La semana pasada
se conmemoró el 70 aniversario de la liberación de los campos de concentración
de Mathausen y Auschwitz por parte de las tropas soviéticas durante el final de
la IIGM. Esta conmemoración anual intenta que en las sociedades occidentales no
se olvide nunca la barbarie humana que se produjo durante todo el nazismo
contra los judíos. Pero también debe ser un recuerdo de lo que los seres
humanos podemos llegar a ser si en algún momento algo se nos tuerce en nuestro
interior. La semana pasada en el fondo representa el recuerdo del horror, el
dolor y la tragedia que asoló todo un pueblo, el judío, en Europa durante varios
años. Años negros, oscuros, de difícil recuerdo y de vergüenza para todos
aquellos que habitamos este continente, pero creo que también para cualquier
ser humano. No debemos olvidad que Hitler, y todos sus secuaces no fueron más
que seres humanos que decidieron hacer del mal su bienestar mental y físico.
Durante estos días
en los que tanto se ha hablado del Holocausto, de la barbarie nazi contra los
judíos y de campos de concentración me ha venido a la mente el recuerdo de la
visita que hice a uno de estos “huertos del horror”. Fue durante el viaje que
hice con varios amigos por Europa, principalmente por Alemania, para ir a
visitar y traernos de vuelta después de un año de Erasmus, a otro amigo que
estaba en Múnich estudiando (y que también está allí este año). Una de las
visitas que desde que decidí unirme a la aventura de irme en coche con estos
amigos a recorrer una parte del Viejo Continente, puse como imprescindible y
casi obligada fue dedicar una mañana a visitar el Campo de Concentración de
Dachau, en las cercanías de Múnich; además un amigo de la universidad, Miguel, nos
lo recomendó vivamente ya que él estuvo en Múnich el verano anterior de
vacaciones y le pareció una visita muy interesante. No hubo mucha resistencia por parte de mis
amigos y decidimos que esa iba a ser una de las visitas que haríamos durante
nuestra estancia en la capital bávara.
La visita la
realizamos el segundo o tercer día tras nuestra llegada a Múnich. Para ir a
Dachau hay que coger el coche porque, a pesar del crecimiento de la ciudad de
Múnich, todavía queda algo retirado del centro, y más aún de la zona de la
Residencia Universitaria en la que estábamos alojados en plan “okupa”. Fue Juan
Carlos quien llevó el coche hasta allí si no recuerdo mal y yo iba de copiloto
porque llevaba la dirección de la manera de llegar hasta el parking del Campo
de Concentración, porque aunque llevábamos GPS a veces éste nos jugaba malas
pasadas, y preferimos poder echar las culpas a alguien físico antes que hacerlo
a una máquina con la que no te puedes indignar dignamente, valga la
redundancia.
El día estaba
gris, totalmente cubierto, y a diferencia de cuando llegamos a la capital
bávara y de todos los días anteriores por Alemania y Europa, ya no hacía calor.
Hacía más bien frío. Entiéndase como frío aquella temperatura que impide ir
cómodamente en pantalón y manga corta, y no el frío que obliga a ir con abrigos
de plumas. Lo dicho, aquella mañana a parte de un cielo completamente
encapotado y gris, hacía fresco. Es más Ángel, nuestro amigo de Erasmus, nos
tuvo que dejar a los tres unos abrigos que ponernos porque nosotros no
llevábamos absolutamente nada de abrigo en nuestro equipaje, como mucho yo
llevaba una sudadera y un pantalón desmontable, poca cosa. De todas maneras al
ser yo el más friolero, aquella mañana yo fui el único que fui con pantalón
largo y una chaqueta que me dejó Ángel. Pero no solo estaba en cielo encapotado
sino que también había estado lloviendo y el suelo estaba completamente mojado
y lleno de charcos; sin embargo lo bueno de las carreteras alemanas es que
están muy bien diseñadas, y salvo algunos tramos a los que todavía no les
habría llegado su momento de renovación por lo general parecía como si el
asfalto estuviera seco.
Para llegar a
Dachau tuvimos que coger una de las carreteras de circunvalación de Múnich.
Como he dicho el Campo de Concentración no estaba cerca de donde estábamos
alojados, pero aún así era una visita obligada. Cuando llegamos parecía que
acababan de abrir, porque apenas había unos coches particulares aparcados y un
par de autocares con visitas de colegios e institutos. Como es lógico aparcamos
lo más cerca posible de la entrada y del centro de recepción de visitantes,
donde están la tienda de souvenirs, la cafetería y los baños, así como un
mostrador de información donde un par de jóvenes chicas alemanas con sus
correspondientes melenas rubias y sus pechos exuberantes (cito estas
características para que el lector interesado se dé cuenta de la fauna que hay
por aquellos lares) daban información den varios idiomas a quien la solicitara.
