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Estaban todavía
riéndose en la barra cuando el camarero le hizo un gesto con la cabeza
señalando a la puerta del local. Él se giró y allí estaba ella acabando de
entrar en el ya más oscuro local y quitándose el abrigo que llevaba puesto para
dejar ver el vestido azul oscuro, o podía ser negro ya que no se distinguía muy
bien, ajustado que llevaba ella y que hizo que a él le diera un vuelco el
corazón y anticipara que no iba a ser nada fácil no pensar en ese vestido que
tan pegado iba a su piel y que hacía que las formas de ella quedaran totalmente
resaltadas y ocultas a cualquier imaginación perversa. Sin levantarse del
taburete de la barra aunque totalmente girado en dirección a la entrada del
local parecía querer decirla, aunque había vuelto a quedarse paralizado por
algo que no sabía muy bien qué era, que estaba allí. Ella dio un par de pasos
encaminándose a la barra a la vez que le buscaba por el local. Él viendo que
ella no terminaba de reparar en su presencia decidió por impulso casi
irracional levantarse del taburete y dar un par de pasos hacia ella para darse a
ver. Al final él llegó casi hasta su altura, cuando ella por fin dio con él e
inmediatamente le saludó tan efusiva, cordial y amigablemente como lo había
sido por teléfono el día anterior.
– Hola. No te
veía. – Y tras decir esto ella tomó la iniciativa y le plantó dos besos en
sendas mejillas. Esto le permitió a él poder sentirla por primera vez y oler su
perfume y acercarse a su perfecto cuello.
– Ya, aquí siempre
hay que esperar unos minutos a que la vista se acostumbra a la poca luz que
hay. – Dijo él intentando contestar algo que no fuera una tontería, aunque sólo
le saliera esta vaguedad.
– Es la oscuridad
lo que se busca en lugares así, ¿no? – Dijo ella.
– Supongo que sí.
– Replicó él.
– ¿Nos sentamos en
esa mesa de ahí y así estamos más cómodos y tranquilos? – Le preguntó ella
indicando también con un ligero movimiento de cabeza una zona del local donde
había sillones y mesas donde muchos clientes, ya avanzada la noche, acababan
intentando ligar y no caerse de lo achispados que fuesen.
– Por mí perfecto.
– Contestó él. – ¿Quieres algo de beber? – Le preguntó a continuación para
mostrarse cortés.
– Ya sabe Miguel
qué quiero, no te preocupes. – Tras decir esto ella él se quedó algo
desconcertado ya que casi nunca él llamaba al camarero por su nombre.
– Ah. ¿Vienes
entonces mucho por este local? – Quiso saber él.
– Pues la verdad
es que no demasiado, pero últimamente sí ya que me he mudado hace poco y esta
es una zona que no me pilla demasiado lejos.
Quedaron unos
segundos en silencio ambos. Él esperaba que llegara el camarero para darle a
ella su bebida y así tener algo de qué hablar porque se había quedado
totalmente en blanco y no sabía qué decir, se sentía algo incómodo y defraudado
consigo mismo. Ella por su parte le mirara divertida observando su incomodidad,
sus nervios y quizá también sus miedos; sabía que imponía a los hombres pero
con él era mucho mayor el efecto. Al final decidió no alargar más la agonía de
él y volvió a hablar.
– Bueno, ahora que
estamos frente a frente, dime porqué has tardado tanto en llamar. Si te dejé la
tarjeta es porque te vi mirarme las dos veces que nos hemos cruzado en este
local. No me quitabas ojo. – Dijo ella intentando que él perdiera el miedo a
hablar y lo hiciera como algo normal.
– Supongo que no
estoy muy acostumbrado a quedar con mujeres. – Soltó él, tras lo cual se quedó
muy sorprendido de haber respondido tal cosa.
– ¿No has tenido
nunca pareja, novia, chica, o rollo con nadie? – Volvió a insistir ella en esos
asuntos personales.
– No como tal. He
estado con mujeres pero no las puedo considerar nada de eso que has dicho.
Nunca se me han dado bien las relaciones personales, siempre he tenido una
especie de miedo. – Dijo él.
