lunes, 11 de enero de 2016

El Vals del Emperador (LXVII)

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(Viene de la entrada anterior.)

Sin saber muy bien cómo, Anna volvió a aparecer junto a él y se sentó de nuevo en su silla, justo en frente. Se sobresaltó al verla allí sentada. Pensó que parecía imposible que ya hubiera vuelto del servicio. Pero allí estaba: radiante como antes, sonriéndole como nunca.

– Ya estás de vuelta. Qué rápida. – Apuntó él algo sorprendido.
– Sí. Lo que pasa es que he vuelto por otro camino que resultaba más corto. – Dijo Anna viendo la cara de sorpresa que él ponía e intentando por tanto explicar un poco su súbita aparición en la mesa.
– Ya decía yo que no te había visto volver por el mismo lugar por donde te has ido. – Señaló él.
– ¿Es que has estado todo el rato mirando en esa dirección? – Preguntó Anna sorprendida.
– Podríamos decir que sí. – Dijo él.

Vino en ese momento de nuevo el camarero con dos platos que contenían otros dos trozos de un pastel o una tarta que parecía de bizcocho y miel, al menos por el color y la textura superficial de los trozos. Colocó el camarero los platitos delante de ellos y preguntó si iban a querer también algún tipo de café, infusión, té o incluso un licor, recomendando en esta última instancia que tomaran el jerez de la casa para acompañar al postre. Anna pidió un té, el mismo que había pedido por la mañana en el desayuno. Él por su parte prefirió un café y también pidió dos copitas de jerez, para él y para Anna, “para probar a ver qué tal está” fue la escusa que dio al camarero aunque no necesitara dar ninguna.

– Tienen buena pinta el pastes este no te parece. – Dijo él sin mirar a Anna, hincando el tenedor en el pastel para coger un primer trozo que llevarse a la boca para probar.
– No creo que haya pastel en el mundo que no consideres que tiene buena pinta. – Dijo en tono divertido Anna.
– ¿No me estarás tomando por un gocho? – Preguntó él haciéndose el ofendido pero mostrando en su voz ese tono irónico tan peculiar suyo.
– Gocho no pero goloso eres un rato. Nunca he conocido a nadie que lo que más conozca de los lugares que visita sean sus dulces típicos y que encima quiera probarlos todos para poder así dar su opinión. – Dijo Anna riéndose, mostrando su perfecta dentadura y achinando tanto los ojos que sus pupilas dejaban de verse momentáneamente.
– Si no se prueba algo no se puede opinar de ello. – Dijo él con aplastante lógica.
– Seguro que no dices eso con la verdura. – Comentó Anna con aún más ironía.
– La verdura no hay que probarla para saber que no sabe a nada y que, lo que es aún peor, no tiene interés ninguno. – Dijo él mostrándose falsamente arrogante.
– Pues eso, que eres un goloso. – Concluyó Anna volviendo a sonreírle y metiéndose un buen trozo de tarta en la boca para saborearlo.
– Por cierto Anna, no sé si cuando te has marchado al servicio te has fijado en la mesa de la que viene todo ese jaleo que hay en el salón. La de los treintañeros italianos y españoles, ya confirmadas las nacionalidades, que no saben más que hablar como si estuvieran en plena pista de aterrizaje de un aeropuerto. – Comentó él al mismo tiempo que el camarero les dejaba sobre la mesa las copas de jerez y les decía que en unos minutos traería el café y el té.
– Sí. Claro que me he fijado. Aunque con disimulo. Cómo no me voy a fijar en esa mesa de niñatos que solo saben dar voces para hacerse notar. – Respondió Anna a la observación de él.
– ¿Y qué te han parecido, aparte de una panda de niñatos? – Preguntó con curiosidad él.
– Pues eso: unos niñatos maleducados. Hijos de papá probablemente que siempre han hecho lo que les ha dado la gana porque tenían a sus padres y probablemente un montón de dinero y poder detrás de ellos. – Continuó Anna siendo totalmente sincera pero sin cambiar la expresión sonriente de su cara.
– ¿Te has fijado en todos? – Quiso saber él.
– ¿A qué te refieres?
– ¿A que si todos te dan la misma impresión? – Insistió él de nuevo.
– Sí, más o menos. Tampoco me he fijado con demasiado detalle en cada uno de ellos. No he tenido ni el tiempo ni tampoco, para qué te voy a engañar, las ganas de hacerlo. – Respondió Anna levantando la vista del plato con la tarta y mirándole a los ojos, cosa que él llevaba haciendo ya unos segundos.
– No pienses nada raro Anna, pero... – Empezó a decir él.
– Uy, si empiezas así ya me imagino qué me vas a decir. – Interrumpió Anna de buen humor pero empezando a olerse algo
– Déjame que te diga. Uno de esos hombres, que tendrá probablemente mi edad, o algún año menos, uno o dos, no muchos menos, el que parece y es más atractivo de todos ellos. Alto, rubio tipo alemán con el pelo corto. En buena forma física. Cuerpo de gimnasio. Buen traje y buen porte. – Empezó a decir él de nuevo mirando a Anna y también de refilón a la mesa donde estaba el hombre que no había dejado de mirar a Anna desde que ella se había levantado para ir al servicio.
– Al grano que te puedes tirar describiéndole toda la noche. – Se impacientó Anna.
– No te ha dejado de mirar desde que has pasado justo al lado de su mesa. De hecho ahora mismo está volviendo a mirarte. – Siguió diciendo él al mismo tiempo que lanzaba una mirada disimulada por todo el salón pero deteniéndose de manera casi imperceptible para cualquier persona que le estuviera mirando a él.
– ¿Y? – Dijo al final Anna después de haber escuchado atentamente lo que él tenía que decir.
– ¿No te importa? – Se extrañó él sin dejar que la respuesta le sentara mal.
– ¿Debería importarme? ¿No te estarás volviendo de nuevo paranoico? ¿No estarás volviendo a tener celos?
– No me ha gustado cómo te ha mirado. – Se justificó él volviendo a bajar la vista hacia su plato.
– Te voy a hacer una pregunta: ¿tú no mirarías a una mujer como yo estando rodeado de tus amigos y no teniendo pareja? – Expuso Anna con claridad, sin enfadarse ni molestarse.
– Probablemente sí. – Dudó él antes de contestar.
– Probablemente no es la respuesta correcta. Eso es lo que hiciste tú cuando me conociste, ¿o ya no te acuerdas? – Dijo Ella cargándose de razón e impidiendo con este argumento que él pudiera contestar.
– Sí, pero era diferente. No te miré en ningún momento como si fueras simplemente alguien a quien me gustaría echar un polvo. – Volvió a justificarse él.
– No. Me miraste como a alguien con quien se puede hablar de Proust. – Saltó ella sonriendo y haciéndole ver con su ironía que él no tenía razón.
– No hagas trampas. Anna sabes a qué me refiero.
– Sí, sé a qué te refieres. Pero también creo que exageras y que tienes celos, o envidia, de ese hombre. Y ese niñato, porque probablemente por muchos treinta años que tenga seguirá siendo un niñato, no te llega ni a la suela del zapato por muy guapo y atractivo que sea, o por muy macho que se haga delante de sus amigos necios sin autoestima ninguna. – Concluyó Anna de manera tajante cogiéndole de la mano por encima de la mesa.

