domingo, 26 de abril de 2015

El Vals del Emperador (XXI)

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Estaban todavía riéndose en la barra cuando el camarero le hizo un gesto con la cabeza señalando a la puerta del local. Él se giró y allí estaba ella acabando de entrar en el ya más oscuro local y quitándose el abrigo que llevaba puesto para dejar ver el vestido azul oscuro, o podía ser negro ya que no se distinguía muy bien, ajustado que llevaba ella y que hizo que a él le diera un vuelco el corazón y anticipara que no iba a ser nada fácil no pensar en ese vestido que tan pegado iba a su piel y que hacía que las formas de ella quedaran totalmente resaltadas y ocultas a cualquier imaginación perversa. Sin levantarse del taburete de la barra aunque totalmente girado en dirección a la entrada del local parecía querer decirla, aunque había vuelto a quedarse paralizado por algo que no sabía muy bien qué era, que estaba allí. Ella dio un par de pasos encaminándose a la barra a la vez que le buscaba por el local. Él viendo que ella no terminaba de reparar en su presencia decidió por impulso casi irracional levantarse del taburete y dar un par de pasos hacia ella para darse a ver. Al final él llegó casi hasta su altura, cuando ella por fin dio con él e inmediatamente le saludó tan efusiva, cordial y amigablemente como lo había sido por teléfono el día anterior.

– Hola. No te veía. – Y tras decir esto ella tomó la iniciativa y le plantó dos besos en sendas mejillas. Esto le permitió a él poder sentirla por primera vez y oler su perfume y acercarse a su perfecto cuello.
– Ya, aquí siempre hay que esperar unos minutos a que la vista se acostumbra a la poca luz que hay. – Dijo él intentando contestar algo que no fuera una tontería, aunque sólo le saliera esta vaguedad.
– Es la oscuridad lo que se busca en lugares así, ¿no? – Dijo ella.
– Supongo que sí. – Replicó él.
– ¿Nos sentamos en esa mesa de ahí y así estamos más cómodos y tranquilos? – Le preguntó ella indicando también con un ligero movimiento de cabeza una zona del local donde había sillones y mesas donde muchos clientes, ya avanzada la noche, acababan intentando ligar y no caerse de lo achispados que fuesen.
– Por mí perfecto. – Contestó él. – ¿Quieres algo de beber? – Le preguntó a continuación para mostrarse cortés.
– Ya sabe Miguel qué quiero, no te preocupes. – Tras decir esto ella él se quedó algo desconcertado ya que casi nunca él llamaba al camarero por su nombre.
– Ah. ¿Vienes entonces mucho por este local? – Quiso saber él.
– Pues la verdad es que no demasiado, pero últimamente sí ya que me he mudado hace poco y esta es una zona que no me pilla demasiado lejos.

Quedaron unos segundos en silencio ambos. Él esperaba que llegara el camarero para darle a ella su bebida y así tener algo de qué hablar porque se había quedado totalmente en blanco y no sabía qué decir, se sentía algo incómodo y defraudado consigo mismo. Ella por su parte le mirara divertida observando su incomodidad, sus nervios y quizá también sus miedos; sabía que imponía a los hombres pero con él era mucho mayor el efecto. Al final decidió no alargar más la agonía de él y volvió a hablar.

– Bueno, ahora que estamos frente a frente, dime porqué has tardado tanto en llamar. Si te dejé la tarjeta es porque te vi mirarme las dos veces que nos hemos cruzado en este local. No me quitabas ojo. – Dijo ella intentando que él perdiera el miedo a hablar y lo hiciera como algo normal.
– Supongo que no estoy muy acostumbrado a quedar con mujeres. – Soltó él, tras lo cual se quedó muy sorprendido de haber respondido tal cosa.
– ¿No has tenido nunca pareja, novia, chica, o rollo con nadie? – Volvió a insistir ella en esos asuntos personales.
– No como tal. He estado con mujeres pero no las puedo considerar nada de eso que has dicho. Nunca se me han dado bien las relaciones personales, siempre he tenido una especie de miedo. – Dijo él.
– ¿Miedo a qué? No sé si sabes que las mujeres no matamos a nadie, ni nos comemos a nadie. Lo único que podemos ser un poco frías si un hombre no nos gusta, a veces incluso crueles. Pero lo peor que te puedes llevar es un no. Y a una palabra no hay que tenerla miedo. – Dijo ella mirándole a los ojos a él, aunque él no la correspondiera haciendo lo mismo. De momento evitaba cualquier contacto visual directo y prolongado con ella.
– No eres la primera persona que me dice eso. Pero los miedos son irracionales. – Replicó él con un tono más defensivo de lo que hubiera deseado.
– Tienes razón y quizá no debería haber tomado tantas confianzas de primeras. – Se disculpó sutilmente ella.
– No hay problema. Tú sin embargo cuando te he visto las dos veces ibas acompañada. ¿Eran novietes, rollos? – Preguntó ahora él.
– Puede decirse que sí. – Al decir esto él cambió un poco su gesto. – Pero eran mamarrachos, no merecían la pena. Poco duraron. – Siguió ella al ver que el rostro de él adquiría una mueca parecida a la decepción.
– Ambos hombres parecían mucho mayores que tú. – Dijo él intentando no sonar muy mal ni atrevido.
– Una no siempre acierta con sus elecciones. Pero no creo que debamos hablar más de ellos, no están aquí. No estarán más. Hablemos mejor de nosotros ¿no? – Dijo ella sin sonar ofendida pero sí resuelta a cortar ahí esa conversación que podría llegar a ser peligrosa si se profundizaba más en ella.

Hablaron bastante rato más, al menos el tiempo que se tardan en beber dos copas, porque esas fueron las que pidieron de más al camarero. Fue Miguel quien se las sirvió en la mesa preguntándoles además si estaban a gusto o querían algo especial para beber. Él notó como cuando el camarero se dirigía a ella adoptaba un gesto muy servicial, demasiado amable para lo que solía ser habitual en él, como si la conociera de más ocasiones que simplemente un par de ellas. No le dio mayor importancia de la que tenía, en el fondo Miguel era un camarero con muchas tablas y noches a sus espaldas y siempre se mostraba bastante amable con todo el mundo de primeras, a no ser que alguna persona se dirigiera a él de malas formas, entonces podía llegar a ser lo más borde y arisco del mundo. También se dio cuenta de que al marcharse después de llevarles las consumiciones le lanzó las dos veces una mirada que iba más allá de la de simple complicidad, una mirada que parecía expresar sorpresa por lo que estaba viendo. No dejaba de ser una mirada irónica, o al menos es lo que él interpretó.

– ¿Ya es la tercera copa que te tomas? A ver si te vas a chispar un poco. – Comentó ella sonriéndole.
– No te preocupes el alcohol no suele afectarme demasiado. – Contestó él evitando decirle la verdad sobre sus consumiciones en el local.
– Supongo que el alcohol no te afectará mucho. Lo que no tengo tan claro es que los zumos no lo hagan. – Volvió a decir ella y tras hacerlo se echó a reír, haciendo que a él se le pusiera cara de cuadro cubista: totalmente desencajada, pálida.
– ¿Pero se puede saber cómo lo has sabido? – Preguntó él tras superar la vergüenza inicial y sintiendo como un calor le recorría todo el cuerpo y se fijaba en su cara.
– Miguel me lo ha dicho. Pero no te enfades con él porque cualquier mujer observadora se hubiera dado cuenta. La copa huele demasiado dulce y poco a alcohol. – Le respondió ella.
– Nunca me ha gustado el alcohol. Solo tolero la sidra y cada vez que voy a Asturias no bebo otra cosa. Más de una vez al salir de alguna sidrería la cabeza me ha dado más vueltas de lo normal. – Contó él esbozando una tímida sonrisa y buscando en ella otra de esas amplias y radiantes carcajadas.
– A mí tampoco es que me guste demasiado, pero no digo que no. Pero no suelo emborracharme mucho. Esa época ya pasó hace años. – Dijo ella.
– Tampoco habrá pasado hace tanto tiempo. Si puedo preguntarte, ¿cuántos años tienes? – Preguntó él de manera tímida y precavida esperando no haber sido demasiado directo a una pregunta que no suele hacer mucha gracia a las mujeres.
– No sabes que es de mala educación preguntar la edad a una mujer. – Respondió ella lo más seria que había estado toda la noche, haciendo que él se acojonara un poco y pensara que la había cagado pero bien y que iba a ser muy difícil sacar el pie, o mejor dicho pierna entera y parte del tronco, del charco en el que se había metido él solito.
– Perdona no quería moles.... – Empezó a decir él pero fue interrumpido sin acabar la frase.
– Pero no seas tan así hombre. – Y se echó ella a reír otra vez. – No me ha molestado, es más probablemente tendría que habértela dicho antes y haber preguntado por la tuya. Tengo 27 años.
– Los mismos que aparentas, aunque soy muy malo para eso de echar años a la gente, en alguna ocasión me he llevado un mal gesto y una buena contestación por parte de una mujer en este local por ello, aunque haya sido luego motivo de risa para Miguel cuando se lo he contado. Yo tengo 34. Un poquito más mayor. Ya me noto los achaques de la edad. – Dijo esto último para intentar hacer una broma y que ella volviera a sonreír para poder contemplar ese dulce rostro que le tenía totalmente loco.
– Uff, qué viejo. – Exclamó ella echándose ligeramente hacia atrás en su silla y haciendo con la cara un gesto de asombro. Esto volvió a matarle y le hizo pensar que a lo mejor era demasiada la diferencia de edad, aunque teniendo en cuenta que con los hombre que la había visto antes se llevaba bastante más años aparentemente, no entendía del todo ese amago de rechazo. Pronto se dio cuenta que volvía a estar bromeando. – Es broma. Pensaba que tenían algunos menos, te conservas bien, pareces más joven.
– Bueno será que salgo a corres de vez en cuando. – Dijo él con algo de timidez y vergüenza al ser casi piropeado por ella.
– ¡Y encima deportista! Menudo pelotazo puedo llegar a dar contigo. – Exclamó ella.
– Bueno deportista, deportista tampoco. Que no corro todos los días, solo los que hace bueno y el trabajo me deja tiempo.

