jueves, 26 de febrero de 2015

El Vals del Emperador (II)

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Sin embargo aquella mañana gélida de Madrid que había dejado todas las fuentes de la capital totalmente congeladas, él le devolvió el beso. Sacó la pasión de no se sabe dónde y tras el primer beso de ella, tan cálido y húmedo como siempre, él la cogió por la cadera, la aceró todavía más, hasta llegar a oler el perfume de su cuello y de su pelo y la besó también en los labios, con pasión, con fuego. La besó como si no hubiera besado nunca, como si aquello que estaba haciendo en ese instante, en esos pocos segundos que sus labios estuvieron juntos y sus lenguas jugaron al escondite en sus bocas, fuera la liberación total de su alma, el primer acto de un espíritu pasional encerrado en un cuerpo racional, frío y calculador, que nunca había amado y que no sabía si aquello que llevaba ya un tiempo sintiendo era amor o simplemente atracción física. Aquel beso significó una especie de liberación mental y corporal. Fue un impulso que no pensó ni razonó, fue un golpe de pasión que sofocó todo el calor que durante muchos años había guardado dentro de sí y que aquella mañana, a punto de tomar un avión para irse a Viena a pasar el Fin de Año y disfrutar del concierto de Año Nuevo, se liberó como cuando una gran presa abre sus compuertas y el agua fluye libre.

Cuando sus labios se separaron y estando todavía muy cerca el uno del otro, tan cerca que ambos podían notar el palpitar de sus respectivos corazones: el de ella calmado, probablemente más acostumbrado a esos envites de pasión y fuego, probablemente más bregado en estas lides ya que muy difícilmente su belleza haya pasado desapercibida entre los hombres, ya fuera en el colegio, el instituto o la universidad, o posteriormente en su trabajo; el de él desbocado, acelerado por encima de lo saludable, a punto de salírsele del pecho, mandando borbotones de sangre a todos y cada uno de los capilares de su cuerpo para hacerle sentir vivo, más vivo de lo que había estado en sus casi cuarenta años de vida; todavía sintiéndose mutuamente ella le dijo:

– ¿Y esto a qué ha venido don témpano de hielo ártico?

En su voz él notó algo que hasta el momento y durante los algo más de dos años que llevaban saliendo y acostándose juntos no había percibido nunca: sorpresa. Era un sentimiento sincero, no había duda en su asombro. Ella se le quedó mirando muy fijamente, sonriéndole con la boca semi-abierta todavía, mirándolo muy profundamente a los ojos, intimidándole con la mirada. Ese asombro que a ella la dejó un poco descompuesta por lo inesperado del beso apasionado que él le había plantado en un instante de lujuria, una lujuria que nunca había visto en ese hombre tan tímido, con el pelo claro, siempre corto y con algunas entradas y con un primer atisbo de canas sobre las sienes, la dejó sin palabras, o mejor dicho intentando buscar una respuesta, una explicación racional, de esas que él siempre buscaba a todo, para explicarse ese impulso.

– ¿A qué tiene que venir? Sabes que me gustas mucho, que me vuelves loco, que cada vez que te miro deseo abrazarte, acariciarte, besarte, hacerte el amor hasta desfallecer. ¿No puedo besarte? – le preguntó él, quizá no molesto por la pregunta de ella, pero sí algo temeroso de que esa actuación suya, tan diferente a cómo había sido él siempre hasta entonces, hubiera supuesto un paso demasiado grandes y desconcertante para ella, que obviamente no se esperaba ese recibimiento tan caluroso y furtivo por su parte.
– Sí que puedes, lo que pasa es que como nunca te he visto tan impulsivo, tan visceralmente apasionado que me ha chocado. No pensaba que el señor vergonzoso y tímido al que ahora mismo estoy mirando tuviera en su interior todo ese fuego y fuera capaz de actuar de esa manera tan impulsiva y poco racional.
– Pues acabas de descubrir, al mismo tiempo que yo he de decirte, que también tengo una parte irracional en mi alma. Los témpanos de hielo terminan derritiéndose cuando se acercan a aguas cálidas, y un hay nada más cálido que tu cuerpo.
– ¡Pero qué tonto estas hecho de verdad! –. Y en ese mismo instante empezó a reírse de nuevo con esa risa que él ya había escuchado otras muchas veces y en otros muchos lugares y situaciones. Esa risa amplia, sonora y contagiosa que le hizo sonreír ampliamente, y que podía presagiar un buen Fin de Año en Viena. Antes de ponerse en marcha con sus maletas y dirigirse al mostrador donde una joven señorita ya estaba atendiendo a las personas con las que compartirían travesía aérea, ella le volvió a besar y él se volvió a dejar hacer.

