martes, 26 de enero de 2016

Fin del Vals

Tengo una noticia que a la vez puede ser buena y mala. Buena para algunos que se verán liberados de seguir leyendo patrañas y podrán volver a leer carnaza en el blog. Mala para aquellos que hasta la fecha seguían con expectación – iluso de mí – las entradas que desde hace ya varios, muchos diría yo mejor, meses. La noticia es la que sigue: no va a haber más entradas de El Vals del Emperador. No me importa por donde dejé la historia, de hecho ni lo sé; tampoco me importa que esto que estoy haciendo sea poco ético y profesional, pero en España la ética y la profesionalidad hace años que brillan por su ausencia, luego algo se me habrá pegado de estos malos hábitos.

Y ahora supongo que tengo que dar una explicación a este cese en la publicación de lo que se supone iba a ser una serie mucho más larga. La razón es sencilla: he terminado la novela. Sí, “El Vals del Emperador”, nació en su día como proyecto de novela, lo que pasa es que con el tiempo este pequeño proyecto – porque aunque no se pueda creer en un primer momento tenía pensado escribir una novela no demasiado extensa ni compleja – fue engordando hasta convertirse en una novela que en formato Word, que es como la he escrito, ocupa una extensión de más de trescientas páginas (concretamente tiene 361 páginas) y más de doscientas treinta mil palabras (no voy a poner el número exacto porque tampoco creo que sea relevante). Vamos que lo que empecé con humildad, lo fui convirtiendo poco a poco en una utopía inmensa que a veces me generaba muchos más problemas que otra cosa.

No soy escritor. Mejor dicho: no me considero escritor. Supongo que escritor seré por el mero hecho de haber inventado una historia tan descomunal como la que creo que he inventado. Escritor es toda aquella persona que escribe, ya sea un proyecto para presentar en una empresa – aunque la mayoría esté copiado y pegado utilizando la más antigua de las herramientas profesionales que un ser humano tiene a su alcance en el mundo académico –, un artículo para la revista de su barrio o la lista de la compra para que el marido vaya al supermercado y no se pierda por los pasillos buscando un mísero cepillo de dientes. Yo no me considero escritor. De hecho a pesar de haber creado “El Vals del Emperador” sigo estando tan lejos como antes de escribirlo de ser un escritor.

¿He escrito un libro? Técnicamente sí y no. Sí, porque he escrito una historia con una presentación, un nudo y un desenlace. No, porque no está publicado de ninguna manera, ahora ya ni tan siquiera en un blog al acceso de cualquiera. ¿Soy escritor? Definitivamente no. No porque no he hecho absolutamente nada extraordinario. Solo he ido escribiendo desde el pasado 21 de abril una historia, inventándomela sobre el camino aunque estuviera en mi cabeza más o menos estructurada, poco a poco y día a día. Unos días he sido capaz de escribir casi tres mil palabras y otros no era capaz ni tan siquiera de poder seguir la historia por no saber cómo llevarla. Esto no es ser escritor. Aunque supongo que no existe una única manera de ser escritor.

Lo que sí tengo claro es que “El Vals del Emperador” es una de las mejores cosas que me han pasado en mi vida. Es quizá el proyecto más ambicioso e importante que he realizado nunca y sin duda de lo que más orgulloso me siento. Nunca pensé que llegaría el día en el que terminaría la historia. Ha habido épocas en las que pensé en dejarlo porque notaba que se me estaba yendo de las manos, que era algo absurdo, una pérdida de tiempo. Pero he terminado. Todavía no me lo creo. De hecho aún cuando estoy escribiendo estas mismas líneas tengo la sensación de que no he terminado. De hecho si tengo que ser sincero y si tengo que empezar a comportarme como escritor – cosa que repito no soy – tengo que decir que no he terminado el libro. He terminado de escribir, sí, pero la novela no está acabada. Ahora toca un trabajo lento y quizá más meticuloso si cabe como es la revisión y corrección. Tarea ardua y pesada donde las haya.

Aún así “El Vals del Emperador” es algo que me ha dado la vida. Cuando me puse a escribirlo ni tan siquiera imaginé que sería algo a lo que se podría llamar en algún momento libro. Solo después de pasar las primeras semanas escribiendo y viendo que la historia que tenía en la cabeza estaba empezando a echar a andar, me fui dando cuenta de que a lo mejor estaba empezando una novela. Ya cuando llevé más de cincuenta páginas escritas me dije a mí mismo que sí que tenía una novela delante de mis narices literalmente ya que escribo con el ordenador y la pantalla da justo delante de mis orificios nasales. El problema vino, como ya he dicho cuando la novela empezó a engordar. Al mismo tiempo que esto ocurría tuve miedo, ya que era incapaz de ver el final, de idear un día en el que escribiera los últimos párrafos de la historia, que por cierto estuvieron claros prácticamente desde el principio. Temí verme sobrepasado por este proyecto.

Pese a todo esto el domingo pasado, hace dos días como quien dice, terminé. Ahora estoy vacío. Me siento raro. Ya no tengo la obligación diaria de sentarme con el portátil en mi habitación durante un par de horas todos los días a escribir. Tampoco es que haya tenido nunca obligación, sobre todo al principio cuando “El Vals del Emperador” no era más que un divertimento, una vía de escape a una vida en la universidad, a unos estudios que no me llamaban la atención ni me motivaban para nada. Lo que pasa es que con el tiempo, sobre todo después del verano, y sobre todo también por estar parado y no encontrar sentido alguno a mi vida, decidí obligarme aunque no quisiera, aunque no me sintiera motivado ni inspirado, a escribir todos los días aunque fuera un poco. Una vez tomé el hábito de escribir todos los días – salvo quizá los fines de semana durante los cuales, y no eran todos, descansaba de la novela – me fui poniendo poco a poco retos en cuanto al número de palabras. Esta decisión la tomé porque veía que si no la tomaba no iba a acabar nunca.

El ratio que me puse como objetivo fue primero de más de quinientas páginas por sesión de escritura. Con el tiempo y al comprobar que eso era bastante poco a veces, pasé a mil. Con esa cantidad estuve hasta hace mes y pico cuando empecé a pisar el acelerador, no solo porque quería terminarla sino porque la historia cada vez estaba más clara en mi cabeza y cuando eso pasa las palabras salen solas. Cuando empecé a ver el final me empecé a sentir inquieto. Al terminar la historia, al escribir la última palabra y poner el último punto sin embargo me sentí extraño. Antes de llegar al final pensaba que me sentiría mal por acabar, sin ganas de volver a escribir, vacío de inspiración. Pero no ha pasado esto.

Al haber terminado la novela me sentí bien, orgulloso. Miré hacia atrás y vi todo lo que había pasado. Empecé “El Vals del Emperador” estando redactando mi proyecto fin de carrera (me rio yo ahora del PFC de la universidad, menuda basura era aquello, apenas un juego de niños: sin importancia, valor ni dificultad), y lo he terminado buscando trabajo, estando parado y sin ganas de seguir echando currículos en empresas de un sector en el que prima más el enchufe, los contactos y tener padrino que el mérito y el valor. Palabra estas dos últimas que hace tiempo se perdieron en el mundo profesional laboral español, puede haber excepciones pero generalizo porque me da la gana y porque puedo hacerlo.

He acabado una novela. Sigo escribiéndolo y no me lo creo. Pero es así. Una novela que quizá recibió su mayor empujón en León, cuando sentado en un sofá de la cafetería del bellísimo Parador Nacional Hostal San Marcos mientras me tomaba un cappuccino junto con dos amigos, éstos me preguntaron por la novela y se interesaron de verdad por ella, cosa que otros no han hecho nunca, y me animaron a seguir escribiéndola y a seguir escribiendo en general. No sé si aquel día fue cuando decidí terminar con fuerza la novela, lo que sí sé es que aquella tarde en León fue definitiva y decisiva para que me animara a seguir escribiendo fuera lo que fuera, estuviera bien o mal, interesara o no, gustara o fuera absoluta basura literaria. Por eso si esta novela ha llegado a buen puerto, aunque bastante más cargada de lo que en un primer momento ideé, es gracias a aquella tarde en León, tarde que alguna vez incluiré en alguna novela y honraré a los amigos que la pasaron conmigo bebiendo café en el parador.

