lunes, 28 de abril de 2014

Aquella fotografía

Hace cuatro años hice una escapada a Toledo con tres amigos de la universidad. Los cuatro teníamos muchas ganas de hacerlo. Era primero de carrera y nos habíamos conocido ese mismo año. Nos hicimos amigos, pasábamos muchas horas juntos en la escuela, en la cafetería, en la academia. El grupo lo formábamos cuatro personas, dos chicas y dos chicos. En aquel entonces nos llevábamos muy bien y nos lo pasábamos muy bien juntos, éramos amigos. Por esta razón decidimos ir un sábado a Toledo a pasar el día ya que una de las chicas vivía allí. Y para aquella magnífica ciudad fuimos.

Aquella escapada fue la primera vez que yo cogía un autobús para ir a alguna ciudad de viaje, nunca antes había ido a una estación de autobuses. Quedé en el metro con las otras dos personas con las que iba a ir a Toledo, y que vivían en Madrid. Fue muy emocionante para mí, era la primera vez que hacía algo semejante con nadie; nunca hasta la fecha había organizado, ni hecho nada así con amigos. En aquel momento sentía una especie de nerviosismo y alegría que llevaba muchos años sin sentir. Era feliz porque iba a pasar un día entero lejos de Madrid y de la Escuela, con los amigos a los que quería. Aquel día todo parecía que iba a salir a la perfección. Pasados los años me doy cuenta que aquello que un día tuve casi lo he perdido; que los que los cuatro que participamos en aquel viaje algún día tuvimos, lo hemos casi perdido.

Los avatares de la Escuela hicieron que los cuatro que estuvimos en aquel viaje y que parecíamos inseparables, un grupo majo de buenos amigos, nos separáramos inevitablemente debido a que los dos chicos pasamos a segundo de carrera, y las dos chicas con muy mala suerte y desgraciadamente tuvieron que pasarse al nuevo plan de estudios, tuvieron que pasarse a “Bolonia”. La Escuela da y quita cosas, en primero nos dio a los cuatro la oportunidad de conocernos, de pasar muy buenos ratos juntos, de divertirnos mucho, de ser amigos; pero en segundo nos quitó todo eso separándonos en cursos diferentes, dificultándonos así seguir en contacto. La Escuela es eso.

Sin embargo, cada vez que recuerdo aquel viaje a Toledo, siento todavía más melancolía y añoranza. Fui un día fantástico. Nos lo pasamos muy bien, como atestiguan las fotos que nos sacamos y que los cuatro que estuvimos allí tenemos guardadas. Ahora que lo estoy recordando más, fuimos cuatro hasta la hora de la comida cuando se nos unió otro compañero más de clase que empezaba también a ser amigo, y que también vivía fuera de Madrid, cerca de Toledo. Pero hasta la hora de comer estuvimos los cuatro solos paseando por Toledo. Antes de comer bajamos a la zona del río, por detrás de San Juan de los Reyes, y recorrimos durante un rato una pequeña senda que discurre muy cerca de la margen derecha del río Tajo. Fuimos hasta el río porque la chica que vivía allí nos dijo que era un lugar muy bonito, y tenía razón, era bonito y tranquilo para estar entre amigos. Tras andar un rato cerca del río subimos hasta el Puente de San Martín, aquel día fue la única vez que yo he estado encima de ese puente y que lo he cruzado. Fue en ese puente donde decidimos pedir a alguien que pasara por allí que nos tirara una foto a los cuatro todos juntos. Foto que cada vez que miro me hace sentir triste, me hace recordar aquel día en que tan bien me lo pasé, me hace darme cuenta de que hoy no se podría volver a repetir aquella foto. Cada vez que miro la foto y veo a las tres personas que salen en ella conmigo, se me forma un nudo en la garganta.

En la foto apenas sale nada de Toledo. La foto fue tomada entes de comer, por la mañana, por eso sólo aparecemos cuatro personas. El día era gris por eso no se ve el cielo azul. En el fondo de la fotografía se puede ver el valle del Tajo a su paso por la ciudad imperial, el río no se ve. Los cuatro amigos estamos apoyados en la piedra gris que conforma el paramento del puente, junto a una bola ornamental de piedra. Las dos chicas aparecen abrazadas, como buenas amigas, y mostrando una gran sonrisa. Se lo estaban pasando bien. Al lado de ellas estaba yo y a continuación el otro amigo con quien estuvimos allí. A pesar de que el cielo estaba cubierto de mañera extraña, como si no quisiera mostrar todo su esplendor por miedo a perderlo, hacía calor, como atestigua que en la foto aparezcamos todos con los abrigos colgados del brazo. Las dos chicas salen sonriendo, al igual que yo que me lo estaba pasando realmente bien, pero el otro amigo no sonríe del todo, en su cara aparece una especie de sonrisa que no termina de serlo. En ese momento, parece que no estaba del todo a gusto; parece que estuviera pensando en otra cosa, o en alguna otra persona, como comparando lo que en ese momento estaba viviendo con su vida diaria; parece que no estuviese allí posando para salir en una foto.

Cada vez que miro la fotografía me doy cuenta de cómo hemos cambiado todos desde entonces. Han pasado cuatro años de aquello y los cambios físicos en todos nosotros son más que visibles, algunos de los cuales son bastante radicales. Yo mismo en la foto aparezco mucho más gordito de lo que estoy ahora, vistiendo además poco acorde a la edad que tenía entonces; menos mal que con el tiempo cambié eso, y aunque no visto de manera muy moderna ahora, al menos no parezco un viejo como parece en la fotografía. No soy el único que físicamente ha cambiado. Las chicas están casi igual, salvo quizá por el corte de pelo que lleven ahora; siguen igual de guapas. También ha cambiado mucho el otro chico de la foto, entonces llevaba el pelo largo, con melenilla de león, no excesivamente larga, pero lo suficiente para que cuando se lo cortó al final de ese mismo año se le notara bastante el cambio; también llevaba un pendiente en la oreja izquierda, pendiente que con los años fue poniéndose menos, hasta que en los dos últimos años ya no se pone, supongo que porque por mucha convención que tuviera para llevarlo, las personas cambian y también dejan de usar cosas si a otras personas no les gusta (se llama falta de personalidad).

Sin embargo a pesar de que los cambios físicos son los que más se notan con el tiempo, son los que se han producido en la personalidad de los cuatro que salimos en la foto los que más nos han cambiado. En la foto de la que hablo salen cuatro amigos que se querían, quizá alguno no sólo por simple amistad, sino que había algo más en el fondo a punto de salir (como saldría con el tiempo), y que se lo pasaban muy bien juntos. Si hoy se tuviera que repetir la fotografía ninguno de nosotros seríamos las mismas personas, ni si quiera seríamos amigos entre nosotros. Las cosas cambian, las cambia el tiempo, las cambian las personas. Por aquel entonces sólo yo estaba soltero y sin haber tenido nunca pareja, las otras tres personas que aparecen conmigo en la fotografía sí tenían y habían tenido. Hoy en día vuelvo a ser yo el único que sigue en la misma situación, sin pareja y sin haberla tenido en estos años; sin embargo no tienen la misma pareja de entonces, ni mucho menos. Muchas cosas pasan durante cuatro años y esta es una muestra de ello. Tampoco las relaciones entre nosotros son las mismas de entonces. A la única persona a la que a día de hoy sigo viendo a diario, el otro chico de la foto, es a la única a la que no quiero ver ni en pintura, en su día le consideré mi mejor amigo y creí que podía ser un gran apoyo en mi vida, pero el día que necesité ese apoyo no estuvo. Con las dos chicas, debido al carácter destructivo que tiene la Escuela donde estudio, fui perdiendo poco a poco contacto, aunque con una de ellas no del todo ya que comparto con ella taquilla en la escuela, y me gustaría seguir haciéndolo hasta que acabemos. Con la otra chica, la falta de contacto en la escuela terminó por eliminar la amistas y la relación. Ahora apenas la veo. Esto es respecto a mí, pero entre ellos no creo que las cosas vayan mejor, aunque quizá fuera lo mejor, no lo sé. Solo sé que en esa fotografía aparecíamos cuatro amigos que nos llevábamos bien y nos lo pasábamos bien; cuatro personas que por entonces querían ser amigos, al menos yo sí quería tenerlos de amigos durante la carrera y después de ella también porque no había tenido muchos hasta entonces.

Esa misma fotografía fue la que decidimos las dos chicas y yo regalarle al otro amigo, con un marco muy chulo y divertido. Se nos ocurrió que era un buen regalo, con bastante significado: una foto en la que estábamos cuatro amigos pasando un buen día en Toledo, disfrutando. A mí, aquel regalo que le hicimos me hizo mucha ilusión porque quería mucho a esa personas, le tenía como mi mejor amigo, con el tiempo incluso le llegué a considerar como un hermano para mí. Echando la vista atrás pienso que quizá todo aquello fue puro teatro, pero el regalo se lo hicimos con mucho cariño, para que tuviese un recuerdo bueno de aquel día. Sin embargo, ahora que han pasado tantos años de aquellos días, cuando apenas tengo relación con las personas que salen en esa foto, salvo con la chica que es mi compañera de taquilla (también comparto taquilla con otros dos amigos de verdad, la taquilla es una taquilla patera); cada vez que me acuerdo de aquel regalo que le hicimos a ese “amigo”  pienso que tiene que ser muy duro para él mirar esa foto, si es que la sigue conservando, y darse cuenta que ya no tiene a nadie de los que salimos en ella, que ha ido perdiendo poco a poco, con los años, a las tres personas que salimos con él. Despreció nuestra amistad llegado un momento y todo en la vida tiene sus consecuencias. Dejó de interesarse por conservar a aquellos amigos, yo pienso que debido a su propio orgullo pensó que éramos nosotros los que debíamos luchar por esa amistad, que él no tenía que hacer nada. Pero a pesar de que piense que debe ser duro mirar esa fotografía a día de hoy, no creo que él sienta mucho la verdad, nunca sintió nada. Me da pena porque un día le llegué a querer como un hermano, y yo al menos sí intenté mantener una amistad con él, pero no hubo reciprocidad. Me da pena porque un día, cuando ya él apenas tenía relación con las dos chicas con las que estuvimos en Toledo le pregunté si había cambiado la foto del marco, y me contestó que nunca lo haría porque era un regalo y los regalos no se tocan. No creo que a día de hoy ese marco con aquella fotografía siga estando en su habitación, pero como tantas otras cosas.

Pero nada ni nadie somos inmunes al poder del tiempo. Si el tiempo es capaz de convertir en polvo a la más dura roca, que no será capaz de hacer con las personas. El tiempo nos cambia a todos, y hace mostrar su verdadera cara a aquellas personas que llevan puesta una máscara. El tiempo es el único que termina sacando la verdadera cara de las personas, y muestra la falsedad de algunas. El tiempo también cicatriza heridas, pero no las cura, porque por muchos años que pasen, el daño que una persona hace a otra podrá ser olvidado si esa persona dañina sale de su vida, pero si vuelven a verse las caras el dolor siempre volverá y a lo mejor la herida inferida vuelve a abrirse. El tiempo tiene la facultad de amortiguar el dolor, de hacer olvidar a la mente y al corazón un suceso o a una persona; pero por muy fuerte que sea el tiempo, y por mucho que pase, nunca podrá vencer a los sentimientos, ya sean buenos o malos, de las personas. El tiempo ha hecho que aquel viaje que un día hice a Toledo se fuera solapando con otros viajes que he hecho a posteriori a esa maravillosa ciudad con otras personas. El tiempo ha hecho que cada vez que miro aquella foto que nos hicimos en el Puente de San Martín, la nostalgia y el dolor que antes sentía sean ahora menos intensos. Pero el tiempo no podrá hacerme olvidar aquel viaje, porque en ese momento me lo pasé muy bien; y tampoco podré olvidar aquella fotografía porque, al menos yo, me la hice porque realmente quería tener un recuerdo bonito de aquella escapada. Pero seguro que no a todos los que salimos en esa foto nos ha pasado lo mismo.