Al viajar en business no tuvieron que esperar en la cola general de facturación de la compañía aérea que les llevaría a Viena. El mostrador de facturación estaba vacío, no había nadie delante de ellos por lo que directamente se encaminaron hacia él siguiendo el fantasmal zig-zag de las cintas organizadoras de las colas de espera que al no haber nadie sólo provocaban que los que se metieran en ese laberinto parecieran payasos ejecutando un número circense de larga preparación y mucha tensión. Al llegar al mostrador apareció un hombre joven y apuesto, con el consabido uniforme de la compañía aérea con la que iban a volar. Se notaba que ese tipo de compañías aéreas elegían a sus trabajadores de cara al público fijándose principalmente en su aspecto físico y en ser agradables de mirar. Este chico lo era, tanto que cuando llegaron al mostrador él se fijó en que miraba mucho a su acompañante y ella a su vez le devolvía la misma sonrisa que dispensaba a cualquier persona que se dirigiera a ella de manera amable y cordial. Quizá fueran celos, o envidia, o temor a perderla, o simplemente odio por todo aquel que fuera más joven, más guapo, más apuesto, más extrovertido y que hubiera vivido y disfrutado más de la vida que él. Lo que es verdad es que su rostro se puso rígido y mostró un seriedad que hubiera impuesto temor al más valiente de los héroes de los cómics de hacía muchas décadas.

– Buenos días, ¿en qué les puedo ayudar? – dijo el chaval.
– Hola buenas, veníamos a facturar el equipaje para el vuelo a Viena – contestó él, con el semblante serio, intentando no entablar ninguna relación más allá de la estrictamente formal.
– ¿Cuántas maletas van a facturar señor? – volvió a preguntar el muchacho levantándose de la silla en la que esperaba que algún turista se acercara a facturar o sacar la tarjeta de embarque. Al levantarse él vio cómo era algo más alto que él. Se le notaba la juventud, quizá diez o doce años menos que los que tenía él, y que tenía un cuerpo trabajado en el gimnasio, musculoso y firme, a diferencia del cuerpo ajado ya por los años que llevaba sin practicar más deporte que un par de días de natación a la semana.
– Tres. – La sequedad en el tono era ya más que evidente lo que hizo que ella interviniera, mostrando que aparte de hermosa y bella, tenía una gran capacidad para media en situaciones tensas y de anticiparse a los sentimientos de él.
– Bueno una maleta normal, y otras dos enormes que se me han ido de peso al hacerlas y que me cuesta un montón moverlas la verdad – dijo ella para intentar suavizar un poco el tono de la conversación, y hacer que él se relajara y se olvidara del chico que les haría la facturación del equipaje.
– Bueno, siempre las mujeres llevan más equipaje que los hombres. Suele ser así. Esta mañana ya he visto varios casos iguales. No se preocupe, en la bodega de los aviones cabe de todo – explicó el muchacho agradeciendo de nuevo con una sonrisa, perdida por la brusquedad de la conversación anterior, que ella le dirigiera la palabra y tomara las riendas de la conversación informal.
– Caben hasta cadáveres en las bodegas de los aviones – volvió a añadir él, con ese humor negro tan característico suyo, pero que a veces no sabía dominar.
– Tiene usted razón caballero. Si me permiten sus maletas las mando hacia las tripas del aeropuerto para que lleguen a su avión. – Tras decir esto el chico salió de detrás del mostrador y con más facilidad de la que él hubiera demostrado puso las tres maletas en la cinta transportadora que las llevaría a lo largo de un periplo desconocido hasta la bodega de la nave alada que les llevaría a Viena.
– ¿Le puedo hacer una pregunta? – preguntó ella.
– Sí, dígame señorita, las que quiera, para eso estoy aquí – contestó del muchacho de nuevo desde detrás del mostrador, sentado en la silla toqueteando el ordenador para comprobar los datos de ambos.
– ¿Se sabe si el vuelo va con retraso? Es que tenemos muchas ganas de llegar a Viena y pasar unos días juntos. – Al decir esto, se giró para mirarle a los ojos mientras el chico seguía con el ordenador, se acercó a él y de nuevo le soltó un beso en los labios. Un beso casi de quinceañeros más que de adultos.
– No señora. El vuelo va en hora, y no se prevé que vaya a haber ningún retraso. – Tras decir esto el chaval, que hasta ahora sólo la había mirado a ella desde que empezó a hablar, cambió el tono en su voz de manera casi imperceptible, y le lanzó un par de miradas a él. Miradas que parecían querer decir “menuda mujer tienes cabrón, no te lo crees ni tú”; miradas a las que ya estaba acostumbrado de tanto haber ido con ella a restaurantes donde los camareros más jóvenes que él le miraban con una especie de envidia y reproche por la gran diferencia de edad que se llevaban ambos y que parecía ser un pecado.
– ¡Qué bien! Muchas gracias. Que tenga muy buen día – le dijo ella a modo de despedida cogiendo los dos pasaportes, el suyo y el de él.
– Gracias a ustedes señora. Que tengan un muy buen día y que disfruten de su viaje a Viena. – Esto último el chico lo dijo mirándole a él e inclinando un poco la cabeza a modo de despedida.
– Gracias. – Contestó él, y agarrando por la cintura a su acompañante se fueron caminando hacia el control de pasaportes para pasar a la zona de tránsito y esperar a que se designara puerta de embarque para su vuelo.

