-cristianos convertido en paladín y padre de la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, al negador de Cristo, San Pedro, dieron por fin con la puerta y la fachada del pequeño pero ya centenario teatro Lara.

No tuvieron que esperar en la cola que a pocos minutos de que la función diera comienza todavía estaba formada por unas seis o siete personas, algunas acompañadas por sus parejas de velada teatral. Entraron directamente en el hall del teatro, allí donde los espectadores más remolones aguardan hasta el último minuto para ocupar sus localidades y asistir a la función del día; allí donde acabada la representación los espectadores también remolonean un poco comentando la actuación de la tarde, los próximos estrenos, o simplemente escuchando a hurtadillas las conversaciones ajenas para intentar confirmar impresiones propias con las ajenas. Ellos sin embargo no se detuvieron más de la cuenta en el hall, en el que en ese momento había varios grupos de parejas ya adultas, que quizá hubieran quedado para ir juntas al teatro y luego a cenar o tomar algo o salir de copas. Dejaron eso sí sus abrigos en el ropero para no tener que tenerlos encima durante toda la función y evitarse así incomodidades innecesarias. Pasaron posteriormente al patio de butacas donde con mucha suerte él pudo conseguir dos asientos muy bien situados, en pasillo central, en medio de toda la platea con una visión extraordinario de todo el escenario donde empezaría la función en cuanto las luces se apagaran.

– Hacía muchos años que no iba al teatro. De joven, cuando iba al instituto me gustaba mucho ir, aunque tampoco lo frecuentaba mucho porque no nos lo podíamos permitir en mi familia. Sí que en alguna ocasión fui a ver alguna obra clásica, Don Juan Tenorio me apasionaba y la fui a ver en un par de ocasiones. Luego ya dejé de venir a sitios como este. – Dijo Anna sin que él la hubiera preguntado, nada más sentarse en sus localidades.
– Yo sí suelo ir bastante al teatro, aunque la mayoría de las veces solo. También hace tiempo que no vengo acompañado, cosa que agradezco mucho. – Replicó él mirándola por primera vez a los ojos fijamente y durante un buen rato.
– ¿A este teatro habías venido antes? – Quiso saber Anna con curiosidad.
– Sí claro, es uno de los teatros que mejor cartelera programan en Madrid. – La respondió él dirigiendo la mirada a todo el teatro, palcos, telón, patio de butacas, techo, como queriendo justificar su respuesta.
– Yo ni lo conocía. Es nuevo para mí. – Anna también le imitó pasando su mirada quizá por los mismos sitios por los que él acababa de pasar la suya.
– ¿Alguna vez has ido con alguien al teatro? – Preguntó él arrepintiéndose al instante por creer que esa pregunta era demasiado directa y quizá algo peligrosa, y por pensar que Anna podría verse ofendida por la pregunta.
– Si te soy sincera no. Nunca he venido con un hombre al teatro. Ningún hombre con los que he salido alguna vez tenían aficiones tan cultivadas. Lo máximo fue cuando iba al instituto que un par de novietes me llevaron al cine, pero para ellos la película era lo de menos. – Respondió Anna sin que él notara nada raro en su voz; ningún tono de reproche o de respuesta forzada obligada por la conversación y la situación.
– ¡Vaya responsabilidad entonces! Espero que la obra te guste para que tu vuelta al teatro después de mucho tiempo te divierta y no se convierta en una pérdida de tiempo. – Dijo él intentando sonreír para disimular los nervios que volvían a aparecerle y que le hacían sentirse muy inseguro de todo lo que estaba pasando esa tarde.
– Seguro que sí. Y no sería nunca una pérdida de tiempo, supongo que ir al teatro nunca lo es. – Dicho esto Anna le sonrió ampliamente y achinó sus preciosos ojos color marrón muy claro, casi miel, le cogió la mano y se la acarició al tiempo que le besaba en la mejilla y por la megafonía del teatro se anunciaba que la obra estaba a punto de comenzar y se rogaba a los espectadores que apagaran sus móviles y ocuparan sus asientos.

A los pocos segundos del anuncio de la megafonía del teatro, las luces se apagaron, se levantó el telón y la obra comenzó. Entre risas, algún que otro aplauso fuera de lugar, toses nerviosas de esas que se suelen escuchar en los teatros con bastante frecuencia, fruto probablemente del silencio artificial que se crea en los templos de la interpretación, cuchicheos y movimientos en los asientos y butacas del teatro; ambos disfrutaron de la obra. En varias ocasiones Anna se acercó a él para comentarle algún detalle que le había parecido curioso y también para darle un beso en la mejilla. Él por su parte de vez en cuando, intentando que ella no se percatara, la dirigía algunas miradas de admiración y contemplación de su belleza. Los nervios que había empezado a tener nada más llegar al teatro se calmaron un poco y durante la representación, sabiéndose acompañado por ella y viéndola tan contenta, reírse y sonreír, interactuar con él y tenerle en consideración, empezaron a calmarse. Lo único que todavía le daba miedo era no saber qué ocurriría después de que se volviera a bajar el telón, cuando la luz volviera a iluminarles el rostro directamente y tuvieran que ir a cenar y terminar su cita probablemente en su casa, o en la de ella.


Caronte.

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viernes, 28 de agosto de 2015

El Vals del Emperador (XXXI)

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(Viene de la entrada anterior)

Todo salió como deseaban. No fue fácil, ni tampoco se desarrollaron las cosas con tranquilidad y calma. Había muchos nervios y tensión en el ambiente. La llamada del escritor no llegaba y ya llevaban esperándola más de hora y media. El jefe de prensa se subía por las paredes, estaba hecho un basilisco. Viéndole así él pensó que si hubiera estado delante el escritor rebelde le hubiera soltado tal derechazo que hubiera acabado en el hospital con la mandíbula rota. Menos mal que estaban en la oficina y la conversación iba a ser por teléfono que si no cualquier cosa podría haber pasado. Al final llegó la llamada. Sin presentaciones, ni disculpas ni nada que se le pareciera, habló el escritor soltando el primer exabrupto de la conversación pidiendo hablar con alguien que tuviera la suficiente autoridad y estuviera a su nivel intelectual. Con ironía él le respondió que por desgracia las mentes privilegiadas estaban descansando en sábado y que en la oficina solo estaban los mediocres que trabajan para malvivir. La conversación no es que siguiera por mejores derroteros. El escritor siguió altivo, prepotente y arrogante, creyéndose una estrella de las letras y soltando de vez en cuando fantásticos rumores de sillones en la RAE o premios institucionales, que para ser sinceros ni eran ni iban a ser. Pero no terminaba de entrar en razón. Seguía diciendo que no iba a ir a México a ver a una panda de muertos de hambre que no saben apreciar su obra y que no entienden sus novelas.

Viendo que habían entrado en terreno pantanoso del que parecía imposible salir, el jefe de prensa recibió la señal de pasar a la acción tal y como tenían previsto. Sin preámbulos, sin untar mantequilla para suavizar el golpe, le soltó al escritor que si no iba a México siguiendo los planes iniciales se le rescindiría el contrato y se pasaría a llevar a juicio un viejo asunto de plagio que por mediación del sobrino del fundador de la editorial que tenía buena mano en los juzgados no había pasado de castaño oscuro. El escritor en un primer momento intentó mantenerse en su altivez y arrogancia, amenazando a su vez a la editorial de abuso de poder y explotación laboral. Ya no hubo medias tintas, la conversación se convirtió en una trifulca de pub irlandés, con la diferencia de que no había jarras de Guinness de por medio. En un momento dado todo pareció estar perdido. El escritor profiriendo insultos, gritos e incongruencias, seguidas de cerca por las soltadas por el jefe de prensa, colgó de malos modos. Todos se miraron son seriedad. Él pensó que esto no entraba en sus planes, pero el jefe de prensa que era unos años mayor que él y que llevaba más tiempo en la editorial estaba tranquilo y sabía que todo estaba ya concluido para bien.

