sábado, 24 de diciembre de 2016

Nochebuena

La luz entra a raudales por mi ventana. Ilumina mi escritorio, ciega mis ojos a través de los estores, arroja mi sombre y la de la silla donde estoy sentado sobre la pared y la cama que están a mi lado y detrás de mí. El cielo está claro, limpio, despejado, sin una sola nube que enturbie una belleza de la que cualquier criatura sobre la faz de la tierra sentiría envidia.

Delante de mi ventana hay un banco y en él hay sentadas dos señoras. Puede que se conozcan o puede que no, pero ahí están sentadas pasando un rato al sol, abrigadas con densos y confortables abrigos porque a pesar de la intensidad de la luz que arroja el astro rey, esta no es tal como para calentar el cuerpo y el alma.

Estas señoras observan a unos niños correr entre el césped, los árboles y arbustos del jardín y los columpios, persiguiéndose o huyendo unos de otros en un juego del que esas señoras son ajenas y yo más aún detrás de las barras de mi ventana y del cristal que me aísla del mundo. Niños salvajes. Niños libres. Niños como un día también lo fui yo. Niños como los que me gustaría volver a ser también en algún que otro momento a día de hoy. Es probable que alguno de estos niños sea nieto de una de las dos señoras sentadas en el banco al sol.


Es el día de Nochebuena. Toda en la ciudad, en el barrio, en la urbanización, en el patio y en el banco está en calma y radiante, feliz, expectante. Deseoso de que llegue la noche para cenar y celebrar una de las citas familiares más entrañables del año.

Caronte.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Papel en blanco

Crear desde la nada es algo tan complejo como hermoso.Ver como poco a poco se va dando formo a lo que hasta ese momento no ha existido, o solo lo ha hecho de manera intangible en forma de idea, es algo que debería maravillarnos a todos. Pero llegar a dar lugar a esa creación conlleva un proceso que para nada es sencillo y que genera muchas frustraciones, penas y decepciones. Sin embargo una vez se ha concluido la obra, una vez se ha creado lo que no existía, y se ve que está bien y ha quedado como se quería que quedara, el autor de dicha obra experimenta un nivel de felicidad difícilmente igualable.

Pasa en todos los aspectos de la vida. Y es que la vida misma es un proceso de creación constante y complejo, plagado de alegrías y penas, fracasos y éxitos, decepciones y orgullos. Todo ser humano es una obra en sí misma. Quizá la obra más compleja que exista en todo el universo conocido hasta ahora. O quizá sea ese universo la más perfecta creación del tiempo y el espacio mismos unidos en su día para dar lugar a aquello que jamás la vida podrá conocer.

Dejando a un lado aquello que la mente humana es incapaz de concebir y entender en toda su inmensidad y complejidad, queda el hombre como mayor y más compleja creación. Todos y cada uno de los seres humanos que habitamos este planeta somos simplemente el producto de un encuentro, fortuito o no, planificado o improvisado, deseado o forzado entre un hombre y una mujer. Un óvulo tranquilo, sin preocupaciones, que descansa hasta que le llega su hora y muere en una sangría de vida, de repente es abordado, atacado, avasallado por miles de millones de espermatozoides con el único obsesivo objetivo de romper su barrera protectora y dar lugar al proceso químico-físico-biológico más complejo y hermoso de la naturaleza.

Pero ese proceso de creación de vida aunque parece sencillo, y en el fondo descrito en términos médicos puede llegar a serlo, sobre todo a una mente técnica y acostumbrada a simplificar todo en procesos relativamente fáciles de explicar, entraña una complejidad inmensa que radica en la propia complejidad individual del ser humano. Para que ese óvulo y ese espermatozoide avanzado, más fuerte y astuto que sus hermanos terminen dando lugar a la explosión de vida que desde el primer instante se produce después de su unión, desaten todo lo que viene después es necesario que previamente dos seres humanos, surgidos muchos años atrás en un proceso semejante, dejando a un lado sus enormes complejidades individuales y diferencias o combinándolas de tal modo que encajen a la perfección hayan hecho el amor, se hayan entregado en otro proceso de creación complejo y duro de culminar.

La aparición de vida desde la nada es algo que por mucho que los científicos hayan simplificado explicando los procesos que tienen lugar, nunca podrá encajar en la mente humana normal y sencilla. Solo vemos el resultado: después del sexo viene la vida. Ese acto que en la mayoría de los casos es sucio, lleno de vicio, de complejos, de fluidos que tomados fuera de contexto lo único que producen son arcadas, es el más bello y perfecto acto de creación de que el hombre es capaz. Cada vez que pienso en este proceso de vida por mucho que sepa que no es más que un proceso biológico normal y corriente, siento que mi mente es incapaz de abarcarlo en toda su envergadura. La creación de todo ser humano pasa por estos pasos preconcebidos y preestablecidos. Y siempre son los mismos pasos, lo que podría llevar a pensar que casi estamos ante una cadena de montaje de una fábrica. Pero aun así, aun sabiendo todo esto, cada vez que veo un recién nacido se me pone piel de gallina por ver un ejemplo más de la complejidad que conlleva la creación.

