*********************************************************************************
Se estaba
refiriendo a él, el día en que se fijó en ella por primera vez. Hacía frío y
era de noche. Era un mes de noviembre y como suele suceder en Madrid las noches
se daban mucha prisa por llegar y las sombras pronto dominaban toda la ciudad
haciendo que las naranjas luces de las farolas arrojaran sombrar dinámicas
sobre las aceras y fachadas de los edificios. Estuvo todo el día lloviendo pero
a media tarde, cuando la claridad del sol ya era más bien un lejano recuerdo,
el cielo volvió a abrirse a la inmensidad del firmamento. Aún así la humedad
del ambiente hacía que el frío calara más allá de la piel y llegara hasta los
huesos haciendo que le doliera la pierna izquierda más de lo normal que cuando
simplemente iba a cambiar el tiempo. Llevaba muchos meses sin salir a
divertirse un rato por la noche, y aquel día decidió que ya eran bastantes.
Nunca había tenido
mucha práctica a la hora de salir por la noche, ni si quiera cuando era mucho
más joven, allá por su época universitaria, que es cuando se supone que más
suele salir la gente, cuando la vida y los años que vendrán quedan muy lejos
del presente y no parece que vayan a llegar nunca, cuando lo único que importa
es vivir el momento y no pensar en el segundo siguiente porque hay que
disfrutar el que está pasando en cada instante. Sin embargo a pesar de los
muchos intentos que durante todo su paso por la facultad hizo por salir y tomar
con normalidad ese hecho, nunca lo consiguió. Siempre que salía, o simplemente
con el mero hecho de pensar en salir el fin de semana siguiente, se le
instalaba en el pecho una especie de losa de hormigón, una losa muy pesada que
a medida que se acercaba el día en el que había decidido salir con sus
compañeros iba creciendo impidiéndole respirar. Una sensación de angustia, de
falta de aire y necesidad de respirar para no ahogarse en sus propios pensamientos,
se instalaba en su cuerpo y creía al llegar el día señalado.
Terminaba saliendo
e intentando estar bien, muchas veces disimulando como podía la ansiedad que
sentía, la sensación de ahoga y miedo a la noche y a la transformación que
suelen sufrir las personas cuando se las habla de fiesta, marcha o noche. Nunca
supo estar en esas situaciones por más que lo intentó y buscó ayuda en los
psicólogos. Siempre supo, por mucha ayuda que recibiera, ya fuera pagando o
simplemente viendo como sus amigos le animaban para que saliera diciéndole que
se lo pasaría bien, que sólo él podía llegar a librarse de esa losa que le
impedía respirar y le hacía ahogarse de ansiedad, de romperla en mil pedazos y
olvidarse de ella. Lo que pasa es que nunca lo hizo. Nunca dejó de sentir miedo
a salir y disfrutar, a dejarse de normas no escritas de comportamiento y perder
durante unas horas las composturas y formalidades y comportarse como lo que era
un joven con toda la vida por delante para comportarse como debía comportarse. Nunca
superó el miedo a salir y no reconocerse en los actos que realizara por
considerarlos indignos de su persona, nunca se desató de esas cadenas
imaginarias que se impuso muy probablemente por culpa de sus padres que siempre
le dijeron que salir de fiesta estaba mal, y que lo primero eran los estudios.
Al final de su
vida universitaria, asumió él mismo una actitud muy diferente hacia el salir de
fiesta. Entonces, cuando lo hacía ya no sentía miedo, no porque no lo tuviera,
sino más bien por haberlo encerrado en lo más profundo de su ser, allí donde
también había encerrado su juventud para que no pudiera salir. Cuando salí lo
hacía como si fuera un investigador que estuviera haciendo una tesis. No salía
para disfrutar de la noche, ni para ligar o pasar un buen rato en la compañía
que fuera. Salía para vivir, y poder saber qué era eso que se llamaba fiesta. Salía
como si no lo hiciera, en cada garito que entraba con sus amigos lo hacía para
ver qué se movía por allí, qué ambiente había y qué tipo de gente les rodeaban.
Salía para poder sentir qué era eso de manera fría, sin llegar a interiorizar
todo lo que veía, oía y olía.
Por esa razón,
llegó un día en que decidió que todo lo anterior era pasado y que tenían que
cambiar las cosas. Por mucho que no le gustara salir de noche, es lo que se
lleva en el mundo actual, es lo que siempre se ha llevado en Madrid, su Madrid.
