miércoles, 27 de agosto de 2014

Viaje soñado al mar de los olivos (VII)

La última mañana que íbamos a amanecer en Úbeda, empezó algo diferente a las anteriores. Me quedé algo más dormido de la cuenta, cuando me desperté mi compañero de habitación ya no estaba en su cama, ni en la habitación, por lo que supuse que ya había bajado a la planta baja para desayunar, y que por tanto yo me había dormido. La verdad es que aquella última noche el cansancio pudo conmigo, aunque también pudieron ser todas las emociones vividas hasta el momento, tanto buenas como malas, que conformaron un cóctel muy intenso que acabó con mis huesos pegados a las sábanas de mi cama prestada. Me aseé y desperecé un poco y bajé a la planta baja para ver quien estaba ya despierto y quién no. Creo recordar que fui el último en bajar, y si no el último si de los últimos. Fui directamente a la cocina y como no vi a nadie allí, supuse que mis amigos estarían en el jardín o junto a la piscina, pero mis suposiciones también eran erróneas. Tras hacerme un vespertino tour por la casa descubrí que estaban en la sala de estar, si no recuerdo mal jugando a la Play Station, lo que me alucinó siendo tan pronto por la mañana. Pensando que ya habían desayunado y que yo era el único que faltaba, ya que al verles jugar con la consola supuse que ya habían hecho todo lo que había que hacer, me fui a la cocina para desayunar. Resultó que no habían desayunado, y poco después de que yo me sentara en la mesa de la cocina con mi tazón de leche entraron todos en tropel en la cocina, y mi compañero de habitación erigido como portavoz de todos aunque nadie le eligiera como tal me recriminó en tono árido que estuviera desayunado. Yo pedí perdón por haber supuesto que ya habían desayunado, y esperé a que todos se sirvieran sus correspondientes tazas de leche.

Tras desayunar y como era el último día nos lo tomamos todo con algo más de calma, demasiada para mi gusto, pero teniendo en cuenta que fui el último en levantarme aquella mañana lo acepté de buen grado. Pocos planes había para aquel día en que teníamos que volver todos a nuestras rutinarias vidas de Madrid o Bargas, al menos yo sí volvía a la rutinaria vida que me estaba esperando en mi casa. Lo primero que hicimos fue ir a comprar recuerdos, sobre todo alimenticios, por Úbeda. Vamos que fuimos como típicos turistas, o como típicos amos de casa a hacer compras. Yo la verdad es que no tenía mucha intención de comprar nada ya que un par de días después de volver a Madrid me iba a ir a Londres con mis padres una semana y todo lo que comprara iba a perder sus propiedades y podría llegar a ponerse malo. Mis amigos, todos compraron de todo, desde magdalenas en el Convento de Santa Clara, hasta chorizos, morcillas y demás productos típicos de la zona y de Jaén, incluido si no recuerdo mal aceite de oliva, ese oro líquido que en pocas partes del mundo recibe tantos honores y es tan valorado como en España. Fuimos a varias tiendas de toda la vida de Úbeda, recomendadas por la familia de Ángel, Duquesa, la perra de la casa también nos acompañó en aquel paseo diferente que dimos por la ciudad, muy alejado de aquel otro que tan lejano parecía ya y con el que descubrimos parte de los numerosos encantos de la noble Úbeda. Como yo no iba a comprar nada de embutidos o encurtidos en los ultramarinos que visitamos, mientras mis amigos hacían sus numerosas compras, casi con un ansia propia únicamente de las marujas en la rebajas, yo me quedaba fuera de las tiendas con Duquesa. Fue en uno de esos momentos cuando Duquesa como todo perro se puso a jugar con otro animal que pasaba por allí y como yo no estaba acostumbrado a tratar con animales pues la verdad es que también me puse algo nervioso teniendo en cuenta que los perros me dan miedo desde que de pequeño uno se me tirara encima en mi pueblo.

Una vez solventado el problema con la perra gracias a Ángel que se hizo cargo de la situación y calmó a su perra, seguimos camino comprando en diferentes tiendas de toda la vida. Gracias a este paseo de compras pudimos ver algo más de la ciudad sobre todo la parte más viva de la misma, la que respira actividad y ambiente de toda la vida, la de las tiendas y comercios, la de los bares y plazas para sentarse y pasar un rato. Una vez tuvimos todos los manjares comprados, yo de momento no había decidido comprar nada ya que pensé que comprar unos chorizos, queso o morcilla era algo absurdo por muy buenos que estuvieran todos esos productos, sin embargo todavía tenía en mente comprar unas magdalenas, ya que para mí los dulces típicos sí es algo que merezca la pena comprar y probar en todas las ciudades que visito, creo que es lo más agradable de recordar, lo dulce. Pero todavía no lo tenía decidido. Sólo después de comer me decidí al final a comprar un par de bolsas de magdalenas a las monjas del Convento de Santa Clara, y fui con Ángel hasta la puerta del convento de clausura y entramos a su austero recibidor. Nos acercamos a una especie de confesionario donde pulsamos un timbre y a los pocos minutos nos contestó una voz sumida en la sabiduría de la edad, una voz áspera que denotaba muchos años de servicio y devoción. Yo nunca había hecho nada así y la verdad es que estaba alucinando, y muy emocionado. Fue Ángel quien, más versado en estas lides, pidió las dos bolsas de magdalenas, tras el riguroso “Ave María Purísima” que nos dijo la monja que nos atendió al que muy rápida y hábilmente Ángel contestó “Sin pecado concebida”, algo que a mí me hubiera dejado estupefacto y que me hubiera constado asimilar habiendo quedado en silencio más segundos que los deseados. Una vez pasados los rituales típicos y tradicionales del convento conseguimos nuestras magdalenas tras poner el dinero que costaba en una especie de puerta giratoria que se tragó el dinero y devolvió las dos bolsas del dulce manjar ubetense. Ya tenía yo también mi trofeo de guerra.

Parecía que el día iba a ser simplemente una triste espera sin sobresaltos ni sorpresas a que llegara la hora de partir hacia nuestras casas lejos de ese mar interminable de olivos y tierra roja. Sin embargo, nada puede darse por supuesto ni por sentado, nada puede suponerse ni aceptarse como si no hubiera más que esperar. La sorpresa llegó y de qué manera. Fue esa última mañana cuando conocimos a la abuela de Ángel, que vive en una casa diferente cercana a la que nosotros estábamos usando como cuartel general. Pero la casa de la abuela no era una casa normal, ni de lejos era algo que se pudiera considerar como normal. Era todo un palacete ubetense, con una fachada enormemente larga y regia, con sus largos ventanales enrejados típicos de Andalucía protegidos del sol de justicia de aquella tierra por unas persianas verdes de lamas, como las de toda la vida de los pueblos de media España. Fuimos invitados a visitar el palacete y aceptamos con gusto, como no la verdad. Fuimos andando, apenas cincuenta metros separan ambas casas, la del abuelo y la de la abuela, la que habíamos usado para pasar aquellos días y la que íbamos a visitar como última sorpresa de nuestro viaje sureño. A esta visita nos acompañó la madre de Ángel también.

Lo primero que me impresionó de aquella casa, en la que por cierto ya me había fijado anteriormente cuando en un par de ocasiones habíamos pasado por su puerta, fue su entrada. Al igual que la casa del abuelo, en el palacete de la abuela antes de entrar propiamente dicho a la casa había una especie de recibidor en sombra que evita a las visitas tener que esperar a ser recibidos bajo el sol de la calle. Este recibidor era amplísimo, mucho más que el de la casa en la que estábamos nosotros, con un techo muy alto y paredes decoradas con azulejos si no recuerdo mal. Antes de llegar a la puerta que da paso al interior de la casa había que subir un par de escaleras que acababan en una puerta de hierro y cristal que tenía pinta de ser muy pesada. Nos abrió la puerta la abuela, una señora con una vitalidad muy importante y con una alegría también desbordante, que nos acogió como si fuéramos unos parientes muy lejanos, vamos como si fuéramos de la familia y llevara mucho tiempo sin vernos (vamos como lo hicieron todos los miembros de la familia de Ángel, con una hospitalidad inmensa). También en este palacete había un perrillo, pero en esta ocasión mucho más pequeño de lo que lo era Duquesa, y también mucho más escandaloso, no paró de ladrar y chillar durante un buen rato, aunque como suele pasar con estos perros que sólo saben hacer ruido luego resultó ser bastante miedica, tanto como yo con los perros sea cual sea su raza.

Uno a uno la abuela nos fue preguntando cómo nos llamábamos y saludándonos con dos besos, y tratándonos como si nos conociera de toda la vida. En este momento de presentaciones y salutaciones que tuvo lugar en un pasillo de techos amplísimos y que rodeaba a un patio central lleno de macetas con flores y techado con una cubierta ocurrió una de las anécdotas que mejor recuerdo del viaje y que más graciosas me parecieron. Resulta que uno a uno, como ya he dicho, nos íbamos presentado a la abuela de Ángel diciéndole nuestros nombres y de donde éramos, es decir por ejemplo yo dije mi nombre y que era de Madrid, y así el resto de mis amigos, hasta que le llegó el turno a Chema, que como siempre le hemos llamado así y no José María que es como fue bautizado nos resulta extraño llamarlo por ese nombre. Así cuando la abuela le preguntó él contesto que era de Bargas un pueblo cercano a Toledo, y que se llamaba Chema, a lo que la abuela con una autoridad que impedía cualquier turno de réplica contestó: ‘¿Josemari no?’. En ese momento y sabiendo como todos sabíamos que a Chema poco o nada le gusta que le llamen así, todos nos miramos como diciendo toma golpe. Nos reímos por supuesto, y Chema el primero, pero si la abuela quería llamarle “Josemari”, nada la iba a impedir hacerlo y menos unos mindundis como nosotros.