Se quedaron en silencio. Él la miraba a los ojos para ver si ella estaba siendo totalmente sincera, si sus palabras salían de su corazón con sentimiento, o de su cabeza con intención de levantarle la autoestima y apagar el fuego de esos celos y esa envidia que había empezado a sentir al ver como ese hombre miraba a Anna con ojos de deseo. Anna miraba dentro de los ojos de él para ver si sus palabras habían surtido el efecto deseado: aplacar las dudas sobre la autoestima de él y no se viera como alguien inferior que está con una mujer que no se merece. En silencio se quedaron mientras terminaban de dar cuenta del postre de la cena. Silencio solo interrumpido por el camarero que se volvió a acercar a la mesa para dejar tanto el café como el té.

Mientras en el salón comedor del Sacher la velada seguía. Poco a poco el tiempo pasaba. Ese año estaba muriendo al mismo tiempo que uno nuevo estaba empezando a llamar a la puerta como hace un bebé a punto de nacer produciendo inmensos dolores en su madre causados por las contracciones que le abrirán las puertas de un nuevo mundo, de su vida y su existencia entre la sociedad. En muchas mesas, sobre todo en aquellas ocupadas por austríacos, por vieneses de pura cepa, ya estaban simplemente en lo que en España se podría llamar la sobremesa, si es que en la cena hay sobremesa. El silencio reinante en el salón durante la cena, si se exceptúa la mesa de los jóvenes treintañeros, estaba ahora ya roto por murmullos de conversaciones.

Tanto él como Anna seguían en silencio. No un silencio incómodo como los que surgen cuando entre dos o más personas no hay de verdad un vínculo estrecho de confianza, cariño o respeto, un vínculo de amistad real o amor, sino simplemente esa ficción que da la costumbre y que hace necesario que siempre se esté hablando para por lo menos aplacar la conciencia que escucha en esos silencios incómodos la verdad más absoluta. En ese silencio entre ambos él notaba cómo no estaba incómodo, como a diferencia de cuando en la universidad se suponía que quedaba para ir al cine con algún amigo se quedaba sin tema de conversación y surgía una tensión intemporal que hacía que todo el mundo a su alrededor se parara hasta que no volviera a haber algo de qué hablar. En el fondo ambos estaban cómodos. No necesitaban hablar de nada. No ahora. No en esos últimos minutos, pocas horas para que acabara el año y dieran la bienvenida al nuevo.