Caronte.

jueves, 24 de abril de 2014

Ante todo mala educación


Arte y Estética de la Ingeniería es una asignatura de quinto de mi carrera en la que se nos intenta dar una visión general de la evolución de las obras civiles a lo largo de la historia, así como de los materiales usados, las técnicas de construcción empleadas y los elementos estéticos dominantes en cada periodo. Es una asignatura con poco peso en la carrera, de apenas dos horas semanales de clase. Además de la clase normal, en la asignatura se permite hacer a quien quiera y por grupos un proyecto que consiste en la realización de un artefacto que asemeje alguna obra o proceso constructivo, para luego presentarlo en clase. Este trabajo sirve para poder subir nota, y durante el curso al final de cada una de las clases se van realizando las exposiciones de nuestros compañeros, algunas de ellas muy curradas.

Desde los primeros meses de clase, se vio que esta asignatura no interesaba a casi nadie; muy poca gente venía a clase. Con el paso de los meses todavía ha terminado por venir mucha menos gente. Hay personas que simplemente han venido a clase para presentar su proyecto, encaminado exclusivamente a subir su nota en la asignatura (de interés por la misma ha habido poco, creo yo), y ya no se les ha vuelto a ver el pelo por clase de Arte. Esta actitud, al menos para mí, me parece sumamente hipócrita, propia de cretinos de la peor calaña. Gente sinceramente miserable. Si no te interesa una asignatura no venga para nada, y punto, asume tus consecuencias, sé maduro. Con esta actitud, este tipo de gente demuestra cómo es. Estas personas lo único que han ido buscando es hacer el trabajo y presentarlo para que les suban la nota, no les ha interesado nada más, hecho demostrado teniendo en cuenta que no se les volvía a ver por la clase tras su exposición. Para mí esto es completamente injusto, no ya para mí, que por voluntad propia no he querido hacer este trabajo voluntario, sino para aquellos compañeros y amigos míos que sí se han currado un buen proyecto para presentar y además van todos los días (con alguna falta, como corresponde a personas normales). Simplemente espero que en la cátedra los profesores se hayan dado cuenta de esto y se vea reflejado en las notas.

Podría hablar mucho sobre este tipo de gente y sobre su actitud no ya sólo hacia la asignatura de Arte, sino hacia otras muchas asignaturas de la carrera. Actitud propia de personas inmaduras, incapaces de asumir responsabilidades y ser coherentes entre lo que piensan y sus actos. Coherencia que entiendo que en muchas ocasiones es cara, y te puede ocasionar disgustos con otras personas. Coherencia que sin embargo, creo que es esencial para estar a gusto con uno mismo; aunque supongo que estas personas están a gusto consigo mismas siendo hipócritas. Allá ellos. Como digo podría hablar mucho de este tipo de actitudes y personas que veo constantemente en mi carrera, pero me deprime mucho pensar (y ahora poner por escrito) en cómo es esta gente y en cómo serán los futuros ingenieros de caminos, aquellos a los que se supone algún día tendré que considerara “compañeros” de profesión. Pensar en esto me sume en un pesimismo tremendo, y me hace ver que no quiero compartir profesión, ni quiero ser compañero de este tipo de gente, tan cretina e hipócrita. Sin embargo, y a pesar de todo esto, todavía tengo alguna esperanza, porque también hay excepciones, hay gente sincera y coherente en esta carrera, hay gente que merece la pena y que vale mucho, por suerte conozco a un puñado de estas personas, y también soy amigo de unos pocos de ellos (puedo contarlos con los dedos de las manos y me sobran bastantes). Pero también es cierto que, visto lo visto últimamente, me estoy dando cuenta que este último tipo de personas son minoría en mi clase.

Con todo lo anterior no estoy diciendo que simplemente por el hecho de no venir a una asignatura se sea un cretino, un hipócrita o un maleducado. Todos en un momento u otro en la carrera (y supongo que pasa en todas) hemos dejado de ir a una o varias asignaturas. Esta no es la cuestión que estoy criticando. Lo que critico es que haya gente, y me vuelvo a referir a la asignatura de Arte, que vaya a clase únicamente el día en que tiene que presentar su trabajo (para subir nota), y después ya no se la vuelva a ver el pelo. Eso es lo que estoy queriendo decir.

Pero si hay algo que ha terminado por colmar mi paciencia con respecto  a este tipo de actitudes y gente pasó el otro día en clase de Arte. Aquella mañana tenían que presentar su proyecto cinco grupos de compañeros, de entre los cuales había varios amigos y conocidos. Teniendo en cuenta que, como se fue viendo en las primeras exposiciones, no íbamos a poder ver como se debería todas las exposiciones en el tiempo de clase, todos los presentes (que para variar éramos pocos) sabíamos que nos íbamos a quedar sin el descanso que hay antes de la siguiente clase. Aún tomando todo ese descanso, la última exposición se tuvo que alargar unos minutos, cogiéndolos de la clase siguiente, o eso al menos se intentó, con muy mal resultado. Digo con muy mal resultado porque mis muy queridos y apreciados compañeros de aula y curso, que no habían venido a clase de Arte (la mayoría de ellos), asignatura empezaron a agolparse en la puerta del aula a medida que llegaba la hora de la siguiente clase. Sabiendo que la clase estaba ocupada, que el profesor de la siguiente asignatura no había llegado, y que dentro del aula, donde estábamos lo que sí habíamos ido a Arte, se estaba terminando de exponer un trabajo, no dudaron en ningún momento en irrumpir en clase importándoles una mierda si alguien estaba exponiendo o no. No sólo entraron en masa, sino que lo hicieron como si estuvieran en un mercado comprando, dando voces, pasando por medio de la exposición, ignorando completamente a las personas que estaba terminando ya de exponer su trabajo (es cierto que estaban terminando porque quedaba por ver el vídeo del proceso constructivo de su artefacto, 3 minutos). El desprecio que toda esta gente mostró hacia sus (nuestros) compañeros que se habían currado un buen trabajo y una buena presentación, y en menor medida hacia las personas que estábamos viendo dicha exposición me pareció penoso. Me dio verdadera pena. Pena de que exista gente de esta calaña. Y peor aún es que algunas de estas personas que entraron en clase interrumpiendo la presentación, habían presentado también su proyecto en semanas anteriores sin que nadie les interrumpiera, prestándoles atención con educación y dejándoles hacer su trabajo. Penoso. Nadie se dignó a esperar a que acabara la presentación, quizá porque la dignidad la perdieron hace tiempo, si es que alguna vez tuvieron de eso.

La situación me pareció completamente lamentable. Me dio vergüenza ver aquello. Sentí rabia viendo la indiferencia y la mala educación de la gente. Sentí impotencia viviendo aquella situación, impotencia que me llevo a implorar silencio, a gritar si la gente podía hacer el favor de callarse, grito que quedó enmudecido por los gritos aún mayores de los verduleros de mis compañeros. También sentí pena por ese tipo de gente a la que se supone debo considerar mis compañeros. Yo no soy compañero, y nunca lo seré, de ese tipo de personas. Nunca. Básicamente porque no soy como ellos, y porque estoy seguro que ellos tampoco me considerarán nunca un compañero suyo. Esta gente fue ante todo maleducada. Algunos pudieron ser hipócritas, otros muchos cretinos, pero todos maleducados. Fue una vergüenza. Me sentí asqueado de pensar que estas personas que están a un paso de formar parte de la sociedad en pleno derecho sea así ¿qué nos espera? Incluso sentí pena de mi mismo por pertenecer, en cierta manera, a este grupo de gente, por estar allí en aquel instante. Terminé asqueado, y el día simplemente estaba empezando, porque eran únicamente las diez y media de la mañana.

Pero no fue esto lo que terminó por agotar mi paciencia, aunque no se notara. Fue la hora de la comida, cuando tuve que escuchar de boca de alguien a quien un día quise mucho y consideré mi mejor amigo algo que me confirmó lo hipócrita que puede llegar a ser esta persona. Persona que forma parte del grupo en el que me muevo, con el que comparto amigos y con el que tengo que convivir de manera más o menos estrecha, mal que me pese, todos los días. Esta persona que no ha venido más que cinco o seis días a clase de Arte, y al principio del curso, y que si lo hacía era porque no tenía otra cosa mejor que hacer o nadie con quien estar, se puso a criticar la falta de educación de todos los compañeros de los que he hablado anteriormente. Fue en ese momento en que por dentro yo ya no podía más; me callé y no dije nada por respeto hacia la otra persona con la que estábamos comiendo, y a la que sí considero mi amigo; me callé cuando quizá tendría que haberle contestado. ¿Cómo se puede ser tan falso e hipócrita para criticar la falta de educación de la gente cuando no has venido a clase casi nunca, y ese mismo día llegas casi una hora tarde y te pierdes la exposición de los que se supone son amigos tuyos? ¿Cómo se puede hablar de falta de educación cuando te has puesto a hablar con el móvil en medio de la clase de Arte, sin importarte una mierda nada? Pero me callé porque no quería terminar todavía peor aquel día. Pero mis tripas me dicen que debería haber hablado, haberle contestado. A mí no me demostró nada nuevo ese día esta persona, ya me lo demostró en su día cuando me di cuenta de a quien había considerado mi mejor amigo. Una persona falsa, hipócrita que se pone a criticar a la gente por maleducada sin haberse mirado al espejo aquel dí..

Menos mal que ese día acabó bien y pude ir a que uno de mis escritores favoritos me firmara dos libros. Sin aquello aquel día hubiera sido uno de los peores en mi vida y en la carrera. Es una pena que haya gente así y que el futuro de la sociedad, no ya española que en el fondo eso me da igual, sino en términos generales vaya a estar basado en estas personas. Espero que no sea así de manera general, y que simplemente esto haya pasado porque mis compañeros de clase son unos maleducados que no tienen respeto por nadie.

Caronte.

miércoles, 23 de abril de 2014

Un libro, pero no una flor

Los 23 de abril son desde hace ya muchos años, los días que dedica el mundo a honrar a uno de los más importantes elementos de divulgación cultural y de creación que existen: el libro. El por qué de esta fecha radica en que fue este día cuando murieron los escritores más conocidos de la literatura universal, William Shakespeare y Miguel de Cervantes, aunque esto es más leyenda que realidad, ya que Shakespeare murió el 23 de abril del calendario juliano (que corresponde a nuestro 3 de mayo normal) y Cervantes el día 22 de abril, aunque fue enterrado el 23. No hay que quitar mérito al asunto, porque aunque se mienta con la fecha, esta es una mentira piadosa. Lo que sí hay que saber es que tanto Cervantes, como Shakespeare desaparecieron de la faz de la tierra el mismo año, 1616, con pocos días de diferencia, lo que dejó al mundo cultural de por entonces muy huérfano. Sin embargo y a pesar de que no se conoce tanto, un 23 de abril murieron los escritores Inca Garcilaso de la Vega (en 1616), William Wordsworth (1850) y Josep Pla (1981). Visto lo cual parece que esta fecha es propicia para que se mueran los escritores, que se hagan chequeos periódicos y tengan mucho cuidado hoy.

