miércoles, 4 de enero de 2017

Días locos

La noche de fin de año suele ser la más loca de entre todas las noches extraordinarias que vivo a lo largo del año. Esa noche nadie sabe lo que puede pasar. Este año ha tocado comerse las uvas en casa de mis tíos. Yo ya les dije a mis padres que prefiero que las noches de Nochebuena y Nochevieja se pasen, si es posible, fuera de nuestra casa. No me gusta estar todo el día preparando comida para que luego sobre la mitad y pensando en el qué dirán el resto de familiares si hay poca comida en la mesa, o mejor dicho, si el mantel no queda totalmente cubierto por platos rebosantes de suculentos manjares.

Este fin de año ha sido especial. Tampoco sé explicar muy bien el por qué, pero lo ha sido. Mis abuelos están muy  mayores y mi abuela está muy delicada del corazón. Quizá esta sea la razón por la que esta Nochevieja ha estado revestida de un aura diferente. La muerte llega cuando menos lo espera uno, como este año pasado he podido comprobar en mi propio corazón una noche que debió ser la más feliz y completa de mi vida pero que acabó siendo como es la vida: dura, fría, lluviosa y triste. Sea como fuere este fin de año lo he vivido con otros ojos.

Vuelvo a la locura. Cada vez que una de las celebraciones de la Navidad se produce en casa de mis tíos se desata el desenfreno, sobre todo si esa noche es la que liquida un año y da paso al nacimiento del nuevo año. Este año más si cabe todavía. Petardos a mansalva, comida de más como siempre, paletilla de cordero no disfrutada, nata montada, Vera la perra recién adoptada de mis primos, risas, un tío más alegre que de costumbre embriagado por los deliciosos efluvios dionisiacos bailando desenfrenadamente una canción de Raphael, doce uvas alocadas durante las cuales los gritos de nerviosismo silencian a la televisión... Año nuevo 2017... Vuelta a casa casi a las cuatro de la mañana, prácticamente un récord en los últimos años y quizá en mi vida.

Llegó la mañana del primero de enero. Todavía tenía el olor a pólvora en mis fosas nasales y el ruido ensordecedor de los petardos, o cartuchos de dinamita de ETA,  de mi primo en mis oídos. Sonó el despertador apenas siete horas después de que me acostara y durmiera. Eran las once de la mañana del primer día del año. Estaba totalmente muerto de sueño. Pero no podía dormir más si quería viajar a Viena para estar allí, ya sentado en mi butaca, a las once y cuarto dispuesto a empezar de verdad el año. Hay quienes durante la noche/madrugada que da paso al nuevo año no duermen ni un solo minuto, que deambulan ya de amanecida con la escarcha congelada blanqueando el césped de parques y jardines, que desayunan, todavía con el sabor amargo del alcohol en sus gargantas un buen chocolate con churros. Yo duermo para poder ver el Concierto de Año Nuevo de Viena.

No sé realmente cuantos años llevo viendo este concierto. Tengo recuerdos verídicos de al menos hace quince años. Pero muy probablemente sean muchos más. Siempre lo he visto. Y si puedo siempre lo veré, quizá alguna vez en directo en la ciudad imperial por excelencia, sentado en una butaca de la Sala Dorada de la Musikverein de la capital austriaca. La música de los Strauss lleva muchos años siendo la que para mí de verdad da comienzo al nuevo año, la que me levanta todos los ánimos, la que espero que llegue durante 364 de los 365 días que tiene el año al que da comienzo. No creo que pueda ser más feliz que durante las dos horas y pico que dura el concierto y durante las cuáles suena la música celestial. El arte fluye desde Viena hacia el mundo, y cuando las palmas del público que acompañan acompasadas a la Marcha Radetsky enmudecen para mí acaba la paz y vuelve la realidad. Viajo de vuelta a mi casa de inmediato para volver a mi vida.

Desde hace ya unos años los días de Navidad y Año Nuevo son dos días más como otros cualquiera. Ya no hay comilonas igual de frugales que las cenas que las preceden. Ya no nos reunimos con la familia con la que no lo hicimos en la noche. Solo somos tres o cinco, más concretamente ya que mi madre, como es comprensible, no quiere que mis abuelos coman solos esos días tan señalados, que empiezan a no serlo tanto. Si la mañana del primero de enero se pasa volada entre que me despierto tarde, el Concierto de Viena y la comida; la tarde es eterna por no tener nada que hacer nada más que esperar que llegue la hora de volverse a la cama para dormir y que llegue el segundo día del año en el que la normalidad ya sí que vuelve a la vida de todos. Y lo peor es que si mis padres tienen a tíos y hermano que les llaman para felicitarles el año, esta vez a mí no me ha llamado nadie. Supongo que ningún amigo se habrá acordado de hacerlo, o no lo habrán considerado necesario. Antes lo hacía yo pero me he cansado de ser el tonto de siempre.

