jueves, 9 de julio de 2015

El Vals del Emperador (XXVII)

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Al calor de la conversación no se había percatado del paso del tiempo, ni de que ya no les quedaba comida en sus respectivos platos. Habían dado respectiva cuenta de su cena. Viendo que la conversación había llegado a un momento de descanso, el camarero que les había estado atendiendo toda la noche se acercó hasta su mesa y les retiró los platos ya vacíos y los cubiertos sucios. El jefe de sala del restaurante también se acercó aunque en su caso para preguntarles si la cena había sido de su agrado, a lo que ambos, primero Anna y luego él, respondieron que sí, que todo había estado delicioso y que era una pena que ya hubieran dado cuenta de su cena. El camarero volvió a la mesa y les ofreció la carta de postres. Tras ojearla unos segundos él ya sabía lo que tomaría, un strudel de manzana acompañado de un café; Anna por su parte tardó un poco más en decidirse. Viendo que estaba dudosa y que no se terminaba de decidir, el jefe de sala intervino preguntándola si permitía que le hicieran una recomendación. Anna accedió de buen grado sonriendo ampliamente, como queriendo dar las gracias al jefe de sala por ayudarla a decidirse. Al final Anna de decantó por una de las recomendaciones del jefe de sala: una tarta de chocolate y nata, especialidad de la casa, y según el propio jefe de sala uno de los postres más demandados del restaurante. Al retirarse tanto el jefe de sala como el camarero la conversación se retomó, aunque no en tono tan serio como antes.

– ¿No guardas ningún amigo de la universidad? ¿No tienes contacto con nadie de aquella época? – Preguntó Anna.
– Para el grupo que se supone que éramos en aquella época, la respuesta es no. No tengo a día de hoy contacto con ninguno de los amigos que se supone que tuve en la universidad. – Respondió él.
– Es triste.
– Sí, bastante triste. Y también duro, sobre todo para mí que llegué a la universidad sin tener amigos, y tras creer que los años que pasé en la facultad sirvieron para comenzar nuevas amistades que duraran toda la vida, me terminé por dar cuenta de que no iba a ser así.
– ¿Por qué? Cuando hemos salido del hotel me has contado la historia del gorro ruso que llevas y de cuándo te lo compraste. En ese viaje a Rusia fuiste con dos amigos de la universidad.
– Tienes toda la razón Anna. Pero también he dicho que fue de las últimas grandes cosas que hice con amigos de la universidad. Yo tampoco termino de entender qué pasó. Supongo que nunca he terminado de saber mantener ninguna amistad, que si perdí contacto con aquellas personas fue por mi culpa y falta de insistencia. – Dijo él con el tono de voz como golpeado de repente por la nostalgia y el recuerdo, recobrando la melancolía anterior.
– Esto no es como cuando hay peleas que se dice que dos no luchan si uno no quiere. Para que haya amistad entre dos personas, ambas personas deben quererla y mantenerla. Y del mismo modo para que una amistad termine deben poner de su parte ambas personas. – Anna dijo esto intentando animarle, hacerle ver que nadie tiene la culpa de manera individual de las cosas que pasan.
– Muchas veces no me comporté como debía con todos los amigos que hice durante los años de universidad. A veces primaba a unos sobre otros y puede que eso terminara por alejarme de todos ellos.
– Eso no es ninguna razón válida. Y si me permites es una soberana tontería. – Anna se sorprendió a sí misma diciendo estas palabras y usando para ello un tono rotundo, casi de doctor en filosofía enunciando un axioma de la naturaleza al que nadie puede poner objeción alguna.
– ¿Por qué? – Quiso saber él entre asombrado por lo que acababa de decir ella e intrigado por lo que añadiría a continuación.
– Acabas de decir que a veces primabas a algún amigo sobre otro.
– Sí.
– Eso no es nada raro. Es como si me dicen que por qué me pongo más un pantalón que otro, o por qué uso más una colonia que otra. Los gustos no son universales y mucho menos homogéneos. Diferenciar entre amigos es lo más natural del mundo. Si las personas no somos iguales unas a otras, y todo el mundo acepta esto como algo normal y natural; tampoco las relaciones que establezcamos con estas personas serán iguales.
– Durante mucho tiempo pensé eso yo mismo. Pero había personas que no lo entendían así. A veces tenía la sensación con algunas personas a las que consideré amigos que o se quedaba en pack, es decir todo el grupo de amigos que éramos en la universidad, cuatro o cinco nunca muchos más, o se podía quedar.
– Soberana tontería. Quien dijera eso no tenía ni idea de lo que era la amistad. Se pueden tener muchos amigos, considerar a todos y cada uno de ellos como amigos y querer a cada uno de una manera diferente sin que eso implique menor consideración para el resto. Tú no tienes la culpa de que hubiera personas entre aquellos amigos con los que tuvieras una relación más estrecha.
– No estoy tan seguro de eso. – Dijo él de nuevo embargado por la melancolía y sintiéndose culpable de que a día de hoy no tuviera amigos con los que verse, quedar o tomar algo de vez en cuando. Una melancolía que a veces le invadía de tal manera que lo único que podía hacer para dejarla atrás era cerrarse en banda y repetirse una y mil veces que él no era culpable de nada.

Entre tanto vino el camarero con sus respectivos postres. La tarta de ella era fría y tenía una pinta deliciosa, de esas que le hacen a uno que sus glándulas salivales funcionen a todo trapo y levanten el más primario de los deseos devoradores. El postre de él, el strudel de manzana venía caliente, o mejor dicho tibio. Se notaba que estaba recién hecho y que no había dado tiempo a que se enfriara debido al éxito que estaba teniendo entre los comensales del restaurante aquella noche. Ambos probaron el postre del otro. A Anna el strudel no terminó de convencerla, aunque la bola de halado de vainilla artesano sí que le gustó; a él por el contrario como buen amante de los dulces, chocolates, pasteles y tartas, la de Anna sí que le gustó y probó en un par de ocasiones su postre.

– ¿Eres muy dulcero? – Preguntó Anna, mirando divertida cómo él se llevaba a la boca el tenedor con un trozo de su tarta.
– Los dulces son mi perdición, lo reconozco. Vaya donde vaya lo primero que hago es preguntar por el dulce típico de la ciudad, pueblo o región. Todo lo que sea dulce me vuelve loco. Incluida tú. – Esto último lo dijo recuperando el tono amable y normal que le suele caracterizar y que había mantenido prácticamente durante todo el viaje desde que salieron de Madrid por la mañana.
– Por muchas lisonjas que me digas no te vas a librar de seguir contándome qué pasó para que no mantengas contacto ni relación alguna con los amigos que hiciste en la universidad. – Dijo ella sonriéndole entre maliciosa y dulcemente, apremiándole con la mirada a que siguiera contando.
– Parece que no me libro esta noche de contarte sobre mí, ¿no? – Preguntó él sabiendo de antemano la respuesta.
– No. Y ahora dime ¿qué pasó para que después de acabada la universidad perdieras el contacto o la amistad con tus amigos?
– Como te he dicho supongo que hubo culpa por parte de todos. No creo que tuviéramos el mismo concepto de amistad todos y mucho menos las mismas prioridades. Después de volver de Rusia cada uno nos fuimos de vacaciones de manera individual, yo con mis padres, y el resto con sus familias o con sus parejas quien las tuviera.
>> Aquel verano fue muy largo. Habíamos acabado la universidad y ahora tocaba ver qué hacíamos cada uno con nuestras vidas. Yo era un mar de dudas. Por un lado no me gustaba la carrera que había hecho y no me llenaba de ilusión trabajar de lo mío. Pero por otro lado me quería ir de casa, no aguantaba más seguir bajo el paraguas de mis padres. No es que me llevara mal con ellos por entonces, simplemente quería no tener que estar siempre dando explicaciones y haciendo de buen hijo como había estado haciendo muchos años. Pero volviendo al tema que me voy por las ramas y no terminamos.
>> El verano fue muy largo y cada dos por tres les decía a mis amigos de quedar para hacer algo, a tomar algo, o a pasar algún día fuera de Madrid lejos del calor sofocante de la ciudad. Casi nunca me contestaba nadie. Y cuando contestaban lo más normal era un no. A veces alguno de mis amigos proponía hacer algo y yo, aunque no me apeteciera mucho iba. No me quedaba otra si quería salir de mi casa. Lo que pasa es que había veces que siempre era lo mismo, me llamaba un amigo y siempre me proponía lo mismo, esperando que yo dijera que sí aunque cuando lo proponía yo la respuesta fuera negativa. Cuando intentaba cambiar algo el plan para adaptarlo a algo que me apeteciera más siempre se me decía “primas el qué al quién”, y yo pensaba para mí “pues claro, no te fastidia, no voy a estar siempre cediendo porque quieras”. Me terminé cansando y al final dejé de proponer cosas que me gustaban y empecé a hacerlas solo.
– Hay que tener valor para hacer las cosas solo. En mi lugar no habría sido capaz de hacerlas, nunca me he sentido cómoda saliendo sola, o yendo al cine por mi cuenta. – Comentó ella tras haber escuchado con detenimiento el discurso de él.
– No me quedaba otra Anna. O salía solo o me quedaba en casa encerrado de lunes a domingo y vuelta a empezar. No fue fácil salir solo. Muchas veces me volvía a mi casa después de haber salido porque me entraba una ansiedad de caballo al verme solo caminando por el centro de Madrid viendo cómo pocas personas de mi edad hacían eso.
– ¿Y por qué no insististe? ¿Por qué no seguiste sugiriendo a tus amigos el quedar? – Preguntó Anna de nuevo.
– Porque me cansé de los noes. – Dijo él con sequedad y algo de irritación en su voz.
– Es algo que puede ocurrir cuando tienes amigos. Quizá fuiste poco tolerante. – Se atrevió ella a decir.
– No Anna. Te puedo asegurar que fui tolerante, y aguanté mucho. Pero creo que es normal que uno se termine por cansar cuando propones algo con toda la ilusión del mundo y casi siempre recibes la misma respuesta.
>> Sé que no compartía muchos gustos con mis amigos, pero durante la carrera, aunque pocas, sí que hicimos algunas cosas juntos. Lo que pasa es que se acabó ese nexo de unión que nos mantenía juntos y viéndonos todas las semanas del curso. Y una vez se acabó eso, cada uno tiró por sus prioridades. Y supongo que las mías no fueron las mismas que las de mis compañeros.
– ¿Y cuáles fueron esas prioridades?
– La amistad y las personas. Durante la carrera me di cuenta de que tener un título universitario, ser buen estudiante o conseguir el mejor trabajo del mundo es lo más miserable que puede haber si no hay personas con las que puedas compartir tu vida, amigos, pareja, familia. Yo opté por lo último, por las personas; mis amigos...... Pues supongo que no pensaron como yo. Algunos se pusieron a buscar trabajo en cuanto volvieron de sus vacaciones, otros simplemente priorizaron a otras personas u otros aspectos de sus vidas.
>> Esto no quiere decir que nos volviéramos a ver más. Todavía hubo unas cuantas ocasiones en las que quedamos todos juntos y organizamos alguna cena. Pero como cada uno hizo su vida y pasó del resto al final esas cenas dejaron de hacerse porque cada cual daba sus excusas para no ir. Y con el tiempo, apenas dos años después de acabar la carrera no quedaba nada de aquellas relaciones de amistad que hubo algún día, si es que las hubo. Cosa de la que duda cada vez que pienso en ello.
– No creo que tengas que dudar. Probablemente tú si hubieras intentando mantener la amistad. El resto no dependía de ti. Todos podemos hacer más en todo lo que acaba mal o como no planeamos. Pero una persona no puede hacer todo. No tienes que martirizarte por ello. – Dijo Anna con calma, pensando muy bien sus palabras para intentar no ser brusca y para hacerle ver que él no era el culpable único de la pérdida de la relación con sus amigos de la universidad. – Cada persona es un mundo, y si muchas veces somos incapaces de conocernos a nosotros mismos, piensa en lo difícil que puede ser intentar comprender a los demás. Las amistades van  y vienen.
– El problema Anna está en si nunca se ha tenido una amistad de verdad, y las que se cree haber tenido se terminan perdiendo o esfumando con el tiempo.