Los 23 de abril también coinciden con la festividad de San Jorge, por eso desde aquí aprovecho para felicitar a todos los Jorges, Jordis, Georges, y demás personas que se llamen así sea cual sea su idioma. Este día es de especial importancia en Cataluña, una muy importante parte de España, región que puede presumir de tener una lengua propia de origen romance que le ha proporcionado una cultura inmensa de la que disfrutan tanto los propios catalanes como el resto de españoles. Coincidiendo con la celebración del Día del Libro, en Cataluña, esta celebración tiene el nombre de Diada de Sant Jordi, y es tradición que con motivo de esta doble celebración, del patrón y de la fiesta del libro, el hombre regale una rosa a sus parejas y ellas un libro a ellos. La parte de la rosa es una tradición que se remonta varios siglos en el tiempo, mientras que la parte del regalo de un libro es algo más actual, teniendo en su haber simplemente unas décadas. Es cierto que fuera de Cataluña es un poco raro este intercambio de regalos, pero siempre he pensado que los catalanes serán todo lo que los radicales quieran que sean para hacer cumplir sus apocalípticas predicciones, pero tienen estilo en estas cosas (y si no, sólo hay que ver la tradición de las monas de Pascua), y siempre están a la vanguardia en el campo de la cultura y más en el de los libros (tres de las principales editoriales “españolas” son “catalanas”: Ed. Planeta, Seix-Barral, y Tusquets). ¡Ahí es nada!

Siempre es bonito que a uno le regalen un libro, y no tiene porqué haber un día especial para ello, pero a mí me parece una tradición muy hermosa y que algún día, cuando tenga chica para poderla regalarla una rosa, me gustaría realizar. Desde hace ya unos años, los días 23 de abril para mí son especiales, por un lado el Día del Libro significa mucho para mí. Me encanta la lectura, soy capaz de perderme entre las páginas de un libro, y a veces ni yo mismo soy capaz de encontrarme para volver a la realidad. Los libros buenos son como un océano de palabras, frases, párrafos y capítulos, puedo navegar a través de sus hojas de como si éstas fueran las olas que mecen las aguas, soy capaz de sumergirme en sus páginas hasta profundidades insospechadas de las que a veces es muy complicado sacarme. A veces salgo de manera abrupta e inesperada, y lo único que deseo es poder volver a sumergirme en sus páginas, en sus palabras, para alejarme de la realidad; realidad que a veces me termina por sobrepasar, por saturar y agobiar, y de la que necesito escapar. Esa escapada me la proporcionan los libros, y la lectura. Lectura que es la mejor amante que tengo de momento a falta de poder amar a una chica con la que ser infiel a mis amigos los libros. Por esta razón, también es especial este 23 de abril, porque quizá hoy reciba algún libro de regalo, pero yo no podré regalar ninguna rosa a nadie, es muy posible que sea una tontería del mismo tamaño que algunos libros inmensos como “El Quijote”, “La Montaña Mágica”, o los “Pilares de la Tierra”, pero en mi tontería. Además sin amor la vida no es igual, está vacía, y si no basta con leer cualquier libro. Puede que en un libro no haya asesinatos, ni persecuciones, ni misterio, ni tensión, ni intriga, ni suspense, ni risas; puede que en un libro no salgan más que animales, o cosas inanimadas, puede que simplemente narre el discurrir de un día; pero en todos los libros que leáis, sea cual sea la temática, hay amor. Siempre hay una historia de amor, y no importa la circunstancia o la temática del libro. Fijaos os lo aconsejo.

Pero en el libro de mi vida no lo hay. No hay amor. No lo ha habido de momento. La suerte que tengo, o quizá la esperanza, es que acabo de empezarlo, estoy en los primeros capítulos de mi vida. Faltan muchas páginas por escribir, muchos capítulos por acabar, muchos puntos finales que poner, y muchos personajes que aparecer. Deseo poder escribir ese libro que conformará mi vida, ser partícipe de él, y seguir conociendo a buenos personajes como los que ya he conocido, incluso aquellos que parecen ser buenos pero resultan tóxicos. Pero sobre todo deseo que en el libro de mi vida también haya amor, un amor al menos, que sea verdadero (sé que en este punto estoy siendo muy iluso), y espero que ese amor que en todos los libros aparece, y por tanto en todas las vidas, no tarde mucho, y así poder pasar los próximos 23 de abril, los próximos Días del Libro, las próximas Diadas de Sant Jordi alguien a quien regalar una rosa, quizá amarilla como al ya desaparecido Gabriel García Márquez le gustaban. Espero no pasar muchos más días de Sant Jordi sin regalar una rosa a cambio de un libro.

Dicho esto y antes de acabar, los 23 de abril también son la fecha elegida para entregar el máximo galardón de las letras españolas, el Premio Cervantes, que este año ha vuelta a recaer en una mujer, hecho que no debería ser relevante, por normal, pero que sin embargo lo es debido a que en 40 ediciones sólo se ha entregado este premio a una mujer en cuatro ocasiones. Este año la ganadora ha sido la escritora y periodista mejicana Elena Poniatowska. Ya tengo deberes, de aquí en adelante me tendré que leer alguna obra de esta escritora.

Hoy 23 de abril, como casi todos los días leeré, intentaré escribir un poco si encuentro un hueco, intentaré además que un escritor al que admiro mucho (Javier Marías) me firmé un par de libros suyos que tengo; en definitiva intentaré pasar la mayor parte del día pensando en letras y palabras, o sumergiéndome en las profundidades del libro que me estoy leyendo. En el fondo, no creo que haya nada mejor que hacer un Día del Libro. Leer (o escribir) es la mejor manera posible de celebrar la fiesta de las letras; también se puede, como harán los catalanes, celebrar el día de hoy regalando un libro y una rosa, si es que se tiene la oportunidad. Yo hoy, como ya he dicho, a lo mejor recibo un libro de regalo, pero no podré regalar una flor.

¡Feliz Día del Libro! ¡Feliz Sant Jordi! ¡Felicidades a todos los Jorges!


Caronte.

domingo, 20 de abril de 2014

Domingo por la tarde

Es domingo por la tarde, penúltimo día de vacaciones de Semana Santa y no tengo absolutamente nada que hacer. No se ya qué puedo hacer para que la tarde se pase lo más rápidamente posible. He leído, he visto la televisión, he estudiado. Estoy aburrido. Me siento como encerrado en una prisión con todos los lujos que me puedo permitir, pero prisión al fin y al cabo. Siento que me ahogo en mi habitación. Me he puesto a escribir pensando que así se me pasarán más rápidos los minutos, pero no estoy seguro de que vaya a ser así.

Veo desde mi ventana el patio de la urbanización donde vivo. El jardín de delante de mi ventana está en su plenitud, con los verdes intensos que le da la primavera; verdes de diferentes tonalidades, los más oscuros para las hojas veteranas, las que ya son viejas, y más claros y vivos para las hojas que han salido este año, para las benjaminas. Los niños juegan al balón. Corren. Disfrutan de una tarde espléndida en la que brilla un sol fantástico. Corre algo de viento fresco, algo que se agradece después de unas semanas de calor insoportable que había traído un mes de abril que se había disfrazado de mes de junio. El cielo está azul y hay nubes que parecen algodón. Veo a los niños y a las niñas jugar y recuerdo cuando yo también lo hacía, hace ya muchos años. Recuerdo cómo no quería que este último domingo de vacaciones acabara porque no me apetecía volver a clase. Recuerdo que me lo pasaba bien con mis vecinos, con los que pasaba toda la tarde jugando al fútbol o a liebre cuando era más pequeño, o a las cartas en la mesa de ajedrez cuando siendo ya algo más mayor. En aquellos días no me aburría. Hoy sí. Hoy lo único que quiero es que las vacaciones acaben ya, tener una obligación fija que hacer, para que los días se me pasen más rápido, porque eso de que el tiempo pasa más deprisa en vacaciones es mentira, o al menos para mí; pasará deprisa para los que tengan planes que hacer un domingo por la tarde, para los que tengan novia o puedan quedar con alguien.

El aburrimiento es tal que ya se me han acabado todas las actividades que pueda hacer. He leído bastante, pero ya me he terminado por cansar, no porque el libro sea poco interesante sino porque leer no es lo que más me apetece hacer un domingo por la tarde. He visto también un poco la televisión, pero es todavía más deprimente que cualquier otra cosa. No hay nada interesante en ningún canal de televisión, ninguna película, ningún programa interesante. Nada. Me he cansado de estar en el sofá tumbado. Me he puesto con el ordenador para intentar aliviar mi aburrimiento, pero yo no soy de esas personas que pueden estar delante del ordenador jugando o mirando chorradas o vídeos idiotas sin más, nunca lo he hecho. Me he cansado rápido. Una opción habría sido ponerme a jugar con la Play Station, pero es que casi nunca lo he hecho, tampoco he sido nunca de esos viciados que se podían tirar horas jugando al Fifa, al Gran Theft Auto o al Call of Duty, juegos a los que no he jugado en mi vida, nunca me han gustado. Un bicho raro lo sé. El aburrimiento ha ido creciendo a medida que cambiaba de actividad.

Al final he decidido ponerme a escribir, a expresar lo que siento, a relajarme. Porque escribir consigue lo que otras actividades no pueden hacer que es hacer que el tiempo pase más deprisa. Estoy escribiendo casi sin pensar en lo que estoy poniendo, simplemente es mi alma la que está hablando a través de mis manos que pulsan tecla tras tecla en el ordenador para conformar palabras. No sé si tendrá sentido lo que escribo. Sí sé que es la única manera que tengo de no aburrirme.

La tarde sigue pasando. El aburrimiento ha mutado en necesidad de salir, y a la vez en certeza de que no lo voy a hacer porque hoy no me apetece salir sólo. Y hoy da la casualidad que no podría salir si no es sólo. No me apetece porque lo que más querría hacer sería quedar con mi novia si la tuviera, pero como no la tengo me tengo que aguantar. Ya llegará el momento en que los fines de semana cambien, y ese aburrimiento que hoy siento, pase a ser alegría por poder salir con mi chica, en cansancio por estar toda la tarde fuera con ella, y en ansiedad por volver a quedar con ella otro día. Hoy sólo es aburrimiento, es ansiedad. Mi habitación se queda pequeña, me falta espacio, aire. Siento una gran presión en el pecho, presión que sólo escribiendo parece que se reduce. Presión que me dice que salga, que me olvide de que tendría que salir sólo. Pero no puedo dejar de pensar que no quiero salir hoy solo. Me gustaría haberme ido a dar una vuelta por Madrid a descubrir nuevos rincones por esta magnífica ciudad. Me gustaría haberme ido y perderme por los barrios de Lavapiés o por Malasaña, que desde que los descubrí me han fascinado. Pero me han faltado ganas, no he sido capaz de animarme a salir. Y no he sido capaz porque no quería verme sólo dando una vuelta por esos barrios de Madrid, muy posiblemente cruzándome con parejas de mi edad que sí han podido hacer lo que a mí me hubiera gustado, quedar con sus parejas. No me he animado porque todavía me siento raro saliendo sólo, aunque últimamente le he hecho en más de una vez. No me he ido sólo porque no sé cómo iba a sentirme, qué sensaciones se me iban a quedar en el cuerpo tras volver a mi casa.

