La noche de fin de
año suele ser la más loca de entre todas las noches extraordinarias que vivo a
lo largo del año. Esa noche nadie sabe lo que puede pasar. Este año ha tocado
comerse las uvas en casa de mis tíos. Yo ya les dije a mis padres que prefiero
que las noches de Nochebuena y Nochevieja se pasen, si es posible, fuera de nuestra
casa. No me gusta estar todo el día preparando comida para que luego sobre la
mitad y pensando en el qué dirán el resto de familiares si hay poca comida en
la mesa, o mejor dicho, si el mantel no queda totalmente cubierto por platos
rebosantes de suculentos manjares.
Este fin de año ha
sido especial. Tampoco sé explicar muy bien el por qué, pero lo ha sido. Mis
abuelos están muy mayores y mi abuela
está muy delicada del corazón. Quizá esta sea la razón por la que esta
Nochevieja ha estado revestida de un aura diferente. La muerte llega cuando
menos lo espera uno, como este año pasado he podido comprobar en mi propio
corazón una noche que debió ser la más feliz y completa de mi vida pero que
acabó siendo como es la vida: dura, fría, lluviosa y triste. Sea como fuere este
fin de año lo he vivido con otros ojos.
Vuelvo a la
locura. Cada vez que una de las celebraciones de la Navidad se produce en casa
de mis tíos se desata el desenfreno, sobre todo si esa noche es la que liquida
un año y da paso al nacimiento del nuevo año. Este año más si cabe todavía.
Petardos a mansalva, comida de más como siempre, paletilla de cordero no
disfrutada, nata montada, Vera la perra recién adoptada de mis primos, risas,
un tío más alegre que de costumbre embriagado por los deliciosos efluvios dionisiacos
bailando desenfrenadamente una canción de Raphael, doce uvas alocadas durante
las cuales los gritos de nerviosismo silencian a la televisión... Año nuevo
2017... Vuelta a casa casi a las cuatro de la mañana, prácticamente un récord
en los últimos años y quizá en mi vida.
Llegó la mañana
del primero de enero. Todavía tenía el olor a pólvora en mis fosas nasales y el
ruido ensordecedor de los petardos, o cartuchos de dinamita de ETA, de mi primo en mis oídos. Sonó el despertador
apenas siete horas después de que me acostara y durmiera. Eran las once de la
mañana del primer día del año. Estaba totalmente muerto de sueño. Pero no podía
dormir más si quería viajar a Viena para estar allí, ya sentado en mi butaca, a
las once y cuarto dispuesto a empezar de verdad el año. Hay quienes durante la
noche/madrugada que da paso al nuevo año no duermen ni un solo minuto, que
deambulan ya de amanecida con la escarcha congelada blanqueando el césped de
parques y jardines, que desayunan, todavía con el sabor amargo del alcohol en
sus gargantas un buen chocolate con churros. Yo duermo para poder ver el
Concierto de Año Nuevo de Viena.
No sé realmente
cuantos años llevo viendo este concierto. Tengo recuerdos verídicos de al menos
hace quince años. Pero muy probablemente sean muchos más. Siempre lo he visto.
Y si puedo siempre lo veré, quizá alguna vez en directo en la ciudad imperial
por excelencia, sentado en una butaca de la Sala Dorada de la Musikverein de la
capital austriaca. La música de los Strauss lleva muchos años siendo la que
para mí de verdad da comienzo al nuevo año, la que me levanta todos los ánimos,
la que espero que llegue durante 364 de los 365 días que tiene el año al que da
comienzo. No creo que pueda ser más feliz que durante las dos horas y pico que
dura el concierto y durante las cuáles suena la música celestial. El arte fluye
desde Viena hacia el mundo, y cuando las palmas del público que acompañan
acompasadas a la Marcha Radetsky enmudecen para mí acaba la paz y vuelve la realidad.
Viajo de vuelta a mi casa de inmediato para volver a mi vida.
Desde hace ya unos
años los días de Navidad y Año Nuevo son dos días más como otros cualquiera. Ya
no hay comilonas igual de frugales que las cenas que las preceden. Ya no nos
reunimos con la familia con la que no lo hicimos en la noche. Solo somos tres o
cinco, más concretamente ya que mi madre, como es comprensible, no quiere que
mis abuelos coman solos esos días tan señalados, que empiezan a no serlo tanto.
Si la mañana del primero de enero se pasa volada entre que me despierto tarde,
el Concierto de Viena y la comida; la tarde es eterna por no tener nada que
hacer nada más que esperar que llegue la hora de volverse a la cama para dormir
y que llegue el segundo día del año en el que la normalidad ya sí que vuelve a
la vida de todos. Y lo peor es que si mis padres tienen a tíos y hermano que
les llaman para felicitarles el año, esta vez a mí no me ha llamado nadie.
Supongo que ningún amigo se habrá acordado de hacerlo, o no lo habrán
considerado necesario. Antes lo hacía yo pero me he cansado de ser el tonto de
siempre.