Aquella noche de noviembre salió casi sin un rumbo fijo. Sólo sabía que iría a
la zona más de moda en aquella época para la gente de su edad, para
treintañeros que van camino ya de los cuarenta y que por tanto tienen muy lejos
las edades de la tercera década de vida, a intentar disfrutar y pasarlo bien y
si podía conocer a alguien, a alguna chica, ya que también hacía mucho tiempo,
más que meses, que no dormía acompañado y que no amanecía con la sensación de
tener a alguien a su lado, aunque fuera una sensación irreal que se eliminaba
cuando la chica que se había llevado a su casa para pasar una noche de sexo,
sudor y gemidos, se levantaba, desayunaba y se marchaba casi siempre para no
volver a aparecer por aquel gran piso del centro de Madrid donde él vivía solo.
El local al que se
acercó aquella noche profunda de hacía algo más de dos años, una noche también
húmeda, en la que las luces de las farolas se reflejaban en el mojado asfalto
de las calles, era ya conocido para él. En ese mismo local había conocido a
varias mujeres con las que había terminado acostándose para liberar tensiones,
para desfogarse. Mujeres con las que había hecho el amor como los animales
simplemente por placer, sin sentir nada más que alivio físico, sin que esa
pasión desmedida llegara al alma o al corazón. Sexo sin más. Muchas de esas
mujeres también iban a ese local para lo mismo que él. Mujeres muy bellas y
hermosas. Mujeres que no tendrían ningún problema en encontrar a alguien que
las amara y que las cubriera de halagos y regalos, que las cuidara y
protegiera.
Nunca fue tampoco
muy hábil a la hora de entrarle a una mujer, y menos si eran guapas, altas,
morenas y con ojos profundos que dicen más de lo que aparentan y que escrutan
sin contemplaciones a todo aquel que se les acerca, sabiendo de ante mano si
iba a ser un imbécil o alguien con quien al final de la noche se iría para
tomar la última copa en su casa. Siempre fue muy tímido. Timidez que venía
básicamente inspirada por el miedo que sentía al ridículo, a ser rechazado por
una mujer, o no verse a la altura de las circunstancias, a no saber qué hacer
en los momentos claves. En el fondo nunca resolvió todos estos problemas, lo
que pasa es que los acabó disimulando actuando, como si fuera un actor que se
tuviera que enfrentar al más difícil personaje de su vida e interpretarlo
delante de un rey despiadado y sanguinario al que había que hacer reía para
salvar la vida. Sólo interpretando el papel que había visto hacer a sus
compañeros de universidad, a esos amigos más guapos que él, con más soltura con
las chicas, con más labia, con menos vergüenza, con más polvos a sus espaldas
en definitiva, aunque fueran polvos animales, terminó por derribar esa pared
que siempre le separó del sexo femenino y que hizo que un día terminara por dar
todo por imposible y decidir que si quería tener a una mujer en su cama en
alguna ocasión tenía que comportarse como un cretino.
Pero aquella noche
no ocurrió esto. El local en el que se adentró era el de otras muchas veces.
Los camareros, aunque iban rotando muy a menudo, y casi nunca estaban los
mismos de un año para otro, le conocían y sabían qué es lo que tomaba. Es
difícil estar en un local de ese tipo y no pedir nada que no lleve alcohol,
pero él nunca bebió nunca una gota de más. Nunca se había emborrachado, nunca
había perdido el conocimiento, no digo desmayarse, sino el conocimiento de sus
propios actos y palabras por culpa del alcohol. Ni tan siquiera el día de su
graduación de la universidad se produjo tal milagro, como lo hubieran
considerado los que por entonces eran sus compañeros y amigos de universidad.
Más difícil es aún asumir que salía de noche y no iba a beber alcohol, mientras
todo el mundo a su alrededor sí lo haría. Siempre se consideró el raro por eso,
hasta que se dio cuenta que quien no bebe alcohol siempre es fiel a sí mismo,
nunca se transforma en nadie. Por estas razones siempre intentaba hacerse amigo
de los camareros del local, de ese garito ubicado en uno de los barrios que en
aquello época más de moda estaban en Madrid.
Nada más entrar al
local cuando los camareros le veían,
sabían qué tenían que ponerle. Nunca alcohol, pero eso sólo lo sabía él
y los cómplices camareros que siempre se llevaban una buena propina por ese
pequeño favor. Favor que consistía en hacer parecer que bebía lo que no bebía.