Y esto es como todo, ya he terminado la novela ahora queda publicarla. Menudo fantasma estoy hecho. Publicarla digo. Con la basura que es. No voy a dármelas de importante creyéndome que he escrito la gran novela en español de la década. Sé que es un coñazo, casi un folletín de maruja de peluquería diaria y rulos los domingos. Pero bueno es mi novela, y así como unos padres nunca reconocerán que tienen un bebé feo de narices, pelón, de ojos saltones y más arrugado que el culo de un viejo; yo tampoco puedo renegar de mi retoño aunque sepa que no vale para nada, ni tan siquiera apara colgar de un gancho en un baño público de Bangladesh. De hecho sé que no es una novela buena por el hecho de que en el blog las entradas de “El Vals del Emperador” no tenían apenas visitas, apenas unos pocos infelices, a los que agradezco el interés, que se metían a leer las entras y probablemente a dejarlas a mitad por no aguantarlas. Los buitres carroñeros que hay por internet y que de vez en cuando daban con mi blog siempre han preferido los artículos llenos de carnaza en los que despotricaba contra todo ser viviente y contaba mierdas y demás sobre terceras personas.

Y esta es en el fondo otra de las razones por las que dejo de publicar en el blog “El Vals del Emperador” porque nadie lo va a echar de menos. Probablemente ni tan siquiera yo que lo encontraba muy pesado y monótono. De todas maneras si alguien estuviera muy, muy interesado en saber cómo acaba todo, aunque por previsible creo que no hay persona que hubiera empezado a leer las entradas que no supiera más o menos cómo iba a acabar, a lo mejor he matado a todos los protagonistas en un atentado con coche bomba porque no sabía muy bien cómo continuar; o a lo mejor acaba bien y todos son felices y comen perdices al horno; como digo si hay alguien muy interesado por saber cómo sigue la novela que me la pida, y previo pago de una especie de canon por derechos de autor, la tendrá incluso dedicada.

En cierto modo me siento liberado tras haber acabado de escribir mi libro, porque ya siempre “El Vals del Emperador” será mi libro, una de esas cosas que todo ser humano tiene que hacer en su vida, junto con plantar un árbol (los pinos que todas la mañanas puntualmente plantáis no valen panda de agonías) y tener un hijo (supongo que puede sustituirse hijo por perro, para el caro dan lo mismo por culo sobre todo cuando son cachorros/bebés que es cuando importan y molan). Yo le libro ya lo he escrito y no sé si ponerlo en el CV, a lo mejor sirve para lo mismo que decir que hablo tres idiomas y me he sacado en los años correspondientes, ni uno más, una carrera dura de narices (o eso nos tenían dicho), es decir para absolutamente nada. Aunque esto último me da igual, es más una ironía. Yo me quedo con que he terminado un libro, que he escrito una novela, que he concluido el proyecto más importante de lo que llevo de vida y estoy orgulloso por ello. Adiós y buenas tardes; hasta el próximo artículo (volveré a la carnaza, o no).

Caronte.

lunes, 18 de enero de 2016

El Vals del Emperador (LXX)

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(Viene de la entrada anterior.)

Salieron de comedor. Ella iba cogida del brazo de él y llevaba su chaqueta en el otro brazo. Él iba como podía sujetándose el paño con hielos en el puño derecho que es el que tenía magullado y cuyos nudillos mostraban una coloración entre burdeos y berenjena. El rasguño de la cara había sangrado un poco, aunque ahora la sangre estaba seca en su pómulo, y se había inflamado un poco. Aunque quería disimular el dolor, camino de la habitación en un par de ocasiones se le escapó una especie de mueca de dolor, de queja casi infantil que hizo que Anna se preocupara por él e insistiera en si le dolía algo o no, a lo que él seguía respondiendo que no, intentando fingir que era más hombre que el que le había intentado pegar en el comedor y casi lo consigue. Él intentaba mantener el tipo, demostrar que era fuerte y que estaba hecho a esas situaciones, no tanto para impresionar a Anna que después de dos años con él ya sabía mejor que él mimo como era, sino ante sí mismo. Era un sentimiento absurdo; una actitud infantil, la misma que esos macarras con buena pinta que habían generado tanto alboroto en el salón del Sacher se empeñaban en demostrar a todo el mundo.

Llegaron a la habitación. Él se dirigió directamente al baño. Se quitó la camisa y la tiró a un lado. Abrió el grifo del agua caliente y tras dejar correr un poco el agua para que el primer torrente de agua gélida se templara, se lavó la cara. El agua hizo que la magulladura del pómulo le escociera. Su mano derecha era una masa de carne hinchada de diversas tonalidades y coloraciones. Sangraba a ratos. No la podía abrir del todo. Cualquier movimiento que hacía con ella le provocaba unos dolores punzantes que le recorrían todo el cuerpo y que hacían que intentara moverla lo menos posible. Anna entró en el baño y al verle con cara de dolor, que él intentó disimular rápidamente, se asustó y se acercó a él para abrazarle e intentar consolarle. Le besó en la espalda desnuda y luego en el cuello. Le preguntó cómo estaba y él a duras penas le volvió a decir que estaba bien aunque algo dolorido. El trapo donde el camarero le había dado el hielo ya no era más que un trozo de tela mojado, chorreante y con rastros de sangre en el mismo.

Anna le había llevado una pastilla para el dolor. Él la cogió, se la metió en la boca, llenó un vaso con agua, esta vez fría, y de un sorbo se trago la pastilla. No sólo tenía el pómulo rasgado y el puño hecho un manojo de carne blanda y abultada. También tenía dolor en uno de sus costados. A pesar de que no tenía un cuerpo atlético, sin fuertemente definido, sí estaba algo en forma, aunque los ligeros abdominales que se le marcaban en el vientre y los músculos dorsales no habían sido lo suficientemente protectores, sí habían evitado males mayores.

Salieron ambos del baño. Él se empezó a poner otra camisa blanca con la ayuda de Anna, aunque ésta cuando él empezó a abrochársela impidió que terminara de hacerlo besándole el pecho y subiendo posteriormente a sus labios. Ella le abrazó y se susurró al oído un “gracias” que a él se sonó también como un perdón, y le hizo más bien que mil pastillas y calmantes que se tomara para el dolor.

Después de ese abrazo, Anna se metió en el baño para también adecentarse un poco después del torrente de emociones vividas en el salón comedor durante la cena. Él se quedó momentáneamente en la habitación. Se sentó en la cama mirando hacia las ventanas. Pudo ver cómo la nieve seguía cayendo sobre Viena. Al final iba a ser verdad que la mañana del primero de enero iba a amanecer totalmente invernal, con un gran manto frío y blanco de nieve cubriéndolo todo, pensó él. Pero sus pensamientos dejaron la nieve a un lado para volver a centrarse en lo que había ocurrido hacía unos minutos durante la cena. No se podía quitar de la cabeza la mirada de ese hombre hacia Anna, una mirada segura de sí misma, directa, fría y desnuda. Él sabía que Anna sí conocía de antes a ese joven apuesto, rubio, alto, de ojos profundamente azules. Se sentía hundido. Totalmente desolado por los acontecimientos vividos. No podía pensar como reales los hechos que habían ocurrido. Todavía no se creía lo que había hecho. Cuando lanzó el puño hacia ese joven de su edad, aunque algo más joven sin duda, sintió un odio repentino. No era él. Lo único que quería era darle bien fuerte en la cara, no solo para intentar destrozarla por envidia, sino también para dañar algo que le importaba más como era su autoestima. Esa autoestima fuerte y superior que hacía que gente como ese joven le hicieran a él sentir inferior por no ser como ellos aún envidiándolos.

Anna salió del baño y le vio sentado en la cama, en silencio, cabizbajo, pensando, mirando sin ver hacia algún punto indeterminado de la pared o el suelo. No hizo ruido y se acercó a él. Se sentó a su lado y le preguntó con toda la intención del mundo prácticamente anticipando la respuesta:

– ¿Quieres que volvamos a bajar? Están a punto de dar las doce de la noche.

