lunes, 4 de enero de 2016

El Vals del Emperador (LXVI)

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(Para no perder las costumbres con el nuevo año, esta entrada viene de la anterior.)

En ese mismo momento volvió el camarero. Los platos donde antes les habían llevado los entrantes de la cena estaban totalmente vacíos. La pregunta de Anna se quedó momentáneamente en el aire mientras él respondía a las preguntas de cortesía del camarero que les preguntaba por cómo habían encontrado los entrantes y si necesitaban algo. A continuación les pusieron delante el primer plato de la cena consistente en una especie de pisto de verduras, si es que se puede atribuir el nombre tan español de pisto a cualquier otro plato que no sea el pisto manchego, acompañado de lo que parecía unos trozos de carne. El camarero para sacarles de dudas, viendo la cara de extrañeza que ponían y como parecía que no se acordaban muy bien del menú de la cena, les dijo que era una menestra de verduras y setas japonesas con láminas de venado. Explicado el plato y quedándose ellos más tranquilos, el camarero se marchó de nuevo y ellos pudieron continuar la conversación.

– Menudo nivel tiene el cocinero del Sacher. – Comentó él sorprendido empezando a desmenuzar el plato y a desperdigar la comida por el mismo destrozando sin piedad la cuidada presentación del mismo.
– Nivel e imaginación para crearlo y mezclar todos estos ingredientes en un único plato. – Apuntó Anna.
– Sí, pero la verdad es que está muy bueno. – Dijo él después de haber probado ya un bocado y beber un poco de la copa de vino.
– Sigamos con lo que habíamos dejado a medias. – Dijo Anna con seriedad irónica.
– Y qué era eso. – Se hizo él el despistado.
– ¿Por qué te supuso un trauma masturbarte con un amigo viendo porno? – Preguntó ella con total normalidad.
– De verdad tenemos que hablar de esto Anna. – Dijo él sonriendo desesperado porque ella contestara que no, que en el fondo si él no quería no tenía que hablar del asunto.
– No. No tienes por qué seguir con el asunto. Si quieres decírmelo te escucharé y si no pues seguimos cenando tranquilamente. – Dijo ella mirándole de nuevo a los ojos y viendo en ellos que él estaba dudando entre contarla aquello que le pudo causar un trauma y cambiar de tema.
– Pues me supuso un trauma por mi condición sexual. – Dijo al final él después de tomar aire profundamente como para coger fuerzas y decir todo de carrerilla.
– ¡Por tu condición sexual! – Se asombró ella. – Pero si teníais trece años, o catorce. Todavía no se puede saber qué te gusta o no. En ese ámbito quiero decir. – Siguió diciendo.
– Sí, Anna. Yo veía al resto de mis compañeros y al propio chaval con el que hice eso, un par de veces si no recuerdo mal, que les gustaban abiertamente las chicas y que empezaban a ligar con ellas. Y yo sin embargo no era así.
– Y no eres así. Por lo menos no lo demuestras en la cama. – Dijo Anna para intentar animarlo a que siguiera hablando sabiendo que el presente era muy diferente al pasado.
– Ya. Ahora que parece que todo está más claro. Pero siendo un adolescente no lo tenía tan claro. Nunca he sido de esos chicos u hombres que han dicho abiertamente que sólo les gustan las mujeres y que al ser preguntados por si tendrían una relación con un hombre, aunque fuera una simple fantasía, contestaban rotundamente con un “no”. Y eso daba lugar a situaciones incómodas en las que tenía muchas veces que fingir ser un hombretón loco por las chicas que estuvieran buenas.
– ¿Y si te lo pregunto yo ahora mismo? – Preguntó Anna con interés.
– Pues probablemente te respondería que quizá no me importaría. No hago distinción en el amor o en la pasión entre hombres y mujeres. Somos todos seres humanos. – Dijo él dejando momentáneamente los cubiertos a un lado de su plato y mirando a Anna a los ojos fijamente.
– Me parece la mejor respuesta que se puede dar. Yo pienso igual. – Añadió Anna sonriendo amplia y sinceramente.
– El problema está en la sociedad que pretende siempre simplificar las cosas, cuando la vida es compleja por definición. De joven intentaba demostrar que solo me gustaban o atraían las mujeres y que rechazaba de pleno a los hombres. Pero cada vez que veían un cuerpo bonito, ya fuera de hombre o de mujer, me sentía atraído por él. No entiendo que se sigan usando esas clasificaciones absurdas de heterosexual, homosexual o bisexual. – Continuó diciendo él.
– Yo creo que en el fondo todo ser humano lo que busca es cariño, comprensión, a alguien en quien apoyarse en momentos tanto buenos como malos, a alguien con quien compartir la vida para no sentirse solo. – Complementó Anna los comentarios de él.
– Cuando uno se siente solo y ve que pasan los años y es incapaz de encontrar pareja. Cuando uno pretende encontrar novia pero ve que tiene miedo a ser rechazado y pasan los años y sigue sin atreverse a dar el paso necesario para acercarse a una chica que le puede gustar, y se da cuenta de que con quien más cómodo le resulta relacionarse es con otros hombres; uno termina por dudar de todo, incluida su sexualidad, y al final lo único que termina por buscar es compañía, dando igual en muchas ocasiones el sexo.
– ¿Estás hablando de ti verdad? – Preguntó Anna mirándole con esos ojos comprensivos que a veces lograba tener.
– Sí. – Respondió él escuetamente.
– La sociedad es muy cruel por naturaleza. Pero hay que saber una cosa y es que lo que todos deberíamos buscar y perseguir en nuestra vida siempre, dándonos igual lo que otras personas piensen, es la satisfacción personal. El estar a gusto con nosotros mismos. Nada más. – Dijo Anna.
– Ya. – Corroboró él.
– ¿Tú te sientes a gusto contigo mismo? – Inquirió Anna.
– ¿Ahora? – Dudó sorprendido él por la pregunta.
– Sí. – Afirmó ella.
– Sí. Creo que sí. – Terminó por contestar él con seguridad.
– Pues entonces lo que otra gente piense, o haya pensado, da igual. – Añadió Anna.
– Tienes toda la razón Anna. Y es algo que aunque puedas creer que no me he aplicado, sí lo hice hace ya mucho tiempo. – Dijo él volviendo a sumergirse en la profundidad de los ojos de Anna.
– Te puedo hacer otra pregunta ya que estamos.
– Sí.
– ¿Alguna vez te has acostado con un hombre o lo has considerado seriamente?
– A esa pregunta sí que te contesto con rotundidad que no.
– ¿Y si se te hubiera planteado la oportunidad?
– Pues la verdad es que no lo sé. Quizá en ese supuesto sí que me lo hubiera planteado. Pero es que el sexo con un hombre nunca me ha llamado mucho la atención. En ese sentido siempre he preferido a una mujer.
– Es que donde esté una mujer para el sexo que se quiten los hombres. – Dijo Anna volviendo al tono divertido e irónico de hacía un rato. – Además es bastante más placentero. Solo nosotras sabes exactamente qué es lo que nos gusta y como hacernos disfrutar de verdad.
– ¿Conmigo no te lo pasas bien? – Comentó irónicamente él.
– Contigo es diferente porque no solo piensas en ti. Pero el sexo con una mujer es otra cosa. – Añadió Anna con un tono fingido de consolación hacia él. – No te lo tomes a mal. Es una realidad.
– Luego te demostraré lo que es otra cosa... – Dijo él de manera muy pícara.

