Y al tercer día el
Sol volvió a hacer acto de presencia en Llavorsí.
Por fin pudimos disfrutar de un despertar soleado entre las frías montañas
leridanas. El Sol volvió para despedirnos ya que aquella sería la última mañana
que nos despertaríamos rodeados de la paz y el silencio que proporcionan las
montañas. La primera misión nada más despertarnos y quitarnos las legañas
generadas durante la noche, fue rehacer nuestras maletas, guardar todo lo que
tres días antes desempaquetamos ilusionados por la aventura que iniciábamos, y
que aquella mañana debíamos volver a empaquetar ya sin ilusión alguna. Ilusión
que fuimos perdiendo poco a poco conforme pasaban los días en Llavorsí, viendo como poco a poco se
acercaba la hora de volver a nuestras casas. Días que se pasaron volando, tan
rápidos que a mí no me dio tiempo de darme cuenta de que se pasaban y que por
desgracia el día de la vuelta estaba cada vez más cerca. No me quería volver a
Madrid, a la vida anodina de mi casa y mi rutina. A la rutina de la soledad.
Una vez tuvimos
todo guardado en nuestras maletas, lo segundo que hicimos fue decidir qué
íbamos a hacer por la mañana antes de emprender el camino de vuelta a la
capital del reino después de comer. Entre las varias opciones que barajábamos,
la escogida fue la de hacer un poco de senderismo, lo que el tiempo y la nieve
que sabíamos que había caído durante la noche anterior, nos dejase. En ese
punto fue donde el espíritu aventurero y de boy scout de nuestro guía se puso a
trabajar como una perfecta máquina de vapor con todos sus engranajes girando a
la perfección. La opción elegida nos condujo hasta un valle próximo a Llavorsí pero algo más al norte, el
Valle de Espot. Una vez aparcamos el coche en un aparcamiento de tierra,
convertida en barro por efecto de la nieve que empezaba a derretirse bayo los
cálidos y constantes rayos del sol, emprendimos la marcha de ascensión. En un
principio queríamos llegar hasta el Lago de San Mauricio que da nombre a uno de
los parajes naturales más impresionantes de España, como es el Parque Nacional de Aiguas Tortas y Lago de
San Mauricio, uno de los pocos sitios donde la mano del hombre no ha
llegado todavía, y si lo ha hecho ha sido para que todos podamos contemplar la
magnificencia y la fuerza de la naturaleza en todo su esplendor.
La carretera, más
bien camino, de ascensión que nos debería haber llevado hasta el Lago de San
Mauricio, estaba bastante impracticable la verdad, era muy difícil caminar por
ella debido a la nieve y al hielo que cubrían el asfalto de la misma. Hielo y
nieve que en sucesivas nevadas se acumulaban a ambos lados del camino, movidos
sin duda por la mano del hombre. El valle por el que subíamos poco a poco tiene
orientación este-oeste, y la carretera discurre como una serpiente pegada
siempre al flanco sur del valle, por esta razón por muy soleados que estuviesen
los días debido a la gran altura que la montaña tiene por esta zona de los
Pirineos hace prácticamente imposible que la fuerza que el sol empieza a tener
por estas fechas (mediados de marzo) sea capaz de vencer la fría nieve y
convertirla en la dulce agua que llena los ríos de la zona. A medida que seguíamos
avanzando, la pendiente de la carretera se hacía cada vez más empinada. El
camino cada vez se hacía más cuesta arriba y a mí cada vez me costaba más
seguir el ritmo del resto de la expedición, por eso me quedé el último e
intenté llevar un ritmo constante pero sin pausa. Yendo el último, y a ratos a
cierta distancia del primero de la compañía, pude contemplar de manera mucho
más tranquila y sin ningún apremio el valle por el que transitábamos. La
inmensidad de aquel valle pirenaico era gigantesca, rozaba la brutalidad. La
belleza que la nieve confería al mismo rozaba casi lo impúdico. La nieve, la
blanca y fría nieve de la montaña, como el azúcar glas espolvoreado encima de
las rosquillas caseras que hace mi abuela, daban a la montaña un aire más
amable camuflando la dura roca con la que la montaña suele vestirse cuando el
viejo y cascarrabias señor invierno decide irse a otras partes del mundo. No
sólo pude contemplar la belleza de la inmensidad de la montaña. También al ir
algo alejado de mis amigos pude escuchar el silencio de la montaña, un silencio
más sonoro que cualquier ruido de ciudad. Un silencio que invade todo tu ser y
te llega a dominar. Un silencio que a diferencia del silencio de muerte de los
cementerios, transmite vida y fuerza. Nunca había sido capaz de comprender qué
era el silencia hasta aquel día, cuando comprendí que el silencio no es lo que
uno experimenta en un examen en la universidad, o de noche en tu casa; el
silencio está en uno mismo y sólo en lugares como el Valle de Espot, ese
silencio es capaz de proyectarse desde lo más profundo de nosotros para
rodearnos y dominarnos. El silencio tranquilo de la montaña. El silencio
apacible de nuestro interior. Son el mismo silencio. Silencio que me hizo
recordar momentos pasados, vividos con gente, en especial una persona a la que
un día consideré y llamé amigo, que por desgracia (o suerte, según se mire) me
falló en momentos en los que necesité apoyarme en él, no encontrando ese apoyo,
persona que por cierto formaba parte de nuestra compañía.
