No sé cuándo va a
ocurrir pero sé que va a hacerlo. Esa incertidumbre me mata y creo que mataría
a cualquier persona que tuviera un mínimo de sentimientos y conciencia
sentimental. El saber que una cosa va a ocurrir no quita importancia a esa
cosa, es más en algunas ocasiones esa certeza lo único que genera es
importancia, nervios, miedos, temores, ansiedades, etc. Eso me pasa a mí. Esa
sensación de estar de despedida de todo se incrementa diariamente con el
transcurrir de las horas. Ahora me doy cuenta de cómo pasa el tiempo ese tiempo
que tanto me inquieta y que tan obsesionado me tiene. Ahora me doy cuenta de
que cada segundo que pasa no va a volver y por tanto hay que intentar que ese
segundo quede fijado en nuestra vida, en nuestro recuerdo, en nuestra alma.
Hace ya unas
semanas, aunque más que semanas son ya meses, que recibí una llamada originada
en medio del desierto árabe. Esa llamada me convocaba a trabajar, me venía a
buscar después de cinco meses sin tener noticia alguna, después de haber
deseado tener un trabajo que creía merecer y que parecía que no me iba a
llegar. Pero al final todo llega, con lentitud pero llega. Sin embargo que haya
llegado, que llegara hace ya algo más de dos meses no hizo más que generarme
miedos, dudas e incertidumbre. Es lo que tiene acostumbrarse a que nada pase, a
que una llamada, un aviso se vaya demorando sine die hasta que le haga a uno
pensar que no llegará nunca. Cuando vi de dónde provenía la llamada que me
convocaba a marcharme de España me sentí extraño. No sé decir si lo que sentí
era alegría porque por fin se reconociera mi trabajo y esfuerzo durante toda mi
vida, mis sacrificios personales por tener una carrera que aun así en el fondo
no me llena pero que me permitirá vivir mi vida, o todo lo contrario.
Los días que
siguieron a la llamada fueron raros, los eventos se fueron acelerando. Tuve que
hacer varias entrevistas vía videoconferencia con el desierto donde dos mujeres
volvieron a evaluar mi idoneidad para el puesto que se me ofrecía. Yo como una
autómata, sin dar muy bien cuenta de lo que estaba viviendo, fui haciendo lo
que se me decía, lo que se supone que tenía que hacer. Pasé las entrevistas, me
dieron el sí; quizá el primer sí de mi vida. Un sí que probablemente, aunque
aún hoy no lo sé, me va a cambiar la vida por completo. Entré en una especie de
vorágine devoradora de vida, sentimientos y sensaciones.
No me he dado
cuenta de nada hasta que todo el papeleo necesario para marcharme ha estado
entregado. Hasta hace apenas unos días. Ya no hay vuelta atrás. De hecho desde
la primera llamada desde el desierto no hubo vuelta atrás. No sé si hice bien
en decir que sí, aunque en el fondo no lo dije; fue como si todo viniera dado,
presupuesto, pre-aceptado. Pero yo me he dejado llevar. Ahora me doy cuenta de
lo que estoy a punto de hacer, del viaje que estoy a punto de emprender. Y no
sé si quiero hacerlo.
Hay muchas cosas
que me rondan por la cabeza. Muchos sentimientos agarrotan mi corazón. Mi espíritu
está lleno de sensaciones y no sé controlar ninguna. Todo es nuevo, y más nuevo
será todo cuando me vaya de España, de Madrid, mi ciudad querida y amada y poco
exprimida. No sé si estoy preparado; quizá nadie esté preparado para esto;
quizá nadie pueda estarlo nunca; quizá no haya que estarlo y que esa
preparación no exista sino que todo se vaya viendo sobre la marcha. Eso choca
contra mi concepción de la vida. Sé que soy una persona más cuadriculada de lo
normal, aunque antes lo era mucho más. Fui muy cuadriculado hasta que me di
cuenta, durante la carrerea, de que ser cuadriculado no me llevaba a nada,
bueno a la amargura y la desazón, como a varios compañeros míos de clase les
pasó. Hubo un momento en que empecé a vivir más relajadamente, sin pensar en lo
que debía de hacer y en lo que no, en lo que se suponía que tenía hacer y en
aquello que ese “yo” que la gente pensaba que era creía que tenía que hacer. No
creo que me haya explicado muy bien ahora. Me da igual.
