lunes, 5 de septiembre de 2016

Historia de amor por dos ciudades (2 de 2)

No. Londres y Madrid no son comparables y por eso las amo a ambas por igual. Recuerdo perfectamente cómo Paco, un hombre que llevaba viviendo en Londres media vida, andaluz como él solo, nos llevó a mis padres y a mí a nuestro hotel aquella primera vez. Un hotel inmenso en mitad justo del lado norte de Hyde Park; un hotel que para nada nos podríamos haber permitido si no hubiera sido por la huelga de pilotos de Iberia que hizo que nuestro viaje, con el consecuente disgusto enorme de mi madre que lloró lo que no estaba escrito, se viera retrasado y nuestro hotel inicial tuviera que ser cambiado por otro. Recuerdo ese primer viaje en coche con Paco por Londres. Mi padre me dejó ir en el asiento del copiloto donde le debería haber correspondido a él. No pude despegarme de la ventanilla. Mis ojos recorrían todo lo que se encontraba a su paso y no daban abasto para grabarlo todo en mi memoria. Recuerdo vivamente la blancura de las columnas de las casas de los barrios de Chelsea y Kensington por donde Paco no llevó dando un rodeo. El hombre iba diciendo por donde pasábamos pero yo ya lo sabía. Tenía Londres no solo en el corazón sino en la cabeza.

Cinco años más tarde, la segunda vez que estuve en Londres uno de los empleados del hotel que también se llamaba Francisco y que también era andaluz, nos dijo que Paco había fallecido hacía un par de años a causa de un cáncer. Paco era conocido por prácticamente toda la colonia española de la capital británica, era una leyenda según nos dijo Francisco, “Fran”. La noticia fue como un jarro de agua fría ya que Paco fue la primera persona que nos recibió en Londres y por tanto, después de los pasillos enmoquetados del aeropuerto de Heathrow, de los primeros gratos recuerdos que tenía de la ciudad a la que tanto amaba y amo a día de hoy.

Y han vuelto a pasar otros cinco años. Estoy en Riad, ahora mismo, mientras escribo esta frase, escuchando al muecín llamar a la oración desde los altavoces de los minaretes de las varias mezquitas que rodean el compound en el que me tengo que alojas. En apenas una semana volveré a Londres. Serán mis primeras vacaciones ganadas por mí, y que yo mismo me pague íntegramente. Londres. No podía ser otra ciudad la que me viera aparecer como persona independiente económicamente. Podría haberme ido a otras muchas ciudades que no conozco y que tengo muchas ganas de conocer, pero no podía no ser Londres el destino. Cinco años han pasado de la última vez que estuve allí, como acabo de decir, y diez desde la primera vez. En esa cifra redonda tenía que volver. Además sigo sin conocer a mi amor. Por muchas veces que vaya a Londres creo que nunca terminaré de conocerla y saber cómo es. Al igual que Madrid, que nunca sabes qué te va a deparar aunque todo siga en su sitio como la última vez.

Tengo muchas ganas de volver a Londres y volver a descubrir esa inmensa ciudad, con sus calles ingentes llenas de gente, con sus plazas arboladas y jardines privados, con sus viviendas de estilo georgiano, victoriano, jacobino, sus museos gratuitos, sus tiendas de modas, sus monumentos más significativos. Pueda parecer absurdo volver por tercera vez a una ciudad que ya se conoce. Pero yo no conozco Londres. Amo Londres pero como buen amante siempre debe sorprender para mantener esa magia del primer día. Hay quien puede aburrirse de una ciudad, rehusar de ella por haber generado unos recuerdos que con el tiempo se pueden volver dolorosos, odiar su forma de vida. Hay quien puede sentir todo esto por Madrid y por Londres, pero quien lo siente no sabe que esas ciudades, que tienen almas mucho más intensas y profundas que las de mucha gente, también rechazan a esas personas y las echan de sus calles, plazas y parques.