– ¿Miedo a qué? No
sé si sabes que las mujeres no matamos a nadie, ni nos comemos a nadie. Lo
único que podemos ser un poco frías si un hombre no nos gusta, a veces incluso
crueles. Pero lo peor que te puedes llevar es un no. Y a una palabra no hay que
tenerla miedo. – Dijo ella mirándole a los ojos a él, aunque él no la
correspondiera haciendo lo mismo. De momento evitaba cualquier contacto visual
directo y prolongado con ella.
– No eres la
primera persona que me dice eso. Pero los miedos son irracionales. – Replicó él
con un tono más defensivo de lo que hubiera deseado.
– Tienes razón y
quizá no debería haber tomado tantas confianzas de primeras. – Se disculpó
sutilmente ella.
– No hay problema.
Tú sin embargo cuando te he visto las dos veces ibas acompañada. ¿Eran
novietes, rollos? – Preguntó ahora él.
– Puede decirse
que sí. – Al decir esto él cambió un poco su gesto. – Pero eran mamarrachos, no
merecían la pena. Poco duraron. – Siguió ella al ver que el rostro de él
adquiría una mueca parecida a la decepción.
– Ambos hombres
parecían mucho mayores que tú. – Dijo él intentando no sonar muy mal ni
atrevido.
– Una no siempre
acierta con sus elecciones. Pero no creo que debamos hablar más de ellos, no
están aquí. No estarán más. Hablemos mejor de nosotros ¿no? – Dijo ella sin
sonar ofendida pero sí resuelta a cortar ahí esa conversación que podría llegar
a ser peligrosa si se profundizaba más en ella.
Hablaron bastante
rato más, al menos el tiempo que se tardan en beber dos copas, porque esas
fueron las que pidieron de más al camarero. Fue Miguel quien se las sirvió en
la mesa preguntándoles además si estaban a gusto o querían algo especial para
beber. Él notó como cuando el camarero se dirigía a ella adoptaba un gesto muy
servicial, demasiado amable para lo que solía ser habitual en él, como si la
conociera de más ocasiones que simplemente un par de ellas. No le dio mayor
importancia de la que tenía, en el fondo Miguel era un camarero con muchas
tablas y noches a sus espaldas y siempre se mostraba bastante amable con todo
el mundo de primeras, a no ser que alguna persona se dirigiera a él de malas
formas, entonces podía llegar a ser lo más borde y arisco del mundo. También se
dio cuenta de que al marcharse después de llevarles las consumiciones le lanzó
las dos veces una mirada que iba más allá de la de simple complicidad, una
mirada que parecía expresar sorpresa por lo que estaba viendo. No dejaba de ser
una mirada irónica, o al menos es lo que él interpretó.
– ¿Ya es la
tercera copa que te tomas? A ver si te vas a chispar un poco. – Comentó ella
sonriéndole.
– No te preocupes
el alcohol no suele afectarme demasiado. – Contestó él evitando decirle la
verdad sobre sus consumiciones en el local.
– Supongo que el
alcohol no te afectará mucho. Lo que no tengo tan claro es que los zumos no lo
hagan. – Volvió a decir ella y tras hacerlo se echó a reír, haciendo que a él
se le pusiera cara de cuadro cubista: totalmente desencajada, pálida.
– ¿Pero se puede
saber cómo lo has sabido? – Preguntó él tras superar la vergüenza inicial y
sintiendo como un calor le recorría todo el cuerpo y se fijaba en su cara.
– Miguel me lo ha
dicho. Pero no te enfades con él porque cualquier mujer observadora se hubiera
dado cuenta. La copa huele demasiado dulce y poco a alcohol. – Le respondió
ella.
– Nunca me ha
gustado el alcohol. Solo tolero la sidra y cada vez que voy a Asturias no bebo
otra cosa. Más de una vez al salir de alguna sidrería la cabeza me ha dado más
vueltas de lo normal. – Contó él esbozando una tímida sonrisa y buscando en
ella otra de esas amplias y radiantes carcajadas.
– A mí tampoco es
que me guste demasiado, pero no digo que no. Pero no suelo emborracharme mucho.
