Londres no es para
mí simplemente una ciudad más del globo, capital del Reino Unido y de
Inglaterra y otrora capital del segundo mayor imperio que haya visto la
humanidad después del español claro está. Londres es esa ciudad donde mora una
de las mujeres más misteriosas, enigmáticas, bellas e inaccesibles de la tierra
que me robó el corazón hace ya diez años.
Tres veces he ido
a Londres y tres veces la he visto. Como el peregrino cristiano que va a
Jerusalén, Roma o Santiago; como el musulmán que visita sus lugares sagrados en
La Meca, Medina o Jerusalén también; como el judío que reza ante el muro de las
lamentaciones; yo rindo pleitesía en Londres a mi bella dama.
Ella vive en un
amplio palacio repleto siempre de invitados y habitado por ilustres personajes.
Un palacio enorme lleno de salas amplias de techos altísimos coronados muchos
por tragaluces, con suelos entarimados, con columnas majestuosas, puertas
macizas y regias y paredes engalanadas con las mejores sedas. Un palacio en el
que uno se puede perder con mucha facilidad sobre todo si es la primera vez que
se visita, pero que siempre, sea como sea, conduce hasta la dama en su sala
roja.
Delante de la dama
hay un sofá inglés de cuero marrón. No es cómodo. Parece colocado allí adrede
para la que bella dama reciba a sus visitantes y también, por qué no, a sus
amantes. Por la misma razón ese sofá es incómodo, para evitar que la gente no
deseada se vaya rápido y deje de molestar. Siempre es el mismo sillón, al menos
desde hace diez, que son los que han pasado desde que me senté en él por
primera vez para contemplar a la que desde entonces es mi gran amada; la mujer
a la que no puedo dejar de ver cada vez que paso por Londres.
La dama es joven y
al serlo también es orgullosa ya que recibe dando la espalda al invitado
visitante o al amante soñador, sin mirarlo nunca de frente a los ojos. Es
posible también que no sea orgullo lo que la dama demuestre con su actitud,
sino simplemente timidez y se esconda de las miradas indecorosas y
sinvergüenzas de sus visitantes. Sin embargo no puede ser tímida tampoco ya que
recibe siempre desnuda y es quizá esa desnudez blanca, tersa y perfecta la que
conquistó mi corazón, lo arrancó sin piedad de mi pecho y me dejó un hueco
doliente junto al pulmón izquierdo hace una década cuando yo apenas tenía
quince jóvenes y lozanos años.
No puedo decir qué
edad tiene la hermosa dama. Nunca me lo ha dicho. Nunca me he atrevido a
preguntárselo porque tampoco nunca me ha importado no saberlo. La edad que tuviera
hace diez años la mantiene inalterada hoy; el tiempo parece no pasar por ella:
sigue igual de bella que cuando la conocí.
La belleza de mi
dama no es usual ni convencional. Mi dama es hermosa. No la conozco de cara
porque a pesar de que su rostro de refleja en un espejo sujetado por un niño
querubín no está bien definido, ya sea por descuido del pequeño travieso que
olvidó limpiar el espejo, ya sea por decisión de la dama de no mostrarse nunca
al público como es. Pero esto no importa. Es cada visitante y admirador suyo
quien debe poner rostro a su belleza, afinar sus rasgos y aclarar su imagen.
Insisto esto da igual.
La Venus del espejo o The Rockeby Venus. Diego de Velázquez. National Gallery, Londres. |
Tres veces la he
visitado desde que la conocí y las tres veces he salido de su morada más
enamorado de lo que entré. Tres veces he contemplado su blanco y bello cuerpo
desde la inmensa y eterna lejanía que nos separaba en nuestros encuentros. Tres
veces me he quedado con las hirientes y lacerantes ganas de acariciar esas
tiernas y delicadas piernas, y de recorrer con mis bastos e indignos dedos su
divino perfil, las cumbres de su cuerpo ladeado, su torso juvenil. Tres veces
mis labios han tenido que matar el deseo de besar su hermoso y perfecto cuello
y silencias las palabras que mi corazón dio orden de pronunciar susurrándolas a
su oído. Tres veces he sentido envidia del angelito y he soñado morir joven
para haber ocupado su lugar como miembro del enjambre celestial de niños
querubines y haber sujetado yo mismo el espejo donde el rostro de la dama se
adivinada, pudiendo al mismo tiempo contemplar a la dama de frente, viendo la
realidad que mi mente solo es capaz de idealizar haciendo que mis entrañas
ardan.
Cada vez que he
estado delante de mi dama prohibida, o mejor dicho detrás ya que ella siempre
ha estado dándome esa perfecta espalda, he deseado cometer el mayor crimen
contra el arte posible y arrancar su figura obligándola por fin a mirarme y de
una vez por todas descubrir la realidad de ese rostro velado, de ese cuerpo
blanco y carnal, de esa vida deseada y ardiente.
Volveré a Londres
periódicamente durante toda mi vida y ella seguirá allí en su mansión,
recibiendo visitantes, rompiendo el corazón a nuevos enamorados amantes. Iré
envejeciendo con el tiempo, por el camino, nunca seré el mismo cada vez que
pague tributo visitándola; y sin embargo seguirá siendo siempre mi bella y
prohibida dama por la eternidad de los siglos hasta cuando mi ser no sea más
que lo que siempre fue.
Caronte.