lunes, 31 de marzo de 2014

Principios y finales

Y en el principio nacemos y con nuestra muerte llega el final. Estos son el punto inicio y la meta de nuestra vida. Vida jalonada toda ella de otros muchos principios y finales, muchos de los cuáles se escapan a nuestra capacidad de elección e incluso no nos damos cuenta que los vivimos. El diccionario María Moliner da las siguientes definiciones: principio, acción de principiar (comienzo, iniciación); final, punto de una cosa o de una acción tras el cual ya no o se hace más de esa cosa o esa acción. Una vez que he sido exacto dando la definición precisa de lo que es un principio y un final, la realidad es que cada persona tiene su propio concepto de estos términos. Cada uno entendemos como principio o final de algo, cosas muy diferentes según nuestras propias vivencias personales.

Como he dicho al principio nuestro nacimiento marca el principio de nuestra vida. Este principio no está en nuestras manos elegirlo, viene y ya está, y sólo cuando empezamos a tener uso de nuestra razón, avanzados ya los años, entendemos nuestro nacimiento como el principio de nuestra vida. Esta concepción de principio de nuestra vida, llega con los años, una vez se ha madurado y se comprende que nuestra vida constituye simplemente un periodo de tiempo ínfimo en la humanidad. Como todo período de tiempo, nuestra vida no es eterna, al menos a nivel terrenal, otra cosa muy distinta es lo que venden las religiones, una vida más allá de la terrenal, donde hoy no voy a entrar, como decía, nuestra vida no es eterna y tiene un final. Sin embargo y a diferencia de lo que pasa con nuestro principio, nuestro nacimiento, de nuestro final no tendremos nunca constancia de que se produce. La muerte nos llega y debemos aceptarlo, pero no sabremos si estamos muertos o no, solo nuestros seres queridos podrán saber que nuestro punto final fue tal o cual día, nosotros simplemente entraremos en el sueño eterno que muchos poetas predicen. Por mucho que queramos saber cuándo llegará nuestro final, sólo el destino lo sabe; incluso alguien que decida acabar con su vida antes (o no) de tiempo suicidándose, aceptando la inviolabilidad del destino, tampoco sabrá si ese ha sido su punto final o no. Sabemos cuando iniciamos nuestra andadura por este mundo, pero no cuál será nuestra meta, cuando terminaremos esta carrera de obstáculos que es la vida.

La vida y la muerte, son principios y finales sobre los cuáles no podemos decidir. No son los únicos. Sin embargo hay otras muchas cosas sobre las que sí podemos decidir tener un principio y/o un final. Una de las primeras cosas que decidimos, ya de semi-adultos, es la carrera que queremos estudiar, y decidimos sobre cuándo empezarla, otra cosa ya es saber cuándo la vamos a terminar y poner punto final a nuestro periplo universitario. Otro principio sobre el que sí podemos decidir es, sobre cuándo iniciar un viaje, y además en este caso también podemos elegir cuándo terminarlo. En el fondo son las situaciones y experiencias vitales, las únicas sobre las que sí podemos elegir cuando iniciarlas, y en casi todos las casos cuando ponerles en punto final. Son casi todas situaciones relativamente poco importantes en nuestra vida, de su principio o final no depende nuestra verdadera felicidad, basada fundamentalmente en aspectos y hechos sobre los que no tenemos capacidad alguna de decisión.

Hay principios y finales que dependen de terceras personas sobre las que no tenemos posibilidad de influir. Un ejemplo claro de esto es la vida de los políticos. Un político sólo podrá comenzar su andadura en la vida pública si sale elegido en unas elecciones, y pondrá punto final a la misma por la misma razón, si los ciudadanos le retiran su apoyo. Sólo hay una excepción a esto, y se da en los EEUU en el segundo mandato de un presidente, éste sabe cuándo es el punto final de su presidencia, porque está estipulado en su constitución. En el fondo, esto es algo parecido también a un examen de conducir para obtener el carnet, sabes cuál es el principio del mismo pero no cuando acabará y mucho menos con qué resultado. Sobre estos principios y finales, no se puede hacer gran cosa sino esperar a que se produzcan y estar preparado para los inesperados finales, aunque por mucho que puedas intuir un final nunca se está lo suficientemente preparado.

Los principios y finales más duros, sin lugar a dudas, son los que dependen de nosotros mismos y de que nos demos cuenta de cuándo empezar, y a su vez de cuándo llega el final de algo. En el amor por ejemplo ocurre esto. Una relación de pareja es algo que incumbe a dos personas, y por tanto para que haya un principio en una relación, ambas personas interesadas deben estar de acuerdo. No basta simplemente con que una de las dos personas desee empezar una relación con la otra, esto no es suficiente, la otra persona también tiene que querer dar comienzo a la relación. Es cierto que en las relaciones de pareja, no siempre es posible establecer un principio concreto y exacto, es complicado medir ese punto de inicio: la primera cita, el primer beso, la primera vez que se hace el amor. ¿Cuál es exactamente el principio del amor? Es posible que un chico considere que su amor por una persona, y por tanto su relación con ella, da comienzo el mismo día que la ve por primera vez. En este punto creo que cada miembro de la pareja establece un principio propio en la relación, y ambos principios son el mismo al fin y al cabo. En el amor, todos queremos que haya un principio, pero no que haya un final. Sin embargo los finales, en el amor, también existen. Algunos llegan con la muerte, y ahí se acaban; si bien es cierto que hay amores que ni siquiera la muerte es capaz de vencer, y duran mientras uno de los miembros de la pareja siga con vida. Pero también es verdad que los finales existen, y en el amor éstos son muy dolorosos, sobre todo si uno de los dos no quiere que llegue, o no lo ha visto venir. Es en este punto donde más duele darse cuenta del final, porque éste además no suele ser abrupto como un acantilado frente al mar, sino que puede alargarse en el tiempo sin siquiera mostrar signos de estar llegando. Si para que el amor se materialice en una relación, son dos personas las que se tienen que poner de acuerdo para que haya un principio, sin embargo para que haya un final en una relación sólo se necesita que una de esas dos personas lo quiera así. Eso es lo duro del final en el amor, que muchas veces no podemos evitarlo por nosotros mismos, ya que es la persona a la que amamos la que decide que ha llegado el final. El amor es como un carro del que es necesario que tiren dos personas a la vez, en el momento en que una de ellas deja de tirar el carro deja de avanzar, porque la otra persona no es capaz sola de vencer el peso del carro. El amor es cosa de dos y ambos tienen que buscar dar comienzo a una relación, y son ambos los que si se aman deben evitar que haya un final en esa relación. Sin voluntad, en el ámbito del amor, no hay principio y por tanto tampoco un final. Quizá sea lo mejor para no sufrir, pero sin amor no hay vida.

En la amistad también se da una situación muy parecida a la que he expuesto en relación a las relaciones de pareja, con las oportunas diferencias claro está. Amistad y relaciones de pareja, por ser ambas relaciones entre dos personas, tienen sus similitudes, y en ambas se necesitan dos personas para que haya un principio y sólo es necesario una para que exista final. Sin embargo hay un pequeño matiz a todo esto y es que en la amistad, no siempre se da uno cuenta de donde está el principio, a veces un amigo se hace con la convivencia, otras veces por compartir gustos y aficiones, y casi siempre sin darse uno cuenta. Para mí la amistad es uno de las relaciones personales más intensas de cuantas se dan en nuestra vida, y por tanto debe ser una de las más sinceras y sobre todo sagradas, ya que se suele poner mucha confianza en un amigo y si esta es alguna vez traicionada, el dolor es muy profundo. Así como un amigo se hace con el tiempo y cuando quieres darte cuenta esa persona, que en un principio era compañero de clase o de academia, ha pasado a ser tu amigo o amiga; si el principio de la amistad es algo difuso (aunque a posteriori siempre hay un primer recuerdo en el que se supone empezó la amistad entre dos personas) el final puede ser muy rápido, y de un día para otro te das cuenta que esa persona a la que has considerado tu amigo, y has querido como un hermano, ha traicionado tu confianza y te ha fallado, y es en ese preciso instante cuando la amistad puede llegar a tornar incluso en odio. Es en ese momento cuando la amistad llega a su fin. Los finales en la amistad no son recuperables como lo pueden llegar a ser en una relación de pareja, cuando un amigo te falla y te deja tirado cuando más lo puedes necesitar se acaba todo porque se quiebra la confianza, puntal fundamental de la amistad. Sin ese puntal llega el final y no hay retorno.

No existen, a lo largo de la vida de las personas, principios y finales comparables a los que se dan en las relaciones interpersonales. De éstos te acuerdas siempre. Siempre queda en la memoria el primer amigo que se tuvo, o el primer enemigo público número uno; la primera chica con la que haces el amor siempre permanecerá en tu corazón por muchos años que pasen, a no ser que los susodichos estén lo suficientemente borrachos para que su disco duro se autoformateé, en ese caso no cuenta ese acontecimiento; siempre estará presente en uno mismo la primera vez que cortó con una novia, su primer punto final en una relación, o su primera cita. Y esto es así porque todo lo que tiene que ver con las personas está indiscutiblemente ligado a los sentimientos, a no ser que seas un falso y te relaciones con la gente simplemente para aprovecharte de ella (gente miserable que creo que es minoría, aunque conozco un ejemplo claro del que alguna vez hablaré). Todo lo que tiene que ver con los sentimientos tiene un principio ilusionante, mientras que sus finales suelen ser muy amargos, a veces muy duros, incomprensibles incluso.

