sábado, 28 de febrero de 2015

El Vals del Emperador (III)

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Se estaba refiriendo a él, el día en que se fijó en ella por primera vez. Hacía frío y era de noche. Era un mes de noviembre y como suele suceder en Madrid las noches se daban mucha prisa por llegar y las sombras pronto dominaban toda la ciudad haciendo que las naranjas luces de las farolas arrojaran sombrar dinámicas sobre las aceras y fachadas de los edificios. Estuvo todo el día lloviendo pero a media tarde, cuando la claridad del sol ya era más bien un lejano recuerdo, el cielo volvió a abrirse a la inmensidad del firmamento. Aún así la humedad del ambiente hacía que el frío calara más allá de la piel y llegara hasta los huesos haciendo que le doliera la pierna izquierda más de lo normal que cuando simplemente iba a cambiar el tiempo. Llevaba muchos meses sin salir a divertirse un rato por la noche, y aquel día decidió que ya eran bastantes.

Nunca había tenido mucha práctica a la hora de salir por la noche, ni si quiera cuando era mucho más joven, allá por su época universitaria, que es cuando se supone que más suele salir la gente, cuando la vida y los años que vendrán quedan muy lejos del presente y no parece que vayan a llegar nunca, cuando lo único que importa es vivir el momento y no pensar en el segundo siguiente porque hay que disfrutar el que está pasando en cada instante. Sin embargo a pesar de los muchos intentos que durante todo su paso por la facultad hizo por salir y tomar con normalidad ese hecho, nunca lo consiguió. Siempre que salía, o simplemente con el mero hecho de pensar en salir el fin de semana siguiente, se le instalaba en el pecho una especie de losa de hormigón, una losa muy pesada que a medida que se acercaba el día en el que había decidido salir con sus compañeros iba creciendo impidiéndole respirar. Una sensación de angustia, de falta de aire y necesidad de respirar para no ahogarse en sus propios pensamientos, se instalaba en su cuerpo y creía al llegar el día señalado.

Terminaba saliendo e intentando estar bien, muchas veces disimulando como podía la ansiedad que sentía, la sensación de ahoga y miedo a la noche y a la transformación que suelen sufrir las personas cuando se las habla de fiesta, marcha o noche. Nunca supo estar en esas situaciones por más que lo intentó y buscó ayuda en los psicólogos. Siempre supo, por mucha ayuda que recibiera, ya fuera pagando o simplemente viendo como sus amigos le animaban para que saliera diciéndole que se lo pasaría bien, que sólo él podía llegar a librarse de esa losa que le impedía respirar y le hacía ahogarse de ansiedad, de romperla en mil pedazos y olvidarse de ella. Lo que pasa es que nunca lo hizo. Nunca dejó de sentir miedo a salir y disfrutar, a dejarse de normas no escritas de comportamiento y perder durante unas horas las composturas y formalidades y comportarse como lo que era un joven con toda la vida por delante para comportarse como debía comportarse. Nunca superó el miedo a salir y no reconocerse en los actos que realizara por considerarlos indignos de su persona, nunca se desató de esas cadenas imaginarias que se impuso muy probablemente por culpa de sus padres que siempre le dijeron que salir de fiesta estaba mal, y que lo primero eran los estudios.

Al final de su vida universitaria, asumió él mismo una actitud muy diferente hacia el salir de fiesta. Entonces, cuando lo hacía ya no sentía miedo, no porque no lo tuviera, sino más bien por haberlo encerrado en lo más profundo de su ser, allí donde también había encerrado su juventud para que no pudiera salir. Cuando salí lo hacía como si fuera un investigador que estuviera haciendo una tesis. No salía para disfrutar de la noche, ni para ligar o pasar un buen rato en la compañía que fuera. Salía para vivir, y poder saber qué era eso que se llamaba fiesta. Salía como si no lo hiciera, en cada garito que entraba con sus amigos lo hacía para ver qué se movía por allí, qué ambiente había y qué tipo de gente les rodeaban. Salía para poder sentir qué era eso de manera fría, sin llegar a interiorizar todo lo que veía, oía y olía.

Por esa razón, llegó un día en que decidió que todo lo anterior era pasado y que tenían que cambiar las cosas. Por mucho que no le gustara salir de noche, es lo que se lleva en el mundo actual, es lo que siempre se ha llevado en Madrid, su Madrid. Aquella noche de noviembre salió casi sin un rumbo fijo. Sólo sabía que iría a la zona más de moda en aquella época para la gente de su edad, para treintañeros que van camino ya de los cuarenta y que por tanto tienen muy lejos las edades de la tercera década de vida, a intentar disfrutar y pasarlo bien y si podía conocer a alguien, a alguna chica, ya que también hacía mucho tiempo, más que meses, que no dormía acompañado y que no amanecía con la sensación de tener a alguien a su lado, aunque fuera una sensación irreal que se eliminaba cuando la chica que se había llevado a su casa para pasar una noche de sexo, sudor y gemidos, se levantaba, desayunaba y se marchaba casi siempre para no volver a aparecer por aquel gran piso del centro de Madrid donde él vivía solo.