No se equivocaba el jefe de prensa. No pasaron ni diez minutos, aunque fueron los diez minutos más intensos y agónicos de su vida, cuando el teléfono volvió a sonar. En su fuero interno él pensó que sería la subdirectora buscando noticias sobre cómo se había desarrollado todo y cómo había acabado. Para su sorpresa era de nuevo el escritor que, sin perder el tono de altivez en su voz, ya no parecía ni tan arrogante, ni tan prepotente, más bien todo lo contrario. Sin gritos, sin insultos y solo poniendo como condición para hablar que en la conversación no participara el jefe de prensa, se retomó el diálogo. El escritor expuso una serie de condiciones que como la subdirectora le había dicho, él aceptó con una serie de regateos ficticios para que no olieran a gato encerrado. Al final el rebelde escritor iría a México el día que estaba previsto de antemano, estaría allí el tiempo acordado y asistiría a los actos programados. Al colgar los tres se dieron un fuerte abrazo y se felicitaron por el éxito que parecía habían conseguido. Él dio las gracias especialmente al jefe de prensa por su actuación. El jefe de prensa por su parte rebajó el éxito de su intervención y dijo que sin su plan nada hubiera salido bien. Tras las felicitaciones entre ellos, él llamó a la subdirectora y le comunicó las buenas noticias. Todo había acabado. Eran casi las dos de la tarde.

Dejada atrás la sede de la editorial en la Plaza de la Independencia se metió a comer en un pub irlandés no muy lejano donde alguna que otra vez había ido a tomarse algo y a ver el ambiente sobre todo los días que había partidos de rugby pertenecientes al torneo del Seis Naciones. Comió rápido, aunque para ser exactos comer lo que se dice comer no comió mucho. A pesar de que lo normal después de una mañana de nervios y tensión hubiera sido tener un hambre leonina, a él no se le quitaba de la cabeza la cita que tenía esa tarde con Anna. En ese momento se acordó de que la tenía que llamar para decirla que si también aparte de ir a cenar por la noche la apetecía ir al teatro por la tarde y así pasar más tiempo juntos y conocerse un poco mejor. Cogió el móvil y marcó su número que ya estaba guardado en la memoria del mismo. Dio varios tonos antes de que la voz de ella sonara clara al otro lado de la línea:

– ¿Sí dígame? – Preguntó ella a la vieja usanza.
– Hola soy yo. – Dijo él sin atreverse a añadir mucho más. De hecho tampoco es que supiera qué más podía decir.
– Hola. No esperaba tu llamada a estas horas. ¿Hemos quedado esta noche no? – Volvió a preguntar ella notándosele en la voz algo de impaciencia y prisas por acabar la conversación que a él no se le escaparon.
– Sí. Sí. Hemos quedado esta noche. – Respondió él como responde un niño pequeño a una pregunta cuya respuesta es más clara que el agua.
– ¿Quieres algo entonces? – Siguió insistiendo ella.
– Sí. – Respondió de nuevo él sin añadir nada más, paralizado de nuevo por una sensación que se le agarraba al estómago y que hacía que su boca se transformada en una pasta espesa que le impedía articular palabra.
– ¿Te ha vuelto a comer la lengua el gato? – El tono de ella ahora ya no era apremiante, sino más bien tierno, como una mujer que al ver a un niño pequeño le dice algo para que éste la conteste.
– Perdona. Es que estoy un poco nervioso por lo que quiero decirte.
– Pues suéltalo que nos va a dar la hora de quedar y me tengo que arreglar.
– Es con respecto a eso. ¿Te apetecería ir al teatro antes de cenar? – Ya estaba fuera la pregunta. Había salido a trompicones como un misil. De hecho él no tenía muy claro que ella la hubiera comprendido bien de lo rápido que lo había dicho.
– ¿Podrías calmarte y repetirme más despacio la pregunta que no la he escuchado bien? – Ella la había entendido perfectamente pero quería que él la repitiera para que se tranquilizara y viera que no era tan difícil hacer una cosa así. Pese a ser siete años más joven que él, ella estaba mucho más acostumbrada a estas situaciones y sabía que él estaba muy nervioso.
– Sí, claro. – Lo que se temía, había hablado muy rápido, movido por los nervios y algo de miedo. – Me gustaría saber si te apetece ir esta tarde al teatro antes de cenar. He pensado que podría estar bien, así nos podemos conocer algo mejor y compartimos una velada algo más larga. Además es una obra de teatro de la que me han hablado muy bien unos compañeros de trabajo. – Ahora, algo más calmado, él se sorprendió de lo fluido que le había salido todo eso y que lo hubiera dicho sin que le temblara la voz.
– Ves como no es tan difícil. – Empezó a decir ella para que se terminara de calmar y para que pudiera respirar un poco. – Me parece un buen plan. No es que haya ido mucho al teatro así que no sé si me gustará.
– En principio tampoco sé si me gustará a mí. Pero si no quisieras no pasa nada, tampoco te quiero obligar a hacer algo que no te llame la atención. – Siguió él temiendo que ella se echara atrás y que no saliera adelante el plan que tenía pensado.
– Sí que me apetece, por supuesto. ¿Dónde es el teatro? – Preguntó ella sin rastro de mentira en su voz, sino todo lo contrario entusiasmo.
– Pues es en el Teatro Lara, en pleno centro. De todas maneras podemos quedar si quieres y no sabes ir hasta allí, en la plaza de Callao que está a un paso del teatro.
– Pues sí. Casi mejor porque no lo conozco. ¿A qué hora entonces quedamos?
– Pues la función comienza a las ocho de la tarde. Te parece que quedemos en Callao a las siete y media.
– ¿Tan cerca de la hora de la función? – Preguntó ella entre sorprendida y escéptica.
– No te preocupes por eso que llegamos de sobra. Además las entradas las llevaré ya compradas, para no tener que esperar allí y que no haya.
– Confío en ti entonces.
– Nos vemos entonces luego ¿no?
– Sí luego nos vemos. Un beso. Adiós.

Tras ese “adiós” la voz de ella se apagó. La conversación ya había acabado, y si antes de tenerla tenía más bien pocas ganas de comer nada, ahora tenía aún menos. El pub no estaba lleno del todo pero había bastante gente. Sus pensamientos se terminaron por perder entre el murmullo de los comensales y de los camareros. Había conseguido quedar con ella antes para ir al teatro y todavía no se lo creía. Estaba como flotando en una especie de nube. Pero también estaba desconcertado porque sentía algo en su interior que nunca antes había experimentado, una especie de miedo al fracaso, miedo a lo desconocido, miedo al futuro y también nervios, muchos nervios. Comió sin gana alguna dejando más de la mitad de la comida en el plato y pidiendo al camarero al terminar que se la pudiera en un envase de aluminio para llevarse las sobras a casa para otro momento. Salió del pub todavía un poco atolondrado, “y eso que no he bebido”, pensó él. Se encaminó callé Alcalá abajo hacia su casa. Podría haber cogido un autobús en Cibeles que le hubiera dejado al lado de su piso, pero prefería caminar, así aclararía las ideas y su mente podría intentar vislumbrar qué es lo que podría pasar esa tarde.