No he querido hablar aquí de los principios y finales que a lo largo de nuestra vida son casi testimoniales, porque creo que esos en el fondo son casi intrascendentes, aunque no por ello poco importantes: siempre se puede citar como imborrable el principio del partido de fútbol entre España y Holanda en el pasado Mundial de Fútbol de Sudáfrica del año 2010, momento en el cual España se paralizó y todos los cerebros de los españoles (los que tienen claro) prestaron atención únicamente a las televisiones, y sus corazones hervían de nerviosismo e ilusión, sentimientos que se transformaron en euforia desmedida y desbocada, cuando el árbitro (por cierto menudo cabrón) pitó el final del partido que nos convirtió en Campeones del Mundo de Fútbol (claramente mucho más importante que ganar un compatriota gane un Premio Nobel). Tampoco me he querido referir a los principios entendidos como normas morales y éticas que cada persona puede tener, porque ese es un campo mucho más complejo y que da para muchos debates, los cuáles siempre generan controversia.

Los principios y finales son acontecimiento que nos encontraremos constantemente en nuestras vidas, y tendremos que ser capaces de enfrentarnos a ellos por mucho vértigo que nos den. Hemos de ser capaces de saber darnos cuenta de cuando nos topamos con un principio de algo importante para poder sacar todo el provecho del mismo y guardarlo siempre en nuestro recuerdo. También, si por desgracia llega un final de esos amargos, debemos saber recuperarnos pronto del mismo por si se cruza ante nosotros otro principio, de estos finales indeseables y dañinos siempre hay que aprender para poder evitar llegar otra vez en el futuro a otro final semejante. Principios y finales son esenciales en nuestras vidas, porque en el fondo nuestra propia vida se basa en ellos porque como dije al comenzar este post: Y en el principio nacemos y con nuestra muerte llega el final.


Caronte.

jueves, 27 de marzo de 2014

Aguas rápidas, fría nieve, montaña silenciosa (Parte IV)

Y al tercer día el Sol volvió a hacer acto de presencia en Llavorsí. Por fin pudimos disfrutar de un despertar soleado entre las frías montañas leridanas. El Sol volvió para despedirnos ya que aquella sería la última mañana que nos despertaríamos rodeados de la paz y el silencio que proporcionan las montañas. La primera misión nada más despertarnos y quitarnos las legañas generadas durante la noche, fue rehacer nuestras maletas, guardar todo lo que tres días antes desempaquetamos ilusionados por la aventura que iniciábamos, y que aquella mañana debíamos volver a empaquetar ya sin ilusión alguna. Ilusión que fuimos perdiendo poco a poco conforme pasaban los días en Llavorsí, viendo como poco a poco se acercaba la hora de volver a nuestras casas. Días que se pasaron volando, tan rápidos que a mí no me dio tiempo de darme cuenta de que se pasaban y que por desgracia el día de la vuelta estaba cada vez más cerca. No me quería volver a Madrid, a la vida anodina de mi casa y mi rutina. A la rutina de la soledad.

Una vez tuvimos todo guardado en nuestras maletas, lo segundo que hicimos fue decidir qué íbamos a hacer por la mañana antes de emprender el camino de vuelta a la capital del reino después de comer. Entre las varias opciones que barajábamos, la escogida fue la de hacer un poco de senderismo, lo que el tiempo y la nieve que sabíamos que había caído durante la noche anterior, nos dejase. En ese punto fue donde el espíritu aventurero y de boy scout de nuestro guía se puso a trabajar como una perfecta máquina de vapor con todos sus engranajes girando a la perfección. La opción elegida nos condujo hasta un valle próximo a Llavorsí pero algo más al norte, el Valle de Espot. Una vez aparcamos el coche en un aparcamiento de tierra, convertida en barro por efecto de la nieve que empezaba a derretirse bayo los cálidos y constantes rayos del sol, emprendimos la marcha de ascensión. En un principio queríamos llegar hasta el Lago de San Mauricio que da nombre a uno de los parajes naturales más impresionantes de España, como es el Parque Nacional de Aiguas Tortas y Lago de San Mauricio, uno de los pocos sitios donde la mano del hombre no ha llegado todavía, y si lo ha hecho ha sido para que todos podamos contemplar la magnificencia y la fuerza de la naturaleza en todo su esplendor.

La carretera, más bien camino, de ascensión que nos debería haber llevado hasta el Lago de San Mauricio, estaba bastante impracticable la verdad, era muy difícil caminar por ella debido a la nieve y al hielo que cubrían el asfalto de la misma. Hielo y nieve que en sucesivas nevadas se acumulaban a ambos lados del camino, movidos sin duda por la mano del hombre. El valle por el que subíamos poco a poco tiene orientación este-oeste, y la carretera discurre como una serpiente pegada siempre al flanco sur del valle, por esta razón por muy soleados que estuviesen los días debido a la gran altura que la montaña tiene por esta zona de los Pirineos hace prácticamente imposible que la fuerza que el sol empieza a tener por estas fechas (mediados de marzo) sea capaz de vencer la fría nieve y convertirla en la dulce agua que llena los ríos de la zona. A medida que seguíamos avanzando, la pendiente de la carretera se hacía cada vez más empinada. El camino cada vez se hacía más cuesta arriba y a mí cada vez me costaba más seguir el ritmo del resto de la expedición, por eso me quedé el último e intenté llevar un ritmo constante pero sin pausa. Yendo el último, y a ratos a cierta distancia del primero de la compañía, pude contemplar de manera mucho más tranquila y sin ningún apremio el valle por el que transitábamos. La inmensidad de aquel valle pirenaico era gigantesca, rozaba la brutalidad. La belleza que la nieve confería al mismo rozaba casi lo impúdico. La nieve, la blanca y fría nieve de la montaña, como el azúcar glas espolvoreado encima de las rosquillas caseras que hace mi abuela, daban a la montaña un aire más amable camuflando la dura roca con la que la montaña suele vestirse cuando el viejo y cascarrabias señor invierno decide irse a otras partes del mundo. No sólo pude contemplar la belleza de la inmensidad de la montaña. También al ir algo alejado de mis amigos pude escuchar el silencio de la montaña, un silencio más sonoro que cualquier ruido de ciudad. Un silencio que invade todo tu ser y te llega a dominar. Un silencio que a diferencia del silencio de muerte de los cementerios, transmite vida y fuerza. Nunca había sido capaz de comprender qué era el silencia hasta aquel día, cuando comprendí que el silencio no es lo que uno experimenta en un examen en la universidad, o de noche en tu casa; el silencio está en uno mismo y sólo en lugares como el Valle de Espot, ese silencio es capaz de proyectarse desde lo más profundo de nosotros para rodearnos y dominarnos. El silencio tranquilo de la montaña. El silencio apacible de nuestro interior. Son el mismo silencio. Silencio que me hizo recordar momentos pasados, vividos con gente, en especial una persona a la que un día consideré y llamé amigo, que por desgracia (o suerte, según se mire) me falló en momentos en los que necesité apoyarme en él, no encontrando ese apoyo, persona que por cierto formaba parte de nuestra compañía.

Mientras ese silencio se hacía presente dentro y fuera de mí, la ascensión seguía su curso. Al fin llegamos a un párking, o eso se supone que era ya que estaba completamente cubierto con algo más de medio metro de nieve. En este punto decidimos que hasta el lago iba a ser imposible llegar y que lo mejor sería avanzar un poco más, si estábamos con ganas. Y ganas teníamos. Íbamos a continuar por la carretera pero nuestro conductor vio entre la nieve la que parecía un sendero que se alejaba del camino principal, y que apenas se distinguía ya que estaba oculto bajo un palmo de fría nieve, nieve por otro lado totalmente virgen ya que nadie había pasado todavía por allí aquel día. A pesar de que a mí no me parecía buena idea seguir un sendero semioculto por la nieve que no sabíamos a ciencia cierta dónde llegaba, la mayoría es la mayoría y se decidió seguirlo a ver hasta donde llegaba. La verdad es que mereció la pena seguir el sendero, que se encaminaba entre los pinos, cuyas ramas reverenciaban nuestro paso debido a la nieve que las hacía inclinarse hacia el suelo. El sendero nos llevó hasta un río, un río bebé, el Escrita, que bordeamos cierto tiempo hasta llegar a un puente, donde decidimos que debíamos dar la vuelta. Pisar aquella nieve virgen daba hasta apuro, no quería perturbar la quietud del valle y de aquel paraje que seguro llevaría días sin ser visitado por nadie. Era como entrar en la intimidad de la montaña, del bosque de pinos. Como si entráramos en la habitación de un bebé cuando su madre le estuviera dando de mamar. Caminar por aquel sendero fue como descubrir un secreto vetado a la mayoría; pero velar aquel secreto, perturbar aquella paz nos permitió contemplar uno de los sitios más hermosos que recuero haber visto. Un paisaje recogido, íntimo. Un paisaje del que fuimos privilegiados observadores.

El descenso hasta el coche se hizo más rápido que la ascensión, pero también más peligroso, ya que el hielo podía jugarnos malas pasadas y acabar con nuestros traseros doloridos. El paso de las horas y el ascenso del sol en el cielo habían cambiado el paisaje del valle. La ladera norte del mismo ya dejaba ver la dura roca que la nieve había cubierto durante la mañana, y pequeñas cascas de despeñaban por los escarpados riscos de las montañas, como si varias saetas hubieran hecho diana en el cuerpo de la montaña y hubieran hecho manar su sangre. Una vez alcanzamos el coche, pusimos marcha a nuestro último objetivo unos búnkeres de la guerra civil en el pueblo de la La Guingueta d'Àneu. En concreto eran don construcciones militares de vigilancia y posible defensa, enclavadas en un punto estratégico de comunicación con Francia, y construidas al pie de la montaña, únicamente vulnerables por uno de sus lados. Los búnkeres estaban bajo tierra, la entrada era poco más que una pequeña brecha por la que apenas cabía un hombre (los más delgados lo pasaban mejor para meterse dentro), y el habitáculo de vigilancia era una pequeña y claustrofóbica estancia en la que cinco personas como los que formábamos nuestra expedición cabíamos bastante justos. El estar dentro de aquello vestigios del peor episodio de la historia de España, me hizo sentir pena por los sucesos que seguro ocurrieron por aquella zona y por los miles de muertos que la Guerra Civil provocó, pero también me hizo experimentar un sentimiento de reconocimiento de saberme en un lugar que quizá debería estar en los libros de historia y que, guste o no forma parte de la historia de nuestro país.