Ahora todo esto no
importa. Lo que tengo por delante, lo que sé que va a llegar aunque no sé cuándo,
es algo que no me cabe en la cabeza. Cuando acabé la carrera no me importaba
tenerme que marchar de España para trabajar. Ahora que ese momento ha llegado
no sé si quiero irme. El cerebro, mi cabeza, me dice que tengo que marcharme,
que la oportunidad que me he ganado por méritos propios, cosa que otras muchas
personas salidas de mi Escuela no pueden decir, es única tanto a nivel
profesional, por la experiencia que me hará ganar así como por las condiciones
en las que me marcharía, como a nivel personal por suponer una prueba de
esfuerza, un test de estrés, un ensayo de resistencia. Pero mi corazón me dice
lo contrario. ¿A quién hago caso?
No es una cuestión
fácil de resolver, ni tan siquiera de abordar. Mi corazón me dice que quizá la
oferta que tengo y que ya he aceptado, me va a reportar muchas ventajas a nivel
material, es decir, experiencia profesional y dinero para el futuro. Pero la
vida es mucho más. Quizá es muy pretencioso por mi parte pretender hablar de la
vida siendo todavía tan joven y no habiendo vivido nada realmente reseñable,
pero sí que sé que la vida no debe girar en torno a lo material. Los
sentimientos están primero. Las personas están primero.
Es cierto que no
tengo a nada ni a nadie, o no a mucha gente, que dejar atrás. No tengo pareja;
nunca la he tenido y sinceramente quien me conoce bien, aunque no quiera
decírmelo, sabe que es muy complicado que me vaya a echar pareja de aquí a un
corto periodo de tiempo. Estadísticamente, por cómo ha sido mi vida y por cómo
soy yo a la hora de intentar ligar, si es que esa actividad todavía sigue
existiendo en el mundo acelerado, frío y materialista en el que vivimos, lo más
probable es que me vaya a quedar solo el resto de mi vida. Diciendo esto no
acepto la situación, es más espero que no sea así, y hago todo lo posible para
que no sea así, pero no lo hago muy bien porque en ese ámbito no he cambiado
tanto.
Tampoco tengo
muchos amigos. De hecho no puedo decir que tenga ningún amigo de toda la vida
porque no sería verdad. Tampoco puedo decir, porque volvería a ser mentira, que
no tenga ni un solo amigo. Sí que tengo, en especial uno. Nadie que me conozca
o haya conocido durante los últimos años, los de universidad, desconoce de quien
hablo. Tengo un amigo al que quiero por encima del resto, esto es algo normal y
quien no lo vea así que vaya al psicólogo para que un profesional se lo
explique porque tiene un problema serio. Sin embargo esta amistad no siempre ha
sido así; no siempre he querido a esta persona como ahora, más de lo que
hubiera querido a un hermano de sangre, hubo una época que lo odiaba más que a
nadie en mi vida. Pero amor, cariño y estima caras de la misma moneda que el
odio. Es por esto que la decisión de marcharme me genera miedo.
Nunca he tenido
amigos así, con los que tan a gusto me siento, a los que haya querido tanto.
Por ello mi corazón me hace sentir miedo de marcharme y perder eso poco que he
terminado consiguiendo en mi vida a nivel personal. Esa es la cuestión
principal. Marcharme ahora supone romper con todo. Así lo veo yo. La distancia
es lo peor que se puede imponer entre dos personas, entre dos seres humanos. Es
muy complicado mantener un contacto con alguien a quien se quiere estando a
miles de kilómetros de distancia, sabiendo que no se puede volver cada vez que
se quiera sino cada vez que se pueda. Es una diferencia mínima, pero muy
importante.
Pero no tengo
mucho más por ello lo que mi corazón me dice, lo que hace que cada vez que
piense en la noticia que tiene que llegar en apenas unas semanas, aunque no
haya fecha exacta, sienta un miedo enorme. Miedo a perder a esas personas a las
que quiero, a las que he decidido querer, que no son las mismas a las que por
nacimiento, por obligación en el fondo, estamos atados, condenados a querer
porque sí. No se me interprete mal por favor, que a mi familia la quiero, pero
no es lo mismo decidir querer que querer sin más. No se siente lo mismo.