Las horas pasaron rápidamente. Se duchó y se vistió y sobre las seis y media ya estaba preparado para la cita. Pero todavía quedaba una hora. Ya tenía las entradas para la obra de teatro, que había comprado por internet. Todo estaba preparado, pero no quería salir de su casa todavía porque una hora esperando es mucho tiempo y más si solo se piensa en la persona con la que se ha quedado. Se fue hasta su despacho, se sentó en el sillón destinado a la lectura y esperó. Estuvo largos minutos sin pensar, sin pronunciar palabra alguna, sin hacer absolutamente nada salvo recorrer con la vista las estanterías llenas de libros, su escritorio lleno de papeles y borradores de novelas de autores noveles, promesas de las letras españolas o eso se creían ellos, meros intentos de empezar una carrera dura y muy complicada en el mundo literario para él. No se consideraba un editor duro. Leía siempre con entusiasmo todos los borradores de novelas que le llegaban y emitía sin pensar en nada ni en nadie el juicio que la lectura le generaba. Muchas veces chocaba con las ideas de los otros dos editores que también leían el mismo borrador al mismo tiempo, pero no le importaba. Si una novela le gustaba lo decía, pero si le desagradaba hasta tal punto que la había terminado porque para eso le pagaban la burrada que le pagaban también lo expresaba, aunque a veces pudiera sonar duro.

De un lado a otro de su despacho iba viendo casi sin ver los objetos que adornaban paredes y estanterías delante de los propios libros. Había muchas fotografías, sin embargo en pocas salía él. No era algo que le gustara. Además siempre pensó que era un poco triste, y quizá algo prepotente también, salir solo en una foto. Triste porque mostraba soledad. Viajar siempre había sido una de sus pasiones. Empezó a hacerlo con sus padres, pero llegó un momento en que hacerlo con ellos pasó a ser casi un suplicio, no se divertía, no lo disfrutaba y se sentía raro como encadenado a un destino del que quería librarse pero no sabía cómo hacerlo sin hacer daño a sus padres, y eso era lo que menos quería. Pero empezó a viajar solo y solo había hecho los mejores viajes de su vida, disfrutándolos como disfrutaría un niño pequeño con su primer balón de fútbol o su primera bicicleta. Pero viajar solo tenía una contrapartida importante: la vuelta. Cuando empezaba a preparar un viaje siempre estaba entusiasmado por lo que tenía que ver, visitar y conocer, y aquello que no merecía la pena. El propio viaje era como una aventura, fuera donde fuera, desde la histórica y muy pía Roma, hasta el salvaje Monte Kilimanjaro. Pero era la vuelta a casa, el final del viaje, lo peor. Esa vuelta a su casa, subir en el ascensor hasta el tercer piso del edificio donde vivía en la Plaza de la Encarnación, era una vuelta a la cárcel después de una permiso de varios días. Deshacer la maleta, poner en orden todo después de haber pasado un par de semanas fuera y colocar los recuerdos del viaje en algún lugar de su casa le hacía sentir vacío. No había nadie con quien compartir esas experiencias viajeras. Volvía a la soledad de su vida.

Sólo había una fotografía en el despacho en la que aparecía él acompañado por otras personas. Era una fotografía muy antigua, de cuando tenía dieciocho o diecinueve años. Era en Toledo y en ella aparecía él junto a otros amigos. Fue uno de sus primeros “viajes”, si es que a una especie de excursión de un día se le puede llamar viaje. Esa foto representaba para él su pasado, un pasado del que no quería desprenderse por muy doloroso que en el presente pudiera ser. Cada vez que miraba esa foto no se veía a sí mismo, sino a su otro yo: una persona que en su día pensaba que era feliz, que iba en el camino de encontrar su hueco en el mundo con un buen grupo de amigos, con un círculo que le proporcionaba bienestar, felicidad, buenos momentos y apoyo en los malos tiempos. El tiempo jugó sus bazas también y terminó por hacer de esa fotografía una reliquia de un tiempo pasado que a veces él mismo pensaba que no había existido. Sin embargo todavía había una parte de él que al mirar esa fotografía, al ver las caras de las personas con las que está en ella, en el mirador de Toledo con la ciudad imperial detrás, coronada por el Alcázar reconstruido tras la sinrazón de la Guerra Civil que arrasó con la poca dignidad que a España le podía quedar y con los pocos brotes de civilización y cultura que pudiera haber en una sociedad supersticiosa que prefiere rezarle a una imagen de madera pintada para que las lluvias rieguen los campos y pueda haber así buenas cosechas, y con la torre gótica de la Catedral Primada elevándose al cielo como queriendo decir que no sólo en la tierra castellana manda el rey, sino también Dios; todavía al mirar esa fotografía sentía nostalgia de ese pasado. Nostalgia y culpa por no haber sabido mantener esa amistad, por no haber sabido conservar a esos amigos, por no haberlos sabido aprecias. Aunque también es cierto que otras veces mirar esa fotografía lo único que le traía a la memoria eran recuerdos de desplantes, y al corazón un sentimiento de decepción constante y muy fuerte.


Caronte.

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miércoles, 26 de agosto de 2015

Europa: a punto de fracasar

Podría perfectamente seguir callado, no escribir este artículo. No pasaría nada. Nada cambiaría. Pero mi conciencia no puede no hacer nada. No puedo seguir callado por más tiempo viendo cómo Europa (entiéndase como Europa de ahora en adelante en este artículo a la Unión Europea) desprecia con odio a aquello que lanzados a la desesperada huyen de sus países en busca, no de trabajo, de una vida mejor, o del sueño europeo si alguna vez existió dicho sueño, sino de simplemente poder tener un futuro, poder vivir y ver crecer a sus hijos y sus nietos en paz. No puedo callarme como hace todo el mundo. No puedo ver en las noticias en la televisión las imágenes del horror, o leer en la prensa las desgracias que estos seres humanos están viviendo, sin manifestarme. No voy a conseguir nada con este artículo; lo leeréis cuatro, menos de los que habitualmente os metéis en el blog. Pero me da igual, debo hablar y no callarme porque soy un ser humano más en este planeta, en Europa; y Europa ya ha vivido durante muchas décadas en su historia pasada del silencio de sus ciudadanos.

Europa está fracasando, y eso me duele. Me duele ver cómo el ideal con que Europa fue fundada hace más de medio siglo se está viniendo abajo. Me duele ver cómo la cuna de la civilización occidental, del progreso, de la ciencia y la cultura, del estado del bienestar, se está convirtiendo en un ente egoísta y cínico. Europa surgió como hermandad de pueblos que durante toda su historia habían estado guerreando, luchando entre ellos por territorios, por recursos naturales, por ganar unas montañas o el curso de un río, por ser reyes de una montaña llena de abetos o emperadores de una vasta planicie. El continente europeo, sus ciudadanos, sus diversos pueblos, necesitaban paz y por esa paz surgió Europa. Pero ahora nos hemos olvidado de todo esto. Todos hemos olvidado esto. Europa se desangra; sus pilares fundacionales se hunden; sus pueblos se vuelven a separar, a verse como gente diferente, gente rara.

