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(Viene de la entrada anterior.)
Dejaron unos minutos de hablar de los nuevos comensales que acababan de
comenzar a dar debida cuenta también de la cena de fin de año del Sacher. Se
terminaron la trucha y el camarero se la retiró. Él se percató de que el
camarero mirando hacia la mesa de la que provenían tantos ruidos estrambóticos,
tantas carcajadas y tantas voces cambiaba el rostro y en vez de mostrar una
cara que denotaba tranquilidad y gusto relativo por el trabajo que estaba
haciendo durante esa última noche del año, si es que alguien que tiene que trabajar,
sirviendo a terceras personas para más inri, durante la última noche del año
puede sentir gusto por su trabajo. De ese rostro amable y servicial pasó
momentáneamente, los pocos segundos en los que su mirada se posó en la mesa de
la discordia en amargura y algo de odio, no a nivel personal sino por el hecho
de tener que servir a esos maleducados que probablemente por tener mucho dinero
y buenos contactos habían conseguido mesa y pase para una de las veladas más
exclusivas de Viena como era la del Sacher.
También y a pesar de que el camarero intentó que nadie escuchara lo que
estaba diciendo, él pudo entender no sin cierta dificultad una serie de
maldiciones en alemán dirigidas hacia aquella mesa llena de jóvenes
treintañeros italianos y españoles – las nacionalidades ya estaban más que
claras a la vista y sobre todo al oído de los chistes o palabras chismosas que
los miembros de esa mesa pronunciaban a voz en grito sin que les importara
mucho que en el salón hubiera gente ni que estuvieran en Viena, donde las
costumbres tienen un refinamiento superior, ni que el Sacher no fuera las
tabernas contubérnicas españolas o italianas que probablemente estuvieran más
acostumbrados a frecuentar.
De repente, vuelta la vista y la atención del camarero a la mesa que
estaba atendiendo y de la que estaba retirando los platos donde antes había
habido una hermosa trucha asalmonada y ahora ya solo quedaban los restos de la
espina dorsal y la cabeza que miraba sin vida un vacío inmenso, los ojos del
camarero y de él se cruzaron y él le hizo un leve gesto de comprensión y
solidaridad en relación a la mesa de las voces y del comportamiento fuera de
lugar. Algo ruborizado el camarero, pillado en falta por un cliente, intentó
disimular pero se dio cuenta de que lo que él quería decirle con esa mirada y
esos imperceptibles gestos, que Anna no logró detectar por estar más pendiente
de poner sobre su plato sus cubiertos y los restos de pan que ya no se comería
que de lo que a su alrededor estaba pasando, era que él pensaba lo mismo en
relación a esa mesa y que estaba tan molesto como él de su presencia en el
salón en ese momento. Para romper ese frío momento el camarero les preguntó si
habían disfrutado de la cena, a lo que Anna, practicando de nuevo el inglés
como lo había hecho esa mañana en el desayuno y el día anterior en el
restaurante donde cenaron, contestó que todo había estado delicioso y que ya
solo esperaba coronar la cena con un exquisito postre vienés. Él se sonrió al
ver a Anna tan suelta y amable, sonriendo al camarero con esa amplia sonrisa de
amabilidad que solo había visto en Anna.
El camarero se marchó y Anna colocando la servilleta de tela que hasta
ese momento había estado en su regazo encima de la mesa se dirigió a él para
comentarle un par de cosas.
– Esta tarde, antes de que me empezara a duchar y a preparar para la
cena, he puesto un momento la televisión y he visto que había un concierto en
directo. – Empezó a comentar Anna sin poder acabar su exposición porque él se
adelantó a la pregunta que quizá ella iba a hacerle.
– Sí. El concierto de San Silvestre.
– No me has dejado ni terminar. – Apuntó Anna sonriendo.
– Perdona. – Respondió él devolviéndole la sonrisa.
– Me ha chocado mucho.
– No te lo he explicado porque se me ha pasado. Pero una de las
curiosidades del Concierto de Año Nuevo de Viena es que no es único.
– ¿Ah no? – Le interrumpió Anna sorprendida.
– No. Hay otros dos conciertos iguales al de Año Nuevo, que también da la
Filarmónica de Viena los días previos al 1 de enero.
– No lo sabía. – Confesó Anna mirándole con interés como exhortándole
para que le explicara esa curiosidad.
