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(Viene de la entrada anterior.)
Sin saber muy bien cómo, Anna volvió a aparecer junto a él y se sentó de
nuevo en su silla, justo en frente. Se sobresaltó al verla allí sentada. Pensó
que parecía imposible que ya hubiera vuelto del servicio. Pero allí estaba:
radiante como antes, sonriéndole como nunca.
– Ya estás de vuelta. Qué rápida. – Apuntó él algo sorprendido.
– Sí. Lo que pasa es que he vuelto por otro camino que resultaba más
corto. – Dijo Anna viendo la cara de sorpresa que él ponía e intentando por
tanto explicar un poco su súbita aparición en la mesa.
– Ya decía yo que no te había visto volver por el mismo lugar por donde
te has ido. – Señaló él.
– ¿Es que has estado todo el rato mirando en esa dirección? – Preguntó
Anna sorprendida.
– Podríamos decir que sí. – Dijo él.
Vino en ese momento de nuevo el camarero con dos platos que contenían
otros dos trozos de un pastel o una tarta que parecía de bizcocho y miel, al
menos por el color y la textura superficial de los trozos. Colocó el camarero
los platitos delante de ellos y preguntó si iban a querer también algún tipo de
café, infusión, té o incluso un licor, recomendando en esta última instancia
que tomaran el jerez de la casa para acompañar al postre. Anna pidió un té, el
mismo que había pedido por la mañana en el desayuno. Él por su parte prefirió
un café y también pidió dos copitas de jerez, para él y para Anna, “para probar
a ver qué tal está” fue la escusa que dio al camarero aunque no necesitara dar
ninguna.
– Tienen buena pinta el pastes este no te parece. – Dijo él sin mirar a
Anna, hincando el tenedor en el pastel para coger un primer trozo que llevarse
a la boca para probar.
– No creo que haya pastel en el mundo que no consideres que tiene buena
pinta. – Dijo en tono divertido Anna.
– ¿No me estarás tomando por un gocho? – Preguntó él haciéndose el
ofendido pero mostrando en su voz ese tono irónico tan peculiar suyo.
– Gocho no pero goloso eres un rato. Nunca he conocido a nadie que lo que
más conozca de los lugares que visita sean sus dulces típicos y que encima
quiera probarlos todos para poder así dar su opinión. – Dijo Anna riéndose,
mostrando su perfecta dentadura y achinando tanto los ojos que sus pupilas
dejaban de verse momentáneamente.
– Si no se prueba algo no se puede opinar de ello. – Dijo él con
aplastante lógica.
– Seguro que no dices eso con la verdura. – Comentó Anna con aún más
ironía.
– La verdura no hay que probarla para saber que no sabe a nada y que, lo
que es aún peor, no tiene interés ninguno. – Dijo él mostrándose falsamente
arrogante.
– Pues eso, que eres un goloso. – Concluyó Anna volviendo a sonreírle y
metiéndose un buen trozo de tarta en la boca para saborearlo.
– Por cierto Anna, no sé si cuando te has marchado al servicio te has
fijado en la mesa de la que viene todo ese jaleo que hay en el salón. La de los
treintañeros italianos y españoles, ya confirmadas las nacionalidades, que no
saben más que hablar como si estuvieran en plena pista de aterrizaje de un
aeropuerto. – Comentó él al mismo tiempo que el camarero les dejaba sobre la
mesa las copas de jerez y les decía que en unos minutos traería el café y el
té.
– Sí. Claro que me he fijado. Aunque con disimulo. Cómo no me voy a fijar
en esa mesa de niñatos que solo saben dar voces para hacerse notar. – Respondió
Anna a la observación de él.
– ¿Y qué te han parecido, aparte de una panda de niñatos? – Preguntó con
curiosidad él.
– Pues eso: unos niñatos maleducados. Hijos de papá probablemente que
siempre han hecho lo que les ha dado la gana porque tenían a sus padres y
probablemente un montón de dinero y poder detrás de ellos. – Continuó Anna
siendo totalmente sincera pero sin cambiar la expresión sonriente de su cara.
– ¿Te has fijado en todos? – Quiso saber él.
– ¿A qué te refieres?
– ¿A que si todos te dan la misma impresión? – Insistió él de nuevo.
– Sí, más o menos. Tampoco me he fijado con demasiado detalle en cada uno
de ellos. No he tenido ni el tiempo ni tampoco, para qué te voy a engañar, las
ganas de hacerlo. – Respondió Anna levantando la vista del plato con la tarta y
mirándole a los ojos, cosa que él llevaba haciendo ya unos segundos.
– No pienses nada raro Anna, pero... – Empezó a decir él.
– Uy, si empiezas así ya me imagino qué me vas a decir. – Interrumpió
Anna de buen humor pero empezando a olerse algo
– Déjame que te diga. Uno de esos hombres, que tendrá probablemente mi
edad, o algún año menos, uno o dos, no muchos menos, el que parece y es más
atractivo de todos ellos. Alto, rubio tipo alemán con el pelo corto. En buena
forma física. Cuerpo de gimnasio. Buen traje y buen porte. – Empezó a decir él
de nuevo mirando a Anna y también de refilón a la mesa donde estaba el hombre
que no había dejado de mirar a Anna desde que ella se había levantado para ir
al servicio.