He preferido escribir. Escribir porque es la mejor manera que hay para leer la vida, como me recuerda un regalo que me hizo una amiga estas navidades y que tengo siempre delante cuando me pongo delante de una hoja en blanco preparada para llenarse con palabras. Palabras que lo son todo en mi vida, palabras sin las cuales los seres humanos no podríamos expresarnos como lo hacemos, aunque siempre habría una manera para hacerlo. Sólo a través de palabras soy a veces capaz de expresar mis propios sentimientos. Sólo las palabras me hacen compañía esta tarde. Palabras que desde el jueves están algo más tristes y huérfanas tras la muerte de Gabriel García Márquez, muerte que me causó una gran impresión y que me dejó en el cuerpo una especie de mezcla entre tristeza y melancolía, que me es muy complicada de explicar. He preferido escribir para que la tarde avanzara más deprisa, y parece que lo he conseguido. Sin embargo por mucho que las palabras me puedan acompañar, no me quitan esa presión del pecho y esa permanente sensación de soledad y aburrimiento, esa ilusión de tener pareja para poder al menos hablar con ella y que con palabras, en este caso habladas, la tarde fuera menos aburrida y el domingo se me pasara más rápido. Sólo tengo la palabra escrita y de momento con ella me tiene que bastar. Pero eso no es así. No me basta con ella, me consuela, sí, pero a veces, y hoy es una de ellas, no es suficiente.

La luz de la tarde va siendo cada vez más tenue, se va apagando poco a poco. El sol ya se marcha por el horizonte, o eso al menos intuyo. En mi casa, de fondo, oigo hablar a mi madre con mi abuela, a mi abuelo pasear despacito agarrado al andador, el sonido de la televisión. Por la ventana los chavales siguen jugando al fútbol, apurando sus últimas horas de vacaciones, disfrutando todo lo que pueden; veo a mis vecinos, con los que un día yo también apuraba los últimos días de vacaciones disfrutando jugando a las cartas o simplemente charlando, salir, muy probablemente habrán quedado, tienen con quien hacerlo. Yo mientras tanto escribo, intento aprender a escribir, tecleo palabras en el ordenador intentando que éstas sean lo más coherentes posibles. No siempre es posible. Es domingo por la tarde.


Caronte.

viernes, 18 de abril de 2014

Potaje, torrijas y bacalao con tomate

Hoy en mi casa huele a comida, huele a potaje y a torrijas. Huele a tradición. Me huele a Semana Santa. Hoy me vienen a la mente recuerdos de toda mi vida por estas fechas. Los potajes de mi abuela todos los viernes de cuaresma. Las torrijas de los Jueves y Viernes Santos, con su típico aroma a anís, canela y azúcar. El bacalao con tomate de mi abuela, y ya últimamente también de mi madre a la que también le sale muy bien, con su ritual de comprarlo en salazón y tenerle unos dos o tres días en agua, cambiándosela cada cuatro o cinco horas, para que se le vaya la sal. Tradiciones culinarias que para mí son mi Semana Santa.

Desde muy pequeñito cuando iba a llegar la Semana Santa, todos los viernes dejábamos de comer carne para comer los potajes que hacía mi abuela y que mi abuelo nos traía a casa. Yo no sabía por entonces por qué hacíamos eso, simplemente veía a mis padres comer potaje, y yo lo asociaba a una época concreta del año que caía siempre entre marzo y abril. El olor que despedía el potaje de mi abuela forma ya parte de mi infancia y de mis recuerdos, forma parte de mi vida y de la Semana Santa, sin ese aroma no serían igual estas fechas. Sin embargo el verdadero potaje, el que siempre recuerdo por estas fechas es el que comíamos toda la familia junta, mis abuelos, mis padres y a veces mis tíos, ya fuera en el pueblo o en casa de mis abuelos aquí en Madrid. Ese potaje en cazuela grande, hecho durante muchas horas a fuego lento, dejándose que se cocine solo. Ese potaje con garbanzos y judías, con patata y espinacas, con huevo y pequeños trozos de bacalao. Ese potaje que era imprescindible comer con pan, para poder mojarlo en el caldo y disfrutar con sus muy diferentes sabores y texturas. Era un potaje que era imposible comer nada más servirlo en los platos porque como decía mi abuela, estaba “hecho en la lumbre”, sólo mi abuelo ha sido siempre capaz de tragarse una cucharada nada más ser servido, muchos años contemplaban esa garganta y muchas penurias también, nunca le ha afectado a mi abuelo que la comida estuviera muy caliente. Los potajes que comíamos todos juntos nos llenaban las tripas a reventar. Estaban y están deliciosos, y por suerte puedo seguir disfrutando de ellos todas las Semanas Santas de momento. Este año más todavía porque mis abuelos tienen que estar en mi casa viviendo porque mi abuelo está recién operado de la cadera y no puede valerse por sí mismo.


Casi todas las Semanas Santas las he pasado en el pueblo de mis abuelos y mi madre, en Estremera, ya que a ellos siempre les ha gustado participar de los actos religiosos en su pueblo, como habían hecho toda la vida, además mi abuelo es miembro de una hermandad y salía en las procesiones del pueblo. Por eso para mí la Semana Santa implicaba irse al pueblo y pasar allí estas fiestas. Con el tiempo me di cuenta que esas Semanas Santas en el pueblo eran como viajar en el tiempo a otra época, a la época de juventud de mis abuelos ya que nada parecía haber cambiado, podían estar las calles asfaltadas y las fachadas de las casas arregladas y limpias, pero en el fondo el alma de la Semana Santa era la misma que hacía décadas. Pero desde hace ya algunos años, la salud de mis abuelos ya no es la misma que era y la Semana Santa solemos pasarla aquí en Madrid, pocas han sido las que hemos ido hasta el pueblo en los últimos años, la última que recuerdo fue en primero de carrera hace ya cuatro años.

En el pueblo, en estos días había mucho ajetreo de personas que entraban y salían de casa de mis abuelos, tíos y tías, primos y primas de mi madre que venían a visitarnos. Era un no parar. Pero sobre todo lo que yo más recuerdo de aquellos días en el pueblo eran las tradiciones culinarias, era la comida que comíamos allí. Sin embargo el olor que más recuerdo de la Semana Santa es el de las torrijas de mi abuela. Un olor dulzón que se extendía por toda la casa del pueblo y que ahora cuando mi madre también las hace, y he decir que le salen tan buenas como a mi abuela, también se extiende por mi casa. Un olor a canela y a anís, a pan mojado en leche y frito, a azúcar, a limadura de limón y de naranja. Las torrijas que se hacen en mi casa son puro manjar de dioses, permitidme la blasfemia, no hay nada mejor en el mundo que unas torrijas de mi abuela, tan jugosas y blanditas como están. A mi madre le gustan con nata, pero a mí me gustan con el almíbar que hace mi abuela con anís, canela y leche; es con ese almíbar, puro néctar celestial, cuando las torrijas de mi abuela pasan de ser un postre tradicional de Semana Santa, mundano y terrestre, a convertirse en una delicia de los cielos. Tengo que aprovechar para aprender a hacerlas yo mismo para así poder seguir disfrutando de esos aromas en el futuro cuando mi abuela y posteriormente mi madre ya no puedan hacerla, aunque sé que a mí no me saldrán igual, y las torrijas que yo haga no tendrán ya el calificativo de pecado divino.


Otro de los sabores que recuerdo siempre por estas fechas es el del bacalao con tomate. El rojo del tomate, el dorado del rebozado del bacalao, y el blanco inmaculado de las lajas de pescado, esos son los colores. Los sabores por su parte, en este caso, son más fuertes, más sabrosos, más intensos. Son sabores que quedan mucho rato en el paladar y su gusto se mantiene durante todo el día. Las fuentes donde se sirve el bacalao en mi casa son las que dan el toque de color alegre a la mesa, ese rojo intenso de sofrito de tomate que recubre todas las tajadas de bacalao, contrastan con el color pobre y apagado del potaje y las torrijas. El bacalao con tomate es el primero de estos tres platos que están en mi recuerdo y en mi Semana Santa, que mi madre empezó a hacer ella misma, aprendiendo de mi abuela, su maestra, mi maestra. Este es un plato complicado de hacer ya que si no se ha desalado bien el bacalao, si no se ha tenido el tiempo suficiente en agua, éste queda muy salado y arruina un plato delicioso. Además es con este plato con el único que entro en dura disputa con mi padre por mojar el pan en la salsa de tomate que cubre el bacalao, nos comportamos como animales egoístas que buscan apurar hasta la última gota de tomate que haya en el plato. La lucha por el tomate acaba cuando se termina el pan o mi madre pone orden en la mesa.

Para mí la Semana Santa es esto, son sabores, aromas, olores, comidas. Es la tradición del potaje los viernes de cuaresma, el sabor y la intensidad del bacalao con tomate, y el aroma y el sabor a anís y canela de las torrijas. Para otras muchas personas la Semana Santa será devoción por una imagen, procesiones, olor a incienso, velas y pétalos de rosas; para mí nada de esto es importante, sólo lo son los recuerdos y en mí caso éstos son sabores y olores. Sin esos sabores y olores mi Semana Santa no sería la misma, y el día que falten siempre me quedará su recuerdo imborrable ya, y que espero no perder con los años, porque esa sí sería una pérdida importante. Sabores y olores que no sólo me recuerdan las fechas en las que estamos sino que también me traen a la mente situaciones, sensaciones, sentimientos y lugares. Son sabores y olores que me recuerdan al pueblo, a mis abuelos, a la familia casi siempre unida. Tradición. Como todo ser humano, por mucho que haya personas que vayan de independientes y guays, yo soy una persona de costumbres y tradiciones; costumbre y tradiciones que jalonan la vida de toda persona y sin las cuáles las personas no tenemos identidad. Los sabores y los olores forman parte de esas tradiciones que hay en mi vida, y las torrijas, el bacalao con tomate y el potaje forman parte de esas tradiciones, de esos olores y sabores, de esos recuerdos que perduraran en mi mente y que todos los años volverán para, durante unos días, invadir todos mis sentidos y transportarme a otros momentos de mi vida.

Potaje, torrijas y bacalao con tomate, esta es mi Semana Santa.

PD: he escrito estas líneas triste por la muerte de uno de los grandes escritores que han visto las letras universales de todos los tiempos, no ya sólo en el siglo XX. Escribo estas líneas con dolor, porque desde que leí “Cien años de soledad”, Gabriel García Márquez, Gabo, se convirtió en uno de mis escritores favoritos. Siempre le tendré como referente a la hora de escribir. Hoy, como todo el mundo de las letras, como todos los amantes de la literatura y la escritura, soy un poco más huérfano. Descanse en paz. Gracias por haberme hecho amar un poco más las letras Gabo.