Pero no quería que este artículo versara sobre la creación de la vida, sino de la creación literaria. No es un misterio para nadie que me conozca que amo los libros y todo el mundo que los rodea: escritores, editores, libreros, lectores… Amo los libros, amo las letras, amo la literatura y amo la escritura. Entrar en cualquiera de mis librerías preferidas levante en mi interior muchos y complejos sentimientos. Entre libros soy feliz. Sacando de las estanterías algún libro cuyo título o autor me hayan llamado la atención para luego volverlo a dejar en el hueco que le corresponde porque he visto en otra estantería otro libro que me ha atraído hacia él es algo que llena mi alma y me hace sentir a veces incluso ansiedad. Descubrir librerías que hasta la fecha no conocía y enamorarme al instante de su ambiente, me genera sentimientos encontrados, por un lado pienso que todos los días que he estado sin saber de su existencia han sido días perdidos, y al mismo tiempo una felicidad inmensa, una sensación que llena todo los rincones de mi cuerpo y que me cuesta mucho describir, me sobrecoge.

Soy ingeniero de caminos de formación. Eso es lo que he estudiado durante seis años de mi vida. No voy a decir que han sido seis años tirados a la basura porque no sería tampoco justo conmigo mismo. Pero esos seis años han sido muy difíciles porque al mismo tiempo que veía cómo poco a poco iban pasando y yo me acercaba más a ser ingeniero, me daba cuenta de que en mi interior se empezaba a despertar una pasión inexplicable por las letras, por los libros y su mundo. Primero fue la lectura. Me convertí en un lector obsesivo compulsivo que llego a leerse seis libros al mes, y un comprador adicto a las librerías y a comprar libros uno tras otros. De mi último viaje a Londres aparte de varios tés, me he traído una docena de libros. ¡Una docena! Pero con los años, esos libros, esas lecturas fueron también despertando en mi interior una voluntad mayor: quería escribir.

Aquí es donde vuelvo a enlazar con el complejo proceso de creación que he ilustrado al principio con el ejemplo de la creación de vida. No los voy a comparar porque es imposible hacerlo. Sin embargo, y aunque pueda parecer frívolo, creo que tienen varios puntos en común. Como cualquier mortal que sepa escribir… no tenía ni idea de escribir. Parece pero no es una contradicción. Se puede saber leer, sumar, restar, escribir, y ser un perfecto analfabeto. De hecho de estos últimos hay muchos ejemplos notables, algunos de los cuales han hecho vida de ello saliendo en televisión y aireando su ignorancia supina. Yo sabía escribir pero ni tenía ni idea de cómo hacerlo. Y tenía – y de hecho sigo teniendo – en mi interior muchas historias que contar pero era incapaz de encauzarlas y plasmarlas en un folio en blanco. Hasta que me puse a ello después de que una compañera de clase me regalara durante una cena de navidad en la que unos cuantos compañeros más de universidad hicimos un “amigo invisible” un pequeño marco con una frase que encorajinaba a la gente a escribir. Así lo hice desde ese día y apenas unas semanas después abrí este blog y publiqué mi primera entrada.

Desde entonces he intentado escribir lo más a menudo posible, artículos de todo tipo, reflexiones personales de diversa índole, criticas de películas o libros… Y sin embargo no era capaz de crear nada. Varias veces me puse delante de un papel en blanco, en mi caso una pantalla en blanco de Word en el ordenador, y no me salía escribir nada realmente original. Puede sonar extraño teniendo en cuenta que todo lo que he escrito y publicado en el blog ha sido creado originalmente por mí. Pero aun así, todos esos artículos que publicaba no podían considerarse mis creaciones porque no lo eran. Escribía sobre lo que vivía: de mi amor hacia Toledo, de mis compañeros de universidad el día de sus cumpleaños como regalo simbólico, de algún viaje que hiciera, de la actualidad política, de mi propia vida como desahogo…

Todo estaba muy bien y me daba cuenta que si quería expresar algo era capaz de hacerlo mediante la palabra escrita. Pero no era capaz de crear nada. Escribir sobre lo que viví o dejé de vivir en un viaje a Mágina, o durante las cuatro vueltas que me dieron al legendario circuito de Nürburgring un par de compañeros de viaje por Europa, o de las sensaciones que experimenté descendiendo el río Noguera Palleresa en los Pirineos no es crear sino simplemente contar. Crear va más allá. No siempre, cada vez que un hombre y una mujer se acuestan y hacen el amor crean vida; la mayoría de las veces esa vida es coartada por simple conveniencia y se retrasa el proceso de creación hasta que los implicados estén preparados. No siempre que he escrito algo he creado algo.

Pero yo sabía que tenía algo que crear. Sigo sabiéndolo. Necesitaba crear porque notaba que la creación estaba en mi interior luchando por salir. El problema estaba en que no sabía cómo dar rienda suelta a todo aquello que quería contar y expresar haciéndolo surgir de la nada… o de la masa gris de mi cerebro como quiera verse. Las historias se amontonaban en mi cabeza, las ideas bullían en mi interior pero el papel en blanco me bloqueaba. Ese papel en blanco que como un ovulo esperaba ser fecundado por los miles y millones (exagero aquí de manera literaria) de caracteres que formarían las palabras, y estas las frases, y estas a su vez los párrafos que terminarían dando forma a un texto completo y complejo como lo es la vida de un ser humano. Pero yo era incapaz de tener sexo con ese papel en blanco. En lugar de temblarme las piernas y no saber cómo actual o decir como a muchos hombres les puede pasar cada vez que se enfrentan al cuerpo desnudo de una mujer, a mí me temblaban las manos por así decir y no sabía por dónde empezar.