La conversación siguió por temas poco trascendentes. Pasó el tiempo y sin darse siquiera cuenta de lo que pasaba a su alrededor el local se fue animando y llenando de gente. La música, que cuando llegaron no estaba todavía en su punto álgido, ahora llenaba todos los rincones del local haciendo que las conversaciones tuvieran que ser más íntimas y cercanas para poder ser escuchadas. Llevaban más de dos horas hablando cuando él se dio cuenta de la hora que era, cerca de las dos de la madrugada. Se le había pasado el tiempo volando y lo peor es que estaban llegando a un punto en el que el siguiente paso sería ir acabándola y decidir donde acabar la noche. Él no quería que ella fuera como las demás mujeres con las que se había acostado tras haberlas conocido someramente una de sus noches de caza en el local, y por eso no sabía cómo actuar esa noche. No estaba acostumbrado, nunca lo había estado, a ligar de verdad, es decir a conocer a una chica y no llevársela a la cama a las primeras de cambio y no volverla a ver después de echarla un polvo. Quería que ella fuera diferente por eso pensó que lo mejor sería acompañarla hasta su casa y sacarla una promesa de volver a quedar, aunque no por la noche sino quizá a comer o ir al teatro.

– ¿Has visto la hora que es? – Preguntó él.
– Pues no porque no suelo llevar reloj, y además cuando me lo estoy pasando bien y estoy cómoda el tiempo no me importa. – Respondió ella con total sinceridad.
– ¿Quieres otra copa o nos vamos a otro sitio?
– ¿Tienes prisa por que acabe la noche? – Quiso saber ella.
– No, en absoluto. Me lo estoy pasando muy bien, pero nunca había estado hasta tan tarde en este local. Siempre suelo irme antes. – Contestó él.
– ¿Acompañado siempre? – Volvió ella a preguntar con interés.
– No siempre. Pero sí la mayoría de las veces. – Respondió él bajando algo la vista, desviándola de los ojos de ella, que no habían dejado de estar fijos en los de él en toda la noche.
– Entonces soy como la mayoría. – Respondió ella con algo más de dureza en su voz.
– Para nada. – Dijo él con absoluta sinceridad volviendo a posar sus ojos en los de ella. – Eres completamente diferente al resto de chicas con las que termino yéndome a casa.
– Conmigo todavía no te has ido que conste. – Dijo ella a la vez que levantaba su mano derecha como indicando una excepción importante.
– No, es cierto. Por eso no sé que tengo que hacer ahora. No sé si decirte que nos tomemos algo en mi casa y así dejamos esta jaula de grillo en la que se está convirtiendo el local, cada vez más lleno de desesperados buscando pareja para lo que queda de noche; o si acompañarte a tu casa y que sea allí donde nos la tomemos. Dudo incluso de que quiera que la noche acabe como suelen hacerlo cada vez que vengo aquí.
– Si quieres vamos a mi casa. No está demasiado lejos de aquí y podemos ir dando un paseo y así seguir hablando un rato más. – Terminó por decir ella sonriéndole tiernamente, viendo cómo él de verdad no era como los otros hombres con los que había estado y estaba acostumbrada a estar.

Se levantaron de la mesa, cogieron sus respectivos abrigos. Él la ayudó a ponerse el suyo intentando ser lo más caballeroso posible, aunque quizá no viniera al caso. Se acercaron a la barra para pagar sus consumiciones. En ese momento él se adelantó y dijo que invitaba él. Pagó a Miguel y se despidió de él hasta la próxima. A modo de despedida el camarero le guiñó un ojo y le dijo que esperaba volverle a ver pronto en tan buena compañía como la de esa noche. Salieron del local y la fría noche de Madrid les recibió con los brazos abiertos. Para ser más de las dos de la madrugada había bastante movimiento en esas calles del centro: en Madrid las calles nunca dormían, nunca morían con la llegada de la noche, siempre es posible encontrar transeúntes a cualquier hora del día o la noche caminando, o en algunos casos y dependiendo de la hora, deambulando son rumbo por esas calles estrechas iluminadas por la luz anaranjada de las farolas que él tanto odiaba.

Ella se agarró del brazo de él y pusieron rumbo a su casa. Pasaron por la puerta de unos cuantos locales vecinos del que acababan de salir, aunque ninguno de ellos tenían ni la fama ni el nivel del DKN@S. Varios grupos de hombre apostados en las puertas de dichos locales fumando se quedaron mirándola cuando pasaban cerca. Alguno de esos hombre se atrevió incluso, llevado probablemente por los influjos irracionales del alcohol o alguna sustancia algo más perniciosa, a dedicarla algún que otro piropo fuera de tono y lugar, haciendo que él intentara hacer el amago de enfrentarse con el que había pronunciado semejantes soeces. Amago interrumpido por ella que cuando notaba que él quería zafarse de su brazo para ir contra el musculitos que la había ofendido, a su parecer, apretaba el paso y le decía que no hiciera caso de esos mamarrachos que no le llegaban a él ni a la altura del zapato y que ni en sus mejores sueños podrían llegar a imaginarse teniendo en los brazos a una mujer.

Tras recorrer varias calles, salieron de la zona de salidas nocturnas de los madrileños y pasaron a un barrio más residencial y tranquilo, o de marcha más sofisticada y snob, más pija quizá, con edificios de fachadas adornadas por moldes de escayola, balconadas acristaladas y grandes portales con puertas de hierro inmensas que dejaban siempre entrever unos interiores de lujo, más propio de una época pasada ya en la que la burguesía más acomodada decidió levantar edificios de viviendas enormes donde poder vivir ampliamente como si de pequeños palacetes se tratara. La zona por la que ahora iban era muy cara, quizá de las más caras de la capital, y además estaba en la dirección opuesta a la casa de él. Dejaron una gran calle, vacía de todo vehículo a motor salvo algún taxi con el letrero luminoso señalando que estaba libre, y se encaminaron por una calle algo más estrecha pero con el mismo tipo de edificios. Él dudaba de que estuvieran yendo a la casa de ella, no creía posible que una mujer tan joven, que no había cumplido la treintena, pudiera vivir en una zona tan exclusiva. Pero se equivocaba. Al final llegaron a un portal, no tan opulento como los que habían pasado pero sí lo suficiente como para dejar ver que ese edificio tenía pisos bastante grandes, lujosos y al alcance de muy pocos bolsillos.

– ¿Vives aquí? – Preguntó él intrigado por la sorpresa.
– Sí. Es una herencia familiar. Mi abuela era una señora con mucho dinero que a lo largo de su vida supo invertir bien el dinero de su marido que solo sabía trabajar y trabajar en la empresa familiar. No te asustes que yo no me podría haber permitido esta casona. – Explicó ella intentando quitar importancia al asunto.
– Pues sí que supo invertir. Ya me gustaría tener una casa en esta zona de Madrid. – Volvió a decir él mirando el portal que tenía delante.
– ¿Quieres subir? – Preguntó ella. Para él fue un alivio que no añadiera eso de “a tomar la última en mi casa”, porque le parecía de lo más repelente del mundo y además pasado de moda hace décadas aunque hubiera gente, muchas mujeres, que seguían usando esa expresión.
– No te voy a negar que sí que me gustaría. Pero creo que no voy a hacerlo. No quiero que esta noche se parezca a todas las demás que paso en el DKN@S y en las que suelo acabar en la cama, mía o ajena, con una mujer para no volverla a ver más. – Dijo él cogiendo la mano de ella con las suyas. – A ti te quiero volver a ver en más ocasiones si quisieras.
– A mí también me gustaría volver a verte en otra ocasión. Tienes mi teléfono y podrás llamarme las veces que quieras. Pero también podemos subir hoy a mi piso. – Dijo ella mirándole a los ojos y aunque no estaba seria, sí estaba menos sonriente que hacía unos minutos.
– Hoy no de verdad. – Le costó decir esto último, quería y no quería subir a su piso. Quería, ansiaba poder desnudarla y hacer el amor con ella, pero al mismo tiempo no quería que fuera como siempre. Siguió mirándola a los ojos y continuó hablando. – Me gustas mucho, tampoco en eso puedo engañarte. Me gustas más de lo que ninguna mujer me ha gustado antes y además estoy cómodo contigo, me siento bien hablando de cualquier cosa contigo. No eres como las demás mujeres con las que he solido flirtear, si es que alguna vez he hecho tal cosa. Por eso quiero que, siempre que a ti te apetezca, mañana quedemos a cenar en un restaurante que conozco y que creo que te gustará.
– A mí también me pareces un hombre muy interesante. Tampoco eres como los demás que han estado conmigo alguna vez. Pensaba que ibas a estar deseando llegar a mi casa y subir. Pero si quieres que mañana nos volvamos a ver y las cosas las hagamos más despacio, yo no tengo problema alguno. – Dijo ella.
– Y me gustaría mucho subir a tu piso. De verdad. Pero hoy no, en serio. – Volvió a repetir él.
– ¿Me llamas entonces mañana para quedar cuando sea? – Le preguntó ella.
– Sí. Yo te llamo mañana.
– Pues entonces, hasta mañana. Me lo he pasado muy bien contigo. – Terminó de decir esto y se acercó a él para besarle. Él hubiera esperado un beso en las mejillas, quizá algo cercano a los labios, pero no un beso en la boca en toda regla. Le pilló por sorpresa y cuando se quiso dar cuenta tenía la lengua de ella buscándole la suya. Disfrutó de ese beso como no había disfrutado nunca de ninguno.