Hace ya años, no es de ahora ni mucho menos, que Europa perdió sus valores humanísticos por los económicos. El dinero todo lo pudre y destruye, a nada ayuda, todo lo hunde bajo el peso del metal con el que están hechas las monedas, de los lingotes y del papel de los billetes. Europa lleva demasiado tiempo pensando única y exclusivamente en enriquecerse económicamente. Ya no hay pensadores que ideen Europa y la lideren hacia esos ideales. Pero un día sí que los hubo. De esto hace mucho tiempo ya. Pero las dos guerras mundiales que desolaron esta también acabaron con cualquier ánimo para crear nada que mereciera la pena conservar. Quizá en el propio genoma de los europeos esté el destruirnos cada cierto tiempo, ya sea con guerras de manera física: matándonos, bombardeando hasta el polvo ciudades, masacrando razas enteras y cometiendo genocidios; ya sea de manera ideal socavando la posibilidad de avanzar mediante el intelecto y el ejemplo ante el mundo.

Mozart, Beethoven, Van Gogh, Da Vinci, Goya, Fleming, Bernini, Erasmo de Rotterdam, Kant, Descartes, Lorca, Dalí, Picasso, Agatha Christie, Alejandro Dumas, Ramón y Cajal, Marie Curie, Newton, Einstein. Todas estas personalidades son europeas, y todos muestran lo mejor que el ser humano puede dar. Europa no existiría sin estos hombres y mujeres, sin estos pensadores, médicos, pintores, músicos, artistas, científicos. Pero ahora Europa ya es otra cosa. Sigue habiendo este espíritu de crear cosas grandes, de darlas al mundo para su mayor desarrollo, pero nadie conoce a los actuales grandes europeos. Ahora la sociedad europea solo está preocupada por su bolsillo. El capitalismo más radical, más inhumano, más cruel, se ha aposentado entre nosotros. Todos somos cómplices de este sistema que está destruyendo desde dentro habiéndonos comido las cabezas, habiendo minado nuestra conciencia para que no pensemos en otra cosa que en comprar, consumir, y seguir comprando. Ya nadie crea por sí mismo; sólo unos pocos siguen empujando porque algún día de vuelva a la senda del ideal europeo.

Todo esto que estoy diciendo y que obviamente puede parecer y de hecho parece utópico, es también la pura realidad. Duele escribirlo, supongo que dolerá leerlo a quiénes tengan algo de conciencia común todavía. Pero duele más darse cuenta de que lo que tenía por Europa, lo que creía que existía y se estaba construyendo para el bien común de los ciudadanos y su hermandad, es una absoluta farsa. Y si no farsa algo parecido. Europa está fracasando y no veo que nadie que pueda arreglarlo de verdad en ningún país esté haciendo algo por parar el desastre. Pero todo lo que llevo dicho no es más que un pequeño trasfondo.

No sólo Europa está fracasando. Todo el mundo parece que se va al garete en una locura colectiva que parece no tener fin y que nos acabará arrastrando a todos a la más absoluta de las destrucciones. Europa no está al margen de esta vorágine autodestructiva. No volverá a haber una Guerra que llevará a los cimientos el pensamiento europeo. No volverá a haber una Guerra que reduzca al polvo las ciudades. No volverá a haber una Guerra que se cobre la vida de más de 40 millones de personas. Pero Europa se acerca a algo peor: a convertirse en un lugar egoísta, insolidario, de piedra, que no reaccionará para salvaguardar la vida en el mundo ni para ayudar a los pueblos hermanos a tener un futuro mejor.

Quien más quien menos ha visto en el último año la continua desgracia que se está produciendo en el Mediterráneo, que ha pasado de ser el mar de todos los europeos, ese mar azul de Ulises, de Grecia y Roma, de Cartago, de leyenda y mitología, ese mar en mitad del mundo conocido; a ser un cementerio de seres humanos que huyen despavoridos de sus países para simplemente poder vivir en paz. Me niego a considerar las personas que están llegando en masa a Europa como inmigrantes. Alguien que emigra de su país natal lo hace porque quiere buscar un mejor futuro del que puede encontrar allí. Todas estas personas, mujeres, niños, adolescentes, jóvenes, bebés, ancianos, no vienen a Europa en busca de trabajo, o de una vida mejor. Todos estos seres humanos están huyendo de la muerte. Sólo quieren vivir, aunque sea malviviendo al raso en tiendas de campañas hechas con lonas de plástico, durmiendo en un puñado de cartones apilados. No quieren más que poder ver nacer y crecer a sus hijos y sus nietos. No son maleantes, ni delincuentes, ni terroristas, ni asesinos, ni violadores, ni ladrones, ni nada parecido. Son personas que han tenido que dejar sus lugares de nacimiento no porque quieran, ni porque prefieran vivir en Alemania, España u Holanda, sino porque en sus países de origen les matan sin más; violan a las mujeres y a las niñas sin más; hacen guerrear a niños imberbes sin más.

El Mediterráneo, antaño tierra común de prosperidad para ambas orillas del mismo, la africana-asiática y la europea, es a día de hoy un enorme cementerio. Sus aguas aunque todavía azules, claras y turquesa a veces, pronto cogerán el color de la sangra. Sangre de inocentes, de seres humanos desesperados que buscan vivir en paz y tranquilidad en Europa, que huyen de su vida de guerra y terror. Vienen a Europa porque para muchas sociedades todavía escuchar este viejo nombre hace evocar un lugar de paz, de tranquilidad y prosperidad, una tierra de oportunidades y bienestar que solía abrazar a todos los que venían porque durante siglos había sido el centro del mundo que también vio como sus propios hijos, sus propios ciudadanos marchaban lejos de casa, muy lejos de Europa.

Y somos los europeos los que estamos permitiendo que se produzcan estas tragedias inhumanas. Si lo comparo con el holocausto nazi, habrá quiénes me digan que soy un exagerado que soy incluso antisemita por comparar a los judíos con todos los seres humanos que mueren ahogados llenos de miedo y terror al ver que su sueño se convierte en pesadilla. Pero Europa se está convirtiendo en un ente sin corazón, sin sensibilidad alguna. Italia, Malta, Grecia, Chipre y España, son Europa, incluso con más derechos históricos que países como Estonia, Dinamarca o Irlanda; pero además somos (y me incluyo como español) también guardianes del Mediterráneo, puertas de entrada y bienvenida a este maravilloso continente. Por desgracia ahora también somos los encargados de ir a salvar, a ayudar y cuidar de todas aquellas personas que arriesgan su vida para venir a Europa atravesando decenas de millas náuticas en muchos casos huyendo de las guerras en sus lugares de origen. Somos el sur de Europa, países hermanos unidos por un vínculo que no tienen otros países europeos: el Mediterráneo. También ahora, sobre todo Italia y Grecia, demuestran su extensa generosidad y  hospitalidad ayudando a todas estas miles de personas que intentan vivir sin miedo a ser matadas, asesinadas o violadas porque sí. Pero Europa mira hacia otro lado.