Cominos encima de los búnkeres, contemplando por última vez las montañas que nos habían cobijado los últimos tres días. Tras haber comido, llegó el momento que al menos a mí no apetecía que llegase, el momento de marcharse, de volver a Madrid. Es duro cambiar aquel paisaje que habíamos disfrutado en paz por la rutina diaria de una capital tan vertiginosa como Madrid. Todavía más duro para mí sería volver a la universidad, a la Escuela, el sitio al que ya por entonces sabía que no pertenecía ni pertenecería nunca porque eso no era lo mía. Sin embargo más duro fue pasar aquel viaje con cuatro amigos que, en apenas unas semanas, pasarían a ser tres, y no saber si la decisión de alejarse de ese a quien consideré mi amigo era acertada o no (con el tiempo me voy dando cuenta que sí fue acertada, aunque haya días en que piense lo contrario y en los que me gustaría poder seguir llamándole amigo, o al menos compañero). Nada más montarme en el coche me quedé un poco traspuesto, como dice mi madre, es decir me entregué a la dulce tradición española de la siesta, aunque sólo un ratito.

Como en todos los viajes, la vuelta se me hizo más corta que la ida. Ya no había nervios, ni tensión. Ya no había nada que hacer, salvo volver al día siguiente a la vida normal. Lógicamente el viaje de vuelta no lo hicimos del tirón, y para que nuestra despedida de tierras catalanas no fuera tan brusca decidimos dar un poco de vuelta con el coche y alargar un poco nuestro viaje a costa de admirar los bellos paisajes de la provincia de Lérida. Una de las paradas que hicimos para que, sobre todo los hombres de la expedición, cambiáramos el agua al canario, fue en el Monasterio de las Avellanas. Una antigua y muy bonita construcción románica reconvertida en hotel rural. También pasamos cerca del pueblo de Balaguer, y desde la carretera pudimos adivinar su magnífica iglesia típicamente catalana, con su campanario de forma octaédrica. Otra de nuestras escalas fue pasada Zaragoza, fue ahí ya cuando de verdad me di cuenta de que aquello se acababa, que aquellos cuatro días increíbles, en los que me lo pasé tan bien, se habían acabado para no volver, tan sólo mis recuerdos, archivados en mi memoria, serían capaces de rememorar aquéllos días. La noche nos cayó encima en Medinaceli (Soria), y Guadalajara nos recibió ya con sus luces encendidas para vencer la oscuridad de la noche que empezaba. Y con noche cerrada ya llegamos a Alcalá de Henares, donde mi coche nos aguardaba para tomar el relevo, ya que la valiente dama y el quinto miembro de la compañía vivían como yo en Madrid, y hasta allí me tocaba a mí acercarles. A la valiente dama la dejé en Avenida de América donde la recogía su padre. Al último miembro de la compañía le llevé hasta su casa, en ese trayecto se produjo, si no recuerdo mal la última conversación “entre amigos” que tuve con quien un día llegué a querer como a un hermano (error fatal). Una vez le dejé en su casa, puse rumbo a la mía donde me esperaba mi madre con un poco de cena y muchas ganas de que la contara que tal había ido el viaje.

Y con esto se acaba esta aventura. Aventura que no hubiera sido igual sin los diferentes miembros de la expedición que participaron en ella. Sin nuestro querido conductor de Guadalajara, sin cuyo coche no hubiéramos podido llegar tan lejos y tan bien conducidos, sin la alegría y vitalidad que aportaba la valiente y bella dama que puso un toque femenino y agradable en la aventura, y sin los consejos y ánimos de nuestro experimentado guía que nos llevó a descubrir paisajes tan hermosos como salvajes, sin todo esto como digo yo no me lo hubiera pasado tan bien como me lo pasé. El tiempo también me ha ayudado a madurar aquella experiencia y a verla como lo que fue única, y difícilmente repetible en el futuro.

FIN

PD: Me gustaría dedicar estos cuatro post que han constituido mi narración, desde mis propias experiencias personales, del viaje que realicé a los Pirineos a R.G.T., P.G.R., y a A.G.S. Ellos saben quiénes son. Sin vosotros aquello no hubiera sido igual.


Caronte.

martes, 25 de marzo de 2014

Gracias y hasta siempre Presidente

Hoy Madrid, se he levantado gris, amagando lluvia, presagio de la tristeza que ha supuesto para gran parte de la sociedad la pérdida del primer presidente democrático tras la dictadura franquista, aquel que comandó la Transición española. Ayer domingo falleció Adolfo Suárez González, Duque de Suárez, caballero de la insigne Orden del Toisón de Oro, primer presidente elegido democráticamente en España desde la II República, en una verdadera democracia. Dejando a un lado los títulos y honores que a posteriori se le concedieron, ayer se nos fue una de las grandes figuras de la vida pública y política española, un hombre que supo dejar a un lado sus ideas, sin renunciar a ellas, para anteponer a sus intereses los de la ciudadanía de un país que anhelada libertad, una libertad que durante casi cuarenta años había estado secuestrada por una dictadura militar.


Tengo 22 años, nací el mismo año en que Suárez decidió dejar la vida política después de su enésimo fracaso electoral en 1991. No puedo hablar con verdadero conocimiento del personaje de Suárez, como estos días han hablado políticos de todo signo político e ideologías, o como los periodistas que le conocieron e intercambiaron palabras con él por los pasillos del Congreso de los Diputados. Voy a hablar simplemente como un joven al que le gusta la política, aunque esté desencantado con ella, y que ha querido saber quién fue esa persona que tanto se nombraba en las clases de Historia del colegio y del instituto. Por lo tanto todo lo que diga lo haré con la mayor humildad de la que soy capaz, teniendo en cuenta que nunca podré hablar de un personaje tan grande como Suárez con el conocimiento que se merece.

Todos aquellos que nacimos después de que en España se dejara atrás una dictadura de cuarenta años, y que tras una Transición se consiguieran poner las bases de un país lleno de libertades, creo que no sabemos valorar cuán de importante fue Adolfo Suárez. La figura de Suárez, no siempre fue tan respetada y alabada como parece haber sido estos últimos días. Desde que el pasado viernes su hijo Adolfo Suárez Illana, anunciara que a su padre le quedaban poco más de 48 horas de vida, gran parte de la sociedad española (entre la que me encuentro) ha estado pendiente del estado del ex−Presidente recordando su figura y su obra, y valorando la importancia que tuvo en que España se convirtiera en una democracia, imperfecta como todas, pero en una democracia al fin y al cabo. También es cierto que ha habido una parte importante de españoles a los que el estado de salud del Presidente Suárez les ha dado igual porque lo único que querían era ver el partido de fútbol Madrid-Barça (allá cada persona con sus prioridades). En estos días todo el mundo que conoció al Presidente le ha alabado, incluso aquellos que propiciaron su caída y los que en su día le llamaron traidor y le dejaron solo cuando cayó. Muestra de la miserable condición del ser humano que sólo es capaz de alabar a alguien cuando ya no está entre nosotros y no puede agradecer esas alabanzas.

La Transición no fue tarea de una sola persona, es cierto, pero Suárez fue la pieza clave que con el inestimable y constante apoyo de SM el Rey, llevó a cabo el desmontaje del Régimen Franquista desde dentro del propio régimen, sin violencia, usando las propias leyes franquistas, sin prisa pero sin pausa. Suárez supo ver que solo desde dentro y con diálogo y mucha mano izquierda se podía acabar con una dictadura que ya estaba siendo demasiado larga. Sólo mediante el consenso, hablando con todos, y todos implicaba legalizar al PCE, hecho que tuvo lugar tras largas y secretas conversaciones entre Suárez y Carrillo, otra de las piezas clave de la Transición, un sábado santo cuando los cuarteles estaban vacíos de mandos militares que pudieran aguar el acontecimiento. Pasito a pasito, Suárez consiguió tumbar un régimen que parecía anquilosado en la sociedad y del que los españoles no se iban a librar nunca, pero lo consiguieron gracias en gran parte al Presidente Suárez. A Suárez y obviamente al Rey Don Juan Carlos, sin él tampoco se hubiera pasado de una dictadura a la democracia imperfecta como todas que hoy disfrutamos. No soy un experto en la Transición, sólo se lo que di en clase en el colegio y el instituto, y lo poco que he leído por mi cuenta siempre teniendo en cuenta que en España tenemos un defecto congénito y es que nunca conseguiremos contar la Historia tal y como fue, siempre se contará desde uno u otro bando según convenga; debido a esto muy probable que diga alguna que otra barbaridad, pero lo que sí sé es que sin Suárez, el Rey, Carrillo y otras personas más algo más desconocidas (cardenal Tarancón por ejemplo) no podríamos estar disfrutando de las libertades que a día de hoy damos por vitalicias, pero que costaron mucho conseguir.