Ya se habían terminado el primar plato principal de la cena. El camarero, siempre pendiente de sus mesas, se dio cuenta de que habían dejado de hablar y aprovechó para acercarse para retirar los platos ya vacíos de viandas. Volvió pocos minutos después con el segundo plato principal, un pescado en esta ocasión, una trucha asalmonada parecía con una salsa holandesa probablemente, pálida y amarillenta al menos con un aroma dulzón que se elevaba desde el plato hasta sus fosas nasales. Como las copas de vino estaban vacías el camarero aprovechó para rellenarlas en esa ocasión con un vino blanco, muy afrutado notó él que era cuando lo probó a instancias del mismo camarero que le dijo que si no era de su agrado podía traer otro de la carta de vinos del hotel. Él no tenía mucha idea de vino, ni blanco ni tinto, por lo que como el vino servido no le pareció malo ni excesivamente fuerte, sino más bien dulzón con lo que si no comían mucho y bebían más de la cuenta iban a acabar la noche más achispados que lo que deseaban, y tenía buen sabor lo aceptó sin problemas. Una vez servidos el camarero volvió a retirarse deseándoles que disfrutaran del plato.

Al mismo tiempo que ambos empezaban con el segundo plato se estaban terminando de sentar en su respectiva mesa un grupo de hombres de unos treinta y tantos años, más o menos de la edad de él. Era un grupo de unas seis o siete personas. No había ninguna mujer entre ellos y todos tenían pinta de ser unos mujeriegos chulos y ligones, machistas probablemente, que veían en las mujeres, todas sin excepción, un objeto para su propio y egoísta placer con el que poder disfrutar de un buen rato.