Resulta que hasta hacía unos años el palacete de la abuela había sido un pequeño y coqueto hotel, de tres habitaciones, pero que debido ya a la edad la abuela no podía seguir con él. ¡Si lo hubiera sabido antes yo mismo me hubiera puesto a trabajar allí! Poco a poco la abuela nos fue llevando por todas las habitaciones de la casa, empezando claro está por la planta baja, donde en su día se situaban las habitaciones de huéspedes. Una a una nos enseño las habitaciones, decoradas y pintadas cada una con motivos diferentes, todas ellas con un gusto exquisito que pocos hoteles de postín tienen la verdad sea dicha. ¡Cómo me hubiera gustado alojarme allí siendo turista y descubrir la ciudad de manera algo más pija! La planta baja era enorme, y las habitaciones también, todas ellas con baño, grandes ventanales y altísimos techos coronados con ventiladores de aspas más propios de otra época que de la era del aire acondicionado. Incluso vimos la cocina y la zona de lavandería al final de un agosto y bastante menos glamuroso pasillo que daba a la parte de atrás de la casa. En la planta baja también se encontraba un pequeño despacho que la abuela solía usar como zona de administración y papeleo del hotel, si no recuerdo mal, a mano derecha nada más pasar la puerta de hierro de acceso a la casa. Fue en esta estancia donde se produjo otro momento que tengo bastante bien grabado en mi recuerdo. Siempre me han gustado las cosas de otra época, todo aquello que huela a historia y que tenga la suya propia, y que se pueda considerar como  objeto exclusivo, casi de coleccionista. En dicho despacho, abarrotado de papeles, libros, álbumes y archivadores, así como cajas y algún que otro trasto viejo amontonado por las esquinas, había una especie de armario de tamaño mediano, que no daba la impresión ni de ser un bargueño ni una alacena. Cuando le preguntamos a la abuela, ella muy orgullosa de dicho objeto nos dijo que no era un mueble cualquiera. En el fondo no era un mueble, sino una caja fuerte de triple combinación. Un objeto que cualquier coleccionista daría lo que fuera por poder comprar y tener entre sus pertenencias. Sin embargo la cosa no se queda ahí, y es que la abuela se ofreció a abrir dicha caja fuerte, a lo que la madre de Ángel en cierto modo protestó diciendo que nunca la habría abierto delante de ella, y ahora por estar nosotros allí lo iba a hacer. Y lo hizo. No había gran cosa en la caja fuerte, apenas unos papeles y algún que otro objeto.

Una vez vista la planta baja, seguimos a la abuela hasta la primera planta. La planta noble o privada, donde estaban las estancias donde se supone se desarrollaría la vida familiar más íntima. Para acceder a este primer piso del palacete, como buena casona que era, había que subir por una escalera de mármol gris si no recuerdo mal, y atravesar de nuevo una puerta de hierro y cristal que daba algo más de intimidad a aquella parte superior de la casa, separándola físicamente de la zona de hotel de la planta inferior. En esta primera planta visitamos numerosas habitaciones siempre rodeando la balconada del patio interior, una maravilla de la arquitectura andaluza. La sala que más me impresionó y que sin exagerar me pareció digna de un palacio real, fue el salón comedor de la casa. Esta sala rectangular, enorme y con el techo bastante algo, tenía todas sus paredes completamente forradas con papel pintado de Bruselas, si no recuerdo mal el dato que nos dio la abuela. Una delicia para los sentidos. Me encontraba totalmente en éxtasis en aquel comedor, admirando la larga mesa de madera muy oscura (desconozco qué tipo de madera era) con sus sillas a juego dotadas de unos respaldos altísimos que superarían sin duda la altura de la cabeza de una persona alta que se sentara en ellas (eso sí parecían bastante incómodas, aunque por norma general este tipo de sillas palaciegas no suelen parecerme muy cómodas en general). En el centro de la sala, en el techo, colgaba una impresionante lámpara de araña de cristal, y rodeando la estancia pegados a las paredes había muebles y aparadores también a juego con la mesa. Lo dicho todo propio de un palacio. Otra sala que también me gustó especialmente fue una que estaba decorada con abanicos antiguos, muy antiguos, también dignos de los mejores coleccionistas, que muchos anticuarios querrían poder poseer. Todas las habitaciones que visitamos estaban exquisitamente decoradas, con mucho gusto, igual o quizá mejor que las de la planta baja. Todo el pasillo superior estaba adornado con plantas que refrescaban el ambiente y le daban un aire mucho más andaluz.

Antes de abandonar la casa de la abuela, ésta nos enseña una de sus habitaciones fetiche. Ya habíamos oído a Ángel hablar de dicha habitación previamente, pero aún así teníamos curiosidad por descubrirla. La habitación a la que me refiero, no tenía una decoración tan despampanante como el resto de la casa, era un simple despacho personal de la abuela, con un par de muebles tipo alacena hasta el techo y una mesa camilla redonda en el centro. Pero lo peculiar de esta habitación es que estaba en su casi totalidad dedicada al Papa, o a los Papas. Retratos de Juan Pablo II, de Benedicto XVI, y probablemente de alguno más, pero la cantidad de cosas, papeles y recuerdos que había en la habitación era tal que mi mirada tenía muchas dificultades para descubrir todo. Calendarios, artículos, fotos, estampitas, imitación de bulas, y periódicos religiosos como L’Osservatore Romano, el periódico de la Santa Sede. Esta habitación demostraba la gran devoción de la abuela por la religión y la Iglesia, como todas las personas mayores que conozco, incluida mi propia abuela, aunque obviamente en aquella salita todo estaba sobredimensionado. Así terminó la visita. La abuela se despidió de todos nosotras y tras hablar un rato más con su hija, la madre de Ángel, todos juntos otra vez nos dirigimos hacia la casa del abuelo donde él se había quedado cuidando de Duquesa. A todo esto el perro de la abuela no había parado de ladrar de vez en cuando en un volumen bastante elevado, como queriendo hacerse notar y decir que esa casa es suya.

Para cuando dejamos atrás la casa-palacio de la abuela ya era tarde, prácticamente hora de comer. La mañana se había pasado volando, y la verdad es que hasta el momento había sido casi más intensa y llena de sorpresas que las anteriores. Para comer mis amigos y yo decidimos invitar a Ángel y familia a algún restaurante típico para así compensarles las molestias que les hubiéramos podido causar, sin duda muchas y varias, y agradecerles la infinita hospitalidad y amabilidad con la que nos habían recibido en mitad del mar de olivos de Úbeda. Decidimos ir, aconsejados por la propia familia de Ángel, a un restaurante situado detrás del Ayuntamiento de Úbeda, en la plaza ajardinada de la parte trasera de la Casa Consistorial, a pocos minutos andando de la casa de Ángel. La verdad es que hacía bastante calor, mucho más que el que habíamos tenido en los días previos. También había bastante hambre, he de reconocer. En el restaurante comimos raciones de los platos más típicos de Úbeda y de Jaén, y todo estuvo más que delicioso, como corresponde a la comida tradicional y más aún española. Recuerdo muy vivamente un revuelto de morcilla que estuvo exquisito y del que repetimos más de uno; también probamos si no recuerdo mal una carne hecha de una manera muy especial y particular de Úbeda, pero no me acuerdo del nombre, lo que sí recuerdo es que estaba deliciosa; tampoco faltaron las aceitunas de la zona, de las que sale ese néctar dorado y precioso como es el aceite de oliva. Todo estuvo riquísimo, y la verdad es que acentuó las pocas ganas que teníamos ninguno de irnos de allí, al menos yo no quería irme. Pero todo siempre tiene un final, y aquel viaje estaba casi acabando. La sorpresa de la comida vino a la hora de pagar. Sirviéndose del abuelo como excusa, y diciendo que tenía que acompañarle a casa porque era la hora de su siesta, la madre de Ángel y el abuelo salieron un poco antes del restaurante para adelantarse antes de que nosotros termináramos de comer. Cuando lo hicimos y fuimos a la barra a pagar resulta que del monto total de la cuenta sólo teníamos que pagar algo menos de la mitad, porque la madre de Ángel ya había pagado parte. Nosotros nos quedamos desconcertados, pero como dice el dicho: ‘más sabe el diablo por viejo que por diablo’ (con esto no quiero llamar a la madre de Ángel vieja, ni mucho menos, Dios me libre).

Ya estaba hecho. La comida se acabó. La madre de Ángel nos la había jugado en parte, aunque con muy buenas intenciones eso sí. De vuelta en la casa, y para hacer tiempo hasta la hora de la partida hacia Madrid, decidimos ponernos a jugar al Monopoly. Otra vez a este juego de destrucción personal que suele sacar el alma más competitiva y capitalista que todos llevamos dentro (aunque unos más que otros he de decir, al fin y al cabo quien ha madurado sabe que un juego es simplemente eso, un juego), la parte más vil y ruin que hay en todos nosotros y que puede llegar a hacer mucho daño. No me acuerdo bien con quien me tocó esta vez, creo que fue con Chema o con Miguel, me decantaría más por el primero perola niebla del tiempo se acaba imponiendo sobre algunos recuerdos. Nos pusimos a jugar en la cocina, que parecía algo más fresca que la sala de estar de la planta baja, y no estábamos para pasar calor la verdad, ya nos daría bastante el propio juego.

Y como la vez anterior el juego no es que fuera muy bien que se diga. Y como la otra vez parece que mi compañero de habitación la tenía tomada conmigo por algo que por aquel entonces yo no sabía muy bien qué era (sólo lo supe varios meses después cuando tuvo el valor suficiente para hablar conmigo y aclarar las cosas, pero es lo que tienen las mentiras que siembran muchas dudas). Entre piques, pullas, indirectas, y declaraciones de trampas se desarrolló la partida. Nunca nadie ha sabido muy bien cuáles son las reglas verdaderas del Monopoly, sobre todo las más técnicas, y mucho menos las sabíamos nosotros, lo que siempre llevaba a enfrentamientos entre los que de verdad se tomaban en serio el juego y le daban una importancia vital para su ego, y el resto de nosotros que simplemente lo considerábamos un simple juego de mesa para toda la familia, o en aquel caso para los amigos (pero cuando falla este último concepto falla todo lo demás, y un juego creado para entretener se convierte de pronto en un mercado de valores donde luchan los buitres). Llegó un punto en que se tuvo que parar la partida porque mi compañero de habitación recibió una llamada que atendió marchándose hasta el jardín que da a la entrada de la casa, en la punta opuesta a la cocina, para que nadie escuchara nada de la secreta conversación que estaba teniendo, aunque casi todos suponíamos quien le estaba llamando. Como veíamos que tardaba demasiado y seguía sin venir, pasados más de quince minutos como poco, fui a ver qué pasaba por si era algo grave o un problema en el que pudiéramos ayudar, pero cuando llegué a donde estaba sin yo preguntarle nada me lanzó una mirada llena de rencor y quizá también odio (aunque puede que no fuera nada de eso y el tiempo también haya terminado por distorsionar ese recuerdo) y me dijo que me marchara que ahora iría él, que no tenía nada que hacer allí. Yo sólo pretendía preocuparme por si pasaba algo ya que también el resto estaban inquietos, pero supongo que en la propia paranoia de mi compañero de habitación lo único que pensó es que iba para cotillear. Cuando volvió todavía varios minutos después de que yo fuera a ver qué pasaba me recriminó que para qué había ido a verle, que no tenía derecho de meterme en su intimidad. Yo le contesté que había ido para preguntarle qué pasaba y si era algo serio, pero nada que yo le dijera iba a hacer ningún efecto, su imaginación iba por libre. La partida de Monopoly acabó poco después en un ambiente que para mí era algo tenso la verdad. No estuve cómodo ya lo que faltaba de partida.

