Después de un
largo letargo, cuando el invierno está dando sus últimos estertores de vida, el
Sol vuelve a la vida, vuelve a calentar. Empiezan a sobrar prendas de ropa en
determinados momentos del día. Los más valientes incluso se atreven con el
pantalón corto; las más atrevidas con los tirantes. Sin embargo las mañanas
siguen siendo frías, siguen siendo territorio del invierno, ni la primavera ni
el Sol todavía tienen fuerzas suficientes para poder con la noche. La
combinación de noches frías y días cálidos es típica de este mes de marzo; un
incordio para los que salimos pronto por las mañanas para ir a la universidad,
lo que nos obliga a ir abrigados y volvemos a mediodía, con el abrigo colgado
del brazo como si una chulapa en San Isidro se tratara.
El señor invierno
sabe que le quedan “dos telediarios” pero se resigna a que le olvidemos
rápidamente. Pero el tiempo es imparable, solo la muerte puede con él. No me
gusta la primavera por muchas razones: por la astenia primaveral, por la
alergia, por lo que he dicho antes sobre las noches frías y los días cálidas,
por el desprecio de la gente al frío señor invierno que tantas buenas cosas
trae (la nieve, la Navidad, el Año Nuevo, los polvorones, los Reyes Magos,
etc.), y por asuntos más personales que hoy no es momento de exponer. Sin
embargo hay una cosa de este interludio entre el invierno y la primavera que he
descubierto este año: la luz.
La luz de finales
de invierno es una de las más hermosas que se pueden contemplar a lo largo del
año, al menos en Madrid. Las auroras boreales, las primeras luces de los
equinoccios de invierno y verano, las hogueras de San Juan, no dudo que estas
luces sean impresionantes y que incluso tengan un significado mítico, místico o
fiestero que emociones y alegre los corazones, pero yo me quedo con la luz de
finales de invierno que se da en Madrid. La luz de la que hablo se produce en
el último tercio del día, cuando el Sol ya lleva tiempo descendiendo desde su
cenit camino del horizonte, despertando a otras muchas partes del mundo. Es una
luz blanca, limpia, clara; es una luz cálida cuyo roce sobre la piel
reconforta, da fuerzas, produce inspiración, acompaña. Esta luz, sin embargo, a
esta hora del día (en torno a las seis de la tarde) y en esta época del año,
sólo es capaz de iluminar el último tercio de los edificios, dejándolos en un
majestuoso juego de tonalidades y sombras, cuya simple admiración conmueve por
ser capaz de transformar hasta al más feo de los edificios de Madrid.
Tengo la suerte de
ir a una academia de francés situada en el centro de Madrid, en la Plaza de
Santo Domingo, al lado de Callao. Esta zona de Madrid, hasta el Palacio Real, a
sólo unos pasos de mi academia, se articula en torno a una serie de plazas a
cada cual más íntima y bonita; plazas regias y señoriales, aunque tengan la
Gran Vía (centro de la vanguardia madrileña) tan cerca. Las plazas de Ópera,
Oriente, de la Encarnación y de la Marina Española (o como es más conocida
Plaza del Senado, por acoger el edificio que alberga la cámara “alta” de las
Cortes Españolas), forman una especie de constelación que sin seguir un
planeamiento (urbanístico se entiende) regular definen, para mí, una de las
zonas más bonitas de la capital madrileña. Estas plazas, arboladas todas (salvo
Ópera, gracias a un Alcalde que iba a comisión según la cantidad de granito que
ponía), con bancos para descansar, meditar o buscar inspiración, son el
perfecto refugio contra el ruidoso y multitudinario Madrid.
Buscando dicho
refugio estos últimos días, me topé con esa luz de la que he hablado, sin
querer se cruzó en mi camino, la vi y la contemplé, pensando que era lo más
hermoso que Madrid me había dado hasta entonces. Saliendo de la Plaza de Ópera
por el lado derecho del Teatro Real, se llega a la Plaza de Oriente, al fondo de
la cual gracias a eta maravillosa luz de invierno se oculta el Palacio de
Oriente. Esta luz, que también es muy egoísta y pretende guardar toda la
belleza para ella misma, sólo deja vislumbrar el perfil del Palacio, pero es
suficiente para verlo. Gracias a la desnudez de los árboles, que para comenzar
su largo letargo invernal se despojan de todo equipaje estival, esta luz se
filtra a través del esqueleto de los mismos generando sombras increíbles,
brillos, destellos, deslumbramientos. Esta luz es la primera luz que trae vida
al mundo tras el invierno, es que pregonera de la llegada de la primavera, pero
es también el último regalo que el señor invierno, ese viejo con mal
temperamento, nos brinda para que la disfrutemos porque en el fondo ese viejo
no es tan gruñón como lo pintan.
Quedan ya pocos
días para poder contemplar esta luz, a medida que los días se van alargando y
el Sol se eleva más en el firmamento, esta luz se vuelve más impersonal, pierde
esa intimidad que le confiere el invierno, cuando se sabe poco observada por
unos ciudadanos más preocupados de protegerse del frío u oculta entre las nubes
que el cascarrabias del invierno manda para asustarnos. Además en unas semanas
tendremos que adelantar los relojes, para ahorrar energía dicen, y entonces ya
no se podrá contemplar más esta blanca luz de invierno, y tendremos que volver
a esperar unos cuantos meses hasta que vuelva a dejarse ver por las fachadas de
los edificios o entre las ramas de los árboles durmientes. Con esta luz también
se marcha el invierno y empezamos ya a dar la bienvenida a la primavera y a la
alegría. El Sol empieza a mostrar todo su poder y a inundar de vida a todos los
seres vivientes que pisamos la tierra, algunos árboles empiezan a irse de
compras y a vestirse de temporada para afrontar el período estival.
Se va la blanca
luz de invierno, la más cálida que hay a lo largo del año porque, aunque
parezca contradictorio, es la única luz que calienta los corazones cuando éstos
más lo necesitan.
Caronte.
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