Él levantó la cabeza. Miró a su derecha y se encontró con los ojos de ella fijos en los de él ahora que los podía ver. No se dijeron nada pero ambos sabían la respuesta a la pregunta de ella. Ninguno la pronunció. De sus labios no salió palabra alguna que diera respuesta a la pregunta. No hacía falta. Él desde que salió del comedor no tenía ganas de volver allí; no quería volver a estar entre las mismas personas que antes le habían visto  pegarse con otro hombre; sentía vergüenza de sí mismo por haber caído tan abajo y sentirse como esa clase de hombres que a la mínima que pueden demuestran su hombría con desafíos de ese tipo, ya sea de palabra o de acto como había ocurrido en esa ocasión. Anna también sabía la respuesta porque lo había visto en sus ojos; ojos vacíos de sentimiento, perdidos en unos pensamientos oscuros que sólo él sabía a ciencia cierta. El silencio fue la respuesta a esa pregunta de Anna. No podía haber otra contestación más clara y directa.

– Dime qué te pasa por favor. Desahógate. – Dijo Anna acercándose a él para acariciarle el pelo, algo que desde el principio de su relación siempre le había gustado hacerle.
– Conocías a ese hombre, ¿verdad? – Dijo él sin tono alguno de reproche en su voz.
– No es momento para hablar de ello. Olvídale. – Dijo Anna a modo de respuesta sabiendo que no tenía que decir más para que él se diera cuenta de cuál era la respuesta de verdad.
– Te quiero Anna. Sé que tú no me lo vas a decir a mí. Pero te quiero con toda mi alma. Te quiero con locura. Te quiero como nunca antes he querido a nadie. – Dijo él acompañando cada una de sus frases con un beso, primero en el cuello, luego en una de sus mejillas y al final en la boca donde la dio un beso íntimo, lleno de locura y pasión, pero también de desesperación y miedo a que no se vuelva a repetir.

Después de ese beso ella no dijo nada. Él seguía mirándola como ella no recordaba que la hubiera mirado nunca. Vio en sus ojos un sentimiento que la abrumaba, que la daba vértigo, no tanto por ella como por él. Vio unos ojos que se empezaban a llenar de lágrimas, que hacían que el blanco impoluto de su globo ocular se tornara en rojo por la irritación, que sus pupilas normalmente de un tono entre verde, gris y azul, fuera de un azul turquesa inmenso. Quiso decirle algo pero nada salió de su garganta. Anna no era capaz de articular palabra. Pero no fue ella para su propia sorpresa quien habló sino él:

– Es la primera vez en mi vida que me he pegado con alguien. – Dijo él volviendo a desviar su mirada de los ojos de ella.
– ¿De verdad? – Preguntó ella incrédula, sin saber muy bien qué responder a esa afirmación de él.
– Sí. Ni en el colegio; ni en el instituto; ni por su puesto en la universidad. Aunque en la universidad sí que tuve la tentación de partirle la cara a un par de personas, en especial a una. – Añadió él.
– Si te digo la verdad no me sorprende. – Dijo Anna quizá usando un tono de voz que mostraba más piedad por él que lo que ella de verdad quería mostrar, que era sorpresa.
– Supongo que no. Supongo que tengo pinta de ser un mindundi. Alguien que nunca pegaría a alguien y que si se terciara la ocasión dejaría que le pegaran o huiría sin hacer nada. Un cobarde a fin de cuentas, ¿verdad? – Dijo él como reprochando a Anna algo de su pasado.
– No quería decir eso. Si ha sonado así perdóname. – Se excusó Anna cogiéndole de la mano para intentar que volviera a mirarla, cosa que no ocurrió.
– Es la primera vez que pego a alguien deseando hacerlo. ¿Y sabes una cosa? No me siento mal. Pero tampoco me siento bien.
– ¿Y cómo te sientes? – Le interrumpió Anna.
– No sé. Por momentos me doy asco a mí mismo por lo que he hecho, por haberme convertido en uno de esos hombres viscerales que simplemente actúan guiados por su instinto animal para demostrar que son hombre de verdad, que son los machos alfa de la manada. – Respondió él con un tono de voz que parecía lleno de odio.
– No debes sentirte así. No tienes que demostrar nada a nadie. Sólo me has defendido. – Dijo ella consiguiendo ahora sí que el volviera a mirarla.
– Ya. Esa es la otra parte. Si miro desde otro ángulo lo que hecho me doy cuenta de que también quería pegar a ese hombre, romperle la nariz, hacer que sangrara, destrozarle esa cara tan atractiva y tan soberbia que tenía. Dejarle por los suelos en nombre de mis recuerdos. Le puse la cara de todos esos chicos a los que envidiaba por tener la vida que yo quería para mí, que tenían pareja cuando yo no tenía, que volvían locas a las chicas por estar delgados, por tener buen cuerpo, por ser los macarras de turno de la clase, por ser guays.
– No creo que quisieras en el fondo ser como ellos. Ni que ahora sigas queriendo serlo. – Le volvió a interrumpir Anna.
– No. Era un iluso de mierda por aquella época. Luego me di cuenta. Por ello también me siento mal por haber sentido tantísimo odio hacia este niñato al que le he roto un par de dientes, destrozándome al mismo tiempo la mano. – Terminó de decir él mirándose el puño magullado y dolorido, dejando que por sus mejillas corriera alguna que otra lágrima, producto probablemente de dolo y la rabia que sentía por él mismo más que por cualquier otra causa.

Ella le escuchó terminar atentamente, dejando que él se expresara libremente, dando rienda suelta a todo ese marasmo de sentimientos que tenía dentro y que le estaban haciendo llorar. Anna llevaba mucho tiempo sin ver llorar a un hombre, probablemente si intentaba hacer memoria sólo lograría recordar a un amigo suyo, homosexual, llorando al ver una película dramática, un dramón de esos en los que hay una mujer enamorada de alguien equivocado y en las que ese amor furtivo solo causa dolor a las dos partes recipientes de ese amor. No lograba recordar cuándo fue la última vez que vio a un hombre llorar de verdad, por sus propios sentimientos y no los generados de manera ajena. Le veía a él allí sentado, casi desamparado, y lo único que podía sentir era pena por él, pena que por momentos se convertía en lástima y que hacía que ella misma se odiara a sí misma también por experimentar dicho sentimiento.

El silenció volvió a invadirles. Anna enjuagó las lágrimas que corrían por las mejillas de él. No se dijeron nada. El reloj que había en la habitación seguía corriendo. La manecilla que marcaba los minutos tapaba ligeramente en número diez; la que marcaba las horas estaba sobre el doce prácticamente. El año estaba muriéndose. No hubo más palabras. Anna se acercó a él y le besó, primero sobre el pómulo magullado haciendo que él al sentir el calor de sus labios y el roce de los mismos con la zona dolorida se echara un poco hacia atrás. Fue solo un instante, el miedo a que un roce indebidamente medido hiciera más daño del deseable. Anna siguió entonces besándole por el resto de la cara acercándose poco a poco hacia sus labios. Él se dejaba besar.

Poco a poco la pasión se fue apoderando de los dos. Anna le besó en los labios y buscó la lengua masculina de él con la suya; al encontrarla, ambos músculos se enzarzaron en una lucha libre sin tregua. Él la abrazó y la atrajo hacia sí intentando llevar un poco la iniciativa, pero Anna se resistió. En vez de dejarse caer en la cama, ella empezó a acariciarle el pecho desnudo y a quitarle la camisa que antes él se había puesto instintivamente después de quitarse la que había llevado durante toda la cena y haberla arrojado a un rincón del cuarto de baño. Cuando ella le hubo liberado de la protección de la camisa, teniendo cuidado sobre todo al sacar la manga del brazo cuya mano estaba totalmente amoratada e hinchada todavía, latente por el dolo y sangrando a ratos, le tendió sobre la cama.

Teniéndole sobre la cama a su merced, Anna se incorporó ligeramente para desabrocharse el vestido que llevaba puesto y lo dejó caer al suelo quedándose en ropa interior. Él vio en ese momento cómo ella no llevaba sujetador: sus pechos quedaron al descubierto, redondos, suaves y duros, con los pezones erizados por la excitación del momento. Sólo llevaba unas bragas oscuras de encaje, muy sensuales, diseñadas más bien para el disfrute de ojos ajenos, masculinos preferentemente, que para la comodidad de quien las lleva. Viéndola allí de pie junto a él soltándose el pelo para dejarlo caer sobre sus hombros hasta rozar prácticamente sus pechos, no pudo disimular ya la excitación que también él sentía y el deseo de abrazarla, besarla y recorrerla con sus dedos por todos los recovecos de ese cuerpo perfecto. La erección que tenía quedaba marcada en su pantalón, clamando por quedar totalmente liberada. Es el problema que tienen los hombres que cuando se excitan no lo pueden disimular porque el cuerpo es animal y un instinto primario no se puede reprimir.