Tras todo esto llegó la hora de partir, de empezar a hacerse a la idea que aquellos magníficos días se acababan. Cada uno se fue hasta su habitación para terminar de hacer las maletas y preparar todo para meterlo en el coche de Juan Carlos. En mi habitación se podía cortar la tensión. No crucé palabra con mi compañero, ni él conmigo, total ¿para qué? Cada vez que iba a decir algo lo hacía de una manera seca, como si fuera un asesino, o como si hubiera hecho algo que yo no sabía qué era, pero que en su mente estaba muy claro. Una vez estuvimos todos abajo con nuestras cosas y el coche preparado en la calle ya fuera del garaje, metimos todo en el maletero, y empezamos a despedirnos de la familia de Ángel y de él mismo que se quedaba allí unos días más disfrutando de las vacaciones en su tierra. Fue una despedida emotiva, en cierto modo agridulce ya que lo habíamos pasado muy bien todos por lo menos yo que nunca me hubiera imaginado hacer aquello con amigos, aunque creo que hablo en nombre de todos los que allí estuvimos; pero también fue una despedida triste y algo nostálgica por aquello que estábamos ya empezando a dejar atrás aun sin haber arrancado el coche y habernos puesto en marcha. Abrazamos al abuelo como si fuera el de todos, y nos despedimos de la madre de Ángel hasta la próxima ya que desde entonces en más de una ocasión nos ha tenido que aguantar algún día o alguna tarde en Alcalá de Henares. Tras las despedidas ya sí que sí pusimos rumbo a nuestras casas.

El camino de vuelta lo empezamos con el sol empezando ya a descender por el horizonte, repartiendo su luz sobre las tierras andaluzas que rodean la Muy Noble y Leal ciudad de Úbeda. Si cuando llegamos cuatro días antes el sol mostraba todo su poder sobre el mar de olivos lanzando sus rayos desde lo más alto del cielo sin apenas proyectar sombras, aquella tarde los rayos caían algo más inclinados y los olivos sí dejaban su rastro en la roja tierra jienense, y mostraban un aspecto más viejo como de seres de otro tiempo y otra época, testigos silentes de la historia de esta tierra. La tierra roja mostraba una imagen mucho más viva y nítida, parecía sangre. El mar de olivos se veía mucho más claro, sin la bruma que suele cubrirlo por las mañanas y que a lo largo del día va poco a poco levantándose como un estudiante perezoso que no quiere ir a la universidad un miércoles de marzo lluvioso. Allí estaba rodeándonos por los cuatro costados, escoltando nuestro coche hasta la autopista que nos conduciría lejos de allí, el mar de olivos, como queriendo detenernos más tiempo allí. Pero eso no podía ser, el camino estaba empezado y el viaje acabado.

Juan Carlos y Chema se turnaron conduciendo el viaje de vuelta. Primero Juan Carlos que fue quien nos condujo de vuelta a nuestro paso por Despeñaperros, el último que haré por la vieja carretera ya que estaban construyendo la nueva autovía sobre un viaducto impresionante. Pasado el mítico desfiladero, en un área de servicio de La Mancha, teniendo como excusa el hecho de que mi compañero de habitación se estaba mareando atrás, paramos y se realizó el cambio total de asiento. Chema asumió los mandos de la expedición y mi compañero de habitación se puso de copiloto mareado (o eso suele argüir él para sentarse delante). El camino siguió y el sol poco a poco iba acercándose a su destino diario: el horizonte. El paisaje había cambiado por completo se notaba que estábamos en La Mancha. Grandes y extensas llanuras sin apenas relieve se abrían a uno y otro lado de la carretera, sin que se pudiera ver su final, ni siquiera intuirlo. La monotonía nos cogió a todos por sorpresa y durante varios kilómetros fuimos en silencio, cada uno sumergido en sí mismo, nadando en sus pensamientos e ideas, resolviendo mentalmente problemas o intentándolo, empezando a olvidar todo aquello que habíamos vivido aunque no quisiéramos hacerlo. Pronto, o eso me pareció a mi llegamos a Bargas, donde el primero de nosotros se bajaba. Nos despedimos de Chema sabiendo que no le volveríamos a ver hasta que volviéramos a la Escuela, aunque en ese momento pensar en la Escuela la verdad estaba fuera de lugar, bueno en ese momento y siempre (pensar en la Escuela es la mejor manera de cortarte del rollo que puede existir).

Nuestro camino todavía no había acabado, faltaba llegar a Madrid. En el coche ahora se iba más amplio, sobre todo en la parte de atrás donde íbamos Miguel y yo que por aquel entonces estábamos más fuertes y musculosos que ahora y por tanto ocupábamos más espacio. El sol rozaba ya casi el horizonte y arrojaba los ya débiles rayos de luz sobre los carteles publicitarios y naves industriales que jalonan la carretera de Toledo, tiñéndolos de esa anaranjada luz de final del día. Cuando divisamos el perfil de Madrid me di cuenta lo lejos que estábamos ya de todo lo vivido, lo lejos que quedaban el mar de olivos de Úbeda, la Alhambra de Granada y la casa de Ángel, lo lejos que empezaban a estar ya todos esos recuerdos que hasta esa misma mañana hbía atesorado y guardado preciadamente en mi mente. El plan de llegadas era dejar primero a Miguel en su casa, luego ir a la mía y por último Juan Carlos y mi compañero de habitación irían juntos hasta Villaverde ya que vivían allí ambos. No sé quien tuvo la brillante idea de parar antes de dejar a Miguel en su nido en la Escuela para mirar una nota de los exámenes finales de junio de Álgebra creo, pero quien fuera tiene el gusto en el mismo lugar por donde amargan los pepinos la verdad. No entendí esa parada innecesaria, tanto por hora ya que eran más de las ocho de la tarde cuando llegamos a Ciudad Universitaria como por el mero hecho de acabar un viaje de vacaciones en la Escuela. No sé qué ansias absurdas le entraron a la persona que quiso en primer lugar parar allí. El hecho es que paramos. Después fuimos hasta casa de Miguel y le depositamos sano y salvo en la entrada de su urbanización.

Sólo quedamos tres en el coche. El siguiente destino era mi casa donde ya me esperaban mis padres. El camino desde casa de Miguel hasta la mía fue bastante tenso, no hay que olvidar que la otra ocasión que coincidimos los tres en el coche fue en la vuelta de Granada a Úbeda y la cosa no acabó muy bien entre mi compañero de habitación y yo. Apenas cruzamos alguna que otra palabra en ese relativamente pequeño trayecto, luego lo sentí por Juan Carlos que nada tenía que ver, pero como mi compañero de habitación no me dirigía la palabra y cuando lo hacía el tono no era muy amistoso que se diga, pues me parecía absurdo gastar saliva intentando hablar con él. Llegamos a mi casa cuando las luces de las calles ya estaban empezando a encenderse. Mes despedí de Juan Carlos estrechándole la mano y con un abrazo y de mi compañero de habitación, a quien un día consideré mi mejor amigo, con apenas un adiós. ´


Y eso fue todo. Así acabaron aquellos cuatro extraordinarios días de verano que pasé con mis amigos por primera vez en mi vida de vacaciones. Atrás dejé muchos recuerdos, muchas anécdotas y muchas emociones. Nunca pensé que iba a vivir eso, y cada vez que lo pienso me emociono al recordarlo. Siempre había querido irme de vacaciones con amigos y no fue hasta aquel verano de mis veinte años cuando ese sueño se hizo realidad. Siempre recordaré aquel viaje, sus momentos buenos y malos, sus momentos de risa y sus momentos menos divertidos que viví en la habitación solo. Todas aquellas emociones siempre estarán en mi recuerdo y espero que también en el de todos los amigos que allí empecé a descubrir como verdaderos: Chema (o Josemari para la abuela de Ángel), Miguel, Juan Carlos y Ángel. Sin todas las personas con las que conviví aquellos días, y digo todas conscientemente, aquel viaje no hubiera sido lo mismo y no lo hubiera vivido con la emoción y las ganas con lo que lo viví. Siempre recordaré ese viaje soñado al mar de los olivos.

Caronte.

miércoles, 20 de agosto de 2014

¿Y si no sé escribir?

He de reconocer una cosa: no sé escribir. Lo sé, es duro aceptarlo, pero es así. Por más que lo intento lo único que soy capaz de escribir son pequeños artículos, o bueno, quizá no tan pequeños sobre cosas que se me pasan por la cabeza. Pero escribir lo que se dice escribir, no sé. Soy incapaz de articular una historia con un principio, una trama y un desenlace. Por mucho que me pongo no me sale nada. Pero bueno me consuela saber que en su día tampoco sabía montar en bicicleta, y aunque me costó mis años aprender, al final lo hice a pesar de que no soy ningún Induráin hoy en día sí sé montar en bicicleta. Tampoco hace cinco años cuando empecé la universidad tampoco sabía cómo diseñar y construir una carretera, un puente, una presa o un puerto, y ahora después de cinco años y a falta del último curso…..bueno creo que tampoco sé hacer nada de esto. Vaya este argumento no me vale para la justificación que estoy haciendo. Ya me he vuelto a colar, pero bueno escrito está y no lo voy a borrar, de algo servirá.

Me gusta escribir. Es algo que he descubierto este último año. Algo que en el fondo rondaba dentro de mí, y yo lo sabía pero que no terminaba de materializar en nada. Hasta que la pasada Navidad, en una pantomima general que hago con unos compañeros y algún que otro amigo llamada “Amigo invisible”, mi amiga invisible me regaló un libro y un marco con una frase muy bonita de Francisco Umbral – el de “Mercedes yo he venido aquí a hablar de mi libro, y no estoy hablando de mi libro”- que dice: “Escribir es la manera más profunda de leer la vida”. Quizá fue ese el punto de inflexión que tuve y que me decidió a ponerme a escribir y a empezar un blog. O puede que aquello que terminó por cambiarme el chip y descubrirme de verdad aquello que más me gusta, como son las letras fuera mi propia carrera, esa que nos sumerge sin mirar atrás en un mundo muy cerrado casi sin posibilidad alguna de escapar de él si no quieres ser visto como un bicho raro por todos aquellos que te rodean. Quizá ese mundo que si nada lo remedia, o mejor dicho, si no lo termino remediando me espera en el futuro y al que me he dado cuenta que no quiero pertenecer haya hecho que las letras volvieran a cruzárseme en mi camino y yo terminara por cogerlas.

Pero aún así no sé escribir, o al menos eso pienso yo. Bueno escribir sé, lo que no sé, para ser más claro y explícito es narrar en condiciones. Puede que haya escrito alguna vez algo que mereciera la pena ser escrito, pero por regla general lo único que soy capaz de narrar son cosas que he vivido, o sentido, o que se me crucen por la cabeza. Nada más. No digo con esto que eso no se me dé bien, aunque sé que solo unos pocos artículos del blog merecen la pena, el resto son para rellenar. Sé que todavía me queda mucho, todo un mundo, para poder considerar que sé escribir, o narrar, como queráis. Y también sé que es probable que nunca pueda considerarme escritor como tal. Admiro mucho a esos grandes escritores como Javier Marías, Eduardo Mendoza, Mario Vargas Llosa, o Arturo Pérez Reverte, por citar simplemente algunos escritores en lengua castellana que están vivos, y sé que nunca podré ser como ellos por mucho que quiera, o por mucho esfuerzo que le ponga. Tampoco sé si en el fondo quiero ser como ellos, no sé si tengo madera de escritor, porque lo que sí tengo claro es que el escritor nace. No se puede hacer un escritor de la nada; un escritor lo es desde el primer segundo de su vida fuera del útero materno y desde ese momento en adelante siempre será escritor. Pero también es posible que haya escritores que no lo sepan, que nacieran siéndolo pero que nunca lo descubriesen. Esa es otra cuestión también interesante.

Lo primero que un escritor, o alguien que sienta en su interior que las letras bullen en su corazón, y corren por sus venas, es leer. Devorar libro tras libro como si la vida se fuera a acabar mañana y el tiempo se acabara. Leer es el principal trabajo obligatorio de todos aquellos que amamos las letras y que sentimos que tenemos más que ver con su mundo que con cualquier otro. Pero la única obligación que un escritor tiene que tener, lo único que debería hacer es vivir. Porque de vivencias se nutren las historias que se cuentan en los libros. Quien lee y siente ese torrente de letras dentro de sí mismo, sabe que los libros por muy de ficción que sean siempre son reales, y las historias que se cuentas por muy fantásticas que sean, siempre tienen un punto de verdad, siempre tienen lugares a los que recuerda y que existen, y personajes inspirados en personas de carne y hueso que alguna vez se han cruzado en la vida del escritor, ya sea de manera íntima o simplemente de paso. Todo lo que aparece en los libros tiene su contrapunto en la realidad, en el día a día, en el momento presente. Es posible que un libro esté ambientado en la Baja Edad Media, que su autor se haya documentado perfectamente sobre los modos de vida de la época y que aparezcan personajes históricos que existieron en la realidad, pero todo lo demás sigue siendo presente. Por eso el escritor debe vivir, y debe leer. Vivir porque sin vivencias no hay historias que contar y menos que sean creíbles; lo que no se vive no se puede describir ni narrar, sólo amando se podrá escribir sobre el amor, sólo sangrando se podrá describir el dolor. Pero también hay que leer, mucho, porque no se aprende a escribir sin imitar a otros escritores que antes que tú ya descubrieron su alma de letra.

No siempre que me pongo delante del ordenador – por desgracia eso de ponerse delante de un folio en blanco con un bolígrafo, o con una máquina de escribir pasó a mejor vida hace tiempo, aunque siga habiendo escritores que lo hacen así – me sale lo que quiero expresar en un artículo. Hace tiempo que dejé de intentar crear de momento nada más largo o ambicioso, porque sé de a día de hoy soy incapaz. Me basta con los artículos del blog, aunque también sé que pueden ser una mierda. Como digo no siempre que se me pasa una idea que creo que puede ser buena soy capaz de materializarla en un artículo. En más de una ocasión cuando me he visto totalmente obligado a dejar un artículo sin acabar porque sabía que lo que estaba haciendo rozaba lo miserable, casi como los artículos de opinión de La Razón. Esto puede llegar a ser frustrante, y lo ha sido muchas veces. Ver que tengo una buena idea en la cabeza, que incluso soy capaz de enlazar un par de argumentaciones y frases a su alrededor y cuando pretendo llevarlas al papel ver que no me sale nada más, es duro de aceptar. Es por eso que pienso que por mucho que quiera pensar que tengo dentro muchas letras que quieres salir, en el fondo no hay ninguna, que todo son sueños que se desvaneces en momentos de bloqueo. También es cierto que los buenos artículos que he escrito, o los que yo considero por encima de la media de los que he escrito los he hecho en varios empujones. Como a la hora de estudiar, al escribir no puedo estar mucho tiempo seguido haciéndolo, es como si las palabras a las que quiero dar salida a veces me impongan ratos de espera. Por esto ha habido artículos que he escrito en un par de días, mientras al mismo tiempo también escribía algún otro de bastante menor nivel.

No siempre que quiero puedo escribir lo que siento, pero también hay veces que sin querer con mucha fuerza escribir, sin sentir esa necesidad de poner por escrito alguna idea, o alguna vivencia personal, me pongo delante del ordenador casi sin ninguna esperanza y termino por escribir algo que luego miro y digo: “pues no está nada mal”. Es en estos momentos en los que la frustración que a veces siento al no poder escribir se convierte en ilusión por ver que en el fondo sí que tengo dentro palabras y letras, y que a lo mejor un día sin yo mismo querer, sin darme ni si quiera cuenta, me pongo delante del ordenador y me sale todo aquello que siempre he anhelado y que sé que debo guardar en algún lado. Incluso a veces, cuando sé que es lo que quiero escribir y cómo hacerlo, soy incapaz de llevarlo a la práctica; esto me pasó con el artículo “El bohemio burgués del cúter”, un artículo que prometí a un muy buen amigo y que me estuvo reclamando durante meses. No es que no quisiera aceptar el reto, o el encargo, todo lo contrario, me parecía buena idea y además había mucho y muy bueno que contar en el artículo. Lo que pasaba es que cada vez que intentaba empezarlo, no sabía cómo hilarlo, cómo contar lo que quería contar. Lo empecé tres veces, y casi lo acabo las tres veces, pero cuando llegaba casi al final del artículo me daba cuenta de que le faltaba algo, no sé el qué, pero algo le faltaba. Supongo que la propia presión que aunque no la quisiera admitir, sé que la sentía y me la autoimponía, hizo mucho a favor de esa imposibilidad de terminar el artículo, de verme incapaz de escribirlo. Supongo también que el querer quedar lo mejor posible con mi amigo, que el artículo le hiciera reír y le pareciera divertido me llevaba a exigirme mucho y quizá esa exigencia tan brutal no es buena para escribir. Al final logré escribir el artículo, una sola tarde y de manera bastante más rápida de lo que mis artículos más personales me habían llevado. Me sorprendí de ello, y por eso ahora no me exijo escribir nada nunca. El día en que tenga que salir algo de mi interior saldrá, y mis manos lo llevarán al teclado del ordenador.

Algunos amigos me dicen que los artículos que escribo muestran un pesimismo supremo. Es verdad, para qué voy a engañar, si algunos son pesimistas, casi todos. Pero es que soy incapaz de escribir nada que no sienta. Todos y cada uno de mis artículos muestran mi punto de vista sobre un tema, y en todos plasmo mi estado de ánimo en el momento en que los escribo. No puedo escribir sobre lo que no siento porque si no, a pesar de que ya mis artículos son bastante mierdas, saldrían cosas que no tendrían alma alguna. No le vería el sentido a escribir fingiendo un estado de ánimo que no tengo, me convertiría en un hipócrita, y en la escritura la hipocresía hay que dejarla a un lado. Obviamente sé que no soy gracioso escribiendo, si lo fuera pues escribiría un tratado sobre flatulencias humanas en sus diversas maneras de presentarse y salir al mundo, al estilo Camilo José Cela. Pero es que por muy gracioso que me pueda parecer el tema, sería incapaz de llevarlo al papel. No pretendo que mis artículos gusten más que a mí mismo. Esto puede sonar algo egoísta, pero de momento es así, el día que sea escritor y me dedique profesionalmente a esto pues entonces miraré que lo que escriba le guste a un público más amplio; pero como sé que ese día, por mucho que lo deseé, no dejará de ser un sueño, y los sueños pertenecen a Morfeo y su reino de la noche.

Si escribo de manera pesimista, con una visión del mundo dura, y mostrando mi vida en ese ámbito es porque es lo que a día de hoy domina mi día a día. Por eso quizá mis artículos no son muy leídos en el blog. Sólo aquellos que, como dice otro amigo mío, tienen carnaza parece que interesan a más gente o tienen más visitas. Son aquellos artículos en los que hablo mal de mi Escuela, o de mis problemas personales con una persona a la que un día consideré un verdadero gran amigo y con la que a día de hoy no me hablo (o sí me hablo pero no es buenos términos), o de mis propios sentimientos pesimistas son los que más tirón e interés suscitan. La excepción fue el artículo de “El bohemio burgués del cúter” que recibió aplausos de crítica y público como se suele decir con las películas y los libros. Que tenía que seguir en esa línea en mis artículos, me decían; a lo que yo respondo que todos son artículos míos y que por tanto todos muestran mis sentimientos. Si critico a mi Escuela por algo será, no soy objetivo por supuesto, pero porque no lo pretendo tampoco. Si cuento cosas que viví con quien un día fue mi amigo y ya no lo es, y resulta que se convierten ataques a su persona, pues mala suerte, es lo que viví y lo que siento, y no puedo fingir no sentirlo, sería cínico e hipócrita como lo son algunos compañeros de mi escuela con los que tengo que convivir. Toma carnaza. Los tiburones vendrán a ella como las moscas a la mierda, o las abejas a la miel (hágase las comparaciones cada uno con el ser vivo que prefiera). Me gustaría no tener que incluir ese tipo de carnaza en mis artículos pero si es lo que tira… No os preocupéis habrá carnaza, ya contaré las mujeres que en el último mes me han llevado a su cama…….[cri, cri, cri, cri]…… Bueno mejor me ciño a la realidad que la ciencia ficción todavía no es lo mío.

Ni puedo, ni quiero, ni debo escribir sobre aquello que no vivo o siento, y por eso escribo lo que escribo. Que no gusta, pues nada, que se le va a hacer, sé que no sé escribir todavía lo suficientemente bien como para formar buenos relatos. Creo que poco a poco, artículo tras artículo, me voy dando cuenta de que cada vez soy capaz de escribir más, y siguiente cierto orden. Me sorprendo a mí mimo muchas veces al recordar cosas que he vivido única y exclusivamente cuando pretendo contarlas en un artículo. Esto me ha pasado cada vez que he querido narrar algún que otro viaje con amigos; me cuesta ponerme a escribirlo porque pienso que no voy a ser capaz de recordar nada de esos viajes que tuvieron lugar hace algún que otro año, pero cuando me pongo con ellos poco a poco los recuerdo guardados en lo más profundo de mi mente van saliendo poco a poco a la luz. La mente humana es increíble y apenas las conocemos. Es capaz de guardar emociones, vivencias y sentimientos que hemos vivido hace mucho tiempo y pensamos que hemos olvidado, hasta que cuando menos lo esperamos salen a la luz uno tras otro para conformar una historia completa. Lo que vivimos no lo podemos olvidar y de ello se valen los escritores, de lo que viven. No se puede escribir sobre aquello que no se vive, o eso pienso yo. Yo no puedo escribir sobre aquello que no vivo.

Muchas veces he pensado ‘por qué no habré empezado antes a escribir, aunque sea mal’. Desde que escribo, si a lo que hago se le puede llamar escritura o algo similar, me siento mejor. Es como si una parte de mí hay despertado después de estar varios años dormida, en un largo letargo obligado por el camino que elegí metiéndome en la carrera que me metí. Y esa parta que siento poco a poco crecer dentro de mí, va poco a poco, arrinconando a ese otro yo que también desde hace unos años lleva metido en un pozo de paredes lisas por las cuales es muy complicado escalar para salir de él, en un túnel muy largo del que ahora estoy empezando a ver la luz, pero del que sé todavía me queda un largo trecho que recorrer, un trecho que aunque lo parezca no creo que vaya a ser fácil. Pero nada de lo que merece la pena es fácil, o eso suelen decir todos aquellos a los que les van las cosas bien. Nada se consigue sin esfuerzo y sin penurias. Supongo que es cierto. Escribir me ha permitido este último año poder expresarme como he querido, y poder desahogarme en los momentos en que más lo he necesitado. Quizá por eso algunos artículos muestran pesimismo, y ganas de no seguir viviendo. Nada más lejos de la realidad. Desde que escribo en el blog, aunque sé que mal, estoy viviendo más que nunca y aprendiendo a vivir, captando cada detalle de los días que van pasando. Todo importa y todo, lo bueno y lo malo que me pasa es vida, aunque para no ser cínico, algunas cosas no las hubiera querido vivir. No creo que vaya a ser nunca escritor, ni que vaya a tener que reservar en mi agenda en el futuro tres fines de semana seguidos entre mayo y junio para ir a firmar mi obra al Paseo de Coches de Parque del Retiro durante la Feria del Libro. Sé que tengo mucho camino por delante y que tengo todavía que vivir mucho, apenas he empezado a hacerlo, y leer aún más, en este tema sí llevo más ventaja, para poder considera que sé escribir. Seguiré haciéndolo, y seguiré usando el tono que crea más adecuado según mi estado de ánimo en cada momento, y escribiré sobre lo que vivo y he vivido, y sobre las personas que tengo a mi alrededor, aunque alguno me haya dicho que no escriba más en mi blog de él y el pasado (otra vez un poco más de carnaza). Nadie me dirá nunca sobre qué o quién puedo o no puedo escribir, porque escribiré siempre de mí, y desde mi punto de vista.

Sólo practicando se puede aprender a montar en bici, y para saber montar bien hay que caerse unas cuantas veces y hacerse unos cuantos rasguños; al igual que para nadar hay que mojarse mucho y tragar mucha agua con sabor a cloro y pasar miedo y agobio pensando que uno se queda sin aire. Pero tanto montar en bici, como nadar una vez se aprende no se olvida por muchos años que pasen sin tocar una bici o meterte en una piscina. El ser humano y su cerebro son sabios. El problema está en que para escribir no vale sólo con hacerlo a menudo, y escribir artículos, y vivir, y leer mucho. Para saber escribir hay que llevar las letras muy dentro de uno mismo y eso es lo que no sé si tengo. No sé si tengo alma de letra o de número. Pero también es posible que ambas cosas puedan ser lo mismo, ya que sin estar en el mundo de número en el que estoy metido no habría visto en mi interior un atisbo de ese mundo de letras al que siempre he pensado que tendría que haber pertenecido. De momento sólo puedo conformarme con escribir estos artículos en el blog, y esperar que la gente que quiera los lea, ya sea buscando carnaza, o simplemente porque sí. Yo intentaré que no sean una mierda como de momento parecen ser, y seguiré buscándome intentando no preguntarme: ¿Y si no sé escribir?

Caronte.

domingo, 17 de agosto de 2014

Tarde de verbena

En Madrid en agosto la población se reduce al mínimo. No queda prácticamente nadie. Las calles y avenidas de la capital, que durante todo el año sufren un tráfico incesante y agobiante, durante los días que dura el mes de agosto recobran una paz ya casi olvidada por las gentes de la ciudad, propia de otra época perdida ya en la memoria de los más viejos y que no volverá por mucho que la prefiramos. Esta paz que se adueña de la Gran Vía, de los Paseos de la Castellana, el Prado y Recoletos, permite a los pocos que quedamos en la ciudad poder disfrutar de ella de manera más tranquila, de una forma diferente.

Este despoblamiento de la ciudad en estas semanas es debido fundamentalmente a las vacaciones y al calor, que hace que la gente busque olvidarse de la gran ciudad y de los problemas que ella origina, alejarse de sus lugares de trabajo para coger fuerzas para volver de nuevo en septiembre con las pilar cargadas y poder aguantar al jefe durante los siguiente once meses, y huir del calor sofocante buscando lugares más frescos donde pasar estos días tan largos en los que la rutina de no hacer nada se impone en nuestras vidas. Este despoblamiento le da a Madrid un aire diferente y la deja casi en cuarentena. También Madrid tiene que descansar de sus habitantes, recuperarse después de aguantar en sus calles interminables atascos en las horas punta de la mañana, el mediodía y la tarde, de gente apelotonándose en las aceras de las grandes avenidas comerciales de sol a sol sin dar una sola tregua durante todo el año. Sólo el verano y en especial el mes de agosto permiten que Madrid se recupere un poco y pueda volver en septiembre a recibir a todos los madrileños errantes para mostrarles de nuevo su mejor cara.

Sin embargo no todo en Madrid en agosto es calma, ni calles desiertas de gente, ni comercios cerrados, ni bares sin su clientela habitual. Hay una zona en Madrid que es en agosto cuando vive su mayor esplendor, cuando más vida tiene y cuando mejor cara muestra para los habitantes de la ciudad, o los que queden. Es en agosto cuando en Madrid, y más concretamente en sus barrios más castizos y antiguos cuando se desarrollan las verbenas, que por este orden son las de San Cayetano, San Lorenzo y La Paloma, siendo esta última la más famosa y célebre de todas quizá por celebrarse alrededor del 15 de agosto día festivo por excelencia en toda España. Estas tres verbenas, o fiestas patronales de varios distritos de la capital de España, constituyen el último reducto del folklore popular que queda en este Madrid tan a la última, tan ultramoderno y tan globalizado como lo están convirtiendo el turismo de masas (y manadas de japoneses, americanos, sudamericanos adinerados y rusos; y digo manadas porque serían grupos si fueran de cómo mucho diez personas pero como cada vez que voy a la Puerta del Sol o a la Plaza Mayor me cruzo, o mejor dicho me engulle, una manada guiada por un líder que sostiene un paraguas cerrado apuntando hacia el cielo o cualquier artilugio alargado y lo más visible posible para que el resto de la manada pueda seguirle hacia el siguiente punto de interés). Estas verbenas constituyen los últimos signos y señales de vida de un Madrid cada vez más olvidado y por tanto moribundo que quizá si no fuera por los que nos quedamos en agosto en esta ciudad terminaría por morir de soledad.

Este mes de agosto es un mes de fiestas en media España, todos los pueblos al llenarse de gente tienen que hacer algo para divertir a sus moradores temporales antes de que vuelvan a sus hogares permanentes en alguna bulliciosa ciudad y vuelvan a dejar en silencio mortecino las calles sus calles llenas de recuerdos e imágenes de otra época. Nunca me han gustado estas fiestas patronales de verano en los pueblos donde el desenfreno es el sentimiento reinante, no hay mesura ni término medio a la hora de beber, comer, reír, oír música o salir de fiesta hasta que despuntan los primeros rayos de luz de un nuevo día. Estas fiestas de verano me hacen pensar en el nivel cultural español, más concretamente en lo bajo que es. Pero esto es lo que a día de hoy me toca vivir, aunque no suelo participar mucho de estos eventos simplemente por puros principios personales de no ser partícipe de este desenfreno festivo lleno de excesos totalmente censurables. Pero en Madrid estas verbenas patronales también tienen algo que las diferencia del resto de verbenas rurales, y este elemente distintivo no tiene nada que ver con que se haga en Madrid.

Nunca hasta este fin de semana había ido a darme una vuelta por el Madrid de las verbenas, aunque siempre haya tenido ganas de hacerlo. Este año como en el fondo no tenía nada mejor que hacer, ni nadie con quien quedar, me fui con mis padres a dar una vuelta y conocer (tampoco mis padres aunque llevan viviendo toda la vida en Madrid habían ido nunca a las verbenas) un poco cómo es el ambiente en la Verbena de La Paloma, la más conocida de las tres fiestas patronales seguidas que se celebrar en los barrios más castizos de Madrid. Todo madrileño ha oído hablar aunque haya sido de pasada de La Paloma, la patrona extraoficial de Madrid (sin desmerecer a la Virgen de La Almudena), y de su verbena. Además, al ser yo un apasionado de la música clásica, la Verbena de La Paloma no me sonaba simplemente por ser una de las fiestas populares más típicas de Madrid, sino por ser el nombre de una de las más famosas y queridas zarzuelas del repertorio lírico español, del que en los últimos años siempre voy a ver alguna ya sea en temporada al Teatro de la Zarzuela, o fuera de la misma a los Jardines de Sabatini con el Palacio Real como inmejorable fondo de escena.

