La última mañana
que íbamos a amanecer en Úbeda, empezó algo diferente a las anteriores. Me
quedé algo más dormido de la cuenta, cuando me desperté mi compañero de
habitación ya no estaba en su cama, ni en la habitación, por lo que supuse que
ya había bajado a la planta baja para desayunar, y que por tanto yo me había
dormido. La verdad es que aquella última noche el cansancio pudo conmigo,
aunque también pudieron ser todas las emociones vividas hasta el momento, tanto
buenas como malas, que conformaron un cóctel muy intenso que acabó con mis
huesos pegados a las sábanas de mi cama prestada. Me aseé y desperecé un poco y
bajé a la planta baja para ver quien estaba ya despierto y quién no. Creo
recordar que fui el último en bajar, y si no el último si de los últimos. Fui
directamente a la cocina y como no vi a nadie allí, supuse que mis amigos
estarían en el jardín o junto a la piscina, pero mis suposiciones también eran
erróneas. Tras hacerme un vespertino tour por la casa descubrí que estaban en
la sala de estar, si no recuerdo mal jugando a la Play Station, lo que me
alucinó siendo tan pronto por la mañana. Pensando que ya habían desayunado y
que yo era el único que faltaba, ya que al verles jugar con la consola supuse
que ya habían hecho todo lo que había que hacer, me fui a la cocina para
desayunar. Resultó que no habían desayunado, y poco después de que yo me
sentara en la mesa de la cocina con mi tazón de leche entraron todos en tropel
en la cocina, y mi compañero de habitación erigido como portavoz de todos
aunque nadie le eligiera como tal me recriminó en tono árido que estuviera
desayunado. Yo pedí perdón por haber supuesto que ya habían desayunado, y
esperé a que todos se sirvieran sus correspondientes tazas de leche.
Tras desayunar y
como era el último día nos lo tomamos todo con algo más de calma, demasiada
para mi gusto, pero teniendo en cuenta que fui el último en levantarme aquella
mañana lo acepté de buen grado. Pocos planes había para aquel día en que
teníamos que volver todos a nuestras rutinarias vidas de Madrid o Bargas, al
menos yo sí volvía a la rutinaria vida que me estaba esperando en mi casa. Lo
primero que hicimos fue ir a comprar recuerdos, sobre todo alimenticios, por
Úbeda. Vamos que fuimos como típicos turistas, o como típicos amos de casa a
hacer compras. Yo la verdad es que no tenía mucha intención de comprar nada ya
que un par de días después de volver a Madrid me iba a ir a Londres con mis
padres una semana y todo lo que comprara iba a perder sus propiedades y podría
llegar a ponerse malo. Mis amigos, todos compraron de todo, desde magdalenas en
el Convento de Santa Clara, hasta chorizos, morcillas y demás productos típicos
de la zona y de Jaén, incluido si no recuerdo mal aceite de oliva, ese oro
líquido que en pocas partes del mundo recibe tantos honores y es tan valorado
como en España. Fuimos a varias tiendas de toda la vida de Úbeda, recomendadas
por la familia de Ángel, Duquesa, la perra de la casa también nos acompañó en
aquel paseo diferente que dimos por la ciudad, muy alejado de aquel otro que
tan lejano parecía ya y con el que descubrimos parte de los numerosos encantos
de la noble Úbeda. Como yo no iba a comprar nada de embutidos o encurtidos en
los ultramarinos que visitamos, mientras mis amigos hacían sus numerosas compras,
casi con un ansia propia únicamente de las marujas en la rebajas, yo me quedaba
fuera de las tiendas con Duquesa. Fue en uno de esos momentos cuando Duquesa
como todo perro se puso a jugar con otro animal que pasaba por allí y como yo
no estaba acostumbrado a tratar con animales pues la verdad es que también me
puse algo nervioso teniendo en cuenta que los perros me dan miedo desde que de
pequeño uno se me tirara encima en mi pueblo.