Caronte.

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jueves, 14 de enero de 2016

El Vals del Emperador (LXIX)

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(Viene de la entrada anterior.)

Aprovechando el aturdimiento que su rival sentía el verse casi sujetado por dicho camarero, él se fue a por él y una vez este estuvo de nuevo erguido le soltó un nuevo puñetazo que esta vez sí dio en el blanco, o más o menos, porque el objetivo era la nariz, reventarla para que la sangre y el dolor le hicieran reconsiderar el seguir atacando o no Sin embargo dio un poco más abajo y en vez de alcanzar de lleno la nariz, alcanzó también la boca y su dentadura produciéndose un doble efecto: por un lado el joven alto y rubio cayó hacia atrás llevándose las manos a la cara y profiriendo un grito más propio de un niño pequeño que se ha hecho daño jugando con sus amigos en el parque y que llama a su mamá para que le cure una herida; por otro lado él también sintió dolor, un dolor muy agudo que se intensificó rápidamente como si le estuvieran clavando a sangre fría una aguja larga y fría. Sus nudillos se habían llevado por delante parte de uno de los dientes de joven atractivo, que desde ese momento sería algo menos apuesto y su sonrisa quedaría quebrada hasta que un dentista la arreglara.

Dándose cuenta de que había sido humillado sin esperarlo. Sintiendo en su propia carne la humillación que unos segundos antes había imaginado infligir a su rival sin misericordia alguna para afirmarse ante todos los presentes pero sobre todo ante sus compadres de juerga, se levantó del suelo. Él esperaba que aquello terminara ya; Anna le pedía por favor que no siguiera con la disputa que acabaría mal mientras seguía gritando para que alguien ayudara.

Nadie se percató de que en el salón habían entrado varias personas que se dirigían hacia donde estaba toda la multitud mirando como discurría la pelea. Eran el subdirector del hotel junto con el camarero que había ido en su búsqueda, que casualmente o no era el mismo que había estado sirviendo en la mesa de él y de Anna, y tres policías de la gendarmería austríaca ataviados con sus gorras reglamentarias. Ni él ni su rival veían a quienes se acercaban a ellos. Por esta razón y lleno de ira y odio hacia quien le había roto un diente y probablemente también la nariz porque ésta sangraba abundantemente volvió a intentar lanzarse contra él esta vez sin intentar lanzarle un puñetazo sino a la vieja usanza con todo el cuerpo dispuesto a derribarlo e hincharle a ostias. Pero no terminó de acercarse a él que se había ido acercando a Anna descuidando su retaguardia, porque en ese instante cuando ya había empezado el joven de ojos azules y pelo rubio a dirigirse hacia quien le había humillado dos de los policía se abalanzaron sobre él y lo derribaron. Estaba detenido. Como buenos palmeros de un líder, sus compañeros de mesa, noche y fiesta se largaron silenciosamente para no ser detenidos también como incitadores. No lo lograron, también fueron llamados por la policía.

La pelea acabó. Anna estaba hecha un manojo de nervios. Después de haberse dejado la voz gritando pidiendo ayuda y tras haber llorado bastante tanto por miedo como por la angustia de ver a quien la estaba defendiendo siendo atacado por alguien que en un principio se podría haber pensado que le daba mil y una vueltas en los artes de la lucha callejera, se abalanzó sobre él quien todavía dolorido por el golpe en el pómulo, que también había alcanzado al labio, y las heridas en el puño que había usado para golpear la cara de su rival, se vio rodeado por los brazos de ella y apabullado a besos.

Todo pareció terminar. Él estaba en brazos de Anna. El hombre con quien se había batido casi en duelo medieval por una dama, estaba a su vez en brazos de la policía que se lo llevaba hacia fuera del salón comedor al mismo tiempo que no dejaba de soltar indignadas voces exigiendo que le soltaran y que detuvieran a quien le había roto la nariz y los dientes, exagerando su verdadero estado físico al menos en lo que a la nariz correspondía ya que ésta no había sufrido más que una ligera magulladura. El camarero que les había estado sirviendo durante toda la noche se acercó hacia donde Anna seguía abrazada a él y hablándole al oído preguntándole si estaba bien y le dolía algo. Iba acompañado del subdirector del hotel que tenía cara de haber sido fastidiado en la que se suponía iba a ser una noche de fiesta y de preocupación porque uno de sus clientes hubiera sido agredido por otro de manera burda y maleducada, molestando al mismo tiempo al resto de personas que estaban disfrutando de la última cena del año.

– ¿Se encuentra usted bien caballero? – Le preguntó el subdirector algo azorado y nervioso.
– Sí. Un tanto magullado, pero creo que he salido mejor parado que ese miserable. – Dijo él separándose momentáneamente de Anna pero sin soltarla la mano y lanzando una mirada aún de odio a quien le había hecho por primera vez en su vida pegar a alguien.
– ¿Y usted señorita? – Inquirió ahora el subdirector en dirección a Anna.
– Sí. Nerviosa, pero creo que es normal. – Dijo Anna con la voz todavía alterada y afectada, al borde de nuevo del llanto, tartamudeando como quien sale de un momento de shock.
– Traiga una tila a la señorita por favor. – Dijo el camarero a un compañero suyo que estaba cotilleando más que otra cosa.
– Gracias. – Dijo Anna.
– Lamento profundamente lo sucedido. – Se disculpó el subdirector del Sacher de manera solícita. – Me pongo a su disposición para todo lo que puedan necesitar.
– Muchas gracias. Muy amable por su parte. – Dijo él todavía serio, sin creerse lo que había vivido.

En ese momento se acercó uno de los policías que se habían llevado al joven treintañero.

– Buenas noches. Soy inspector de la policía de Viena. – Dijo seriamente dirigiéndose principalmente a él y a Anna.
– Hola. – Dijo él.
– El camarero me ha relatado someramente qué es lo que ha ocurrido. ¿Podría resumirme qué es lo que ha ocurrido? – Continuó el policía en un inglés bastante malo y cargado de un fuerte acento alemán.
– Estábamos mi pareja y yo cenando tranquilamente y cuando ya habíamos acabado se ha acercado este joven y ha empezado a dirigirse a mi acompañante insultándola gravemente. Yo le he pedido que se marchara en varias ocasiones y que no nos molestara, pero no ha hecho caso. Como seguía importunándonos me he levantado y le he cogido del brazo para alejarle de la mesa. En ese momento se ha puesto violento y las cosas han acabado como usted puede ver. – Intentó resumir lo máximo posible él.
– ¿Va usted a querer interponer algún tipo de denuncia? – Quiso saber el policía.
– No. – Dijo firmemente él
– ¿Y usted señorita?
– No, tampoco. – Añadió ella mirándole a él y no al policía como para que fuera él quien diera fe de lo que estaba diciendo.
– De acuerdo. No les voy a molestar más. Espero que lo que queda de noche sea más calmada. Si me disculpan tengo que ocuparme de esta gente contra la que el hotel creo que sí que va a interponer una denuncia. – Concluyó el policía.
– Gracias. – Respondieron al unísono tanto él como Anna.

Vieron como el policía se alejaba de ellos volviendo a colocarse sobre la cabeza la gorra reglamentaria que cuando se había acercado a ellos se había quitado y colocado bajo su brazo derecho en señal de respeto. Tras él iba el subdirector del hotel que sin darse cuenta se marchaba sin despedirse de sus huéspedes para solventar, de una vez por todas, ese incómodo incidente con inspector de policía y el grupo de jóvenes italianos y españoles exaltados por la fiesta, el alcohol y alguna que otra sustancia más prohibida, que estaban ahora muy callados, sin proferir voces improcedentes y mostrándose muy amables y solícitos con la policía que les acompañaba fuera del gran salo de gala del Sacher. Tanto él como Anna se quedaron mirando cómo se marchaban. El resto de comedor había vuelto a una relativa calma en la que cada comensal estaba en su mesa de nuevo terminando de cenar los más rezagados o lentos comiendo, comentando probablemente lo ocurrido aquellos que habiendo ya terminado de dar debida cuenta de la cena de fin de año estaban ya disfrutando de los respectivos cafés, tés o copas de licor.

