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Al calor de la
conversación no se había percatado del paso del tiempo, ni de que ya no les
quedaba comida en sus respectivos platos. Habían dado respectiva cuenta de su
cena. Viendo que la conversación había llegado a un momento de descanso, el
camarero que les había estado atendiendo toda la noche se acercó hasta su mesa
y les retiró los platos ya vacíos y los cubiertos sucios. El jefe de sala del
restaurante también se acercó aunque en su caso para preguntarles si la cena
había sido de su agrado, a lo que ambos, primero Anna y luego él, respondieron
que sí, que todo había estado delicioso y que era una pena que ya hubieran dado
cuenta de su cena. El camarero volvió a la mesa y les ofreció la carta de
postres. Tras ojearla unos segundos él ya sabía lo que tomaría, un strudel de
manzana acompañado de un café; Anna por su parte tardó un poco más en
decidirse. Viendo que estaba dudosa y que no se terminaba de decidir, el jefe
de sala intervino preguntándola si permitía que le hicieran una recomendación.
Anna accedió de buen grado sonriendo ampliamente, como queriendo dar las
gracias al jefe de sala por ayudarla a decidirse. Al final Anna de decantó por
una de las recomendaciones del jefe de sala: una tarta de chocolate y nata,
especialidad de la casa, y según el propio jefe de sala uno de los postres más
demandados del restaurante. Al retirarse tanto el jefe de sala como el camarero
la conversación se retomó, aunque no en tono tan serio como antes.
– ¿No guardas
ningún amigo de la universidad? ¿No tienes contacto con nadie de aquella época?
– Preguntó Anna.
– Para el grupo
que se supone que éramos en aquella época, la respuesta es no. No tengo a día
de hoy contacto con ninguno de los amigos que se supone que tuve en la universidad.
– Respondió él.
– Es triste.
– Sí, bastante
triste. Y también duro, sobre todo para mí que llegué a la universidad sin
tener amigos, y tras creer que los años que pasé en la facultad sirvieron para
comenzar nuevas amistades que duraran toda la vida, me terminé por dar cuenta
de que no iba a ser así.
– ¿Por qué? Cuando
hemos salido del hotel me has contado la historia del gorro ruso que llevas y
de cuándo te lo compraste. En ese viaje a Rusia fuiste con dos amigos de la
universidad.
– Tienes toda la
razón Anna. Pero también he dicho que fue de las últimas grandes cosas que hice
con amigos de la universidad. Yo tampoco termino de entender qué pasó. Supongo
que nunca he terminado de saber mantener ninguna amistad, que si perdí contacto
con aquellas personas fue por mi culpa y falta de insistencia. – Dijo él con el
tono de voz como golpeado de repente por la nostalgia y el recuerdo, recobrando
la melancolía anterior.
– Esto no es como
cuando hay peleas que se dice que dos no luchan si uno no quiere. Para que haya
amistad entre dos personas, ambas personas deben quererla y mantenerla. Y del
mismo modo para que una amistad termine deben poner de su parte ambas personas.
– Anna dijo esto intentando animarle, hacerle ver que nadie tiene la culpa de
manera individual de las cosas que pasan.
– Muchas veces no
me comporté como debía con todos los amigos que hice durante los años de
universidad. A veces primaba a unos sobre otros y puede que eso terminara por
alejarme de todos ellos.
– Eso no es
ninguna razón válida. Y si me permites es una soberana tontería. – Anna se sorprendió
a sí misma diciendo estas palabras y usando para ello un tono rotundo, casi de
doctor en filosofía enunciando un axioma de la naturaleza al que nadie puede
poner objeción alguna.
– ¿Por qué? –
Quiso saber él entre asombrado por lo que acababa de decir ella e intrigado por
lo que añadiría a continuación.
– Acabas de decir
que a veces primabas a algún amigo sobre otro.
– Sí.
– Eso no es nada
raro. Es como si me dicen que por qué me pongo más un pantalón que otro, o por
qué uso más una colonia que otra. Los gustos no son universales y mucho menos
homogéneos. Diferenciar entre amigos es lo más natural del mundo. Si las
personas no somos iguales unas a otras, y todo el mundo acepta esto como algo
normal y natural; tampoco las relaciones que establezcamos con estas personas
serán iguales.
– Durante mucho
tiempo pensé eso yo mismo. Pero había personas que no lo entendían así. A veces
tenía la sensación con algunas personas a las que consideré amigos que o se
quedaba en pack, es decir todo el grupo de amigos que éramos en la universidad,
cuatro o cinco nunca muchos más, o se podía quedar.