Ya he dicho que hace tiempo Europa decidió abrazar otros ideales que nada tenían que ver con ese espíritu europeo que forjó la hermandad entre países y pueblos que durante siglos siempre habían vivido en guerra. Ahora es el dinero lo que mueve a Europa y sus dirigentes. Solo el dinero, esa enfermedad crónica que convierte en miserable hasta al más honorable de los hombres. El dinero ha corrompido todos los estamentos de Europa, este virus capitalista ha contagiado todos los círculos europeos. Ahora sólo importa el dinero, y en tiempos de crisis más. Hemos visto como este año Grecia, democráticamente, elegía un gobierno que plantó cara al ahogamiento al que estaba siendo sometido el pueblo griego. Hemos visto como casi sin excepción toda Europa se ha alineado contra los griegos, y que nadie me diga que ha sido contra un gobierno de radicales extremistas porque me estaría mintiendo como un vil bellaco. Europa, encabezada por la desmemoriada Alemania, pero seguida por sus perritos falderos (España, Holanda, Finlandia, Eslovaquia, etc.), han apretado la soga del pueblo griego sometiéndoles como si fueran los derrotados en una guerra cruenta. Y todo por el dinero.

No faltaron ganas, ni motivos, ni voluntad para convocar cuantas cumbres europeas fueron necesarias para alcanzar un acuerdo de sumisión del pueblo griego, que luego llamaron rescate solidario con Grecia en un ejemplo de bajeza moral e intelectual digna únicamente de los pasados fantasmas nazis. Cumbres que duraban hasta bien entrada la madrugada, los líderes incluso se implicaron ellos mismos en vez de sus ministros de economía. Todo por el dinero, para que los mercados, ese ente sin cuerpo, sin alma y sin escrúpulos, sin corazón ni conciencia, estuvieran a gusto. Es aquí donde quiero llegar. Europa solo mira por el dinero, se ha perdido la solidaridad. Se tachó de crisis histórica para Europa, como bomba en sus cimientos la posibilidad de que Grecia y los griegos pudieran respirar, de que decidieran su propio futuro. Pero aquello no era una crisis de Europa. La crisis la tenemos ahora encima.

Crisis no es que un país haya elegido a sus gobernantes democráticamente y que ese mismo pueblo exigiera a entes a los que nadie ha pedido opinión que les dejaran de apretar la soga del cuello. Crisis es que lleguen todas las semanas a las costas europeas miles de seres humanos huyendo de la desesperación que vivían en sus países de origen, dejando atrás recuerdos y su vida, para simplemente poder vivir sin temer ser asesinados. Crisis es que hayan muertos en el Mediterráneo, ese mar mitad europeo, miles de seres humanos que sólo querían llegar a Europa para vivir en paz. Esa es la verdadera crisis que Europa debería haber afrontado, por la que los líderes europeos deberían haberse quedado sin vacaciones por intentar encontrar una solución. Pero unos miles de inmigrantes no dan dinero, sino que lo quitan. Unos miles de seres humanos desesperados no valen absolutamente nada. Esa es la Europa en la que por desgracia vivo, vivimos todos.

Pero sí se ha hecho algo; algo muy típicamente europeo. Se ha hablado. Europa siempre que no quiere tocar un problema, siempre que prefiere que una cuestión se demore en el tiempo y se diluya entre la opinión pública, habla. Habla sin parar, negocia, dialoga, tira de diplomacia, en reuniones interminables, absurdas, vacías e inocuas. Y eso han hecho los líderes europeos más alejados del Mediterráneo: hablar. A todos se les llena la boca diciendo que lo que está pasando en el Mediterráneo en una catástrofe migratoria, una avalancha de refugiados frente a la cual no se puede hacer frente. Mentira. No es una crisis migratoria. Es una crisis humanitaria. Y tampoco es verdad que no se pueda hacer frente a tal cantidad de seres humanos que buscan paz. Es ruin y miserable decir esto. Pero qué se puede esperar de gente como Merkel, o de otros líderes muchas veces apoyados para gobernar en partidos xenófobos que mucho se parecen a aquellos partidos que aparecieron en Europa antes de la IIGM.

Y para mayor gloria de las brillantes mentes de la gobernanza europea se ha logrado una solución: repartir a los inmigrantes por toda Europa. ¿Repartir? ¿Qué son estas personas, todos estos niños, ancianos, mujeres y jóvenes que vienen a Europa arriesgando su vida? ¿Mercancías; polos de Lacoste; lavadoras Balay? Europa no solo se ha vendido al capital deshumanizándose y perdiendo todos los valores que un día la hicieron grande; sino que también se ha convertido en un ente vil, ruin, miserable, amoral y sin ética alguna. Me da asco ver la pasividad de Europa y la bajeza intelectual y moral de sus líderes, a esos a los que votamos. Pero también me da asco ver cómo los europeos no hacemos absolutamente nada. Claro estamos de vacaciones, en la playa con un helado, en la montaña, haciendo el amor con nuestra pareja, no nos importa nada. Y además, qué narices, a nosotros no nos afecta, mientras que esos negros no vengan a la playa en la que yo esté qué más da. Esto es lo que piensa mucha gente.

He llegado a pensar que si Europa es así quizá también los europeos seamos de esta calaña. Recuerdo que cuando en París hubo un atentado contra la libertad de expresión todos salimos a la calle, líderes y ciudadanos para mostrarnos juntos defendiendo uno de los pilares de Europa. He visto manifestaciones contra el maltrato animal en España; contra los despidos injustificados de Coca-Cola; a favor de la sanidad o la educación pública. Todo tipo de manifestaciones masivas a favor o en contra de motivos totalmente legítimos. Pero no he visto ninguna manifestación masiva en ningún país, en ninguna ciudad, exigiendo a Europa que haga algo para ayudar a esos seres humanos que mueres por centenares intentando llegar a Europa huyendo de unas guerras que hace tiempo en esta tierra no vivimos y por tanto no sabemos qué son. Somos unos cínicos y si esto sigue así también seremos culpables de todas estas muertes, de este trato animal que se da a seres humanos que solo buscan la paz, esa paz que todos buscaríamos, no ya para nosotros mismos sino para nuestros seres más queridos. Europa está a punto de fracasar y no sólo por sus gobernantes sino también porque sus ciudadanos, nosotros, no hacemos nada evitarlo.

Caronte.

jueves, 20 de agosto de 2015

Consejos viajeros: Praga

Después de mucho meditar he decidido empezar una nueva serie de artículos en este blog dedicados esencialmente a los viajes, al turismo, tanto nacional como internacional. No pretendo en estos artículos extenderme mucho, ni contar excesivas experiencias o anécdotas personales, simplemente daré desde mi más humilde punto de vista una serie de consejos para visitar los diferentes destinos de los que me decida a hablar. Tampoco pretendo convertirme ahora en un gurú de los viajes, ni ser una especie de oráculo para aquéllos que lean el blog (pocos lamentablemente) y les guste viajar, simplemente quiero poder servir de ayuda y/o consejo para los aventureros.

La primera entrega de esta serie de artículos, que espero engordar a medida que vaya viajando, o recuerde viajes ya hechos y pasados, archivados en lo más recóndito de mi memoria, va a tratar sobre Praga, la vieja y noble capital del antiguo reino de Bohemia. Muchos seréis los que alguna vez os habrá llamado la atención viajar, ¡nos ha fastidiado, y a quién no!, y muy probablemente de entre esos muchos corazones viajes habrá quiénes habréis fijado en algún momento vuestro ojo turístico en Praga. Normal, es una ciudad bellísima y encantadora, y además desde hace ya décadas está dentro de los tours turísticos principales del viejo continente. Gracias a su historia centenaria, sus calles estrechas, sus monumentos mundialmente reconocidos, sus palacios, mansiones, puentes, plazas y también por qué no su cerveza, Praga es un destino turístico de primer orden a esfera europea. Pero vamos, todo lo que puedo contar sobre esta ciudad a nivel histórico o turístico se encuentra en las guías de viaje.