Caronte.

jueves, 17 de abril de 2014

Mi Viacrucis de Semana Santa

Desde luego que esta Semana Santa no es para nada igual a otras que haya vivido y por supuesto la recordaré durante muchos años. Pero la vida es así y reparte cartas que no te esperas y tienes que saber jugarlas lo mejor posible. Este año y por esas vueltas tan duras que a veces da el destino esta Semana Santa tengo a mis abuelos en casa viviendo conmigo y mis padres. Mi abuelo se rompió a finales de marzo la cabeza del fémur, a la altura de la cadera, al salir de su casa, justo en la puerta del portal, para ir a comprar. El disgusto inicial fue mayúsculo, para él, para mi abuela que me llamó llorando diciendo que mi abuelo se había caído, y para mi madre también que veía como su padre que era el principal soporte de su madre, mi abuela, iba a estar una temporada fuera de juego.

En ese quiebro del destino se empezó a fraguar cómo sería mi Semana Santa. A principios de año se planteaba bastante bien, empezando porque se suponía que la semana de antes a la Semana Santa tenía que hacer un viaje de estudios con la universidad. El viaje de estudios podía ser de tres o cinco días, según eligiéramos un destino u otro, dependiendo de la asignatura con la que lo fuéramos a hacer. Al final ni tres, ni cinco días, ninguno. El viaje de tres días no salió porque los profesores de la asignatura que lo organizaba no encontraron sitios que nos garantizaran las visitas; el de cinco días no salió para adelante porque al profesor responsable de la asignatura (un carcamal momificado y cabezón) no le salió de sus santos huevos (de Pascua, he querido decir). Así que pues nada, sólo me quedaba la ilusión, de la que los pobres vivimos, de que iba a tener una semana más de vacaciones para hacer lo que me viniera en gana, y eran varias cosas porque tenía unos planes pendientes por hacer que siempre había ido posponiendo.

Pero entonces pasó lo de mi abuelo. Mi viacrucis empezó, mío y de mis padres también que conste. A mi abuelo le operaron tres días después de caerse, luego saldrán desde la Comunidad de Madrid diciendo que tenemos la mejor sanidad del mundo, ya me gustaría a mí encontrarme cara a cara con Ignacio González. Pasó unos primeros cinco días bastante complicados después de la operación, al tener problemas de corazón y con la tensión, y además ser diabético, pues todos los valores se descontrolaron. Una vez pasó esa primera estación del Viacrucis, llegó la siguiente. Me convertí en el chófer de mi familia. Todos los días después de trabajar mi madre se iba directamente al hospital a ver a mi abuelo, mi abuela también estaba allí siempre desde por la mañana, y yo luego me tenía que ir a última hora de la tarde a recogerlas y llevar a mi abuela a su casa. Así de lunes a domingo, salvo los días que mi padre podía sustituirme porque libraba o los días que mi tío podía ir a por ellas. Todas las tardes sobre las ocho de la tarde tenía que dejar todo lo que estuviera haciendo para vestirme y coger el coche para ir al Hospital Gregorio Marañón. Los horarios de cenar en mi casa se retrasaron casi una hora. Todos estábamos descolocados por esa situación, que nadie queríamos estar viviendo.

A los pocos días de estar mi abuelo en el hospital, fue mi primo el que ingresó en el mismo sitio, una planta por encima que mi abuelo. Las desgracias no llegan nunca solas. Otra estación más del Viacrucis. Mi primo ingreso de madrugada después de haber recibido un golpe muy fuerte en el abdomen jugando al baloncesto. En un principio no le dolió y pensó que simplemente era un golpe de los muchos que se daba jugando. Fue tras cenar cuando le empezó a doler mucho un lado de la tripa. Tenía fisurado el páncreas. Estuvo en la UVI un día, y luego en observación en planta otros dos más sin poder moverse ni comer ni beber nada. Este accidente de mi primo se lo ocultamos a mi abuelo de momento, bastante tenía ya encima el pobre. Mis visitas al hospital ya no se ceñían exclusivamente a ir a recoger a mi madre y mi abuela, y a subir a ver a mi abuelo un poco; ahora también subía a ver a mi primo y a hacerle un poco de compañía también.

Yo ya me estaba empezando a oler que mi Semana Santa iba a quedar completamente frustrada. Y así fue. Mi primo estuvo en el hospital 12 días. Mi abuelo salió el martes pasado. Antes de que a mi abuelo le dieran el alta le trasladaron de hospital, pasó del Gregorio Marañón, al IPR (Instituto Provincial de Rehabilitación). Ya estaba mucho mejor, comía mucho más, aunque no le gustara mucho la verdad. En el IPR le empezaron a hacer andar, para que fuera cogiendo movimiento la cadera y él fuera ganando movilidad. El IPR es un pequeño hospital donde envían sobre todo a personas mayores, ya que también es un hospital geriátrico, y el ambiente en él era mucho más triste que en el Marañón. Si ya de por sí a mí los hospitales me gustan lo que las babosas, el IPR me deprimía cada vez que iba. Ese olor a desinfectante, a guantes de látex, a comida sosa e insípida, a plástico, me ponía enfermo, no me gustaba nada tener que ir pero era mi obligación. Era otra parada más de mi Viacrucis personal.

Poco a poco mi abuelo fue mejorando, cada vez caminaba más ayudado con un andador, tenía mejor humor y mejor aspecto físico. El tiempo seguía pasando y un día precedía al siguiente y éste al siguiente, y así continuamente. Se pasó la semana extra de vacaciones que me había encontrado. Menudo papelón para mi familia si me hubiera ido de viaje con la universidad viendo el panorama que se nos había montado. Entre mi tío, mi padre y yo mismo nos turnábamos para llevar a mi abuela por la mañana al hospital, y para ir a recogerla a ella y a mi madre por la tarde. Eso fueron mis días. Estaba ya bastante harto de tener que coger el coche diariamente y pagar parquímetro a la Sr. Botella. Está mal que lo diga pero estaba muy cansado de esa situación, no podía más. Para que estos días se me pasaran algo más rápidos, y para cambiar un poco la rutina hospitalaria que me había encontrado de golpe, decidí ir al cine los domingos después de comer y eso es lo que he hecho las últimas tres semanas. Nunca antes había ido tres semanas seguidas al cine.

La siguiente estación del Viacrucis es ya en mi casa. Mi abuela no quería venirse a mi casa tras darle el alta a mi abuelo, ella decía que podía apañárselas ella en su casa. Y un cuerno puede ella que casi ni ve, y más teniendo en cuenta que era mi abuelo el que la ayudaba más que nadie. Pero mi abuela es muy, muy cabezona y testaruda. Nos dio un martes de película, a mi madre, a mi tío, a mi padre y a mí. El lunes por la noche quedamos en que se iban a venir a mi casa unos días hasta que mi abuela cogiera más soltura y movilidad. Por la mañana mi padre y yo nos dedicamos a preparar la habitación de invitados montando dos camas, y a quitar las alfombras para que mi abuelo pudiera caminar con el andador. Cuando ya teníamos todo hecho nos llamó mi madre diciendo que mi tío la había dicho que mi abuela decía ahora que no venían a mi casa, que no, que no, que no. Mi padre no dábamos crédito. A las dos horas, vuelve a llamar mi madre diciendo que mi tío había convenció a mi abuela para venirse, que al final sí que venían. Yo no entendía absolutamente nada. Que raros pueden llegar a ser las personas mayores. Menuda estación de Viacrucis viví el martes, ni la vía dolorosa de Jerusalén (bueno quizá aquí me he pasado un poco).

Mi abuelo llegó el martes por la tarde. Estaba yo solo en casa. Mis padres estaban trabajando. Me tuve que encargar de todo. Era lo que tocaba sí, era lo que tenía que hacer porque son mis abuelos, porque me han criado de pequeño, era mi deber sí y qué, yo ya estaba cansado de todo. Mi abuela dándole vueltas a todo otra vez, que si tenían que haberse ido a su casa, que vaya cosas que pasa en la vida, que por qué ha tenido que venir esto con lo bien que estaban, que vaya faena se habían buscado, que cuánto trastorno nos estaban creando. Y erre que erre, dándole al coco. Pero yo no podía quejarme, era mi deber y todavía lo es porque mis abuelos se van a quedar todavía bastantes días aquí con nosotros, porque mi abuelo no está para irse a su casa con mi abuela sólo. Mi abuelo no está para irse a su casa, no se vale por sí mismo todavía. De momento seremos cinco a comer todos los días en mi casa. El problema vendrá la semana que viene cuando yo vuelva a la universidad y se tengan que quedar solos más tiempo.

La verdad es que jamás pensé que sería capaz de desear volver a la Escuela antes de tiempo en vacaciones, pero es que este Viacrucis se me está haciendo demasiado largo ya. Está mal que me queje porque lo que tengo que hacer ahora es cumplir como mis obligaciones y ayudar a cuidar de mis abuelos como ellos me cuidaron de pequeño. Lo sé, y lo hago sin rechistar. Pero ya se me está haciendo muy largo este periodo. Es un constante ir y venir a hacer cosas, el estar pendiente de mis abuelos, todo. No me quejo, pero lo siento y lo pienso, y me siento mal por ello, pero no puedo evitarlo. No tengo tiempo para nada, estoy descuidando las cosas de la universidad, un trabajo que tengo que hacer con un amigo lo he descuidado últimamente, no estoy haciendo nada de provecho, ni siquiera me estoy afeitando (me estoy empezando a parecer misteriosamente a Jesucristo, salvo por el pelo largo, y eso en estas fechas no es bueno). Tampoco estoy cumpliendo los planes que me había puesto antes de que este Viacrucis pasara, pero es lo que tienen estas cosas y el destino, que arrasan con cualquier plan prefijado. Pero ya he dejado dicho en mi casa que estos cuatro días de fiesta que vienen yo voy a hacer mis planes, por mucho que moleste, tengo 23 años recién cumplidos, y vale que no tuve celebración alguna por ello con mi familia (que bastante me afectó aunque no lo pareciera) pero no voy a pasarme más días de enfermero, chófer y asistente, por mal que suene es así. Sé que soy egoísta, pero no más que cualquiera con quien me cruce por la calle, y me gustaría celebrar mis 23 años y que estoy de vacaciones aunque sea yo solo, porque no me queda otra.

Espero que a este Viacrucis le queden ya pocas estaciones de verdad, porque no sé si podré aguantar muchas más. No me gusta sentirme así y me siento muy mal por verme tan egoísta, espero que algún día me pueda perdonar a mí mismo por siquiera pensar estas cosas.


Caronte.

miércoles, 16 de abril de 2014

Valencia: viaje a los infiernos (Parte III)

No sabía cuánto llevaba en la habitación del hostal. El tiempo ya no tenía importancia para él, simplemente quería que pasara lo más rápidamente posible. No sabía ni siquiera qué hora era. Lo único que sabía es que no podía dormir. A pesar de que estaba cansado, era incapaz de conciliar el sueño, sólo sabía pensar en lo que había pasado aquella noche, en lo que había sentido y en cómo se sentía en aquel momento. Sólo era capaz de darle vueltas en la cabeza a una pregunta: por qué tenía que ser él así. Resignado como estaba a que amaneciera sabiendo que sus compañeros de habitación probablemente sólo llegarían a primera hora de la mañana cuando la noche se estuviera acabando. Sin embargo, para su sorpresa y a pesar de que todos estaban dispuestos a irse de fiesta a una discoteca después de botellón, resulta que aparecieron por la puerta de la habitación. Como no sabía qué hora era, no pudo averiguar cuánto tiempo había pasado desde que él se fuera del botellón. Intentó hacerse el dormido para que sus compañeros y amigos le dejaran en paz, pero decidió hacerse el despertado e interesarse por la razón que les había llevado a abandonar sus ganas de fiesta para volver a su habitación. Sentía curiosidad por saber por qué se habían rajado. De los amigos con los que compartía habitación sólo volvieron dos, el del gas del baño y al que consideraba su mejor amigo, la vuelta de este último se sorprendió mucho ya que parecía que era el que más ganas tenía de fiesta y de tontear con chicas, vamos era el más sobrado. Como ya se había despertado sus amigos decidieron llamar al otro grupo de compañeros, con los que a posteriori más tiempo pasaría y más relación tendría, para que se reunieran todos juntos en su habitación y estar un rato hablando.