Mientras ese
silencio se hacía presente dentro y fuera de mí, la ascensión seguía su curso.
Al fin llegamos a un párking, o eso se supone que era ya que estaba
completamente cubierto con algo más de medio metro de nieve. En este punto
decidimos que hasta el lago iba a ser imposible llegar y que lo mejor sería
avanzar un poco más, si estábamos con ganas. Y ganas teníamos. Íbamos a
continuar por la carretera pero nuestro conductor vio entre la nieve la que
parecía un sendero que se alejaba del camino principal, y que apenas se
distinguía ya que estaba oculto bajo un palmo de fría nieve, nieve por otro
lado totalmente virgen ya que nadie había pasado todavía por allí aquel día. A
pesar de que a mí no me parecía buena idea seguir un sendero semioculto por la
nieve que no sabíamos a ciencia cierta dónde llegaba, la mayoría es la mayoría
y se decidió seguirlo a ver hasta donde llegaba. La verdad es que mereció la
pena seguir el sendero, que se encaminaba entre los pinos, cuyas ramas
reverenciaban nuestro paso debido a la nieve que las hacía inclinarse hacia el
suelo. El sendero nos llevó hasta un río, un río bebé, el Escrita, que bordeamos cierto tiempo hasta llegar a un puente,
donde decidimos que debíamos dar la vuelta. Pisar aquella nieve virgen daba
hasta apuro, no quería perturbar la quietud del valle y de aquel paraje que
seguro llevaría días sin ser visitado por nadie. Era como entrar en la
intimidad de la montaña, del bosque de pinos. Como si entráramos en la
habitación de un bebé cuando su madre le estuviera dando de mamar. Caminar por
aquel sendero fue como descubrir un secreto vetado a la mayoría; pero velar
aquel secreto, perturbar aquella paz nos permitió contemplar uno de los sitios
más hermosos que recuero haber visto. Un paisaje recogido, íntimo. Un paisaje
del que fuimos privilegiados observadores.
El descenso hasta
el coche se hizo más rápido que la ascensión, pero también más peligroso, ya
que el hielo podía jugarnos malas pasadas y acabar con nuestros traseros
doloridos. El paso de las horas y el ascenso del sol en el cielo habían
cambiado el paisaje del valle. La ladera norte del mismo ya dejaba ver la dura
roca que la nieve había cubierto durante la mañana, y pequeñas cascas de
despeñaban por los escarpados riscos de las montañas, como si varias saetas
hubieran hecho diana en el cuerpo de la montaña y hubieran hecho manar su
sangre. Una vez alcanzamos el coche, pusimos marcha a nuestro último objetivo
unos búnkeres de la guerra civil en el pueblo de la La Guingueta d'Àneu. En concreto eran don construcciones
militares de vigilancia y posible defensa, enclavadas en un punto estratégico
de comunicación con Francia, y construidas al pie de la montaña, únicamente
vulnerables por uno de sus lados. Los búnkeres estaban bajo tierra, la entrada
era poco más que una pequeña brecha por la que apenas cabía un hombre (los más
delgados lo pasaban mejor para meterse dentro), y el habitáculo de vigilancia
era una pequeña y claustrofóbica estancia en la que cinco personas como los que
formábamos nuestra expedición cabíamos bastante justos. El estar dentro de
aquello vestigios del peor episodio de la historia de España, me hizo sentir
pena por los sucesos que seguro ocurrieron por aquella zona y por los miles de
muertos que la Guerra Civil provocó, pero también me hizo experimentar un
sentimiento de reconocimiento de saberme en un lugar que quizá debería estar en
los libros de historia y que, guste o no forma parte de la historia de nuestro
país.