Esa época ya pasó hace años. – Dijo ella.
– Tampoco habrá
pasado hace tanto tiempo. Si puedo preguntarte, ¿cuántos años tienes? –
Preguntó él de manera tímida y precavida esperando no haber sido demasiado
directo a una pregunta que no suele hacer mucha gracia a las mujeres.
– No sabes que es
de mala educación preguntar la edad a una mujer. – Respondió ella lo más seria
que había estado toda la noche, haciendo que él se acojonara un poco y pensara
que la había cagado pero bien y que iba a ser muy difícil sacar el pie, o mejor
dicho pierna entera y parte del tronco, del charco en el que se había metido él
solito.
– Perdona no
quería moles.... – Empezó a decir él pero fue interrumpido sin acabar la frase.
– Pero no seas tan
así hombre. – Y se echó ella a reír otra vez. – No me ha molestado, es más
probablemente tendría que habértela dicho antes y haber preguntado por la tuya.
Tengo 27 años.
– Los mismos que
aparentas, aunque soy muy malo para eso de echar años a la gente, en alguna
ocasión me he llevado un mal gesto y una buena contestación por parte de una
mujer en este local por ello, aunque haya sido luego motivo de risa para Miguel
cuando se lo he contado. Yo tengo 34. Un poquito más mayor. Ya me noto los
achaques de la edad. – Dijo esto último para intentar hacer una broma y que
ella volviera a sonreír para poder contemplar ese dulce rostro que le tenía
totalmente loco.
– Uff, qué viejo.
– Exclamó ella echándose ligeramente hacia atrás en su silla y haciendo con la
cara un gesto de asombro. Esto volvió a matarle y le hizo pensar que a lo mejor
era demasiada la diferencia de edad, aunque teniendo en cuenta que con los
hombre que la había visto antes se llevaba bastante más años aparentemente, no
entendía del todo ese amago de rechazo. Pronto se dio cuenta que volvía a estar
bromeando. – Es broma. Pensaba que tenían algunos menos, te conservas bien,
pareces más joven.
– Bueno será que
salgo a corres de vez en cuando. – Dijo él con algo de timidez y vergüenza al
ser casi piropeado por ella.
– ¡Y encima
deportista! Menudo pelotazo puedo llegar a dar contigo. – Exclamó ella.
– Bueno
deportista, deportista tampoco. Que no corro todos los días, solo los que hace
bueno y el trabajo me deja tiempo.
La conversación
siguió por temas poco trascendentes. Pasó el tiempo y sin darse siquiera cuenta
de lo que pasaba a su alrededor el local se fue animando y llenando de gente.
La música, que cuando llegaron no estaba todavía en su punto álgido, ahora
llenaba todos los rincones del local haciendo que las conversaciones tuvieran
que ser más íntimas y cercanas para poder ser escuchadas. Llevaban más de dos
horas hablando cuando él se dio cuenta de la hora que era, cerca de las dos de
la madrugada. Se le había pasado el tiempo volando y lo peor es que estaban
llegando a un punto en el que el siguiente paso sería ir acabándola y decidir
donde acabar la noche. Él no quería que ella fuera como las demás mujeres con
las que se había acostado tras haberlas conocido someramente una de sus noches
de caza en el local, y por eso no sabía cómo actuar esa noche. No estaba
acostumbrado, nunca lo había estado, a ligar de verdad, es decir a conocer a
una chica y no llevársela a la cama a las primeras de cambio y no volverla a
ver después de echarla un polvo. Quería que ella fuera diferente por eso pensó
que lo mejor sería acompañarla hasta su casa y sacarla una promesa de volver a
quedar, aunque no por la noche sino quizá a comer o ir al teatro.
– ¿Has visto la
hora que es? – Preguntó él.
– Pues no porque
no suelo llevar reloj, y además cuando me lo estoy pasando bien y estoy cómoda
el tiempo no me importa. – Respondió ella con total sinceridad.
– ¿Quieres otra
copa o nos vamos a otro sitio?
– ¿Tienes prisa
por que acabe la noche? – Quiso saber ella.
– No, en absoluto.
