jueves, 23 de junio de 2016

La familia se elige


Durante toda nuestra vida estamos eligiendo constantemente. Sin embargo hay algo que no elegimos y es dónde, cómo y cuándo nacemos. Es una perogrullada lo que acabo de decir pero es la más simple y real de todas las verdades que nos plantea la vida. Dicho esto, sin embargo yo sí que considero que a la familia se la escoge. Pude que lo que en este artículo vaya a exponer moleste y hiera a muchas personas y que otras muchas piensen mal de mí después de leerlo; a los primeros les digo que se acostumbren a la libertad de expresión porque si no lo van a pasar muy mal en su vida, a los segundos les anticipo que su opinión sobre mi persona me la voy a pasar por allí por donde los pantalones se desgastan antes de tanto roce.

No escogemos nacer y por tanto mucho menos elegimos donde hacerlo. Me refiero a la familia en la que nos toca amanecer en el día en el tiempo de existencia del mundo que es nuestra vida. De hecho no elegimos ni tan siquiera ser. Nos crean nuestros padres después de un “polvo” (algunos querrán llamar a ese proceso químico de engendramiento acto de amor, pero no es más que un “polvo”, hablando mal y pronto). Ese acto animal puede producirse después de una noche de excesos, loca, con alcohol, mucho, en cantidades ingentes y variedades múltiples, en los asientos traseros, o delanteros, de un coche de mala muerte; en los baños de una discoteca con olores a orines y lo que no son orines; en el suelo de una habitación de hotel a la luz de una lámpara con tulipa o simplemente a la luz de la luna que se filtra por las ventanas; en la playa llenándose de arena por todas partes de cuerpo, arena que seguirá molestando varios días después del acto; en una cama blandita, y con sábanas nuevas, de un hotel, o con sábanas ya más bien usadas de la cama matrimonial de la habitación de un piso de protección oficial. Ese “polvo” puede ser premeditado o simplemente espontáneo en el que lo salvaje sustituye a lo romántico. En definitiva somos producto de una noche de intercambios de fluidos, orgasmos, lametones, chupetones, humedades, sudor… Eso es lo que somos al principio y no lo podemos elegir.

Luego llega el momento de nacer. Llega el momento en el que un hombre o una mujer nos sacan con más o menos cariño del útero materno tras una cesárea, o somos expulsados inmisericordemente del mismo en parto natural por nuestra propia madre, harta ya de llevarnos ahí metidos durante cuarenta semanas, con sus consiguientes dolores, pesadeces, ardores de estómago, antojos varios, vómitos, tobillos hinchados y contracciones de un dolor indescriptibles (hay que tener en cuenta, lo digo para los hombres básicamente, que los bebés que nacen por parto natural salen por la vagina de las mujeres, el mismo lugar por donde se procede a echar ese “polvo” tan placentero; luego imaginémonos el tamaño que tiene que adquirir para dar paso al cabezón del bebé y el tamaño natural de esa parte tan deseada y anhelada por todo varón en el cuerpo de su pareja femenina). Esto tampoco lo elegimos.

Hasta el mismo momento en el que el doctor nos sacude el culo nada más nacer, pringados de vísceras, sangre y tejidos placentarios, para hacernos llorar y abrirnos así las vías respiratorias no elegimos. Sin embargo, desde el primer llanto sí que lo hacemos. De hecho en condiciones normales todo hombre, todo ser humano, está condenado a elegir durante el resto de su vida y por tanto está condenado a la ignorancia sobre el qué pasará y al temor a equivocarse con esas elecciones.

Por esta razón digo y me reafirmo en ello que a la familia la elegimos. ¿Cómo es posible? Porque nuestra familia no son nuestros padres, abuelos, tíos y primos. A todas estas personas a las que llamamos, desde mi punto de vista erróneamente, “familia” no las elegimos por lo que no pueden ser considerados familia. Es nuestra familia momentánea, hasta que llega el día en que realmente empezamos a elegir a esas personas a las que sí podremos llamar familia con todo el significado abstracto que esa palabra conlleva. Esta afirmación es dura y me ha llevado tiempo llegar a ella. Y cuando digo tiempo quiero decir que llevo muchos años dándole vuelta a este concepto. Para mí la familia no puede ser en ningún momento ese conjunto de personas entre las que aparecemos por arte de magia. ¿Por qué somos tan mojigatos como para aceptar ese hecho que en cualquier otro ámbito de la vida no aceptaríamos? Porque tenemos miedos, porque nos han icho que nuestra “familia” es siempre intocable, cuando creo que debería ser así.