Antes de que acabe toda esta vorágine vertiginosa de comidas, cenas, fiestas y celebraciones familiares para dar paso al año propiamente dicho, falta la llegada desde Oriente de Sus Majestades los Reyes Magos. Muchos dicen que los Reyes Magos son los padres. Pues bien tengo algo que decir al respecto. Es una patraña monumental. Los Reyes Magos son Melchor, Gaspar y Baltasar, de siempre, y son reales como la vida misma. Lo que pasa es que llega un momento en el que los Reyes Magos no pueden seguir trayendo regales ellos mismos a todos. Llega una edad en el que los Reyes Magos piden ayuda a los padres, a esos niños ya crecidos que en su día también recibieron su visita, para que les tomen el relevo. Y así pasa. Yo mismo hace ya muchos años, tendría siete años quizá, vi a Baltasar una noche en mi casa. Se asomó a mi habitación y se marchó sin decir nada. A la mañana siguiente la carta que siempre dejaba en el árbol de Navidad ya no estaba. ¿Qué mejor prueba que esta para saber que existen? Niños de toda España, no os creáis nada de nadie, los Reyes existen solo debéis mirar en vuestro corazón.

Sólo falta la tarde de las cabalgatas de Reyes y por su puesto el día de Reyes. Día en el que la locura infantil desborda cualquier tipo de barrera de contención que los padres hayan intentado inculcar en sus hijos. Día en el que la ilusión y los nervios, la noche pasada de manera intranquila y las amenazas parentales de las semanas precedentes para que los niños se porten bien se olvidan para dar rienda suelta a los gritos de alegría, las lágrimas de felicidad por descubrir que Sus Majestades han traído lo pedido, y las caras de asombro al descubrir que lo que se dejó para que Melchor, Gaspar y Baltasar recuperaran fuerzas para seguir con la siguiente casa de la lista ha desaparecido.

Yo también he escrito mi carta privada y personal a los Magos de Oriente (Oriente zona que este año he pisado con mis propios pies, que he sufrido en mis propias carnes, y que por desgracia me ha decepcionado bastante al descubrir una sociedad analfabeta, egoísta y sin futuro, que no merece absolutamente ningún tipo de respeto y que aunque suene fuerte y mal creo que habría que intentar o redirigir o dejar que se autodestruya ella sola), pero no voy a dar detalle de la misma. De la que sí voy a hablar un momento es de la carta que he escrito a los Reyes Magos sobre lo que pido para España.

Pensé en su día pedir que Sus Majestades de Oriente se llevaran a todos los inútiles que han gobernado y gobiernan en España, de cualquier signo y partido político, desde hace cuarenta años. Lo que pasa es que me di cuenta de que los camellos no fueron hechos para llevar basura a cuestas. Por otro lado también me di cuenta de que pedir esto era aceptar que toda la sociedad española merecería un diluvio universal para empezar de cero y tampoco estaba muy del todo. Deseché la idea y sinceramente prefiero que los Reyes Magos traigan conciencia colectiva, que hagan que por una vez los políticos (es decir la sociedad) tengan claro que el bienestar viene dado por una educación y formación de calidad, libre e independiente, que forme ciudadanos que piensen por sí mismos y sean críticos con todo; donde la cultura es una pieza clave y fundamental; y donde la ética y la moral sin signo ideológico rigen los comportamientos. Nada más pido, aunque creo que para España es mucho.

Para mí siendo un poco más egoísta pido que me ayuden a desbloquearme y que pueda dar forma escrita a la historia que tengo en la cabeza para la próxima novela y que desgraciadamente soy incapaz de empezar, porque no logro dar con un comienzo. En segundo plano, ya que es la escritura la que me proporciona más felicidad, pido encontrar un trabajo digno y de calidad que me llene e ilusione. Aunque esto último parece que va a ser más difícil viendo la cantidad de currículos que he enviado sin haber recibido respuesta alguna, y teniendo en cuenta que hay mucho joven que exigen calidad en el trabajo pero luego acepta las miserables reglas del juego que imponen los empresarios. Es posible también que ninguna empresa merezca mis servicios, que no estén a mi altura, sea cual sea esta. Amor no voy a pedir porque es algo que no se puede pedir en una carta a Sus Majestades de Oriente, bastante tienen con cumplir los deseos de los más pequeños de cada casa.

Una vez pase el día seis de enero, el Día de Reyes, y Sus Majestades de Oriente vuelvan, si es que no les paran en alguna frontera de estas que se están levantando de nuevo en Europa por la ignorancia y la ignominia del neo-fascismo que campa a sus anchas por el Viejo Continente, a su tierra de origen para descansar y esperar que pase de nuevo todo el año para repartir felicidad, ilusión y alegría, todo volverá a ser como antes de 22 de diciembre: anodino, cansino, pesado, aburrido, gris, frío...

Una vez pasen estos primero días del año todos volveremos a los de siempre y a llevarlo lo mejor posible para no desfallecer, no tirar la toalla (cosa absurda por otro lado; absurda e inútil), e ir pasando día a día los doce meses que faltan para volver a estas fechas locas.


Caronte.

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