Caronte.

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sábado, 25 de abril de 2015

El Vals del Emperador (XX)

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En un momento dado Anna se giró y le dio la espalda. Seguía dormida. Viéndose liberado del contacto de ella, él se incorporó y se sentó en el borde de la cama, de lado todavía mirándola aunque no de frente sino de manera sesgada contemplando sus piernas, la parte baja de la espalda y su culo, aunque este último estuviera más bien tapado por las sabanas de la cama. Se levantó de la cama fue al servicio, se vistió ligeramente y se dirigió a una de las ventanas de la habitación a contemplar cómo mientras habían estado haciendo el amor el carro de la noche había empezado a recorrer el firmamento y a extender sobre Viena un manto de oscuridad y estrellas, pese a que era relativamente temprano ya que según su reloj no eran ni las seis de la tarde todavía. Mirando por la ventana pudo ver como las calles estaban prácticamente desiertas a pesar de estar en una zona céntrica muy cercana a los principales museos, palacios y edificios de la ciudad.

Anna se volvió a moverse y él instintivamente se giró y dejó de contemplar la ciudad para mirarla a ella y ver cómo descansaba plácidamente, ajena a todo. Se percató también que sobre la mesilla de noche estaba su cartera de la que sobresalía una tarjeta: esa misma tarjeta que siempre había llevado encima desde que la recibió y que esa misma mañana en el aeropuerto también había notado en el interior de uno de los bolsillo interiores de su abrigo. No había pasado tanto desde que él recibió esa tarjeta de parte de ella en aquel local para animales más nocturnos que diurnos de Madrid. Pero para él era toda una vida, una eternidad completa. Desde que recibió esa tarjeta todo cambió para él. Se acabó una vida, o esa fue la sensación que tuvo, y comenzó una nueva, llena de ilusión y ganas, llena de cosas nuevas y de rechazo de su vida anterior, rechazo que no renegación. Nunca había renegado de nada de lo que había hecho o dicho en su vida, ni siquiera de lo que había vivido; podría avergonzarse de algunas cosas, llegar a ocultarlas a los demás e incluso a veces a sí mismo, reconocer errores y pedir perdón por ellos, pero nunca negó nada de lo que hubiera vivido. Cogió su cartera y sacó la tarjeta viendo el nombre de Anna escrito y su número de teléfono, y así recordó cómo fue su primer encuentro.

Muchos días tuvo la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta sin sacarla, sin mirarla, sin volverla a sostener en sus manos desde que el camarero del local se la diera. Fue un momento de total desconcierto, algo irreal incluso, inverosímil. Pero la tarjeta era real y lo que ponía en ella “llámame cuando quieras”, también lo era, luego por narices también tendría que ser real esa chica que ya había visto un par de veces y cuya imagen no lograba quitarse de la cabeza desde el primer vistazo fugaz. En el local, cada vez que la había visto, con un hombre distinto en cada ocasión, y siempre mayores que ella, lo único que hubiera querido y deseado hubiera sido acercarse a ella y entablar una conversación, y a diferencia lo que solía hacer con otras mujeres no acabar ni en su casa ni en la de ella. Pero ahora que tenía en teléfono, un nombre y una invitación a llamar, no se atrevía, tenía miedo, o mejor dicho vértigo a lo que vendría después.

Pasaron algunos fines de semana sin que él se decidiera a llamar al teléfono que indicaba la tarjeta, un móvil. No dejó de ir ningún fin de semana de esos al local para intentar que el destino les volviera a encontrar sin necesidad de usar el teléfono. Lo que él buscaba haciendo eso no era simplemente tentar a la suerte y que fuera la casualidad la que les volviera a encontrar, y quizá entonces sí a animarle a él a hablarla; lo que buscaba más bien no llamando era evitar no saber qué decir por teléfono ni cómo presentarse. Podría haber dicho “soy el del local”, aunque quizá fueran muchos los de local para ella, seguros para él dos, los dos hombres con los que la había visto; o también podría haberla dicho “soy la persona a quien dejaste una tarjeta en el local aquella noche”, pero no podía estar seguro de que esa mujer no había estado repartiendo tarjetas a diestro y siniestro allá por donde vaya; también podría haber probado con un “soy el que no te quitaba ojo hace el otro día en ese local”, pero eso anularía cualquier pretensión no sexual o carnal, limitaba mucho el rango de acción.

Tras varios intentos fallidos de que fuera el azar el que los juntara, él decidió llamar al número de móvil que aparecía en la tarjeta. Marcó desde su dormitorio. Las manos le temblaban y el estómago lo tenía tan cerrado que no le hubiera entrado ni agua. Tenía la garganta totalmente anudada. Pensó que si contestaba a la primera no podría contestarla de lo paralizado que se notaba. Sonaron los pitidos de llamada. Uno, dos, tres. Se empezó a relajar un poco pensando que no lo iba a coger, algo que por un lado le decepcionaba ya que una vez que había vencido el miedo a llamarla le hacía ilusión hablar con ella, pero que por otro lado le aliviaba quitándole de encima ese reto y alejando el miedo. Sonó un cuarto pitido, y en medio del quinto al otro lado del teléfono escuchó la voz de ella, o supuso que era de ella – al menos era de mujer –, que contestaba con tono firme y aparentemente cordial.

– ¿Sí dígame? ¿Quién es?
– Hola. – Dijo él, y no añadió nada más debido a que no sabía qué decir, qué más añadir.
– Hola, ¿quién es? – Insistió ella en la pregunta.

Silencio al otro lado de la línea. Él estaba paralizado. Tenía la boca totalmente seca, un nudo en la garganta le impedía proferir sonido alguno.

– ¿Hay alguien ahí? No tengo todo el día, quien sea que hable por favor. – Dijo ella.
– Hola. – Por fin se volvió a arrancar él, aunque repitiendo el saludo inicial. – Hace unas semanas me dejaste una tarjeta en el local DKn@s. – Añadió él sin mayor ritual.
– Ah sí ya me acuerdo. Pensaba que me ibas a llamar antes. Por cómo me mirabas tenía la sensación de que te iba a costar menos coger el teléfono. – Dijo ella en un tono más cercano a la amistad que a la corrección que hubiera sido el más esperado por él en esa circunstancia.
– Sí, es que he estado un poco atareado. – Todavía le salían con dificultad las palabras.
– Puede ser, pero el camarero, que también es amigo mío, me ha dicho que has estado pasando por el local todos los fines de semana desde que te di la tarjeta. – Le dijo ella directamente.
– Eh. – Él quedó totalmente descolocado, pillado en bragas como podría decirse.
– Pero por lo menos te has atrevido por fin a llamar. – Siguió ella con el tono alegre, casi divertido que llevaba usando todo el tiempo.
– Sí. – Dijo él.
– ¿No vas a decir nada más? Te ha comido la lengua el gato o es que mi voz te impone respeto. – Dijo ella pronunciando las últimas palabras agravando un poco la voz como queriendo imitar a alguien mayor.
– No, no es eso. Solo que...
– Solo que estás más nervioso que un flan.
– Sí puede ser eso.
– Quizá por teléfono sea más complicado hablar. A lo mejor se te da mejor en persona. ¿Quieres que quedemos a tomarnos algo?
– Bueno.
– ¿Te viene bien mañana sábado por la noche en el local de siempre?
– Supongo que sí. – Contestó él dudando.
– ¿Supones? – Le preguntó ella intentando que dijera algo más.
– Sí, me viene bien. – Afirmó al final él.
– Pues entonces nos vemos mañana. Tómate una tila y no te pongas tan nervioso que no muerdo. O al menos todavía no lo he hecho. – Dijo ella riendo un poco, intentando que él no se sintiera tan incómodo aunque fuera por teléfono.
– Estoy nervioso porque es la primera vez que llamo a una chica para quedar con ella. – Se atrevió por fin a pronunciar una frase larga, a enlazar más de tres palabras seguidas. – No suele ser así. Y resulta que has sido tú la que has quedado conmigo.
– Sí. Bueno para eso has llamado en el fondo para que nos tomemos algo. Para eso te di la tarjeta. – Dijo ella en un tono ya más normal, viendo que él parecía haber dominado algo sus nervios.
– Cuando me la dio el camarero pensé que no era nada real. Que me había dado un golpe en el baño al escurrirme en algún charco. Pero parece que no. – Siguió él, todavía con la voz poco firme.
– Ya ves que no. ¿Nos vemos entonces mañana y seguimos hablando? – Le volvió a preguntar ella.
– Sí claro. ¿A las once te viene bien? – La preguntó él.
– Sin problemas. – Contestó ella.
– Pues hasta mañana por la noche. – Se despidió él.
– Hasta mañana. – Terminó de decir ella manteniendo el tono de cercanía y confianza que había mantenido durante toda la conversación.