Los consejos que a continuación voy a dar hay que considerarlos también en ciertas circunstancias. Ya a Praga he ido en el mes de julio, de miércoles a sábado, y solo. Luego mi visión de la ciudad es probablemente muy diferente a la que tendría un grupo de amigos, que vaya un fin de semana en marzo por ejemplo, o la de una pareja de viaje más o menos romántico en mitad de diciembre. Pero allá voy:

1.- Primero de todo: la ubicación del hotel. Recomiendo que el hotel que se elija esté más o menos en el centro. Con esto no quiero decir que deba estar justo en frente del Castillo de Praga, o junto al Puente de Carlos. No. Pero hay cientos de hoteles: más grandes, más pequeños, medianos; de todos los precios y para todos los gustos y por alejarse un poco de las zonas donde se amontonan los monumentos no pasa nada. Para concretar un poco más, una buena zona para buscar hotel sería la comprendida dentro de la zona que une el Teatro Nacional con el Puente Stefanikuv sin acercarse mucho al centro más turístico donde aparte de que los hoteles son más caros hay mucha más gente y hay más bullicio de restaurantes y demás.

2.- Planos, mapas y guías turísticas fuera. Praga no se visita, Praga se descubre. No me entendáis mal. Los planos y las guías turísticas cumplen una función muy buena cuando se hace turismo, pero si de verdad se quiere conocer una ciudad y terminar por amarla y disfrutarla hay que ir a la aventura. Yo en ningún momento utilicé ningún plano para moverme por Praga y aquí estoy: ni perdí el avión, ni me violaron en un callejón oscuro, ni acabé en comisaría por presunto pederasta. Esta es una de mis recomendaciones más claras y concretas. Y lo digo de todo corazón. Praga es una ciudad pequeña, con estudiar un poco la zona que se pretende visitar al día siguiente por la noche antes de dormir y visualizar más o menos donde está lo importante, es suficiente. Si por ejemplo se quiere visitar un bulevar de un extremo a otro, lo mejor es ir cogiendo las calles que salgan del mismo aunque no sepamos donde se llega.

Este consejo de fuera mapas lo digo porque de verdad que en Praga merece la pena. Puede que en ciudades más grandes como Roma, Londres o París en las que las distancias son mayores y hay mayor concentración de lugares que ver y monumentos que visitar, los planos y las guías sean fundamentales. En Praga no. Y sobre todo en la zona de Mala Strana, o el barrio del Castillo, donde quien no callejee y sienta haberse perdido (sensación irreal por otra parte) no saboreará realmente Praga.

3.- Evitad las manadas de turistas. No sé si sois de los que cuando viajan y hacen turismo se suman a manadas ingentes de turistas que van en visitas guiadas sin atender una mierda a las explicaciones, sacando fotos hasta a las cagadas de los perros autóctonos y asfixiados por ir a un ritmo que ni Usain Bolt aguantaría. Yo ya lo digo ahora para que conste, NO. Odio las manadas de turistas, y más las asiáticas que no respetan nada. Praga por desgracia está llena de estas manadas desorientadas muchas veces. Pero es lo que tiene aparecer en todos los folletos turísticos de Europa: que en verano es imposible ver Praga con calma y tranquilidad.

Sé que es difícil lo que voy a recomendar porque por norma general las vacaciones se tienen en verano. Pero si podéis viajar a Praga cuando más baja sea la temporada turística mejor. Os ahorraréis ver todos los lugares emblemáticos de la ciudad como si acabaran de abrir El Corte Inglés el primer día de rebajas. Lo digo en serio y por experiencia propia. Estuve a finales de julio y a partir de las once de la mañana ya era agobiante visitar el Castillo de Praga, la Plaza de la Ciudad Vieja o el Puente de Carlos. No se podía caminar sin esquivar gente. Y ya el camino que conduce desde el Reloj Astronómico al Puente de Carlos era como caminar por la calle Preciados en Navidad.

Si no podéis ir a Praga en temporada baja os recomiendo una cosa. Si queréis ver con algo de tranquilidad los principales lugares de Praga: Puente de Carlos, Reloj Astronómico, Plaza Vieja, etc., id a primerísima hora de la mañana. No estoy hablando de las diez de la mañana, sino de las nueve. Es muy recomendable. Nada tiene que ver el Puente de Carlos a esa hora que a partir de las once de la mañana.

4.- Monumentos. Desde mi punto de vista Praga tiene dos, y si se me apura tres, monumentos por los que merece la pena pagar la entrada y visitarlos. Uno de ellos es sin lugar a dudas el Castillo de Praga. Lo que pasa es que para verlo en toda su extensión y esplendor sería necesario emplear casi dos días. Pero no merece la pena. Sinceramente. Yo cogí el segundo tour más completo a precio de estudiante (125 czk) y sin ir con prisas tardé en visitar el Castillo 2/3 horas. Eso sí, vuelto a repetir, para verlo con calma, sin tumultos, sin aglomeraciones y poder disfrutarlo hay que madrugar e intentar estar en la puerta nada más que abran (así también os evitaréis las larguísimas colas que luego se forman, yo no esperé nada de cola).

Nota: el cambio de guardia (a las 12 h) es más que prescindible.

Otro monumento que merece la pena visitar es la torre del Ayuntamiento de la Ciudad Vieja (donde está el Reloj Astronómico) y subir hasta arriba para poder disfrutar de una vistas impresionantes de la ciudad. No os preocupéis no hay que subir andando si no se quiere: hay ascensor. Pero como con el Castillo, es preferible madrugar, si no es imposible disfrutar de ninguna vista. Y por último yo recomendaría visitar alguna de las sinagogas de la ciudad. Yo visité tanto la Sinagoga Española, como la Sinagoga Vieja-Nueva, que es la más antigua que hay en toda Europa todavía en uso como tal. Eso sí si visitáis esta última preparad dinero porque a precio de estudiante fueron 110 czk (comparad con el precio del Castillo), para ver una sinagoga más pequeña que mi casa.

Nota: si soy sincero el cementerio judío de Praga creo que es algo de lo que se puede prescindir. Hay unas colas enormes siempre, es muy caro y hay cosas en la ciudad que son gratis que merecen mucho más la pena.

5.- Comida. Tema siempre muy delicado, sobre todo para algunos. En Praga no hay problema para encontrar lugar para comer, y además barato. Eso sí hay que alejarse un poco de las calles principales y del centro (Plaza de la Ciudad Vieja, calle principal de Mala Strana, etc.). Merece la pena probar la comida checa, sobre todo el gulash, ya sea al estilo típico metido en una especie de cazuela de pan que se come, o en un plato normal y corriente. Yo no bebo cerveza pero dice que la checa está muy buena, así que a quien le guste adelante y también es muy barata. Para que os hagáis una idea yo cené un par de veces en un restaurante checo de comida europea (italiana principalmente) y nunca pasé de los 13 euros (este precio corresponde a un entrante, un plato principal, postre y bebida). Por entre 7-10 € se puede comer muy bien en muchos lugares de Praga.

Por si a alguno le interesa el restaurante del que he hablado se llama “Restaurace U chlupatýho ducha” y se encuentra en la calle Konviktská 1013/6; justo al lado del hotel en el que me alojé, que por si a alguien también le puede interesar se llama “Cloister Inn”.

