Esta Semana Santa
está siendo algo diferente a las que hasta ahora he vivido. Tampoco
excesivamente, es verdad, pero sí lo suficiente como para que los pequeños
matices que la están diferenciando de otras se hagan notar. De primeras esta
Semana de Pasión estoy trabajando, no es que esté trabajando los días
principales de celebración religiosa/festiva/vacacional, sino que estoy
trabajando en general. De hecho esta semana por el tipo de trabajo que tengo
estoy de vacaciones. Es lo que tiene trabajar en la Universidad, que cuando
llegan las vacaciones escolares/universitarias no se trabaja demasiado (aunque
esto de no trabajar demasiado no es que sea solo en época vacacional, ya que un
día normal en el trabajo me cuesta mucho encontrar algo que hacer para matar el
tiempo). Pero estoy trabajando y esa es una diferencia fundamental.
Otra diferencia de
esta Pascua es que un poco más y cae en invierno. Esto es común para todo el
mundo, no es una diferencia o matiz que me ataña solamente a mí. Pero no es
menor, ya que todas las procesiones salen casi de noche, por lo menos en
Madrid. Es probable que en otras ciudades mucho más pías y por tanto menos
pecadoras que la comunista y pro URSS Madrid, gobernada por los rojos desde el
pasado mes de mayo cuando se desalojó de la alcaldía a los herederos del
régimen que llevaban acaparando el poder absoluto de la villa desde hace un
cuarto de siglo, las procesiones salgan a cualquier hora del día. Sin ir más
lejos en Sevilla, la catolicísima y muy creyente capital andaluza, tienen
procesiones a todas horas, todos los días de la semana desde el fin de semana
del domingo de ramos hasta el de resurrección.
Yo no soy una
persona excesivamente creyente, o mejor dicho religiosa, no me gusta que nadie
me diga cómo me tengo que comportar para ir al cielo, al paraíso, para
disfrutar de la vida eterna. Es más no creo en nada más allá que nuestra
estancia temporal y mal aprovechada en la Tierra. Es aquí donde debemos
disfrutar de la vida y no en el más allá con Dios, que vete a saber tú qué es
Dios para cada uno de los millones de creyentes de cualquier fe y creencia que
hay en el mundo. No se puede decir que sea muy feligrés tampoco. Llevo sin
pisar una iglesia sin ir a un entierro, un bautizo o una boda, o simplemente de
turismo como mínimo desde que hice la primera comunión. Y sin que me den una
hostia también bastante tiempo. Y aquí sigo, vivo, sin que el pecado me
reconcoma la mente ni el alma, y sin notar que me estoy condenando al fuego
eterno, donde probablemente se tenga una existencia post-terrenal mucho más
entretenida.
Pero a pesar de
que no me considero un creyente de los pies a la cabeza sí que tengo mi fe. La
llevo a mi manera. No necesito que un señor que ha estado enclaustrado toda la
vida, alejado de la normalidad y que habla como si tuviera una almorrana del
tamaño de un melocotón de Calanda, me diga como tengo que vivir mi fe. Sé que
estoy blasfemando, pero considero que ese Dios del que todo el mundo habla en
estas fechas está más con gente como yo que respeta el mundo y lo intenta
preservar todo lo posible, disfrutándolo, cuidándolo, conociéndolo y
descubriéndolo en todo su esplendor, que con todos esos que siguen
intransigentemente a un cura con sotana y que no soportan que se haga broma con
la religión. De hecho me da igual blasfemar a ojos de estos radicales, con lo a
gusto que se vive así.
Como digo a pesar
de mi peculiar forma de vivir y de creer en algo respeto profundamente las
tradiciones católicas de España, ya que es mi país. Además las procesiones y
todos los demás actos que conlleva la Semana Santa en España: torrijas,
potajes, bacalao con tomate, monas de Pascua en Cataluña el próximo lunes,
etc., son algo extraordinario. Aparte de todo el turismo que viene a nuestro
país para disfrutar de estos eventos supersticiosos en los que se venera una
imagen de madera sobre una carroza cargada a hombros sobre penitentes que pasea
dicha carroza y la imagen que en ella va subida por toda la ciudad en un
recorrido de varios kilómetros y muchas horas. Es un negocio redondo y
perfecto. Ya en las procesiones de Semana Santa en España no hay fe, o la hay
de manera muy minoritaria; o eso al menos creo yo. Y por esto mismo creo que
nadie va a quitar las procesiones de ninguna ciudad por mucho temor que
infundan esos políticos necios que usan el miedo para intentar ganar algún voto
ignorante. La Semana Santa es un negocio y por eso mismo siempre se celebrará
en este país, gobierne quien gobierne, y sea España la forma de gobierno que
sea: Monarquía o República.