Una vez solventado
el problema con la perra gracias a Ángel que se hizo cargo de la situación y
calmó a su perra, seguimos camino comprando en diferentes tiendas de toda la
vida. Gracias a este paseo de compras pudimos ver algo más de la ciudad sobre
todo la parte más viva de la misma, la que respira actividad y ambiente de toda
la vida, la de las tiendas y comercios, la de los bares y plazas para sentarse
y pasar un rato. Una vez tuvimos todos los manjares comprados, yo de momento no
había decidido comprar nada ya que pensé que comprar unos chorizos, queso o
morcilla era algo absurdo por muy buenos que estuvieran todos esos productos,
sin embargo todavía tenía en mente comprar unas magdalenas, ya que para mí los
dulces típicos sí es algo que merezca la pena comprar y probar en todas las
ciudades que visito, creo que es lo más agradable de recordar, lo dulce. Pero
todavía no lo tenía decidido. Sólo después de comer me decidí al final a
comprar un par de bolsas de magdalenas a las monjas del Convento de Santa
Clara, y fui con Ángel hasta la puerta del convento de clausura y entramos a su
austero recibidor. Nos acercamos a una especie de confesionario donde pulsamos
un timbre y a los pocos minutos nos contestó una voz sumida en la sabiduría de
la edad, una voz áspera que denotaba muchos años de servicio y devoción. Yo
nunca había hecho nada así y la verdad es que estaba alucinando, y muy
emocionado. Fue Ángel quien, más versado en estas lides, pidió las dos bolsas
de magdalenas, tras el riguroso “Ave María Purísima” que nos dijo la monja que
nos atendió al que muy rápida y hábilmente Ángel contestó “Sin pecado
concebida”, algo que a mí me hubiera dejado estupefacto y que me hubiera
constado asimilar habiendo quedado en silencio más segundos que los deseados.
Una vez pasados los rituales típicos y tradicionales del convento conseguimos
nuestras magdalenas tras poner el dinero que costaba en una especie de puerta
giratoria que se tragó el dinero y devolvió las dos bolsas del dulce manjar
ubetense. Ya tenía yo también mi trofeo de guerra.
Parecía que el día
iba a ser simplemente una triste espera sin sobresaltos ni sorpresas a que
llegara la hora de partir hacia nuestras casas lejos de ese mar interminable de
olivos y tierra roja. Sin embargo, nada puede darse por supuesto ni por
sentado, nada puede suponerse ni aceptarse como si no hubiera más que esperar.
La sorpresa llegó y de qué manera. Fue esa última mañana cuando conocimos a la
abuela de Ángel, que vive en una casa diferente cercana a la que nosotros
estábamos usando como cuartel general. Pero la casa de la abuela no era una casa
normal, ni de lejos era algo que se pudiera considerar como normal. Era todo un
palacete ubetense, con una fachada enormemente larga y regia, con sus largos
ventanales enrejados típicos de Andalucía protegidos del sol de justicia de
aquella tierra por unas persianas verdes de lamas, como las de toda la vida de
los pueblos de media España. Fuimos invitados a visitar el palacete y aceptamos
con gusto, como no la verdad. Fuimos andando, apenas cincuenta metros separan
ambas casas, la del abuelo y la de la abuela, la que habíamos usado para pasar
aquellos días y la que íbamos a visitar como última sorpresa de nuestro viaje
sureño. A esta visita nos acompañó la madre de Ángel también.