Dicho esto último y sin que a él le diera tiempo a terminar de oír casi la voz de ella, la llamada se acabó. Fue ella la que colgó. Se quedó en su habitación mirando por la ventana. Pensó en lo que acababa de hacer para intentar darse cuenta de que era verdad. Todavía no se lo creía, y no terminaría de hacerlo hasta la noche siguiente cuando había quedado con ella. Esa noche durmió poco y mal, pensando todo el rato cómo sería estar en presencia de ella a sabiendas, siendo los dos conscientes de las miradas de cada uno. El día se le hico eternamente largo. No estuvo nada concentrado en su trabajo y sus propios compañeros se lo notaron, aunque como tampoco era persona que hablara de más de su propia vida privada o personal pasaron del asunto asumiendo que su comportamiento taciturno, nervioso y distraído se debía solamente a una mala noche que pasó a ser un mal día. Al volver del trabajo su casa se le hizo una prisión. Deseaba que llegara la hora de salir camino del local donde había quedado con ella. Pero ese momento parecía no llegar nunca.

Al final llegó la hora. Cenó algo ligero y rápido: no le entraba absolutamente nada en el estómago de lo cerrado que lo tenía. Se vistió como solía hacerlo cuando salía por las noches y acababa en la cama con alguna mujer, no tenía más tipo de ropa que la que usaba y por tanto solo podía salir disfrazado de una cosa: él mismo. Llegó pronto, como media hora antes, al local. Al entrar notó que no estaba todavía demasiado animado, algo que juzgó normal por la temprana hora que era para Madrid un viernes por la noche. Como no había todavía mucha gente que abarrotara el local y diera trabajo de más a los camarero se acercó hasta la barra donde estaba su ya conocido cómplice entre el personal del local.

– Pronto vienes hoy. No pretenderás cazar a estas horas cuando no hay todavía ni Dios en el local, y lo poco que hay es morralla que se irá en cuanto empiece la música a sonar más alta y la gente abarrote la sala. – Dijo el camarero a modo de saludo nada más verle sentarse en uno de los taburetes altos de la barra.
– No. Hoy no vengo de caza. O al menos no vengo a cazar como suelo hacer. – Contestó él haciendo un ligero gesto con la cabeza indicándole al camarero sin hablar que le pusiera lo de siempre.
– Entiendo. – Dijo el camarero esbozando una sonrisa irónica a más no poder.

Mientras el camarero le preparaba su bebida ambos estuvieron en silencio: el camarero centrado haciendo su trabajo y él mirando y escrutando todo el local ubicando a todas las personas que allí estaban, analizando que tipo de ganado iba tan temprano a un sitio como ese un viernes por la noche, tal y como le había comentado el camarero.

– ¿Conocías a la chica que hace unas semanas me dejó su tarjeta verdad? – Preguntó él cuando tuvo delante su bebida.
– Sí. – Respondió el camarero.
– No me dijiste nada en ningún momento.
– No.
– ¿Y puedo saber por qué? Y no contestes con monosílabos por favor que pareces un robot ¡coño! – Le espetó él algo irritado aunque sin dejar el buen humor y el trato casi de amistad que tenía con el camarero.
– No tenía por qué decirte nada. En el fondo solo soy un camarero, si fuera casamentero te hubiera dicho algo, pero como no lo soy me limito a observar y a poner las copas que me pidan. – Contestó el camarero notando la ligera irritación de él, divertido por ella en el fondo.
– Ya. Menudo camarero estás tú hecho. – Terminó por añadir él sonriéndose.
– ¿Has quedado entonces con la chica de la tarjeta? – Preguntó el camarero con tono de interés sincero.
– Sí, al final sí. Me ha costado decidirme pero la llamé ayer y quedamos para dentro de un rato. – Contestó él.
– Si te ha costado sí. La pobre chica ha venido unas cuantas noches desde aquélla y siempre la notaba buscarte entre la gente. Cuando no te veía me miraba y entonces supongo que sabía que no habías venido. Hace unos días la dije que habías estado viniendo tú también.
– Vamos el trabajo que hace un camarero que no es casamentero, ¿no? – Dijo él arqueando la ceja derecha y apretando algo los labios como para recriminarle, aunque medio en broma, algo.
– Deja buenas propinas. – Se defendió el camarero, también medio hablando en broma.
– ¿Y yo no? – Preguntó él haciéndose el ofendido, y exagerando mucho sus gestos.
– Las he visto mejores. Incluso de catalanes de paso por Madrid. – Dijo el camarero tras lo cual volvieron a echarse a reír.
– Que cabrón.

Caronte.

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domingo, 19 de abril de 2015

El Vals del Emperador (XIX)

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Entraron de nuevo, como lo habían hecho unas horas antes al llegar del aeropuerto, al Hotel Sacher. Detrás del mostrador de recepción seguía la joven española que les había atendido a su llegada y que les había hecho todos los trámites aburridos que se hacen en los hoteles, atendiendo a otra pareja de huéspedes, japonenses en ese momento, que acabarían de llegar y todavía se estarían acostumbrando al horario tan distinto al que traían propio de su país y que les haría estar como sin estar en una especie de sueño desvelado e irreal que no dejaría de serlo hasta que sus cuerpos se adaptaran al cambio horario. Sin embargo a pesar de que Rocío, la recepcionista, estaba intentando hacerse entender con los japoneses en un pequeño instante en que levantó la cabeza les vio a él y a Anna pasar y les saludó mostrando así que todavía tenía caliente la sangre española – andaluza para más señas – que corre por sus venas. Se dirigieron hacia el ascensor tras devolver el saludo a Rocío y mientras se empezaban a desvestir, al menos de sus prendas de abrigo, debido al cálido ambiente del hotel, muy contrastado del que venían, que daba gusto sentir sobre la piel.

Al llegar a la puerta de la habitación él se acercó a Anna que era la que llevaba la llave-tarjeta y la besó en el cuello mientras ella abría la puerta. La abrazó impidiendo momentáneamente que pudiera abrir y pasar a la habitación. Ella sabía que él tenía ganas de estar a solas en la habitación un rato y por eso se rió como a él tanto le gustaba y le hacía sentir feliz y amado. Abrió por fin la puerta y se adentraron en el cálido e íntimo confort de su habitación, un reducto de intimidad, una imitación de sus propias habitaciones en sus propias casas. Una vez dentro y tras escuchar el golpe de la puerta al cerrarse él desató toda la pasión y el deseo que llevaba conteniendo desde que pisaron por primera vez la habitación y vio la cama donde pensaba amar a Anna como si después de aquel viaje no fuera a volver a hacerlo.

– Espera un segundo que voy a baño. Dame un respiro hombre. – Le dijo Anna apartándole un poco de su cuello que él no dejaba de besar.
– No puedo Anna. Te deseo, me gustas mucho y echo de menos verte desnuda en la cama a mi lado. – Contestó él volviendo a la carga lanzándose de nuevo a su cuello.
– Pero deja al menos que me quite el abrigo, porque con todas las capas que llevo no creo que llegues muy lejos. Y además tengo que ir un segundo al baño. Relájate. – Dijo ella logrando librarse de su abrazo que sólo la atraía hacia él.

Dicho esto Anna pasó al baño rápidamente para que él no pudiera volver a hacerla presa de su desbocada pasión. Mientras ella estuvo en el baño, apenas un minuto quizá dos, él se quitó el abrigo y lo lanzó de cualquier manera sobre uno de los sillones con los que contaba la habitación. Se descalzó y antes de terminar de quitarse el segundo zapato vio a Anna salir del baño y nada más hacerlo volvió a acercarse a ella y a besarla, esta vez en la boca. Buscó su lengua que encontró sin problemas, dispuesta a jugar con la suya y a compartir pasión. Siguieron besándose a medida que se movían por la habitación camino de la cama. Poco a poco las prendas de vestir que ambos llevaban fueron dejándose atrás sin mirar muy bien cómo caían al suelo ni donde lo hacía. A punto estuvo él de tropezar al intentar quitarse sin mirar y sin dejar de besar a Anna el zapato que todavía le quedaba en uno de sus pies, el derecho, y que le hacía cojear como si tuviera algún tipo de defecto físico. Debido al deseo que tenía de sentir su cuerpo sobre el suyo, de besarla por todos los rincones de su anatomía, de dominar su lengua en su boca, no se dio cuenta que ella no llevaba ya sus zapatos.

