domingo, 11 de junio de 2017

Entre Feria y Feria, el año

Un año natural comienza un uno de enero y finaliza un treinta y uno de diciembre. Esto es así para el común de los mortales, para el habitante ordinario del mundo. Es lo normal. Es lo natural. Es lo que por acuerdo se estableció hace siglos para que todos lleváramos una cuenta exacta de en qué día vivíamos y de qué año. Nadie se cuestiona el hecho de que sea así; ni tan siquiera es asunto de debate en ninguna corriente filosófica o sociológica. Y entre ese uno de enero y ese treinta y uno de diciembre pasan 365 días y 12 horas, lo que hace que cada cuatro años tengamos uno bisiesto permitiendo las gracias típicas de aquellos que por biología tienen la suerte o desgracia de nacer un día que solo existe cada cuatro años. Esto es el año natural.

Para mí, habitante de la Villa y Corte de Madrid, capital insigne desde que así lo decidió Felipe II en el siglo XVI del Reino de España, de la Monarquía Hispánica que durante varios siglos dominó el mundo para caer inexorablemente bajo el yugo de su propio éxito, el año es ese periodo de tiempo, esas cuarenta y nueve semanas más o menos que van desde el segundo fin de semana de junio hasta el último de mayo. Mi medida de año la rige la Feria del Libro.

Suena exagerado y sin lugar a dudas lo es. Al mismo tiempo que es una exageración también es una verdad personal y una realidad que viven mis padres y todas aquellas personas que me conocen bien. Mi año biológico, como el de todos los mortales, comienza un uno de enero: en mi caso escuchando los acordes y compases de las piezas musicales de la Familia Strauss que interpreta la Orquesta Filarmónica de Viena desde la Musikverein de la capital del Imperio Austríaco; en otros casos probablemente en estado comatoso después de una noche en la que los timos están a la orden del día al cobrarse por un cubata un precio desorbitadamente exagerado para la calidad del mismo. Sin embargo mi año vital no da comienzo con el primer día del primer mes del año, sino el viernes en el que los Reyes inauguran en el Paseo de Coches de El Retiro la Feria del Libro.

Durante tres fines de semana seguidos Madrid vive de las letras, los libros y la creación literaria; el Retiro se convierte en la mayor librería del planeta Tierra, y los madrileños abarrotan su gran pulmón verde simplemente para ir a echar un vistazo a libros y escritores (y autores varios que les ha dado por escribir aunque no sepan qué es eso realmente). La ciudad se transforma y eso se nota en muchos lugares. El Retiro es más parque aún si cabe que el resto del año: niños, adolescentes, jóvenes, adultos, ancianos; escritores, editores y libreros; lectores apasionados, veteranos, selectivos o principiantes. Todo tipo de amante de la cultura, las letras y la literatura, del arte en general, tiene cabida en un lugar que por sí solo siempre recibe a quien lo visita con gusto y placer.

No hay rival para la Feria del Libro durante las tardes de viernes, sábado y domingo de los tres fines de semana que dura la Feria entre mayo y junio. De hecho siempre digo, intentando claro está dejar en evidencia a algunos, que no hay más Feria en Madrid que la del Libro, en clara referencia al anacronismo que supone un espectáculo tan poco culto (por muchos Vargas Llosas y Sabinas que vayan) e intelectual como es una corrida de toros en las Ventas. Y es que Feria del Libro y Feria de San Isidro comparten muchos días de primavera; lo que probablemente no compartan sean fieles y visitantes.

Recientemente, estos dos últimos años, la Feria del Libro también ha tenido que lidiar con un evento estelar que congrega en este caso frente a un televisor a millones de personas, como es la Final de la Liga de Campeones. Tanto el pasado año como el presente el segundo fin de semana de Feria ha coincidido con la Final, y para más inri jugada por el equipo capitalino por excelencia. El año pasado estuve en la Feria dicho fin de semana y viví luego la final, ya mediada la primera parte, en un asturiano con mi mejor amigo y su novia, también amiga. Este año, recibido plantón por parte del mismo amigo para ir por la tarde a la Feria, tuve que cambiar la que espero que sea ya una tradición que dure muchos años de la tarde a la mañana, con el consiguiente aguante de calor y sudor. Porque este año parece que el infierno veraniego madrileño quiere dar por saco a los habitantes de la Villa y Corte antes de lo esperado.