El viaje que en unos días emprenderé a Londres de nuevo será todo lo que uno quiera, pueda o desee llamarlo pero no será un viaje repetitivo. Ya no voy a Londres como aquel adolescente imberbe y lleno de granos. Tampoco soy ese otro joven algo más maduro pero gordo y seboso, que volvió cinco años más tarde a volver a descubrir una ciudad que nunca se puede descubrir. Vuelvo a Londres siendo ya un joven adulto, o eso creo, que sabe qué es Londres y que ama esa ciudad. Vuelvo para reencontrarme con mi amada Londres sabiendo de antemano que no la voy a encontrar porque será otra ciudad totalmente distinta. Una ciudad diferente de la que sin lugar a dudas volveré a enamorarme o a enamorarme aún más profundamente si cabe.

Objetivamente hablando el Londres que quiero visitar no lo he visitado nunca antes. El Big Ben y las Casas del Parlamento, la Abadía de Westminster, la Catedral de San Pablo, el London Eye, el Puente de la Torre, la Torre de Londres, Covent Garden, el Museo Británico, la National Gallery, Picadilly Circus, el Museo Victoria&Albert, el de Ciencias Naturales, el Támesis, Oxford y Regent Street, la City, el Palacio de Buckingham con su cambio de guardia, Trafalgar Square, Fleet Street, Soho, las estaciones de tren, el metro de Londres, Hyde Par, Whitehall, el 10 de Downing Street, Belgravia, Harrods, la zona del Temple; todo esto seguirá allí donde lo dejé hace cinco años pero no por ello dejaré de volver a visitar alguno de estos monumentos y lugares de Londres. Es imprescindible y además no me perdonaría no volver a verlos de cerca. Sería como no repetir ciertas rutinas cada año con nuestra pareja. Eso es algo que no me puedo permitir.

Sin embargo vuelvo a Londres para redescubrir la ciudad que amo. Así habrá un día que me alejaré de ella para hacer que la ansiedad por pisar de nuevo sus calles aumente y la pasión con que me vuelva a encontrar con ella sea mayor si es que puede ser así. Me acercaré el primer día que amanezca en la ciudad del Támesis, siempre engullida durante las últimas horas de la larga noche y los primeros minutos del alba, por una niebla extraña que luego levante del todo para mostrar un cielo tan azul, si no más, que el que se puede ver en Madrid en ciertas épocas de año, me acercaré como digo a Cambridge, ciudad universitaria por excelencia junto con si rival antagónica Oxford. En Cambridge me patearé de cabo a rabo, de arriba abajo, de este a oeste sus calles, pasaré a ver los patios y capillas de sus colleges, contemplaré el puente matemático construido hace más de dos siglos en madera sin un solo clavo, comeré allí donde se descubrió el ADN a ver si así puedo dar con cual es mi verdadera razón de ser. Y volveré cuando el sol empiece ya a declinar por el firmamento hacia la gran urbe inglesa. Y Londres me esperará sin esperarme y yo la volveré a pisar amándola aún más y deseando volver a verla en todo su esplendor ya a la mañana siguiente.