Así, una y otra y otra vez cada vez que intentaba empezar a contar algo, a crear algo. Pero yo sabía que había algo que crear. Hasta que llegó la primera vez. El cuento, porque creo que lo que creé puede considerarse más un cuento que otra cosa, o relato corto como se prefiera llamar, lo titulé “Segunda página” y simplemente narraba un accidental encuentro entre dos personas en una librería. Un relato, quizá amargo, de amor en el que un joven caía rendido ante la belleza de una joven que había entrado en la librería de segunda mano en la que él estaba mirando libros. Curioso fue que las personas que me conocían y que leyeron el relato me preguntaron si aquello era verdad. Nada más lejos de la realidad. Me hubiera gustado que fuera real ese encuentro y que el protagonista del mismo hubiera sido yo, pero no fue así. Era todo inventado, salvo la localización de la historia.

Ese primer cuento, esa primera creación, aunque es de la que más orgulloso me siento y a la que más cariño tengo me volvió a saber a poco una vez que la termine. Además una vez terminé de escribirla me quedé necesitando escribir más, seguir creando. Pero volví a toparme con el mismo bloqueo. El papel en blanco seguía siendo demasiado imponente. Dentro de mí seguía bullendo algo mucho más grande, algo que me presionaba y me angustiaba. Tenía dentro de mi algo que crear mucho más importante y ambicioso que lo que había creado hasta la fecha. Pero el papel seguía en blanco.

Y de repente surgió. Un día me puse delante del papel (del ordenador) y empecé a teclear letra tras letra. Así surgió la primera frase del embrión de novela que todavía es “El Vals del Emperador”. La novela está acabada, revisada y guardada en mi habitación. Empecé a publicarla en el blog pero cuando vi que se me iba de las manos dejé de hacerlo. Una vez puse la primera frase de la historia que quería contar, esta simplemente iba surgiendo de mis dedos, desde el interior de mi alma. Iba rellenando hoja tras hojas, intentando no dejarme nada en el tintero, intentando que lo que estuviera haciendo, que lo que estaba creando mereciera la pena. Llené más de setecientas páginas de palabras.

Durante nueve meses estuve escribiendo prácticamente todos los días. Hubo épocas en las que apenas avanzaba unas dos mil palabras por semana, y otras en las que esas dos mil palabras las producía en un único día. Durante esos meses cada vez que me ponía delante de una nueva página en blanco por unos instantes pensaba que no iba a ser capaz de seguir adelante que tendría que tirar todo a la basura por quedarme bloqueado del todo. Esto por suerte no paso. Había días de mayor inspiración y otros en los que esta capacidad creadora no llegaba. Cuando terminé de escribir, cuando cerré la novela y la historia sentí un vacío tremendo dentro de mí. Vacío y miedo. Vacío porque durante nueve meses había estado creando algo que quería, algo que llevaba mucho tiempo planeando y rondándome en la cabeza y por fin había conseguido vencer al papel en blanco. Y miedo porque una vez terminado y visto todo lo que había creado en conjunto me sobrevino una sensación terrorífica al pensar que quizá no volvería a repetir lo que había hecho en esos nueves meses.

Cada vez que me sentaba a escribir y escribiera la cantidad de palabras que escribiera, me sentía muy bien. Una especie de paz y felicidad me recorría todo el cuerpo y hacia que me sintiera por fin alguien en mi propia vida. Estaba creando algo, algo que antes no existía nada más que en mi cabeza y que solo yo podía imaginar. Al acabar la novela sentí una tristeza inmensa. Los días de escritura de verdad, de creación, de lucha contra el papel en blanco, habían terminado y no sabía si para siempre. Eso también me angustiaba mucho porque no quería dejar esa sensación que tiene uno al crear.

Casi diez meses después de haber acabado “El Vals del Emperador” vuelvo a ser incapaz de crear nada. He escrito algún que otro cuento más, incluso una novela corta, pero sé que hay mucho más dentro de mí que necesita salir y quedar plasmado sobre un papel en blanco. Pero ese papel… Ese papel… Ese papel sigue siendo muy poderoso. Me intimida. Me dice que no valdrá la pena nada que plasme en él; que nada tendrá el valor de esa primera creación; que no voy a ser capaz de volver a crear nada más de lo que pueda sentirme orgulloso. Ese sentimiento destructivo está ganando la batalla a ese hecho que dice que ya lo he hecho una vez y que por tanto soy capaz de volver a hacerlo… Pero no puedo…

Probablemente sea que estoy fuera de mi vida estando en Riad, que necesite estar de nuevo en mi casa, con las personas a las que quiero: mis padres, mi familia, mis amigos Carlos y Noe, a Pablo y a Ángel. Puede que simplemente sea que el trabajo que ejerzo no es el que mi mente quiere y que por tanto me corresponde. Puede incluso que estar tan lejos de todo lo que necesito para intentar ser feliz me esté bloqueando y no me deje sacar de mi interior las historias que quiero contar y crear. Hay días que me gustaría llenar papel en blanco tras papel en blanco, pero no soy capaz de hacerlo. Creo que para volver a vencer esa barrera invisible, esa imposibilidad para crear, deba volver a mi vida. Ese día está cerca. Ese día volveré a saber si puedo dar salida de nuevo a toda esa presión creadora que tengo dentro y vencer de nuevo al papel en blanco.


Caronte.

domingo, 9 de octubre de 2016

Letras desérticas: "Raíces invisibles"

Es una frase dicha por activa y por pasiva miles de veces. Siempre se oye a posteriori. Nunca se asume antes de que pase algo. “No se sabe lo que se tiene hasta que se pierde”. Yo la modifico para decir que uno no sabe dónde pertenece hasta que no nota en su interior un constante latido, presencia o simplemente ansiedad que le hace plantearse el porqué de esa situación. Son nuestras raíces que nos tirar para atrás, que nos dicen que pertenecemos a un lugar, a unas gentes, a unas costumbres, a unas rutinas. Esas raíces sufren al estirarlas al trasplantarlas de sitio, de maceta. Siempre piden volver, lo que pasa es que en algunas personas esa petición es mucho más intensa y fuerte.

Llevo en Riad apenas tres meses, y sin embargo parece mucho más tiempo. Aquí los días se pasan de manera muy extraña, porque sí que es cierto que el día a día puede pasarse más o menos rápidamente, pero el conjunto se hace eterno. Llevo aquí tres meses, pero hace quince días estuve en España durante dos semanas. Esos quince días ya han volado. Se han volatilizado en el tiempo. Parecen de otro año, de otra vida incluso. La fuerza que me dieron esos días en mi casa, en mi hogar, con mis padres, con mi familia, en la que incluyo a un amigo muy importante y su novia, se ha diluido en el tiempo y en la penosa realidad de este país.

Arabia Saudí no es mi país, eso no tiene contestación alguna, nadie puede dudar de ello. Yo soy una persona de piel blanca que se quema en seguida al sol, con ojos claros y pelo rubio. Nada que ver con los nativos de este país. No. No puedo pasar por saudí. Podría pasar por holandés, inglés o alemán, pero nunca por saudí. El problema esta no ya en que este en país extraño, con gentes extrañas y costumbres extrañas. El problema está en que este país no puede convertirse en mi hogar aunque sea de manera momentánea mientras el proyecto en el que estoy inmerso siga adelante y dure. Aquí no puedo tener vida. Nadie de hecho la tiene. Solo hay gente que cree tener vida, que cree que cuando sale del compund para ver algo, cosa que dudo que haya algo que ver, está haciendo algo normal. Aquí nada es normal. Solo hay que darse cuenta de ello cosa que parece que mucha gente no quiere ver, o simplemente prefiere obviar diciéndose que la experiencia aquí ganada y el dinero ahorrado merecen algún que otro sacrificio.

Sin embargo poco merece la pena de este país. Digo poco por no decir nada. Al menos yo no veo que nada merezca la pena. Quizá cuando Lawrence de Arabia visitara estas tierras a principios del siglo XX esta zona mereciera la pena. Es posible. Lo que pasa es que yo hoy no encuentro nada que pudiera salvar de una hipotética quema. Nada ofrece este país para la gente normal, solo los muy necios, o eso pienso yo, creen que aquí se puede pasar algún tiempo que exceda los seis meses (si no menos). O quizá el necio sea yo por no ver las grandes oportunidades laborales que se me abren estando aquí. Pero, ¿y mi vida? En ninguna parte.

Mi vida. Eso es lo que me está llamando desde hace unos días. Mi vida me reclama. Mis raíces están empezando a reclamar agua. Pero el agua que las tengo que dar no la puedo encontrar a 5000 kilómetros de mi hogar, de los míos. Ese es el agua que necesitan mis raíces, y ahora me la están empezando a pedir. No puedo dársela de momento. Quiero, pero no puedo. Sé que hay unos lazos invisibles que me atan con mi vida hasta el 12 de julio de este ano. Unos lazos muy fuertes, unas raíces muy profundas que me hunden en Madrid, en sus calles, en sus plazas; en mi hogar con mi familia, ya sea la que de momento tengo, mis padres, mis abuelos, mis tíos y primos, ya sea la que me tengo que ir formando yo mismo empezada ya con dos personas a las que quiero y echo de menos como a mis padres. Esas raíces parten de mi corazón para profundizar en elementos invisibles presentes en lugares, acciones, comidas, olores, y sobre todo en personas. Son raíces invisibles que muchas veces no se notan, que uno solo sabe que están ahí cuando empiezan a tirar, cuando empiezan a exigir esa savia de la que siempre han vivido y sin la cual no pueden seguir desarrollándose.

Quiero que mis raíces sigan creciendo, que sigan profundizando tanto en mí mismo como en todo eso que he dicho ya. Quiero que esas raíces formen un gran árbol que será mi vida y bajo cuya sombra iré cobijando a las personas que yo decida, a los recuerdos que escoja y los lugares que me dejen marcado. Sin embargo esas raíces ahora mismo no pueden seguir creciendo. Me piden agua, me piden todo aquello que necesitan para seguir desarrollándose. Mi árbol no puede crecer, no puede hacerse frondoso y dar buena sombra si sigo en Riad, si sigo cogiendo esa experiencia laboral tan preciada por algunos, y ahorrando ese dinero tan valorado por otros. Pero aquí sigo, notando esa tirantez enorme de esas raíces que pugnan por llevarme de vuelta a su tierra cómoda, mientras yo me sigo diciendo que debo aguantar aquí unas semanas más que si lo pienso fríamente no me van a llevar a ningún sitio.

Estoy intentando alargar algo que probablemente ya esté muerto. No sé si lo que quiero es demostrarme a mí mismo que valgo para este tipo de vida, o simplemente que soy imbécil y no lo puedo remediar. Hace como quien dice dos días me han cambiado de puesto de trabajo. Y ano estoy en una oficina haciendo un trabajo realmente aburrido, sino que me han sacado a obra y voy a estar a pie del canon viendo lo que de verdad es ser un ingeniero de caminos. Esto que a cualquiera salido de mi escuela le haría estar lleno de ilusión y sería prácticamente su sueño casi irrealizable solo al alcance de unos elegidos, a mi sin embargo me da totalmente igual, no me llena, no me ilusiona, no me hace sentirme feliz ni realizado, ni nada. Es entonces cuando llego a la conclusión de que esta no es mi vida, ni va a poder serlo. Y aun así aquí sigo dando vueltas a algo que creo que de manera interior está casi decidido, o al menos mi corazón lo ha decidido ya. Solo falta que mi cabeza acepte lo que mi corazón y las raíces invisibles que lo envuelven están gritando en silencio.

Veo que si sigo aquí puede que me convierta en mis jefes: personas sin vida, sin hogar fijo, sin un lugar en el que agarrarse en momentos de dificultad, trotamundos obligados y por gusto además, caracoles que llevan siempre arrastras a su familia, cuyos hijos no pueden tener un solo amigo de los de verdad porque nunca pasan más de cuatro años en un mismo colegio, en una misma casa; algunos incluso solteros que viven para trabajar porque se aburren si no. No. No quiero convertirme en una persona así. Pero esta carrera que he elegido, en el mundo actual, lleva a una vida así. Es toxica. Creo que esto es lo que mis raíces han empezado a detectar, esa toxicidad de la lejanía, de la simple y pura resignación por hacer lo que se debe hacer siempre, sin hacer lo que uno quiere.

De mi vida me tengo que encargar yo. Nadie va a decirme como debo vivirla. El apartado laboral y profesional no es más que una muy pequeña rama en el árbol de la vida de cada uno. Y quizá en mi árbol esta rama a día de hoy está naciendo torcida y puede llegar a fastidiar y arruinar todo el árbol. Debería reorientar esa rama, pero desde aquí no puedo. Y lo peor es que no puedo aguantar más tiempo porque cada día que pasa esa rama crece un poquito más, siempre torcida, y llegara un momento en el que únicamente podre talarla sin piedad. Pero no termino de dar el paso necesario. No soy capaz de acercarme a esa rama, coger un hacha y dar el golpe definitivo que la arranque de todo el árbol.

Hace siete años que esa rama está ahí. Empezó a surgir cuando elegí estudiar Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos; esa carrera de tan rimbombante nombre y más rimbombante aun porvenir, siempre lleno de promesas que casi nunca se cumplen, muy bonitas por fuera, relucientes, prometedoras, pero apestosas una vez se mira en el interior. Fue en aquel entonces, cuando esa rama estaba naciendo cuando debería haberla, si no talado, sí haberla reconducido hacia donde de verdad me llamaba el corazón. Ahora aquel germen de rama ya es una rama prometedora que seguirá creciendo si yo la dejo.

Es probable que todavía este a tiempo de que el árbol de mi vida arraigue donde de verdad esas raíces invisibles tiren. Es probable que nada en la vida salvo la muerte tenga solución, el problema está en que a día de hoy la sociedad, el mundo globalizado y a toda velocidad en el que vivimos, no deja que nadie en sea feliz, que deje que su árbol eche raíces allí donde estas necesitan coger sustancia de la tierra, de las gentes, de las costumbres y rutinas. La sociedad es vil, ve el que alguien haga lo que quiera aun siendo esto algo que no reporte dinero y bienestar material como algo raro y sospechoso, impropio de un miembro más de esta sociedad. Por eso las personas que son felices de verdad, esas que han conseguido el árbol que realmente deseaban, escasean. Y aviso: no se es feliz con un trabajo, se es feliz con una vida.

Por esto quiero mi vida. Quiero que mis raíces invisibles, esas de las que me he dado cuenta que existen ahora tan lejos de todo aquello que teniéndolo día a día durante muchos años no he valorado ni echado de menos, arraiguen de verdad y me hagan tener un árbol de vida grande, hermoso, verde, lleno de ramas, hojas, nidos de pájaros, nudos en la corteza y sombra. Soy yo quien debe decidir ya sobre todo esto. Pero no lo hago. Sigo teniendo en mi cabeza, ese maldito apéndice que parece tener mi cuerpo para acabar armoniosamente bruscamente en los hombros, una especie de tara mental que me hace pensar que una vez escogido un camino debo seguirlo hasta el final de mis días y eso no es así. En algún momento escribí (y siento tirarme flores) que la vida no es ni lo suficientemente larga ni lo suficientemente justa como para no ser egoístas para con nosotros mismos. Y egoísta es lo que debo ser, y debo hacer aquello que de verdad me llene y haga que mis raíces invisibles encuentren buen terreno para arraigar y crecer.

Riad no es mi sitio. El compound en el que vivo en un chalet de tres plantas, seis baños y más de 200 metros cuadrados no es mi casa. De hogar no voy ni a hablar porque en este país ese concepto no existe y no va a existir nunca en una sociedad retrasada como esta. La gente con la que estoy no es mi gente. Esta no es mi vida. Esta no es mi profesión, o al menos como la he empezado. Mi trabajo debe estar enfocado a permitirme vivir y no al revés, aquí y según lo que yo quiero que sea mi vida, no tengo si quiera la opción de poder vivir. Mis raíces han empezado a demandar buena tierra donde profundizar. Mi vida me reclama y creo que ahora sí que sí debo de tomar la decisión que reconduzca todo lo que hasta ahora he vivido.


Caronte

lunes, 5 de septiembre de 2016

Historia de amor por dos ciudades (2 de 2)

No. Londres y Madrid no son comparables y por eso las amo a ambas por igual. Recuerdo perfectamente cómo Paco, un hombre que llevaba viviendo en Londres media vida, andaluz como él solo, nos llevó a mis padres y a mí a nuestro hotel aquella primera vez. Un hotel inmenso en mitad justo del lado norte de Hyde Park; un hotel que para nada nos podríamos haber permitido si no hubiera sido por la huelga de pilotos de Iberia que hizo que nuestro viaje, con el consecuente disgusto enorme de mi madre que lloró lo que no estaba escrito, se viera retrasado y nuestro hotel inicial tuviera que ser cambiado por otro. Recuerdo ese primer viaje en coche con Paco por Londres. Mi padre me dejó ir en el asiento del copiloto donde le debería haber correspondido a él. No pude despegarme de la ventanilla. Mis ojos recorrían todo lo que se encontraba a su paso y no daban abasto para grabarlo todo en mi memoria. Recuerdo vivamente la blancura de las columnas de las casas de los barrios de Chelsea y Kensington por donde Paco no llevó dando un rodeo. El hombre iba diciendo por donde pasábamos pero yo ya lo sabía. Tenía Londres no solo en el corazón sino en la cabeza.

Cinco años más tarde, la segunda vez que estuve en Londres uno de los empleados del hotel que también se llamaba Francisco y que también era andaluz, nos dijo que Paco había fallecido hacía un par de años a causa de un cáncer. Paco era conocido por prácticamente toda la colonia española de la capital británica, era una leyenda según nos dijo Francisco, “Fran”. La noticia fue como un jarro de agua fría ya que Paco fue la primera persona que nos recibió en Londres y por tanto, después de los pasillos enmoquetados del aeropuerto de Heathrow, de los primeros gratos recuerdos que tenía de la ciudad a la que tanto amaba y amo a día de hoy.

Y han vuelto a pasar otros cinco años. Estoy en Riad, ahora mismo, mientras escribo esta frase, escuchando al muecín llamar a la oración desde los altavoces de los minaretes de las varias mezquitas que rodean el compound en el que me tengo que alojas. En apenas una semana volveré a Londres. Serán mis primeras vacaciones ganadas por mí, y que yo mismo me pague íntegramente. Londres. No podía ser otra ciudad la que me viera aparecer como persona independiente económicamente. Podría haberme ido a otras muchas ciudades que no conozco y que tengo muchas ganas de conocer, pero no podía no ser Londres el destino. Cinco años han pasado de la última vez que estuve allí, como acabo de decir, y diez desde la primera vez. En esa cifra redonda tenía que volver. Además sigo sin conocer a mi amor. Por muchas veces que vaya a Londres creo que nunca terminaré de conocerla y saber cómo es. Al igual que Madrid, que nunca sabes qué te va a deparar aunque todo siga en su sitio como la última vez.

Tengo muchas ganas de volver a Londres y volver a descubrir esa inmensa ciudad, con sus calles ingentes llenas de gente, con sus plazas arboladas y jardines privados, con sus viviendas de estilo georgiano, victoriano, jacobino, sus museos gratuitos, sus tiendas de modas, sus monumentos más significativos. Pueda parecer absurdo volver por tercera vez a una ciudad que ya se conoce. Pero yo no conozco Londres. Amo Londres pero como buen amante siempre debe sorprender para mantener esa magia del primer día. Hay quien puede aburrirse de una ciudad, rehusar de ella por haber generado unos recuerdos que con el tiempo se pueden volver dolorosos, odiar su forma de vida. Hay quien puede sentir todo esto por Madrid y por Londres, pero quien lo siente no sabe que esas ciudades, que tienen almas mucho más intensas y profundas que las de mucha gente, también rechazan a esas personas y las echan de sus calles, plazas y parques.

El viaje que en unos días emprenderé a Londres de nuevo será todo lo que uno quiera, pueda o desee llamarlo pero no será un viaje repetitivo. Ya no voy a Londres como aquel adolescente imberbe y lleno de granos. Tampoco soy ese otro joven algo más maduro pero gordo y seboso, que volvió cinco años más tarde a volver a descubrir una ciudad que nunca se puede descubrir. Vuelvo a Londres siendo ya un joven adulto, o eso creo, que sabe qué es Londres y que ama esa ciudad. Vuelvo para reencontrarme con mi amada Londres sabiendo de antemano que no la voy a encontrar porque será otra ciudad totalmente distinta. Una ciudad diferente de la que sin lugar a dudas volveré a enamorarme o a enamorarme aún más profundamente si cabe.

Objetivamente hablando el Londres que quiero visitar no lo he visitado nunca antes. El Big Ben y las Casas del Parlamento, la Abadía de Westminster, la Catedral de San Pablo, el London Eye, el Puente de la Torre, la Torre de Londres, Covent Garden, el Museo Británico, la National Gallery, Picadilly Circus, el Museo Victoria&Albert, el de Ciencias Naturales, el Támesis, Oxford y Regent Street, la City, el Palacio de Buckingham con su cambio de guardia, Trafalgar Square, Fleet Street, Soho, las estaciones de tren, el metro de Londres, Hyde Par, Whitehall, el 10 de Downing Street, Belgravia, Harrods, la zona del Temple; todo esto seguirá allí donde lo dejé hace cinco años pero no por ello dejaré de volver a visitar alguno de estos monumentos y lugares de Londres. Es imprescindible y además no me perdonaría no volver a verlos de cerca. Sería como no repetir ciertas rutinas cada año con nuestra pareja. Eso es algo que no me puedo permitir.

Sin embargo vuelvo a Londres para redescubrir la ciudad que amo. Así habrá un día que me alejaré de ella para hacer que la ansiedad por pisar de nuevo sus calles aumente y la pasión con que me vuelva a encontrar con ella sea mayor si es que puede ser así. Me acercaré el primer día que amanezca en la ciudad del Támesis, siempre engullida durante las últimas horas de la larga noche y los primeros minutos del alba, por una niebla extraña que luego levante del todo para mostrar un cielo tan azul, si no más, que el que se puede ver en Madrid en ciertas épocas de año, me acercaré como digo a Cambridge, ciudad universitaria por excelencia junto con si rival antagónica Oxford. En Cambridge me patearé de cabo a rabo, de arriba abajo, de este a oeste sus calles, pasaré a ver los patios y capillas de sus colleges, contemplaré el puente matemático construido hace más de dos siglos en madera sin un solo clavo, comeré allí donde se descubrió el ADN a ver si así puedo dar con cual es mi verdadera razón de ser. Y volveré cuando el sol empiece ya a declinar por el firmamento hacia la gran urbe inglesa. Y Londres me esperará sin esperarme y yo la volveré a pisar amándola aún más y deseando volver a verla en todo su esplendor ya a la mañana siguiente.

Greenwich será otra de las paradas de mi nueva aventura londinense. Allí donde el mundo se divide en oriente y occidente visitaré los imponentes edificios del Museo Naval y la Universidad de Greenwich, no podré sin embargo visitar el gran salón comedor del college que para las fechas que voy estará cerrado por un evento privado. Esa es una de las sorpresas e incidencias que a priori sé que me voy a encontrar en Londres. Una espinita en un viaje que también me llevará después de visitar la línea que separa el mundo a la City. Puede que haya visitado Londres ya dos veces pero da la casualidad de que no he visitado nunca la City más allá de entrar en mi primer viaje a la grandiosa Catedral de San Pablo, uno de los puntos más diferenciadores entre Madrid y Londres, ya que si en Madrid al hablar de nuestra catedral debemos casi hacerlo con la boca pequeña y susurrando el nombre y la dirección del edificio religioso, en Londres no pasa algo semejante. San Pablo es una construcción soberbia, como soberbios han sido siempre los ingleses, que impone nada más verla y que resalta con su enorme cúpula, la segunda más grande después de San Pedro en el Vaticano y antes que la de San Lorenzo del Escorial (orgullo patrio), sobre las modernas construcciones londinenses de acero y cristal. La magna obra de Sir Christopher Wren es el edificio más importante de la City y prácticamente el único que he visto de esa zona donde los romanos hace ya muchos siglos establecieron el asentamiento de Londinium. Pero no es lo único de la City que ya conozco, también el Monumento al Gran Incendio de Londres y la Torre de Londres, esa fortaleza medieval situada en mitad de la más moderna urbe de Europa y que por tanto resalta por sí misma con una personalidad propia. La Torre de Londres guarda la historia del Reino Unido mejor que muchos otros edificios en las islas británicas, y también sirve de gran caja fuerte a las joyas de la corona que custodian los beefeaters. Pero estos tres monumentos citados son los únicos que conozco de la City. Ahora en mi tercer viaje descubriré realmente ese núcleo originario de Londres y visitaré la muchas iglesias erigidas después del gran incendio que devoró Londres en 1666 (350 años se cumples este septiembre de aquel desgraciado momento para la historia de Londres, de mi amada Londres) muchas de las cuales diseñadas por Wren; y recorreré calles tan emblemáticas como Fleet Street; y contemplaré los gruesos muros que guardan el Banco del Inglaterra; y levantaré la vista hacia las alturas desde casi los cimientos de los grandes rascacielos que jalonan la City; y visitaré la antigua y muy noble sede del Consejo de Londres, el antiguo y medieval ayuntamiento de la capital inglesa, el Guidhall; y me perderé por calles que no conozco pero que descubriré por primera vez para amarlas como amo el resto de la ciudad. Pero la City no será lo único nuevo que descubra en Londres. El Soho va a ser otro de mis objetivos en este tercer viaje a Londres, ese barrio tradicionalmente marginal pero que a semejanza de Malasaña en su día, Tribunal más recientemente, las Letras siempre y ahora también Lavapiés en Madrid, poco a poco fue poniéndose se moda y revitalizándose después de muchos años de decadencia. Opuestamente el Soho podría considerarse Mayfair, que tampoco conozco y que también voy a recorrer por primera vez admirando sus casas señoriales en las que mi mente soñaría con habitar si no fuera tan realista y supiera que están muy lejos de mi alcance. En el apartado museos pocos hay que no haya visitado y realmente quiera visitar. Sin embargo sí que hay uno que en el primer viaje deseche ruin y vilmente por no interesarme (necio de mí), en el segundo no visité por quedarse demasiado alejado de cualquier ruta turística, pero que ya no puedo seguir obviando. La Tate Britain es un museo de arte inglés, cosa que dice más bien poco ya que pocos artistas ingleses has alcanzado el Olimpo del Arte donde se pueden encontrar Velázquez, Goya, Picasso, Rubens, Tintoretto, Miguel Ángel, Jacques Louis David, Delacroix, Van Gogh o Rembrandt. Sin embargo hay un pintor inglés al que admiro profundamente y que sitúo sentado prácticamente al lado de los artistas anteriormente citados. Dicho pintor es Turner, y la Tate Britain tiene la mejor colección de sus obras. Por eso mis pasos me llevarán hasta la orilla norte del Támesis río arriba de las Casas del Parlamento, para poder contemplar la obra de este gran pintor.