Como el año
pasado, esta Pascua he ido a ver tres procesiones distintas en Madrid, tres
días diferentes. De las tres sólo una es a la que voy de manera incondicional y
es la del Cristo de los Alabarderos. Las otras dos la verdad es que me dan un
poco igual, es más si no fuera a verlas estaría tan contento y feliz en mi casa
rascándome la barriga, pero a mi madre le hace ilusión ir a verlas ya que ya no
vamos al pueblo a ver las de allí (mucho más deprimentes y chapadas a la
antigua, tanto que hay momentos en los que temo que la bandera que se ponga en
el Ayuntamiento venga con pajarraco incluida).
Pero este año la
procesión de los Alabarderos ha traído consigo una sorpresa muy grata y
agradable. Resulta que estando ya mi madre y yo preparados en un punto del
recorrido a pocos metros del inicio de la procesión, que sale desde la Puerta
de Oriente del Palacio Real de Madrid, un matrimonio de turistas americanos se
me acerca y me pregunta si hablo inglés; yo le contesté a la mujer, ya que fue
ella la que me preguntó (siempre son las mujeres las más lanzadas en estos
temas, es como si a los hombres nos diera reparo), que sí que hablaba inglés,
con lo que la di pie para que me preguntara que qué era todo eso que estaba
pasando y por qué había tanta gente allí de pie parada. Ahí empezó una especie
de Via Crucis algo especial, porque me vi en la necesidad de explicar en inglés
a un par de guiris qué es una procesión de Semana Santa y por qué se hacían.
Menos mal que mientras me intentaba explicar cómo podía explicando los
pormenores de la procesión, una mujer española, ya jubilada, que había vivido
veinticinco años en Nueva York se sumó a la conversación y entre ella y yo, mi
madre la pobre hacía de convidada de piedra en la conversación al no saber inglés,
conseguimos explicar al matrimonio qué era la procesión.
Pero la cosa no
quedó ahí. El matrimonio, que resultó ser americano y concretamente de Kansas
City, se quedó durante toda la procesión junto a nosotros, siendo “nosotros” mi
madre, la mujer medio neoyorquina y yo mismo. Estuvimos como hora y media
hablando sobre España y EE.UU., sus diferentes tradiciones y formas de entender
la religión. Resultó que el matrimonio era bastante religioso. Además acababan
de llegar a Madrid hacía apenas unas horas. Previamente habían estado en
Barcelona, San Sebastián y Bilbao. Vamos que al llegar a la capital y descubrir
ese guirigay de procesiones, Cristos Crucificados por las calles y demás
debieron de quedarse más que petrificados. En todo el tiempo que estuvieron con
nosotros también hablamos un poco de Donal Trumpo y el alivio que para ellos
suponía estar lejos de su tierra sin poder escuchar absolutamente nada de ese
“personaje” que es como le llamaron.
Una de las cosas
más curiosas y también por qué no decirlo delicadas que pasó y que viví, fue el
momento de explicarles a los americanos qué era un nazareno y porqué se parecía
tanto a los miembros del Ku Klux Klan, o simplemente como ellos se referían a
esta organización: el Klan. En el momento que le comenté al matrimonio la
semejanza en vestimenta entre los nazarenos y el Klan la mujer puso una cara de
horror increíble, no se lo podía creer de hecho. Es más creo que no se lo creyó
hasta que vio a menos de un metro suyo a uno de esos nazarenos y entonces me dio
la razón aparentemente entre conmovida y asustada. Como pude también les
expliqué que la vestimenta de nazareno es anterior al Klan con lo que parece
que se calmó la mujer un poco. El hombre por su parte sacó la cámara de fotos,
o el móvil, y echó una foto a uno de esos nazarenos para mostrarla en Kansas a
sus amigos y familiares, comentando a continuación que se apuntaría la
explicación que yo le había dado para darla también ante las más que
previsibles protestas y exclamaciones de asombro de dichos amigos y conocidos.
Pasada la
procesión por delante de nosotros, nos despedimos todos de manera muy efusiva y
cordial. Los americanos nos agradecieron a la mujer española que había vivido
en Nueva York y a mí que les hubiéramos explicado tan bien la procesión y todo
lo que nos preguntaron sobre España, la Semana Santa y más asuntos varios. Nos
agradecieron igualmente que hubiéramos invertido nuestro tiempo acompañándoles
mientras la procesión se desarrollaba, a lo que yo al menos respondí diciendo
que era un honor, porque de hecho yo lo viví así ya que no siempre se puede
mostrar algo de la ciudad que se ama a gente que lo desconoce todo de ella. Nos
estrechamos las manos y nos despedimos todos, siguiendo cada cual nuestro
camino. Ahora repasando lo que ocurrió para poder escribirlo lo siento de
manera muy especial. Fue un rato muy agradable durante el que comprobé que mis
años de estudio de inglés habían servido para algo, además el hombre americano
me dijo que hablaba bastante bien inglés cosa que hizo que me enorgulleciera.
Las otras dos
precesiones a las que he ido esta Pascua poco o nada tienen de reseñables.