Costó mucho conseguir las libertades de que ahora disponemos. A algunos sectores de la sociedad (económicos, civiles y militares) los cambios que el presidente Suárez estaba llevando a cabo, y sobre todo el ritmo tan vertiginoso con que se estaba desmontando todo el régimen anterior, no gustaron mucho. Tanto es así que el 23 de febrero de 1981, un grupo de Guardias Civiles, muchos de ellos engañados, asaltaron el Congreso con el teniente coronel Antonio Tejero al mando dando un Golpe de Estado, que por unas horas llevó a los corazones de los más ancianos tiempos casi olvidados, tiempos de miedo y de no saber qué podía pasar. Sin embargo Tejero no fue más que un mero teleñeco, una marioneta, de los grandes gerifaltes que estaban detrás del Golpe, Armada y Milans del Bosch entre otros. Estos militares estaban escocidos porque estaban perdiendo el poder que durante cuarenta años habían ostentado, generando miedo a la población. Pero apareció Suárez, un civil “de provincias”, y Gutiérrez Mellado, un militar, uno de los suyos, que se pusieron manos a la obra para desmontar el franquismo y encerrando a los militares en los cuarteles que es donde tienen que estar. Esto no gustó a la jerarquía militar, o a una parte de ella, y ocurrió el Golpe de Estado. Las balas volaron sobre las cabezas de los diputados del Congreso, y se estrellaron sobre el techo del hemiciclo haciendo saltar partes de la escayola del mismo que cayeron sobre las espaldas de los diputados que, como es lógico, estaban en el suelo hechos un ovillo y rezando, implorando que esa pesadilla que estaba viviendo acabara rápido. Sin embargo Suárez, no se tiró al suelo, ni él, ni Gutiérrez Mellado, ni Carrillo. Carrillo porque había vivido una guerra y un largo exilio vigilando siempre sus espaldas; Guitiérrez Mellado por ser un militar superior a Tejero se levantó e intentó ponerle bajo su mando; y Suárez porque era el presidente de todos, ese político “de provincias” que no iba a permitir que el trabajo que tanta soledad le reportó se fuera por el sumidero de las cloacas de los cuarteles por cuatro nostálgicos descerebrados, y si tenía que sacrificar su vida,, que nadie dude que lo habría hecho. Aquella tarde/noche del 23 de febrero de 1981, cuando se tenía que estar votando la investidura de Calvo-Sotelo como nuevo presidente tras la dimisión de Suárez, éste pasó a formar parte de la leyenda y la historia de España. Aquella noche Suárez pasó de ser simplemente el primer presidente de la democracia a ser El Presidente.

A parte del Golpe de Estado frustrado, el Presidente Suárez fue maltratado por el destino y la vida. Tuvo que soportar una larga y muy dura enfermedad como es el Alzheimer, que hizo que los últimos diez años de su vida los pasara encerrado en su casa familiar en Madrid, acompañado de sus seres queridos que le cuidaban y le daban todo el cariño que España, o mejor dicho las instituciones españolas y los políticos siempre le negaron. Quizá la enfermedad también le evitó ver una España que veía como cada vez tenía políticos y líderes más ineptos, que casi tiraban por la borda todo el trabajo llevado a cabo en aquellos años tan duros y complicados como fueron los de la Transición. Suárez fue ante todo un hombre de estado, un hombre que puso por delante las libertades de las personas que la permanencia en el poder de una serie de estructuras que se habían enquistado en la sociedad y que era necesario desmontar. Suárez tuvo que vivir cómo su mujer y luego su hija padecieron una larga y cruel enfermedad llamada cáncer que, tras diez años de penosa lucha contra ella, terminó llevándose a ambas. A su mujer Suárez todavía la pudo llorar, pudo sentir su marcha, sin embargo a su hija ya no. El Alzheimer ya estaba haciendo estragos en el Presidente y cuando su hijo mayor le dijo Mariam, hija mayor del Presidente Suárez, éste preguntó: “¿Quién es Mariam?”. ¿Alguien puede imaginar algo más duro?

A parte del dolor generado por la enfermedad y las muertes de su mujer e hija, Suárez tuvo que vivir muchos años viendo cómo la Democracia que él trajo a este país, bueno mejor dicho sus instituciones y los políticos que vivían de ella, le ignoraba. Tuvo que ver cómo nadie le agradeció públicamente lo que había hecho por España. Durante muchos años fue un apestado, nadie quería ni verle: los de su bando por considerarle un traidor, y los del bando opuesto por no comulgar con sus ideas. Sólo pasados muchos años, le llegaron los honores, entre ellos el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1996. Sólo cuando la enfermedad que padecía se hizo cada vez más patente, fue cuando los políticos que otrora le pusieron verde, le dejaron sólo dándole la espalda y haciéndole caer, los que se pusieron a alabarle aguardándose en que Suárez no podía contestarles porque no sabía ya siquiera quién era él mismo.

A pesar de que los honores institucionales le llegaron, tarde pero le llegaron, fue la sociedad la que nunca olvidó quién fue y qué hizo, y siempre se lo hizo saber. Estos últimos días, desde que se hijo anunciara que al Presidente le quedaban poco más de 48 horas de vida, ha sido la sociedad la que más muestras de afecto ha mostrado. Durante la capilla ardiente que se estableció en el Congreso de los Diputados una gran multitud de personas anónimas mostraron sus respetos a este Grande de España, y a su familia, guardando colas kilométricas que a mí cuando la vi in situ hizo que se me pusieran los pelos de punta y un nudo de emoción en la garganta. La sociedad ha sentido mucho la pérdida de este gran político. Las banderas a media asta, que hasta el ambulatorio del barrio más pequeño de Madrid ha puesto en su fachada, muestran simbólicamente el estado de ánimo de una sociedad que tanto ha sentido su pérdida.

La muerte de Suárez además ha conseguido un par de cosas buenas, en tiempo en que no abundan. A su muerte el Presidente Suárez ha sido capaz de reunir a todos los políticos, sea cual sea su ideología y signo político, sin broncas ni acusaciones; ha conseguido que los tres ex presidentes vivos de la democracia estén juntos y no revueltos, charlando incluso como amigos (aunque intuyo que esto sólo fue teatro). Sin embargo, y como suele pasar en este país donde nos cuesta mucho reconocer el éxito ajeno e intentamos desprestigiarlo de cualquier manera incluso rastreramente, también ha salido a la luz la miseria política que por suerte (o por desgracia) el Presidente Suárez se ahorró ver en sus últimos años. Los políticos que hoy día nos gobiernas han dejado ver su poca altura de miras, su cinismo y su ruindad, y para ejemplo tres casos de lo que estoy diciendo: la Alcaldesa de Madrid ha decidido nombrar (a título póstumo lógicamente) Hijo Predilecto a Suárez, ¿es que no se le pudo dar este reconocimiento cuando todavía su enfermedad no le había hecho olvidarse de quién era?; el Gobierno le ha otorgado el Collar de la Real y Distinguida Orde de Carlos III, ¿tampoco se pudo hacer antes?; el Ayuntamiento de San Sebastián, gobernado por Bildu (partido pro-asesinos y filoetarra), ha decidido no poner la bandera a media asta, ¿no se acuerdan que sin Suárez ellos no gobernarían la ciudad?; el Presidente de la Generalidad de Cataluña, en la capilla ardiente de Suárez, realizó unas declaraciones sobre su particular cortina de humo (independencia de la Comunidad Autónoma Catalana), ¿alguien le ha enseñado a este señor educación? Todos estos ejemplos muestran el nivel político que a día de hoy hay en España. Deprimente.

Sólo me queda Señor Presidente, agradecerle todo lo que hizo por España. Sin su entrega, trabajo constante y dedicación, tesón y su inquebrantable voluntad de diálogo, la Transición no hubiera sido posible, al menos sin violencia, y por tanto hoy en día no podríamos estar disfrutando de la democracia que tenemos, y que algunos se empeñan en querer cambiar para acomodarla a sus ideas. Nunca los españoles le estaremos lo suficientemente agradecidos por todo lo que hizo y por los años que dedicó a trabajar por la libertad y la democracia. Espero, Presidente Suárez que en el futuro haya gente que le tenga por ideal político, me da igual la ideología, y que la clase política vaya mejorando siguiendo su ejemplo, aunque me parece que esto es pedirle peras al olmo.

Me gustaría despedirme de usted sr. presidente con unos versos que usted citó el día en que tenía que ser confirmado como presidente del gobierno:

Está el hoy abierto al mañana
mañana al infinito
Hombres de España:
Ni el pasado ha muerto
Ni está el mañana ni el ayer escrito.


Adiós y gracias Presidente Suárez.


Caronte.

domingo, 23 de marzo de 2014

Aguas rápidas, fría nieve, montaña silenciosa (Parte III)

La segunda mañana amaneció en Llavorsí como la primera, igual de silenciosa y fresca, pero en esta ocasión el cielo estaba gris, encapotado, y una fina lluvia caía sobre las empedradas calles del pequeño pueblo leridano. La verdad es que me desanimó un poco que el cielo estuviese tan gris. Ese día teníamos pensado dedicarlo a hacer turismo al uso, es decir coger el coche y visitar Andorra la Vieja y la Seu D’Urgell, y si nos diera tiempo algún pueblo más. A pesar de que el día no acompañaba cogimos el coche y nos encaminamos hacia nuestro pequeño país vecino, El Principado de Andorra, donde los defraudadores de hacienda y los ladrones de guante blanco encuentran su paraíso terrenal.