Nacemos en un núcleo familiar con el que según vamos creciendo y desarrollándonos podemos, o no, tener cosas en común. No acepto esa premisa que mucha gente tiene como verdadera e inamovible, que dice que somos iguales a nuestros padres por el mero hecho de que son nuestros padres. No es verdad. Hay altas probabilidades, es cierto, de que según vayamos creciendo, simplemente por imitación, porque es lo más cómodo, nos vayamos pareciendo, no ya únicamente físicamente, a nuestros padres, sino también psíquicamente. Podemos adquirir sus vicios y virtudes. Podemos adoptar formas de ser, gustos y actitudes. Pero también puede pasar lo contrario. ¿Qué pasa entonces? ¿Hemos de seguir asumiendo que nuestra “familia” es aquella en la que hemos aterrizado en este mundo?

Para mí la familia es ese conjunto de personas que hacen que nuestra vida quede completa, con las que estamos a gusto, con las que un silencio no es incómodo, con las que compartimos inquietudes, formas de ver la vida, aficiones, gustos, y sobre todo algo que va más allá de cualquier otra cosa: elecciones. A estas personas no las encontramos porque sí, a estas personas que en su día formarán nuestra familia, las escogemos. Mi familia no son mis padres. Mis padres son las personas que han supuesto mi “familia” temporal, esa que me ha criado y enseñado el mundo, hasta que yo por mí mismo he ido conociendo el mundo según mi propia manera de entender la realidad, que por suerte o por desgracia no tiene por qué coincidir con la de mis progenitores. Mi familia será, son, esas personas a las que he decidido tener a mi lado de manera voluntaria.

A mis padres les quiero, pero si tengo que ser sincero conmigo mismo aunque eso me suponga cierto dolor en el fondo soy muy diferente a ellos. Tengo algunos de sus vicios, y supongo que también de sus virtudes, pero en el fondo no soy como ellos. No tengo sus mismas inquietudes, no pienso como ellos en muchos ámbitos, no comparto con ellos aficiones o gustos de verdad, y no siempre me siento cómodo con ellos. Sin embargo les quiero, pero el cariño que les profeso es diferente al que muy probablemente profesaré a mi pareja el día que tenga de eso. Ese día querré a esa persona por encima de mí mismo, la amaré, no querré nunca separarme de ella, seré un todo con ella. Eso no pasa ahora con mis padres. A mi pareja la elegiré yo entre miles de millones de personas que hay en el mundo; a mis padres, abuelos, tíos y primos me los encontré o me los he ido encontrando a lo largo de mi existencia sin tener la más mínima posibilidad de poder elegirlos. Por eso nadie me puede, nadie nos puede, obligar o hacernos pensar que debemos querer a esas personas. No son nuestra familia.

Obviamente esto es mi opinión personal y en muchos casos también estaré equivocado. Estoy seguro que hay mucha gente que sinceramente quiere a su “familia” no elegida, que en cierto modo la ama. Por desgracia, o no, yo no me puedo contar entre esas personas. Mi familia será la que yo quiera que sea, y no tiene que contar con gente de mi propia sangre. De hecho la sangre no cuenta a la hora de formar una familia, por suerte sino estaríamos hablando de incesto. Nuestra pareja la vamos buscando durante toda la vida hasta que encontramos a quien de verdad nos complementa. Por eso a veces también hay quien se queda solo en el mundo, porque no termina de encontrar a esa persona con la que compartir lo más valioso que tenemos como es nuestra vida, nuestro tiempo, nuestro propio ser.

De hecho en el fondo nuestra familia no es solo la que elegimos, porque únicamente elegimos a nuestra pareja en nuestra vida; a nuestros hijos tampoco los elegimos. Bueno, sí que elegimos tener hijos, es decir, sí que decidimos echar ese “polvo” maravilloso o no, más o menos trabajado, más o menos glorioso, más o menos disfrutado, más o menos penoso, según la pareja y lo hábiles o ágiles que sean los dos miembros que compartan el coito. Pero no elegimos a los hijos que nacerán de ese “polvo”, y por tanto se repite la historia que he comentado al principio del artículo. Nuestros hijos nacerán sin elegirlo, y caerán en nuestra ya sí familia, crecerán, les educaremos, les criaremos, y al final dejarán de ser nuestra “familia” porque elegirán la suya propia. Y esto será ley de vida, y nada podremos hacer por cambiar eso.