Camuflaban de cóctel con alcohol lo que simplemente era un combinado de zumos y
licores sin pizca del líquido amando por la fauna nocturna de ese tipo de
locales. Así podía pasar por uno más y sin embargo seguía siendo el de siempre,
al menos en ese aspecto. Así pasó también esa noche en la que decidió salir y
merodear por su caía alguna presa, o terminaba él sucumbiendo a la caza de una
depredadora más hábil. Quizá porque a fin de cuentas tampoco es que hubiera
salido con mucha intención o simplemente porque le pilló desprevenido, la
cuestión es que aquella noche no se fijó simplemente en una mujer. Hubo algo
más. Algo que aquella primera vez que la vio no supo identificar por falta
absoluta de práctica en esas lides y circunstancias.
La vio en el otro
extremo de la barra, lo más lejana a él que se podía estar. Se fijó en ella
casi al final de su primera inspección visual del lugar para ver qué tipo de
gente es la que esa noche había en el local y con la que en el fondo tendría
que bregar si se terciaba el caso. No estaba sola, cosa normal pensó él,
teniendo en cuenta que destacaba entre toda la multitud. Llevaba un traje negro
bastante escotado unos tirantes que cubrían parte de sus hombros aunque no del
todo. La vio primeramente de manera fugaz. Luego reparó más tiempo en ella.
Preguntó a uno de los camareros, el más mayor con el que tenía mayor confianza,
que quién era esa chica y si había venido antes por allí. El camarero dijo que
sí había ido alguna vez pero que apenas interactuaba con ellos, pedís lo que
iba a beber, pocas veces tomaba una segunda copa y seguía coqueteando con su
acompañante de turno. Por lo que pudo inferir de lo que el camarero le había
dicho, esa chica, porque se la veía que era algo más joven que él y por tanto
en comparación con él mismo era una chica, siempre que iba a ese local lo hacía
acompañada y por tanto no iba a “cazar” a nadie como estaba haciendo él.
Esa primera vez
que la vio la fotografió mentalmente. Su figura se quedó grabada en su mente,
en sus retinas. Algo diferente a lo que siempre sentía cuando veía a una mujer
en ese local se instaló en su mente, o quizá no fuera la mente le lugar
abstracto donde se instaló ese matiz diferente a las otras veces. Su juventud
se notaba en su cuerpo, mucho más estilizado que el de las mujeres con las que
él solía acabar la noche, y en su cara. Se fijó desde la lejanía en que tenía
el pelo largo y muy probablemente castaño, aunque con la poca luz que suelen
tener esos locales bien podría ser negro azabache. La piel sin ser pálida
tampoco era de un moreno casi artificial de ese tan de moda ahora entre las
mujeres jóvenes que las lleva a gastarse un dineral en sesiones de rayos UVA
creyendo que así se ponen morenas cuando lo único que consiguen en coger una
tonalidad a piel de naranja quemada, poco natural y poco atractivo. Se pasó
toda la noche, o mejor dicho todo el tiempo que pasó ella en el local
mirándola, escrutándola.
Hubo un par de
ocasiones en que él se dio cuenta de que ella se había percatado de su
presencia, de que una mirada entre muchas que seguro se habían fijado en ella
lo llevaba haciendo toda la noche sin casi separarse ni un segundo. Sus miradas
se cruzaron varias veces, algunas de ellas simplemente por casualidad, pero
hubo una en que ambos se quedaron unos segundos, o eso le pareció a él, que no
fueron tal cosa sino décimas de segundo, apenas un instante, menos de lo que
dura un parpadeo, mirándose, como queriendo comunicarse entre ellos. Desde esa
mirada él dejó de ser tan directo en sus vistazos, pasó a mirar a las otras
mujeres del local, aunque las demás no levantaban ese sentimiento dentro de él,
esa sensación tan rara y diferente que esa noche estaba despertando ella.
Poco duró su
presencia común en el local. Ella se marchó con la persona que la había
acompañado. Pasaron ambos junto a él. Notó, sin descubrirlo por él mismo ya que
prefirió fijar la vista en su bebida para evitar que sus miradas se volvieran a
cruzas, que ella le miraba y le analizaba. En el hombre que la acompañaba sí se
fijó algo más, mientras ella, unos minutos antes había ido al baño,
probablemente a retocarse el maquillaje que llevara. Era mayor que ella, pero
lo sorprendente es que también parecía mayor que él, algo que le desconcertó
bastante. Y además no es que el hombre fuera el tipo de ella. Era un señor más
que un hombre, con la cara trabajada por el tiempo y la vida, una cara que se
notaba cansada por todos los avatares de la existencia. Una cara que mientras
ella estaba en el baño parecía decir “¿qué hago yo aquí en este lugar, con lo
bien que estaría en mi cama calentito en una noche tan fría y húmeda como
esta?”. Al volver del baño, la cara del hombre cambió y pareció rejuvenecerse.
Caronte.
*********************************************************************************************