Y es que otra de las tradiciones de la Feria del Libro es o el calor o la lluvia. Si el año pasado el día de la Final de la Liga de Campeones tuve que ir a la Feria con pantalón largo y una cazadora, y me tuve que resguardar en el paraguas de mi amiga y bajo los toldos de las casetas del ligero chaparrón que cayó, este año la lluvia, al menos las mañanas y las tardes que yo he pisado El Retiro, no ha hecho acto de presencia, ni tan siquiera amago. Cosa rara he de decir, porque todos los años desde que tengo memoria de ir a la Feria, me ha caído alguna gota estando en el Paseo de Coches con varias bolsas de papel y libros en su interior. Dirán algunos que la lluvia siempre cae cuando menos se la espera y más daño puede hacer como es durante la Semana Santa Sevillana. Mentira cochina y exageración andaluza. A lo que de verdad hace daño la lluvia es al papel, y los libros están hechos de papel y no las figuras de santos, santas, Vírgenes y Cristos yacientes o crucificados. Mil veces más duele que no se pueda pisar un sábado la Feria del Libro de Madrid que que la Macarena no pueda salir una Madrugá. Por no hablar del valor intelectual y cultural de una cosa y otra.

Este año la lluvia ni se ha olido, y sí el calor. Ni tan siquiera el verdor de los árboles de El Retiro ha tenido fuerzas para aplacar un poco el calor tórrido que este año ha asolado los tres fines de semana de Feria. Ni un respiro ha dado el sol inclemente a los lectores y a los curiosos que se han acercado al Paseo de Coches. Nada. Si se ha podido sobrellevar el calor quizá haya sido por la “recompensa” de conocer a ese escritor predilecto o favorito y pedirle que firme tu libro favorito suyo. Pongo entre comillas lo de recompensa, porque a mí sí que me ha compensado aguantar el sol, por ejemplo ayer por la mañana, para que Muñoz Molina me firmara un par de sus libros; pero dudo mucho que realmente compense, objetivamente hablando, que un youtuber escritor (lo que acabo de escribir ya de por sí es sacrilegio) te firme su “libro”. Pero es así: cada año más fenómenos de masas adolescentes provocan colas interminables de jóvenes, todos cortados bajo el mismo patrón, esperando a conocer y a echarse una foto con su “escritor” favorito. Ilusos.

Puede que me haya salido la vena más radical pero no voy a poder compara nunca a un escritor de verdad (Javier Marías, Javier Reverte, Muñoz Molina, Martínez de Pisón, Julia Navarro, Almudena Grandes, Eduardo Mendoza, Juanjo Millás, Inma Chacón) con uno que simplemente escribe patochadas infumables, todas iguales y repetitivas, sin imaginación ni gracia (metería aquí el nombre de los youtubers pero no me sé ninguno, fruto de mi clara y objetiva ignorancia e incultura en estos lares). No puedo soportarlo. Dicen que da igual qué se lea mientras se lea. Pensando así no me extraña que tengamos a Rajoy como presidente, si no sale del MARCA y del AS, y creo que en su vida ha leído algo sin fotografías o dibujos. Para mí no todo vale a la hora de leer. Y dudo mucho que quien con doce o trece años (si no más) lee a un youtuber, vaya a leer con dieciocho o veinte a Le Carré, García Márquez, Grass o Eduardo Mendoza. Yo no lo veo y ojalá me equivoque de cabo a rabo.

Mi cosecha libresca de este año ha consistido en nueve ejemplares: cuatro de autores españoles y cinco de autores extranjeros. Podrían haber sido varias decenas más los libros que me hubiera comprado pero hace ya tiempo que debo de contenerme más de lo que me gustaría a la hora de comprar, aunque me cuesta mucho. Tampoco ha sido fácil elegir los libros de autores extranjeros (los otros han sido decisiones más que pensadas y deseadas), pero para eso está la Feria del Libro: para poder ojear y palpar, los catálogos de todas las editoriales de España, grandes y pequeñas, conocidas y prácticamente ignoradas.

Todo esto se ha acabado. Las colas, al sol o a la sombra, largas, medianas, cortas o eternas, para que tu autor preferido o autores preferidos te firmen los ejemplares que llevas desde casa o los que acabas de adquirir en alguna de las ya pasadas de moda casetas de la Feria. El calor agobiante, las sombras arbóreas de la tarde, las colas de espera en las fuentes, el polvo de los caminos de tierra laterales del Paseo de Coches, la megafonías monótona que anuncia periódicamente como una salmodia eterna los autores que están firmando en la Feria y en la caseta que lo hacen. La búsqueda de libros, la petición de recomendaciones, el buceo entre la gente para allegarse hasta el borde de la caseta que deseas para preguntar. El saludo a los autores, el comentario sobre tal o cual libro, la pregunta sobre la próxima novela si es que la hay, la recomendación ilustrada, la foto robada, el apretón de manos sincero, la sonrisa cansada, la muñeca dislocada, el bolígrafo sin tinta y la página inmaculada. La mañana, la tarde y el mediodía. Las fotografías impresionantemente bellas y hermosas que muestran el Planeta que nos estamos cargando entre todos por imbéciles, tercos y necios. El nuevo Florida Park sin vallas de obras. La estatua ecuestre del General Martínez Campos vigilante regio sobre la feria en el tramo más bonito de la misma antes del desdoblamiento del Paseo de Coches. La muchedumbre en procesión lenta y ceremoniosa con carritos de bebés, perros obedientes y poco ladradores, jóvenes ilusionados por encontrar ese libro que les enganche de una vez a la lectura, padres intentando alentar a sus hijos a que se dejen llevar por los libros, grupos de amigos que comparten gustos literarios, géneros y autores, parejas jóvenes que buscan un libro qué regalar de recuerdo a su contrario y ya adultas que simplemente buscan ese libro que les acompañe en las tardes pesadas de monotonía, bibliófilos que buscan finamente ese libro que no encuentran en casi ningún lugar y que no lee ya casi nadie y roza por tanto el umbral del olvido y la descatalogación. Gente sola que busca simplemente encontrarse con su pasión por encima de cualquier otra cosa: los libros; que en silencio se acerca a las casetas y ojea de lejos títulos diversos hasta que se decide a comprar y entabla breve conversación con el librero que al ver el título del libro escogido sonríe como aprobando la elección no consultada y alabando, o no, el buen gusto, o no, del lector anónimo que paga y recibe la bolsa de papel con el cartel de la Feria plasmado en ella; que esquiva colas y aglomeraciones de curiosos ante una caseta con “famoso”, entendiéndose como famoso a alguien que sale por la tele y se llama “escritor” por haber escrito un libro y vender ejemplares; que llega sola pero se marcha acompañada por los libros que leerá en las próximas semanas; gente que en el fondo nunca está sola porque siempre tiene un libro al lado que le acompaña, anima y alegra los días.

Mi año acaba de empezar y ahora solo falta comenzar a descontar, semana a semana, los cuarenta y nueve fines de semana que faltan para que de nuevo a finales de mayo de 2018 empiece un nuevo año vital. Por delante muchos libros que leer, algunos ya comprados y otros por descubrir.

Caronte.

sábado, 22 de abril de 2017

Donde todo cabe

Corría por un callejón que parecía no acabarse nunca. Cada vez que pasaba junto a una farola tímida que arrojaba su tenue luz sobre un asfalto irregular y húmedo, otra se encendía por delante de él alumbrando un difuso camino. Alguien le estaba persiguiendo gritando su nombre. Cuando parecía que una mano de intenciones desconocidas le iba a agarrar de la chaqueta que volaba a su espalda por la velocidad de la carrera, una puerta apareció a la derecha. No había más luces por delante. No lo dudó ni un segundo: abrió dicha puerta y la atravesó.
El calor de la habitación en la que penetró le inundó todo el cuerpo haciendo que tuviera que dejar la chaqueta en el respaldo de lo que parecía una silla, pero que la penumbra protegía. A tientas dio varios pasos indecisos encaminándose hacia una especie de cortina de tela. Al acercarse empezó a oír lo que su mente y su lógica le negaban que pudiera ser: el mar. Apartó la cortina y dio con una playa de arena blanca con el sol a punto de ponerse por el horizonte para morir tranquilamente al otro lado del mundo, o de alzar su vuelo diario sobre la bóveda celeste naciendo después de la larga noche. Se dio cuenta de que pisaba la arena cuando se giró y la habitación por la que había penetrado en ese paraíso ya no estaba allí.
Salió de la playa y se adentró en una especie de bosque de palmeras. Divisó una casa no muy lejos. Al acercarse a la rústica construcción de madera de palmera, olió a comida. Un hombre de tez curtida por el viento salino y el sol inmisericorde de aquel paraje caribeño que hablaba con un coco, le hizo sentarse en una mesa, le dio de comer y le contó historias sobre un viejo pescador que llevaba días perdido en el mar enfrentándose a la más mítica de las criaturas marinas. Cuando acabó de comer y de escuchar al hombre salió de la casa. Fuera había una bicicleta en la que se montó sin preguntar a nadie y empezó a pedalear sin rumbo, simplemente dejándose llevar por sus piernas, recuperadas de la carrera por el húmedo callejón gracias a la comida del hombre de la cabaña, y una carretera bien asfaltada que serpenteaba entre palmeras primero y abedules, olmos y robles después.
Sin saber cuánto estuvo dando pedales pasó de la jungla caribeña, a los bosques perdidos de los Reyes de Nueva Inglaterra y los Príncipes de Maine; tras estos apareció la llanura amarillenta y golpeada por las nubes de polvo levantadas por diligencias perseguidas por correosos indios a caballo. Cuando el sol se elevaba lo más alto en el horizonte tuvo que detenerse en una especie de apeadero de ferrocarril tras el cual apenas había tres calles con casas de madera cuyas originales fachadas policromadas estaban resecas por el poder el astro rey. Al final de la calle principal una mujer vestida con ropas raídas y rasgadas que tenía de la mano a una niña de pelo alborotado y cariz triste y sobre el regazo aguantaba con el otro brazo a un niño le gritó que cogiera el siguiente tren sin falta. Tras el grito de la mujer se escuchó el pitido agudo y profundo de un tren de vapor que se acercaba raudo desde el horizonte. El tren no paró sino que aminoró la marcha; pillado de improviso tuvo que correr unos metros para poder agarrar la mano de un revisor de pálido aspecto que le ayudó a subirse a bordo.
Acomodado en un compartimento del tren vio pasar los paisajes diversos hasta que la noche lo ocultó todo. A punto estuvo de quedarse dormido cuando escuchó revuelo en el pasillo del vagón. Una camarera abrió la puerta de su compartimento y le dio un traje para la cena que anunció comenzaría en quince minutos. A la cena acudieron personajes de toda índole y distinción: un médico, un banquero, una viuda, una escritora, un general retirado, un cambista, un anticuario berlinés, un músico judío; el único tema de conversación era el asesinato de uno de los viajeros del tren la noche anterior.
Durante la cena el tren frenó en seco haciendo que varios comensales vertieran el contenido de las copas sobre sus ropajes. Varios militares ataviados con gruesos abrigos penetraron en el coche comedor y se dirigieron directamente a donde él estaba cenando acompañado de una joven marquesa italiana. Al bajar del vagón comedor un golpe de aire frío le heló el alma. Fue conducido a través de la nieve, empujado por los mismos guardias que le había arrancado de un tren que ya no estaba donde él pensaba que debía seguir parado, y de una especie de campo de granjas a una sala donde otro militar le esperaba.
Pasó la noche en un cobertizo con otras personas, hombres, mujeres y niños de todas las edades pero con la misma cara de desesperación y espera de la muerte, de quién sabe que no va a ver más años cumplidos. A la mañana siguiente le sacaron y le metieron en un coche tapándole la cabeza, antes de lo cual pudo ver una inscripción en una verja de hierro “ARBEIT MACHT FREI”. No entendió lo que ponía.
Cuando bajó del coche y le quitaron la capucha estaba en mitad de una explanada inmensa y verde. No reconocía el lugar. Empezó a darse la vuelta cuando un aroma de pan recién hecho le despertó los sentidos antes de que la imagen de la Torre Eiffel le terminara de aturdir. Desmayado cayó al suelo.
Cuando volvió en sí estaba en una librería. Volvía a estar en Madrid.
– ¿Al final qué libro se lleva?
Terminó por entender: sólo había estado ojeando diversos libros en su librería de siempre. El viejo librero le sacó de su sueño. Comprendió en ese momento el poder inmenso de un libro: en él cabe todo lo habido y por haber.