– Soberana
tontería. Quien dijera eso no tenía ni idea de lo que era la amistad. Se pueden
tener muchos amigos, considerar a todos y cada uno de ellos como amigos y
querer a cada uno de una manera diferente sin que eso implique menor
consideración para el resto. Tú no tienes la culpa de que hubiera personas
entre aquellos amigos con los que tuvieras una relación más estrecha.
– No estoy tan
seguro de eso. – Dijo él de nuevo embargado por la melancolía y sintiéndose
culpable de que a día de hoy no tuviera amigos con los que verse, quedar o
tomar algo de vez en cuando. Una melancolía que a veces le invadía de tal manera
que lo único que podía hacer para dejarla atrás era cerrarse en banda y
repetirse una y mil veces que él no era culpable de nada.
Entre tanto vino
el camarero con sus respectivos postres. La tarta de ella era fría y tenía una
pinta deliciosa, de esas que le hacen a uno que sus glándulas salivales
funcionen a todo trapo y levanten el más primario de los deseos devoradores. El
postre de él, el strudel de manzana venía caliente, o mejor dicho tibio. Se
notaba que estaba recién hecho y que no había dado tiempo a que se enfriara
debido al éxito que estaba teniendo entre los comensales del restaurante
aquella noche. Ambos probaron el postre del otro. A Anna el strudel no terminó
de convencerla, aunque la bola de halado de vainilla artesano sí que le gustó;
a él por el contrario como buen amante de los dulces, chocolates, pasteles y
tartas, la de Anna sí que le gustó y probó en un par de ocasiones su postre.
– ¿Eres muy
dulcero? – Preguntó Anna, mirando divertida cómo él se llevaba a la boca el
tenedor con un trozo de su tarta.
– Los dulces son
mi perdición, lo reconozco. Vaya donde vaya lo primero que hago es preguntar
por el dulce típico de la ciudad, pueblo o región. Todo lo que sea dulce me
vuelve loco. Incluida tú. – Esto último lo dijo recuperando el tono amable y
normal que le suele caracterizar y que había mantenido prácticamente durante
todo el viaje desde que salieron de Madrid por la mañana.
– Por muchas
lisonjas que me digas no te vas a librar de seguir contándome qué pasó para que
no mantengas contacto ni relación alguna con los amigos que hiciste en la
universidad. – Dijo ella sonriéndole entre maliciosa y dulcemente, apremiándole
con la mirada a que siguiera contando.
– Parece que no me
libro esta noche de contarte sobre mí, ¿no? – Preguntó él sabiendo de antemano
la respuesta.
– No. Y ahora dime
¿qué pasó para que después de acabada la universidad perdieras el contacto o la
amistad con tus amigos?
– Como te he dicho
supongo que hubo culpa por parte de todos. No creo que tuviéramos el mismo
concepto de amistad todos y mucho menos las mismas prioridades. Después de
volver de Rusia cada uno nos fuimos de vacaciones de manera individual, yo con
mis padres, y el resto con sus familias o con sus parejas quien las tuviera.
>> Aquel
verano fue muy largo. Habíamos acabado la universidad y ahora tocaba ver qué
hacíamos cada uno con nuestras vidas. Yo era un mar de dudas. Por un lado no me
gustaba la carrera que había hecho y no me llenaba de ilusión trabajar de lo
mío. Pero por otro lado me quería ir de casa, no aguantaba más seguir bajo el
paraguas de mis padres. No es que me llevara mal con ellos por entonces,
simplemente quería no tener que estar siempre dando explicaciones y haciendo de
buen hijo como había estado haciendo muchos años. Pero volviendo al tema que me
voy por las ramas y no terminamos.
>> El verano
fue muy largo y cada dos por tres les decía a mis amigos de quedar para hacer
algo, a tomar algo, o a pasar algún día fuera de Madrid lejos del calor
sofocante de la ciudad. Casi nunca me contestaba nadie. Y cuando contestaban lo
más normal era un no. A veces alguno de mis amigos proponía hacer algo y yo,
aunque no me apeteciera mucho iba. No me quedaba otra si quería salir de mi
casa. Lo que pasa es que había veces que siempre era lo mismo, me llamaba un
amigo y siempre me proponía lo mismo, esperando que yo dijera que sí aunque
cuando lo proponía yo la respuesta fuera negativa. Cuando intentaba cambiar
algo el plan para adaptarlo a algo que me apeteciera más siempre se me decía
“primas el qué al quién”, y yo pensaba para mí “pues claro, no te fastidia, no
voy a estar siempre cediendo porque quieras”. Me terminé cansando y al final
dejé de proponer cosas que me gustaban y empecé a hacerlas solo.
– Hay que tener
valor para hacer las cosas solo. En mi lugar no habría sido capaz de hacerlas,
nunca me he sentido cómoda saliendo sola, o yendo al cine por mi cuenta. –
Comentó ella tras haber escuchado con detenimiento el discurso de él.
– No me quedaba
otra Anna. O salía solo o me quedaba en casa encerrado de lunes a domingo y
vuelta a empezar. No fue fácil salir solo. Muchas veces me volvía a mi casa
después de haber salido porque me entraba una ansiedad de caballo al verme solo
caminando por el centro de Madrid viendo cómo pocas personas de mi edad hacían eso.
– ¿Y por qué no
insististe? ¿Por qué no seguiste sugiriendo a tus amigos el quedar? – Preguntó
Anna de nuevo.
– Porque me cansé
de los noes. – Dijo él con sequedad y algo de irritación en su voz.
– Es algo que
puede ocurrir cuando tienes amigos. Quizá fuiste poco tolerante. – Se atrevió
ella a decir.
– No Anna. Te
puedo asegurar que fui tolerante, y aguanté mucho. Pero creo que es normal que
uno se termine por cansar cuando propones algo con toda la ilusión del mundo y
casi siempre recibes la misma respuesta.
>> Sé que no
compartía muchos gustos con mis amigos, pero durante la carrera, aunque pocas,
sí que hicimos algunas cosas juntos. Lo que pasa es que se acabó ese nexo de
unión que nos mantenía juntos y viéndonos todas las semanas del curso. Y una vez
se acabó eso, cada uno tiró por sus prioridades. Y supongo que las mías no
fueron las mismas que las de mis compañeros.
– ¿Y cuáles fueron
esas prioridades?
– La amistad y las
personas. Durante la carrera me di cuenta de que tener un título universitario,
ser buen estudiante o conseguir el mejor trabajo del mundo es lo más miserable
que puede haber si no hay personas con las que puedas compartir tu vida,
amigos, pareja, familia. Yo opté por lo último, por las personas; mis
amigos...... Pues supongo que no pensaron como yo. Algunos se pusieron a buscar
trabajo en cuanto volvieron de sus vacaciones, otros simplemente priorizaron a
otras personas u otros aspectos de sus vidas.
>> Esto no
quiere decir que nos volviéramos a ver más. Todavía hubo unas cuantas ocasiones
en las que quedamos todos juntos y organizamos alguna cena. Pero como cada uno
hizo su vida y pasó del resto al final esas cenas dejaron de hacerse porque
cada cual daba sus excusas para no ir. Y con el tiempo, apenas dos años después
de acabar la carrera no quedaba nada de aquellas relaciones de amistad que hubo
algún día, si es que las hubo. Cosa de la que duda cada vez que pienso en ello.
– No creo que
tengas que dudar. Probablemente tú si hubieras intentando mantener la amistad.
El resto no dependía de ti. Todos podemos hacer más en todo lo que acaba mal o
como no planeamos. Pero una persona no puede hacer todo. No tienes que
martirizarte por ello. – Dijo Anna con calma, pensando muy bien sus palabras
para intentar no ser brusca y para hacerle ver que él no era el culpable único
de la pérdida de la relación con sus amigos de la universidad. – Cada persona
es un mundo, y si muchas veces somos incapaces de conocernos a nosotros mismos,
piensa en lo difícil que puede ser intentar comprender a los demás. Las
amistades van y vienen.
– El problema Anna
está en si nunca se ha tenido una amistad de verdad, y las que se cree haber
tenido se terminan perdiendo o esfumando con el tiempo.
La cena ya había
terminado. El restaurante estaba cada vez más vacío. Las costumbres horarias de
Europa Central nada tienen que ver con las españolas. En Austria, como en otros
muchos países europeas, prácticamente todos lo que no están al sur del
continente, es decir, todos menos Italia, Portugal, Grecia y España, se cena muy
pronto, y más en invierno, y trasnochar implica volver a casa y acostarse como
muy tarde a la una de la madrugada, cuando en Madrid, incluso en las noches más
intempestivas esa es la hora de comenzar a disfrutar de la noche. La
conversación que mantenía, aunque muy intensa e interesante, tendría que seguir
irremediablemente por la calle camino de vuelta hacia el Sacher.
Caronte.
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