– Al grano que te puedes tirar describiéndole toda la noche. – Se impacientó
Anna.
– No te ha dejado de mirar desde que has pasado justo al lado de su mesa.
De hecho ahora mismo está volviendo a mirarte. – Siguió diciendo él al mismo
tiempo que lanzaba una mirada disimulada por todo el salón pero deteniéndose de
manera casi imperceptible para cualquier persona que le estuviera mirando a él.
– ¿Y? – Dijo al final Anna después de haber escuchado atentamente lo que
él tenía que decir.
– ¿No te importa? – Se extrañó él sin dejar que la respuesta le sentara
mal.
– ¿Debería importarme? ¿No te estarás volviendo de nuevo paranoico? ¿No
estarás volviendo a tener celos?
– No me ha gustado cómo te ha mirado. – Se justificó él volviendo a bajar
la vista hacia su plato.
– Te voy a hacer una pregunta: ¿tú no mirarías a una mujer como yo estando
rodeado de tus amigos y no teniendo pareja? – Expuso Anna con claridad, sin
enfadarse ni molestarse.
– Probablemente sí. – Dudó él antes de contestar.
– Probablemente no es la respuesta correcta. Eso es lo que hiciste tú
cuando me conociste, ¿o ya no te acuerdas? – Dijo Ella cargándose de razón e
impidiendo con este argumento que él pudiera contestar.
– Sí, pero era diferente. No te miré en ningún momento como si fueras
simplemente alguien a quien me gustaría echar un polvo. – Volvió a justificarse
él.
– No. Me miraste como a alguien con quien se puede hablar de Proust. –
Saltó ella sonriendo y haciéndole ver con su ironía que él no tenía razón.
– No hagas trampas. Anna sabes a qué me refiero.
– Sí, sé a qué te refieres. Pero también creo que exageras y que tienes
celos, o envidia, de ese hombre. Y ese niñato, porque probablemente por muchos
treinta años que tenga seguirá siendo un niñato, no te llega ni a la suela del
zapato por muy guapo y atractivo que sea, o por muy macho que se haga delante
de sus amigos necios sin autoestima ninguna. – Concluyó Anna de manera tajante
cogiéndole de la mano por encima de la mesa.
Se quedaron en silencio. Él la miraba a los ojos para ver si ella estaba
siendo totalmente sincera, si sus palabras salían de su corazón con
sentimiento, o de su cabeza con intención de levantarle la autoestima y apagar
el fuego de esos celos y esa envidia que había empezado a sentir al ver como
ese hombre miraba a Anna con ojos de deseo. Anna miraba dentro de los ojos de
él para ver si sus palabras habían surtido el efecto deseado: aplacar las dudas
sobre la autoestima de él y no se viera como alguien inferior que está con una
mujer que no se merece. En silencio se quedaron mientras terminaban de dar
cuenta del postre de la cena. Silencio solo interrumpido por el camarero que se
volvió a acercar a la mesa para dejar tanto el café como el té.
Mientras en el salón comedor del Sacher la velada seguía. Poco a poco el
tiempo pasaba. Ese año estaba muriendo al mismo tiempo que uno nuevo estaba empezando
a llamar a la puerta como hace un bebé a punto de nacer produciendo inmensos
dolores en su madre causados por las contracciones que le abrirán las puertas
de un nuevo mundo, de su vida y su existencia entre la sociedad. En muchas
mesas, sobre todo en aquellas ocupadas por austríacos, por vieneses de pura
cepa, ya estaban simplemente en lo que en España se podría llamar la sobremesa,
si es que en la cena hay sobremesa. El silencio reinante en el salón durante la
cena, si se exceptúa la mesa de los jóvenes treintañeros, estaba ahora ya roto
por murmullos de conversaciones.
Tanto él como Anna seguían en silencio. No un silencio incómodo como los
que surgen cuando entre dos o más personas no hay de verdad un vínculo estrecho
de confianza, cariño o respeto, un vínculo de amistad real o amor, sino
simplemente esa ficción que da la costumbre y que hace necesario que siempre se
esté hablando para por lo menos aplacar la conciencia que escucha en esos
silencios incómodos la verdad más absoluta. En ese silencio entre ambos él
notaba cómo no estaba incómodo, como a diferencia de cuando en la universidad
se suponía que quedaba para ir al cine con algún amigo se quedaba sin tema de
conversación y surgía una tensión intemporal que hacía que todo el mundo a su
alrededor se parara hasta que no volviera a haber algo de qué hablar. En el
fondo ambos estaban cómodos. No necesitaban hablar de nada. No ahora. No en
esos últimos minutos, pocas horas para que acabara el año y dieran la
bienvenida al nuevo.
Aprovechando el silencio él volvió a pasear su vista por todo el salón.