La cena ya había terminado. El restaurante estaba cada vez más vacío. Las costumbres horarias de Europa Central nada tienen que ver con las españolas. En Austria, como en otros muchos países europeas, prácticamente todos lo que no están al sur del continente, es decir, todos menos Italia, Portugal, Grecia y España, se cena muy pronto, y más en invierno, y trasnochar implica volver a casa y acostarse como muy tarde a la una de la madrugada, cuando en Madrid, incluso en las noches más intempestivas esa es la hora de comenzar a disfrutar de la noche. La conversación que mantenía, aunque muy intensa e interesante, tendría que seguir irremediablemente por la calle camino de vuelta hacia el Sacher.

El camarero les retiró los platos de los postres. El jefe de sala se acercó a la mesa para preguntar qué tal les había parecido la cena, y si los postres habían estado de su agrado. Ambos confirmaron que había sido la mejor cena que hubieran podido tener en Viena y sin duda en su próxima visita a la ciudad, si es que la había, volverían por allí para degustar sus exquisiteces. Él pidió la cuenta. El jefe de sala se dirigió hacia la barra, sacó la factura, la guardó en una libreta de cuero con la insignia del restaurante resaltada en oro y se la acercó a la mesa, además ordenó en alemán al camarero que les llevara, obsequio de la casa, unos chupitos de licor tradicional austríaco. Anna que no solía beber demasiado alcohol, y menos licores de graduación prácticamente eslava (superior a los 40º), le pasó el chupito a él, que aunque no tenía muchas ganas de meterse si quiera un chupito, terminó por beberse prácticamente de golpe, con el ardor de garganta que le supuso, los dos. Él fue el que pagó la cuenta. El jefe de sala en persona les ayudó a ponerse los abrigos, les acompañó hasta la puerta del restaurante, en el que apenas quedaban ya tres o cuatro mesas ocupadas por comensales que en su mayoría ya estaban dando cuenta del café y el postre, y se despidió de ellos: besándole la mano a Anna y estrechándole la suya a él, inclinando al mismo tiempo ligeramente la cabeza. Volvieron a salir a la gélida noche vienesa.

Caronte.

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