Me lo estoy pasando muy bien, pero nunca había estado hasta tan tarde en este
local. Siempre suelo irme antes. – Contestó él.
– ¿Acompañado
siempre? – Volvió ella a preguntar con interés.
– No siempre. Pero
sí la mayoría de las veces. – Respondió él bajando algo la vista, desviándola
de los ojos de ella, que no habían dejado de estar fijos en los de él en toda
la noche.
– Entonces soy
como la mayoría. – Respondió ella con algo más de dureza en su voz.
– Para nada. –
Dijo él con absoluta sinceridad volviendo a posar sus ojos en los de ella. –
Eres completamente diferente al resto de chicas con las que termino yéndome a
casa.
– Conmigo todavía
no te has ido que conste. – Dijo ella a la vez que levantaba su mano derecha
como indicando una excepción importante.
– No, es cierto.
Por eso no sé que tengo que hacer ahora. No sé si decirte que nos tomemos algo
en mi casa y así dejamos esta jaula de grillo en la que se está convirtiendo el
local, cada vez más lleno de desesperados buscando pareja para lo que queda de
noche; o si acompañarte a tu casa y que sea allí donde nos la tomemos. Dudo
incluso de que quiera que la noche acabe como suelen hacerlo cada vez que vengo
aquí.
– Si quieres vamos
a mi casa. No está demasiado lejos de aquí y podemos ir dando un paseo y así
seguir hablando un rato más. – Terminó por decir ella sonriéndole tiernamente,
viendo cómo él de verdad no era como los otros hombres con los que había estado
y estaba acostumbrada a estar.
Se levantaron de
la mesa, cogieron sus respectivos abrigos. Él la ayudó a ponerse el suyo
intentando ser lo más caballeroso posible, aunque quizá no viniera al caso. Se
acercaron a la barra para pagar sus consumiciones. En ese momento él se
adelantó y dijo que invitaba él. Pagó a Miguel y se despidió de él hasta la
próxima. A modo de despedida el camarero le guiñó un ojo y le dijo que esperaba
volverle a ver pronto en tan buena compañía como la de esa noche. Salieron del
local y la fría noche de Madrid les recibió con los brazos abiertos. Para ser
más de las dos de la madrugada había bastante movimiento en esas calles del
centro: en Madrid las calles nunca dormían, nunca morían con la llegada de la
noche, siempre es posible encontrar transeúntes a cualquier hora del día o la
noche caminando, o en algunos casos y dependiendo de la hora, deambulando son
rumbo por esas calles estrechas iluminadas por la luz anaranjada de las farolas
que él tanto odiaba.
Ella se agarró del
brazo de él y pusieron rumbo a su casa. Pasaron por la puerta de unos cuantos
locales vecinos del que acababan de salir, aunque ninguno de ellos tenían ni la
fama ni el nivel del DKN@S. Varios grupos de hombre apostados en las puertas de
dichos locales fumando se quedaron mirándola cuando pasaban cerca. Alguno de
esos hombre se atrevió incluso, llevado probablemente por los influjos
irracionales del alcohol o alguna sustancia algo más perniciosa, a dedicarla
algún que otro piropo fuera de tono y lugar, haciendo que él intentara hacer el
amago de enfrentarse con el que había pronunciado semejantes soeces. Amago
interrumpido por ella que cuando notaba que él quería zafarse de su brazo para
ir contra el musculitos que la había ofendido, a su parecer, apretaba el paso y
le decía que no hiciera caso de esos mamarrachos que no le llegaban a él ni a
la altura del zapato y que ni en sus mejores sueños podrían llegar a imaginarse
teniendo en los brazos a una mujer.