Greenwich será otra de las paradas de mi nueva aventura londinense. Allí donde el mundo se divide en oriente y occidente visitaré los imponentes edificios del Museo Naval y la Universidad de Greenwich, no podré sin embargo visitar el gran salón comedor del college que para las fechas que voy estará cerrado por un evento privado. Esa es una de las sorpresas e incidencias que a priori sé que me voy a encontrar en Londres. Una espinita en un viaje que también me llevará después de visitar la línea que separa el mundo a la City. Puede que haya visitado Londres ya dos veces pero da la casualidad de que no he visitado nunca la City más allá de entrar en mi primer viaje a la grandiosa Catedral de San Pablo, uno de los puntos más diferenciadores entre Madrid y Londres, ya que si en Madrid al hablar de nuestra catedral debemos casi hacerlo con la boca pequeña y susurrando el nombre y la dirección del edificio religioso, en Londres no pasa algo semejante. San Pablo es una construcción soberbia, como soberbios han sido siempre los ingleses, que impone nada más verla y que resalta con su enorme cúpula, la segunda más grande después de San Pedro en el Vaticano y antes que la de San Lorenzo del Escorial (orgullo patrio), sobre las modernas construcciones londinenses de acero y cristal. La magna obra de Sir Christopher Wren es el edificio más importante de la City y prácticamente el único que he visto de esa zona donde los romanos hace ya muchos siglos establecieron el asentamiento de Londinium. Pero no es lo único de la City que ya conozco, también el Monumento al Gran Incendio de Londres y la Torre de Londres, esa fortaleza medieval situada en mitad de la más moderna urbe de Europa y que por tanto resalta por sí misma con una personalidad propia. La Torre de Londres guarda la historia del Reino Unido mejor que muchos otros edificios en las islas británicas, y también sirve de gran caja fuerte a las joyas de la corona que custodian los beefeaters. Pero estos tres monumentos citados son los únicos que conozco de la City. Ahora en mi tercer viaje descubriré realmente ese núcleo originario de Londres y visitaré la muchas iglesias erigidas después del gran incendio que devoró Londres en 1666 (350 años se cumples este septiembre de aquel desgraciado momento para la historia de Londres, de mi amada Londres) muchas de las cuales diseñadas por Wren; y recorreré calles tan emblemáticas como Fleet Street; y contemplaré los gruesos muros que guardan el Banco del Inglaterra; y levantaré la vista hacia las alturas desde casi los cimientos de los grandes rascacielos que jalonan la City; y visitaré la antigua y muy noble sede del Consejo de Londres, el antiguo y medieval ayuntamiento de la capital inglesa, el Guidhall; y me perderé por calles que no conozco pero que descubriré por primera vez para amarlas como amo el resto de la ciudad. Pero la City no será lo único nuevo que descubra en Londres. El Soho va a ser otro de mis objetivos en este tercer viaje a Londres, ese barrio tradicionalmente marginal pero que a semejanza de Malasaña en su día, Tribunal más recientemente, las Letras siempre y ahora también Lavapiés en Madrid, poco a poco fue poniéndose se moda y revitalizándose después de muchos años de decadencia. Opuestamente el Soho podría considerarse Mayfair, que tampoco conozco y que también voy a recorrer por primera vez admirando sus casas señoriales en las que mi mente soñaría con habitar si no fuera tan realista y supiera que están muy lejos de mi alcance. En el apartado museos pocos hay que no haya visitado y realmente quiera visitar. Sin embargo sí que hay uno que en el primer viaje deseche ruin y vilmente por no interesarme (necio de mí), en el segundo no visité por quedarse demasiado alejado de cualquier ruta turística, pero que ya no puedo seguir obviando. La Tate Britain es un museo de arte inglés, cosa que dice más bien poco ya que pocos artistas ingleses has alcanzado el Olimpo del Arte donde se pueden encontrar Velázquez, Goya, Picasso, Rubens, Tintoretto, Miguel Ángel, Jacques Louis David, Delacroix, Van Gogh o Rembrandt. Sin embargo hay un pintor inglés al que admiro profundamente y que sitúo sentado prácticamente al lado de los artistas anteriormente citados. Dicho pintor es Turner, y la Tate Britain tiene la mejor colección de sus obras. Por eso mis pasos me llevarán hasta la orilla norte del Támesis río arriba de las Casas del Parlamento, para poder contemplar la obra de este gran pintor.