El viaje en coche fue toda una aventura pues teníamos que pasar de un valle al de al lado, y para ello teníamos que ascender por la montaña. La carretera, aunque en buen estado de conservación, era serpenteante, apenas tenía tramos rectos, era una curva tras otra, enlazadas como los aros olímpicos. Una carretera no apta para quien se mareé en el coche o no aguante un poco de movimiento de tiovivo, aunque más que tiovivo la carretera se parecía más a una montaña rusa. El quinto miembro de la expedición, con la excusa de que marearse en los coches se pasó todo el viaje yendo cómodamente en el asiento del copiloto, mientras que nos dejaba al resto ir en los asientos traseros enlatados como sardinas en escabeche, sólo al final del viaje de vuelta a Madrid, parece que se dignó a sentarse atrás, por eso de que así ya no se le podía echar en cara que hubiera ido todo el rato delante.

A pesar de los sube y baja de la carretera, de las empinadas rampas de subida, con sus consiguiente descensos después, de las curvas, algunas de ellas muy cerradas, el viaje se me hizo muy ameno y pude disfrutar del paisaje, mejor dicho, del paisaje que la lluvia, la niebla y la nieve nos dejaban ver. He de reconocer la pericia del conductor en esta parte del viaje, la verdad es que disfruté mucho de la carretera aunque fuera en los asientos traseros, en ningún momento pasé miedo, y eso que la carretera y las condiciones climatológicas invitaban a ello.

A medida que nos acercábamos a Andorra, las montañas se erguían todavía más orgullosas e imponentes, alzándose hacia el cielo como queriendo tocarlo. Estábamos en el corazón de los Pirineos.

Desde pequeñito mis abuelos hablaban de Andorra como un lugar donde tenías que parar el coche en la frontera para que lo registraran, y tenías que esperar colas para pasar por la aduana. Hablaban de Andorra como si se tratara un país lejano, raro, extraño, donde los españoles íbamos a comprar productos de todo tipo porque estaban más baratos que en España. Andorra era ese pequeño país que en Eurovisión siempre nos daba 12 puntos (ahora ya ni eso). O al menos eso recuerdo yo. Sin embargo cuando llegamos nosotros a la frontera aquello estaba completamente desierto, simplemente había un coche de la guardia civil y otro de la policía andorrana. Los edificios que otrora servían para realizar los registros y el sellado de pasaportes languidecen hoy en día prácticamente vacío, usados simplemente de manera testimonial, como ejemplos en pie de un pasado donde las fronteras, aunque mera líneas trazadas en trozos de papel que los líderes del mundo llaman mapas, eran una realidad física que separaban países.

Antes de llegar a Andorra la Vieja, capital del pequeño país, tuvimos un pequeño despiste de situación. Una vez aparcado el coche, pagado el parquímetro las horas correspondientes, y empezado a caminar por las calles de lo que creíamos Andorra la Vieja, nos dimos cuenta que estábamos en otro pueblo. Cinco personas que se supone van a ser ingenieros de caminos, la élite de la sociedad (o eso se ha vendido siempre) no sabían donde se encontraban. En fin, muy triste. Una vez subsanado el error, y ya sí en Andorra la Vieja, empezamos a visitar la ciudad (o pueblo grande, como queráis). En el fondo Andorra la Vieja, no es más que una calle llena de tiendas de todo tipo llenas de turistas o gente de las localidades vecinas tanto francesas como españolas, comprando relojes, tabaco, ropa de deporte, etc. Entregado a la vorágine compradora, y para cumplir la tradición de comprar algo en Andorra con lo que poder presumir a la vuelta en Madrid, y también porque mi cumpleaños estaba al caer, yo me compré un reloj (muy bonito por cierto). No fui el único de los miembros de la expedición a la que pertenecía que se compraron algo, nuestro amigo el conductor se compró un par de cuchillos o algo por el estilo (prefiero no acordarme porque era delito introducirlos en España), y la valiente dama también se compró un reloj. Nuestro guía no cayó en el espiral consumista en que nos vimos envueltos y simplemente nos acompañó en nuestras compras como mero espectador. Del quinto miembro del grupo la verdad es que no sé si compró o no, me hubiera gustado acordarme de ello o saberlo, pero por entonces su actitud me empezó a cansar mucho, se relacionaba con todos de manera normal menos conmigo, con quien parecía que prefería no tener contacto alguno. Mala suerte. La comida la solventamos en un restaurante de comida rápida, tampoco quisimos mirar mucho más. Después de comer fuimos a por el coche para encaminarnos de vuelta a Llavorsí, y para por el camino en algún sitio que nos pareciera interesante.

En el camino de vuelta decidimos parar en la Seu D’Urgell, provincia de Lérida. Esta pequeña ciudad, o pueblo grande, fue en su día un muy importante punto de poder traducido en que es sede episcopal y tiene Catedral. La verdad es que no vimos mucho de esta ciudad, por falta de tiempo y porque en el fondo estábamos todos muy cansados, además estaba volviendo a llover. Lo que sí nos dio tiempo fue a admirar, aunque solo fuese por fuera la Catedral, un frío y sobrio edificio de piedra, con aires de fortaleza medieval que preside la plaza principal. Tras el pequeño paseo por los alrededores de la Catedral, decidimos entrar en el Parador Nacional para tomarnos un café. Esta fue la primera vez que yo me he tomado algo en un Parador, y la verdad es que seguramente repetiré en el futuro, porque la experiencia me resultó muy agradable, aunque no pueda tener la misma compañía que entonces.

Tras reposar un poco el café y hacer un poco de sobremesa, ya sí pusimos rumbo directo a Llavorsí. La verdad es que el día gris estaba pudiendo con nosotros, lo que no pudo conseguir el río el día anterior lo iba a conseguir el tiempo tan desapacible que estaba haciendo, la lluvia, el frío y la humedad que hacía que el frío te fuera calando hasta los huesos. Sin embargo, la victoria es dura de conseguir y todavía el clima no nos había vencido del todo. Antes de deponer las armas al día gris y al frío, decidimos batallar entre nosotros, en este caso a bolazos de nieve. Resulta que de vuelta a nuestro castillo de Llavorsí, en lo más alto de la carretera que nos llevaba de vuelta, decidimos parar para poder admirar un poco la tan deseada nieve que fuimos buscando a los Pirineos a la salida de Madrid. La batalla fue memorable, acabamos en tablas como buen grupo de amigos que éramos, y en gran parte somos; el parte de guerra se saldó con ninguna baja, ningún herido de gravedad, varios bolazos a traición en la nuca (donde más desprotegido queda el cuerpo del guerrero) y la constatación de que todos teníamos una puntería pésima. Escribiendo estas líneas y viendo las fotografías de la batalla, me doy cuenta de que fue el momento que más disfruté del viaje. Nunca hasta entonces había podido decir que me había tirado bolas de nieve con mis amigos, y ya casi rozaba los 22 años. Este recuerdo hubiera sido completamente feliz si después de este viaje hubiera seguido teniendo como amigos a todos los que participamos en aquella escaramuza bélica. Si bien es cierto que me alegro de batallar con tres de los miembros de la expedición (nuestro guía, nuestro conductor, y la valiente dama) mucho más de lo que unas pocas palabras pueden expresar, también lo es que a veces preferiría no haber compartido dicho viaje con el quinto miembro de la expedición (aunque también es cierto que hay días en que me pregunto cómo se llegó hasta no dirigirnos la palabra).

Antes de volver a Llavorsí, decidimos ir a ver un pueblecito por el que ya pasamos tanto a la llegada a los Pirineos como haciendo rafting: Gerri de la Sal. Llegamos a este encantador y, porque no decirlo, misterioso pueblo cuando ya apenas quedaba claridad en el cielo. Los faroles de las calles de Gerri de la Sal se estaban encendiendo, lo que hizo que nuestras propias sombras nos acompañaran en la rápida visita que teníamos pensado hacer. Cruzamos el puente que el día anterior vimos desde el propio río y nos encaminamos hasta la Iglesia de Santa María de Gerri, situada al final de un camino de tierra, barro después de aquel día lluvioso, sin ninguna farola. La iglesia tenía un aire de misterio, quizá dado por la hora que era, por la lluvia que había caído durante todo el día o simplemente porque estábamos solos ante aquella construcción en piedra. Aunque pequeña esta iglesia era hermosa; estaba coronada por una espadaña y un atrio de entrada que imponía respeto por la quietud que en él reinaba. Adosado a la iglesia, en su lado derecho había un cementerio, pequeño y recogido, en él sólo nos adentramos nuestro guía y yo, quizá buscando un poco de paz y tranquilidad, algo de recogimiento e intimidad. Intimidad que a veces sólo los que ya no están pueden brindarnos. Ese cementerio y aquella iglesia, cada vez que los recuerdo se me ponen los pelos de punta, y un escalofrío termina por recorrerme la espalda. Dejamos la iglesia atrás cuando ya apenas había luz, y eran las sombras las que empezaban a adueñarse del mundo. Cuando llegamos a Llavorsí ya era noche cerrada, y lo único que nos apetecía era descansar.

Tras las respectivas duchas, preparamos la cena. Aquel día cenamos antes de lo normal, teníamos bastante hambre, y queríamos recuperar fuerzas. Tras la cena jugamos un poco a las cartas, al póker concretamente. Echamos un buen rato, en el cual a una de los miembros de la expedición le salió una vena capitalista más propia del Tío Gilito que de una bella y valiente dama como ella. Fue una especie de Dr. Jeckyll y Mr. High, pero las aguas volvieron rápido a su cauce. Tras la partida de póker, decidimos, más por compromiso que por ganas ver una película, “Infiltrados”. Sin embargo y al contrario que el día anterior cuando vimos “La vida de Brian”, en esta ocasión casi caímos todos en brazos de Morfeo, yo la aguanté a duras penas ya que es una de mis películas favoritas y una de las pocas películas de Escorsese, de su última época, que soporto. En esta ocasión, nuestro guía y la bella dama se entregaron desde el principio a las profundidades del sueño, mientras que el resto por momentos sucumbíamos a los brazos de la noche y nos relevábamos a la hora de dar cabezadas en el sofá. Así pasó el último día completo que pasábamos en Llavorsí. El día siguiente, aunque amaneceríamos allí, ya nos acostaríamos en nuestras cálidas y añoradas camas en Madrid, Guadalajara y Alcalá de Henares. Pero eso ya es para la próxima.