Cada uno se acomodó en la cama que pudo, y asía estuvieron un tiempo indeterminado. La verdad es que aquello no lo había planeado, para él fue toda una sorpresa, algo completamente inesperado. Después de haber pasado los peores momentos de su vida en aquella habitación, solo, ahora únicamente unas horas después de eso, estaba aquella misma habitación con compañeros y amigos hablando un rato. Hay que decir que no todo el mundo estaba hablando, el amigo con quien compartía litera fue echarse en la misma, caer dormido, sin ni siquiera quitarse la ropa, y empezar a proferir tales ronquidos que en más de una ocasión mientras el resto estaba en la habitación tuvieron que chistarse para calmar a la fiera. Nadie le preguntó cómo es que se había vuelto tan pronto al hotel y además solo, tampoco él les hubiera contestado contándoles toda la verdad, en el fondo la única persona que le hubiera hecho ilusión que le preguntara no lo iba a hacer, no sólo aquella noche o en lo que restaba de viaje, sino en su vida. Cosas que tiene la amistad, que cuando uno la considera verdadera y quiere a un amigo, si éste no tiene ni idea de lo que es la verdadera amistad, el que sufre es el que sí lo sabe.

Con el paso del tiempo, sus compañeros y amigos se iban quedando dormidos. Los que no eran de su habitación se fueron marchando. Sólo se quedaron un rato más, y ya con las luces apagadas, el amigo a quien él más quería y otra compañera. Estuvieron un rato hablando entre ellos, a él casi que le ignoraron sobre todo su amigo, ella sí le preguntaba algo de vez en cuando, aunque si no hubiera sido así se hubiera terminado durmiendo porque por fin el sueño le estaba venciendo. Estuvieron bastante rato, al principio hablando bastante, luego a medida que el sueño también les iba venciendo a ellos las palabras eran cada vez menos y más distanciadas entre ellas. Al final, la compañera decidió irse a su habitación con sus amigos, que ya hacía bastante que se habían ido, dejando al otro solo. Él no estaba del todo dormido, estaba en una especie de duermevela en la que el tiempo no contaba para nada, y no se daba cuenta de que el tiempo pasaba y la noche seguía inalterada su transcurso y cada vez se acercaba pronto a su fin. De lo que sí se dio cuenta fue de cuando llegaron sus otros dos amigos y compañeros de habitación. Ya empezaba a haber algo de luz matinal, o eso pensaba él, bien podría ser simplemente el resplandor de la luz de los baños que entraba por la pequeña ventana de la habitación. Como no llevaban llave de la habitación y los que estaban dentro estaban dormidos, tuvieron que arreglárselas para saltar por la ventana intentando no hacer demasiado ruido. Sus intentos fueron en vano, porque algo perjudicados sí que iban, y saltar por la ventana y entrar en una habitación que está a oscuras no debe ser tarea fácil, y como además la ventana se encontraba a los pies de su cama, pues terminaron por medio despertarle (digo medio porque no se había terminado de dormir del todo). Estos dos últimos amigos que llegaron se echaron en sus respectivas literas y cayeron redondos, ni cinco minutos tardaron en dormirse. Él ya no dormiría en lo que quedaba de noche.

Los pensamientos se sucedían uno detrás de otros, como las cofradías sevillanas posesionan por delante de la Catedral en Semana Santa. Pensamientos todos ellos malos, mediocres, algunos de ellos incluso algo confusos. Pensamientos que le hacían replantearse muchas cosas, su vida, su forma de ser, su relación con las personas, su amistad con las personas que estaban en aquella misma habitación durmiendo (y soltando ronquidos más propios de animales salvajes que de jóvenes de 20 años). Entre ronquidos y ruidos por los pasillos del hostal, se planteó su relación con quien hasta ese momento había considerado su mejor amigo y que en aquel viaje había demostrado, no sólo muy poca amistad hacia él sino también poco compañerismo por ni siquiera haberle preguntado en ningún momento cómo estaba. Se planteó también en aquel momento que todo lo que aquella noche, que seguro no iba a poder olvidar en mucho tiempo y que a la larga le condicionaría muchas cosas, había sentido y pasado no era más que culpa suya, de su forma de ser y de su incapacidad para divertirse entre gente de su edad haciendo lo que se supone normal para la misma. Las horas siguieron pasando, y la luz del amanecer iba venciendo poco a poco a la oscuridad de la noche donde él estaba tan incómodo y el resto de los que en ese momento dormían en el hostal tan a gusto. Cuando llegó el alba, ya estaba más que aburrido de estar en la cama. No había dormido más que una o dos horas, si es que llegaba. Total qué más daba, lo importante es que la noche ya había pasado, ya era el día de volver a Madrid e intentar olvidar aquello.

Ya se volvía a escuchar voces y ruidos en el hostal. La vida despertaba tras la noche. Cuando sus propios compañeros de habitación empezaron también a hacer los ruidos típicos que preludian el despertar, él se incorporó, y se sentó en el borde de su cama. Cuando el primero de ellos despertó del todo, le preguntó que qué tal la noche, si había descansado. Poco a poco el resto fue haciendo lo mismo, todos se fueron despertando. No eran más que las ocho de la mañana. Se vistió, se fue al baño a asearse y al volver a la habitación preguntó que quién iba a ir a desayunar. Hizo la maleta metiendo todas sus cosas en la misma y dejándola preparada para, tras haber desayunado, cogerla y salir para ir al punto de encuentro del autocar. Se bajó con uno de sus amigos, el que había dormido en la litera de arriba suya, y en primer lugar fueron a buscar un quiosco para comprar el periódico. Tras haberlo comprado se dirigieron a una cafetería que había justo debajo del hostal, donde decidieron desayunar. Dio la casualidad que en esa misma cafetería estaban los profesores que les habían acompañado en aquel viaje. Junto a su amigo y compañero de litera, también bajó el que consideraba era su mejor amigo, desayunaron los tres juntos. Apenas hablaban. Supuso que la resaca que pudieran tener, si es que tenían alguna, causaba dichos silencios. Desayunaron lo más deprisa que pudieron porque iban con la hora un poco pegada al culo, ya que tuvieron que esperar un rato más largo de la cuenta a su mejor amigo, que llevaba otro ritmo diferente. Como siempre vamos.

Una vez desayunaron, subieron a por las maletas y bajaron a recepción donde ya les estaban esperando los profesores que fichaban la salida con la gente del hostal. Les dijeron que fueran hacia la plaza donde les dejó el autocar el día anterior. Hacia allí se dirigieron. Estuvieron bastante rato esperando delante del Palacio de Justicia, todavía no estaba todos los compañeros. Él pensó que siempre tiene que haber gente sin educación alguna que se tiene que hacer sentir en cualquier situación y que no respetan ni a nada ni a nadie. Le dio asco ese tipo de gente con la que tenía que convivir y que eran sus compañeros de carrera. Se resignó.

Una vez estuvieron todos llegaron los autocares. Iban ya con algo de retraso, no sólo el mental de algunos, sino también con respecto al horario previsto. Desde Valencia debían dirigirse al Embalse de Tous, trágicamente famoso por haberse desbordado hacía ya unos años, causando decenas de muertos y un reguero de destrucción. En el autocar volvían a ir colocado en los mismos sitios que a la ida, su compañero de asiento era otra vez su mejor amigo, o eso pensaba él. Aunque en la práctica iba sentado con alguien, la verdad es que fue como si no hubiera nadie a su lado. Al que consideraba como su mejor amigo y quería como si fuera su hermano, le ignoró durante todo el viaje, no cruzaron prácticamente ninguna palabra, lo único ameno del viaje se lo proporcionaba la ventanilla, su amigos fue casi todo el tiempo girado hacia el pasillo, dándole la espalda y hablando con todo el que podía. Él se sentía como una mierda. La única persona que le preguntó algo durante el viaje al embalse fue su amigo el boy scout, que volvía a sentarse detrás de él. Al menos ése si era un amigo.

Llegaron con retraso al embalse, pero no tanto como el que se esperaba, los conductores cumplieron bien con su trabajo, él pensó que eran los únicos que hacían bien las cosas. Los seres que bajaron de las autocares no eran estudiantes, ni siquiera seres humanos, eran puros zombies, todos ellos con gafas de sol, no por el sol sino porque como los vampiros, detestaban la luz, consecuencias de una noche loca de fiesta, alcohol, poco sueño y vete tú a saber qué más cosas. Las gafas ocultaban los caretos de borrachos que algunos y algunas todavía tenían de la noche. Como buenos jóvenes que eran eso les daba igual, se lo habían pasado bien, eso que se habían llevado pa’l cuerpo. Como una manada de elefantes ancianos, mover a aquel grupo de zombies costaba muchísimo esfuerzo, y más para ver una presa que a algunos les importaba lo mismo que la reproducción de la mosca azul del Amazonas. Pero era lo que tocaba. Él era de los pocos que no estaban tan perjudicados y seguro que fue de los pocos que se enteraron de alguna explicación. La presa le pareció impresionante, sus galerías, sus taludes aguas abajo, su galería de turbinas y bombas, su canal de desagüe. Todo. Los zombies seguían a su ritmo.

Una vez visto el embalse de Tous, ya habían cumplido con la misión de aquel viaje, ya no tenían más destinos que Madrid. Aunque antes de llegar a la capital, y empezar las vacaciones de Semana Santa, tenían que parar aún a comer. El destino elegido para llenar los buches era La Gineta, un pequeño pueblo de la provincia de Albacete, que uno de los profesores que iban con ellos en aquel viaje ya conocía y decía que se comía bastante bien, y de comer aquel profesor debía de saber ya que tenía buena barriga, se le veía bien sano y regordete. Todavía tardarían unas dos horas en llegar a La Gineta. Por el camino fueron dejando ya a algunos compañeros que les venía mejor quedarse por algún pueblo, donde les recogerían sus familiares, que llegar a Madrid. Como iban con retraso debido a sus educados y considerados compañeros que por la mañana llegaron tarde a la cita acordada con los autocares, comieron cerca de las cuatro de la tarde. En los autocares se escuchaban las protestas de sus compañeros, como si de tambores de guerra se trataran, muchos de ellos no habían desayunado porque habían estado de parranda toda la noche y no les dio tiempo (pero ahora bien que se quejaban, ajo y agua chavales, pensó él). Casi se montó un motín a bordo del autocar. Pasaban pueblos y pueblos, y el autocar seguía sin parar. El hambre se estaba empezando a notar. Menos mal que por fin llegaron a La Gineta.