El local al que se acercó aquella noche profunda de hacía algo más de dos años, una noche también húmeda, en la que las luces de las farolas se reflejaban en el mojado asfalto de las calles, era ya conocido para él. En ese mismo local había conocido a varias mujeres con las que había terminado acostándose para liberar tensiones, para desfogarse. Mujeres con las que había hecho el amor como los animales simplemente por placer, sin sentir nada más que alivio físico, sin que esa pasión desmedida llegara al alma o al corazón. Sexo sin más. Muchas de esas mujeres también iban a ese local para lo mismo que él. Mujeres muy bellas y hermosas. Mujeres que no tendrían ningún problema en encontrar a alguien que las amara y que las cubriera de halagos y regalos, que las cuidara y protegiera.

Nunca fue tampoco muy hábil a la hora de entrarle a una mujer, y menos si eran guapas, altas, morenas y con ojos profundos que dicen más de lo que aparentan y que escrutan sin contemplaciones a todo aquel que se les acerca, sabiendo de ante mano si iba a ser un imbécil o alguien con quien al final de la noche se iría para tomar la última copa en su casa. Siempre fue muy tímido. Timidez que venía básicamente inspirada por el miedo que sentía al ridículo, a ser rechazado por una mujer, o no verse a la altura de las circunstancias, a no saber qué hacer en los momentos claves. En el fondo nunca resolvió todos estos problemas, lo que pasa es que los acabó disimulando actuando, como si fuera un actor que se tuviera que enfrentar al más difícil personaje de su vida e interpretarlo delante de un rey despiadado y sanguinario al que había que hacer reía para salvar la vida. Sólo interpretando el papel que había visto hacer a sus compañeros de universidad, a esos amigos más guapos que él, con más soltura con las chicas, con más labia, con menos vergüenza, con más polvos a sus espaldas en definitiva, aunque fueran polvos animales, terminó por derribar esa pared que siempre le separó del sexo femenino y que hizo que un día terminara por dar todo por imposible y decidir que si quería tener a una mujer en su cama en alguna ocasión tenía que comportarse como un cretino.

Pero aquella noche no ocurrió esto. El local en el que se adentró era el de otras muchas veces. Los camareros, aunque iban rotando muy a menudo, y casi nunca estaban los mismos de un año para otro, le conocían y sabían qué es lo que tomaba. Es difícil estar en un local de ese tipo y no pedir nada que no lleve alcohol, pero él nunca bebió nunca una gota de más. Nunca se había emborrachado, nunca había perdido el conocimiento, no digo desmayarse, sino el conocimiento de sus propios actos y palabras por culpa del alcohol. Ni tan siquiera el día de su graduación de la universidad se produjo tal milagro, como lo hubieran considerado los que por entonces eran sus compañeros y amigos de universidad. Más difícil es aún asumir que salía de noche y no iba a beber alcohol, mientras todo el mundo a su alrededor sí lo haría. Siempre se consideró el raro por eso, hasta que se dio cuenta que quien no bebe alcohol siempre es fiel a sí mismo, nunca se transforma en nadie. Por estas razones siempre intentaba hacerse amigo de los camareros del local, de ese garito ubicado en uno de los barrios que en aquello época más de moda estaban en Madrid.

Nada más entrar al local cuando los camareros le veían,  sabían qué tenían que ponerle. Nunca alcohol, pero eso sólo lo sabía él y los cómplices camareros que siempre se llevaban una buena propina por ese pequeño favor. Favor que consistía en hacer parecer que bebía lo que no bebía. Camuflaban de cóctel con alcohol lo que simplemente era un combinado de zumos y licores sin pizca del líquido amando por la fauna nocturna de ese tipo de locales. Así podía pasar por uno más y sin embargo seguía siendo el de siempre, al menos en ese aspecto. Así pasó también esa noche en la que decidió salir y merodear por su caía alguna presa, o terminaba él sucumbiendo a la caza de una depredadora más hábil. Quizá porque a fin de cuentas tampoco es que hubiera salido con mucha intención o simplemente porque le pilló desprevenido, la cuestión es que aquella noche no se fijó simplemente en una mujer. Hubo algo más. Algo que aquella primera vez que la vio no supo identificar por falta absoluta de práctica en esas lides y circunstancias.