Poco a poco la ropa les fue sobrando. Se ayudaban mutuamente a desnudarse, a ir acercándose hasta la piel del otro, quitando barreras que impidieran sentirse piel con piel, cuerpo con cuerpo. Ambos querían notar el calor del otro y hacerlo suyo también para combatir el frío de Viena que todavía llevaban en el cuerpo. No dejaban de besarse, de respirar de manera entrecortada y acelerada por la pasión y el fuego de la lujuria que sobre todo en él, por ser siempre los hombres los que menos dominan ese tiempo de sentimientos en ese tipo de situaciones totalmente desbocadas, sentía en ese momento. Tampoco ella se quedaba atrás. Después de una primera embestida pasional de él que había hecho que su beso fuera potente, dominador y su lengua atacada por la de él. Pronto ella tomó la iniciativa y era la que le buscaba, la que quería encontrar en ese beso la lengua de él y saborearle y sentir su saliva dentro de su boca y hacerle ver que ella también tenía ganas de echarse en esa cama que ya estaba tan cerca, ya casi notaban tras ello, presta para recibirles y albergar cómodamente su amor, su pasión, su deseo, y hacerle el amor y sentirle dentro de ella amándola con cada centímetro de su piel.

Él la tumbó en la cama y se empezó a quitarla los pantalones que llevaba, casi nunca era una falda o un vestido algo que a él le gusta más porque permite ver y contemplar, y así soñar e imaginar, sus largas piernas perfectas, ligeramente bronceadas, fuertes, de pies lisa y tersa y brillante que mostraban juventud. Cuando la hubo quitado todas sus prendas de vestir salvo la ropa interior se quedó unos instantes mirándola fijamente a los ojos diciéndola sin hablar cuanto la deseaba y la amaba; mostrándola la pasión que le hacía arder sus entrañas. Allí tumbada Anna también le miraba a él a los ojos y con ellos le decía que se acercara que terminara de desnudarla que la besara y acariciara, que hiciera con ella lo que quisiera porque ella no iba a dudar en hacer con él lo que la viniera en gana. Tras esos segundos de pausa y sin quitarse todavía él los pantalones, aunque los llevaba ya desabrochados y sin cinturón lo que hacía que en parte empezaran a caérsele y a mostrar la cinta superior elástica de sus calzoncillos, se acercó a ella. Fue de nuevo directamente a su boca aunque esta vez el beso no fue excesivo ni largo, sí pasional como todos. Fue un beso que mostraba el inicio del amor carnal, del sexo, la pasión y el pecado, como todavía y aunque fuera más agnóstico que creyente llegaba a considerar, no sin sorna o ironía, ese acto salvaje que siempre es el acostarse con una mujer y hacerla el amor. Pasó enseguida al cuello donde empezó ya a demorarse para sentir la piel de Anna, oler su cuerpo y degustar su carne. Él sabía que eso la volvía loca, la dejaba sin capacidad de reacción, la dejaba k.o., casi muerta de placer. Notó que cuando se encaminaba al cuello y empezaba a besarla cerró los ojos y empezó a contonearse suavemente como experimentando unos ligeros espasmos, no de los que pueden denotar enfermedad sino gusto y placer.

La respiración de Anna se fue haciendo más acelerada a medida que él fue bajando por su cuerpo acariciando, besando o lamiendo. Parada obligada, como si de una estación de via crucis en Semana Santa se tratara, fueron sus pechos que primero hubo de desnudar quitando el delicado sostén que los disimulaba. Los pechos de las mujeres nunca fueron ni de lejos algo en lo que se fijara a primeras, más bien siempre habían sido la segunda, o incluso la tercera parada que sus ojos hacían siempre que recorrían el cuerpo de una mujer: antes estaban los ojos y la sonrisa, y en ocasiones también las piernas. Pero los pechos de Anna desde el principio siempre le causaron gran interés, quizá por el hecho de que nunca había sido una mujer que los fuera insinuando a la ligera ni ostensiblemente, más bien al contrario, los semi ocultaba y disimulaba. No había razón para ello porque era perfectos, al menos para él que a pesar de que tardó en ver unos que no fueran familiares o maternales, terminó por ver más de los que hubiera querido. Se entretuvo besándolos, acariciándolos, sujetándolos con sus manos para notarlos en toda su dimensión. Jugó con los pezones duros en ese momento de pasión, lujuria y deseo, mordiéndolos ligeramente para sentirla estremecerse de placer y lanzar gemidos que mezclaban el ligero dolor que podía sentir con el inmenso placer de verse deseada.

Pero él continuó su camino descendente anticipando con besos lo que luego sus manos acariciarían y quizá su lengua lamiera. A medida que iba bajando por el cuerpo de Anna, éste se estremecía encogiéndose y agrandándose. Pasó el ombligo donde hundió ligeramente su lengua y después su nariz, mientras terminaba de acariciarla los pechos. Su vientre plano, de piel lisa y tersa como el resto de su cuerpo le recibió con las puertas abiertas siendo la antesala del placer más íntimo y carnal. Pero había una barrera. Sus braguitas de delicado y fino encaje, que mostraban quizá más de lo que ocultaban y dejaban entrever su sexo, estaban todavía en su sitio. Él con suavidad las empezó a bajar por sus muslos a medida que los acariciaba y también besaba hasta que las sacó por los tobillos y las apartó a un lado de la cama. Ahora el camino era el contrario. Desde los pies subió recorriendo con sus dedos las piernas de Anna, besándola las rodillas y rozando con su nariz sus muslos hasta llegar al pequeño rincón de piel rosada, húmeda y caliente de sus ingles.

Allí se volvió a parar y miró de refilón la cara de Anna que seguía con los ojos cerrados contorneando todo su cuerpo movida por el placer y el deseo de continuar así mucho tiempo. De repente vio como sus manos, ante la inactividad de él, aunque fueron segundos los que estuvo mirándola plácidamente tumbada en la cama, le cogió la cabeza con una de sus manos y con un leve movimiento la acercó al final de su vientre y torso, allí donde acaban también las piernas, a esa zona cálida que todos los hombres desean en el cuerpo de las mujeres, donde pretenden pasar, penetrar sería la palabra, y quedarse eternamente y saborear y tocar y chupar y besar. Allí condujo la mano de Anna la cabeza de él para que continuara con lo que estaba haciendo, para que llegara el final de camino. No fue él reticente y obedeció con gusto.

Y a medida que iba notando la suave y rosada piel y la humedad de su entrepierna notó también como Anna empezaba a jadear mucho más acelerada, a respirar mucho más fuerte y a emitir más gemidos y más prolongados. Él se hubiera quedado allí para siempre, en esa cálida morada del placer. Pero de repente ella cambió el juego, con la otra mano que todavía tenía inútil le cogió la cabeza y tiró con ambas manos ahora hacia su boca. Anna le besó como él la había besado hacía unos minutos y ahora fue ella la que le tumbó en la cama y le miró a los ojos sonriéndole de manera juguetona. Ahora le tocaba a él dejarse hacer. Ahora le tocaba a ella jugar con el cuerpo de él y hacer que también empezara a sentirla recorrer todo su cuerpo con su lengua y sus besos. Sin esperar más Anna le quitó los pantalones y los arrojó lejos de la cama para que no hubiera tentación alguna de volverlos a poner. A él no le gustaba verse desnudo, no tenía mucho afecto por su cuerpo aunque no estuviera ni gordo, ni fofo, ni blando, más bien casi al contrario aunque tampoco fuera un producto de gimnasio o deporte excesivo u obsesivo.

Anna también recorrió el cuerpo de él quizá de manera más sutil, a besos y caricias, hasta que llegó también al sexo de él que palpó y notó en todo su esplendor, listo para amar, para hacerla el amor, o quizá según los sentimientos que se pusieran sobre la cama, para echarla un buen polvo. Tras unos minutos más de jugar el uno con el otro, de dejarse hacer mutuamente, de cumplir las sabidas fantasías y deseos del otro, él se volvió a incorporar besó a Anna y la volvió a tumbar sobre la cama, aunque esta vez se quedó frente a ella, encima y acercó su cuerpo al de ella para sentirlo lo más próximo posible, para sentir el calor de ella y que ella sintiera el suyo propio. Como cada vez que se acostaba con Anna, allí en el Sacher entró en ella despacio, sin dejar de mirarla a los ojos si es que ella los mantenía abiertos y no los había cerrado para dejarse llevar por el deseo inconsciente, el placer animal y salvaje que estremece a los cuerpos humanos cuando se funden en uno solo. Poco a poco las acometidas de él ganaron en ritmo y ella gemía y suspirara, y le nombraba en ligeros y suaves susurros que hacían que él la amara y la deseara más.

Se movieron por toda la cama y cambiaron de postura las veces que quisieron. Se besaron con furia sin dejarse ni una sola porción de piel sin probar, acariciar o lamer. Ella se entrelazó al cuerpo de él para que no dejara de amarla y hacerla el amor, para que no pudiera desprenderse de ella. Llegaron al final exhaustos, sudando y abrazándose besándose y nombrándose mutuamente. Cuando todo acabó se volvieron a besar y sin cruzar palabra se dijeron todo con la mirada. Se tumbaron juntos, abrazados como dos jóvenes adolescentes que hubieran entrado en los dominios del placer humano por primera vez: ella con la cabeza apoyada en el hombro de él y jugando también con sus dedos con el pelo de su pecho; él pasó su brazo por encima del cuerpo de ella y empezó a acariciarla la espalda despacio, como sin querer hacerlo y sin embargo haciéndolo casi inconscientemente. Así estuvieron, callados, largos minutos. Anna terminó por dormirse ligeramente dejando su mano inerte sobre el pecho de él; mientras que él no cayó en brazos de Morfeo y se puso a mirarla tranquilamente sin hacer ruidos que pudieran enturbiar su dulce descanso y eliminar del rostro de ella esa sensación de paz.