– Debería ponerse hielo en la mano señor. – Dijo el camarero que no se había movido y seguía junto a él y Anna.
– Sí debería. – Dijo él sin mucha ilusión, sin muchas ganas de nada.
– Se lo traigo en seguida señor. – Dijo el camarero marchándose camino de las cocinas para traer algo de hielo probablemente envuelto en alguna servilleta o paño de tela.
– ¿Te duele? – Preguntó Anna acercándose de nuevo a él y cogiéndole la mano.
– Ahora sí. Me arde la mano. Y también la cara. – Respondió él.
– Sí. En la cara tienes un rasguño que no parece serio pero que te va a dejar un buen color para mañana. – Dijo Anna retomando un poco el sentido del humor.
– Eso me da igual. ¿Cómo estás tú? – Preguntó él volviendo a mirarla a los ojos después de varios minutos con la mirada perdida por el salón. Los ojos de ella no le perdían de vista aún cuando lo del él no se pararan en los suyos, femeninos y escrutadores en muchas ocasiones, pero ahora maternales, llenos de preocupación y todavía con algo de miedo.
– Ahora ya bien. Pero he pasado algo de miedo. – Dijo Anna acercándose un poco más a él para abrazarle.
– Ya ha pasado todo. – Dijo él para intentar calmarla al notarla todavía muy nerviosa, casi temblando todavía de la impresión.
– Al final tenías razón con lo de que ese hombre me estaba mirando. – Dijo ella sin separarse de él.
– Por desgracia sí. – Añadió él de manera escueta. No dejaba de pensar en lo que acababa de suceder, de darle vueltas a la cabeza y no entender nada.
– Ya vuelve el camarero. – Dijo Anna separándose de él y sentándose en una silla cercana.
– Disculpe la tardanza caballero, pero una noche así es muy complicada. – Dijo el camarero al tiempo que le entregaba un trapo que envolvía unos hielos.
– No se preocupe. Muchas gracias. – Dijo él intentando sonreír y sonar amable, pero no logrando ninguna de las dos cosas. Seguía con un semblante perdido, aturdido por la realidad; y su tono de voz sonaba lejano, distante, apagado incluso por momentos.
– Gracias por haber ido a llamar al subdirector y a la policía. Si no es por usted quizá en vez de hielo lo que necesitaríamos sería una ambulancia. – Dijo Anna levantándose de la silla donde se había sentado y acercándose al camarero al que le tendió la mano.
– Hacía mi trabajo. Como uno de los camareros encargados del salón no sólo tengo que servir a los clientes sino intentar que todo vaya normal. En cuanto he visto que ese joven, ese hombre, se acercaba a ustedes de esa manera me he esperado lo peor; y cuando lo peor se ha confirmado he ido corriendo a avisar a las autoridades del hotel. – Dijo el camarero como si fuera algo normal que hacía todos los días.
– Le estamos muy agradecidos de todas formas. – Volvió a insistir Anna.
– Si no me necesitan para nada más, ruego que me disculpen, todavía tenemos trabajo que realizar y el tiempo se nos echa encima. – Dijo el camarero.
– No se preocupe. Gracias. – Correspondió Anna sonriendo amablemente.
– Gracias. – Dijo él de manera algo más seca.

Viendo como el camarero se alejaba de donde estaban se dieron cuenta que la noche seguía. Faltaba menos de una hora para que el año se terminara y diera comienzo uno nuevo. Mucha gente ya se había levantado de sus mesas, algunas motivadas por el incidente que él había tenido con ese hombre, pero la mayoría por haber terminado de cenar hacía tiempo. Los camareros acompañaban a los que se levantaban hacia un salón contiguo preparado para que los comensales que fuera terminando esperaran tomándose alguna copa o incluso fumando en un recinto preparado para ello, ya que en ninguna de las estancias del hotel se permitía fumar. Mientras tanto los camareros se ocupaban ahora de preparar el salón donde se había servido la cena en sala de fiestas. Retiraban las mesas con una diligencia militar, sin estorbar para nada a los comensales que todavía, algo retrasados, estaban cenando. Anna y él miraban todo aquella actividad sin ser muy conscientes todavía de ello. Él seguía en una especie de trance, pensando en la disputa que había tenido con ese treintañero apuesto, alto, rubio y de ojos profundamente azules como pudo comprobar cuando estuvo cerca. Ella por su parte sólo era capaz de mirarle a él y pensar que todo aquello que había sucedido era en parte culpa suya, aunque en cierto sentido ella sabía y se decía que en ningún momento hubiera podido evitarlo.

– ¿De verdad que estás bien? – Le preguntó ella cogiéndole de las manos y besándole en la boca.
– Sí. Sí. Estoy bien. – Dijo él intentando sonar convincente pero sabiendo que no lo estaba consiguiendo. Es más se dio cuenta de que Anna le estaba escrutando con sus ojos castaños de tal manera que iba a ser muy difícil ocultarla la verdad.
– ¿Quieres que salgamos del salón? – Dijo ella.
– Quizá debería ir a cambiarme la camisa. – Dijo él cambiando relativamente de tema y dando una excusa más que plausible, ya que llevaba la camisa totalmente destrozada y descolocada. Además había un par de gotas de sangre quizá no de él sino de su adversario.
– ¿Subimos a la habitación entonces? – Preguntó ella inocentemente.
– Pues a menos que en el bolso que llevas hayas guardado una camisa creo que es lo más normal. – Dijo intentando fingir buen humor haciendo esa broma.

– Podría mirar, pero creo que no es el bolso de Mary Poppins. – Dijo Anna siguiéndole la broma aun sabiendo que él no tenía muchas ganas de bromear.

Caronte.

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miércoles, 13 de enero de 2016

El Vals del Emperador (LXVIII)

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(Viene de la entrada anterior.)

Ya prácticamente todo el salón había terminado de comer. Incluso los siete jóvenes treintañeros que había sido los últimos en entrar en el salón ya habían terminado de comer el segundo plato y sólo les quedaban los postres, aunque más de uno lo único que quería ya eran los licores y el alcohol para seguir cogiendo tal cogorza que le haría dormir probablemente hasta la mañana del segundo día del nuevo año. Si desde que se sentaron en el salón se habían dejado notar por sus voces, sus carcajadas estruendosas y sus modales de tugurio corsario, ahora ya después de haber dado cuenta de varias botellas de vino, alguna que otra copa de jerez y también de champán, el ruido y el escándalo era inaguantables. Durante la cena en un par de ocasiones el camarero que atendía dicha mesa se había acercado al que parecía el más dado a hablar, el más cabal por decirlo de alguna manera, el joven alto, rubio y de ojos azules para pedir que bajaran un poco el tono de voz que molestaban al resto de los comensales, o eso era lo que él desde la distancia que había entre sus mesas creía que había sido la petición por lo que había podido inferir de la respuesta de uno de los palmeros de ese supuesto líder del grupo que había espetado al camarero desde el lado opuesto de la mesa redonda y en un español claro y directo “¡que se jodan que estamos de fiesta!”.

Pero a pesar del descontrol de esa mesa y de los que probablemente eran sus amigos o al menos compañeros de fiesta, el niñato, como Anna se refería al joven que hacía las veces de líder del grupo era el único que parecía estar en otro nivel, tanto por su compostura y forma de comportarse, ya que era el único que no hablaba a voces, como por sus actos que no eran exagerados y que desde que había visto a Anna había reducido considerablemente, centrando casi toda su atención única y exclusivamente en ella. Ese joven seguía mirando a Anna y eso era algo que él sabía porque más disimuladamente que antes para que ella no lo notara y le reprendiera por ello, había seguido mirándole de soslayo de vez en cuando para comprobar para su odio interior que seguí mirándola obsesionado, como dándole vueltas en su cabeza a algo. Lo que no podía suponer él, ni tan siquiera imaginar en las más descabelladas hipótesis es que ese joven se levantara de la mesa no sin antes beberse de un solo golpe la copa de licor o de jerez que tenía delante y se dirigiera, sin que en un principio sus compadres de fiesta se dieran cuenta hacia la mesa que él y Anna ocupaban.