El restaurante era un buffet libre. No estaba mal de precio, aunque tampoco iban a ponerse exquisitos ahora con el hambre que llevaban. No todo el mundo decidió comer en el buffet, hubo algunas personas, entre ellas dos amigos suyos, que decidieron comerse simplemente un buen bocadillo de lo que fuera. Él si decidió comer dentro del restaurante de buffet. Se sentó en una mesa larga junto a sus amigos y otros compañeros y los profesores. Comió bastante bien, tenía hambre. A su lado se sentó su amigo, con quien había compartido litera, que fue el único que se comió una cabecita de cordero. Siempre había demostrado tener gustos algo extraños a la hora de comer, y si no extraños, sí que le gustaban cosas que al resto de los mortales no. Durante la comida apenas habló con mucha gente, el hambre abre los estómagos y las bocas pero no para decir nada sino para engullir. Con el único que habló algo fue con el de la cabeza de cordero, parecía que era el único que le importaba como amigo. Una vez acabaron de comer, salieron fuera del restaurante donde estaban sus otros dos amigos terminándose de comer el bocadillo. Uno de ellos, el boy scout, se quedaba en aquel pueblo donde le recogería su familia para irse de camino a Úbeda donde pasaría la Semana Santa y saldría en procesión en una hermandad. Se marchaba la única persona que había hablado con él durante el viaje en autocar, a pesar de que no iba sentado con él, pero su compañero de asiento, demostrando una gran amistad y generosidad hacia él, le había ignorado durante todo el camino, incluso dándole la espalda, y eso que en un autocar es difícil girarse.

Una vez de vuelta al autocar emprendieron su última etapa del viaje de regreso, la que les llevaría ya de vuelta a Madrid. Ya no tenían que parar para nada, salvo las paradas obligadas de los conductores. Como por muy acompañado que fuera en el asiento de al lado por quien en aquel momento él consideraba todavía su mejor amigos, se puso los cascos y empezó a escuchar música de su MP3. Pero no duró mucho porque se le agotó la batería en seguida. En ese momento, sin música y sin nadie que le hablara o quisiera hablar con él se echó en el asiento y casi sin querer terminó por quedarse dormido. Hacía muchos años que no se echaba la siesta, pero entre el cansancio, el aburrimiento y las ganas que tenía de desconectar de todo y de todos, terminó por dejarse llevar por el sueño. Lo último que recordaba antes de dormirse es que acabaña de entrar en la provincia de Cuenca, nada más despertarse entraron en la de Madrid. Ya estaba casi de vuelta en casa. Ese terreno ya lo conocía, muchas veces había recorrido la carretera de Valencia por esa zona ya que para llegar a su pueblo hay que ir por allí. Lo único que quería ya era llegar lo antes posible. El sol ya estaba muy bajo. Molestaba mucho a la vista. La luz dorada brillaba y rebotaba contra el asfalto dificultando la visión. Tuvo que ponerse gafas de sol ya que al ir en las primeras filas del autocar también a él le molestaba la luz. Antes de llegar a Madrid, pararon en una gasolinera para que el autocar también recibiera su alimento, en este caso en forma de gasolina. Estuvieron un buen rato repostando, el autocar tenía mucha sed. Tras acabar se volvieron a poner en camino.

Ya los dos autocares que iban en aquella expedición iban por libre. En el que él iba, por haber parado a repostar, se quedó el último. A él eso le daba igual, necesitaba ya llegar a casa, olvidarse de todo lo que ese viaje había representado, dejar de ver a todas las personas que le recordaban lo mierda que él era al verse tan diferente a ellas, tan raro como un monstruo. Necesitaba volver a su mundo, donde estaba seguro, donde controlaba todo, donde no se sentía incómodo y hacía lo que él quería sin sentirse diferente a nadie. También sabía que eso no era bueno, y que tras lo que había vivido en aquel viaje debía cambiar muchas cosas, debía cambiar él mismo. También sabía que necesitaba ayuda, que la ansiedad que sintió tanto antes como después de ir al botellón la noche anterior, ansiedad que casi le había impedido respirar y le había generado una presión muy importante en el pecho, no era normal y que algo le estaba pasando en su cabeza. Sabía que tenía que pedir ayuda.

La última anécdota que recordaría de aquel viaje fue llegando ya a Madrid por la A3, pasado Rivas Vaciamadrid. Nunca había vivido en persona un problema relacionado con la conducción de un coche hasta ese momento. Un coche se atravesó casi todo la calzada para coger una salida, iba bastante pasado y el autocar, como tiene que ir por la derecha, tuvo que pegar un frenazo bastante importante, tanto es así que el coche que se atravesó para coger dicha salida obligó al conductor del autocar a dar un volantazo y meterse también por esa salida para evitar males mayores. El autocar acabó casi en el arcén de la salida, parado, con el conductor completamente cabreado acordándose en toda la familia del conductor, aunque en su familia se acordaron también todos los ocupantes del autocar. La verdad es que para él este amago de accidente fue lo más interesante de todo el viaje de regreso desde que comieron en La Gineta.

Ya estaban en Madrid. Los túneles de la M30 les condujeron hasta el parking de la Escuela de Caminos, donde ya les estarían esperando todas las familias con los coches para irse cada uno a sus respectivas casas. Llegaron los últimos, no sólo por el incidente en la A3 sino porque antes tuvieron que parar a echar combustible. De la hora no se acuerda. Ni falta que hacía, ya estaba en Madrid, en casa, lo demás no importaba. El infierno de Valencia había pasado. O al menos eso pensaba él sin saber que en aquel momento, una vez se hubo despedido de sus amigos y demás compañeros (de todos menos del que consideraba su mejor amigo que cogió las maletas rápidamente y se fue donde le esperaban sus padres sin despedirse casi de nadie, o al menos de él no se despidió, otro golpe más en la línea de flotación de su amistad), empezaba una nueva etapa de su vida que hubiera preferido no comenzar, que le llevaría a lo largo de un largo túnel del que apenas se veía entonces el final. Valencia supuso caer en un pozo muy hondo y con las paredes lisas. Un pozo del que le costaría bastante tiempo salir y del que sólo saldría con mucha ayuda.

PD: me gustaría dedicar estos tres artículos a tres personas en especial que han hecho posible que ahora mismo las cosas estén tranquilas. Esas tres personas son JC.R.M, M.O.A. y Á.G.S. Gracias de todo corazón.

FIN.


Caronte.

domingo, 13 de abril de 2014

Valencia: viaje a los infiernos (Parte II)

Una vez llenados los estómagos y mojados los pies en la malvarrosa, los pies de casi todos menos los suyos, fueron hasta la Ciudad de las Artes y las Ciencias, esa gran obra de Calatrava realizada únicamente para cumplir los deseos megalomaníacos de unos políticos más que corruptos que pastan a sus anchas en esta región del país. El Palacio de las Artes Reina Sofía (Ópera de Valencia), que se cae a trozos debido a que tras haber gastado una ingente cantidad de dinero en su construcción y esmerado diseño, luego se escatimó en el recubrimiento de la fachada; L’Hemisferic, sala de proyecciones en IMAX que proyecta absurdas películas y documentales para justificar su construcción; el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe, edificios gigantesco que se supone que es un museo interactivo pero en el que apenas hay nada expuesto de verdadero interés; el Puente Assut de l'Or puente de diseño igual a todos los que hace Calatrava que no se come la cabeza a la hora de diseñar; y el Ágora, un megaedificio inútil donde los haya que alberga, como única actividad al año un torneo de tenis de segunda categoría. Edificios todos ellos que, aunque estéticamente tienen una fuerza muy importante, tienen el mismo uso que un peine para calvos. El objetivo de la visita a la Ciudad de las Artes era más bien acercarse hasta la entrada del Oceanográfico de Valencia para poder contemplar las cubiertas con forma de superficies regladas, elementos de geometría que en aquella época estaban dando en la Escuela. La explicación de los profesores sobre estas cubiertas le resultó muy interesante y quizá fuera de los pocos que la escucho, la mayor parte de sus compañeros estaban mucho más impacientes por que terminara aquel rollo y empezar por fin a divertirse, lo único que querían era que empezara la fiesta. Y fiesta era lo único que a él no le apetecía hacer.

Una vez acabó la explicación de las cubiertas del Oceanográfico, se dirigieron a la Ciudad de las Ciencias propiamente dicha. Allí tuvieron un poco de tiempo libre para hacer lo que les viniera en gana. Hay quien entró en el museo a verlo, otros se fueron fuera de la Ciudad de las Artes a investigar dónde se podía ir de fiesta por la noche. Él y sus amigos, y otros compañeros, decidieron simplemente darse una vuelta por el mismo recinto para hacer tiempo hasta que los autocares les recogieran. Lo primero que hizo fue ir al servicio, con las prisas de la comida, las visitas y las explicaciones, tenía la vejiga a reventar. A los servicios entró acompañado por sus compañeros, uno de los cuales sin pudor ni vergüenza alguna y con premeditación y alevosía, se tiró un buen pedo en medio de los baños rodeado de gente, estudiantes más jóvenes que ellos, sin que le importara lo más mínimo, convirtiendo los servicios en una improvisada cámara de gas. De momento esto fue lo más gracioso que le pasó en todo el viaje.

Tras salir de la cámara del gas, todos juntos (eran cinco, no muchos más) se dieron una vuelta por la Ciudad de de las Artes y se tiraron unas cuantas fotos de recuerdo. Él se llevó la cámara para poder tener algún recuerdo de lo que pensaba iba a ser un viaje donde disfrutaría y se lo pasaría bien. Un viaje donde iba a estar con sus amigos, en especial, por aquel entonces, con una persona a la que tenía en mayor consideración que a los demás y consideraba más como un hermano. Las fotos que tiró y les tiraron a todos juntos en un par de ocasiones se convirtieron a la postre, con el tiempo, en dolorosos recuerdos. Dolorosos porque con el tiempo se dio cuenta de que ese aprecio y cariño que sentía por un amigo, que le hizo tratarle siempre mejor que al resto, y que pensaba que era mutuo, resultó ser una falsa absoluta, no por parte de él sino por parte de esa otra persona que siempre se comportó como un falso. Además, y también con el tiempo, se dio cuenta de que al resto de amigos que fueron con él a aquel viaje, y que también aparecen en muchas fotos del mismo, les trató mucho peor de lo que en verdad merecían, algo que siempre le volvía a la cabeza y que también le martirizaba y le dolía profundamente haber hecho.

Una vez de vuelta en el autocar se dirigieron hacia el hostal en el que pasarían la noche, quien la pasara bajo techo, porque hubo gente que no piso el hostal más que para dejar la maleta por la noche y luego a recogerla por la mañana a la hora de irse. Él nunca antes había estado en un hostal, y mucho menos había compartido habitación con otras cinco personas, en cierto modo aquello le ilusionaba, era una experiencia nueva que quería vivir. El hostal se situaba en una de las calles más famosas de Valencia, la calle de la Paz, en un edificio antiguo de los típicos de los centros de las ciudades, sin embargo estaba recién reformado y la decoración, aunque bastante simple, era moderna y muy colorida, lo que le daba un aire muy joven. Ante la imposibilidad de que el autocar parara para que nos bajáramos todos en la misma puerta del hostal, éste paró en una plaza cercana, al lado del Palacio de Justicia. Desde allí todo el grupo se dirigió hasta el hostal caminando. Invadieron la Calle de la Paz, con sus maletas rodando o a cuestas, y armando el jaleo típico de chavales llenos de ganas de fiesta y de alcohol.