Las mesas ocupadas por parejas adultas estaban también en silencio muchas de
ellas. En aquellas mesas en las que había más comensales, todos ya entrados en
años, con caras serias, arrugas en la piel, más en la de ellos que en la de las
mujeres, pelos canos si es que no cabezas limpias y brillantes sin pelos, había
más conversación. Él se preguntó de qué hablarían en esas mesas. Muy
probablemente un tema de conversación sería sin duda la mesa donde los siete
jóvenes – como caballeros de la mesa redonda de la leyenda artúrica, salvando
las abismales distancias que habría entre un caballero de aquella legendaria
mesa y la más que necia personalidad de los seres que ocupaban su lugar
alrededor de quien bien podría ser considerado como el Rey Arturo: ese hombre
rubio, alto, fuerte y seguro de sí mismo, al menos aparentemente – hablaban
como si todo el salón comedor del Sacher fuera suyo y pudieran hacer lo que les
diera la gana.
Sin desearlo él volvió a mirar hacia esa mesa. Volvió a mirar al que
parecía el líder. Y volvió a verlo mirar hacia su propia mesa, hacia la espalda
de Anna, esa espalda desnuda, dejada al aire por el vestido que llevaba puesto
y que sin desentonar entre las mujeres que había en el salón, sí hacía de Anna
un punto de atención para los hombres. El problema es que ese hombre parecía
haberse inhibido de todo a su alrededor desde que había visto a Anna dirigirse
al baño y pasar por delante de su mesa.
– Anna podrás decir lo que quieras, pero el hombre ese te sigue mirando,
cada vez con mayor insistencia. – Comentó él.
– Y tú a él. – Respondió Anna.
– ¿Cómo? – Inquirió él incrédulo.
– Que tú también le estás mirando a él cada vez de manera más insistente.
¿Cómo si no sabes que me está mirando a mí? – Expuso Anna mirándole entre
incrédula y algo incómoda también por la insistencia de él con ese asunto.
– No le des la vuelta al tema Anna. – Se quejó él sabiendo que tenía
todas la de perder si iniciaba algún tipo de discusión con ella.
– No le he dado la vuelta a nada. Imagínate que en la mesa de ese niñato,
uno de sus fieles escuderos y seguidores, también está haciendo como tú y le
dice a su amigo que le estás mirando fijamente desde hace un rato. ¿Qué
explicación darías? ¿También le estás mirando porque te atrae físicamente? –
Dijo Anna con total naturalidad para intentar desmontar la paranoia de él.
– Di lo que quieras pero no me gusta nada que te esté mirando así. Tú no
lo ves porque estás de espaldas pero te mira como obsesionado contigo desde que
te ha visto antes. – Explicó él como para intentar justificar su obsesión.
– Bueno. A lo mejor debería ir a presentarme. Quizá le conozco de algo o
es un viejo amante que me dejó muy buen sabor de boca. ¿No te parece? – Dijo
Anna bromeando irónicamente.
– No seas así Anna. – Dijo él casi en tono de súplica.
– Pues no seas tú tan paranoico. Olvídate de esa mesa. Olvídate de esos
maleducados. Y olvídate de ese niñato seguramente acomplejado. – Sentenció ella
para intentar dar por concluida la discusión.
– De acuerdo. Perdona. – Dijo él tirando la toalla pero sin quitarse de
la cabeza el asunto. – Por cierto no te he dicho que estás espectacular esta
noche. – Añadió él para intentar ir hacia una conversación más amable y
agradecida.
– Ya. Estoy acostumbrada a qué no me digas nada cuando me visto así. –
Dijo Anna irónicamente pero con un fondo de verdad.
– Tienes toda la razón Anna. Pero te digo de verdad que esta noche estás
impresionante. No sé como aguanto aquí contigo sin volver inmediatamente a la
habitación, quitarte el vestido con toda la delicadeza del mundo y comerte a
besos. – Confesó él intentando compensar en parte su descuido al no haberla
piropeado nada más verla así vestida en la habitación.
– Ah, sólo estoy impresionante y espectacular esta noche. ¿Y las demás
qué? ¿Voy como una pordiosera? – Quiso saber Anna con esa curiosidad narcisista
que a todo el mundo le sale de vez en cuando.
– No. Pero esta noche estás especialmente radiante. Ya podría pasar por
delante de mis narices la mujer más sexy y atractiva del mundo en lencería que
no la prestaría la más mínima atención. – Dijo él acariciando la mano de Anna.
– ¿No soy entonces esa mujer? – Preguntó Anna haciéndose la ofendida y
frunciendo el ceño para dar más énfasis a su broma.
– Mil vueltas la darías Anna. Básicamente porque esa mujer iría
maquillada como una puerta y tú no necesitas nada de eso para deslumbrar a la
más bella de las estrellas del firmamento. – Dijo él exagerando su respuesta
para intentar complacerla.
– Ahí ya te has pasado de cursi. – Respondió Anna al piropo rompiendo a
reír y contagiándole la risa a él.
– Sí lo reconozco. – Sonrió él.
Caronte.
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