Continuará…


Caronte.

jueves, 20 de marzo de 2014

Aguas rápidas, fría nieve, montaña silenciosa (Parte II)

La primera noche se me pasó volada. El sueño que tenía, junto el cansancio derivado de un viaje tan largo y cargado de emociones y nervios fueron los culpables que nada más meterme en la cama me entregara a los designios de Morfeo. Bueno esto no es del todo cierto. Antes de dormirme me tuve que acostumbrar a los tremendos ronquidos que mi compañero de litera prefería. Estoy seguro que ni las trompetas del juicio final, ni las que tiraron abajo las murallas de la bíblica Jericó, sonaban como aquellos tremendos bufidos (dicho todo esto desde el más absoluto cariño y aprecio que tengo hacia este magnífica persona). Lo bueno es que iban acompasados, tenían ritmo, y gracias a eso y a los tapones para los oídos me pude dormir. Superados estos inconvenientes, ya sí pude dormir del tirón hasta la mañana siguiente.

Y llegó dicha mañana. Lo que más me llamó la atención fue el silencio reinante, no solo ya en la propia casa, sino también en el pueblo. El silencio de la montaña, gracias al cual sabías que estabas allí. Nunca había experimentado tal silencio, en Madrid es muy complicado levantarte por la mañana y que haya silencio, siempre hay un murmullo en la calle. En Llavorsí no lo había. Sólo se escuchaba el silencio. No fui el primero en levantarme, mi compañero de sueño, ya estaba despierto preparando el planning de aquel día. El objetivo principal del viaje era hacer rafting en el río Noguera Pallaresa. ¡Quien me hubiera dicho a mí hacía unos años que me iba a ir a hacer rafting y a pasar un fin de semana con amigos, a un pueblecito en pleno pirineo leridano! Qué vueltas más increíbles da la vida. Con posterioridad al viaje, me di cuenta de que una de las personas con los que lo hice, cargado de ilusión, resultó no ser amigo, sino un falso. Cosas de la vida.

Una vez se levantaron el resto de miembros de la expedición, desayunamos. Antes de ir a hacer rafting, tuvimos que preparar las provisiones para la aventura acuática, y nada mejor para recargar fuerza en mitad de ella que un bocadillo de beicon frito y queso. Para hacer tiempo antes de que llegara la hora de irnos hacia el sitio desde donde saldríamos río abajo, el resto de los compañeros de viaje decidieron ponerse a jugar un rato. Yo no me sentía con ganas y me senté en el sofá. Me quedé dormido, totalmente sopas, hay fotos que lo atestiguan (fotos sacadas a traición que conste). No sé si fue porque tenía sueño (creo que no porque había dormido bastantes horas y bien dormidas), o porque estaba completamente cagado de miedo ante lo que me esperaba. Supongo que la segunda opción era la correcta. No es que tuviera miedo, porque entre todas las actividades de cierto “riesgo” que hay en el amplio catálogo de los dementes deportistas, el rafting era la única que realmente siempre quise hacer. No me preguntéis por qué. Simplemente siempre me llamó la atención.

Pues me quedé completamente dormido. Por suerte, me desperté antes de pasar la vergüenza de que alguno de mis amigos me llamara. Llegó la hora. Bajamos hasta las instalaciones desde las que debíamos partir. Una vez allí, y presentados a los monitores, nos dieron la equipación (o disfraz de morcilla, como queráis). Un traje de neopreno bien pegadito al cuerpo para que no pasara ni una gota de agua (me río yo de esto), unas botas también de neopreno y un chaleco salvavidas, a parte de un remo para cada uno y la balsa para todos. En la balsa, barca, o como quiera que se denomine la lancha neumática sin motor en la que nos subimos, íbamos a parte de mis amigos y yo mismo, dos parejas más, y el monitor. El monitor merecería un largo comentario a parte, simplemente diré que he conocido muy pocas personas con esa fuerza vital y esas ganas de divertirse que este hombre tenía, para ser tan bajito y parecer tan mayor. Una cosa curiosa también de nuestro monitor, es que mientras los que íbamos remando las pasándolas canutas, intentando no caernos a las gélidas aguas del río, él iba fumándose un pitillo, tan pancho.

Una vez pertrechados con nuestro equipo acuático, o disfrazados de morcillas, como algunos entre los que me incluyo íbamos, empezó la aventura. Toda la mañana y parte de la tarde estuvimos metidos en la barca. Al timón el monitor, lógicamente, a estribor cuatro miembros rasos de la tripulación, los mismos que a babor, y uno más en la popa ya que éramos nueve las personas que íbamos en la barca. Los primeros metros de río, y los primeros rápidos que íbamos pasando fueron más que nada una primera toma de contacto con el río. Y vaya toma de contacto. El agua no estaría a más de cinco grados, y se notaba. Por mucho neopreno que lleváramos, y muchas botas cuya intención fuera protegernos e impedir que entrara el agua, el agua entró y nos caló los pies, por lo menos a mí. Al principio el frió fue casi mortal, nunca había notado algo tan frío, sin embargo como el contacto fue tan continuado, el frío tornó rápidamente en fuego y durante unos minutos los pies ardían, hasta que llegabas a no sentir nada. Los nervios no notaban ya diferencia entre frío o calor, estaban completamente dormidos, como la propia alma de la montaña, simplemente sabías que los tenías al final de las piernas porque los veías.

Una vez superados los primeros golpes que nos dieron las gélidas aguas de aquel río que la tarde anterior parecía apacible, y los primeros nervios al estar en una barca más inestable que un bebé dando sus primeros pasos, llegó la hora de divertirse intentando remar. Cada vez que llegábamos a una zona de rápidos, el corazón se me desbocaba porque la lancha se movía sin control alguno, se retorcía, quedaba prácticamente a merced de la voluntad del río, por mucho que nos esforzáramos todos en obedecer al monitor y remar hacia derecha o izquierda según nos dijera. Era inútil. A veces el golpe que la lancha se daba contra las rocas, o contra la propia superficie del agua, rota por la violencia del cauce, era tal que el interior de la lancha se llenaba de agua. Había ocasiones en que la persona a la que le tocaba ir en popa, y “descansar” de remar, ya que nos íbamos turnando, desaparecía totalmente bajo el agua, ya que esa parte de la lancha se sumergía en el agua. Un par de mis amigos les tocó ir en popa en esas situaciones. No les envidio, por mucho que dijeran que fue increíble. Lo cierto es que lo era. A mí me tocó ir en popa en una zona de relativa calma, sin rápidos bruscos, o caídas fuertes. Pero también tragué agua, y me mojé bastante. Pero dicen que el agua fría ayuda a no envejecer.

En más de una ocasión estuvimos a punto de perder a algún miembro de la tripulación, por suerte se pudo evitar. En un par de ocasiones fue un amigo mío el que casi se vio sumergido en las aguas glaciares del Noguera Palleresa, pero al final se pudo agarrar a las cuerdas de la lancha y evitar el chapuzón. Viendo que nadie se iba al agua por más saltos y rápidos que pasábamos, el monitor decidió buscar el accidente. Cada vez que podía nos llevaba por la zona más violenta del río, buscando que la lancha se encabritara, y cual caballo salvaje terminara por desmontar a alguno de nosotros. Yo me lo empecé a oler y cada vez que veía que el monitor nos acercaba a la zona chunga del rápido me preparaba para la embestida. Sin embargo pasó algo muy curioso, y es que tanto buscó que alguno de nosotros cayera al agua, que al final el que se dio un baño en esas cristalinas aguas fue él. Esto fue gracioso, pero sólo cuando se volvió a subir a la lancha, porque hasta que lo hizo nos quedamos sin timonel, y entre nosotros todavía no había ningún barbarroja para dominar la embarcación. Todo acabó en una divertida anécdota.

A mitad de jornada, paramos para descansar y recuperar fuerzas para la segunda mitad de la aventura. En el descanso nos comimos los bocadillos de beicon que hicimos por la mañana y que nos llevó una furgoneta que nos había estado siguiendo todo el tiempo desde que partimos río arriba. Además desde esta furgoneta nos fueros haciendo fotos. Fotos que muestran la primera parte de la travesía cuando todavía estábamos frescos y con fuerzas, a medida que fuimos avanzando, evitando caídas, dejando de sentir nuestras extremidades, las fuerzas empezaron a desaparecer y solo quedaban las ganas. Una de las peores cosas que recuerdo de aquella aventura fluvial, era que las manos se me pusieron moradas, del mismo tono que una lombarda, cada dos por tres me ponía a dar palmas, como un gitano encima de un tablao flamenco, pero sin guitarras de fondo. Gajes del oficio, si se quería disfrutar del rafting había que pasar esa penitencia.