Ese miedo que he
dicho que siento es el que más dudas me está generando, el que más ansiedad
lleva a mi cuerpo, el que me hace plantearme seriamente si he decidido bien o
no. Es posible que una amistad se pueda mantener aunque haya miles de
kilómetros de distancia, y seguramente sea así, es decir, si una amistad es de
verdad, de las que se agarran al corazón por las dos partes ya que como todo
sentimiento que atañe a dos personas la amistad debe estar sustentada por dos
partes, no hay nada que la pueda derribar. Pero yo no he tenido nunca amigos
así, como tengo ahora, nunca he mantenido amistades de ningún sitio, de ninguna
época de mi vida, por eso temo perder lo que ahora creo tener.
No sé si mi
corazón tiene razón al decirme que puedo perder todo. No sé si lo que mi cabeza
me impone, lo más material, es lo que más merece la pena en la vida. No sé
nada. Soy un náufrago en un mar insondable de dudas y miedos, golpead por
tempestades de incertidumbre y temor, por calmas de sosiego que duran poco. No
sé navegar en ese mar. Sin embargo puede que eso sea normal. Nadie está
acostumbrado, nadie puede acostumbrarse, a dejar atrás lo que se quiere. Pero
quizá también la aventura que estoy a punto de comenzar me lleve a conocer y a
saber todo esto, a madurar más, a ser más persona, a aprender, a darme cuenta
de que de verdad tengo una amistad para toda la vida, a echar de menos aquello
que ahora quizá no valoro tanto. Puede incluso que me dé cuenta de todo lo
contrario. Eso será doloroso, pero puede pasar.
Lo que está claro
es que cuando llegue el momento de la verdad, cuando la noticia que ya estoy
esperando que se produzca llegue cambiaré como persona. Tendré que afrontar
todos esos miedos a la fuerza, pero no se dice que a la fuerza ahorcan. ¿Estoy
preparado para subir a este primer cadalso de mi vida y ser ahorcado por la realidad?
No sé. Sólo sé que aunque no esté preparado la vida me va a ahorcar de todas
maneras para que empiece a vivir de verdad, a sentir, a amar, a querer, a darme
cuenta de lo que es este mundo, a dar a cada cosa su justo valor, a echar de
menos y de más.
He decidido hacer
caso a mi cabeza cuando mi corazón lleva ya tiempo diciéndome que debería hacer
lo contrario. Pero quien sabe, quizá mi cabeza tenga razón. Puede también que
sea mi corazón el que avisándome y yo desoyéndolo me esté diciendo lo que debo
hacer. Eso solo lo sabré en el lecho de muerte, espero que dentro de muchos
años, cuando deba juzgar yo mismo y nadie más mi vida. En ese sombrío momento
me daré cuenta de que la decisión que mecánicamente, autómatamente, he tomado
ha sido la acertada. El miedo a perder a las pocas personas que a día de hoy me
importan de verdad, esas que saben que las quiero con toda mi alma seguirá allí
y solo a posteriori sabré si estaba infundado o era una realidad.
A pesar de todo,
la decisión está tomada y sus consecuencias vendrán en el futuro, con el paso
del tiempo, ese dios omnipresente que además todo lo puede y contra el que
nadie puede luchar ni hacer nada. Sólo el tiempo dirá si he perdido lo poco que
he logrado tener a nivel personal, sólo el tiempo dirá si todo eso que
supuestamente voy a conseguir yéndome tan lejos, en mitad del desierto arábigo,
valdrá la pena porque lo podrá compartir con esas personas tan queridas. Porque
no hay que olvidar, o al menos yo no lo olvido, que son las personas lo único
que importa en esta vida. Nada más. Aun así hay veces que no se puede hacer
otra cosa (siempre de hecho se puede hacer otra cosa si se es lo
suficientemente valiente para ello, yo no lo soy); yo no puedo hacer otra cosa
que obedecer a mi cabeza cuando mi corazón me está diciendo (y me duele por
ello) lo contrario.
Caronte.