Antes de que acabe
toda esta vorágine vertiginosa de comidas, cenas, fiestas y celebraciones
familiares para dar paso al año propiamente dicho, falta la llegada desde
Oriente de Sus Majestades los Reyes Magos. Muchos dicen que los Reyes Magos son
los padres. Pues bien tengo algo que decir al respecto. Es una patraña
monumental. Los Reyes Magos son Melchor, Gaspar y Baltasar, de siempre, y son
reales como la vida misma. Lo que pasa es que llega un momento en el que los
Reyes Magos no pueden seguir trayendo regales ellos mismos a todos. Llega una
edad en el que los Reyes Magos piden ayuda a los padres, a esos niños ya
crecidos que en su día también recibieron su visita, para que les tomen el
relevo. Y así pasa. Yo mismo hace ya muchos años, tendría siete años quizá, vi
a Baltasar una noche en mi casa. Se asomó a mi habitación y se marchó sin decir
nada. A la mañana siguiente la carta que siempre dejaba en el árbol de Navidad
ya no estaba. ¿Qué mejor prueba que esta para saber que existen? Niños de toda
España, no os creáis nada de nadie, los Reyes existen solo debéis mirar en
vuestro corazón.
Sólo falta la
tarde de las cabalgatas de Reyes y por su puesto el día de Reyes. Día en el que
la locura infantil desborda cualquier tipo de barrera de contención que los
padres hayan intentado inculcar en sus hijos. Día en el que la ilusión y los
nervios, la noche pasada de manera intranquila y las amenazas parentales de las
semanas precedentes para que los niños se porten bien se olvidan para dar
rienda suelta a los gritos de alegría, las lágrimas de felicidad por descubrir
que Sus Majestades han traído lo pedido, y las caras de asombro al descubrir
que lo que se dejó para que Melchor, Gaspar y Baltasar recuperaran fuerzas para
seguir con la siguiente casa de la lista ha desaparecido.
Yo también he
escrito mi carta privada y personal a los Magos de Oriente (Oriente zona que
este año he pisado con mis propios pies, que he sufrido en mis propias carnes,
y que por desgracia me ha decepcionado bastante al descubrir una sociedad
analfabeta, egoísta y sin futuro, que no merece absolutamente ningún tipo de
respeto y que aunque suene fuerte y mal creo que habría que intentar o
redirigir o dejar que se autodestruya ella sola), pero no voy a dar detalle de
la misma. De la que sí voy a hablar un momento es de la carta que he escrito a
los Reyes Magos sobre lo que pido para España.
Pensé en su día
pedir que Sus Majestades de Oriente se llevaran a todos los inútiles que han
gobernado y gobiernan en España, de cualquier signo y partido político, desde
hace cuarenta años. Lo que pasa es que me di cuenta de que los camellos no
fueron hechos para llevar basura a cuestas. Por otro lado también me di cuenta
de que pedir esto era aceptar que toda la sociedad española merecería un
diluvio universal para empezar de cero y tampoco estaba muy del todo. Deseché
la idea y sinceramente prefiero que los Reyes Magos traigan conciencia
colectiva, que hagan que por una vez los políticos (es decir la sociedad)
tengan claro que el bienestar viene dado por una educación y formación de
calidad, libre e independiente, que forme ciudadanos que piensen por sí mismos
y sean críticos con todo; donde la cultura es una pieza clave y fundamental; y
donde la ética y la moral sin signo ideológico rigen los comportamientos. Nada
más pido, aunque creo que para España es mucho.
Para mí siendo un
poco más egoísta pido que me ayuden a desbloquearme y que pueda dar forma
escrita a la historia que tengo en la cabeza para la próxima novela y que
desgraciadamente soy incapaz de empezar, porque no logro dar con un comienzo.
En segundo plano, ya que es la escritura la que me proporciona más felicidad,
pido encontrar un trabajo digno y de calidad que me llene e ilusione. Aunque
esto último parece que va a ser más difícil viendo la cantidad de currículos que
he enviado sin haber recibido respuesta alguna, y teniendo en cuenta que hay
mucho joven que exigen calidad en el trabajo pero luego acepta las miserables
reglas del juego que imponen los empresarios. Es posible también que ninguna
empresa merezca mis servicios, que no estén a mi altura, sea cual sea esta. Amor
no voy a pedir porque es algo que no se puede pedir en una carta a Sus
Majestades de Oriente, bastante tienen con cumplir los deseos de los más
pequeños de cada casa.
Una vez pase el
día seis de enero, el Día de Reyes, y Sus Majestades de Oriente vuelvan, si es
que no les paran en alguna frontera de estas que se están levantando de nuevo
en Europa por la ignorancia y la ignominia del neo-fascismo que campa a sus
anchas por el Viejo Continente, a su tierra de origen para descansar y esperar
que pase de nuevo todo el año para repartir felicidad, ilusión y alegría, todo
volverá a ser como antes de 22 de diciembre: anodino, cansino, pesado,
aburrido, gris, frío...
Una vez pasen
estos primero días del año todos volveremos a los de siempre y a llevarlo lo
mejor posible para no desfallecer, no tirar la toalla (cosa absurda por otro
lado; absurda e inútil), e ir pasando día a día los doce meses que faltan para
volver a estas fechas locas.
Caronte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario