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(Para no perder las costumbres con el nuevo año, esta entrada viene de la anterior.)
En ese mismo momento volvió el camarero. Los platos donde antes les habían
llevado los entrantes de la cena estaban totalmente vacíos. La pregunta de Anna
se quedó momentáneamente en el aire mientras él respondía a las preguntas de
cortesía del camarero que les preguntaba por cómo habían encontrado los
entrantes y si necesitaban algo. A continuación les pusieron delante el primer
plato de la cena consistente en una especie de pisto de verduras, si es que se
puede atribuir el nombre tan español de pisto a cualquier otro plato que no sea
el pisto manchego, acompañado de lo que parecía unos trozos de carne. El
camarero para sacarles de dudas, viendo la cara de extrañeza que ponían y como
parecía que no se acordaban muy bien del menú de la cena, les dijo que era una
menestra de verduras y setas japonesas con láminas de venado. Explicado el
plato y quedándose ellos más tranquilos, el camarero se marchó de nuevo y ellos
pudieron continuar la conversación.
– Menudo nivel tiene el cocinero del Sacher. – Comentó él sorprendido
empezando a desmenuzar el plato y a desperdigar la comida por el mismo
destrozando sin piedad la cuidada presentación del mismo.
– Nivel e imaginación para crearlo y mezclar todos estos ingredientes en
un único plato. – Apuntó Anna.
– Sí, pero la verdad es que está muy bueno. – Dijo él después de haber
probado ya un bocado y beber un poco de la copa de vino.
– Sigamos con lo que habíamos dejado a medias. – Dijo Anna con seriedad
irónica.
– Y qué era eso. – Se hizo él el despistado.
– ¿Por qué te supuso un trauma masturbarte con un amigo viendo porno? –
Preguntó ella con total normalidad.
– De verdad tenemos que hablar de esto Anna. – Dijo él sonriendo
desesperado porque ella contestara que no, que en el fondo si él no quería no
tenía que hablar del asunto.
– No. No tienes por qué seguir con el asunto. Si quieres decírmelo te
escucharé y si no pues seguimos cenando tranquilamente. – Dijo ella mirándole
de nuevo a los ojos y viendo en ellos que él estaba dudando entre contarla
aquello que le pudo causar un trauma y cambiar de tema.
– Pues me supuso un trauma por mi condición sexual. – Dijo al final él
después de tomar aire profundamente como para coger fuerzas y decir todo de
carrerilla.
– ¡Por tu condición sexual! – Se asombró ella. – Pero si teníais trece
años, o catorce. Todavía no se puede saber qué te gusta o no. En ese ámbito
quiero decir. – Siguió diciendo.
– Sí, Anna. Yo veía al resto de mis compañeros y al propio chaval con el
que hice eso, un par de veces si no recuerdo mal, que les gustaban abiertamente
las chicas y que empezaban a ligar con ellas. Y yo sin embargo no era así.
– Y no eres así. Por lo menos no lo demuestras en la cama. – Dijo Anna
para intentar animarlo a que siguiera hablando sabiendo que el presente era muy
diferente al pasado.
– Ya. Ahora que parece que todo está más claro. Pero siendo un adolescente
no lo tenía tan claro. Nunca he sido de esos chicos u hombres que han dicho
abiertamente que sólo les gustan las mujeres y que al ser preguntados por si
tendrían una relación con un hombre, aunque fuera una simple fantasía,
contestaban rotundamente con un “no”. Y eso daba lugar a situaciones incómodas
en las que tenía muchas veces que fingir ser un hombretón loco por las chicas
que estuvieran buenas.
– ¿Y si te lo pregunto yo ahora mismo? – Preguntó Anna con interés.
– Pues probablemente te respondería que quizá no me importaría. No hago
distinción en el amor o en la pasión entre hombres y mujeres. Somos todos seres
humanos. – Dijo él dejando momentáneamente los cubiertos a un lado de su plato
y mirando a Anna a los ojos fijamente.
– Me parece la mejor respuesta que se puede dar. Yo pienso igual. –
Añadió Anna sonriendo amplia y sinceramente.
– El problema está en la sociedad que pretende siempre simplificar las
cosas, cuando la vida es compleja por definición. De joven intentaba demostrar
que solo me gustaban o atraían las mujeres y que rechazaba de pleno a los
hombres. Pero cada vez que veían un cuerpo bonito, ya fuera de hombre o de
mujer, me sentía atraído por él. No entiendo que se sigan usando esas
clasificaciones absurdas de heterosexual, homosexual o bisexual. – Continuó
diciendo él.
– Yo creo que en el fondo todo ser humano lo que busca es cariño,
comprensión, a alguien en quien apoyarse en momentos tanto buenos como malos, a
alguien con quien compartir la vida para no sentirse solo. – Complementó Anna
los comentarios de él.
– Cuando uno se siente solo y ve que pasan los años y es incapaz de
encontrar pareja. Cuando uno pretende encontrar novia pero ve que tiene miedo a
ser rechazado y pasan los años y sigue sin atreverse a dar el paso necesario
para acercarse a una chica que le puede gustar, y se da cuenta de que con quien
más cómodo le resulta relacionarse es con otros hombres; uno termina por dudar
de todo, incluida su sexualidad, y al final lo único que termina por buscar es
compañía, dando igual en muchas ocasiones el sexo.
– ¿Estás hablando de ti verdad? – Preguntó Anna mirándole con esos ojos
comprensivos que a veces lograba tener.
– Sí. – Respondió él escuetamente.
– La sociedad es muy cruel por naturaleza. Pero hay que saber una cosa y
es que lo que todos deberíamos buscar y perseguir en nuestra vida siempre,
dándonos igual lo que otras personas piensen, es la satisfacción personal. El
estar a gusto con nosotros mismos. Nada más. – Dijo Anna.
– Ya. – Corroboró él.
– ¿Tú te sientes a gusto contigo mismo? – Inquirió Anna.
– ¿Ahora? – Dudó sorprendido él por la pregunta.
– Sí. – Afirmó ella.
– Sí. Creo que sí. – Terminó por contestar él con seguridad.
– Pues entonces lo que otra gente piense, o haya pensado, da igual. –
Añadió Anna.
– Tienes toda la razón Anna. Y es algo que aunque puedas creer que no me
he aplicado, sí lo hice hace ya mucho tiempo. – Dijo él volviendo a sumergirse
en la profundidad de los ojos de Anna.
– Te puedo hacer otra pregunta ya que estamos.
– Sí.
– ¿Alguna vez te has acostado con un hombre o lo has considerado
seriamente?
– A esa pregunta sí que te contesto con rotundidad que no.
– ¿Y si se te hubiera planteado la oportunidad?
– Pues la verdad es que no lo sé. Quizá en ese supuesto sí que me lo
hubiera planteado. Pero es que el sexo con un hombre nunca me ha llamado mucho
la atención. En ese sentido siempre he preferido a una mujer.
– Es que donde esté una mujer para el sexo que se quiten los hombres. –
Dijo Anna volviendo al tono divertido e irónico de hacía un rato. – Además es
bastante más placentero. Solo nosotras sabes exactamente qué es lo que nos
gusta y como hacernos disfrutar de verdad.
– ¿Conmigo no te lo pasas bien? – Comentó irónicamente él.
– Contigo es diferente porque no solo piensas en ti. Pero el sexo con una
mujer es otra cosa. – Añadió Anna con un tono fingido de consolación hacia él.
– No te lo tomes a mal. Es una realidad.
– Luego te demostraré lo que es otra cosa... – Dijo él de manera muy
pícara.
Ya se habían terminado el primar plato principal de la cena. El camarero,
siempre pendiente de sus mesas, se dio cuenta de que habían dejado de hablar y
aprovechó para acercarse para retirar los platos ya vacíos de viandas. Volvió
pocos minutos después con el segundo plato principal, un pescado en esta
ocasión, una trucha asalmonada parecía con una salsa holandesa probablemente,
pálida y amarillenta al menos con un aroma dulzón que se elevaba desde el plato
hasta sus fosas nasales. Como las copas de vino estaban vacías el camarero
aprovechó para rellenarlas en esa ocasión con un vino blanco, muy afrutado notó
él que era cuando lo probó a instancias del mismo camarero que le dijo que si
no era de su agrado podía traer otro de la carta de vinos del hotel. Él no
tenía mucha idea de vino, ni blanco ni tinto, por lo que como el vino servido
no le pareció malo ni excesivamente fuerte, sino más bien dulzón con lo que si
no comían mucho y bebían más de la cuenta iban a acabar la noche más achispados
que lo que deseaban, y tenía buen sabor lo aceptó sin problemas. Una vez
servidos el camarero volvió a retirarse deseándoles que disfrutaran del plato.
Al mismo tiempo que ambos empezaban con el segundo plato se estaban
terminando de sentar en su respectiva mesa un grupo de hombres de unos treinta
y tantos años, más o menos de la edad de él. Era un grupo de unas seis o siete
personas. No había ninguna mujer entre ellos y todos tenían pinta de ser unos
mujeriegos chulos y ligones, machistas probablemente, que veían en las mujeres,
todas sin excepción, un objeto para su propio y egoísta placer con el que poder
disfrutar de un buen rato.
El salón del Sacher ya estaba lleno. Ese grupo de hombres era el último
en entrar y sentarse. Tendrían que darse prisa en comer si no querían que el
fin de año se les echara encima. Eran ruidosos a más no poder. Pese a que en el
gran comedor habría más de cien personas, solo se les escuchaba a ellos, por
encima de cualquier otro ruido. Y les daba igual. Incluso parecía que era lo
que buscaban: llamar la atención; decir “aquí estamos, los más chulos, jóvenes
y guapos, para las mujeres jovencitas y hermosas que quieran pasar un buen rato
y tener una noche inolvidable”. Anna estaba relativamente de espaldas a la mesa
donde se estaban sentando todos estos hombres. Él por el contrario tenía una
imagen privilegiada de la mesa y de sus ocupantes en diagonal a apenas cuatro o
cinco mesas de la suya.
Con esa visión privilegiada se fijó en que hablaban en un idioma que no
se parecía nada ni al alemán, lo que hubiera sido algo normal al estar en Viena
y ser por tanto el idioma oficial y más natural de la mayoría de los que en el
salón se encontraban, pero que por el contrario no casaba con el comportamiento
de estos jóvenes treintañeros que estaban armando semejante escándalo haciendo
que desde muchas mesas, sobre todo las ocupadas por personas más mayores, se
les lanzaran miradas acusadoras e indignadas. Pero tampoco sonaba a inglés el
idioma con el que se comunicaban y se hacían reír unos a otros, lo que hubiera
sido también normal al ser la lengua de Shakespeare la más empleada en el mundo
sobre todo en grupos de nacionalidades múltiples, como parecía ser el de esos
hombres. Era más bien italiano, o incluso español, lo que él oía de vez en
cuando, cuando una voz se alzaba por encima de las del resto. Quizá eran los
dos idiomas los que ese grupo hablaba, tan parecidos, tan confundidos siempre a
favor del italiano fuera de sus respectivos países. No le extrañó que eso fuera
así.
Anna ya había comenzado a comerse la trucha asalmonada al horno regada
con salsa holandesa. Él todavía se quedó observando un poco más, de manera
disimulada, entre bocado y bocado, para que Anna no se diera cuenta. Se fijó
especialmente en uno de los componentes del grupo. Era el más alto y
corpulento. No corpulento como muchos hombres están cuando superan cierta edad:
una corpulencia que demuestra que en su juventud, quizá durante su paso por la
universidad, habían estado practicando algún deporte físicamente exigente como
el rugby, o simplemente yendo al gimnasio para conseguir lucir músculos, pero
que con el paso de los años ese músculo había dejado de están firme y duro y
había pasado a ser simplemente carne acumulada en ciertas regiones del cuerpo
sin forma definida. El hombre en el que él se estaba fijando estaba fuerte,
musculado. Probablemente iba al gimnasio bastante a menudo. Era alto y no tenía
ni esos brazos hinchados que quedan bien marcados con cualquier tipo de ropa
que se lleve, ni esas piernas deformadas por el deporte y el entrenamiento
excesivo del tren inferior. Tenía planta de modelo y por su actitud ese hombre
demostraba saberse atractivo. De hecho lo era. De entre los hombres que formaban
el grupo era el que mejor aspecto tenía. Por definirlo de una manera simple y
en una palabra, él pensó en calificarlo como “el líder” de ese grupo. Y esa era
la impresión que daba. Era el que llevaba la voz cantante; al que todos querían
agradar y divertir. Era al que todos querían tener sentado a su lado y cuya
atención querían atraer.
Inmediatamente, tras observar durante un rato a ese hombre, él se dio
cuenta de que lo odiaba profundamente. O quizá no lo odiaba y en cierto sentido
simplemente lo envidiaba. Pero odio y envidia van tradicionalmente de la mano.
Son sentimientos que no se pueden disociar en muchas ocasiones. Quien envidia a
alguien en algún momento, ya sea porque esa persona posea algo que se desea, o
por ser el centro de atención, o por atraer a todas las chicas guapas de un
local, termina odiando a esa persona, y también a sí mismo por no ser como la
persona a la que se envidia. Intentó sacar esos pensamientos de su mente y
centrarse en Anna y en la cena que estaban tomando y a la que pocos platos
debían de quedarle además de la trucha a la que ya estaban dando debida cuenta.
– ¿Quiénes están armando tanto jaleo? – Preguntó Anna mientras miraba a
su alrededor, pero sin percatarse de la presencia del grupo de hombres que
acabada de sentarse en su mesa a su espalda.
– Un grupo de amigos que acaban de entrar en el salón. – Respondió él sin
querer dar más datos sobre ellos.
– ¿Son muchos? – Preguntó de nuevo ella.
– Siete, si no he contado mal. – Respondió él.
– ¿Qué edad tienen? – Se volvió a interesar Anna.
– Más o menos la mía. Son treintañeros. Y además parecen o italianos o
españoles. – Dio más detalles él.
– Por el ruido que están armando no me extraña. – Dijo sin inmutarse
Anna.
– Ya. – Se resignó a decir él.
Caronte.
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