Lo primero que me
impresionó de aquella casa, en la que por cierto ya me había fijado
anteriormente cuando en un par de ocasiones habíamos pasado por su puerta, fue
su entrada. Al igual que la casa del abuelo, en el palacete de la abuela antes
de entrar propiamente dicho a la casa había una especie de recibidor en sombra
que evita a las visitas tener que esperar a ser recibidos bajo el sol de la
calle. Este recibidor era amplísimo, mucho más que el de la casa en la que
estábamos nosotros, con un techo muy alto y paredes decoradas con azulejos si
no recuerdo mal. Antes de llegar a la puerta que da paso al interior de la casa
había que subir un par de escaleras que acababan en una puerta de hierro y
cristal que tenía pinta de ser muy pesada. Nos abrió la puerta la abuela, una
señora con una vitalidad muy importante y con una alegría también desbordante,
que nos acogió como si fuéramos unos parientes muy lejanos, vamos como si
fuéramos de la familia y llevara mucho tiempo sin vernos (vamos como lo
hicieron todos los miembros de la familia de Ángel, con una hospitalidad
inmensa). También en este palacete había un perrillo, pero en esta ocasión
mucho más pequeño de lo que lo era Duquesa, y también mucho más escandaloso, no
paró de ladrar y chillar durante un buen rato, aunque como suele pasar con
estos perros que sólo saben hacer ruido luego resultó ser bastante miedica,
tanto como yo con los perros sea cual sea su raza.
Uno a uno la
abuela nos fue preguntando cómo nos llamábamos y saludándonos con dos besos, y
tratándonos como si nos conociera de toda la vida. En este momento de presentaciones
y salutaciones que tuvo lugar en un pasillo de techos amplísimos y que rodeaba
a un patio central lleno de macetas con flores y techado con una cubierta
ocurrió una de las anécdotas que mejor recuerdo del viaje y que más graciosas
me parecieron. Resulta que uno a uno, como ya he dicho, nos íbamos presentado a
la abuela de Ángel diciéndole nuestros nombres y de donde éramos, es decir por
ejemplo yo dije mi nombre y que era de Madrid, y así el resto de mis amigos,
hasta que le llegó el turno a Chema, que como siempre le hemos llamado así y no
José María que es como fue bautizado nos resulta extraño llamarlo por ese
nombre. Así cuando la abuela le preguntó él contesto que era de Bargas un
pueblo cercano a Toledo, y que se llamaba Chema, a lo que la abuela con una
autoridad que impedía cualquier turno de réplica contestó: ‘¿Josemari no?’. En
ese momento y sabiendo como todos sabíamos que a Chema poco o nada le gusta que
le llamen así, todos nos miramos como diciendo toma golpe. Nos reímos por
supuesto, y Chema el primero, pero si la abuela quería llamarle “Josemari”,
nada la iba a impedir hacerlo y menos unos mindundis como nosotros.
Resulta que hasta
hacía unos años el palacete de la abuela había sido un pequeño y coqueto hotel,
de tres habitaciones, pero que debido ya a la edad la abuela no podía seguir
con él. ¡Si lo hubiera sabido antes yo mismo me hubiera puesto a trabajar allí!
Poco a poco la abuela nos fue llevando por todas las habitaciones de la casa,
empezando claro está por la planta baja, donde en su día se situaban las
habitaciones de huéspedes. Una a una nos enseño las habitaciones, decoradas y
pintadas cada una con motivos diferentes, todas ellas con un gusto exquisito
que pocos hoteles de postín tienen la verdad sea dicha. ¡Cómo me hubiera gustado
alojarme allí siendo turista y descubrir la ciudad de manera algo más pija! La
planta baja era enorme, y las habitaciones también, todas ellas con baño,
grandes ventanales y altísimos techos coronados con ventiladores de aspas más
propios de otra época que de la era del aire acondicionado. Incluso vimos la
cocina y la zona de lavandería al final de un agosto y bastante menos glamuroso
pasillo que daba a la parte de atrás de la casa. En la planta baja también se
encontraba un pequeño despacho que la abuela solía usar como zona de administración
y papeleo del hotel, si no recuerdo mal, a mano derecha nada más pasar la
puerta de hierro de acceso a la casa. Fue en esta estancia donde se produjo
otro momento que tengo bastante bien grabado en mi recuerdo. Siempre me han
gustado las cosas de otra época, todo aquello que huela a historia y que tenga
la suya propia, y que se pueda considerar como
objeto exclusivo, casi de coleccionista. En dicho despacho, abarrotado
de papeles, libros, álbumes y archivadores, así como cajas y algún que otro
trasto viejo amontonado por las esquinas, había una especie de armario de
tamaño mediano, que no daba la impresión ni de ser un bargueño ni una alacena.
Cuando le preguntamos a la abuela, ella muy orgullosa de dicho objeto nos dijo
que no era un mueble cualquiera. En el fondo no era un mueble, sino una caja
fuerte de triple combinación. Un objeto que cualquier coleccionista daría lo
que fuera por poder comprar y tener entre sus pertenencias. Sin embargo la cosa
no se queda ahí, y es que la abuela se ofreció a abrir dicha caja fuerte, a lo
que la madre de Ángel en cierto modo protestó diciendo que nunca la habría
abierto delante de ella, y ahora por estar nosotros allí lo iba a hacer. Y lo
hizo. No había gran cosa en la caja fuerte, apenas unos papeles y algún que
otro objeto.
Una vez vista la
planta baja, seguimos a la abuela hasta la primera planta. La planta noble o
privada, donde estaban las estancias donde se supone se desarrollaría la vida
familiar más íntima. Para acceder a este primer piso del palacete, como buena
casona que era, había que subir por una escalera de mármol gris si no recuerdo
mal, y atravesar de nuevo una puerta de hierro y cristal que daba algo más de
intimidad a aquella parte superior de la casa, separándola físicamente de la
zona de hotel de la planta inferior. En esta primera planta visitamos numerosas
habitaciones siempre rodeando la balconada del patio interior, una maravilla de
la arquitectura andaluza. La sala que más me impresionó y que sin exagerar me
pareció digna de un palacio real, fue el salón comedor de la casa. Esta sala
rectangular, enorme y con el techo bastante algo, tenía todas sus paredes
completamente forradas con papel pintado de Bruselas, si no recuerdo mal el
dato que nos dio la abuela. Una delicia para los sentidos. Me encontraba
totalmente en éxtasis en aquel comedor, admirando la larga mesa de madera muy
oscura (desconozco qué tipo de madera era) con sus sillas a juego dotadas de
unos respaldos altísimos que superarían sin duda la altura de la cabeza de una
persona alta que se sentara en ellas (eso sí parecían bastante incómodas,
aunque por norma general este tipo de sillas palaciegas no suelen parecerme muy
cómodas en general). En el centro de la sala, en el techo, colgaba una
impresionante lámpara de araña de cristal, y rodeando la estancia pegados a las
paredes había muebles y aparadores también a juego con la mesa. Lo dicho todo
propio de un palacio. Otra sala que también me gustó especialmente fue una que
estaba decorada con abanicos antiguos, muy antiguos, también dignos de los
mejores coleccionistas, que muchos anticuarios querrían poder poseer. Todas las
habitaciones que visitamos estaban exquisitamente decoradas, con mucho gusto,
igual o quizá mejor que las de la planta baja. Todo el pasillo superior estaba
adornado con plantas que refrescaban el ambiente y le daban un aire mucho más
andaluz.
Antes de abandonar
la casa de la abuela, ésta nos enseña una de sus habitaciones fetiche. Ya
habíamos oído a Ángel hablar de dicha habitación previamente, pero aún así
teníamos curiosidad por descubrirla. La habitación a la que me refiero, no
tenía una decoración tan despampanante como el resto de la casa, era un simple
despacho personal de la abuela, con un par de muebles tipo alacena hasta el
techo y una mesa camilla redonda en el centro. Pero lo peculiar de esta habitación
es que estaba en su casi totalidad dedicada al Papa, o a los Papas. Retratos de
Juan Pablo II, de Benedicto XVI, y probablemente de alguno más, pero la
cantidad de cosas, papeles y recuerdos que había en la habitación era tal que
mi mirada tenía muchas dificultades para descubrir todo. Calendarios, artículos,
fotos, estampitas, imitación de bulas, y periódicos religiosos como L’Osservatore Romano, el periódico de la
Santa Sede. Esta habitación demostraba la gran devoción de la abuela por la religión
y la Iglesia, como todas las personas mayores que conozco, incluida mi propia
abuela, aunque obviamente en aquella salita todo estaba sobredimensionado. Así
terminó la visita. La abuela se despidió de todos nosotras y tras hablar un
rato más con su hija, la madre de Ángel, todos juntos otra vez nos dirigimos
hacia la casa del abuelo donde él se había quedado cuidando de Duquesa. A todo
esto el perro de la abuela no había parado de ladrar de vez en cuando en un
volumen bastante elevado, como queriendo hacerse notar y decir que esa casa es
suya.
Para cuando
dejamos atrás la casa-palacio de la abuela ya era tarde, prácticamente hora de
comer. La mañana se había pasado volando, y la verdad es que hasta el momento
había sido casi más intensa y llena de sorpresas que las anteriores. Para comer
mis amigos y yo decidimos invitar a Ángel y familia a algún restaurante típico
para así compensarles las molestias que les hubiéramos podido causar, sin duda
muchas y varias, y agradecerles la infinita hospitalidad y amabilidad con la
que nos habían recibido en mitad del mar de olivos de Úbeda. Decidimos ir,
aconsejados por la propia familia de Ángel, a un restaurante situado detrás del
Ayuntamiento de Úbeda, en la plaza ajardinada de la parte trasera de la Casa
Consistorial, a pocos minutos andando de la casa de Ángel. La verdad es que
hacía bastante calor, mucho más que el que habíamos tenido en los días previos.
También había bastante hambre, he de reconocer. En el restaurante comimos
raciones de los platos más típicos de Úbeda y de Jaén, y todo estuvo más que
delicioso, como corresponde a la comida tradicional y más aún española.
Recuerdo muy vivamente un revuelto de morcilla que estuvo exquisito y del que
repetimos más de uno; también probamos si no recuerdo mal una carne hecha de
una manera muy especial y particular de Úbeda, pero no me acuerdo del nombre,
lo que sí recuerdo es que estaba deliciosa; tampoco faltaron las aceitunas de
la zona, de las que sale ese néctar dorado y precioso como es el aceite de
oliva. Todo estuvo riquísimo, y la verdad es que acentuó las pocas ganas que
teníamos ninguno de irnos de allí, al menos yo no quería irme. Pero todo siempre
tiene un final, y aquel viaje estaba casi acabando. La sorpresa de la comida
vino a la hora de pagar. Sirviéndose del abuelo como excusa, y diciendo que
tenía que acompañarle a casa porque era la hora de su siesta, la madre de Ángel
y el abuelo salieron un poco antes del restaurante para adelantarse antes de
que nosotros termináramos de comer. Cuando lo hicimos y fuimos a la barra a
pagar resulta que del monto total de la cuenta sólo teníamos que pagar algo
menos de la mitad, porque la madre de Ángel ya había pagado parte. Nosotros nos
quedamos desconcertados, pero como dice el dicho: ‘más sabe el diablo por viejo
que por diablo’ (con esto no quiero llamar a la madre de Ángel vieja, ni mucho
menos, Dios me libre).
Ya estaba hecho.
La comida se acabó. La madre de Ángel nos la había jugado en parte, aunque con
muy buenas intenciones eso sí. De vuelta en la casa, y para hacer tiempo hasta
la hora de la partida hacia Madrid, decidimos ponernos a jugar al Monopoly.
Otra vez a este juego de destrucción personal que suele sacar el alma más
competitiva y capitalista que todos llevamos dentro (aunque unos más que otros
he de decir, al fin y al cabo quien ha madurado sabe que un juego es
simplemente eso, un juego), la parte más vil y ruin que hay en todos nosotros y
que puede llegar a hacer mucho daño. No me acuerdo bien con quien me tocó esta
vez, creo que fue con Chema o con Miguel, me decantaría más por el primero perola
niebla del tiempo se acaba imponiendo sobre algunos recuerdos. Nos pusimos a
jugar en la cocina, que parecía algo más fresca que la sala de estar de la
planta baja, y no estábamos para pasar calor la verdad, ya nos daría bastante
el propio juego.
Y como la vez
anterior el juego no es que fuera muy bien que se diga. Y como la otra vez
parece que mi compañero de habitación la tenía tomada conmigo por algo que por
aquel entonces yo no sabía muy bien qué era (sólo lo supe varios meses después
cuando tuvo el valor suficiente para hablar conmigo y aclarar las cosas, pero
es lo que tienen las mentiras que siembran muchas dudas). Entre piques, pullas,
indirectas, y declaraciones de trampas se desarrolló la partida. Nunca nadie ha
sabido muy bien cuáles son las reglas verdaderas del Monopoly, sobre todo las
más técnicas, y mucho menos las sabíamos nosotros, lo que siempre llevaba a
enfrentamientos entre los que de verdad se tomaban en serio el juego y le daban
una importancia vital para su ego, y el resto de nosotros que simplemente lo
considerábamos un simple juego de mesa para toda la familia, o en aquel caso
para los amigos (pero cuando falla este último concepto falla todo lo demás, y
un juego creado para entretener se convierte de pronto en un mercado de valores
donde luchan los buitres). Llegó un punto en que se tuvo que parar la partida
porque mi compañero de habitación recibió una llamada que atendió marchándose
hasta el jardín que da a la entrada de la casa, en la punta opuesta a la cocina,
para que nadie escuchara nada de la secreta conversación que estaba teniendo,
aunque casi todos suponíamos quien le estaba llamando. Como veíamos que tardaba
demasiado y seguía sin venir, pasados más de quince minutos como poco, fui a
ver qué pasaba por si era algo grave o un problema en el que pudiéramos ayudar,
pero cuando llegué a donde estaba sin yo preguntarle nada me lanzó una mirada
llena de rencor y quizá también odio (aunque puede que no fuera nada de eso y
el tiempo también haya terminado por distorsionar ese recuerdo) y me dijo que
me marchara que ahora iría él, que no tenía nada que hacer allí. Yo sólo
pretendía preocuparme por si pasaba algo ya que también el resto estaban
inquietos, pero supongo que en la propia paranoia de mi compañero de habitación
lo único que pensó es que iba para cotillear. Cuando volvió todavía varios
minutos después de que yo fuera a ver qué pasaba me recriminó que para qué
había ido a verle, que no tenía derecho de meterme en su intimidad. Yo le
contesté que había ido para preguntarle qué pasaba y si era algo serio, pero
nada que yo le dijera iba a hacer ningún efecto, su imaginación iba por libre. La
partida de Monopoly acabó poco después en un ambiente que para mí era algo
tenso la verdad. No estuve cómodo ya lo que faltaba de partida.
Tras todo esto
llegó la hora de partir, de empezar a hacerse a la idea que aquellos magníficos
días se acababan. Cada uno se fue hasta su habitación para terminar de hacer
las maletas y preparar todo para meterlo en el coche de Juan Carlos. En mi
habitación se podía cortar la tensión. No crucé palabra con mi compañero, ni él
conmigo, total ¿para qué? Cada vez que iba a decir algo lo hacía de una manera
seca, como si fuera un asesino, o como si hubiera hecho algo que yo no sabía
qué era, pero que en su mente estaba muy claro. Una vez estuvimos todos abajo
con nuestras cosas y el coche preparado en la calle ya fuera del garaje,
metimos todo en el maletero, y empezamos a despedirnos de la familia de Ángel y
de él mismo que se quedaba allí unos días más disfrutando de las vacaciones en
su tierra. Fue una despedida emotiva, en cierto modo agridulce ya que lo
habíamos pasado muy bien todos por lo menos yo que nunca me hubiera imaginado
hacer aquello con amigos, aunque creo que hablo en nombre de todos los que allí
estuvimos; pero también fue una despedida triste y algo nostálgica por aquello
que estábamos ya empezando a dejar atrás aun sin haber arrancado el coche y
habernos puesto en marcha. Abrazamos al abuelo como si fuera el de todos, y nos
despedimos de la madre de Ángel hasta la próxima ya que desde entonces en más
de una ocasión nos ha tenido que aguantar algún día o alguna tarde en Alcalá de
Henares. Tras las despedidas ya sí que sí pusimos rumbo a nuestras casas.
El camino de
vuelta lo empezamos con el sol empezando ya a descender por el horizonte,
repartiendo su luz sobre las tierras andaluzas que rodean la Muy Noble y Leal
ciudad de Úbeda. Si cuando llegamos cuatro días antes el sol mostraba todo su
poder sobre el mar de olivos lanzando sus rayos desde lo más alto del cielo sin
apenas proyectar sombras, aquella tarde los rayos caían algo más inclinados y
los olivos sí dejaban su rastro en la roja tierra jienense, y mostraban un
aspecto más viejo como de seres de otro tiempo y otra época, testigos silentes
de la historia de esta tierra. La tierra roja mostraba una imagen mucho más
viva y nítida, parecía sangre. El mar de olivos se veía mucho más claro, sin la
bruma que suele cubrirlo por las mañanas y que a lo largo del día va poco a
poco levantándose como un estudiante perezoso que no quiere ir a la universidad
un miércoles de marzo lluvioso. Allí estaba rodeándonos por los cuatro
costados, escoltando nuestro coche hasta la autopista que nos conduciría lejos
de allí, el mar de olivos, como queriendo detenernos más tiempo allí. Pero eso
no podía ser, el camino estaba empezado y el viaje acabado.
Juan Carlos y
Chema se turnaron conduciendo el viaje de vuelta. Primero Juan Carlos que fue
quien nos condujo de vuelta a nuestro paso por Despeñaperros, el último que
haré por la vieja carretera ya que estaban construyendo la nueva autovía sobre
un viaducto impresionante. Pasado el mítico desfiladero, en un área de servicio
de La Mancha, teniendo como excusa el hecho de que mi compañero de habitación
se estaba mareando atrás, paramos y se realizó el cambio total de asiento.
Chema asumió los mandos de la expedición y mi compañero de habitación se puso
de copiloto mareado (o eso suele argüir él para sentarse delante). El camino
siguió y el sol poco a poco iba acercándose a su destino diario: el horizonte. El
paisaje había cambiado por completo se notaba que estábamos en La Mancha.
Grandes y extensas llanuras sin apenas relieve se abrían a uno y otro lado de
la carretera, sin que se pudiera ver su final, ni siquiera intuirlo. La
monotonía nos cogió a todos por sorpresa y durante varios kilómetros fuimos en
silencio, cada uno sumergido en sí mismo, nadando en sus pensamientos e ideas, resolviendo
mentalmente problemas o intentándolo, empezando a olvidar todo aquello que
habíamos vivido aunque no quisiéramos hacerlo. Pronto, o eso me pareció a mi
llegamos a Bargas, donde el primero de nosotros se bajaba. Nos despedimos de
Chema sabiendo que no le volveríamos a ver hasta que volviéramos a la Escuela,
aunque en ese momento pensar en la Escuela la verdad estaba fuera de lugar, bueno
en ese momento y siempre (pensar en la Escuela es la mejor manera de cortarte
del rollo que puede existir).
