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(Viene de la última entrada)
Tal y como él se
imaginaba la conversación que había sido interrumpida con el final de la velada
en el restaurante no había acabado ni mucho menos. Eso es lo que a él le
hubiera gustado: no seguir hablando de un pasado que creía ya extinto, pero que
se daba cuenta que todavía tenía muy presente y vivo en sus recuerdos; y lo que
es peor, que con las preguntas de Anna se habían despertado recuerdos que
llevaban dormidos muchos años, algunos de los cuáles le hacían daño y pensar en
todo aquello que sintió hacía ya casi quince años. También notó como la noche
estaba mucho más fría de lo que recordaba. Anhelaba el calor del restaurante y
lo único que quería era llegar de nuevo al Sacher para estar caliente de nuevo,
sentir como su cara se reconfortaba con la calefacción y no sufría por el frío.
Frío que rasgaba cualquier resquicio de piel no protegido por guantes, abrigo,
bufanda o gorro, como si fueran alfileres lanzados con saña desde lo más alto
del firmamento. Debido al frío Anna se apretó mucho más a él para robarle algo
de su calor corporal y para en cierto modo intentar reconfortarle algo sabiendo
que no estaba pasando el mejor de los ratos hablando de su pasado y recordando.
– Volvamos al
inicio de la conversación. – Dijo Anna pillándole algo desprevenido ya que él
no recordaba muy bien a qué se estaba refiriendo.
– ¿Y cuál es ese
principio? Que ya no recuerdo. Me hago mayor y estando por tierras germánicas
el amigo Alzheimer parece querer visitarme de antemano. – Reconoció él su
asombro intentando bromear un poco para que Anna le siguiera algo la broma y
poder así ganar tiempo y no hablar de lo que ella quería.
– Ya te gustaría a
ti que ese amigo alemán te visitara. Pero no. El principio es que estábamos
hablando de cómo habías conseguido los pases para la fiesta de fin de año del
Sacher, esa que se supone tan exclusiva a la que sólo suele asistir la jet set vienesa. – Respondió Anna
pasando en parte por alto la broma de él y volviendo a entrar en materia.
– Sí. La
entrada... Pues mira vas a tener razón con eso de que algún amigo debo tener
todavía que no haya perdido.
– ¿Ves como eres
un tremendista? – Le dijo ella a la vez que con su mano enguantada le
acariciaba la cara y le daba un beso en los labios.
– Las entradas me
las ha conseguido un miembro de la Embajada. – Dijo él de modo algo enigmático.
– ¿De la Embajada?
¿La de España? – Preguntó ella totalmente descolocada con la respuesta, que no
se esperaba para nada.
– No. La de Bután.
– Dijo él de manera seca pero sonriendo ampliamente verdaderamente divertido
con el asombro de ella. – Pues claro. De nuestra embajada aquí en Viena.
– ¿Y a quién
conoces tú en la embajada?
– Pues a eso voy
si me dejas. – Fue él quien ahora la besaba en los labios sintiéndolos
calientes en comparación con los suyos.
– Me callo
entonces y te dejo. – Sonrió ella.
– Así me gusta. –
Rió él. – Mira en la universidad a pesar de que con quienes estaba más tiempo
era con mis amigos, que era con los que me sentaba, pasaba los ratos muertos,
estudiaba a veces, iba al cine, salía de vez en cuando e invitaba a mis
cumpleaños, también tenía relación, no solo yo sino todos nosotros, con más gente.
Durante el tiempo que uno pasa en la universidad al final terminas coincidiendo
mucho con muchas personas, aunque solo sea de vista, o de haber compartido una
sesión de laboratorio con ellas, y al final saludas y cruzas algunas palabras
con bastante gente, sin terminar de considerarlos amigos. Bueno pues resulta
que una de esas personas, Alberto creo que se llamaba, con las que a medida que
pasaban los cursos uno coincidía más por haber menos gente en clase, derrotada
sin piedad por la carrera y algún miserable profesor, empecé a tener algo más
de trato y a conversar más con él, sobre todo en ratos libres en los que yo no
tenía o iba a clase y él tampoco, y no estaba con mis amigos por que éstos
estaban haciendo su proyecto o estudiando para un examen de vital importancia.
>> Este
chaval, Alberto, tenía uno o dos años más que yo, aunque todavía arrastraba
alguna asignatura. Creo también recordar que durante un año, segundo curso, no
pudo ir a la universidad porque estuvo seriamente enfermo, con lo que casi decidió
abandonar la carrera. Además era algo tímido, o mejor dicho introvertido porque
una vez que se soltaba con alguien era un cachondo mental y hacía bromas y
chiste, a veces algunos fuera de lugar o tono, debido a su más que particular
sentido del humor.
>> A Alberto
no le conocí en el último año, sino que de vista y a través de otro compañero
de clase pues le fui saludando y compartiendo comentarios de vez en cuando. Lo
que pasa es que fue en el último curso, cuando mis amigos de toda la carrera sólo
vivían para y por sus proyectos, cuando empecé a hablar más con él. Y gracias a
ello descubrí que como a mí, a él tampoco le gustaba nada la carrera, que la
estaba terminando por orgullo y por no tener la sensación de haber tirado a la
basura tantos años después de todo. También poco a poco fui viendo que a pesar
de estar en una carrera científico-técnica era más de letras, de hecho
colaboraba con la revista cultura de la universidad escribiendo algún que otro
artículo, por lo general de tono pesimista. Me cayó bien Alberto.
>> Cuando
acabé la universidad como ya te he dicho Anna, solo mantuve relación con esos
amigos de toda la vida, de la carrera se entiende, y del resto pues no es que
me desentendiera es que simplemente eran compañeros de universidad, y al acabar
esta lo único que guardé de ellos en el mejor de los casos era un nombre, una
cara y un número de móvil. Luego vino el desencanto con mis amigos, la pérdida
de relación con ellos y el olvido.
>> Como
sabes no trabajo de lo que estudié. Apenas estuve año y medio en una empresa de
ingeniería haciendo minucias, casi recados, mal pagado, explotado y sin derecho
casi a quejarme. Lo dejé harto y tras unos meses buscando trabajo entré en la
editorial en la que ahora me ocupo de decidir qué libros siguen adelante y
pueden llegar a tener éxito y publicarse y cuáles pasan al olvido. Trabajo de
editor, algo que me gusta pero para lo que no me formé, con lo que estoy
encantado. Leo, escribo, critico. Pero también viajo y mucho.
>> Fue en
uno de estos viajes en los que de repente, en un congreso en Estonia, o
Lituania, o Letonia, ni lo recuerdo, son tantos los países eslavos que al final
uno no sabe muy bien donde está, bien harían por el bien de gente como yo
formar un solo país y dejarse de tanto nombre inútil. Bueno como decía, fue en
un congreso lejos de España donde entre la multitud asistente salió Alberto,
vino hacia mí y me saludó como si acabáramos de acabar la carrera ayer. En un
primer momento quedé estupefacto. No recordaba quien era, o mejor dicho el vodka
de garrafón que por cortesía con los anfitriones estaba bebiendo me impedía
discurrir con normalidad y ordenar mis recuerdos. Al final recordé y la alegría
que sentí no te la puedes ni imaginar Anna.
– Tuvo que ser
algo bonito, ¿no?, ver a alguien conocido después de tanto tiempo y que encima
fuera tan efusivo como dices saludándote. – Intervino ella para dejarle a él un
poco respirar después de todo lo que había dicho.
– No sé si el
calificativo sería bonito. Al menos fue muy emocionante. Me alegré mucho como
he dicho. Quedamos esa misma noche para cenar. Y fue en la cena cuando me
enteré que tras la universidad, que todavía acabó un año después que yo,
decidió prepararse las oposiciones al cuerpo diplomático. Me dijo que fueron
años muy duros de estudio, de un temario muy grandes y de idiomas, hasta tres
aprendió para diferenciarse del resto como me dijo. Y por esta razón estaba en
Riga, o Vilnius, o qué se yo cuál era la capital en la que estábamos. Estaba
destinado en la embajada, en un cargo menor, prácticamente administrativo.
>> Y desde
aquella noche pues hemos mantenido algo de contacto, incluso en la editorial en
la que trabajo se ha publicado algún libro de artículos y un par de novelas
cortas suyas. Alberto siempre ha sido un hombre de letras que acabó en un mundo
de números y que el destino terminó poniendo en su lugar. Cada cierto tiempo,
cinco, seis meses, quedamos a cenar en cualquier parte de Europa o el mundo, y
sin entrar en demasiadas intimidades, ya que en el fondo no somos amigos, sino
buenos y cordiales compañeros de fatigas universitarias reencontrados con el
tiempo, nos contamos nuestras vidas, amarguras, sueños y deseos.
>> En una de
esas cenas fue cuando le comenté que iba a venir a Viena a ver el concierto de
Año Nuevo y a pasar el Fin de Año contigo. No te nombré como Anna, porque en el
fondo tampoco le importa cómo te llames. Entonces se volvió a producir una gran
coincidencia al saber yo que estaba en Viena destinado en la embajada, aunque
con mayor rango, no sé si agregado cultural, segundo secretario u otro cargo
que he olvidado. Y fue él quien me dijo que podía si quería conseguirme
entradas para la fiesta del Sacher. Le dije que sí por supuesto. Y me las
consiguió.
– Una historia
increíble cuanto menos. Propia del destino, que quizá cuando menos nos lo
esperamos nos depara sorpresas gratas que nos hacen sonreír y nos alegran el
espíritu. – Volvió a intervenir Anna a la vista de que parecía que él había
terminado de contar lo que tenía que contar por el momento.
Sin darse apenas
cuenta ya habían llegado a la plaza de la catedral de Viena. Apremiados por el
frío de la noche, bajo un cielo que empezaba a cubrirse de nubes brillantes
debido a la reflexión de la luz de las farolas de la ciudad imperial, cogieron
Kärntner Strasse que a esas horas de la noche ya estaba totalmente desierta,
solo ellos y quizá algunos borrachos que adelantaban las celebraciones del fin
de año para así estar de fiesta más tiempo. Seguía Anna muy pegada al cuerpo de
él, andaban deprisa, muy juntos y seguían conversando de aquello de lo que él
en el fondo no quería hablar pero que gracias a la elocuencia de ella al final
estaba accediendo a desvelar.
– ¿Y este tal
Alberto no tenía relación con tus otros amigos? – Preguntó Anna.
– No. Simplemente
como compañero, si me veían hablando con él en clase, se acercaban, saludaban y
cruzábamos juntos algunas palabras, siempre relacionadas o con la propia
carrera o con la revista de la universidad en la que él colaboraba.
– Qué raro. Si
podíais conversar como buenos compañeros de clase y no os llevabais demasiado
mal, no entiendo por qué no intimasteis más, por qué no estrechasteis esa
relación de amistad.
– Yo tampoco lo
entendí nunca. Muchas veces me lo he preguntado desde que acabé la universidad,
no sólo en relación a Alberto, sino en otras muchas cosas. Supongo que éramos
un grupo muy cerrado, cosa que terminó por amargarme la vida demasiado.
Cerramos el grupo en segundo o tercero de carrera y desde entonces nos
mantuvimos férreamente cerrados, como un club inglés al que se niega la entrada
a nadie que no sea invitado por todos los restantes miembros. – Dijo él ahora
sí, de nuevo con un tono melancólico total.
– Pues si me lo
permites, esa actitud me parece una sobreaña gilipollez, de las gordas además.
– Dijo Anna con todo corazón, sin pensar si sus palabras podrían ofenderle o
no, aunque intuyendo que él opinaba igual que ella.
– Estoy totalmente
de acuerdo contigo Anna. Fue una tremenda gilipollez. Y el más gilipollas fui
yo que encima acepté de buen grado no seguir haciendo amigos creyendo que los
que ya había hecho eran más que de sobra y sería para siempre. Fui un ingenuo.
– No te hagas mala
sangre. Lo que se hizo, hecho está y martirizándote ahora no vas a lograr
cambiar nada de aquello. Está fuera de nuestro alcance modificar el pasado, por
suerte o por desgracia, tampoco sabría decirte. – Dijo esto Anna intentando
sonar pragmática y comprensiva, para hacerle ver que por muchos errores que se
cometan en la vida, uno no es responsable eternamente de ellos.
– Pensado
fríamente, con el tiempo he terminado por asumir que todos los años de
universidad fueron una pérdida de tiempo y vida. Tiré aquellos años a la basura
simplemente por no querer terminar por ofender a ninguno de los amigos que fui
echando durante los primeros años de carrera. Me llevaba bien con muchas
personas de mi clase, me hablaba con bastante gente, de manera muy cordial,
incluso sabía que podríamos ser buenos amigos, pero por no sentir que
traicionaba a los que llevaban a mi lado casi desde el primer momento, nunca
hice nada por afianzar esas amistades. Me equivoqué de cabo a rabo.
– Vuelvo a decirte
que olvides esa idea. No puedes hacer nada por ello, además con el caso de
Alberto debes haberte demostrado a ti mismo que esas personas con las que te
llevaban bien, con las que hablabas pueden reaparecer en cualquier momento, y
quién sabe si puedes retomar esas relaciones. – Volvió a decir Anna intentando
animarle, pero viendo que estaba llegando a recuerdos muy dolorosos, que no se
habían ido nunca de su memoria y que pese al tiempo pasado desde que se
produjeron estos hechos no habían disminuido su intensidad, sino más bien al
contrario se habían enquistado hasta hacerle sentir culpable de toda aquella
época, tanto de lo que le podría corresponder como de lo que ninguna culpa
tenía.
– Anna, por
aquellas decisiones, por aquellos errores que cometí y de los que solo empecé a
darme cuenta una vez acabó la universidad cuando aquéllos a los que consideraba
mis amigos, aquéllos con los que creía contar, aquéllos a los que en su día
quería mantener durante el resto de mi vida y con los que compartir muchos
momentos, cenas, bodas, bautizos y también por qué no funerales, por todo
aquello hoy no tengo más amigos que el veterano camarero del bar en el que te conocí
y si puedo considerarlo como tal Alberto, que nos ha conseguido las entradas
para la fiesta de fin de año de Sacher. Podrás decirme que no tengo culpa de
nada, pero de los amigos que hice o de los que dejé de hacer no hay más
culpable que yo. Y esto es así. Y como muy bien ha dicho también poco o nada
puedo hacer ya por cambiar eso, solo puedo intentar no cometer de nuevo los
mismos errores. – Concluyó él separándose un poco de ella en su rápido caminar
hacia el Sacher y mirándola a los ojos.
– No te eches la
culpa, toda la culpa, por algo de lo que no eres, o fuiste todo el culpable. No
te amargues más la vida con ese pasado por favor. Tienes todavía una larga vida
por delante y puedes llegar a ser muy feliz si lo deseas. Amigos se pueden
hacer a cualquier edad. Es mejor esperar todo el tiempo necesario hasta
encontrar un buen amigo, una buena persona que sepa responder a una sincera
amistad, que tener personas a nuestro alrededor que por muy amigas que sean y
las consideremos, no terminan por reflejar esa amistad que tanto anhelamos.
Anna al acabar de
decir esto último le plantó un beso en los labios. Un beso largo y cálido. Un
beso que él más que desear, necesitaba, y al que respondió con todo el
sentimiento que pudo, reprimiendo también las lágrimas que se estaba aguantando
desde hacía un buen rato. Lágrimas que quizá debería haber derramado para
terminar de desahogarse por completo, para soltar toda esa rabia contenida
desde hacía muchos años y que en muchas ocasiones le habían llevado a cometer verdaderas
barbaridades y a plantearse hacer cosas de las que sin lugar a dudas, si las
hubiera llevado a cabo, se hubiese arrepentido al instante. Nunca pensó que
Viena pudiera abrir todas esas viejas heridas que él quería suponer curadas,
pero que sabía en el fondo que seguían supurando pus, un pus amargo, denso,
largamente supurado y nunca eliminado por completo. No era esto lo que esa
misma mañana en Madrid, cuando vio llegar a Anna con su equipaje por la T-4 del
Aeropuerto Adolfo Suárez, él esperaba que le iba a deparar el día. Pero nunca
podemos dar por terminado un día en su primera luz.
Caronte.
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