No todo va a ser descubrir Londres de nuevo. A un amante en el fondo ya se le conoce. Yo a Londres la conozco bastante bien y a pesar de que vuelvo de nuevo a ella para descubrirla más profundamente, no puedo olvidarme de aquellas facetas suyas que me robaron el corazón hace diez años. Ya hice esto mismo hace cinco años cuando volví de nuevo a Londres, y pienso volver a hacerlo en apenas unos días. Sin embargo haré esto de una forma más productiva. Las dos veces que he ido a Londres lo he hecho como turista de masas. En esta tercera ocasión pienso dejar mi lado más turístico a un lado y transformarme en una especie de londinense que vuelve a su hogar después de mucho tiempo alejado de él. Recorreré los hitos fundamentales de la capital británica con ojos diferentes. No tengo que sacar cien fotos del Big Ben porque y está grabado en mi corazón y de ahí no se va a mover nunca. No tengo que pasar varias horas en la National Gallery porque simplemente me bastará ir a saludar a la Dama del Espejo de Velázquez, ni tendré que dedicar todo un día al Museo Británico porque ya sé qué hay robado allí dentro y solo tendré que ir a comprobar que los dinteles del Partenón de Atenas y su friso siguen donde los dejé la última vez, así como la Piedra Rosetta; no tendré que pasar a Westminster porque sé que los grandes hombres allí enterrados siguen en paz descansando a pesar de los centenares de turistas que intentar perturbar su eterno sueño. No tengo que volver a hacer nada de lo que hice como turista porque Londres ya no es para mí un destino turístico sino parte de mí. Visitaré todo lo anterior como quien vuelve a reconocer las partes más anheladas de su amante en una noche de sexo desenfrenado después de mucho tiempo alejado de él. Así visitaré todo lo que siempre sé que está en Londres parándome en todas las librerías que encuentre: la inmensa Waterstones en Picadille, vecina de la histórica Hatchards, la viajera Stanfords, la bella Daunt Books, la comercial Foyles en la literaria y libresca Charing Cross Road; entraré en las más célebres tiendas de té de Londes: desde Twinings, con su eterna tienda enfrente de los Juzgados, proveedora de la Familia Real, hasta la histórica East India Company, pasando cómo no por la tradicional y muy inglesa Fortnum and Mason´s. Y además comeré donde nunca he comido en mis viajes a Londres en sus pubs, no tomando cerveza porque por desgracia para un amante de Londres, a mí no me gusta y menos las ales inglesas con su fuerte sabor a cebada, pero sí tomando sus porridges, fish and chips, pies y demás delicatesens del recetario tradicional inglés. En este punto obviamente tampoco puedo comparar con Madrid, donde comas donde comas, arriesgándote a que te sableen el bolsillo según donde te sientes a comer o no, siempre vas a poder deleitarte con la comida. Londres no es tan generosa con sus comensales y no tratará bien sus estómagos.

Tras todo esto mi viaje terminará. Me despediré de mi amada Londres hasta la próxima vez sin caber cuando será y no sabiendo si habrá tal próxima vez tan si quiera. Si el mundo sigue girando como lo lleva haciendo desde que piso este mundo, seguro que habrá próxima vez. Lo que pasa es que no sé si la próxima vez será como la sueño. Tras mi primer viaje a Londres me dije que el segundo lo haría acompañado por amigos o con mi pareja. Eso no ocurrió y fui con mis padres como en el primero. Tras ese segundo viaje, hace ya cinco años me dije que el siguiente, el que estoy a punto de emprender, lo haría ya sin mis padre pero acompañado por amigos o pareja. El mismo sueño que la primera vez. Vuelve a no cumplirse. Aunque ya no me acompañarán mis padres. Ojalá, y lo digo bien claro y lo más alto que la mente de cada lector pueda leer esta frase, que la cuarta vez que visite Londres lo haré acompañado. No voy a concretar porque sinceramente no creo que la siguiente vez que pise Londres lo vaya a hacer con pareja. Tendrán que ser amigos quienes me acompañen a ver de nuevo mi amada ciudad.

Pienso que este artículo se me ha ido demasiado de las manos. Pero creo que el amor no tiene límites y no se le pueden poner. Cuando se ama de verdad  nada puede contener la fuerza de ese amor. Amo Londres, y amo Madrid. El destino me tiene permanentemente alejado de una de esas ciudades como es Londres, ya que no soy londinense ni inglés ni británico. Pero desde hace dos meses la necesidad de encontrar un trabajo de ingeniero de caminos, profesión corrupta tradicionalmente donde las haya, endogámica a más no poder y oscura como una noche sin luna, me mantiene alejado de Madrid, y no hay día que no note la distancia inmensa que me separa de sus calles.

Que nadie dude que lo primero que haré el viernes que llego a Madrid, tras un vuelo nocturno en el que sobrevolaré sin saberlo y sin verlo tres continentes diferentes, será después de pasar la mañana viendo a mis abuelos que me echan de menos como nadie, será irme a reencontrarme con Madrid, a patearme mis sitios favoritos, si puede ser con un par de amigos muy queridos mejor, sino solo. Pisaré la Plaza del Dos de Mayo y entraré en mi librería preferida escondida en un rincón de la plaza porque como el heroinómano adicto al caballo necesito oler a libro, páginas y a tinta. Recorreré la Gran Vía aunque no me guste, me comeré una palmera de chocolate de Viena Capellanes o el Riojano o una napolitana igualmente de chocolate de la Mallorquina. En esto último Londres también perdería en una hipotética comparación que hiciera sobre ambas ciudades. Pero Madrid lo haría a la hora de comparar ambos ríos por ejemplo.

No comparo porque no puedo comparar, porque me duele compara, porque no cabe en mi cabeza la diferencia entre Londres y Madrid. Podré ser considerado un necio por mucha gente al equipara Madrid y Londres. Bueno pues soy el mayor de los necios que verá el mundo entonces. Madrid y Londres comparten una cosa y es mi amor por ellas. Siempre están en mis pensamientos y cada vez que voy a una ciudad que no conozco creo que estoy siendo infiel a mis dos amadas ciudades. Pero no hay todavía ninguna ciudad que las supere en conjunto y las haya podido suplantar en mi corazón. Y dudo mucho que pueda haber ninguna ciudad que pueda despertar en mi interior los mismos sentimientos que Londres y Madrid, Madrid y Londres, despiertan en mí.


Caronte.

sábado, 3 de septiembre de 2016

Historia de amor por dos ciudades (1 de 2)

Me permito parafrasear el título de una de las más famosas novelas de Charles Dickens porque  me la acabo de leer y creo estar en derecho de hacerlo después de ello. Además hace tiempo que necesitaba encontrar un titulo lo suficientemente decente para poder titulas esta entrada en el blog; entrada que por otra parte llevo pensando y reflexionando sobre ella mucho tiempo ya y que creo que solo cuando he estado a más de cinco mil kilómetros de distancia de mi hogar he sido capaz de terminar de dar forma.

Como en la novela de Dickens una de las dos ciudades a las que hace referencia el título de esta entrada es Londres. Sin embargo la otra ciudad de la que aquí voy a hablar no es París como en la novela del gran escritor inglés, sino Madrid, una ciudad mucho más a la altura de las circunstancias que la sempiterna y orgullosa ciudad de la luz y capital de Francia, París, que como la puta más solicitada del burdel ya está más que dada de sí y poco o nada puede aportar al imaginario colectivo de viajes y descubrimientos. No desmerezco París, pero esta ciudad es de todas las que he visitado en Europa la que a la postre menos me ha gustado, aunque cuando la visité me impresionara por su grandilocuencia, plasmada en el Arco del Triunfo, y su orgullo, reflejado en la grandiosa avenida de los Campos Elíseos.

París no levanta amores como lo hacía antaño, cuando todavía tenía esa magia de ciudad habitada por artistas bohemios de verdad, de la ocupación/violación nazi, de la sangre de cabezas degolladas por la señora guillotina, de los gritos de libertad, libertad, libertad. Paris supongo que todavía enamora a los enamorados que no sabes qué es el amor ni donde celebrarlo salvo en la, inflada por la publicidad, ciudad del amor. Paris, solo enamora a los nostálgicos de una época que no va a volver, a los simples quizá, que se dejan maravillas por una inmensa y desproporcionada torre de hierro y acero, por unos edificios abuhardillados que son todos iguales se pasee por las calles que se pasee, da igual que sea un barrio pobre o uno rico. París no me engaña, y creo que a quien haya viajad mucho más que yo que soy un aprendiz de Marco Polo, mucho menos.