Cominos encima de los búnkeres, contemplando por última vez las montañas
que nos habían cobijado los últimos tres días. Tras haber comido, llegó el
momento que al menos a mí no apetecía que llegase, el momento de marcharse, de
volver a Madrid. Es duro cambiar aquel paisaje que habíamos disfrutado en paz
por la rutina diaria de una capital tan vertiginosa como Madrid. Todavía
más duro para mí sería volver a la universidad, a la Escuela, el sitio al que
ya por entonces sabía que no pertenecía ni pertenecería nunca porque eso no era
lo mía. Sin embargo más duro fue pasar aquel viaje con cuatro amigos que, en
apenas unas semanas, pasarían a ser tres, y no saber si la decisión de alejarse
de ese a quien consideré mi amigo era acertada o no (con el tiempo me voy dando
cuenta que sí fue acertada, aunque haya días en que piense lo contrario y en
los que me gustaría poder seguir llamándole amigo, o al menos compañero). Nada
más montarme en el coche me quedé un poco traspuesto, como dice mi madre, es
decir me entregué a la dulce tradición española de la siesta, aunque sólo un
ratito.
Como en todos los
viajes, la vuelta se me hizo más corta que la ida. Ya no había nervios, ni
tensión. Ya no había nada que hacer, salvo volver al día siguiente a la vida
normal. Lógicamente el viaje de vuelta no lo hicimos del tirón, y para que
nuestra despedida de tierras catalanas no fuera tan brusca decidimos dar un
poco de vuelta con el coche y alargar un poco nuestro viaje a costa de admirar
los bellos paisajes de la provincia de Lérida. Una de las paradas que hicimos
para que, sobre todo los hombres de la expedición, cambiáramos el agua al
canario, fue en el Monasterio de las
Avellanas. Una antigua y muy bonita construcción románica reconvertida en
hotel rural. También pasamos cerca del pueblo de Balaguer, y desde la carretera pudimos adivinar su magnífica
iglesia típicamente catalana, con su campanario de forma octaédrica. Otra de
nuestras escalas fue pasada Zaragoza,
fue ahí ya cuando de verdad me di cuenta de que aquello se acababa, que
aquellos cuatro días increíbles, en los que me lo pasé tan bien, se habían acabado
para no volver, tan sólo mis recuerdos, archivados en mi memoria, serían
capaces de rememorar aquéllos días. La noche nos cayó encima en Medinaceli (Soria), y Guadalajara nos recibió ya con sus
luces encendidas para vencer la oscuridad de la noche que empezaba. Y con noche
cerrada ya llegamos a Alcalá de Henares,
donde mi coche nos aguardaba para tomar el relevo, ya que la valiente dama y el
quinto miembro de la compañía vivían como yo en Madrid, y hasta allí me tocaba a mí acercarles. A la valiente dama
la dejé en Avenida de América donde la recogía su padre. Al último miembro de
la compañía le llevé hasta su casa, en ese trayecto se produjo, si no recuerdo
mal la última conversación “entre amigos” que tuve con quien un día llegué a
querer como a un hermano (error fatal). Una vez le dejé en su casa, puse rumbo
a la mía donde me esperaba mi madre con un poco de cena y muchas ganas de que
la contara que tal había ido el viaje.
Y con esto se
acaba esta aventura. Aventura que no hubiera sido igual sin los diferentes miembros
de la expedición que participaron en ella. Sin nuestro querido conductor de
Guadalajara, sin cuyo coche no hubiéramos podido llegar tan lejos y tan bien
conducidos, sin la alegría y vitalidad que aportaba la valiente y bella dama
que puso un toque femenino y agradable en la aventura, y sin los consejos y
ánimos de nuestro experimentado guía que nos llevó a descubrir paisajes tan
hermosos como salvajes, sin todo esto como digo yo no me lo hubiera pasado tan
bien como me lo pasé. El tiempo también me ha ayudado a madurar aquella
experiencia y a verla como lo que fue única, y difícilmente repetible en el
futuro.
FIN
PD: Me gustaría
dedicar estos cuatro post que han constituido mi narración, desde mis propias
experiencias personales, del viaje que realicé a los Pirineos a R.G.T., P.G.R.,
y a A.G.S. Ellos saben quiénes son. Sin vosotros aquello no hubiera sido igual.
Caronte.
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