Siempre había escuchado a mi abuela hablar de la Verbena de Virgen de la Paloma, de cuando alguna vez cuando era joven venía con sus hermanas a Madrid desde el pueblo para pasar una tarde tomándose unos churros o unos barquillos al lado de la iglesia de La Paloma. Este año mis padres y yo hemos emulado aquello que mi abuela nos ha contado tantas veces y hemos ido a dar una vuelta y echar un vistazo al ambiente que se respira en el Madrid más puro, castizo y tradicional que todavía se puede vivir aunque sea por unos pocos días bajo el sol de justicia que golpea Madrid. A pesar de que más de medio Madrid esté de vacaciones lejos de la villa y corte, los pocos que quedamos aquí parece que nos ponemos de acuerdo para ir a los mismo lugares a la vez, y es que por mucho que dé gusto conducir por Madrid por estas fechas y que debido a la nefasta administración del metro de Madrid por parte del incompetente gobierno de derechas que por desgracia desde hace casi dos décadas nos gobierna sea el coche lo mejor para moverse por la ciudad este mes, el tema aparcar cerca de la Verbena fue una tarea harto complicada, los pocos coches que quedábamos por Madrid nos pusimos de acuerdo para ir a la Verbena.

Una vez conseguimos aparcar y desandamos el camino realizado para encontrar dicho sitio hasta alcanzar la Gran Vía de San Francisco, nos metimos de lleno en plena Verbena de La Paloma. Poco se diferencia esta verbena en su parte más superficial de cualquier fiesta de pueblo de España o de barrio periférico de Madrid. Puestos de tómbola, feriantes con sus juegos trucados que atraen la vista de los visitantes con vistosos premios en forma de peluches enormes que son los tesoros más codiciados por los niños pequeños que obligan a sus padres a participar de dichos juegos para intentar conseguir esos tesoros, y por las chicas que incitan a sus parejas siempre dispuestas a complacerlas a que les consigan uno de esos mega-peluches para ponerlo en sus camas atestadas ya de por sí por otros muchos muñecos. Además de estos típicos juegos y puestos, también se alternan otros en los que se venden las típicas boinas de chulapo madrileño junto con otros tipos de sombreros. Pero lo que más me llamó la atención de la verbena fueron los numerosos puestos de manjares grasientos y calóricos que hacen las delicias de los estómagos más hambrientos y por supuesto también hacen temblar al bolsillo del dueño de dicho estómago. Calamares, rabas, patatas fritas con diversas salsas, carnes asadas y a la parrilla, paellas de todo tipo, también alguna que otra parrillada de verduras, tortillas de patatas y también los muy típicamente madrileños entresijos y gallinejas. Todos los aromas y olores se mezclaban en la calle que va desde la Basílica de San Francisco el Grande hasta la parte de atrás del mercado de La Cebada.

Una vez ya en pleno corazón del barrio de La Latina, empezamos a callejear buscando las zonas donde se veía ambiente de verbena, en esta caso algo más moderna que lo que la tradición impone que sea, o de fiesta en la calle que para el caso es lo mismo. Todos los bares de la zona cambian durante unos días sus sempiternas terrazas por barras donde sirven todo tipo de bebidas, en su mayor parte alcohólicas, a todo aquel que decide rascarse el bolsillo y participar de la verbena. Es curioso como lo que hace ya unos años hubiera sido normal pedir durante la Verbena de La Paloma, un vermut, ha sido sustituido por los populares y caribeños mojitos que todo lo invaden y que poco o nada tienen que ver con esta fiesta popular madrileña. Pero los tiempos son los que mandan y la gente ahora pide mojitos en vez de un vermut. En todos los puestos y bares eso sí, siempre está el omnipresente zumo de cebada, dorado líquido casi elemento que conforma la bebida más consumida en verano en España, la cerveza, servida en todos los soportes posibles ya sea caña, pinta o mini. Junto a las bebidas siempre están también presentes sus compañeros más inseparables como son los panchitos de cacahuete o las patatas fritas.

Si ya de por sí este barrio es espectacular y está ornamentado en sus calles por bellísimos edificios típicos de la construcción más tradicional de Madrid y con iglesias que podrían competir perfectamente por belleza y grandiosidad con las de la mismísima Roma, durante la Verbena de La Paloma, su esplendor es aún mayor recordando viejos tiempos. Las calles donde se desarrolla la verbena quedan adornadas por guirnaldas que van de una edificio a otro y farolillos y bombillas de colores, que dan un toque de color diferente a este barrio. La Plaza de la Paja, uno de los rincones más bellos de esta ciudad, queda engalanada como si fuera una novia lista para la boda vestida con sus mejores galas, y el ambiente bullicioso es aún mayor que en un día normal. He de incorporar aquí un descubrimiento casi casual que el destino siempre guarda a los aventureros, un secreto que esta bella ciudad de Madrid guarda, como es el Jardín del Duque de Anglona, en el extremo norte de la Plaza de la Paja, uno de los pocos ejemplos que quedan en Madrid de jardín señorial del siglo XVIII, y desde el cual, en la paz y silencio que transmite a sus visitantes, se tiene una vista que ayer me dejó sin habla de la parte vieja de Madrid.

Sin embargo el centro neurálgico de la Verbena más típica y tradicional, la zona donde se hace presente lo más castizo que todavía le queda a esta fiesta veraniega de Madrid se hace presente en las calles que rodean la Iglesia de La Paloma, que por cierto es de una factura muy hermosa con una fachada de ladrillo de barro rojizo, que ayer por la tarde tocada por los últimos rayos del sol parecía estar ardiendo debido a la anaranjada luz que la acariciaba. Las calles de La Paloma, Tabernillas, el Águila, Calatrava o del Humilladero, todas ellas arraigadas en la memoria del Madrid más típico y antiguo, ese Madrid casi olvidado, recobran durante los días que dura la Verbena de La Paloma su aire castizo de siempre. La música en la calle, que es homogénea, es decir, que todos los locales tienen la misma pinchada por una misma persona para que la calle no se convierta en un criadero de grillos y se pueda pasear escuchando como escuché a Sabina, Loquillo o a otros muchos cantantes de verdad cuya música no molesta en los tímpanos, esta música como digo hace que el ambiente sea si cabe aún más agradable.

Pero aún quedaba un plato fuerte por conocer de la Verbena de la Paloma, pero esta vez tuvimos que movernos un poco y dejar momentáneamente La Latina para dirigirnos hasta Las Vistillas. Esta plaza que se oculta a los visitantes que no la conocen o que nunca se han topado por curiosidad con ella, tiene uno de los paisajes en sus alrededores más espectaculares de la ciudad de Madrid, con la sierra de fondo, la Catedral de La Almudena y el viaducto de Segovia. Es en esta plaza donde de verdad se siente el Madrid castizo, ya que es en esta plaza donde se desarrollan las actuaciones más importantes de las fiestas en el escenario para ello dispuesto. Aquí también están las típicas casetas de los partidos políticos, y he de decir que la que mejor ambiente tenía, la que mejor rollo desprendía y mejor música tenía para mi gusto era la de Izquierda Unida (sin que esto se pueda interpretar como gustos políticos). En esta plaza, que era la primera vez que pisaba, se cruzaban chulapos y chulapas vestidos con sus mejores galas y haciendo uso de sus mejores poses, junto con los madrileños de a pie que durante el mes de agosto nos quedamos en la ciudad, así como turistas y demás curiosos. También en Las Vistillas olía sobre todo a comida, a asados y parrilladas, y calamares y churros, ese olor del Madrid más tradicional y que tanto me gusta, y que sólo aquí se da por suerte. Ese olor y ese ambiente que me hace sentir en casa, en mi Madrid.

Aquí se terminó mi tarde en la Verbena de La Paloma con mis padres, tarde que quizá debería haber tenido mucho más a menudo en años anteriores habiendo venido más de una vez ya a dar un paseo por las fiestas más castizas de Madrid pero que el desconocimiento y quizá el no tener de manera habitual con quien venir a estos saraos han retrasado mi iniciación en las verbenas madrileñas. Esto sólo se da en Madrid y los turistas que tienen la suerte de vivirlo mientras conocen la ciudad deben quedarse alucinados del ambiente que se vive en las calles, los olores y sonidos y la cantidad de gente que a veces hace casi imposible avanzar. Esto es Madrid y esto espero que siga siendo Madrid por muchos años para poder disfrutar de ello a pesar de que no soy un gato puro y duro ya que apenas soy madrileño de segunda generación por parte de padre y de primera por parte de madre, pero me siento madrileño de toda la vida si hago caso a mi corazón que ama y amará siempre esta ciudad y siempre querrá pasearla y verla y vivirla y descubrirla. Las Verbenas ya se despiden hasta el año que viene, y la próxima vez allí estaré, el primero para disfrutarlas.

Caronte.

domingo, 10 de agosto de 2014

Largo y caluroso agosto

Agosto es ese mes del año en el que los días son más largos que las 24 horas normales que tiene el resto del año. Es un mes en el que si vives en una gran ciudad que no sea costera, ni esté a menos de una hora de la playa, parece que haya sido atacada por una bomba nuclear que hubiera arrasado con toda forma de vida. Madrid en agosto es eso, una ciudad desierta, parece abandonada por sus habitantes que huyen del asfalto y las aceras de granito para buscar refugio en los pueblos, ya sean de la sierra norte, o de las vegas del sur, o más lejos todavía en playas abarrotadas de gente o calas perdidas de la costa catalana o de alguna isla balear, paraíso mediterráneo. Los pocos que este mes nos toca quedarnos en Madrid, porque ya hemos consumido nuestras vacaciones más activas, tenemos que asumir ese sopor que se apodera de la ciudad, de todos sus espacios públicos, y que termina entrando en las casas para adueñarse del ánimo de sus moradores que se ven obligados a permanecer encerrados en ellas hasta que el sol no ha empezado su camino de despedida hacia el horizonte.