Caronte.

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sábado, 18 de abril de 2015

El Vals del Emperador (XVIII)

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La comida en el restaurante siguió sin más problemas o cuestiones delicadas de las que hablar. Más bien todo lo contrario. Los asuntos más frívolos son los que ocuparon su conversación mientras daban debida cuenta de sus platos. Él probó el snitzel de Anna y ella hizo lo propio con el guiso de pollo con verduras de él. A ella le gustó más el guiso que el snitzel, pero no dejó de comerse el filete de cerdo empanado acompañado de una pequeña salsa típica de Viena de sabor entre amargo y dulzón, que daba un muy buen toque a la carne empanada. Una vez dieron debida cuenta de los platos principales pidieron el postre: él optó por tomarse un café al estilo Vienés; ella sí optó por la tarta del día que era de bizcocho y crema pastelera con algo de nata por encima. Otra cosa no pero Viena en cuestión de postres, y sobre todo tartas, es la meca de los golosos: decenas de cafés y pastelerías adornan las principales calles de la ciudad, algunos de dichos establecimientos son míticos y aparecen en todas las guías de viajes de la ciudad, diciendo que son de obligada visita, aunque muchos de ellos por sus precios algo elevados no son aptos para todos los bolsillos y se convierten en meras atracciones turísticas que en verano, o al menos eso es lo que él recordaba, se llenaban de turistas japoneses ataviados con una indumentaria totalmente estrafalaria y con sus consabidas cámaras fotográficas al cuello, dispuestas para fotografiar todos los detalles de esos cafés, incluidas las tartas.

Cuando hubieron acabado la tarta y el café pidieron la cuenta, prácticamente sin necesidad de que el camarero joven que les había estado atendiendo durante todo el tiempo que duró la comida se acercara a la mesa. Ésta era una de las cosas que a él más le llamaban la atención cada vez que viajaba, fuera al país que fuera, incluso en los rincones más perdidos del planeta. Con un simple movimiento de mano, generalmente la derecha, realizada mirando al camarero de turno se daba a entender fuera cual fuera la cultura del país que uno quería la cuenta. Muchas veces había reflexionado acerca de ese símbolo universal que era hacer como que se firma algo en el aire. Un gesto, una acción mímica quizá algo absurda, un símbolo de que un comensal en un restaurante quiere la cuenta. Un brazo ligeramente erguido con la mano cerrada salvo los dedos índice y pulgar que hacen como que cogen un lápiz, un bolígrafo o para quien sea más refinado una pluma estilográfica, y haciendo un ligerísimo movimiento casi imperceptible salvo para quien está haciendo ese gesto, que quiere indicar que se ha acabado la comida, la cena o el tentempié y se quiere proceder al pago de la cuenta. Fuera donde fuera, desde Madrid a Dubái, pasando por Kinshasa o Nairobi, e incluso Yakarta. En todos los lugares a los que había ido en su vida siempre había pedido la cuenta en los restaurantes como lo había visto hacer siempre a sus abuelos, padres y tíos en Madrid, en su propio barrio, como pensaba que era una manera totalmente típica de hacerlo en España. Siempre pensó en lo curioso que era aquello, y cómo el mundo por muy diferente que pueda parecer al priori siempre sorprende con estos paralelismos.

El camarero, como no podía ser de otra manera, entendió a la perfección lo que él quería decirle, y a los pocos minutos le trajo la cuenta metida en una discreta carpeta destinada a ese fin. Tampoco aquello había cambiado, notó él. Por muy discreto y humilde que ese café-restaurante fuera tenía modales y modos de alta alcurnia. El camarero como había estado haciendo cada vez que se acercaba a su mesa para ver si necesitaban algo, o a traerles lo que pidieran, miraba a Anna y ésta, siguiendo esa especie de juego de seducción y de dejarse admirar por los hombres, le devolvía una amplia y profunda mirada, acompañada de una sonrisa radiante y siempre buenos modos al dirigirse a él en inglés. Incluso cuando el camarero vino con la máquina para que pudieran pagar con tarjeta de crédito, Anna le preguntó un par de cosas algo más personales que las simples cortesías que se suelen preguntar por educación si se ha entablado algo de confianza, o mejor dicho cercanía y cordialidad, con cualquier persona. Anna sabía que haciendo eso hacía las delicias del joven camarero, mientras que alentaban algo los celos, en esa ocasión controlados, de él, que a la vez que Anna coqueteaba algo con el camarero estaba pagando intentando entenderse con la máquina de las tarjetas de crédito.

Cuando salieron del restaurante sintieron por primera vez el frío que hacía en Viena. Hasta ese momento, quizá por la emoción de los primeros pasos por la ciudad, la imagen de los edificios embellecidos con molduras de escayola, las fachadas de diversos colores pastel, la tranquilidad de las calles no principales que él había elegido para llegar al café, o simplemente porque cada uno iba pendiente del otro y disfrutando de su mutua presencia y compañía, no se habían percatado del gélido frío que recorría como un viandante más las calles de Viena. Era un frío muy distinto al de Madrid pensó él: un frío que no sólo atacaba los pocos resquicios de piel que dejaba al descubierto la ropa que llevaban puesta, apenas un filo de piel en las muñecas, entre la protección de la mano por el guante y la del brazo por el abrigo, o la cara, sobre todo las orejas, y sobre todo las de él, ya que Anna llevaba su bufanda algo elevada como si fuera un pañuelo árabe que llevan las hermosas mujeres originarias de esas tierras tan cálidas y amarillas. El frío alentado por la humedad del propio río Danubio que corría a unos centenares de metros, quizá algún que otro kilómetro, y que hacía que así como en verano fuera el calor lo que se terminara pegando sobre la piel de uno nada más salir del mismo aeropuerto, ahora en pleno invierno, hacía que el frío recorriera con parsimonia cada centímetro al descubierto de la piel dejando su estampa aún cuando esta misma piel se encontrara a salvo en el interior caldeado de algún establecimiento comercial, hostelero o museístico.

– ¡Joder qué frío hace! No me había dado cuenta hasta ahora. – Dijo él con el tono de voz algo indignada, no por el hecho de que hiciera frío, que era algo que de manera natural a él le gustaba, sino por no haberlo notado antes, en el camino de ida.
– ¡Esa boca jovencito! A ver si voy a tener que lavarte la lengua con lejía para que no sueltes tacos. – Dijo ella divertida, ajustándose la bufanda al cuello y levantándose el cuello de su abrigo para poner aún algún obstáculo más al frío.
– Si me lavas la lengua con lejía me la dejarías inutilizada y no creo que te convenga sabiendo lo que puedo hacer con ella. – Contestó él tomando esta vez la iniciativa con la broma y los dobles sentidos, mirándola y viéndola reaccionar de manera asombrada pero divertida, como queriendo anticipar lo que podría ser eso que él podía hacer con su lengua.

La vuelta hacia el hotel la hicieron dando un pequeño paseo por parte del centro de Viena. A pesar de las ganas que él tenía de estar con ella en la habitación, a solas, tranquilos, para poder desnudarla despacio, o rápido según se terciara y el deseo explotara en cada uno de ellos; besarla por el cuello hasta que ella dijera basta que no podía seguir aguantando más que él hiciera eso que se derretía de placer; para pasar después a tenderla en la cama y empezar a explorar su cuerpo primero con las manos, después con su lengua que llegaría más lejos de lo que sus dedos habrían llegado y por último dejar que los dos cuerpos se fundieran en uno solo; a pesar de todas esas ganas que tenía de hacerla el amor, decidió, para no parecer tan insensible y tan animal primario y básico, dar un pequeño rodeo hasta el hotel, tomando un camino más largo que el que habían llevado a la ida para así poder ver parte de lo que a la mañana siguiente tenía pensado enseñarla de Viena.

El frío que hacía hizo que caminaran más pegados de lo normal, ella con su mano derecha enguantada metida en el bolsillo derecho del abrigo austríaco de él, mientras que la izquierda de él iba en el bolsillo izquierdo del abrigo de piel de Anna. Así, entrelazados los cuerpos caminaron bajo el frío vienés, o mejor dicho entre él, y que no era un frío que simplemente pasara sobre Viena, sino más bien era un peatón más, un habitante más de la ciudad de los valses que sólo se presenta cuando el sol apenas aparece sobre el horizonte y así puede hacer de las suyas congelando el ambiente y los propios corazones de la gente del lugar, que ya acostumbrada a esa temperatura camina rápido, sin pararse a mirar escaparate alguno, sin demorarse a saludar a algún conocido con el que puedan cruzarse por la calle y al que sin lugar a dudas saludarán, como manda el buen saber estar y la educación vienesas, pero con apenas un imperceptible movimiento de cabeza o un sonido que saldrá casi mudo amortiguado por las bufandas y los cuellos alzados de los abrigos.