En un primer momento ninguno de los dos se dio cuenta de que se acercaba a su mesa con un andar decidido y confiado, mostrando seguridad en sí mismo, a pesar de que se notaba que el alcohol había empezado a hacer mella en su cuerpo; cuerpo que probablemente por cuidarse demasiado no estaba tan acostumbrado a los efluvios de Baco como lo estaría sin duda el de sus fieles, aunque probablemente cobardes, escuderos que a pesar de mostrar cuerpos más o menos corpulentos, no eran fuertes sino más bien fofos. Al llegar a la mesa donde él y Anna seguían sentados ya con los platos de los postres vacíos y solo con las tazas de café y té todavía humeantes aún sin tocar, el joven treintañero se paró. Se quedó parado unos segundos como a medio metro de la mesa mirando a Anna fijamente, hasta que al final dijo:

– Ya sabía yo que eras tú. Una cara así no se olvida con facilidad. – Dijo el hombre desde las alturas, con una de sus manos en el correspondiente bolsillo del pantalón.
– ¿Perdone? – Dijo Anna sorprendida de la presencia de ese hombre junto a su mesa.
– Eres tú sin duda. Te he visto antes pasar por delante de mi mesa y me has parecido tú, pero no estaba seguro. – Añadió el hombre ignorando el comentario de Anna.
– Disculpe pero si no le importa se puede marchar. – Intervino él por primera vez usando un tono de voz duro y directo.
– Sigues tan guapa como siempre; aunque peor acompañada. – Siguió diciendo el hombre ignorando la petición de él.
– ¿Le conozco de algo? – Dijo Anna mirando fijamente, con frialdad y algo de crueldad también al hombre. Aunque en sus ojos apareció un atisbo de miedo e inseguridad.
– No te hagas la tonta. Claro que me conoces. Y muy bien además. – Añadió él sarcásticamente.
– Yo creo que no. Alguien tan impertinente no se me olvidaría. – Le respondió Anna dejando de mirarle a la cara para volver a centrarse en la taza de té que tenía delante.
– Ya ha escuchado a la señorita. Así que si no le importa dejar de molestarnos... – Añadió él agravando su voz e intentando sonar amenazante.
– Cállate. – Le espetó el hombre a él mirándole por primera vez. – Y tú mírame a los ojos puta. – Añadió dirigiéndose de nuevo a Anna al mismo tiempo que se acercaba un poco más a la mesa y apoyaba la mano que tenía libre en ella. Su tono de voz cambió de casi educado y cordial, a sonar amenazador, monstruoso casi.
– He dicho que se marche. Y no le falte el respeto a la señorita si no quiera acabar mal la noche. – Dijo él levantándose de la mesa y cogiendo por el brazo al hombre para intentar alejarlo de la mesa.
– A ver chaval no estoy hablando contigo sino con la puta a la que te estás tirando. Porque sabes que es puta ¿no? – Se giró desafiante el hombre hacia él soltándose al mismo tiempo y encarándosele.
– Déjalo estar. Es un miserable. Pasa de él. – Dijo Anna asustada por el cariz que estaban tomando los acontecimientos.
– No decías lo mismo cuando te follaba. Es más parecía que disfrutabas mucho. – Volvió a decir el hombre sintiéndose insultado por Anna, ninguneado por una mujer, herido en su orgullo.
– No creo que con alguien como tu una mujer pueda disfrutar mucho. Tienes pinta de ser un quiero y no puedo. No creo que sea capaz de dar la talla con ninguna, pagando o sin pagar. – Añadió Anna viendo cómo por ese camino podía herirle aún más y dejarle en evidencia.
– ¡Una puta orgullosa! Lo que me faltaba por ver. ¿Cuánto te está cobrando por estar aquí contigo fiera? – Volvió a decir el treintañero mirando alternativamente tanto a Anna como a él que seguía de pie.

Había elevado tanto la voz que medio salón estaba dirigiendo su mirada hacia la mesa en la que estaban los tres. Varios camareros se habían acercado también por si las cosas pasaban a mayores y para intentar calmar los ánimos interviniendo a la mínima posible, mientras que uno de ellos se había marchado a buscar el subdirector del hotel, la máxima autoridad del Sacher presente en el edificio en esos momentos. También dos de los amigos o palmeros del joven niñato treintañero se habían acercado y desde una prudencial distancia, la justa y suficiente para que si su amigo y líder necesitaba ayuda poder intervenir si es que veían que el rival era lo suficientemente débil como para mostrar que ellos eran mucho más superiores pero también la justa y necesaria para si las cosas no iban bien para su amigo no intervenir y pasar desapercibido como buenos cobardes que son sin la presencia del jefe de la manada.

– Le vuelvo a repetir que no trate así a la señorita. – Insistió él sin volverle a coger del brazo.
– ¿Señorita? Esta tiene de señorita lo que yo de cura. – Dijo él intentando ser gracioso y ocurrente sabiéndose observado por bastante gente.
– Esta señorita no le ha faltado al respeto caballero. Así que si no le importa le vuelvo a pedir que se marche y nos deje en paz. – Volvió a pedirle él intentando ser más amable que otra cosa aunque lo único que le apetecía era darle un buen puñetazo.
– Pero quien te crees que eres Pink Floyd. – Dijo ahora el joven treintañero dirigiéndose a él y acercándose de nuevo hasta casi rozarse.
– El acompañante de la señorita.
– Vamos el que está pagando por sus servicios. ¿Qué pasa que no puedes tener a ninguna mujer entre tus piernas si no es pagando? ¿No eres lo suficientemente hombre para dominar a una mujer y que haga lo que tú quieras? – Ironizó el hombre dándole un par de palmaditas en su hombre a la vez que hablaba.
– Aquí el único que no es lo suficientemente hombre es usted que se tiene que rodear de miserables para parecer aceptable. En su vida habrá sabido lo que es que una mujer le quiera. – Volvió a intervenir Anna después de estar unos minutos sin decir nada.
– Anna, no te metas. – Dijo él para intentar protegerla.
– Anna. ¿Ahora te llamas Anna? Buen nombre para una puta. Pero antes no era ese. – Dijo el hombre volviéndose hacia ella y riendo socarronamente.
– He dicho que no le vuelva a llamar así. – Dijo él agarrándole ahora en serio del brazo, apretando lo suficiente como para que sintiera la presión en el brazo.
– ¡Que no me toces maricón! – Gritó el treintañero intentando zafarse de la mano de él dándole un empujón que lo hizo retroceder y tropezar ligeramente con su silla.

En ese momento se desató el caos. El hombre obsesionado con Anna se volvió hacia ella, la cogió por el brazo y la hizo levantarse. La acercó hacia sí y puso su cara a apenas unos centímetros de la de ella. Anna podía sentir su respiración, su aliento ligeramente sazonado por el alcohol. No le quería mirar. No podía hacerlo porque si lo hacía sabía que vería en sus ojos la ira de un loco obsesionado con ella; un loco al que ninguna palabra le haría entrar en razón. Solo poseer el cuerpo de la mujer a la que ahora tenía cogida por el brazo y que a duras penas podía intentar zafarse de él.

Fueron apenas unos segundos, los que él tardó en recomponerse del tropiezo con su silla y volver a mirar hacia donde estaba Anna. La vio agarrada por ese hombre al que odiaba sin conocerlo. Sin pensar se dirigió hacia Anna para liberarla de su captor.

– Suéltala. – Le espetó él a voz en grito.
– ¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Un puto putero. No tienes ni media ostia, no intentes acercarte si no quieres acabar mal. – Dijo chulescamente el joven treintañero sin soltar a Anna.

No dijo nada más él. Simplemente cogió del brazo a quien estaba cogiendo a Anna y sin pensárselo dos veces le intentó soltar un puñetazo en la cara. Su rival, a pesar de que probablemente llevaba mucho más alcohol en sangre que él, esquivó bien el golpe lo que hizo que él cayera ligeramente hacia delante sin llegar a rozar a su adversario. Anna ya estaba suelta y se había alejado rápidamente de quien hasta un instante antes la había tenido asida por el brazo haciéndola daño. Pidió ayuda y que alguien hiciera algo, que se llamara a alguna autoridad para que diera término a la locura que se estaba desatando en el comedor de gala del Sacher. Por su parte él se dio la vuelta aturdido por ver que había fallado al lanzar el puño hacia la cara bien formada y atractiva del hombre, que a pesar de tener su edad, parecía algo más joven y sobre todo más ágil. El alcohol, aunque había bebido poco, le estaba afectando sobre todo a su cabeza que tardaba más de la cuenta en centrarse.