Poco hay que se puede hacer en Madrid en agosto, sobre todo por el torrao que cae durante casi todo el día sobre las calles y plazas de la ciudad. El sol de agosto en Madrid es capaz de derretir hasta la más dura roca. Es un sol que no quema, pero que abrasa, y que irradia un calor propio de las antesalas del infierno. Entre las doce del mediodía y las siete de la tarde, las calles de Madrid parecen las de una ciudad abandonada por alguna catástrofe natural o humana, sólo aquellos que por obligación tienen que salir a la calle lo hacen, mientras que el resto intentamos quedarnos en nuestras casas, los que podemos con el aire acondicionado refrescándonos y los que no intentando que el fuego de la calle no penetre a través de puertas y ventanas. Este sol y este calor seco propio de la meseta castellana, que sólo hace sudar cuando llevas ya mucho rato expuesto al mismo, son los que generan ese sopor que lo envuelve todo y que por muchas ganas que tengas de hacer cosas interesantes, éstas se difuminan y lo único que quieres es que lleguen esas horas del día en las que el sol aunque siga en lo alto del cielo ya no tiene todo su poder disponible y empieza su honrosa retirada del campo de batalla sabiéndose un día más vencedor.

Como he dicho los días de agosto son más largos que los de cualquier otro mes. O eso es lo que me está pareciendo a mí este año. Quizá sólo sea eso, pura percepción personal debida a que este año por primera vez que estoy en la universidad, agosto es para mí un mes completo de vacaciones; un mes en el que no me tengo que preocupar de estudiar para ningún examen absurdo de septiembre que lo único que son, como todos los demás, es una pérdida de tiempo, ganas, fuerza y vida. Muy probablemente el hecho de no tener que hacer diariamente algo por obligación, como era estudiar, me lleve a tener la sensación de que estos primeros días de agosto están siendo penosamente largos y aburridos. No quiero decir que el año pasado no fueran ni largos ni aburridos, pero al menos el tener la tarea de “estudiar” diariamente una asignatura hacía que ese aburrimiento y ese sopor de verano pareciesen menos lo que en verdad eran, quedaban camuflados por esa obligación. Pero este año, liberado ya de toda obligación inútil estoy sufriendo de veras las inclemencias del alma que agosto impone en quienes sentimos la necesidad de hacer algo fuera de nuestras casas y por falta de ganas y fuerza para hacerlas terminamos sumidos en un aburrimiento que se nos cuela hasta lo más profundo del corazón anulando todo lo bueno que hayamos vivido en nuestras vacaciones – ya sea con amigos o con la familia – y todas las fuerzas que hayamos recobrado durante dichas vacaciones.

Pero en agosto esto es lo que hay. Y son lentejas, es decir, o las tomas o las dejas. Este es un mes más que tiene que pasar para que llegue el siguiente y la normalidad vuelva poco a poco o de manera abrupta, como cada uno lo quiera ver, a instalarse en nuestras vidas y la ciudad así mismo vuelva a latir con el vigor no estival que suele tener todo el año. Por suerte y a pesar de lo largo que son los días de agosto y del sopor y el aburrimiento que me imprimen, Madrid siempre tiene cosas que ofrecer. A personas como a mí que me encanta pasear por Madrid, no ya solo por las zonas más conocidas, comerciales y turísticas, sino también por los barrios más alternativos y alejados de la masificación relativa que tienen en verano las zonas más conocidas. Y digo que es una suerte porque cuando más aburrido estoy y menos ganas tengo de nada, cuando mis ánimos están no sólo vencidos por el calor africano sino también por asuntos personales, Madrid siempre termina por ser una salida de emergencia, una puerta que siempre está abierta hacia la libertad de la calle, en contraposición a la cárcel de mi casa y mi cuarto.

Sitios como Malasaña, Lavapiés, Chueca o La Latina, siempre tienen sitios tranquilos llenos de bullicio (aunque parezcan conceptos incompatibles, no lo son en absoluto) en los que sentarte en una terraza a tomarte algo preferiblemente en buena compañía, si es que se tiene la posibilidad, pero también sólo ya que en estas zonas no vas a ser mirado de manera extraña por estar solo en una terraza de un bar leyendo o tomando notas en un cuaderno para luego escribir alguna historia. Los paseos por estas zonas, siempre dejándote llevar, terminan por llevarte a descubrir tiendas, locales y bares fuera de los circuitos más típicos, que merecen más la pena que cualquier otra cosa. Ya me ha pasado en alguna ocasión el ir caminando por alguno de estos barrios y acabar topándome con una pastelería a la que he entrado atraído por su olor tradicional a pan, a bollo y a chocolate, y viendo los manjares que en las diferentes vitrinas tenía expuestos he terminado por comprarme una palmeara de chocolate – manjar de manjares, uno de los dulces que más me gustan y que siempre que puedo intento probar de pastelerías nuevas para ir catando todas las que pueda para dar con la mejor de Madrid – o alguna napolitana y deleitarme con su sabor. Pero las mayores sorpresas me las he llevado con mi gran pasión, los libros. Puede que más que pasión sea adicción a la lectura y a las letras, pero es una adicción tan buena que no quiero desengancharme de ella. Ya son varias las librerías de segunda mano que he ido descubriendo durante mis paseos por Madrid, por algunas de las cuales ya había pasado antes sin reparar en ellas, como El rincón de lectura, La tarde, El galeón, o la Pérez Galdós. Todas estas librerías ejercen, desde que las conozco, una atracción sobre mí que no sé explicar y que siempre que voy a dar una vuelta cerca de ellas mis pies me terminan llevando hasta alguna de ellas y mi cerebro, casi sin darme cuenta racional de lo que hago, me invita a meterme en ellas para buscar algún libro muchas veces sin saber ni si quiera cuál.

 Pero no solo librerías de segunda mano se han cruzado en mis paseos bajo el calor del verano, también varios cafés librerías en los que además de poder tomarte un café, un refresco o un trozo de tarta, puedes leer un libro tranquilamente en un ambiente diferente en el que uno se siente entre iguales y no va a ser tachado de raro por hacerlo, o incluso participar en alguna tertulia inesperada sobre algún libro o autor que de repente surja entre un par de clientes del café. Si no fuera porque Madrid está ahí estos largos y calurosos días de verano en los que no tengo nada que hacer y pocas personas con las que quedar el aburrimiento terminaría por hundirme y arrastrarme al sopor insoportable de agosto. Además de paseos, por suerte en Madrid también en los últimos años han ido proliferando para los amantes del cine, las proyecciones al aire libre en lugares poco comunes. Junto al ya tradicional Parque de la Bombilla y su Festival de Cine al Aire Libre (Fescinal) que permite ver dos películas recientes en sesión continua por seis euros, se han ido uniendo en los últimos años y bajo el paraguas de los Veranos de la Villa, el cine de verano del Conde Duque y las proyecciones den versión original de clásicos del cine del Palacio de Cibeles. Supongo que alguno de estos largos días de verano mis huesos acabarán en alguno de ellos para ver alguna que otra película en un ambiente diferente para combatir el aburrimiento, y quién sabe si no es en algún sitio de estos donde encuentre a alguien interesante que, buscando huir del sopor veraniego como yo, haya pensado como yo para aliviar el aburrimiento de agosto.

Pero a agosto todavía le faltan muchos días para acabar, sólo hemos pasado un tercio del mes, lo único bueno que tiene que los días sean tan largos y calurosos, y que apenas tenga nada que hacer salvo aburrirme en mi casa, es que puedo leer todo lo que quiera, y escribir también aunque esto último es algo más difícil y no siempre puedo hacerlo, no por falta de tiempo sino porque aunque me ponga delante del ordenador con la intención de escribir algo no sale nada, o lo que sale están sumamente malo – no quiere esto decir que el resto sea bueno, ni mucho menos – que es preferible no haberlo escrito. Leer y escribir, eso es lo que intento que ocupe todo mi tiempo para que el aburrimiento no cale en mí, aunque a veces lo hace. Y es que poco más hay que pueda hacer en mi casa, salvo mirar pasar el tiempo, y no es mi afición favorita, porque al menos si en la tele echaran alguna película decente podría también invertir parte del tiempo viéndola pero es que lo que echan es si cabe más deprimente que mirar las musarañas: pura basura estival de agosto. También podría ponerme a pensar en el curso que viene de la universidad, el último por fin, sexto, que como un huevo kínder viene con sorpresa. Sorpresa llamada Proyecto Fin de Carrera, que para hacernos el mes de agosto menos tedioso y aburrido, debemos elegir antes de septiembre para ser asignados según preferencias en uno u otro y así poder empezar en septiembre a amargarnos la vida en una tradición académica española destinada únicamente a amargar la vida de los estudiantes universitarios durante su último curso, para que entren en el mundo laboral con buen sabor de boca. Todo fantástico para que agosto no sea ese mes largo y caluroso que de por sí ya es. Poco más tengo que decir a cuenta de estos días de verano salvo que espero que pasen pronto y que las letras, ya sean leídas o escritas, borren mi aburrimiento y conserven las fuerzas que las vacaciones con mis amigos y mis padres me han dado y salga por Madrid a encontrar aquello que se deje buscar por alguien que necesita encontrar para poder vivir.

Caronte.

jueves, 7 de agosto de 2014

De vuelta

Después de algo más de tres semanas en las que apenas he parado un día y medio por mi casa simplemente para recargar algo las pilas y volverme a ir, por fin vuelvo para quedarme. O al menos ese es el plan a día de hoy, quién sabe si en unos días me puede surgir algún plan y vuelvo a decidir poner pies en polvorosa y volver a volar del nido familiar durante unos días. Aunque esto último es casi ciencia ficción la verdad. Volviendo a la realidad la verdad es que estos días de descanso y de desconexión completa de la realidad me han venido bastante bien. Vuelvo con las pilas cargadas con suficiente energía para que duren mucho tiempo así. También he de decir que aunque fuera de casa, recorriendo como he hecho el territorio europeo, he estado muy a gusto, he echado de menos mi casa y Madrid, mi ciudad.

Aún me parece irreal todo lo que he vivido en las últimas semanas desde que el pasado 15 de julio saliera de viaje con unos amigos rumbo al corazón de Europa lanzados a la aventura en búsqueda de otro amigo para salvarle de las afiladas garras del deber académico de la universidad en Múnich. Cada vez que lo pienso creo que no es verdad, sólo las pruebas gráficas – las cerca de tres mil fotografías que hicimos – me demuestran que no es fantasía ni sueño, sino mera y pura realidad. Primero fue Francia, más concretamente la ciudad de Tours, donde llegamos pasadas las nueve de la noche tras haber estado conduciendo durante más de doce horas, aunque eso sí no de manera continua, y tras habernos tragado un atascazo monumental al pasar la frontera hispano francesa. Después de esta parada en Francia, al día siguiente pusimos rumbo este camino de tierras germanas, con destino Ulmen, un pequeño pueblo a poco más de 70 km de la frontera con Francia y Luxemburgo. Camino de Alemania, y por ser este año el centenario de la Gran Guerra decidimos hacer una parada para visitar Verdún, sede de una de las batallas más largas y cruentas de la Primera Guerra Mundial; un sitio donde la piel se pone de gallina y el corazón se hiela con solo pensar en todo lo que allí aconteció hace cien años.