Aprovechando el silencio él volvió a pasear su vista por todo el salón. Las mesas ocupadas por parejas adultas estaban también en silencio muchas de ellas. En aquellas mesas en las que había más comensales, todos ya entrados en años, con caras serias, arrugas en la piel, más en la de ellos que en la de las mujeres, pelos canos si es que no cabezas limpias y brillantes sin pelos, había más conversación. Él se preguntó de qué hablarían en esas mesas. Muy probablemente un tema de conversación sería sin duda la mesa donde los siete jóvenes – como caballeros de la mesa redonda de la leyenda artúrica, salvando las abismales distancias que habría entre un caballero de aquella legendaria mesa y la más que necia personalidad de los seres que ocupaban su lugar alrededor de quien bien podría ser considerado como el Rey Arturo: ese hombre rubio, alto, fuerte y seguro de sí mismo, al menos aparentemente – hablaban como si todo el salón comedor del Sacher fuera suyo y pudieran hacer lo que les diera la gana.

Sin desearlo él volvió a mirar hacia esa mesa. Volvió a mirar al que parecía el líder. Y volvió a verlo mirar hacia su propia mesa, hacia la espalda de Anna, esa espalda desnuda, dejada al aire por el vestido que llevaba puesto y que sin desentonar entre las mujeres que había en el salón, sí hacía de Anna un punto de atención para los hombres. El problema es que ese hombre parecía haberse inhibido de todo a su alrededor desde que había visto a Anna dirigirse al baño y pasar por delante de su mesa.

– Anna podrás decir lo que quieras, pero el hombre ese te sigue mirando, cada vez con mayor insistencia. – Comentó él.
– Y tú a él. – Respondió Anna.
– ¿Cómo? – Inquirió él incrédulo.
– Que tú también le estás mirando a él cada vez de manera más insistente. ¿Cómo si no sabes que me está mirando a mí? – Expuso Anna mirándole entre incrédula y algo incómoda también por la insistencia de él con ese asunto.
– No le des la vuelta al tema Anna. – Se quejó él sabiendo que tenía todas la de perder si iniciaba algún tipo de discusión con ella.
– No le he dado la vuelta a nada. Imagínate que en la mesa de ese niñato, uno de sus fieles escuderos y seguidores, también está haciendo como tú y le dice a su amigo que le estás mirando fijamente desde hace un rato. ¿Qué explicación darías? ¿También le estás mirando porque te atrae físicamente? – Dijo Anna con total naturalidad para intentar desmontar la paranoia de él.
– Di lo que quieras pero no me gusta nada que te esté mirando así. Tú no lo ves porque estás de espaldas pero te mira como obsesionado contigo desde que te ha visto antes. – Explicó él como para intentar justificar su obsesión.
– Bueno. A lo mejor debería ir a presentarme. Quizá le conozco de algo o es un viejo amante que me dejó muy buen sabor de boca. ¿No te parece? – Dijo Anna bromeando irónicamente.
– No seas así Anna. – Dijo él casi en tono de súplica.
– Pues no seas tú tan paranoico. Olvídate de esa mesa. Olvídate de esos maleducados. Y olvídate de ese niñato seguramente acomplejado. – Sentenció ella para intentar dar por concluida la discusión.
– De acuerdo. Perdona. – Dijo él tirando la toalla pero sin quitarse de la cabeza el asunto. – Por cierto no te he dicho que estás espectacular esta noche. – Añadió él para intentar ir hacia una conversación más amable y agradecida.
– Ya. Estoy acostumbrada a qué no me digas nada cuando me visto así. – Dijo Anna irónicamente pero con un fondo de verdad.
– Tienes toda la razón Anna. Pero te digo de verdad que esta noche estás impresionante. No sé como aguanto aquí contigo sin volver inmediatamente a la habitación, quitarte el vestido con toda la delicadeza del mundo y comerte a besos. – Confesó él intentando compensar en parte su descuido al no haberla piropeado nada más verla así vestida en la habitación.
– Ah, sólo estoy impresionante y espectacular esta noche. ¿Y las demás qué? ¿Voy como una pordiosera? – Quiso saber Anna con esa curiosidad narcisista que a todo el mundo le sale de vez en cuando.
– No. Pero esta noche estás especialmente radiante. Ya podría pasar por delante de mis narices la mujer más sexy y atractiva del mundo en lencería que no la prestaría la más mínima atención. – Dijo él acariciando la mano de Anna.
– ¿No soy entonces esa mujer? – Preguntó Anna haciéndose la ofendida y frunciendo el ceño para dar más énfasis a su broma.
– Mil vueltas la darías Anna. Básicamente porque esa mujer iría maquillada como una puerta y tú no necesitas nada de eso para deslumbrar a la más bella de las estrellas del firmamento. – Dijo él exagerando su respuesta para intentar complacerla.
– Ahí ya te has pasado de cursi. – Respondió Anna al piropo rompiendo a reír y contagiándole la risa a él.
– Sí lo reconozco. – Sonrió él.

Caronte.

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