¿Es un pecado que un hijo no quiera a sus padres? No lo creo. Al menos yo no lo veo así. Es duro pero es lo que pienso. No pretendo, sinceramente, que mis hijos, si algún día tengo hijos, me quieran. Yo sí que los querré porque en el fondo habrán salido de una decisión mía, pero no puedo imponerles que me quieran o intentar a la fuerza que sea así. Esto no quita para que un hijo deba siempre respetar a sus padres. De hecho es lo mínimo que deberían hacer. A fin de cuentas todos somos porque nuestros padres lo decidieron. Pero de ahí a querer hay un trecho muy importante. Para mí respeto no es cariño; para mí respeto es reconocimiento de una persona, y por ello a mis padres les respeto enormemente y nunca podría hacerles daño ni de palabra, obra u omisión, como diría la Biblia.

Pero mi familia será muy diferente a lo que la mentalidad general dice que es. Mi familia no serán mis padres, ni mis abuelos, ni mis tíos, ni mis primos. A todas esas personas en el fondo las iré perdiendo con el paso del tiempo, por ley de vida. Por eso casi es mejor también no considerarlas de la familia, uno se evitaría así muchos disgustos. Sin embargo a la persona a la que elijamos nosotros para compartir nuestra vida de verdad, esa que será la primera piedra de nuestra única familia, no la perderemos a no ser que pasara una gran desgracia, y nos acompañará para lo bueno y para lo malo durante la mayor parte del tiempo que se nos ha dado y cuya duración desconocemos.

Sin embargo que nadie piense que estoy diciendo que todos estamos a condenados a tener una familia de dos. Nada más lejos de la realidad. En ningún momento he dicho que nuestra familia vaya a ser únicamente nuestra pareja. De hecho pienso todo lo contrario. Alguien que no tenga pareja también tiene familia. Yo no tengo pareja y tengo familia. Tengo a dos personas en especial a las que considero mi familia, a las que quiero mucho más de lo que a día de hoy es habitual querer a la gente. Esas dos personas no son de mi familia, por sus venas no corre la misma sangre que por las mías, pero son dos personas a las que he decidido querer con todo mi corazón. Por ello también defiendo que los amigos pueden formar parte de la familia de uno, es más son figuras, al menos para mí, más que fundamentales, básicas.

La familia como a día de hoy se entiende es un concepto equivocado. La familia de cualquier persona se va creando con la vida, con la existencia. La familia es algo tan personal y privado que no podemos estar atados por ningún convencionalismo que nos haga pensar que debemos, simplemente porque así nos ha tocado en suerte, querer a las personas a las que llamamos familia mientras somos pequeños: abuelos, tíos, primos… Nuestros padres son simplemente eso, nuestros padres, esas personas que decidieron en su día engendrarnos y traernos al mundo, las personas que nos han hecho ser y a las que debemos respeto por ello durante toda nuestra vida. Pero nadie nos debería poder obligar a quererlos con toda el alma. La familia se elige porque de lo contrario nos convertiríamos en personas ligeramente amargadas que no llegarían nunca a querer y amar de verdad sino simplemente por convencionalismos.

Si no aceptaríamos como pareja a ninguna persona impuesta desde fuera a la que jamás hubiéramos visto y con la que por muchos empeños que le pongamos no llegáramos a compartir absolutamente nada, ¿por qué debemos aceptar porque sí que nuestra familia, a la que debemos querer sí o sí, es la que nos toca en suerte al nacer? No tengo respuesta a esta pregunta. Sé que respuesta doy yo a esta pregunta, y es que en su día yo elegiré quien es mi familia y quién no. Mis padres estarán ahí siempre, sino en persona, sí su recuerdo. Pero mis padres, o mis abuelos, o mis tíos y primos, no tienen por qué ser sí o sí mi familia. A mi familia la elegiré yo. Seré únicamente yo quien decidirá a quién querer y con quien compartir de verdad mi vida hasta el día que expire mi último aliento en este mundo, y jamás impondré a mis hijos que tengan que quererme con locura toda su vida porque ellos no decidirán que yo sea su padre, será algo que les tocará en suerte. Aunque esto ya es otro tema mucho más esotérico y metafísico, que entra dentro de la filosofía; de momento me quedo con esta reflexión quizá dura de más en la que digo que la familia se elige.

Caronte.

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