Pero que nada de lo que acabo de decir haga que nadie me juzgue. En el fondo me dan igual los juicios de valor que la gente que no me conoce me haga. Ignoro incluso los que hacen aquellos allegados y conocidos míos. Solo me importan de verdad los juicios emitidos por las personas a las que quiero con todo mi corazón, y esas no llegan a ser tantas como para gastar todos los dedos de una mano. No pretendo ni por un instante ser objetivo en este artículo, por eso lo que acabo de decir sobre París, aparte de que es una verdad incuestionable, casi a la altura de los dogmas de fe que se creen los incrédulos seguidores de cualquier religión, no son más que opiniones personales que probablemente poca – u mucha quien sabe – gente compartirá al cien por cien. Mejor.

Está claro que París no ocupa un lugar destacado en este relato de amor. Ni he amado a la capital de Francia ni creo que la amaré nunca, a no ser que me dé el amor de mi vida, en cuyo caso parafraseando a uno de los hermanos Marx, puedo cambiar mis principios. París no es depositaria de mi amor material. Las ciudades que amo son dos Madrid y Londres. Dos ciudades a cada cual más diferente; diametralmente opuestas en muchos aspectos, sino en casi todos; y muy distantes históricamente hablando; pero que a la postre y por designios del inescrutable destino comparten un sentimiento muy profundo en mi corazón. Amo ambas ciudades por igual no puedo quedarme con una, destacar algo de alguna, sin ser injusto con la otra. No puedo decir que prefiero tal o cual barrio, tal o cual monumento, tal o cual tradición de una sin inmediatamente tener que retractarme porque no me puedo decantar racionalmente hablando por ninguna de las dos.

Para empezar debo decir que soy madrileño. No de esos castizos ni de pura cepa, “gatos” como se les llama a los madrileños de tercera generación nacidos en el seno de una familia con padres madrileños y abuelos (los cuatro) madrileños. No tengo ni siquiera media mitad de “gato”. De hecho no considero que en Madrid haya nadie castizo. Solo la caspa es castiza. Aquellos que se llaman castizos en Madrid son los únicos que no aman su ciudad, que la utilizan para intentar diferenciarse del resto de los madrileños. Madrid es una ciudad de múltiples orígenes, no hay un madrileño al uso. No hay unas costumbres típicas de Madrid, ni una gastronomía típica de Madrid capital, ni unas fiestas típicas de Madrid capital. Todo eso ha venido impuesto con los años y con la tozudez de esos castizos de pega que se visten de chulapos y chulapas, con capa castellana o de “manolas” en contadas ocasiones. Madrid es de todos los que viven o pasan por ella, y al mismo tiempo no es de nadie.

Por eso amo Madrid. Nací en el Hospital Gregorio Marañón en la antigua maternidad de la calle O´Donell. De ahí pasé a un barrio que no fue nunca Madrid hasta los años sesenta cuando fue anexionado, o engullido, por la gran urbe capitalina necesitada de tierras para seguir creciendo y expandirse. Vicálvaro ha sido, es y será siempre el lugar de Madrid donde me hice a mí mismo, donde me he movido, donde he aprendido a ser yo mismo, donde empecé a escribir, donde me formé, donde no he amado, donde he llorado, jugado, paseado, corrido y hecho amistades. Y sin embargo, aunque los sentimientos que tengo hacia mi barrio son enormes y nunca los podré disimular porque en esa pequeña esquina de Madrid que es Vicálvaro habré pasado, llegado el día del juicio final, entre un tercio o un cuarto de mi vida (espero que sea alguna de estas dos estimaciones) y vivirán muchos miembros de mi familia y morarán muchos de mis recuerdos.

Como digo, y sin embargo Madrid, el Madrid de verdad ese al que todo el mundo le viene a la cabeza cuando se pronuncian las dos sílabas que componen su nombre está por encima de mi barrio. O quizá gracias también a mi barrio amo Madrid con la intensidad que lo hago. Madrid, ha sido, es y será siempre viva yo o no ese lugar del Planeta Tierra, del Sistema Solar, de la Vía Láctea y en resumen del todo el universo en el que siempre me sentiré a gusto, como en casa, acogido, feliz; ese lugar en el que al mismo tiempo me sentiré siempre extraño, turista, asombrado, temeroso, e infiel a mí mismo.

