La luz entra a
raudales por mi ventana. Ilumina mi escritorio, ciega mis ojos a través de los
estores, arroja mi sombre y la de la silla donde estoy sentado sobre la pared y
la cama que están a mi lado y detrás de mí. El cielo está claro, limpio,
despejado, sin una sola nube que enturbie una belleza de la que cualquier
criatura sobre la faz de la tierra sentiría envidia.
Delante de mi
ventana hay un banco y en él hay sentadas dos señoras. Puede que se conozcan o
puede que no, pero ahí están sentadas pasando un rato al sol, abrigadas con
densos y confortables abrigos porque a pesar de la intensidad de la luz que
arroja el astro rey, esta no es tal como para calentar el cuerpo y el alma.
Estas señoras
observan a unos niños correr entre el césped, los árboles y arbustos del jardín
y los columpios, persiguiéndose o huyendo unos de otros en un juego del que
esas señoras son ajenas y yo más aún detrás de las barras de mi ventana y del
cristal que me aísla del mundo. Niños salvajes. Niños libres. Niños como un día
también lo fui yo. Niños como los que me gustaría volver a ser también en algún
que otro momento a día de hoy. Es probable que alguno de estos niños sea nieto
de una de las dos señoras sentadas en el banco al sol.
Es el día de
Nochebuena. Toda en la ciudad, en el barrio, en la urbanización, en el patio y
en el banco está en calma y radiante, feliz, expectante. Deseoso de que llegue
la noche para cenar y celebrar una de las citas familiares más entrañables del
año.
Caronte.