– Mucha gente no lo sabe. – Empezó a decir él dándose su tiempo y
disfrutando entre comillas de poder contarle algo a Anna que ella no supiera. –
Como para el Concierto de Año Nuevo hay tantísimas peticiones de entrada de
todo el mundo hace años, ya bastantes no es algo de ayer, se decidió dar otros
dos conciertos adicionales con el mismo programa que el de la mañana del primer
día del año. Uno es el concierto que has visto mientras yo estaba por ahí
perdiendo el tiempo como un imbécil.
– ¿Y el otro? – Le interrumpió Anna impaciente.
– Y el otro es el ensayo general que se realiza la mañana del penúltimo
día del año, es decir del día 30. – Concluyó el mostrándose orgulloso de
haberle contado a Anna esa curiosidad sobre el concierto de año nuevo.
– ¡Que curioso! – Exclamó Anna divertida. – Menos mal que no me he
quedado viendo el concierto esta tarde, si no mañana no me sorprendería. –
Añadió.
– Te hubieras sorprendido por igual, porque a pesar de que son el mismo
concierto nada tienen que ver uno con otro. – Comentó él con seguridad.
– ¿No tocan las mimas piezas? – Preguntó sorprendida creyendo saber la
respuesta.
– Sí. Pero esa es la única coincidencia, además de que es la misma
orquesta y el mismo director. Todo lo demás cambia.
– ¿Y qué es todo lo demás?
– Para empezar la vestimenta. En el ensayo general llevan ropa formal
pero no uniforme, van vestidos más o menos cómodos; y no hay decoración floral.
En el concierto de esta noche, el de San Silvestre, van vestidos de gala de
etiqueta, como suele tocar la Filarmónica de Viena en sus conciertos: de gala.
Además la decoración floral de la sala es más sobria. El de esta tarde ha sido
un concierto mucho más serio. Sin embargo el de mañana a las once y cuarto, es
un concierto que no deja de ser serio e importante, quizá el más importante del
año para la filarmónica, pero que es informal. Los músicos y el director no van
con frac sino simplemente con traje oscuro y chaleco y corbatas grises, eso sí,
pero cada uno el que quiera. Y la decoración floral de toda la sala donde se
celebra el concierto es mucho más alegre y colorida, con más vida. Además de
que hay un ambiente mucho más distendido entre público y orquesta. Lo que manda
la tradición.
– ¿A qué te refieres con esto último? – Dijo Anna con mucha curiosidad.
– Eso mañana lo descubrirás. – Sonrió él de manera misteriosa dejándola
con la duda y las ganas de saber a qué se estaba refiriendo.
– Bueno, bueno. Mañana me sorprenderé entonces. – Aceptó Anna sonriendo
la negativa de él a contarla nada más del concierto. Pero no dejó que él
retomara la palabra y cambiando de tema y también adoptando un tono más serio,
le dijo: – Por cierto, no te habrá molestado de verdad que mañana hayamos
quedado con Alberto en su casa para tomar un café.
– Por supuesto que no. – Dijo él aceptando ese cambio de tono en la voz
de Anna e intentando tranquilizarla respecto a la pregunta que le acababa de
hacer.
– Quizá no debería haberle dicho que sí como si fuera amigo mío de toda
la vida. – Confesó Anna volviendo a un tono algo menos serio.
– Has hecho algo que yo a lo mejor no hubiera hecho, o a lo que hubiera
dado muchas más vueltas de las necesarias. Y por eso cuando lo he sabido he
sentido que te quería aún más. – Dijo él mirándola profundamente a los ojos
como pocas veces solía hacer, no por no desearlo, sino por temer que con ello
Anna mirara también profundamente en sus ojos.
Todavía no había vuelto el camarero que les llevaba atendiendo toda la
velada con el postre. Anna se levantó de la mesa y se marchó al servicio un
instante. Nada más levantarse miró a su alrededor para intentar ubicar los
servicios. Como no los encontraba a simple vista y la iluminación del salón no
ayudaba a ello, se dirigió a una camarera que estaba atendiendo a una mesa no
muy lejana a la que ella ocupaba con él. La camarera, muy solícita, indicó a
Anna con la mano una salida del comedor. Anna dando las gracias se marchó en
esa dirección. Tuvo que pasar muy cerca de la mesa donde el grupo de amigos
treintañeros seguía celebrando el fin de año como si estuvieran en una tasca de
barrio en Madrid o Nápoles donde las voces y las estridencias no resultaran
llamativas ni incómodas para el resto de personas del local.