Viéndose atacado por alguien a quien considerada abiertamente un mindundi, alguien muy inferior a su persona y por supuesto alguien que no era rival en una pelea por una mujer se quitó la chaqueta del traje que llevaba puesto y se la dio a uno de sus compañeros de fiesta que como focas en un zoo aplaudían y alentaban a su líder y jefe supremo para que destrozara a ese “gilipollas” como se escuchaba decir en un perfecto español. Se arremangó la camisa y poniéndose en posición de boxeo incitó a su rival a que volviera a intentarlo. Sin embargo usando la poca sangre fría que todavía le podía quedar en las venas, él no atacó, ni tan siquiera se puso en esa ridícula posición de espera pugilística que intentan imitar muchos hombres para hacerle los valientes. Viendo que no atacaba, el hombre de ojos azules, aún más azules en el fulgor de la batalla henchidos de ira y rabia por no tener la oportunidad de hundir, de vapulear a un rival inferior del que luego reírse, decidió atacar él: no podía quedar como alguien con poca sangre y poca hombría ante sus amigos palmeros.

Él esperaba el ataque en cualquier momento, por eso cuando le vio acercarse con ímpetu y lanzó el brazo para darle en la cara y quizá romperle la nariz, o inutilizarle un ojo, hizo lo que su instinto animal, ese que todo ser vivo lleva dentro por muy racional que se diga ser, le dijo. Se cubrió el rostro e intentó evitar el golpe. No lo evitó del todo. Recibió un doloroso codazo en el pómulo derecho que le dejó sin respiración un segundo e hizo que sintiera tal calor que parecía que le acababan de herrar como a una vaca en una ganadería para que nadie dudara de a quién pertenecía. Debido a la fuerza que el hombre rubio llevaba y a que no dudaba de que daría en el blanco con facilidad, cuando falló el golpe trastabilló y se fue hacia un camarero que miraba atónico, sin saber muy bien qué hacer, el combate que se había desatado como si aquello fuera un ring en mitad de Las Vegas. 

Caronte.

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lunes, 11 de enero de 2016

El Vals del Emperador (LXVII)

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(Viene de la entrada anterior.)

Sin saber muy bien cómo, Anna volvió a aparecer junto a él y se sentó de nuevo en su silla, justo en frente. Se sobresaltó al verla allí sentada. Pensó que parecía imposible que ya hubiera vuelto del servicio. Pero allí estaba: radiante como antes, sonriéndole como nunca.

– Ya estás de vuelta. Qué rápida. – Apuntó él algo sorprendido.
– Sí. Lo que pasa es que he vuelto por otro camino que resultaba más corto. – Dijo Anna viendo la cara de sorpresa que él ponía e intentando por tanto explicar un poco su súbita aparición en la mesa.
– Ya decía yo que no te había visto volver por el mismo lugar por donde te has ido. – Señaló él.
– ¿Es que has estado todo el rato mirando en esa dirección? – Preguntó Anna sorprendida.
– Podríamos decir que sí. – Dijo él.

Vino en ese momento de nuevo el camarero con dos platos que contenían otros dos trozos de un pastel o una tarta que parecía de bizcocho y miel, al menos por el color y la textura superficial de los trozos. Colocó el camarero los platitos delante de ellos y preguntó si iban a querer también algún tipo de café, infusión, té o incluso un licor, recomendando en esta última instancia que tomaran el jerez de la casa para acompañar al postre. Anna pidió un té, el mismo que había pedido por la mañana en el desayuno. Él por su parte prefirió un café y también pidió dos copitas de jerez, para él y para Anna, “para probar a ver qué tal está” fue la escusa que dio al camarero aunque no necesitara dar ninguna.

– Tienen buena pinta el pastes este no te parece. – Dijo él sin mirar a Anna, hincando el tenedor en el pastel para coger un primer trozo que llevarse a la boca para probar.
– No creo que haya pastel en el mundo que no consideres que tiene buena pinta. – Dijo en tono divertido Anna.
– ¿No me estarás tomando por un gocho? – Preguntó él haciéndose el ofendido pero mostrando en su voz ese tono irónico tan peculiar suyo.
– Gocho no pero goloso eres un rato. Nunca he conocido a nadie que lo que más conozca de los lugares que visita sean sus dulces típicos y que encima quiera probarlos todos para poder así dar su opinión. – Dijo Anna riéndose, mostrando su perfecta dentadura y achinando tanto los ojos que sus pupilas dejaban de verse momentáneamente.
– Si no se prueba algo no se puede opinar de ello. – Dijo él con aplastante lógica.
– Seguro que no dices eso con la verdura. – Comentó Anna con aún más ironía.
– La verdura no hay que probarla para saber que no sabe a nada y que, lo que es aún peor, no tiene interés ninguno. – Dijo él mostrándose falsamente arrogante.
– Pues eso, que eres un goloso. – Concluyó Anna volviendo a sonreírle y metiéndose un buen trozo de tarta en la boca para saborearlo.
– Por cierto Anna, no sé si cuando te has marchado al servicio te has fijado en la mesa de la que viene todo ese jaleo que hay en el salón. La de los treintañeros italianos y españoles, ya confirmadas las nacionalidades, que no saben más que hablar como si estuvieran en plena pista de aterrizaje de un aeropuerto. – Comentó él al mismo tiempo que el camarero les dejaba sobre la mesa las copas de jerez y les decía que en unos minutos traería el café y el té.
– Sí. Claro que me he fijado. Aunque con disimulo. Cómo no me voy a fijar en esa mesa de niñatos que solo saben dar voces para hacerse notar. – Respondió Anna a la observación de él.
– ¿Y qué te han parecido, aparte de una panda de niñatos? – Preguntó con curiosidad él.
– Pues eso: unos niñatos maleducados. Hijos de papá probablemente que siempre han hecho lo que les ha dado la gana porque tenían a sus padres y probablemente un montón de dinero y poder detrás de ellos. – Continuó Anna siendo totalmente sincera pero sin cambiar la expresión sonriente de su cara.
– ¿Te has fijado en todos? – Quiso saber él.
– ¿A qué te refieres?
– ¿A que si todos te dan la misma impresión? – Insistió él de nuevo.
– Sí, más o menos. Tampoco me he fijado con demasiado detalle en cada uno de ellos. No he tenido ni el tiempo ni tampoco, para qué te voy a engañar, las ganas de hacerlo. – Respondió Anna levantando la vista del plato con la tarta y mirándole a los ojos, cosa que él llevaba haciendo ya unos segundos.
– No pienses nada raro Anna, pero... – Empezó a decir él.
– Uy, si empiezas así ya me imagino qué me vas a decir. – Interrumpió Anna de buen humor pero empezando a olerse algo
– Déjame que te diga. Uno de esos hombres, que tendrá probablemente mi edad, o algún año menos, uno o dos, no muchos menos, el que parece y es más atractivo de todos ellos. Alto, rubio tipo alemán con el pelo corto. En buena forma física. Cuerpo de gimnasio. Buen traje y buen porte. – Empezó a decir él de nuevo mirando a Anna y también de refilón a la mesa donde estaba el hombre que no había dejado de mirar a Anna desde que ella se había levantado para ir al servicio.
– Al grano que te puedes tirar describiéndole toda la noche. – Se impacientó Anna.
– No te ha dejado de mirar desde que has pasado justo al lado de su mesa. De hecho ahora mismo está volviendo a mirarte. – Siguió diciendo él al mismo tiempo que lanzaba una mirada disimulada por todo el salón pero deteniéndose de manera casi imperceptible para cualquier persona que le estuviera mirando a él.
– ¿Y? – Dijo al final Anna después de haber escuchado atentamente lo que él tenía que decir.
– ¿No te importa? – Se extrañó él sin dejar que la respuesta le sentara mal.
– ¿Debería importarme? ¿No te estarás volviendo de nuevo paranoico? ¿No estarás volviendo a tener celos?
– No me ha gustado cómo te ha mirado. – Se justificó él volviendo a bajar la vista hacia su plato.
– Te voy a hacer una pregunta: ¿tú no mirarías a una mujer como yo estando rodeado de tus amigos y no teniendo pareja? – Expuso Anna con claridad, sin enfadarse ni molestarse.
– Probablemente sí. – Dudó él antes de contestar.
– Probablemente no es la respuesta correcta. Eso es lo que hiciste tú cuando me conociste, ¿o ya no te acuerdas? – Dijo Ella cargándose de razón e impidiendo con este argumento que él pudiera contestar.
– Sí, pero era diferente. No te miré en ningún momento como si fueras simplemente alguien a quien me gustaría echar un polvo. – Volvió a justificarse él.
– No. Me miraste como a alguien con quien se puede hablar de Proust. – Saltó ella sonriendo y haciéndole ver con su ironía que él no tenía razón.
– No hagas trampas. Anna sabes a qué me refiero.
– Sí, sé a qué te refieres. Pero también creo que exageras y que tienes celos, o envidia, de ese hombre. Y ese niñato, porque probablemente por muchos treinta años que tenga seguirá siendo un niñato, no te llega ni a la suela del zapato por muy guapo y atractivo que sea, o por muy macho que se haga delante de sus amigos necios sin autoestima ninguna. – Concluyó Anna de manera tajante cogiéndole de la mano por encima de la mesa.