Estando a más de cinco mil kilómetros de Madrid me acuerdo de ella todos los días. No hay jornada de trabajo o festiva (los viernes únicamente) que no piense en Madrid, en lo que podría estar haciendo en mi ciudad y que no puedo hacer en mitad del desierto donde me toca morar hasta que mi cabeza se pierda y mi alma me reclame volver al hogar. Amaba ya Madrid pero aquí en mitad de la más horrible nada me he dado cuenta de que junto a mi familia y a una pareja de amigos, también necesito como el agua que bebo o los alimentos que ingiero a Madrid. Necesito sus calles, necesito su gente, necesito sus casas, sus monumentos, sus turistas, todo: lo que más admiro y lo que más odio; los barrios que siempre he transitado y aquellos en los que nunca he puesto un pies; sus bares de moda, los de toda la vida, los que te sablan medio mes de sueldo por una caña mal tirada y una tapa irrisorio simplemente por estar en la Plaza Mayor, los que nadie conoce, los que uno se encuentra casi por casualidad, aquellos que traen recuerdos de veladas pasadas en la mejor compañía posible; las librerías de segunda mano; mi Plaza del Dos de Mayo y sus calles aledañas; mis paseos sin rumbo descubriendo y recorriendo calles nuevas; sus plazas antiguas donde hay bancos de tierras, bancos de madera y árboles, y las plazas que el infame alcalde Gallardón, ese miserable egocéntrico, barrió del mapa de la comodidad haciéndolas invivibles (me acabo de inventar la palabra creo) con hormigón duro y hostil y sin una sola sobra que proteja al peatón del inclemente sol de la ciudad; su luz, sobre todo la que durante las últimas horas de sol de los días de invierno acaricia las fachadas de las casas más señoriales y más humildes; sus barrios ricos y los más pobres; sus calles comerciales, como Goya, o Serrano, o la horrible y bella al mismo tiempo Gran Vía muerta por sobredosis de marcas de ropa y franquicias de hostelería; su Navidad con las calles iluminadas; su Puerta del Sol corazón vivo y latiente de la ciudad que nunca duerme; el Museo del Prado donde siempre he encontrado minutos de paz y tranquilidad contemplando algunas de las más importantes obras de arte universales; el Paseo del Prado recuperado recientemente los fines de semana por la mañana para los ciudadanos y turistas de Madrid gracias a Manuela Carmena, la primera alcaldesa elegida de verdad por los ciudadanos; el Paseo de Recoletos, continuación del anterior, devastado por la falta de mantenimiento y la desidia de la antigua alcaldesa Ana Botella, impuesta por el miserable alcalde anterior ya citado en este artículo, y que lleva a su espalda la muerte de cinco chicas en el Madrid Arena; el Retiro siempre; el Retiro más aún con las casetas de la Feria del Libro a finales de primavera, cita ineludible para mí que no sé si el año que viene podré disfrutar como me gustaría; la Cuesta del Moyano las mañanas de fin de semana de primavera, otoño, invierno y verano; el Rastro al que he ido únicamente tres veces en mi vida, dos de ellas con un amigo al que quiero también con todo mi corazón y que considero un hermano; los teatros a los que tanto me gustaría ir pero que tan poco he ido por no querer ir solo y por no tener con quien ir; Lavapiés, Malasaña, La Latina, Tribunal, Huertas; el literario y olvidado barrio de las letras donde vivió el más grande entre los grandes de la literatura universal, con permiso del inglés de Stradfor-upon-Avon, don Miguel de Cervantes, pero no solo él sino también Lope de Vega (tocayo mío, ¿me llamaré Lope?), Calderón o Quevedo entre otros, pasados, presentes y futuros por qué no; la plaza de la villa digna sede del ayuntamiento de la Villa y Corte hasta que el Faraón Gallardón I de la dinastía de los aborrecibles decidió mudarse al Palacio de Cibeles para así dar cabida a su ego inmenso en un despacho digno de un Rey absoluto; la Calle Alcalá de principio a fi, esa arteria que riega varios distritos de la capital; el Oso u Osa y el Madroño símbolo casi olvidado por los propios madrileños pero que está siempre vigilante en uno de los extremos de la Puerta del Sol; sus fiestas típicas, si es que hay alguna de ellas, San Lorenzo, San Cayetano y La Paloma, que se enlazan en el mes de agosto, mes que también echo mucho de menos porque siempre lo he pasado en Madrid y solo últimamente supe disfrutar moviéndome a mis anchas en una ciudad que parece arrasada por alguna catástrofe nuclear y que se queda para los más intrépidos madrileños aquellos que lo somos de verdad porque llevamos a la ciudad en el corazón.