Una vez se instaló en su habitación, que compartiría con sus cuatro amigos y otro compañero más añadido por descarte para completar el aforo de la misma, decidieron ir a darse una vuelta por los alrededores del hostal, no para conocer la ciudad sino para encontrar un supermercado donde comprar las provisiones de alcohol que más tarde se beberían realizando la más culta de todas las tradiciones juveniles españolas, el botellón. La verdad es que a él no le apetecía nada aquello, ni mucho menos vislumbrar que en unas horas tendría que estar participando en el botellón aunque fuera bebiendo fanta o coca-cola, ya que alcohol no bebía y no quería empezar a hacerlo en aquel viaje. Para él el alcohol y el botellón siempre habían estado unido a personas con las que no quería tener nada que ver, con las que no quería relacionarse, sin embargo al entrar en la universidad y descubrir que quien más o quien menos todo el mundo había salido de botellón y de fiesta a beber y emborracharse. Él nunca, y la sola idea de que aquella noche tenía que hacerlo hacía que le entrara mucha ansiedad. Ansiedad y miedo. Miedo a no saber qué hacer, ni cómo comportarse; miedo a sentirse desplazado y marginado por el hecho de no beber alcohol; miedo a no encajar con las personas con las que quería encajar. En definitiva tenía miedo de sentirse un monstruo, un ser raro, alguien a quien tacharían de aburrido.

Relativamente cerca del hostal había un Mercadona, allí fue donde compraron el alcohol y todo lo demás. Si realmente hubiera sabido cómo se desarrollarían los acontecimientos a partir de aquel momento, hubiera dedicado ese tiempo que empleó en acompañar a sus compañeros a comprar el alcohol a darse una vuelta de verdad por Valencia para descubrirla, ya que estaban en pleno centro de la capital del Turia, y su hostal quedaba bastante cerca de la Catedral. Sin embargo no lo hizo. Con el tiempo se arrepentiría de aquella decisión que tomó para no sentirse sólo y no ir sólo a ver Valencia, decisión que creía permitía que los demás vieran que era alguien normal que hacía cosas normales para su edad, aun cuando lo que más le hubiera gustado hacer era darse una vuelta por la ciudad.

Una vez volvieron al hostal con la mercancía etílica se empezaron a duchar y a cambiar de ropa, se empezaron a preparar para salir de fiesta. El uso de las duchas se convirtió en una verdadera odisea. Eran tantos los que se tenían que duchar, y casi todos decidieron hacerlo a la misma hora, que las duchas no daban abasto. Él se tuvo que duchar en los baños de la planta de arriba de su habitación, por lo que tuvo que ir con la toalla atada a la cintura por los pasillos y la escalera cruzándose con compañeros y compañeras que hacían lo mismo que él, buscar una ducha libre para usar. Una vez se duchó bajó a su habitación para cambiarse de ropa y ponerse lo que él consideraba era ropa para salir de fiesta. Como nunca había salido de fiesta, nunca había ido de botellón y mucho menos a una discoteca, la ropa que se puso podía haberle servido igual para ir a clase, al cine o a casa de su abuela a comer. La mayoría de sus amigos y compañeros sí tenían ropa más acorde con lo que iban a hacer, estaban más acostumbrados a ir de fiesta y de botellón y por tanto tenían disfraces para ir a esos sitios.

Mientras se estaba vistiendo, se daba cuenta que ya había llegado el momento, que la hora de irse de botellón y de fiesta estaba más cerca. Empezó a darle vueltas en la cabeza a todo eso y empezó a ponerse cada vez más nervioso, no sabía qué hacer. Empezó a sentir dificultad para respirar, necesitaba aire, la ansiedad empezaba a ser cada vez mayor, sentía una presión cada vez mayor en el pecho, necesitaba soltarla por algún lado. Empezó a respirar de manera más irregular. Sus amigos, lo notaron, se interesaron por qué le pasaba, pero él no podía contestar, no se salían las palabras, lo único que quería era llorar. Uno de sus amigos, el boy scout, vio que necesitaba espacio, aire, y sobre todo tiempo; los otros dos amigos que también estaban allí, los que habían ido en el otro autocar también se dieron cuenta rápidamente de la situación, los tres que estaban allí le intentaron ayudar a que se calmara, pero él necesitaba tiempo para relajarse. Los tres vieron que necesitaba estar sólo y le dejaron en la habitación diciéndole que se calmara, y que si necesitaba algo que les avisara, que estarían en la buhardilla del hostal, donde había una sala de estar común con mesa de billar, esperándole y que si no subía bajarían ellos a por él. Eso eran buenos amigos, y no el otro a quien consideraba su mejor amigo. A quien consideraba su mejor amigo llevaba ya bastante rato en la buhardilla, no tenía tiempo que perder, tenía que meter ficha y tontear con cualquier chica que se le pusiera por delante, aun teniendo novia como tenía, pero claro Madrid está a más de 300 km de Valencia, mucha distancia y además, si lo hacía en Madrid, cómo no lo iba a hacer en aquel viaje. Ese fue el primer momento en que él pensó que su mejor amigo, a quien quería como un hermano, le había fallado; ni siquiera se preguntó por qué había tardado tanto en subir a la buhardilla, ni siquiera al día siguiente le preguntaría qué le pasaba. Nada. Le ignoró. Se vive mejor sin preocuparse por nadie, sólo de uno mismo, como esa persona siempre ha hecho y siempre hará, es lo que tiene la gente de corazón miserable.

Cuando consiguió calmarse un poco decidió subir a la buhardilla, donde todo el mundo estaba divirtiéndose, jugando al billar, empezando ya a tomarse las primeras copas. Allí arriba se sentía totalmente desubicado, estaba como perdido, no sabía dónde estaba, todo le parecía irreal. Encontró a sus amigos charlando y divirtiéndose con otros compañeros, cuando le vieron le preguntaron si ya estaba mejor, él les dijo que sí. En verdad no estaba mucho mejor, simplemente más calmado. Cogió un vaso y se tomó un poco de Sprite, por beber algo, por aparentar ser como los demás, por no parecer un bicho raro. Para hacer tiempo, y que éste se pasara lo más rápidamente posible se puso a hablar con uno de sus amigos, el de la cámara de gas en los baños de la Ciudad de las Artes. A la postre apenas recordaría nada de aquella conversación, ni de cómo era la buhardilla, ni la gente que había, ni cómo era la mesa de billar donde estaba jugando aquel en quien un día confió y consideró su mejor amigo. Tras pasar un buen rato en la buhardilla, decidieron marcharse de la misma porque, para no molestar a la gente normal que estaba en el hostal, cerraba. Decidieron irse a los Jardines de Turia, un enorme parque lineal que ocupa lo que en su día fue el antiguo cauce del río. Habían quedado con el resto del grupo del viaje bajo uno de los puentes del antigua cauce del río, en concreto el Puente del Real, sin embargo no sabía cómo llegar hasta él. No es que se perdieran pero dieron una vuelta importante, ya que dicho puente no estaba tan alejado del hostal como pensaban.

Bajo el Puente del Real vivió las peores sensaciones que había pasado en su vida desde hacía mucho tiempo. Sintió que estaba en un mundo irreal. No sabía sinceramente qué estaba haciendo. En el camino hasta el puente iba como un zombie, llevaba un rumbo fijo pero iba porque el resto de la gente le arrastraba. No hablaba con nadie, o al menos eso es lo que él recuerda; si habló con alguien su mente no lo grabó. La ansiedad había vuelto a intensificarse. La gente con la que iba hasta el puente parecía disfrutar de aquello, estaba entusiasmada de ir a beber, a emborracharse, a lo que ellos consideraban ir de fiesta, pero a él lo único que le apetecía es que llegara ya el día siguiente, la luz del sol que anuncia un nuevo día para que aquel viaje que habían empezado bien, con ilusión, acabara de una vez para poder salir de aquel infierno que estaba viviendo. Cuando llegaron hasta el puente, ya estaban allí mucho de sus compañeros, casi nadie se fijó en él ni le dijo nada, era invisible o eso pensaba él. Todos estaban ya bebiendo, hasta uno de los profesores que les acompañaron en aquel viaje, con un cubata o lo que fuera en la mano, hablando con sus alumnos, alternando con ellos. Una cosa que sí recuerda fue que en un momento determinado pasó una patrulla de la policía local de Valencia por donde estaban haciendo botellón, pero no les dijo nada, en España se permite todo este tipo de cosas y se ven como normal. Para él aquello no era normal, se sentía muy incómodo, no se estaba divirtiendo. No entendía como a la gente podía gustarse hacer aquello, emborracharse por el mero hecho de hacerlo, el transformarse en otra persona diferente por el alcohol, el tener que ir a mear, o a vomitar según se terciara, como mendigos debajo del puente que se convirtió en una baño unisex improvisado, ensuciar el parque sin que a nadie le importara. Él no podía considerar eso normal, estaba fuera de sus normas personales.

Intentaba estar normal pero no le salía. Intentaba bromear, hablar con los demás, pero la gente pasaba de él. Si no hubiera estado allí nadie lo hubiera notado. A medida que pasaba el tiempo la ansiedad aumentaba, la presión en el pecho volvía a ser tan intensa como lo había sido en la habitación del hostal. Necesitaba aire aun estando en un parque al aire libre. Necesitaba irse de allí. Se sentía como un animal enjaulado. No estaba cómodo allí y si seguía mucho tiempo así probablemente terminaría reventando por algún lado. Por eso decidió marcharse. Dos de sus amigos, los únicos que parecía que se daban cuenta de cómo estaba e intentaban animarle a estar un rato más allí y ayudarle en lo que pudieran, le acompañaron fuera del parque para que se marchara al hostal e intentara descansar y tranquilizarse para el día siguiente estar lo mejor posible. Aquellos dos amigos fueron los únicos que se enteraron que se marchó. El resto de sus amigos y compañeros de clase se quedaron bebiendo un rato más para luego irse a alguna discoteca o a cualquier otro sitio para continuar con su fiesta. En aquel momento pensó que era un mierda absoluto, que no merecía estar allí en aquel viaje, que no merecía nada. Se sintió sólo; se sintió como un bicho raro, como un monstruo de veinte años que era incapaz de encajar con nadie. Pensó que no debería haber ido aquel viaje, seguro que había compañeros que se quedaron sin ir y que lo hubieran disfrutado mucho más. En ese momento se hubiera cambiado por cualquiera de ellos.

De vuelta en el hostal, ya en la habitación se derrumbó. Le salió toda la ansiedad que llevaba dentro. Lloró como llevaba años sin hacer. Sólo. Sentado en la cama. Queriendo irse de allí y no volver nunca más a aquella ciudad. Echándose la culpa de aquella situación que sólo se había producido porque era un mierda, alguien que no encajaba con nadie, que no sabía comportarse como un chaval de veinte años que no sabía divertirse como todos los demás. Lo único que quería era que se acabara aquella noche, que llegara el momento de volver a Madrid. Quería que todo se acabara ya. Se desvistió y se puso el pijama. Se echó en la cama e intentó dormirse, aunque no lo consiguió, muchas cosas tenía en la cabeza y la ansiedad todavía no se había eliminado del todo. Quería dormirse para que lo que quedaba de noche pasara rápido pero no lo conseguía. Además la noche todavía no se había acabado. Todavía quedaban algunas sorpresas.

Continuará…


Caronte.