La segunda mañana
amaneció en Llavorsí como la
primera, igual de silenciosa y fresca, pero en esta ocasión el cielo estaba
gris, encapotado, y una fina lluvia caía sobre las empedradas calles del
pequeño pueblo leridano. La verdad es que me desanimó un poco que el cielo
estuviese tan gris. Ese día teníamos pensado dedicarlo a hacer turismo al uso,
es decir coger el coche y visitar Andorra
la Vieja y la Seu D’Urgell, y si
nos diera tiempo algún pueblo más. A pesar de que el día no acompañaba cogimos
el coche y nos encaminamos hacia nuestro pequeño país vecino, El Principado de Andorra, donde los defraudadores de hacienda y los ladrones de
guante blanco encuentran su paraíso terrenal.
El viaje en coche
fue toda una aventura pues teníamos que pasar de un valle al de al lado, y para
ello teníamos que ascender por la montaña. La carretera, aunque en buen estado
de conservación, era serpenteante, apenas tenía tramos rectos, era una curva
tras otra, enlazadas como los aros olímpicos. Una carretera no apta para quien
se mareé en el coche o no aguante un poco de movimiento de tiovivo, aunque más
que tiovivo la carretera se parecía más a una montaña rusa. El quinto miembro
de la expedición, con la excusa de que marearse en los coches se pasó todo el
viaje yendo cómodamente en el asiento del copiloto, mientras que nos dejaba al
resto ir en los asientos traseros enlatados como sardinas en escabeche, sólo al
final del viaje de vuelta a Madrid, parece que se dignó a sentarse atrás, por
eso de que así ya no se le podía echar en cara que hubiera ido todo el rato
delante.
A pesar de los sube
y baja de la carretera, de las empinadas rampas de subida, con sus consiguiente
descensos después, de las curvas, algunas de ellas muy cerradas, el viaje se me
hizo muy ameno y pude disfrutar del paisaje, mejor dicho, del paisaje que la
lluvia, la niebla y la nieve nos dejaban ver. He de reconocer la pericia del
conductor en esta parte del viaje, la verdad es que disfruté mucho de la
carretera aunque fuera en los asientos traseros, en ningún momento pasé miedo,
y eso que la carretera y las condiciones climatológicas invitaban a ello.
A medida que nos
acercábamos a Andorra, las montañas se erguían todavía más orgullosas e
imponentes, alzándose hacia el cielo como queriendo tocarlo. Estábamos en el
corazón de los Pirineos.
Desde pequeñito
mis abuelos hablaban de Andorra como un lugar donde tenías que parar el coche
en la frontera para que lo registraran, y tenías que esperar colas para pasar
por la aduana. Hablaban de Andorra como si se tratara un país lejano, raro,
extraño, donde los españoles íbamos a comprar productos de todo tipo porque
estaban más baratos que en España. Andorra era ese pequeño país que en Eurovisión
siempre nos daba 12 puntos (ahora ya ni eso). O al menos eso recuerdo yo. Sin
embargo cuando llegamos nosotros a la frontera aquello estaba completamente desierto,
simplemente había un coche de la guardia civil y otro de la policía andorrana.
Los edificios que otrora servían para realizar los registros y el sellado de
pasaportes languidecen hoy en día prácticamente vacío, usados simplemente de
manera testimonial, como ejemplos en pie de un pasado donde las fronteras,
aunque mera líneas trazadas en trozos de papel que los líderes del mundo llaman
mapas, eran una realidad física que separaban países.