Él siguió a Anna con la mirada sin perderla de vista ni un solo segundo,
tanto mientras preguntaba a la camarera dónde estaba el servicio como el su
camino hacia el mismo. Tomó la copa de vino blanco y de un trago se bebió lo
poco que quedaba en la misma en un gesto que él mismo pretendió que pareciera
varonil a ojos de quien hubiera estado mirándole, pero que también sabía que
era un tanto ridículo ante la poca cantidad de líquido que quedaba en la copa.
Podría haberse echado un poco más de vino. La botella seguía en la cubitera
para mantenerse fría. Decidió no seguir regando su organismo con el licor de
Baco. Bastante había bebido ya. Lo suficiente para que notara la cabeza más
ligera que de costumbre y para que cada vez que la giraba más o menos
bruscamente sintiera una sensación de mareo y vértigo que le recordaba las
veces que había estado en Asturias y las sidras que había bebido mientras
degustaba las delicias gastronómicas del principado.
A medida que él seguía a Anna con la mirada camino del servicio se dio
cuenta como también había otra persona que hacía lo mismo. En la mesa que tanto
había mirado y observado en los últimos minutos había una persona que también
siguió a Anna a su paso por delante de la misma. La casualidad, el destino o
simplemente el azar hicieron que Anna tuviera que pasar justo al lado de la
mesa del escándalo continuo, las voces impetuosas y las conversaciones
estrambóticas camino del servicio. El hombre en el que él se había fijado
cuando entró en el salón seguido de toda la corte de aduladores y bufones,
porque eso es lo que ahora pensaba él que los demás hombres de esa mesa
representaban ante su rey y líder, no dejaba de mirar a Anna. Él se dio cuenta
y dejó de mirar a Anna, a su querida y amada Anna, para mirarle a él a través
del salón y la tenue iluminación del mismo.
La mirada de ese hombre joven, aparentemente más joven que él mismo tanto
por la forma de vestir, mucho menos formal y de gala que la suya propia, como
por el propio físico cultivado en el gimnasio que suele rejuvenecer el rostro
de quienes pasan horas y horas al día y a la semana ejercitando sus músculos en
todo tipo de aparatos ideados para el culto al cuerpo y para el escarnio de la
mente. Al verle mirar así a Anna él solo sintió rabia. Rabia y odio. Un odio
ahora ya sí no matizado con sutiles sentimientos de pena o lástima. Un odio que
surgía de lo más profundo de su ser y que le recorría todo el cuerpo hasta enquistársele
en el estómago, donde empezó a sentir una serie de pinchazos. Un odio también
que demostraba falta de confianza en sí mismo y también algo de falta de
autoestima. Un odio que quizá en el fondo lo que denotaba era envidia. ¿Por qué
sentía envidia? Esta era una pregunta que se hizo mientras seguía mirando como
ese joven, porque así podría ser considerado, ese treintañero como él devoraba
con los ojos a Anna; primero disimuladamente, aparentando que seguía escuchando
a sus acólitos palmeros, para pasar a hacerlo de manera indisimulada ignorando
por completo a esos bufones a los que mientras miraba a Anna parecía ignorar y
hasta despreciar.
Si hubiera tenido el arrojo necesario para ello, o si simplemente hubiera
estado algo más acostumbrado al alcohol como para que éste no fuera un hándicap
en su cuerpo que le hubiera impedido articular palabras de manera más razonada
y gestos coordinados sin temor a perder el equilibrio por causa de movimientos
excesivamente bruscos, sino que hubiera actuado como catalizador
envalentonador, se hubiera levantado de la mesa y se hubiera acercado hacia la
de esos hombres cegados por la fiesta y el exceso para encararse al que parecía
el líder para exigirle que dejara de mirar a su acompañante como si sólo fuera
un trozo de carne a la que pudiera hincar el diente al final de la noche. Pero
no lo hizo. Nunca había sido de esos hombres que por una mujer pierden su
compostura y son infieles a sus principios simplemente por verse amenazados
como si fueran leones de la sabana africana que deben defender con uñas y
dientes a su manada. Nunca en su vida se había peleado con otro hombre y no iba
a empezar a hacerlo en ese viaje. Anna tampoco se lo merecía porque no era como
esas otras muchas mujeres que por mucho que defienden el fin del machismo y la
igualdad real, cada vez que ven que un hombre las defiende y sale a dar la cara
por ellas ante otros hombres más primarios aún si cabe que los anteriores se
sienten orgullosas y sienten todavía más atracción por esos hombres a los que
tachan de valientes y luchadores por la igualdad y los derechos de las mujeres.
Caronte.
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