Nosotros no solicitamos información, dicho sea de paso.
El centro de
atención al visitante es una estructura moderna, muy del gusto alemán, con
materiales oscuros pero abierta al mundo para recibir la luz, la poca luz que
puede recibir mejor dicho. Este centro está fuera del recinto del Campo de
Concentración propiamente dicho, sin embargo una vez allí, en el camino de
grava que conduce hasta la puerta principal del campo uno podía sentir ya el
peso de la historia, y el ambiente trágico que sigue predominando en ese lugar.
No muy lejos del centro de visitantes se encuentra la verdadera entrada al
Campo de Dachau, un edificio no muy grande, de una sola planta y con una torre
de vigilancia de madera con sus ranuras para disparar con las metralletas
presidiendo el cuerpo de dicho edificio de entrada. Debajo de la torre de
madera de vigilancia se abre un pasadizo abovedado que conduce a los terrenos
del campo de concentración. Antes de entrar a ver el horror de Dachau y
atravesar ese pasadizo y la verja de entrada nos paramos unos minutos a ver la
zona que queda delante del edifico de entrada, en la que todavía se pueden ver
parte de las vías del tren que llevaban los prisioneros a Dachau, los últimos
metros de libertad, si es que era entonces ya libertad, de los prisioneros que
sabían cuando entraban en el Campo de Concentración pero no cuando iban a
salir, ni tan siquiera si lo iban a hacer.
Mirando los restos
de los raíles de las vías del tren me imaginé lo que un prisionero que viniera
hacinado en uno de esos vagones de ganado pensaría o sentiría. No fui capaz.
Simplemente me quedé mirando unos instantes esos trozos de hierro, anaranjados por
la lluvia y el tiempo, en silencio, mirando lo que los prisioneros también
verían a su llegada a esa estación final. Dentro de mí ya empezaba a posarse el
peso de la historia, el drama y la tragedia allí vividos por tantas miles de
personas, mujeres, niños, hombres, ancianos. Tras unos segundos decidimos
entrar en el recinto vallado del Campo de Dachau, atravesando el edificio de
entrada por su pasadizo. Yo me quedé unos metros algo retrasado de Alex y Juan
Carlos, y pude contemplar relativamente solo, ya que por casualidades del
destino y de las masas de turistas no había nadie más conmigo allí en el
pasadizo, la verja de entrada y pude leer la inscripción que presidía y preside
la entrada a la mayoría de los Campos de Concentración Nazis: “Arbeit Macht Frei” o traducida al
castellano, “El Trabajo os hará Libres”.
Una vez dentro del
recinto, ese inmenso espacio de firme de grava suelta que al andar suena y el
sonido te acompaña todo el tiempo como una musiquita repiqueteante, uno puede
sentir la soledad que la multitud allí hacinada durante años, sin saber cuál
iba a ser su futuro o destino, podía sentir. Lo peor de los Campos de
Concentración, para mí era la sensación de falsa libertad que podían dar a sus
“habitantes”. Esa sensación de estar en medio del campo, con el cielo sobre sus
cabezas, con la brisa del viento acariciando su piel, como si sólo estuvieran
en una excursión o viviendo en una comunidad. Esa sensación de libertad que
sabes que no es cierta es la que más tuvo que minar la conciencia y el alma de
los prisioneros. Ver el mundo libre y saberse enjaulados como animales
salvajes, pero con menos derechos aún que éstos.
Lo primero que me
llamó la atención allí dentro fue la gran extensión que tenía. Era un Campo
enorme, la vista casi no lo podía abarcar. Lo segundo que me chocó fue la
cantidad de excursiones escolares que había visitando Dachau. Los alemanes
conocen su pasado, y saben qué hicieron sus compatriotas con los judíos en
lugares como ese, las barbaries que hicieron, la sangre que derramaron, la
violencia gratuita que infligieron a inocentes, la crueldad que desplegaron en
unos años negros no solo ya para Alemania, que siempre tendrá esa pesada losa
sobre su conciencia colectiva como país, sino para todo un continente como
Europa. Por esto quizá yo también sentí la responsabilidad de aquello que
estaba viendo. Yo, como europeo también he de saber que lo que allí pasó lo
hicieron personas como yo que en un momento dado sufrieron algún tipo de
mutación, o que algún chip interno se les dio la vuelta. Mis amigos y yo
también teníamos que saber. Desde el momento en que estuvimos dentro el
silencio se apoderó de nosotros. Los tres a nuestra manera, juntos pero solos
con nosotros mismos, visitamos Dachau en silencio, escuchando a la historia, escuchando
el desgarrador y demoledor silencio que nuestras conciencias nos imponía.
Caronte.
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