Tras el descanso para comer reanudados la marcha. Ni diez minutos tuvimos de descanso. En esta segunda parte pasamos a ser siete los tripulantes de la lancha, más el monitor, ya que una de las parejas que venían con nosotros no habían contratado el descenso completo en rafting. La segunda etapa de nuestro descenso fue más tranquila en general, aunque los rápidos eran mucho más violentos que en la primera parte. Ya eran unos rápidos de cierta entidad, con muchas rocas, ramas de árboles, y sobre todo muy largos, durante los cuales había que mantener la tensión todo el tiempo porque si no podías terminar dándote un baño, que no te apetecía darte. En uno de estos largos rápidos, yo estuve a punto de caerme al agua, pero para evitarlo solté el remo que llevaba y me agarré a la balsa. En un primer momento pensé en no decir que había perdido un remo, pero al final lo dije y tuvimos que frenar nuestro avance para buscarlo. Dio la casualidad de que el remo se había metido en un remolino de agua cerca de unas rocas que impedían que saliera a la superficie, estuvimos unos minutos esperando a que apareciera. A mí la verdad es que daba un poco de vergüenza por haber sido el único al que se le había caído el remo, pero al menos los allí presentes me recordarán como el cobarde que tiró el remo al agua para salvarse del gélido chapuzón, ¡con un par!

Nuestra aventura acabó pasado el pueblo de Gerri de la Sal, tras haber pasado bajo su puente. La verdad es que fue uno de los momentos más bonitos que recuerdo subido a aquella lancha, básicamente porque sabía que estábamos acabando, estaba muerto de frío y de cansancio, y lo único que ya podía hacer era contemplar el magnífico y grandioso paisaje que nos rodeaba por los cuatro costados. Al acabar tuvimos que sacar nosotros mismos la lancha del agua y cargarla al remolque de la furgoneta que nos llevó de vuelta a Llavorsí.

Una vez dentro de la furgoneta, remontando el río como si fuéramos salmones camino del desove pero al contrario que éstos nosotros por el duro y abrasivo asfalto, por aquella carretera que no se separa nunca del río a quien acompaña en gran parte de su curso pudimos al final descansar después de una larga travesía fluvial jalonada de tensión por remolinos y rápidos. En ese trayecto me salió todo el cansancio acumulado durante la jornada. Nadia hablada dentro de la furgoneta, el silencio me volvió a hacer recordar donde estábamos y qué habíamos hecho aquel día; pensaba en que si no hubiera conocido a las personas con las que iba en la furgoneta no estaría allí y no lo hubiera pasado tan bien haciendo rafting (aunque a con el tiempo a una persona me hubiera más gustado no conocer). En la tranquilidad que proporcionaba la furgoneta pude al fin recuperar aquellas imágenes que mi mente había cogido desde la lancha pero que no pude disfrutar por tener que estar pendiente del río: los árboles que acercaban sus ramas al cauce como queriendo beber de aquellas aguas, las rocas depositadas por gigantes en medio de la corriente, las altas y escarpadas montañas que se erguían en ocasiones a ambos márgenes del río empequeñeciéndolo. Toda había pasado ya. Volvíamos a Llavorsí, muertos todos de cansancio, algunos incluso dando alguna pequeña cabezada, todos muertos de frío. Un frío que fue entonces cuando más cruel se mostró. El estar dentro del agua había hecho que se enmascararan sus efectos gracias a que llevábamos pies y manos congeladas. Una vez fuera, nuestros pies y manos debían recobrar su estado natural, el calor corporal tan anhelado en ciertas ocasiones. La congelación fue rápida y casi no se notó, pero la descongelación fue dolorosa. Mis manos me ardían como si estuviesen puestas en la parrilla de San Lorenzo a merced de un fuego invisible. Pronto pasó el dolor y mis manos dejaron atrás el color morado para recobrar su tonalidad normal. Ya habíamos llegado de vuelta a Llavorsí. Lo primero que hicimos fue darnos una ducha. Por fin agua caliente. Vida de nuevo.

Antes de volver al piso, cogimos las fotos que nos habían estado haciendo durante la travesía. Una vez de vuelta a casa cenamos, y descansamos al fin en el sofá. Estábamos muertos, al menos yo, pero sacamos fuerzas para intentar ver una película: “La vida de Brian” de los Monty Piton. Poco duraron algunos viéndola, entre ellos nuestro guía que claudicó pronto a los designios de Morfeo, y también la valiente dama cuya cabeza terminó reposando en mi hombro, convertido momentáneamente en cómoda almohada dispuesta para su reposo. Nunca había visto la película y la verdad es que aunque graciosa, no estuvo a las expectativas que tenía yo de ella. Terminada la proyección cada mochuelo volvió a su nido, dispuestos a aprovechar cada minuto de la larga y oscura noche para descansar todo lo posible y afrontar el día siguiente con fuerzas y ganas. Y Morfeo, envuelto en la manta de la noche nos envolvió a todos.

Continuará…


Caronte.

domingo, 16 de marzo de 2014

Aguas rápidas, fría nieve, montaña silenciosa (Parte I)

La noche ya se estaba abriendo paso entre las altas cumbres de los Pirineos leridanos. Las sombras cada vez se alargaban más hasta que desaparecían cubriéndolo todo. La poca claridad que quedaba nos dio la bienvenida a Llavorsí, un pequeño pueblo de calles empinadas y estrechas por las que apenas cabía un coche, y esquinas cubiertas con placas de hielo con las que tenías que tener mucho cuidado si no querías dar con tus huesos en el suelo. Nuestra casa rural se encontraba en el centro del pueblo, en un edificio antiguo aunque reformado con las máximas comodidades que el siglo XXI también ha llevado hasta estos remotos valles pirenaicos. Las farolas terminaban de encenderse y nosotros empezábamos a instalarnos.

Hace ya un año de aquella escapada montañera que realicé con tres amigos y una amiga, muy valiente por cierto por irse ella sola con cuatro chicos a un pueblo aislado de los Pirineos. Hace un año, pero parecen muchos más en mi memoria. Parece que haya pasado mucho más tiempo. La primera jornada de aquel viaje empezó pronto por la mañana en Madrid, donde yo me tenía que encargar de recoger a dos de los miembros de la expedición hacia el norte, a mi valiente amiga y a alguien al que un día consideré y quise como un hermano pero que a la postre hubiera preferido no tener que recoger nunca. Desde Madrid nos dirigimos los tres hasta el punto de encuentro con los otros dos miembros del grupo: nuestro chófer y nuestro guía, ambos buenos aventureros, sin los cuales esta aventura que comenzaba en aquel momento no hubiera sido igual.

El viaje iba a ser largo, teníamos que atravesar media España para llegar al corazón de los Pirineos, por eso la música era imprescindible. Cada miembro de la expedición eligió veinte canciones de su gusto para llevar en el coche, y una vez mezcladas todas irían sonando para amenizar nuestra larga marcha al norte. Aún así, el viaje fue tan largo que dio tiempo a que se escucharan de nuevo alguna que otra canción. Gracias a esta amalgama de canciones pude descubrir algún que otro grupo u género musical que tras el viaje se incorporaron a mi propio repertorio.

Paramos a comer en la ciudad de Lérida, o Lleida como la llaman en el dialecto local. No nos complicamos la vida y fuimos a un restaurante típico ya en cualquier ciudad española, un wok. Después de comer, una vez recuperamos las fuerzas y descansamos, hicimos acopio de vituallas, para poder pasar las tres noches que íbamos a pasar en Llavorsí comiendo bien. Si el coche iba ya hasta arriba con nuestros respectivos equipajes y sacos de dormir, ya que en el apartamento no nos daban más que las camas sin una mísera sábana con la que cubrirnos en las frías noches norteñas, cuando metimos toda la compra que hicimos más que coche aquello parecía una furgoneta de carga y descarga. Éramos los roper. Llevábamos comida por todo el habitáculo del coche, entre nuestras piernas, en la bandeja trasera, en el salpicadero. Tuvimos que hacer un verdadero juego de tetris para poder encajar toda la compra en el maletero. El retrovisor interior del coche pasó a ser un elemento decorativo y se dejó su funcionalidad en Lérida, ya que no se veía absolutamente nada por la luna trasera del coche. Como ejemplo de esta situación, tan surrealista para mí, he de decir que llevábamos una docena de huevos instalada en el salpicadero del coche, como si fuera un aparato de GPS que nos estuviera dando la ruta a seguir.

Una vez hecho acopio de las provisiones necesarias, reiniciamos nuestro camino hacia la montaña. Atisbamos a los primeros emisarios de los Pirineos cuando el Sol dejaba ya un rastro anaranjado, casi dorado sobre los campos, la carretera y las montañas. Nos adentramos en una serie de valles que nos conducirían solos hasta nuestro destino. La luz y las sombras empezaron a jugar entre las ya muy altas montañas, que preludian las altas cumbres catalanas. El paisaje que íbamos dejando atrás era bellísimo. Ya no llevábamos música, simplemente contemplábamos la majestuosidad y la grandeza de la montaña, pétrea, quieta, fría. No era necesario escuchar nada más que el ruido que hacía el coche deslizándose por esa carretera que abrazaba al valle y se amoldaba al mismo, como queriendo formar parte de una naturaleza grandiosa. En ese momento para mí desapareció todo, y solo me quedé con las montañas, con su silenciosa compañía, pensando, sintiéndome sobrecogido, menguado como si fuera una hormiga, contemplando los rasgos más visibles de la fuerza de la tierra, las montañas; fuerza pretérita, ya apagada pero que sigue estando presente. Durante los segundo, o incluso minutos, en los que todo a mi alrededor desapareció, sentí una paz inmensa. Era feliz.

Una vez pasado un primer tramo de valle angosto, pasamos a otro algo más abierto y que permitía contemplar con mayor facilidad la grandeza de las montañas que nos acogían en su seno. El Sol ya sólo iluminaba la parte más altas de las montañas, aunque todavía si encontraba huecos en el conjunto de las montañas se dejaba querer algo más. Los cinco ocupantes del coche sabíamos que íbamos a llegar a nuestro destino cuando el Sol ya se hubiera puesto, o estuviese a punto de hacerlo. Pero nos daba igual, teníamos ganas de llegar a Llavorsí, descansar y disfrutar de los días que teníamos por delante entre amigos (todavía por aquel entonces todos amigos).