Se quedaron en silencio. Él la miraba a los ojos para ver si ella estaba siendo totalmente sincera, si sus palabras salían de su corazón con sentimiento, o de su cabeza con intención de levantarle la autoestima y apagar el fuego de esos celos y esa envidia que había empezado a sentir al ver como ese hombre miraba a Anna con ojos de deseo. Anna miraba dentro de los ojos de él para ver si sus palabras habían surtido el efecto deseado: aplacar las dudas sobre la autoestima de él y no se viera como alguien inferior que está con una mujer que no se merece. En silencio se quedaron mientras terminaban de dar cuenta del postre de la cena. Silencio solo interrumpido por el camarero que se volvió a acercar a la mesa para dejar tanto el café como el té.

Mientras en el salón comedor del Sacher la velada seguía. Poco a poco el tiempo pasaba. Ese año estaba muriendo al mismo tiempo que uno nuevo estaba empezando a llamar a la puerta como hace un bebé a punto de nacer produciendo inmensos dolores en su madre causados por las contracciones que le abrirán las puertas de un nuevo mundo, de su vida y su existencia entre la sociedad. En muchas mesas, sobre todo en aquellas ocupadas por austríacos, por vieneses de pura cepa, ya estaban simplemente en lo que en España se podría llamar la sobremesa, si es que en la cena hay sobremesa. El silencio reinante en el salón durante la cena, si se exceptúa la mesa de los jóvenes treintañeros, estaba ahora ya roto por murmullos de conversaciones.

Tanto él como Anna seguían en silencio. No un silencio incómodo como los que surgen cuando entre dos o más personas no hay de verdad un vínculo estrecho de confianza, cariño o respeto, un vínculo de amistad real o amor, sino simplemente esa ficción que da la costumbre y que hace necesario que siempre se esté hablando para por lo menos aplacar la conciencia que escucha en esos silencios incómodos la verdad más absoluta. En ese silencio entre ambos él notaba cómo no estaba incómodo, como a diferencia de cuando en la universidad se suponía que quedaba para ir al cine con algún amigo se quedaba sin tema de conversación y surgía una tensión intemporal que hacía que todo el mundo a su alrededor se parara hasta que no volviera a haber algo de qué hablar. En el fondo ambos estaban cómodos. No necesitaban hablar de nada. No ahora. No en esos últimos minutos, pocas horas para que acabara el año y dieran la bienvenida al nuevo.

Aprovechando el silencio él volvió a pasear su vista por todo el salón. Las mesas ocupadas por parejas adultas estaban también en silencio muchas de ellas. En aquellas mesas en las que había más comensales, todos ya entrados en años, con caras serias, arrugas en la piel, más en la de ellos que en la de las mujeres, pelos canos si es que no cabezas limpias y brillantes sin pelos, había más conversación. Él se preguntó de qué hablarían en esas mesas. Muy probablemente un tema de conversación sería sin duda la mesa donde los siete jóvenes – como caballeros de la mesa redonda de la leyenda artúrica, salvando las abismales distancias que habría entre un caballero de aquella legendaria mesa y la más que necia personalidad de los seres que ocupaban su lugar alrededor de quien bien podría ser considerado como el Rey Arturo: ese hombre rubio, alto, fuerte y seguro de sí mismo, al menos aparentemente – hablaban como si todo el salón comedor del Sacher fuera suyo y pudieran hacer lo que les diera la gana.

Sin desearlo él volvió a mirar hacia esa mesa. Volvió a mirar al que parecía el líder. Y volvió a verlo mirar hacia su propia mesa, hacia la espalda de Anna, esa espalda desnuda, dejada al aire por el vestido que llevaba puesto y que sin desentonar entre las mujeres que había en el salón, sí hacía de Anna un punto de atención para los hombres. El problema es que ese hombre parecía haberse inhibido de todo a su alrededor desde que había visto a Anna dirigirse al baño y pasar por delante de su mesa.

– Anna podrás decir lo que quieras, pero el hombre ese te sigue mirando, cada vez con mayor insistencia. – Comentó él.
– Y tú a él. – Respondió Anna.
– ¿Cómo? – Inquirió él incrédulo.
– Que tú también le estás mirando a él cada vez de manera más insistente. ¿Cómo si no sabes que me está mirando a mí? – Expuso Anna mirándole entre incrédula y algo incómoda también por la insistencia de él con ese asunto.
– No le des la vuelta al tema Anna. – Se quejó él sabiendo que tenía todas la de perder si iniciaba algún tipo de discusión con ella.
– No le he dado la vuelta a nada. Imagínate que en la mesa de ese niñato, uno de sus fieles escuderos y seguidores, también está haciendo como tú y le dice a su amigo que le estás mirando fijamente desde hace un rato. ¿Qué explicación darías? ¿También le estás mirando porque te atrae físicamente? – Dijo Anna con total naturalidad para intentar desmontar la paranoia de él.
– Di lo que quieras pero no me gusta nada que te esté mirando así. Tú no lo ves porque estás de espaldas pero te mira como obsesionado contigo desde que te ha visto antes. – Explicó él como para intentar justificar su obsesión.
– Bueno. A lo mejor debería ir a presentarme. Quizá le conozco de algo o es un viejo amante que me dejó muy buen sabor de boca. ¿No te parece? – Dijo Anna bromeando irónicamente.
– No seas así Anna. – Dijo él casi en tono de súplica.
– Pues no seas tú tan paranoico. Olvídate de esa mesa. Olvídate de esos maleducados. Y olvídate de ese niñato seguramente acomplejado. – Sentenció ella para intentar dar por concluida la discusión.
– De acuerdo. Perdona. – Dijo él tirando la toalla pero sin quitarse de la cabeza el asunto. – Por cierto no te he dicho que estás espectacular esta noche. – Añadió él para intentar ir hacia una conversación más amable y agradecida.
– Ya. Estoy acostumbrada a qué no me digas nada cuando me visto así. – Dijo Anna irónicamente pero con un fondo de verdad.
– Tienes toda la razón Anna. Pero te digo de verdad que esta noche estás impresionante. No sé como aguanto aquí contigo sin volver inmediatamente a la habitación, quitarte el vestido con toda la delicadeza del mundo y comerte a besos. – Confesó él intentando compensar en parte su descuido al no haberla piropeado nada más verla así vestida en la habitación.
– Ah, sólo estoy impresionante y espectacular esta noche. ¿Y las demás qué? ¿Voy como una pordiosera? – Quiso saber Anna con esa curiosidad narcisista que a todo el mundo le sale de vez en cuando.
– No. Pero esta noche estás especialmente radiante. Ya podría pasar por delante de mis narices la mujer más sexy y atractiva del mundo en lencería que no la prestaría la más mínima atención. – Dijo él acariciando la mano de Anna.
– ¿No soy entonces esa mujer? – Preguntó Anna haciéndose la ofendida y frunciendo el ceño para dar más énfasis a su broma.
– Mil vueltas la darías Anna. Básicamente porque esa mujer iría maquillada como una puerta y tú no necesitas nada de eso para deslumbrar a la más bella de las estrellas del firmamento. – Dijo él exagerando su respuesta para intentar complacerla.
– Ahí ya te has pasado de cursi. – Respondió Anna al piropo rompiendo a reír y contagiándole la risa a él.
– Sí lo reconozco. – Sonrió él.

Caronte.

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