Decidió llevar a Anna de vuelta al Hotel Sacher por la calle principal de Viena que va desde la Plaza de la Catedral hasta la de la Ópera. En cuanto Anna vio la inmensa mole de la Catedral de San Esteban de Viena quedó asombrada. Lo primero que hizo fue hacer el mismo gesto que él hizo cuando la vio por primera vez: elevar la vista hacia lo más alto de la torre gótica que preside los cielos de la capital austríaca, y que no tiene competidora en altura en todo el centro, y sólo muy tímida y recientemente en la zona financiera, donde el poder del dinero consiguió en su día que las autoridades vienesas hicieran la vista gorda para poder levantar algún que otro rascacielos que desde la lejanía rompiera la soledad de la torre catedralicia, recia y gótica. Al pasar por la puerta de la catedral Anna comentó que era bastante más sobria que las catedrales que había visto en España, sin florituras, sin rosetones coloridos, sin grandes arcos de entrada; a lo que él contestó que era una muy buena observación pero que ese hecho se debía a la diferente forma y concepción de las catedrales en España o Francia con respecto a las de Centroeuropa.

Pasada ya ligeramente la presencia de la mole religiosa y echando un último vistazo a la inmensa torre iluminada en su último tercio por un sol que estaría a punto de empezar a declinar hacia el horizonte muriendo como un fénix: con la seguridad de que volverá a surgir de entre sus cenizas, que son la oscuridad de la tarde invernal y de la noche, para volver algo más fuerte cada día. Al volver a elevar la vista Anna se dio cuenta del inmenso mural cerámico que cubre uno de los tejados de la Catedral y en el que se puede ver perfectamente, aunque siempre con algo de distancia y perspectiva el águila imperial austríaca, símbolo marchita ya del poder, la grandeza y la gloria del ya extinto imperio austríaco, pero que muchos vieneses sobre todo siguen llevando con orgullo en su corazón. A pesar de que en ese gran espacio abierto que conforma la Plaza de la Catedral, la principal tienda de compras y la calle del Monumento a la Peste, el frío arreciaba y parecía que quisiera arroparles en un helador abrazo, Anna se paró unos segundos que a él, muerto de frío (se había olvidado su viejo gorro soviético en el hotel) y lleno de deseo por los huesos y el calor de ella, le parecieron eternos, pero no quería romper ese momento en el que Anna estaba disfrutando como una niña. Cuando ella decidió siguieron la marcha, quizá algo más apresurada que antes.

Poco se pararon ya delante de ningún edificio hasta que llegaron al Hotel, no por falta de ganas, sino más bien porque en la calle por la que iba de vuelta hacia su hotel no había nada por lo que ralentizar la marcha y pararse a observar. Era una calle comercial sin más. Las tiendas de marcas multinacionales de ropa, calzado, complementos, perfumes, informática y demás ocupaban los bajos de los edificios, e incluso edificios enteros de fachadas modernas que poco o nada tienen que ver con los edificios que muy probablemente se alzaron un día no tan lejano, aunque sí prácticamente olvidado, en ese mismo lugar. Y esto era algo que él había notado en prácticamente todas las ciudades que había visitado. El cambio, la mutación mejor dicho, de los centros históricos de las ciudades por grandes centros comerciales alojados en edificios históricos para dar falsa apariencia de nivel, estatus o posición importante, antigua, veterana. Esto era algo que no le gustaba que pensaba que quitaba el alma a las ciudades cuyos gobernante por verse los bolsillos llenos vendían espacios míticos, hermosos y llenos de historia a empresas que lo único que quieren hacer es hacer dinero a costa de otros, sin mirar por esos otros salvo cuando les convenga para reclamar más y más. Por eso el paso por esa calle, que tampoco había cambiado mucho desde que él vino la primera vez, fue rápido y pronto llegaron al final.

Caronte.

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martes, 14 de abril de 2015

El Vals del Emperador (XVII)

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Al llegar a la puerta del café restaurante a él le vinieron a la mente muchos recuerdos de su primer viaje a esa ciudad. Recuerdos amargos la mayoría por todo lo que pasó después al torcerse su relación con sus padres, dolorosos ahora incluso al no estar ya ellos y no poder decirles todo aquello que le hubiera gustado, para pedirles perdón por aquel distanciamiento, aquel enfrentamiento, que mantuvo con ellos hasta que ya nada pudo hacerse para remediarlo. No había vuelta atrás, él sabía que Viena podía llegar a causarle esos recuerdos al ser uno de los últimos lugares en los que estuvo con ellos antes de la fatídica discusión que terminó por propiciar que se marchara de casa y dejara de hablarse con ellos hasta mucho tiempo después. Asumía que durante ese viaje con Anna algunos de esos recuerdos le iban a provocar dolor, pero esperaba paliarlo con la presencia de ella, con que esa presencia pudiera hacer que su mente se mantuviera ocupada en otros asuntos.

Todo en el café estaba igual que él recordaba. Y nada había cambiado tampoco en la calle donde se encontraba. Enfrente del restaurante donde iban a comer había una iglesia ortodoxa, muy bonita, cuya torre de ladrillo colorado y pequeña cúpula multicolor al ponerse el sol recibía una luz dorada que resaltaba su anacronismo estético con el resto de la ciudad. Era un toque exótico en una calle de por sí poco entretenida o bonita, bastante gris incluso. Dentro del restaurante todo seguía igual, como si el tiempo no hubiera cambiado salvo por las lámparas, ahora de led, esas luces tan brillantes y luminosas capaces de alumbrar con gran potencia pequeños espacios sin mucho esfuerzo, y quizá también por parte del mobiliario, sillas y mesas, que a él no le parecieron las mismas, pero que bien podrían serlas. No había mucha gente comiendo, algo que también recordaba. Esta poca clientela era algo que él no entendía, ya que le menú diario era bastante barato comparado con otros restaurantes, y la cantidad de comida que ponían, o eso al menos recordaba, no estaba nada mal. Pero claro estar algo alejado de la zona de monumentos y de las rutas de turistas tampoco ayudaba. Pero que estuviera medio vacío – sólo había un par de mesas ocupadas, las dos por dos ancianos, un señor y una señora, que tendrían por lo menos setenta años, y que en silencio tomaban su comida leyendo el periódico – le venía bien. A él no le gustaban los restaurantes en los que había mucha gente, ya que generalmente no había silencio y la algarabía de conversaciones ajenas le molestaba bastante a la hora de mantener él alguna.

Se sentaron en una mesa junto a una de las ventanas que daban a la calle y desde la que se podía ver la iglesia ortodoxa. El camarero, un chico austríaco que hablaba inglés con bastante buen nivel – cosa del turismo que hace que hasta el charcutero de turno chapurreé algunas palabras para poder atender a algún despistado japonés, australiano o colombiano – y mejor planta, físicamente hablando, les atendió en seguida llevándoles la carta y el menú del día para que pudiera elegir qué es lo que querían comer, poniéndose con rauda diligencia a su servicio para lo que quisieran. Ellos le dieron las gracias y ojearon la carta. Él le recomendó a ella qué pedir de plato principal, ya que el entrante era una sopa del día, que podía ser desde una sopa de verduras, hasta una simple crema suave de calabaza, dejándose ella aconsejar sin poner reparo alguno y confiando en el buen paladar de su acompañante.

– ¿Entonces qué es lo que se come aquí? A ver aconséjame. – Dijo Anna dejando la carta sobre la mesa y mirándole a él leer los diferentes platos del menú.
– Pues eso depende del hambre que tengas y de lo que prefieras, carne, pescado o verduras, porque hay platos de los tres tipos. – Le contestó él sin dejar de mirar la carta.
– ¡Pero qué respuesta es esa! – exclamó ella, haciendo que él levantara los ojos de la carta – Pareces gallego. Si te he preguntado es porque no tengo ni idea de qué es cada cosa y porque se supone que tú ya has estado antes en Viena, no para que me respondas con un “depende”. Para eso se lo hubiera preguntado al muchacho que nos atiende que seguro que estaría encantado de aconsejarme algo. – Siguió Anna esbozando su sonrisa irónica y con un tono que quería simular una bronca, pero que no le terminaba de salir porque estaba contenta y lo que quería era verle a él sonreír un poco.
– Gallego me llamó hace ya muchísimos años un profesor en la universidad. Todavía lo recuerdo a pesar de que fue en el Pleistoceno de mi vida. – Dijo él sonriendo también, aunque no como Anna, sino más bien tímidamente como solía hacer siempre. – A ver. Si quieres que te recomiende algo típico es el snitzel, que consiste en un filete de cerdo o ternera, empanado y que supongo que servirán con un poco de ensalada de acompañamiento y medio limón por si quieres echarle un poco. Si no esto – dijo a la vez que señalaba en la carta el nombre en alemán de un plato – es una especie de guisado de pollo y verduras que está muy bueno, y que probablemente me lo pida yo si no lo haces tú.
– Si me lo pido yo no lo comes tú ¿o qué? No me estarán engañando. – Siguió bromeando ella.
– No si lo digo para que pidamos cosas diferentes y poder probar dos platos, tú del mío y yo del tuyo también.
– ¿Y quién te dice a ti que te voy a dejar probar del mío? ¿De dónde has sacado esa conclusión sobre mi generosidad? – Le preguntó ella achinando un poco los ojos como queriendo mostrar un poco de malicia, aunque él ya la había descubierto y sabía por dónde iban los tiros.
– Pues nadie, porque no estaba preguntando, ni sugiriendo nada, simplemente te estaba anunciando que te voy a coger parte de tu comida para probarla, para que no te asustaras. – Le siguió el juego él sonriendo ahora sí claramente, pero de manera irónica.
– Anda pide que viene de nuevo el camarero. A ver si sacias toda esa hambre que tenías. Yo quiero un snitzel, a ver qué tal está.