Así, abrazándola a ella por la cintura, se encaminaron hacia la zona de control de pasaportes y se seguridad para pasar a la zona de duty free. Una vez  hubieron realizado todo lo que las normas de seguridad de los aeropuertos imponen a todos los turistas terroristas que vuelan a lo largo y ancho del mundo, a saber, quitarse el cinturón, el reloj, las pulseras y los anillos, dejar la cartera, el móvil, las monedas sueltas que siempre van sonando en el bolsillo y las llaves de la casa en la bandeja que se alejará de nosotros a través de una cinta que la hará pasar por un escáner para que los ojos de un policía experto en ignorar lo que ve decida si hay algo digno de ser considerado sospechoso o no; una vez pasaron por el arco de seguridad y él fue cacheado de manera rutinaria por una mujer que no sonreía ni aunque el mejor cómico del mundo hubiera realizado su mejor espectáculo, se dirigieron a tomarse algo en una de las múltiples cafeterías del aeropuerto.

Una de las cosas que tiene el Aeropuerto de Madrid en comparación con otros aeropuertos del mundo es que en un día claro y luminoso se puede ver a lo lejos la sierra. Aquella mañana era luminosa y clara, y por tanto desde uno de los extremos de la alargada terminal 4 se podía ver casi a la perfección la grandiosidad de las montañas de la sierra de Madrid. Montañas muchas veces ignoradas y menospreciadas por los propios madrileños que las consideran menores, si las comparan con los Picos de Europa o con el Pirineo de Huesca o Lérida. Sin embargo él nunca las consideró montanas de segunda categoría. Hace años cuando estaba en la universidad siempre terminaba polemizando, en ocasiones con amigos y compañeros, sobre esas montañas. Muchos de sus amigos las consideraban de segunda, decían que eran unas montañas sin importancia ni belleza, pequeñas, sin nada interesante, ni lugares o parajes para el recuerdo, a lo que casi siempre respondía con el mismo argumento: “¿cuántas ciudades capitales en Europa pueden presumir de tener de fondo, casi como su skyline, una gran cordillera montañosa, que en invierno suele estar coronada por la blancura de la nieve?”. Casi nadie respondía a esa pregunta, porque no hay ninguna capital de Europa en la que pase eso.

Mientras se tomaban un café en el aeropuerto, sentados uno enfrente del otro en una mesa de la cafetería veían esas montañas, con sus cumbres cubiertas de nieve, con su grandiosidad y pétrea presencia, en la lejanía, iluminadas ya por esa blanca luz de invierno que reina en Madrid en esa época y que no se encuentra en ningún otro lado del mundo. Todavía faltaba como una hora para que su vuelo saliera y pusieran rumbo a Viena, por eso estaban allí sentados haciendo algo de tiempo. Él se estaba tomando un café con leche, ella un té clásico inglés.

– ¿A qué ha venido esa actitud con el chico del mostrador de facturación? – preguntó ella.
– ¿A qué actitud te refieres? – dijo él, intentando hacerse el desentendido y el despistado, pero sabiendo muy bien qué es lo que ella quería decir.
– Pues a que por qué has sido tan serio y seco con ese chico que sólo estaban haciendo su trabajo, que es ser amable con los clientes.
– No creo que haya sido seco, simplemente no me gustaba como te miraba y punto – añadió él, un poco irritado con la actitud de ella que parecía no darse cuenta de cómo la miraban muchas veces los hombres más jóvenes que él, sobre todo cuando se daban cuenta de que iban juntos.
– ¿Y cómo me miraba, si puede saberse? Porque no creo que fuera de ninguna manera especial. – Ella ya no parecía tan irritada. Había cambiado el semblante algo serio que ponía cada vez que hablaba con él de algún asunto más serio de lo normal, para pasar a mostrar una especie de sonrisilla pícara que parecía querer decir que le gustaba verle algo celoso del resto de los hombres.
– Pues con una mirada de deseo, de querer ver más allá del vestido que llevas puesto, de querer ver aquello que sólo yo quiero que me dejes ver. Esas miradas que ponen aquellos hombres que cada vez que te miran, ya sea el chaval del mostrador de facturación o el camarero del restaurante de hace uno días, o incluso el chico que nos vende las entradas para el cine o el teatro. – Él ya sabía que la actitud de ella había cambiado en cuanto notó los celos de él, y eso él lo sabía.
– Vamos, la misma mirada que me puso hace un par de años un hombre algo más mayor que yo y que lo único que quería con ella aquella noche era desnudarme con los ojos, cosa que no pudo hacer hasta un par de ocasiones más tarde cuando por fin dije que quizá esa mirada podía llegar a ser interesante, ¿no? – Al ir escuchando esto, él bajó la cabeza y se pudo a dar vueltas con la cucharilla al café, intentando hacer ruido con ella chocándola contra las paredes de la taza.


Caronte.


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