La vio en el otro extremo de la barra, lo más lejana a él que se podía estar. Se fijó en ella casi al final de su primera inspección visual del lugar para ver qué tipo de gente es la que esa noche había en el local y con la que en el fondo tendría que bregar si se terciaba el caso. No estaba sola, cosa normal pensó él, teniendo en cuenta que destacaba entre toda la multitud. Llevaba un traje negro bastante escotado unos tirantes que cubrían parte de sus hombros aunque no del todo. La vio primeramente de manera fugaz. Luego reparó más tiempo en ella. Preguntó a uno de los camareros, el más mayor con el que tenía mayor confianza, que quién era esa chica y si había venido antes por allí. El camarero dijo que sí había ido alguna vez pero que apenas interactuaba con ellos, pedís lo que iba a beber, pocas veces tomaba una segunda copa y seguía coqueteando con su acompañante de turno. Por lo que pudo inferir de lo que el camarero le había dicho, esa chica, porque se la veía que era algo más joven que él y por tanto en comparación con él mismo era una chica, siempre que iba a ese local lo hacía acompañada y por tanto no iba a “cazar” a nadie como estaba haciendo él.

Esa primera vez que la vio la fotografió mentalmente. Su figura se quedó grabada en su mente, en sus retinas. Algo diferente a lo que siempre sentía cuando veía a una mujer en ese local se instaló en su mente, o quizá no fuera la mente le lugar abstracto donde se instaló ese matiz diferente a las otras veces. Su juventud se notaba en su cuerpo, mucho más estilizado que el de las mujeres con las que él solía acabar la noche, y en su cara. Se fijó desde la lejanía en que tenía el pelo largo y muy probablemente castaño, aunque con la poca luz que suelen tener esos locales bien podría ser negro azabache. La piel sin ser pálida tampoco era de un moreno casi artificial de ese tan de moda ahora entre las mujeres jóvenes que las lleva a gastarse un dineral en sesiones de rayos UVA creyendo que así se ponen morenas cuando lo único que consiguen en coger una tonalidad a piel de naranja quemada, poco natural y poco atractivo. Se pasó toda la noche, o mejor dicho todo el tiempo que pasó ella en el local mirándola, escrutándola.

Hubo un par de ocasiones en que él se dio cuenta de que ella se había percatado de su presencia, de que una mirada entre muchas que seguro se habían fijado en ella lo llevaba haciendo toda la noche sin casi separarse ni un segundo. Sus miradas se cruzaron varias veces, algunas de ellas simplemente por casualidad, pero hubo una en que ambos se quedaron unos segundos, o eso le pareció a él, que no fueron tal cosa sino décimas de segundo, apenas un instante, menos de lo que dura un parpadeo, mirándose, como queriendo comunicarse entre ellos. Desde esa mirada él dejó de ser tan directo en sus vistazos, pasó a mirar a las otras mujeres del local, aunque las demás no levantaban ese sentimiento dentro de él, esa sensación tan rara y diferente que esa noche estaba despertando ella.

Poco duró su presencia común en el local. Ella se marchó con la persona que la había acompañado. Pasaron ambos junto a él. Notó, sin descubrirlo por él mismo ya que prefirió fijar la vista en su bebida para evitar que sus miradas se volvieran a cruzas, que ella le miraba y le analizaba. En el hombre que la acompañaba sí se fijó algo más, mientras ella, unos minutos antes había ido al baño, probablemente a retocarse el maquillaje que llevara. Era mayor que ella, pero lo sorprendente es que también parecía mayor que él, algo que le desconcertó bastante. Y además no es que el hombre fuera el tipo de ella. Era un señor más que un hombre, con la cara trabajada por el tiempo y la vida, una cara que se notaba cansada por todos los avatares de la existencia. Una cara que mientras ella estaba en el baño parecía decir “¿qué hago yo aquí en este lugar, con lo bien que estaría en mi cama calentito en una noche tan fría y húmeda como esta?”. Al volver del baño, la cara del hombre cambió y pareció rejuvenecerse.

Cuando se quedó de nuevo solo en el local el camarero le preguntó si le pasaba algo. Él contestó que no, que parecía que esa no iba a ser su noche. Sin embargo, y a pesar de que no se podía quitar de la mente la cara de la chica que había visto y a la que había estado mirando desde que llegó, a pesar de que no podía pensar en ninguna otra mujer del local y solo era capaz de recordar la mirada que se habían cruzado furtivamente durante un instante minúsculo de tiempo que también pudo no existir, y del que muchas veces a día de hoy sigue dudando, la noche acabó tal como él había planeado. Acabó yéndose con una mujer un par de años mayor que él a la casa de ella que estaba más cerca que la suya y por tanto antes acabaría la noche. Hizo el amor con ella como lo había hecho otras muchas veces ya, sin terminar de acostumbrarse a ese calor humano poco sentimental y sincero, más bien animal que muchas. Tras acabar el polvo la mujer con la que se había ido y que le habría abierto las puertas de su casa y de su cuerpo, se quedó dormida. Estuvo un buen rato tumbado boca arriba, desnudo, junto a ella, sin dormir, pensando únicamente en la chica del local, en que quería volver a verla. Se marchó mientras la mujer roncaba.

Caronte.

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