6.- Varios. A ver por norma general en Centro Europa en verano no suele hacer excesivo calor, lo que pasa es que puede ocurrir lo que me pasó a mí que la primera tarde que pasé en la ciudad me empapé en sudor del calor que hacía (aparte de la humedad que era horrible), menos mal que el resto de días bajó la temperatura y se nubló algo. Ir bien pertrechados de carretes o tarjetas de memoria para las cámaras de fotos, de batería para las mismas porque se usa bien la cámara, ya lo aviso. Y creo que nada más.

Y con esto y un bizcocho ya podéis viajar a Praga. Espero que os haya parecido interesante y servido de ayuda. Praga es una ciudad preciosa que podría definir como ciudad museo, todo en ella merece ser admirado, contemplado, disfrutado y visitado. Yo disfruté mucho la ciudad aunque también digo no da para más de tres días completos como mucho (y creo que me estoy pasando) y no volveré a visitarla en verano nunca, prefiero pasar frío por ejemplo antes de tener que volver a esquivar y evitar manadas de turistas salvajes. Si alguien tiene alguna pregunta o quiere saber más, pues una de dos, o me deja un mensaje en el blog o se compra una guía y es la lee.

Hasta el próximo viaje.

Caronte.

lunes, 17 de agosto de 2015

El Vals del Emperador (XXX)

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(Para quien siga la historia, si es que hay todavía alguno, viene de la entrada anterior)

Viena dormía. Viena estaba despierta. Viena esperaba la llegada de un nuevo día, el último del año, uno más en su historia, uno menos en la vida del mundo. Las luces de las farolas parecían tintinear bajo el frío de la noche. Los regios edificios públicos dormitaban aguantando estoicamente los embates del clima, del viento, la nieve, la lluvia, el sol, la niebla. Nadie había en la calle. Tampoco se veía ningún coche, o moto, pasar bajo las ventanas de su habitación del Sacher. En Madrid eso sería imposible pensó él fijándose en un coche negro aparcado justo enfrente de la ventana por la que miraba, bajo el haz de una farola. La luna brillaba en el cielo pero de vez en cuando su luz argentina quedaba momentáneamente difuminada por unas nubes. Él observó que en el cielo ya no se veían casi estrellas, el manto celestial estaba siendo cubierto por unas nubes que a pesar de la oscuridad reinante parecían espesas. Todo le daba igual.

En un momento en que la luna quedó cubierta por las nubes durante más tiempo, Anna pareció inquietarse. Se revolvió en la cama, se volvió a girar un poco sobre sí misma, sin llegar a volver a la posición que antes tenía. Ahora su rostro quedaba parciamente iluminado por el tibio brillo artificial que llegaba desde la calle a través de las finas cortinas de la habitación. Él preocupado por si ella se despertaba o por si estuviera sufriendo un mal sueño, la miró. Pero al ver que simplemente se estaba volviendo a colocar buscando una postura cómoda para seguir durmiendo, se sonrió. La miró dormir durante unos minutos. Tan tranquila, tan bella, tan joven. El pelo le caía ligeramente por la cara tapándola parcialmente uno de sus ojos y acariciándola la mejilla. Viéndola así, durmiendo mientras él era incapaz de conciliar el sueño, la amaba. Supo entonces que quería ver esa imagen siempre, no le importaba absolutamente nada, la quería toda para él, para amarla, para hacerla suya, para acostarse con ella cuando quisiera, para colmarla de regalos, matarla a besos. Sin embargo pese a estar ahí tan cerca, a apenas un par de pasos de él, sabía que seguía muy lejos, que quizá todo aquello no era más que una ilusión, muy real eso sí, pero ilusión al fin y al cabo.

Para no seguir pensando en eso y quitarse de la cabeza esas ideas destructivas que debería intentar desterrar de sus pensamientos para siempre, volvió a mirar por la ventana. Viena sí que no era una ilusión, estaba allí, con Anna, ya era el último día del año, pocas horas de hecho quedaban para que empezara uno nuevo. Miró a lo lejos, hacia las sombras del Palacio del Hofburg. Sin embargo Viena no pudo evitar que en ese momento se acordara de la primera noche que pasó con Anna, aquella noche llena de nervios, de dudas, de miedos. Aquella primera noche en la que sus cuerpos se fundieron en uno solo al calor de la pasión desatada.

No había podido pegar ojo en toda la noche. Con los ojos como platos estuvo sin quitársela de la mente. No podía borrar su bello rostro de sus retinas donde se había grabado a fuego ardiente y de las que tardaría mucho tiempo en desaparecer. Muchas noches había sufrido de insomnio, pero nunca, desde hacía muchos años había estado sin dormir toda una noche. Sin embargo, a diferencia de todas esas noches en las que el sueño le tardaba en llegar, en esta ocasión la razón no era su pasado que no terminaba de poder olvidar, no eran tampoco sus fantasmas presentes, ni tampoco el sentimiento de soledad que muchas veces terminaba embargándole por completo. Esa noche había sido una mujer, una alegría inmensa albergada en su pecho, la que no le había permitido dormir ni un solo segundo. Estuvo toda la noche pensando únicamente en el día siguiente, en la cita que tendría con ella, ahora ya más en serio, más formal, más como él quería que fueran las cosas. Ni siquiera estuvo toda la noche tumbado en la cama. Era imposible estar tranquilo. Mil posturas probó para intentar quedarse dormido y que la noche avanzara más rápidamente: boca arriba, boca abajo, de cúbito supino, en forma fetal, en diagonal, con una pierna fuera de las sábanas, con las dos. También intentó recurrir a la lectura para cansarse y dormirse, y también ese recurso le falló. Al final decidió irse a su despacho a sentarse en su sillón de lectura, no a leer sino a pensar cómo se podría desarrollar el día siguiente.

La mañana le sorprendió destemplado. Al final se había quedado un poco traspuesto en el sillón. Sobre el regazo tenía un libro que no recordaba haber cogido, y que no estaba ni abierto. Al final de la noche había caído en una especie de duermevela. Sin embargo era muy temprano, apenas entraba unos posos de claridad por la ventana del despacho. Se acercó al ventanal y lo abrió. Salió la pequeña terraza donde unas macetas intentaban dar un aire más rural a ese balcón puramente urbano situado en una de las plazas más desconocidas de todo Madrid, pero que respira historia y belleza por sus cuatro costados. El sol apenas iluminaba la parte alta del campanario del monasterio de la Encarnación, cuando de repente las campanas del mismo dieron las ocho de la mañana. El cielo estaba totalmente despejado y mostraba esa tonalidad malva tan típica de los amaneceres previos al invierno de Madrid. La mañana estaba fresca y él no estaba muy adecuadamente vestido como para estar en el balcón a esa temprana hora: su batín de dormir, la parte superior de un pijama, unos calzoncillos holgados y unas zapatillas de andar por casa que ya iban necesitando un cambio de aires.