Antes de llegar a Andorra la Vieja, capital del pequeño
país, tuvimos un pequeño despiste de situación. Una vez aparcado el coche,
pagado el parquímetro las horas correspondientes, y empezado a caminar por las
calles de lo que creíamos Andorra la
Vieja, nos dimos cuenta que estábamos en otro pueblo. Cinco personas que se
supone van a ser ingenieros de caminos, la élite de la sociedad (o eso se ha
vendido siempre) no sabían donde se encontraban. En fin, muy triste. Una vez
subsanado el error, y ya sí en Andorra
la Vieja, empezamos a visitar la ciudad (o pueblo grande, como queráis). En
el fondo Andorra la Vieja, no es más
que una calle llena de tiendas de todo tipo llenas de turistas o gente de las
localidades vecinas tanto francesas como españolas, comprando relojes, tabaco,
ropa de deporte, etc. Entregado a la vorágine compradora, y para cumplir la tradición
de comprar algo en Andorra con lo que poder presumir a la vuelta en Madrid, y también porque mi cumpleaños
estaba al caer, yo me compré un reloj (muy bonito por cierto). No fui el único
de los miembros de la expedición a la que pertenecía que se compraron algo,
nuestro amigo el conductor se compró un par de cuchillos o algo por el estilo
(prefiero no acordarme porque era delito introducirlos en España), y la
valiente dama también se compró un reloj. Nuestro guía no cayó en el espiral
consumista en que nos vimos envueltos y simplemente nos acompañó en nuestras
compras como mero espectador. Del quinto miembro del grupo la verdad es que no
sé si compró o no, me hubiera gustado acordarme de ello o saberlo, pero por
entonces su actitud me empezó a cansar mucho, se relacionaba con todos de
manera normal menos conmigo, con quien parecía que prefería no tener contacto
alguno. Mala suerte. La comida la solventamos en un restaurante de comida
rápida, tampoco quisimos mirar mucho más. Después de comer fuimos a por el
coche para encaminarnos de vuelta a Llavorsí,
y para por el camino en algún sitio que nos pareciera interesante.
En el camino de
vuelta decidimos parar en la Seu D’Urgell,
provincia de Lérida. Esta pequeña ciudad, o pueblo grande, fue en su día un muy
importante punto de poder traducido en que es sede episcopal y tiene Catedral.
La verdad es que no vimos mucho de esta ciudad, por falta de tiempo y porque en
el fondo estábamos todos muy cansados, además estaba volviendo a llover. Lo que
sí nos dio tiempo fue a admirar, aunque solo fuese por fuera la Catedral, un
frío y sobrio edificio de piedra, con aires de fortaleza medieval que preside
la plaza principal. Tras el pequeño paseo por los alrededores de la Catedral,
decidimos entrar en el Parador Nacional para tomarnos un café. Esta fue la
primera vez que yo me he tomado algo en un Parador, y la verdad es que
seguramente repetiré en el futuro, porque la experiencia me resultó muy
agradable, aunque no pueda tener la misma compañía que entonces.
Tras reposar un
poco el café y hacer un poco de sobremesa, ya sí pusimos rumbo directo a Llavorsí. La verdad es que el día gris
estaba pudiendo con nosotros, lo que no pudo conseguir el río el día anterior
lo iba a conseguir el tiempo tan desapacible que estaba haciendo, la lluvia, el
frío y la humedad que hacía que el frío te fuera calando hasta los huesos. Sin
embargo, la victoria es dura de conseguir y todavía el clima no nos había
vencido del todo. Antes de deponer las armas al día gris y al frío, decidimos
batallar entre nosotros, en este caso a bolazos de nieve. Resulta que de vuelta
a nuestro castillo de Llavorsí, en
lo más alto de la carretera que nos llevaba de vuelta, decidimos parar para
poder admirar un poco la tan deseada nieve que fuimos buscando a los Pirineos a
la salida de Madrid. La batalla fue
memorable, acabamos en tablas como buen grupo de amigos que éramos, y en gran
parte somos; el parte de guerra se saldó con ninguna baja, ningún herido de
gravedad, varios bolazos a traición en la nuca (donde más desprotegido queda el
cuerpo del guerrero) y la constatación de que todos teníamos una puntería
pésima. Escribiendo estas líneas y viendo las fotografías de la batalla, me doy
cuenta de que fue el momento que más disfruté del viaje. Nunca hasta entonces
había podido decir que me había tirado bolas de nieve con mis amigos, y ya casi
rozaba los 22 años. Este recuerdo hubiera sido completamente feliz si después de
este viaje hubiera seguido teniendo como amigos a todos los que participamos en
aquella escaramuza bélica. Si bien es cierto que me alegro de batallar con tres
de los miembros de la expedición (nuestro guía, nuestro conductor, y la
valiente dama) mucho más de lo que unas pocas palabras pueden expresar, también
lo es que a veces preferiría no haber compartido dicho viaje con el quinto
miembro de la expedición (aunque también es cierto que hay días en que me
pregunto cómo se llegó hasta no dirigirnos la palabra).