En este segundo valle que nos terminaría conduciendo hasta nuestra casa, al menos por unos días, se iban sucediendo pequeños pueblos, por los que pasábamos como una exhalación pero que podías ver que tenían su encanto. Además llevábamos siempre por compañía, indistintamente a derecha o a izquierda al río, al Noguera Pallaresa. Río que al día siguiente nos conocería y al que tendríamos que rendir cuentas. Pero no adelanto acontecimientos. El río como he dicho nos acompañaría hasta nuestro destino. La carretera seguía siempre su curso, bailaba con él una especia de vals arrítmico, que permitía que todos los que íbamos en el coche pudiéramos contemplar ese río de aguas rápidas que precipitaban rápidamente queriendo buscar un compañero que le acompañara hasta el tan anhelado mar.

Entre los pueblos que recuerdo pasar y que intentaba fijar en mi memoria, para no olvidar aquella aventura a la que me había lanzado con un grupo de amigos, están Gerri de la Sal, Sort y Rialp, que son los pueblos inmediatamente anteriores a Llavorsí, nuestro centro de operaciones. El más grande de todos ellos Sort, famoso en toda España porque alberga la administración de loterías más famosa de España la Bruixa d’Or, aunque de oro son sus propietarios que por supersticiones de la gente ven como miles de personas compran allí sus décimos de lotería. Los otros dos pueblos son meras pedanías, apenas una fila de casas agrupadas a ambos márgenes de la carretera. Mención aparte requerirá más adelante Gerri de la Sal, con su puente e iglesia al otro lado del río.

Por mucho que el Sol hizo por aguantar hasta vernos arrivar a nuestro destino, le fue imposible. El día había sido muy largo, pero al fin estábamos en Llavorsí. Por muchas fotos que hubiera visto en Google Earth de este pueblo, ninguna hubiera mostrado la verdadera belleza de este pueblecito de casas de piedra y tejados negros de pizarra, enclavado en un quiebro del Noguera Pallaresa que abraza al pueblo como si fueran dos furtivos amantes. Cuando aparcamos el coche ya ni siquiera las cumbres de las altas montañas entre las cuales nos encontrábamos quedaban iluminadas por los últimos rayos de sol. Si costó meter todo el equipaje y posteriormente la comida en el maletero, no fue más sencillo sacarlo todo y llevarlo hasta el apartamento, más aún teniendo en cuenta que habíamos aparcado algo alejados de él por la difícil conducción que hubiera supuesto para los que no estamos acostumbrados circular por las empinadas calles del pueblo. Pero se consiguió. Logramos llegar hasta el piso. Tomamos posesión del castillo. El castillo, como me he permitido llamarlo de manera poética, me resultó bastante más cómodo que lo que a simple vista y por las fotos que había visto me había parecido. Había tres habitaciones, una con cama de matrimonio, agenciada directamente por nuestra valiente dama; y otras dos habitaciones con literas. Yo me acomodé con el guía aventurero de nuestra expedición, y el chófer que nos condujo tan hábilmente hasta Llavorsí compartió habitáculo con el quinto miembro del grupo.

Una vez instalados y cenados, nos fuimos directamente a dormir. Estábamos muertos, al menos yo. Para mí había sido un día de muchos sentimientos todos ellos buenos, y sólo era el primero de los que iba a pasar con esta tropa. El cansancio salió solo, por lo que tras decidir el planning para el día siguiente cada mochuelo se marchó a su olivo, en este caso saco de dormir. Si este primer día fue duro, y estuvo cargado de emociones y experiencias que difícilmente podré olvidar, para bien o para mal, el día que nos esperaba cuando el Sol volviera a lucir sus esplendidos y cálidos rayos a la mañana siguiente no se quedó a la zaga. Pero eso ya es harina de otro costal.

Continuará…


Caronte.

martes, 11 de marzo de 2014

Blanca luz de invierno

Después de un largo letargo, cuando el invierno está dando sus últimos estertores de vida, el Sol vuelve a la vida, vuelve a calentar. Empiezan a sobrar prendas de ropa en determinados momentos del día. Los más valientes incluso se atreven con el pantalón corto; las más atrevidas con los tirantes. Sin embargo las mañanas siguen siendo frías, siguen siendo territorio del invierno, ni la primavera ni el Sol todavía tienen fuerzas suficientes para poder con la noche. La combinación de noches frías y días cálidos es típica de este mes de marzo; un incordio para los que salimos pronto por las mañanas para ir a la universidad, lo que nos obliga a ir abrigados y volvemos a mediodía, con el abrigo colgado del brazo como si una chulapa en San Isidro se tratara.


El señor invierno sabe que le quedan “dos telediarios” pero se resigna a que le olvidemos rápidamente. Pero el tiempo es imparable, solo la muerte puede con él. No me gusta la primavera por muchas razones: por la astenia primaveral, por la alergia, por lo que he dicho antes sobre las noches frías y los días cálidas, por el desprecio de la gente al frío señor invierno que tantas buenas cosas trae (la nieve, la Navidad, el Año Nuevo, los polvorones, los Reyes Magos, etc.), y por asuntos más personales que hoy no es momento de exponer. Sin embargo hay una cosa de este interludio entre el invierno y la primavera que he descubierto este año: la luz.

La luz de finales de invierno es una de las más hermosas que se pueden contemplar a lo largo del año, al menos en Madrid. Las auroras boreales, las primeras luces de los equinoccios de invierno y verano, las hogueras de San Juan, no dudo que estas luces sean impresionantes y que incluso tengan un significado mítico, místico o fiestero que emociones y alegre los corazones, pero yo me quedo con la luz de finales de invierno que se da en Madrid. La luz de la que hablo se produce en el último tercio del día, cuando el Sol ya lleva tiempo descendiendo desde su cenit camino del horizonte, despertando a otras muchas partes del mundo. Es una luz blanca, limpia, clara; es una luz cálida cuyo roce sobre la piel reconforta, da fuerzas, produce inspiración, acompaña. Esta luz, sin embargo, a esta hora del día (en torno a las seis de la tarde) y en esta época del año, sólo es capaz de iluminar el último tercio de los edificios, dejándolos en un majestuoso juego de tonalidades y sombras, cuya simple admiración conmueve por ser capaz de transformar hasta al más feo de los edificios de Madrid.

Tengo la suerte de ir a una academia de francés situada en el centro de Madrid, en la Plaza de Santo Domingo, al lado de Callao. Esta zona de Madrid, hasta el Palacio Real, a sólo unos pasos de mi academia, se articula en torno a una serie de plazas a cada cual más íntima y bonita; plazas regias y señoriales, aunque tengan la Gran Vía (centro de la vanguardia madrileña) tan cerca. Las plazas de Ópera, Oriente, de la Encarnación y de la Marina Española (o como es más conocida Plaza del Senado, por acoger el edificio que alberga la cámara “alta” de las Cortes Españolas), forman una especie de constelación que sin seguir un planeamiento (urbanístico se entiende) regular definen, para mí, una de las zonas más bonitas de la capital madrileña. Estas plazas, arboladas todas (salvo Ópera, gracias a un Alcalde que iba a comisión según la cantidad de granito que ponía), con bancos para descansar, meditar o buscar inspiración, son el perfecto refugio contra el ruidoso y multitudinario Madrid.


Buscando dicho refugio estos últimos días, me topé con esa luz de la que he hablado, sin querer se cruzó en mi camino, la vi y la contemplé, pensando que era lo más hermoso que Madrid me había dado hasta entonces. Saliendo de la Plaza de Ópera por el lado derecho del Teatro Real, se llega a la Plaza de Oriente, al fondo de la cual gracias a eta maravillosa luz de invierno se oculta el Palacio de Oriente. Esta luz, que también es muy egoísta y pretende guardar toda la belleza para ella misma, sólo deja vislumbrar el perfil del Palacio, pero es suficiente para verlo. Gracias a la desnudez de los árboles, que para comenzar su largo letargo invernal se despojan de todo equipaje estival, esta luz se filtra a través del esqueleto de los mismos generando sombras increíbles, brillos, destellos, deslumbramientos. Esta luz es la primera luz que trae vida al mundo tras el invierno, es que pregonera de la llegada de la primavera, pero es también el último regalo que el señor invierno, ese viejo con mal temperamento, nos brinda para que la disfrutemos porque en el fondo ese viejo no es tan gruñón como lo pintan.

Quedan ya pocos días para poder contemplar esta luz, a medida que los días se van alargando y el Sol se eleva más en el firmamento, esta luz se vuelve más impersonal, pierde esa intimidad que le confiere el invierno, cuando se sabe poco observada por unos ciudadanos más preocupados de protegerse del frío u oculta entre las nubes que el cascarrabias del invierno manda para asustarnos. Además en unas semanas tendremos que adelantar los relojes, para ahorrar energía dicen, y entonces ya no se podrá contemplar más esta blanca luz de invierno, y tendremos que volver a esperar unos cuantos meses hasta que vuelva a dejarse ver por las fachadas de los edificios o entre las ramas de los árboles durmientes. Con esta luz también se marcha el invierno y empezamos ya a dar la bienvenida a la primavera y a la alegría. El Sol empieza a mostrar todo su poder y a inundar de vida a todos los seres vivientes que pisamos la tierra, algunos árboles empiezan a irse de compras y a vestirse de temporada para afrontar el período estival.

Se va la blanca luz de invierno, la más cálida que hay a lo largo del año porque, aunque parezca contradictorio, es la única luz que calienta los corazones cuando éstos más lo necesitan.


Caronte.