Caronte.

martes, 17 de enero de 2017

Mi bella y prohibida dama

Londres no es para mí simplemente una ciudad más del globo, capital del Reino Unido y de Inglaterra y otrora capital del segundo mayor imperio que haya visto la humanidad después del español claro está. Londres es esa ciudad donde mora una de las mujeres más misteriosas, enigmáticas, bellas e inaccesibles de la tierra que me robó el corazón hace ya diez años.

Tres veces he ido a Londres y tres veces la he visto. Como el peregrino cristiano que va a Jerusalén, Roma o Santiago; como el musulmán que visita sus lugares sagrados en La Meca, Medina o Jerusalén también; como el judío que reza ante el muro de las lamentaciones; yo rindo pleitesía en Londres a mi bella dama.

Ella vive en un amplio palacio repleto siempre de invitados y habitado por ilustres personajes. Un palacio enorme lleno de salas amplias de techos altísimos coronados muchos por tragaluces, con suelos entarimados, con columnas majestuosas, puertas macizas y regias y paredes engalanadas con las mejores sedas. Un palacio en el que uno se puede perder con mucha facilidad sobre todo si es la primera vez que se visita, pero que siempre, sea como sea, conduce hasta la dama en su sala roja.

Delante de la dama hay un sofá inglés de cuero marrón. No es cómodo. Parece colocado allí adrede para la que bella dama reciba a sus visitantes y también, por qué no, a sus amantes. Por la misma razón ese sofá es incómodo, para evitar que la gente no deseada se vaya rápido y deje de molestar. Siempre es el mismo sillón, al menos desde hace diez, que son los que han pasado desde que me senté en él por primera vez para contemplar a la que desde entonces es mi gran amada; la mujer a la que no puedo dejar de ver cada vez que paso por Londres.

La dama es joven y al serlo también es orgullosa ya que recibe dando la espalda al invitado visitante o al amante soñador, sin mirarlo nunca de frente a los ojos. Es posible también que no sea orgullo lo que la dama demuestre con su actitud, sino simplemente timidez y se esconda de las miradas indecorosas y sinvergüenzas de sus visitantes. Sin embargo no puede ser tímida tampoco ya que recibe siempre desnuda y es quizá esa desnudez blanca, tersa y perfecta la que conquistó mi corazón, lo arrancó sin piedad de mi pecho y me dejó un hueco doliente junto al pulmón izquierdo hace una década cuando yo apenas tenía quince jóvenes y lozanos años.

No puedo decir qué edad tiene la hermosa dama. Nunca me lo ha dicho. Nunca me he atrevido a preguntárselo porque tampoco nunca me ha importado no saberlo. La edad que tuviera hace diez años la mantiene inalterada hoy; el tiempo parece no pasar por ella: sigue igual de bella que cuando la conocí.

La belleza de mi dama no es usual ni convencional. Mi dama es hermosa. No la conozco de cara porque a pesar de que su rostro de refleja en un espejo sujetado por un niño querubín no está bien definido, ya sea por descuido del pequeño travieso que olvidó limpiar el espejo, ya sea por decisión de la dama de no mostrarse nunca al público como es. Pero esto no importa. Es cada visitante y admirador suyo quien debe poner rostro a su belleza, afinar sus rasgos y aclarar su imagen. Insisto esto da igual.

La Venus del espejo o The Rockeby Venus. Diego de Velázquez. National Gallery, Londres.

Tres veces la he visitado desde que la conocí y las tres veces he salido de su morada más enamorado de lo que entré. Tres veces he contemplado su blanco y bello cuerpo desde la inmensa y eterna lejanía que nos separaba en nuestros encuentros. Tres veces me he quedado con las hirientes y lacerantes ganas de acariciar esas tiernas y delicadas piernas, y de recorrer con mis bastos e indignos dedos su divino perfil, las cumbres de su cuerpo ladeado, su torso juvenil. Tres veces mis labios han tenido que matar el deseo de besar su hermoso y perfecto cuello y silencias las palabras que mi corazón dio orden de pronunciar susurrándolas a su oído. Tres veces he sentido envidia del angelito y he soñado morir joven para haber ocupado su lugar como miembro del enjambre celestial de niños querubines y haber sujetado yo mismo el espejo donde el rostro de la dama se adivinada, pudiendo al mismo tiempo contemplar a la dama de frente, viendo la realidad que mi mente solo es capaz de idealizar haciendo que mis entrañas ardan.

Cada vez que he estado delante de mi dama prohibida, o mejor dicho detrás ya que ella siempre ha estado dándome esa perfecta espalda, he deseado cometer el mayor crimen contra el arte posible y arrancar su figura obligándola por fin a mirarme y de una vez por todas descubrir la realidad de ese rostro velado, de ese cuerpo blanco y carnal, de esa vida deseada y ardiente.

Volveré a Londres periódicamente durante toda mi vida y ella seguirá allí en su mansión, recibiendo visitantes, rompiendo el corazón a nuevos enamorados amantes. Iré envejeciendo con el tiempo, por el camino, nunca seré el mismo cada vez que pague tributo visitándola; y sin embargo seguirá siendo siempre mi bella y prohibida dama por la eternidad de los siglos hasta cuando mi ser no sea más que lo que siempre fue.


Caronte.

miércoles, 4 de enero de 2017

Días locos

La noche de fin de año suele ser la más loca de entre todas las noches extraordinarias que vivo a lo largo del año. Esa noche nadie sabe lo que puede pasar. Este año ha tocado comerse las uvas en casa de mis tíos. Yo ya les dije a mis padres que prefiero que las noches de Nochebuena y Nochevieja se pasen, si es posible, fuera de nuestra casa. No me gusta estar todo el día preparando comida para que luego sobre la mitad y pensando en el qué dirán el resto de familiares si hay poca comida en la mesa, o mejor dicho, si el mantel no queda totalmente cubierto por platos rebosantes de suculentos manjares.

Este fin de año ha sido especial. Tampoco sé explicar muy bien el por qué, pero lo ha sido. Mis abuelos están muy  mayores y mi abuela está muy delicada del corazón. Quizá esta sea la razón por la que esta Nochevieja ha estado revestida de un aura diferente. La muerte llega cuando menos lo espera uno, como este año pasado he podido comprobar en mi propio corazón una noche que debió ser la más feliz y completa de mi vida pero que acabó siendo como es la vida: dura, fría, lluviosa y triste. Sea como fuere este fin de año lo he vivido con otros ojos.

Vuelvo a la locura. Cada vez que una de las celebraciones de la Navidad se produce en casa de mis tíos se desata el desenfreno, sobre todo si esa noche es la que liquida un año y da paso al nacimiento del nuevo año. Este año más si cabe todavía. Petardos a mansalva, comida de más como siempre, paletilla de cordero no disfrutada, nata montada, Vera la perra recién adoptada de mis primos, risas, un tío más alegre que de costumbre embriagado por los deliciosos efluvios dionisiacos bailando desenfrenadamente una canción de Raphael, doce uvas alocadas durante las cuales los gritos de nerviosismo silencian a la televisión... Año nuevo 2017... Vuelta a casa casi a las cuatro de la mañana, prácticamente un récord en los últimos años y quizá en mi vida.

Llegó la mañana del primero de enero. Todavía tenía el olor a pólvora en mis fosas nasales y el ruido ensordecedor de los petardos, o cartuchos de dinamita de ETA,  de mi primo en mis oídos. Sonó el despertador apenas siete horas después de que me acostara y durmiera. Eran las once de la mañana del primer día del año. Estaba totalmente muerto de sueño. Pero no podía dormir más si quería viajar a Viena para estar allí, ya sentado en mi butaca, a las once y cuarto dispuesto a empezar de verdad el año. Hay quienes durante la noche/madrugada que da paso al nuevo año no duermen ni un solo minuto, que deambulan ya de amanecida con la escarcha congelada blanqueando el césped de parques y jardines, que desayunan, todavía con el sabor amargo del alcohol en sus gargantas un buen chocolate con churros. Yo duermo para poder ver el Concierto de Año Nuevo de Viena.

No sé realmente cuantos años llevo viendo este concierto. Tengo recuerdos verídicos de al menos hace quince años. Pero muy probablemente sean muchos más. Siempre lo he visto. Y si puedo siempre lo veré, quizá alguna vez en directo en la ciudad imperial por excelencia, sentado en una butaca de la Sala Dorada de la Musikverein de la capital austriaca. La música de los Strauss lleva muchos años siendo la que para mí de verdad da comienzo al nuevo año, la que me levanta todos los ánimos, la que espero que llegue durante 364 de los 365 días que tiene el año al que da comienzo. No creo que pueda ser más feliz que durante las dos horas y pico que dura el concierto y durante las cuáles suena la música celestial. El arte fluye desde Viena hacia el mundo, y cuando las palmas del público que acompañan acompasadas a la Marcha Radetsky enmudecen para mí acaba la paz y vuelve la realidad. Viajo de vuelta a mi casa de inmediato para volver a mi vida.

Desde hace ya unos años los días de Navidad y Año Nuevo son dos días más como otros cualquiera. Ya no hay comilonas igual de frugales que las cenas que las preceden. Ya no nos reunimos con la familia con la que no lo hicimos en la noche. Solo somos tres o cinco, más concretamente ya que mi madre, como es comprensible, no quiere que mis abuelos coman solos esos días tan señalados, que empiezan a no serlo tanto. Si la mañana del primero de enero se pasa volada entre que me despierto tarde, el Concierto de Viena y la comida; la tarde es eterna por no tener nada que hacer nada más que esperar que llegue la hora de volverse a la cama para dormir y que llegue el segundo día del año en el que la normalidad ya sí que vuelve a la vida de todos. Y lo peor es que si mis padres tienen a tíos y hermano que les llaman para felicitarles el año, esta vez a mí no me ha llamado nadie. Supongo que ningún amigo se habrá acordado de hacerlo, o no lo habrán considerado necesario. Antes lo hacía yo pero me he cansado de ser el tonto de siempre.

Antes de que acabe toda esta vorágine vertiginosa de comidas, cenas, fiestas y celebraciones familiares para dar paso al año propiamente dicho, falta la llegada desde Oriente de Sus Majestades los Reyes Magos. Muchos dicen que los Reyes Magos son los padres. Pues bien tengo algo que decir al respecto. Es una patraña monumental. Los Reyes Magos son Melchor, Gaspar y Baltasar, de siempre, y son reales como la vida misma. Lo que pasa es que llega un momento en el que los Reyes Magos no pueden seguir trayendo regales ellos mismos a todos. Llega una edad en el que los Reyes Magos piden ayuda a los padres, a esos niños ya crecidos que en su día también recibieron su visita, para que les tomen el relevo. Y así pasa. Yo mismo hace ya muchos años, tendría siete años quizá, vi a Baltasar una noche en mi casa. Se asomó a mi habitación y se marchó sin decir nada. A la mañana siguiente la carta que siempre dejaba en el árbol de Navidad ya no estaba. ¿Qué mejor prueba que esta para saber que existen? Niños de toda España, no os creáis nada de nadie, los Reyes existen solo debéis mirar en vuestro corazón.