En Alemania estuvimos bastantes días, y visitamos mucho más de lo que me hubiera esperado antes de llegar allí: Treveris o Trier, una de las ciudades más antiguas del país germano, fundada por los romanos y con ruinas de esa época, entre las que destacan la Porta Nigra, una impresionante construcción en forma de puerta monumental que el paso del tiempo ha teñido de negro; Dinkelsbühl, un pueblecito pintoresco amurallado del corazón del sur de Alemania con su casitas coloridas y sus tejados puntiagudos; Rothenburg ob der Tauber, más conocido como el pueblo de cuento de hadas; Heidelberg, o la Salamanca germana, sede de una de las universidades más antiguas y prestigiosas de Alemania y donde pude comprobar que a pesar de lo que se piensa los alemanes también pueden llegar a tener la sangre caliente ya que Heildeberg bien podría haber sido cualquier ciudad española en verano, rebosante de vida; Núremberg, una de las grandes ciudades de Alemania, conocida mundialmente por ser la sede de los juicios contra la cúpula nazi en el año 1945, y que me sorprendió gratamente por su belleza. Todo esto fue antes de llegar a Múnich, y estuvo regado por un clima más propio del sur de España que de centro Europa, ya que el calor que nos acompaño durante la primera mitad de nuestro periplo europeo era más que sofocante diría yo que asfixiante.

Se me ha olvidado mencionar que antes de llegar a Múnich también hicimos una parada, dividida en dos días por fuerza mayor, en uno de los templos mundiales de la velocidad y el motor, lugar de peregrinación para los amantes de la velocidad y la adrenalina, semejante a Santiago, Jerusalén o Roma para los cristianos, como es el circuito de Nürburgring, El infierno verde. Si hace un par de años alguien me hubiera dicho que no sólo iba a visitar el circuito y pasar al lado del mismo, cosa que sin duda podría haber sido posible, sino que además iba a dar cuatro vueltas al mismo, aún sin conducir yo, hubiera pensado que quien me dijera eso estaba para ser ingresado en un manicomio en el área de aislamiento y con camisa de fuerza de triple vuelta. Pero pasó, y puedo dar fe de ello con alrededor de 400 fotografías de las cuatro vueltas que di como paquete en el asiento de atrás, botando y moviéndome de un lado a otro debido a las fuerzas que las diferentes curvas y rasantes del trazado ejercían sobre el coche. Para ser completamente sinceros creo que esas cuatro vueltas fueron uno de los momentos más memorables de mi vida hasta la fecha, y creo que al menos que la enfermedad lo haga nunca las olvidaré.

El recibimiento que tuvimos en Múnich por parte de nuestro amigo más que cordial se podría calificar de trampa a traición, ya que a pesar de que se organizó una cena en la sala común de la residencia de estudiantes en la que él vivía y donde nosotros también nos íbamos a alojar, la cena la tuvimos que hacer nosotros para más de diez personas. Lo dicho recibimiento con sorpresa incluida, pero igualmente memorable. Múnich es una ciudad pequeña con respecto a cosas que ver, pero que tiene los suficientes puntos de interés como para poder aprovechar bien los días; eso sí para los que amen la fotografía, el verano es la peor época para ir ya que todas las obras que haya que hacer en las edificios se hacen en esta época por la imposibilidad de hacerlas en invierno por la nieve y el frío. En Múnich pasamos cinco noches, pero no nos quedamos parados allí durante el día. Visitamos lugares dispares como pueden ser el Museo BMW, el Parque Olímpico, el Campo de Concentración de Dachau (en algún momento escribiré sobre esto, ya que lo que allí se experimenta bien merece ser contado), el mundialmente famoso Castillo de Neuschwanstein en Füssen. También tuvimos tiempo de pasar a Austria para visitar la cuna de Mozart, Salzburgo, donde nos cayeron tres chaparrones en un intervalo de unas cinco horas, y Hallstadt, un pequeño y pintoresco pueblecito enclavado entre montañas a orilla de un lago. Por supuesto a parte de toda la parte turística he de mencionar también la gastronómica y alcohólica. Cervezas, salchichas, snitzel y codillo, a parte del estrudel de manzana, esto es lo que se puede degustar en Múnich, y esto es lo que degustamos.

Desde Múnich saltamos a Suiza, cuna de los grandes Banco donde los defraudadores de hacienda de todo el mundo llevan sus fortunas para no pagar impuestos y poder cometer casi con total impunidad delitos de todo tipo. He de decir que no vimos ni a Urdangarín, ni a Pujol, ni a la mujer de Bárcenas, ni a nadie de la Junta de Andalucía por allí con bolsas de basura negras. Una gran decepción. Lo que sí vimos fue naturaleza en toda su grandeza, fuerza y esplendor. Altas montañas, valles largos y profundos, carreteras serpenteantes y empinadas, ríos en sus primeros momentos de vida con aguas de un color plateado puro y nieves casi perpetuas. El plato fuerte fue la visita y ascensión al mayor glaciar de Europa, el Aletsch, una impresionante lengua de hielo de la que es casi imposible ver alguno de sus extremos y cuya magnificencia encoje al más valeroso de los corazones, y vuelve pequeño a la más grande de las personas. Pero quizá una de los espectáculos naturales que más me llamó la atención en Suiza, y que por falta de tiempo no pudimos ver como hubiera merecido, fue el nacimiento del río Ródano, una pequeña gran fuente y salto de agua que emana de un pequeño lago procedente de una glaciar también y que desciende de la montaña bajo un estruendo ensordecedor, como de truenos a plena luz del sol.

Al salir de Suiza fuimos a dar con nuestros ya cansados cuerpos en Annecy, en la casa de los tíos de uno de los miembros de la expedición. Allí pasamos las dos últimas noches de nuestro viaje. Fueron días de mucho ajetreo con la familia de nuestro amigo, pero que merecieron sobradamente la pena y que todos sabíamos que suponían el final del viaje. La vuelta también fue larga pero se me pasó algo más rápida que la ida, quizá porque a pesar de lo bien que lo había pasado y de todo lo que había vivido también tenía ganas de volver a dormir en mi cama y volver a estar en mi casa, para poder preparar la segunda parte de mis vacaciones que también me volvería a llevar a centro Europa, más concretamente a Viena.

Y así apenas habiendo pasado treinta horas en mi casa volví a salir de viaje, esta vez con mis padres, y de forma muy diferente de lo que había hecho las dos semanas anteriores con mis amigos, para visitar una de las ciudades que más ganas tenía de ver. Viena no me decepcionó. Sus calles, sus palacios barrocos, sus edificios clasicistas, sus casas señoriales, sus iglesias y sus dulces y tartas. Todo de Viena me enamoró, sobre todo su Tarta Sacher, aunque he de decir que únicamente la del Hotel Sacher merece dicha denominación, es la única que realmente cumplió con todas mis expectativas, aunque sólo la probé una vez allí y la verdad es que se me hizo corta la experiencia, aun así me hubiera comido una tarta entera yo solo con un café. Lo único que me terminó cansando de Viena es que parece que sólo tienen a Sisí Emperatriz, a Mozart y sus bombones-timo, y el omnipresente cuadro de Klimt, El beso. Y Viena es mucho más, por suerte, no me dejé embaucar por estos tres símbolos turísticos de la ciudad y supe descubrir la verdadera Viena que poco tiene que ver con ellos.

Pero después tres semanas en las que apenas he pasado unas horas en mi casa, en mi ciudad de Madrid, ya tenía ganas de volver a instalarme aquí. A pesar de que la rutina volverá a mi vida, y quizá en unas semanas esté harto de ella y no sepa como estar en mi casa sin morirme del asco. No he tenido contacto alguno con la realidad mundial durante estos días y la verdad es que se vive mejor así, es deprimente volver a casa y enterarte que todo sigue igual en el mundo – si no peor, como por ejemplo en Oriente M       edio – y en tu país, con la misma gentuza haciendo de las suyas por ahí. Lo único que sí he echado en falta de veras, hasta el punto de casi tener mono de ello era la lectura; el poder abrir un buen libro, tocar y oler sus páginas, pasarlas, leerlo y sumergirme en las historias que cuente. Quizá sea una adicción, pero no quiero desengancharme de ella. También he echado de menos escribir, poder expresar todo aquello que he vivido o que se me iba pasando por la cabeza o se me pase y que no podía plasmar por falta de medios. Poco a poco iré narrando para quien le interese diferentes capítulos de mis peripecias viajeras por Europa, y quizá también otras cosas con algo más de chicha que parece que son las más buscadas.

Ahora que estoy de vuelta y con bastante tiempo libre me toca recuperar todo el tiempo no invertido en mis aficiones de verdad: la lectura, la escritura y Madrid. Que la verdad es que tenía ganas de volver a retomarlas. Además por mucho que haya visitado por ahí sitios muy bonitos, pintorescos y llenos de historia y belleza natural, como mi ciudad no hay nada para mí. Madrid es mi amor permanente y secreto que sé que está ahí siempre que la necesito y por cuyas calles sé que me puedo perder para descubrir rincones sólo aptos para aquellos que de verdad amen a esta ciudad. Y es que ya era hora de volver a disfrutar de mi ciudad, también tenía mono de ella y de sus barrios y sus calles, de sus aromas y sus gentes, de su historia y de arte. Y además es en agosto cuando mejor se puede disfrutar de Madrid, cuando menos gente hay, cuando menos coches circulan por sus calles y cuando menos manadas de turistas recorren sus calles y avenidas y las dejan libres para los que permanecemos en ella este mes de calor. Por fin estoy de vuelta en casa, y aunque la rutina me vuelva y el aburrimiento también, sé que siempre habrá algo que alivie dichas sensaciones, y sobre todo tendré recuerdos para recordar y acordarme de lo vivido en estas últimas tres semanas con mis amigos y mi familia. De vuelta.

Caronte.