Tras echar un último vistazo a la plaza recién baldeada por los operarios del ayuntamiento, pero todavía desierta, se volvió a meter en su despacho, cerró el ventanal y se dirigió a su cuarto de baño para asearse un poco, lavarse la cara para quitarse los últimos retazos del poco sueño que haya podido echar durante la noche y vestirse con algo más de decencia. Desayunó bien. Tenía hambre. Suele suceder que el sueño, el cansancio, el insomnio por razones buenas o malas, da igual, lo que generan es hambre. Menos mal que tenía unos mantecados de almendra que unos compañeros de trabajo le trajeron desde Segovia la semana anterior y de los que ya quedaban pocos debido a la debilidad que tenía por ellos. Mientras terminaba de desayunar volvió a recordar la razón que lo había mantenido toda la noche en vela: ese día tenía una cita por la tarde para a cenar, hablar con más tranquilidad, conocerse mejor en un ambiente diferente al del pub de la noche anterior, y quién sabe si también para terminar subiendo a la casa de ella y acabar la noche como el soñaba. Sólo de pensarlo le entró vértigo y el estómago le dio un vuelco sonoro que casi hace que los mantecados que había ingerido y disfrutado enormemente terminaran en forma de pasta biliosa sobre la mesa de la cocina.

El día se le planteaba largo. Recordó también que esa misma mañana, a pesar de ser sábado, tenía un asunto que resolver en el trabajo. Para ello debía dirigirse a su oficina en la editorial y hacer una serie de llamadas concernientes a los caprichos de última hora de un escritor demasiado especial, exigente en palabras del propio autor, que al lunes siguiente debía salir rumbo a Guadalajara, México a presentar su última novela, pero que a última hora había decidido posponer un día el viaje porque su perra estaba a punto de dar a luz y no quería perderse por nada del mundo el alumbramiento de los cuatro cachorritos que estaba esperando el pobre animalito. Por mucho que se le intentó convencer de que no se podía cambiar una cita que se tenía planeada con más de un mes de antelación, el escritor, que ya había salido en varias apuestas como el próximo Premio Planeta y que se tenía más que creído su éxito, a pesar de que no era ni de lejos de los autores de más prestigio de la editorial, sólo vendía mucho y había gustado con una serie de novelas pretenciosas en exceso en las que se combinan sexo, alcohol, dinero y asesinatos sórdidos, no entraba en razón y amenazó con largarse de la editorial ya que, siempre según él, tenía importantísimas ofertas de muy grandes y prestigiosas editoriales españolas y de parte del extranjero.

Muchas veces pensó que si el escritor supiera los malabarismos que en la editorial habían tenido que hacer para que compartiera mesa con otros escritores, éstos sí de verdadero prestigio y éxito real, menos ínfulas se daría. Pero los escritores que venden son una mina de oro y en la editorial, a pesar de que desde el director general hasta el último bedel lo detestaban, estaban más que convencidos en complacer pese a todo a este escritor. Por todo esto esa mañana de sábado, sin haber dormido absolutamente nada durante la noche y por un miserable caprichoso escritor, él debía emplear la mañana en intentar convencer a sus socios de México, y a sus compromisarios de que todos los actos con este escritor debían posponerse un día. Sabía que no iba a ser fácil de por sí, y menos aún teniendo en la cabeza una sola cosa: su cita de la tarde.

Al final no fue tan fiero el tigre. Al llegar a la oficina se encontró con otros dos compañeros, el jefe de prensa de la editorial y otro editor que como él estaban encargados de llevar el asunto del viaje del escritor toca narices a México. Estaban preocupados. Era un inconveniente de última hora que podía dar al traste con el trabajo, los desvelos y los esfuerzos de varias personas durante varios meses. Nada más verle llegar el jefe de prensa con su voz grave soltó “si pillo a este escritor de mierda le suelto dos hostias, le mando a tomar por culo y me quedo más a gusto que un arbusto”. Aunque a la hora de tratar con los medios fuera la persona más cauta, paciente, comprensiva y educada de toda la editorial; cuando estaba en privado y se sentía en confianza soltaba de vez en cuando algún que otro exabrupto de este tipo lo que desconcertaba a muchos pero que a él le hacía mucha gracia porque en su fuero interno estaba de acuerdo en la mayoría de lo que decía aunque fuera políticamente incorrecto.

Sin perder tiempo se pusieron los tres a mover los hilos y tocar los botones justos que arreglaran el desaguisado que tenían sobre la mesa. Estaban solos en la sede de la editorial, tres enormes plantas en uno de los edificios más bonitos de todo Madrid en plena Plaza de la Independencia, cuyo alquiler costaba un ojo de la cara. Tras varios intentos de dar con el susodicho escritor, al final lograron que alguien respondiera al otro lado de la línea. Sin embargo no era el escritor sino su secretario, un joven pretencioso, homosexual de esos que la semana del orgullo desaparecen de la faz de la tierra para aparecer por Chueca con una boa de plumas azules, verdes o rosas al cuello y mallas ajustadas que nada dejaban a la imaginación. Con una voz que pretendía sonar grave, serie y dura, dijo que Fulanito no podía ponerse al teléfono que estaba muy ocupado en su nueva novela, en pleno proceso de creación. Los tres que estaban escuchando la conversación a través del manos libres del teléfono de la oficina sabían que era una mentira como una casa, pero se lo callaron. Intentaron ser comprensivos al principio. Mediante halagos, piropos y buenas formas intentaron convencer al secretario del escritor que era muy importante tratar con él el asunto del viaje a México; de fondo se escuchó al mencionado escritor gritar, no de muy buenas formas que no iba a ir que su perra lo necesitaba más que los malditos mexicanos. El jefe de prensa se mordió los nudillos intentando evitar prorrumpir en gritos e improperios que hubieran dado al traste con cualquier negociación. Tras un tira y afloja que no llevaba a ninguna parte el secretario, cansado como se le notaba de tener que estar un sábado en casa de su jefe les dijo a los tres de la editorial que en un rato les volvería a llamar, que hablaría con su jefe e intentaría convencerlo de que se pusiera al teléfono. Ahí terminó la primera conversación.

Mientras esperaban una llamada que todos sabía que era muy posible que no se fuera a producir, él decidió llamar a la subdirectora de la editorial, que además era la encargada de los asuntos de Sudamérica. La subdirectora cogió el teléfono rápidamente y tras ponerla al día de lo que estaba pasando con el escritor rebelde, como había empezado a llamarlo los tres que esa mañana estaban en la sede de Madrid, él le contó el plan que se le había ocurrido mientras hablaba con ella. El plan consistía en pasar a la acción, en ponerse borde y amenazar con rescindirle el contrato, soltar lastre serían las palabras que utilizaría para darle aún menos importancia y que el escritor rebelde viera que a lo mejor no era tan importante como se creía. La subdirectora, una mujer de armas tomar que rondaría los cuarenta y pico años, aunque nadie en la editorial sabía a ciencia cierta cuál era su edad, estuvo de acuerdo con el plan, al que también añadió un matiz y es que si el escritor pedía algo, aunque fuera una locura le dijeran que sí, que se lo concedían, que luego sería ella la que rendiría cuentas con él en privado. Al colgar, él pensó para sí mismo que no envidiaría para nada al escritor rebelde en el momento de verse las caras con la subdirectora.

Comentó el plan con sus compañeros y entre los tres decidieron que cuando volvieran a llamar, si lo hacían, en primer lugar hablaría él, y si no se conseguía ningún avance, sería el jefe de prensa quien tomaría las riendas de la conversación ciñéndose al plan preestablecido, pero mostrando firmeza y transformándose en el jefe de prensa que hay de puertas para adentro, cuando no hay que dar la cara en público. Aunque en principio estaban confiados de que las cosas podrían acabar bien y que todo se arreglaría, en el fondo él no las tenía todas consigo, y presentía que sus dos compañeros tampoco.

Caronte.

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