Están a años luz de la de los Alabarderos, tanto por presentación como por
escenario de desarrollo. Pocos lugares hay en Madrid que se puedan asemejar al
Palacio Real y todo su entorno, exceptuando claro está el insidioso edificio
que alberga la Catedral de la Almudena, construcción desentonante donde las
haya pero que a fuerza de verla ahí siempre al final uno la coge cariño. Pero
este año ha habido una diferencia y es la luz. Las procesiones de Madrid este
año han salido todas al borde del ocaso, con el sol ya vencido sobre el
horizonte, dispuesto a caer rendido al otro lado del mundo y dar paso a la
penumbra y las sombras de la noche madrileña.
Para ir acabando
también he de decir que este año como todos los demás en mi casa el Viernes
Santo, día de la crucifixión y muerte de Jesús hijo de Dios nuestro Señor, ha
habido bacalao con tomate pare comer. Un manjar delicioso que a mi madre le
sale casi celestial, valga la blasfemia para describir las cualidades
culinarias de mi madre en este ámbito. Pero no se ha quedado ahí la cosa ya que
las torrijas tampoco es que le salgan malas, sino más bien todo lo contrario y
también como todas las Semanas Santas en mi casa hay torrijas casi durante una
semana. Este año la diferencia ha estado en que ha sido mi madre la que también
ha hecho las torrijas para mi abuela, ya que la pobre ya no está para cocinar
algo tan laborioso como este dulce tan empalagoso y delirante, aunque a mis
abuelos les han durado apenas tres días y a día de hoy ya no tienen ni una sola
que llevarse a la boca. Lo único que este año no se ha comido en mi casa ha
sido potaje. Una pena la verdad, pero no paso todo el año hambre para no subir
de peso para que llegue esta semana de Pascua y me ponga a comer manjares
pecaminosos como un cerdo y todo el esfuerzo se venga abajo.
Sin embargo todo
lo anterior son minucias, extrañezas poco serias, diferencias insustanciales y
casi imperceptibles, cambios irrelevantes y casi anecdóticos. Esta Pascua para
mí ha traído consigo un estado de agitación interior personal muy relevante. No,
esta Semana Santa por suerte o por desgracia, aunque no creo que ni lo uno ni
lo otro tengan nada que ver en los cambios, no ha sido como las anteriores. Las
anteriores se desarrollaron en un entorno que controlaba con un futuro estable
por delante sin cambios y sin decisiones relevantes y decisivas que tomar. La
de este año no ha sido así. Antes de comenzar los días grandes de la Pascua de
este año recibí una noticia que me turbó y cambió todo mi planteamiento mental,
afectando relevantemente a mi situación personal, o que afectaría
relevantemente a mi situación personal si yo tomo la decisión de que así sea.
Es muy probable
que en un periodo de tiempo tenga que tomar una decisión que cambiará mucho. Y
eso es lo que me lleva reconcomiendo la cabeza toda esta Semana Santa, lo que
ha hecho de esta Pascua algo extraño y muy diferente a todas las anteriores, y
probablemente también a las siguientes que deban venir en los años que hay por
delante de nosotros aunque estos todavía no existan ni puedan ni deban ser
imaginados. Son las decisiones que pueden afectar seriamente al ámbito personal
las más complicadas de tomar. Pero siempre hay que decidir. De hecho lo hacemos
constantemente. El problema es que las decisiones que tomamos todos los días y
a todas horas no nos cambian la vida de manera relevante, no ya en un futuro a
muy corto plazo, sino a la larga. Son las decisiones que sabemos que nos
transformarán en otra personas las que más nos cuesta tomar, básicamente porque
el ser humano es un animal que necesita seguridad para hacerlo todo, salvo
contadas excepciones temerarias, un animal al que no le gusta el riesgo porque
se ha acomodado a vivir tranquilamente en un entorno que más o menos es capaz
de controlar.
Lo que tengo que decidir
no lo puedo controlar y por eso me perturba, me genera incertidumbre y miedo,
mucho miedo. Pero son los hechos y es la vida. Esta Pascua la voy a recordar
toda mi vida, no por haber sido ligeramente diferente a las anteriores, sino
por probablemente ser diferente a todas las que en el futuro puedan venir y
pueda vivir. Además la semana que viene es mi cumpleaños, un cuarto de siglo,
que tampoco va a ser igual que todos los anteriores, empezando por la edad que
cumplo, y siguiendo por las mismas razones que acabo de exponer aquí. También
en esto esta Pascua ha sido extraña ya que mi cumpleaños no cae cerca de la
Semana Santa sino que ésta ya ha acabado, cuando habitualmente mi cumpleaños
siempre ha caído o el fin de semana del Domingo de Ramos, o en el de
Resurrección, sino justo en mitad de estos días de celebración de fe religiosa
y espiritualidad. Vamos que la Pascua de este año ha sido y será siempre una
Pascua extraña venga lo que tenga que venir.
Caronte.