Podría haber alargado mucho más el párrafo anterior, pero creo que nunca sería capaz de expresar utilizando la lengua cervantina lo que siento por Madrid. No creo que sea capaz de expresar, ya sea por escrito o de manera hablada mi amor por la ciudad que me vio nacer un cuatro de abril de hace un cuarto de siglo, un día lluvioso a rabiar, en el que a mi abuelo le arrancaron los limpiaparabrisas del coche, en el que el mundo de la literatura lloraba a Graham Greene, en el que muchas personas morían y nacían en el mundo.

El flechado de amor llegó en 2006. Hace diez años, un mes de julio durante el cual la ciudad del Támesis sufría junto con el resto del país la peor ola de calor del último siglo, me enamoré de Londres. Yo no era más que un pipiolo, casi un imberbe, un jovenzuelo inmaduro y todavía no golpeado por nada en la vida. Tenía quince años y por primera vez en mi vida salía de mi país e iba a pasar una noche lejos de España. No sería únicamente una noche en aquel viaje sino toda una semana. La emoción que viví entonces no la he vuelto a experimentar al viajar después a ninguna ciudad. Además no solo era mi primera vez en el extranjero sino que también se podría considerar que aquel viaje era también mi primera vez en avión, ya que aunque en realidad no era así, porque con apenas tres años viajé con mis padres a Lanzarote, de aquel primer viaje en avión ni me enteré. No guardo apenas ni un solo recuerdo de aquella primera vez, quizá sea la única primera vez que no vaya a recordar en mi vida.

Londres actuó como catalizador en mi vida. Cambió todo mi mundo interior y mi manera de ver el mundo exterior que me rodeaba y en el que vivía. Si miro fotos de aquel primer viaje veo a otra persona que no soy yo. No soy capaz de reconocerme y al mismo tiempo no puedo no verme reflejado en aquel niño, aquel joven con acné, pelo más o menos largo, aparato dental y bastante rellenito. Era otro yo. Era un yo sin el que hoy en día yo no sería nada ni nadie. Aquel viaje con mis padres me abrió al mundo. Londres me llegó como ninguna otra ciudad después me ha llegado. Estoy seguro que la primera persona con la que uno se acuesta y hace el amor torpemente dejándose llevar más por impulsos primarios que otra cosa, y atenazado por el miedo a fracasar o no estar a la altura y los nervios del momento dejará algún día la misma sensación en mi interior como aquella primera vez en Londres.

De aquel primer viaje recuerdo absolutamente todo. Pero Londres era y es inmensa. Es una ciudad inabarcable. Así como Madrid es una de las ciudades más cosmopolitas, multiculturales, abiertas y poliédricas del mundo occidental, queda en nada si uno la compara con Londres: la capital de la multiculturalidad. Pero claro Londres hasta hace un siglo era la capital de un imperio con territorios gobernados y controlados por Su Graciosa Majestad en todos los continentes. De hecho hoy en día sigue siendo la capital de un imperio, bueno, más que de un único imperio de dos: del británico camuflado de Commonwealth y del económico, siendo la City de Londres uno de los principales centros de negocios del mundo. Ante eso Madrid no puede competir; sería algo así como la chica humilde, guapa pero no despampanante y con formas perfectas, inteligente pero no brillante que a la hora de conseguir al más guapo o a la más guapa, porque puede elegir claro está, siempre está en segunda o tercera fila. Pero no vengo aquí a comparar. Además las comparaciones son odiosas y quizá si me pongo en serio a comparar Londres tendría las de perder con Madrid en muchos aspectos.

Caronte