Tras recorrer
varias calles, salieron de la zona de salidas nocturnas de los madrileños y
pasaron a un barrio más residencial y tranquilo, o de marcha más sofisticada y
snob, más pija quizá, con edificios de fachadas adornadas por moldes de
escayola, balconadas acristaladas y grandes portales con puertas de hierro
inmensas que dejaban siempre entrever unos interiores de lujo, más propio de
una época pasada ya en la que la burguesía más acomodada decidió levantar
edificios de viviendas enormes donde poder vivir ampliamente como si de
pequeños palacetes se tratara. La zona por la que ahora iban era muy cara,
quizá de las más caras de la capital, y además estaba en la dirección opuesta a
la casa de él. Dejaron una gran calle, vacía de todo vehículo a motor salvo
algún taxi con el letrero luminoso señalando que estaba libre, y se encaminaron
por una calle algo más estrecha pero con el mismo tipo de edificios. Él dudaba
de que estuvieran yendo a la casa de ella, no creía posible que una mujer tan
joven, que no había cumplido la treintena, pudiera vivir en una zona tan
exclusiva. Pero se equivocaba. Al final llegaron a un portal, no tan opulento
como los que habían pasado pero sí lo suficiente como para dejar ver que ese
edificio tenía pisos bastante grandes, lujosos y al alcance de muy pocos
bolsillos.
– ¿Vives aquí? –
Preguntó él intrigado por la sorpresa.
– Sí. Es una
herencia familiar. Mi abuela era una señora con mucho dinero que a lo largo de
su vida supo invertir bien el dinero de su marido que solo sabía trabajar y
trabajar en la empresa familiar. No te asustes que yo no me podría haber
permitido esta casona. – Explicó ella intentando quitar importancia al asunto.
– Pues sí que supo
invertir. Ya me gustaría tener una casa en esta zona de Madrid. – Volvió a
decir él mirando el portal que tenía delante.
– ¿Quieres subir?
– Preguntó ella. Para él fue un alivio que no añadiera eso de “a tomar la
última en mi casa”, porque le parecía de lo más repelente del mundo y además
pasado de moda hace décadas aunque hubiera gente, muchas mujeres, que seguían
usando esa expresión.
– No te voy a
negar que sí que me gustaría. Pero creo que no voy a hacerlo. No quiero que
esta noche se parezca a todas las demás que paso en el DKN@S y en las que suelo
acabar en la cama, mía o ajena, con una mujer para no volverla a ver más. –
Dijo él cogiendo la mano de ella con las suyas. – A ti te quiero volver a ver
en más ocasiones si quisieras.
– A mí también me
gustaría volver a verte en otra ocasión. Tienes mi teléfono y podrás llamarme
las veces que quieras. Pero también podemos subir hoy a mi piso. – Dijo ella
mirándole a los ojos y aunque no estaba seria, sí estaba menos sonriente que
hacía unos minutos.
– Hoy no de
verdad. – Le costó decir esto último, quería y no quería subir a su piso.
Quería, ansiaba poder desnudarla y hacer el amor con ella, pero al mismo tiempo
no quería que fuera como siempre. Siguió mirándola a los ojos y continuó
hablando. – Me gustas mucho, tampoco en eso puedo engañarte. Me gustas más de
lo que ninguna mujer me ha gustado antes y además estoy cómodo contigo, me
siento bien hablando de cualquier cosa contigo. No eres como las demás mujeres
con las que he solido flirtear, si es que alguna vez he hecho tal cosa. Por eso
quiero que, siempre que a ti te apetezca, mañana quedemos a cenar en un
restaurante que conozco y que creo que te gustará.
– A mí también me
pareces un hombre muy interesante. Tampoco eres como los demás que han estado
conmigo alguna vez. Pensaba que ibas a estar deseando llegar a mi casa y subir.
Pero si quieres que mañana nos volvamos a ver y las cosas las hagamos más
despacio, yo no tengo problema alguno. – Dijo ella.
– Y me gustaría
mucho subir a tu piso. De verdad. Pero hoy no, en serio. – Volvió a repetir él.
– ¿Me llamas
entonces mañana para quedar cuando sea? – Le preguntó ella.
– Sí. Yo te llamo
mañana.
– Pues entonces,
hasta mañana. Me lo he pasado muy bien contigo. – Terminó de decir esto y se
acercó a él para besarle. Él hubiera esperado un beso en las mejillas, quizá
algo cercano a los labios, pero no un beso en la boca en toda regla. Le pilló
por sorpresa y cuando se quiso dar cuenta tenía la lengua de ella buscándole la
suya. Disfrutó de ese beso como no había disfrutado nunca de ninguno.
Caronte.
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