Cuando llegó el camarero a su mesa preparado para tomarles nota, aunque dirigiéndose a ambos para preguntar qué es lo que iban a comer, sólo miraba de vez en cuando a Anna. Algo que él notó enseguida y que se suponía que iba a pasar como había pasado esa misma mañana en Madrid en el mostrador de facturación del aeropuerto. Ella también lo sabía y cómo la gustaba ponerle un poco nervioso y celoso a él, casi cabrearle en cierto modo, no paró de sonreír ampliamente y mirar directamente al camarero sin disimularlo, para que ambos se dieran cuenta, tanto el camarero como él. Sin embargo él se olía la jugada y no iba a permitir que esos celos fantasmas le pudieran.

Él pidió por los dos sin quitar la vista de la carta en la que le señalaba al camarero, aunque éste no le prestaba mucha atención, pero tampoco dejó de mirar de soslayo, de manera muy sutil y casi imperceptible a Anna y al propio camarero que entre anotación y anotación en la pequeña libretilla, ya arcaica en la época de las modernidades en que estaban, que llevaba encima para ir apuntando las comandas de las diferentes mesas. Cuando terminó de pedir la comida y la bebida y hubo despedido al camarero entregándole las cartas, tanto la suya como la de Anna, se volvió a mirarla y a esbozarla una sonrisa resabiada.

– ¿Estás hoy juguetona eh? – La espetó él mirándola sonriendo.
– No sé a qué te refieres. – Contestó Anna al mismo tiempo que dándose cuenta que había sido descubierta en su juego, enarcaba las cejas en señal de asombro e intentando indignarse.
– Ya. Pobre camarero, si supiese que aquello que lleva admirando desde que entraste en el café es tan pillo, seguro que no te seguía lanzando esas miradas.
– ¡Ah, lo dices por eso! – Dijo ella intentando disimular su juego fallido. - ¿Es que me estaba mirando? ¿No estarás de nuevo con eso de que todo hombre joven que me ve me quiere desnudar con los ojos y llevarme a su cama?
– Sí, te lleva mirando desde que nos ha atendido, y alguna mirada al culo se le ha ido te lo puedo asegurar. Pero no te preocupes que esta vez no me voy a cabrear. Esta mañana en el aeropuerto no te digo que no estuviera celoso, que lo estaba. Pero ahora te he pillado el juego. Y sí, pienso que todos los hombres jóvenes que tengan dos dedos de frente y el gusto intacto te miran. – Sentenció él con media sonrisa en la cara, mostrándose como el sheriff que ha cazado a los malos y los ha metido entre rejas cuando nadie daba un duro por ello.
– Vale lo admito. Quería hacerte un poco de rabiar. Pero porque me gusta mucho ver que te pones muy tonto y celoso con estas cosas. Aunque la mayoría de las veces no tengas razón en tus razonamientos. – Se dio Anna ya por vencida diciendo esto y mirándole a los ojos se rió alegremente como una cría.

Mientras decían esto el camarero les llevó el primer plato: la sopa del día. Tal y como recordaba él la sopa consistía en un pequeño cuenco, casi una taza pero sin asa, en la que cabían unas cuantas cucharadas de sopa, las suficientes para un primer plato. Los usos y costumbre fuera de España hacen que los primeros platos sean verdaderos entrantes, es decir que con ellos solos no comes ni te sacian, simplemente sirven para empezar la comida. Algo muy diferente a lo que estaban acostumbrados cuando pedían en Madrid en cualquier restaurante un primer plato, que solía consistir en una cantidad de comida que bien podría ser el plato principal y que tras dar debida cuenta de él el segundo plato suele quedarse en parte intacto porque el comensal se encuentra ya totalmente saciado. En esa ocasión la sopa consistió en un caldito claro con unos pocos fideos y unos trozos de verduras. Algo ligero totalmente. Una vez se terminaron la sopa, el camarero presto a atenderles les retiró los recipientes de la misma y les preguntó – bueno más bien se dirigió a Anna – que qué les había parecido, a lo que ambos contestaron que había estado bueno y rico. Tras esto el camarero se marchó diciéndoles que en unos minutos llegaría el segundo plato que habían comido.

– ¿Qué te ha parecido la sopa? – Le preguntó él a Anna.
– Estaba buena, la verdad. Me ha sorprendido la rapidez con la que la han traído, y que fuera tan pequeño el cuenco. Me esperaba como en Madrid un cuenco en el que cabe casi todo un plato de potaje. – Respondió Anna mostrando sinceridad en su voz.
– Yo también hace años tuve esa sensación cuando nos la trajeron a mis padres y a mí. En eso no ha cambiado nada este sitio. – Dijo él al mismo tiempo que echaba una mirada al local para dar más énfasis a sus palabras haciendo ver a Anna que hace muchos años él estuvo allí mismo.
– Nunca me has hablado de tus padres y de aquello que pasó. Siempre que he tocado ese tema te has callado. – Dijo Anna a boca de jarro dejándole a él totalmente cogido por banda, sorprendido completamente.
– No creo que este sea el momento ni el lugar para hablar de ello. – Contestó él desviando la mirada de los ojos de Anna, intentando evitarla.
– Nunca es el momento. No es la primera vez que te lo pregunto y nunca me dices nada. – Insistió ella sin dejar de mirarle haciéndole sentir que sus ojos le escrutaban severamente.
– Lo que pasó en el pasado allí está y no importa. – Dijo él todavía más secamente que antes.
– No me contestes con galleguismos y no me trates como a una cría. – El tono de voz de Anna cambió totalmente, pasó de ser amable y cordial como el que tendría alguien que pregunta a otra persona para ayudar y consolar, a ser un tono frío y firme, directo incluso que mostraba algo de enfado. – Lo que pasara te sigue golpeando a día de hoy. Y eso es evidente. No me lo puedes negar y si te pregunto no es porque deba hacerlo como crees que seguramente hago. Si te pregunto es porque quiero hacerlo. Porque me importa. Porque cada vez que recuerdas algo de ese pasado eres otra persona muy diferente a la que creo conocer. – Anna había conseguido que él la mirara, aunque sus ojos no estuvieran fijos en los de ella más que unos pocos segundos.
– Nunca he pretendido tratarte como una cría Anna y si alguna vez lo ha parecido te pediré siempre mil disculpas. Pero ese pasado del que hablas no existe, no para mí. – Dijo él igual de serio que antes pero con la voz menos seria y enfadada.
– Mientes. – Le dijo ella.
– Anna hay pasados que duelen no por lo que se dice o se hace, sino por todo lo contrario. Hay pasados que duelen por lo que no se dice ni se hace. Y eso es quizá lo que más duele. – Dijo él, ahora sí mirando a los ojos de Anna que le escuchaba atentamente. – Lo que pasara pasó, pero si ahora hay algo que cada vez que lo recuerdo me duele y quizá hace que sea la persona que dices conocer, es todo aquello que dejó de pasar.

Terminó él de decir esto y a los pocos segundos apareció el camarero con los dos platos principales, el snitzel para ella y la cazuela de pollo para él. Ella, que mientras él estaba hablando había permanecido completamente seria, sonrió amable y ampliamente al camarero que muy amablemente les estaba sirviendo la comida. Él por el contrario permaneció serio sin apenas mirar al camarero, simplemente facilitándole el que dejara el plato en la mesa y dando las gracias cuando lo hubo hecho.

– Te has librado por la campana. Pero que sepas que yo no me olvido de lo que acabamos de hablar y que me vas a contar todo eso que pasó y lo que no pudo pasar ya. – Dijo Anna mientras cogía los cubiertos para dar comienzo a la degustación de su filete.
– Anna no tengo nada que contar. No por nada en especial sino porque lo que quiero en este viaje es disfrutar contigo de esta ciudad y crear nuevos recuerdos. – Dijo él sin brusquedad simplemente intentando ser amable y dirigiéndose a ella sin mirarla, aún sabiendo que ella no le quitaba el ojo de encima.
– Me da igual lo que digas. Quiero saber qué pasó porque me importa. Quizá no será hoy cuando me lo cuentes pero lo vas a hacer. – Dijo ella de manera contundente y rotunda, sin posibilidad de que el replicara nada. – Y ahora vamos a comer que tienes mucha hambre. Buen provecho.
– Ya verás cómo te gusta. Ahora lo pruebo yo también que tiene muy buena pinta. No lo recordaba yo así fíjate. – La dijo él.
– Bueno eso de que lo vas a probar lo tendremos que ver todavía. No sé si te lo mereces. – Dijo Anna volviendo a la sonrisa y al tono desafiante y juguetón que solía poner ella para activarle un poco.
– Pues tendrás que impedírmelo yéndote a otra mesa. Yo te dejo probar el mío sin problemas. – Dijo él mirándola también un poco desafiantemente.
– ¿Y por qué supones que quiero probar el tuyo? – Dijo ella achinando los ojos y mirándole divertida.
– Porque te gusta todo lo que venga de mí. – Concluyó él.

Caronte.

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