Sólo falta la tarde de las cabalgatas de Reyes y por su puesto el día de Reyes. Día en el que la locura infantil desborda cualquier tipo de barrera de contención que los padres hayan intentado inculcar en sus hijos. Día en el que la ilusión y los nervios, la noche pasada de manera intranquila y las amenazas parentales de las semanas precedentes para que los niños se porten bien se olvidan para dar rienda suelta a los gritos de alegría, las lágrimas de felicidad por descubrir que Sus Majestades han traído lo pedido, y las caras de asombro al descubrir que lo que se dejó para que Melchor, Gaspar y Baltasar recuperaran fuerzas para seguir con la siguiente casa de la lista ha desaparecido.

Yo también he escrito mi carta privada y personal a los Magos de Oriente (Oriente zona que este año he pisado con mis propios pies, que he sufrido en mis propias carnes, y que por desgracia me ha decepcionado bastante al descubrir una sociedad analfabeta, egoísta y sin futuro, que no merece absolutamente ningún tipo de respeto y que aunque suene fuerte y mal creo que habría que intentar o redirigir o dejar que se autodestruya ella sola), pero no voy a dar detalle de la misma. De la que sí voy a hablar un momento es de la carta que he escrito a los Reyes Magos sobre lo que pido para España.

Pensé en su día pedir que Sus Majestades de Oriente se llevaran a todos los inútiles que han gobernado y gobiernan en España, de cualquier signo y partido político, desde hace cuarenta años. Lo que pasa es que me di cuenta de que los camellos no fueron hechos para llevar basura a cuestas. Por otro lado también me di cuenta de que pedir esto era aceptar que toda la sociedad española merecería un diluvio universal para empezar de cero y tampoco estaba muy del todo. Deseché la idea y sinceramente prefiero que los Reyes Magos traigan conciencia colectiva, que hagan que por una vez los políticos (es decir la sociedad) tengan claro que el bienestar viene dado por una educación y formación de calidad, libre e independiente, que forme ciudadanos que piensen por sí mismos y sean críticos con todo; donde la cultura es una pieza clave y fundamental; y donde la ética y la moral sin signo ideológico rigen los comportamientos. Nada más pido, aunque creo que para España es mucho.

Para mí siendo un poco más egoísta pido que me ayuden a desbloquearme y que pueda dar forma escrita a la historia que tengo en la cabeza para la próxima novela y que desgraciadamente soy incapaz de empezar, porque no logro dar con un comienzo. En segundo plano, ya que es la escritura la que me proporciona más felicidad, pido encontrar un trabajo digno y de calidad que me llene e ilusione. Aunque esto último parece que va a ser más difícil viendo la cantidad de currículos que he enviado sin haber recibido respuesta alguna, y teniendo en cuenta que hay mucho joven que exigen calidad en el trabajo pero luego acepta las miserables reglas del juego que imponen los empresarios. Es posible también que ninguna empresa merezca mis servicios, que no estén a mi altura, sea cual sea esta. Amor no voy a pedir porque es algo que no se puede pedir en una carta a Sus Majestades de Oriente, bastante tienen con cumplir los deseos de los más pequeños de cada casa.

Una vez pase el día seis de enero, el Día de Reyes, y Sus Majestades de Oriente vuelvan, si es que no les paran en alguna frontera de estas que se están levantando de nuevo en Europa por la ignorancia y la ignominia del neo-fascismo que campa a sus anchas por el Viejo Continente, a su tierra de origen para descansar y esperar que pase de nuevo todo el año para repartir felicidad, ilusión y alegría, todo volverá a ser como antes de 22 de diciembre: anodino, cansino, pesado, aburrido, gris, frío...

Una vez pasen estos primero días del año todos volveremos a los de siempre y a llevarlo lo mejor posible para no desfallecer, no tirar la toalla (cosa absurda por otro lado; absurda e inútil), e ir pasando día a día los doce meses que faltan para volver a estas fechas locas.


Caronte.