Nuestro camino
todavía no había acabado, faltaba llegar a Madrid. En el coche ahora se iba más
amplio, sobre todo en la parte de atrás donde íbamos Miguel y yo que por aquel
entonces estábamos más fuertes y musculosos que ahora y por tanto ocupábamos
más espacio. El sol rozaba ya casi el horizonte y arrojaba los ya débiles rayos
de luz sobre los carteles publicitarios y naves industriales que jalonan la
carretera de Toledo, tiñéndolos de esa anaranjada luz de final del día. Cuando
divisamos el perfil de Madrid me di cuenta lo lejos que estábamos ya de todo lo
vivido, lo lejos que quedaban el mar de olivos de Úbeda, la Alhambra de Granada
y la casa de Ángel, lo lejos que empezaban a estar ya todos esos recuerdos que
hasta esa misma mañana hbía atesorado y guardado preciadamente en mi mente. El
plan de llegadas era dejar primero a Miguel en su casa, luego ir a la mía y por
último Juan Carlos y mi compañero de habitación irían juntos hasta Villaverde
ya que vivían allí ambos. No sé quien tuvo la brillante idea de parar antes de
dejar a Miguel en su nido en la Escuela para mirar una nota de los exámenes
finales de junio de Álgebra creo, pero quien fuera tiene el gusto en el mismo
lugar por donde amargan los pepinos la verdad. No entendí esa parada
innecesaria, tanto por hora ya que eran más de las ocho de la tarde cuando
llegamos a Ciudad Universitaria como por el mero hecho de acabar un viaje de
vacaciones en la Escuela. No sé qué ansias absurdas le entraron a la persona
que quiso en primer lugar parar allí. El hecho es que paramos. Después fuimos
hasta casa de Miguel y le depositamos sano y salvo en la entrada de su
urbanización.
Sólo quedamos tres
en el coche. El siguiente destino era mi casa donde ya me esperaban mis padres.
El camino desde casa de Miguel hasta la mía fue bastante tenso, no hay que
olvidar que la otra ocasión que coincidimos los tres en el coche fue en la
vuelta de Granada a Úbeda y la cosa no acabó muy bien entre mi compañero de habitación
y yo. Apenas cruzamos alguna que otra palabra en ese relativamente pequeño
trayecto, luego lo sentí por Juan Carlos que nada tenía que ver, pero como mi
compañero de habitación no me dirigía la palabra y cuando lo hacía el tono no
era muy amistoso que se diga, pues me parecía absurdo gastar saliva intentando
hablar con él. Llegamos a mi casa cuando las luces de las calles ya estaban
empezando a encenderse. Mes despedí de Juan Carlos estrechándole la mano y con
un abrazo y de mi compañero de habitación, a quien un día consideré mi mejor
amigo, con apenas un adiós. ´
Y eso fue todo. Así
acabaron aquellos cuatro extraordinarios días de verano que pasé con mis amigos
por primera vez en mi vida de vacaciones. Atrás dejé muchos recuerdos, muchas anécdotas
y muchas emociones. Nunca pensé que iba a vivir eso, y cada vez que lo pienso
me emociono al recordarlo. Siempre había querido irme de vacaciones con amigos
y no fue hasta aquel verano de mis veinte años cuando ese sueño se hizo
realidad. Siempre recordaré aquel viaje, sus momentos buenos y malos, sus momentos
de risa y sus momentos menos divertidos que viví en la habitación solo. Todas
aquellas emociones siempre estarán en mi recuerdo y espero que también en el de
todos los amigos que allí empecé a descubrir como verdaderos: Chema (o Josemari
para la abuela de Ángel), Miguel, Juan Carlos y Ángel. Sin todas las personas
con las que conviví aquellos días, y digo todas conscientemente, aquel viaje no
hubiera sido lo mismo y no lo hubiera vivido con la emoción y las ganas con lo
que lo viví. Siempre recordaré ese viaje soñado al mar de los olivos.
Caronte.