El salón del Sacher ya estaba lleno. Ese grupo de hombres era el último en entrar y sentarse. Tendrían que darse prisa en comer si no querían que el fin de año se les echara encima. Eran ruidosos a más no poder. Pese a que en el gran comedor habría más de cien personas, solo se les escuchaba a ellos, por encima de cualquier otro ruido. Y les daba igual. Incluso parecía que era lo que buscaban: llamar la atención; decir “aquí estamos, los más chulos, jóvenes y guapos, para las mujeres jovencitas y hermosas que quieran pasar un buen rato y tener una noche inolvidable”. Anna estaba relativamente de espaldas a la mesa donde se estaban sentando todos estos hombres. Él por el contrario tenía una imagen privilegiada de la mesa y de sus ocupantes en diagonal a apenas cuatro o cinco mesas de la suya.

Con esa visión privilegiada se fijó en que hablaban en un idioma que no se parecía nada ni al alemán, lo que hubiera sido algo normal al estar en Viena y ser por tanto el idioma oficial y más natural de la mayoría de los que en el salón se encontraban, pero que por el contrario no casaba con el comportamiento de estos jóvenes treintañeros que estaban armando semejante escándalo haciendo que desde muchas mesas, sobre todo las ocupadas por personas más mayores, se les lanzaran miradas acusadoras e indignadas. Pero tampoco sonaba a inglés el idioma con el que se comunicaban y se hacían reír unos a otros, lo que hubiera sido también normal al ser la lengua de Shakespeare la más empleada en el mundo sobre todo en grupos de nacionalidades múltiples, como parecía ser el de esos hombres. Era más bien italiano, o incluso español, lo que él oía de vez en cuando, cuando una voz se alzaba por encima de las del resto. Quizá eran los dos idiomas los que ese grupo hablaba, tan parecidos, tan confundidos siempre a favor del italiano fuera de sus respectivos países. No le extrañó que eso fuera así.

Anna ya había comenzado a comerse la trucha asalmonada al horno regada con salsa holandesa. Él todavía se quedó observando un poco más, de manera disimulada, entre bocado y bocado, para que Anna no se diera cuenta. Se fijó especialmente en uno de los componentes del grupo. Era el más alto y corpulento. No corpulento como muchos hombres están cuando superan cierta edad: una corpulencia que demuestra que en su juventud, quizá durante su paso por la universidad, habían estado practicando algún deporte físicamente exigente como el rugby, o simplemente yendo al gimnasio para conseguir lucir músculos, pero que con el paso de los años ese músculo había dejado de están firme y duro y había pasado a ser simplemente carne acumulada en ciertas regiones del cuerpo sin forma definida. El hombre en el que él se estaba fijando estaba fuerte, musculado. Probablemente iba al gimnasio bastante a menudo. Era alto y no tenía ni esos brazos hinchados que quedan bien marcados con cualquier tipo de ropa que se lleve, ni esas piernas deformadas por el deporte y el entrenamiento excesivo del tren inferior. Tenía planta de modelo y por su actitud ese hombre demostraba saberse atractivo. De hecho lo era. De entre los hombres que formaban el grupo era el que mejor aspecto tenía. Por definirlo de una manera simple y en una palabra, él pensó en calificarlo como “el líder” de ese grupo. Y esa era la impresión que daba. Era el que llevaba la voz cantante; al que todos querían agradar y divertir. Era al que todos querían tener sentado a su lado y cuya atención querían atraer.

Inmediatamente, tras observar durante un rato a ese hombre, él se dio cuenta de que lo odiaba profundamente. O quizá no lo odiaba y en cierto sentido simplemente lo envidiaba. Pero odio y envidia van tradicionalmente de la mano. Son sentimientos que no se pueden disociar en muchas ocasiones. Quien envidia a alguien en algún momento, ya sea porque esa persona posea algo que se desea, o por ser el centro de atención, o por atraer a todas las chicas guapas de un local, termina odiando a esa persona, y también a sí mismo por no ser como la persona a la que se envidia. Intentó sacar esos pensamientos de su mente y centrarse en Anna y en la cena que estaban tomando y a la que pocos platos debían de quedarle además de la trucha a la que ya estaban dando debida cuenta.

– ¿Quiénes están armando tanto jaleo? – Preguntó Anna mientras miraba a su alrededor, pero sin percatarse de la presencia del grupo de hombres que acabada de sentarse en su mesa a su espalda.
– Un grupo de amigos que acaban de entrar en el salón. – Respondió él sin querer dar más datos sobre ellos.
– ¿Son muchos? – Preguntó de nuevo ella.
– Siete, si no he contado mal. – Respondió él.
– ¿Qué edad tienen? – Se volvió a interesar Anna.
– Más o menos la mía. Son treintañeros. Y además parecen o italianos o españoles. – Dio más detalles él.
– Por el ruido que están armando no me extraña. – Dijo sin inmutarse Anna.
– Ya. – Se resignó a decir él.


Caronte.

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