Antes de volver a Llavorsí, decidimos ir a ver un
pueblecito por el que ya pasamos tanto a la llegada a los Pirineos como
haciendo rafting: Gerri de la Sal.
Llegamos a este encantador y, porque no decirlo, misterioso pueblo cuando ya
apenas quedaba claridad en el cielo. Los faroles de las calles de Gerri de la Sal se estaban encendiendo,
lo que hizo que nuestras propias sombras nos acompañaran en la rápida visita
que teníamos pensado hacer. Cruzamos el puente que el día anterior vimos desde
el propio río y nos encaminamos hasta la Iglesia de Santa María de Gerri,
situada al final de un camino de tierra, barro después de aquel día lluvioso,
sin ninguna farola. La iglesia tenía un aire de misterio, quizá dado por la
hora que era, por la lluvia que había caído durante todo el día o simplemente
porque estábamos solos ante aquella construcción en piedra. Aunque pequeña esta
iglesia era hermosa; estaba coronada por una espadaña y un atrio de entrada que
imponía respeto por la quietud que en él reinaba. Adosado a la iglesia, en su
lado derecho había un cementerio, pequeño y recogido, en él sólo nos adentramos
nuestro guía y yo, quizá buscando un poco de paz y tranquilidad, algo de
recogimiento e intimidad. Intimidad que a veces sólo los que ya no están pueden
brindarnos. Ese cementerio y aquella iglesia, cada vez que los recuerdo se me
ponen los pelos de punta, y un escalofrío termina por recorrerme la espalda. Dejamos
la iglesia atrás cuando ya apenas había luz, y eran las sombras las que
empezaban a adueñarse del mundo. Cuando llegamos a Llavorsí ya era noche cerrada, y lo único que nos apetecía era
descansar.
Tras las
respectivas duchas, preparamos la cena. Aquel día cenamos antes de lo normal,
teníamos bastante hambre, y queríamos recuperar fuerzas. Tras la cena jugamos
un poco a las cartas, al póker concretamente. Echamos un buen rato, en el cual
a una de los miembros de la expedición le salió una vena capitalista más propia
del Tío Gilito que de una bella y valiente dama como ella. Fue una especie de
Dr. Jeckyll y Mr. High, pero las aguas volvieron rápido a su cauce. Tras la
partida de póker, decidimos, más por compromiso que por ganas ver una película,
“Infiltrados”. Sin embargo y al
contrario que el día anterior cuando vimos “La
vida de Brian”, en esta ocasión casi caímos todos en brazos de Morfeo, yo
la aguanté a duras penas ya que es una de mis películas favoritas y una de las
pocas películas de Escorsese, de su última época, que soporto. En esta ocasión,
nuestro guía y la bella dama se entregaron desde el principio a las
profundidades del sueño, mientras que el resto por momentos sucumbíamos a los
brazos de la noche y nos relevábamos a la hora de dar cabezadas en el sofá. Así
pasó el último día completo que pasábamos en Llavorsí. El día siguiente, aunque amaneceríamos allí, ya nos
acostaríamos en nuestras cálidas y añoradas camas en Madrid, Guadalajara y Alcalá de Henares. Pero eso ya es para
la próxima.
Continuará…
Caronte.
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