No todo va a ser descubrir Londres de nuevo. A un amante en el fondo ya se le conoce. Yo a Londres la conozco bastante bien y a pesar de que vuelvo de nuevo a ella para descubrirla más profundamente, no puedo olvidarme de aquellas facetas suyas que me robaron el corazón hace diez años. Ya hice esto mismo hace cinco años cuando volví de nuevo a Londres, y pienso volver a hacerlo en apenas unos días. Sin embargo haré esto de una forma más productiva. Las dos veces que he ido a Londres lo he hecho como turista de masas. En esta tercera ocasión pienso dejar mi lado más turístico a un lado y transformarme en una especie de londinense que vuelve a su hogar después de mucho tiempo alejado de él. Recorreré los hitos fundamentales de la capital británica con ojos diferentes. No tengo que sacar cien fotos del Big Ben porque y está grabado en mi corazón y de ahí no se va a mover nunca. No tengo que pasar varias horas en la National Gallery porque simplemente me bastará ir a saludar a la Dama del Espejo de Velázquez, ni tendré que dedicar todo un día al Museo Británico porque ya sé qué hay robado allí dentro y solo tendré que ir a comprobar que los dinteles del Partenón de Atenas y su friso siguen donde los dejé la última vez, así como la Piedra Rosetta; no tendré que pasar a Westminster porque sé que los grandes hombres allí enterrados siguen en paz descansando a pesar de los centenares de turistas que intentar perturbar su eterno sueño. No tengo que volver a hacer nada de lo que hice como turista porque Londres ya no es para mí un destino turístico sino parte de mí. Visitaré todo lo anterior como quien vuelve a reconocer las partes más anheladas de su amante en una noche de sexo desenfrenado después de mucho tiempo alejado de él. Así visitaré todo lo que siempre sé que está en Londres parándome en todas las librerías que encuentre: la inmensa Waterstones en Picadille, vecina de la histórica Hatchards, la viajera Stanfords, la bella Daunt Books, la comercial Foyles en la literaria y libresca Charing Cross Road; entraré en las más célebres tiendas de té de Londes: desde Twinings, con su eterna tienda enfrente de los Juzgados, proveedora de la Familia Real, hasta la histórica East India Company, pasando cómo no por la tradicional y muy inglesa Fortnum and Mason´s. Y además comeré donde nunca he comido en mis viajes a Londres en sus pubs, no tomando cerveza porque por desgracia para un amante de Londres, a mí no me gusta y menos las ales inglesas con su fuerte sabor a cebada, pero sí tomando sus porridges, fish and chips, pies y demás delicatesens del recetario tradicional inglés. En este punto obviamente tampoco puedo comparar con Madrid, donde comas donde comas, arriesgándote a que te sableen el bolsillo según donde te sientes a comer o no, siempre vas a poder deleitarte con la comida. Londres no es tan generosa con sus comensales y no tratará bien sus estómagos.

Tras todo esto mi viaje terminará. Me despediré de mi amada Londres hasta la próxima vez sin caber cuando será y no sabiendo si habrá tal próxima vez tan si quiera. Si el mundo sigue girando como lo lleva haciendo desde que piso este mundo, seguro que habrá próxima vez. Lo que pasa es que no sé si la próxima vez será como la sueño. Tras mi primer viaje a Londres me dije que el segundo lo haría acompañado por amigos o con mi pareja. Eso no ocurrió y fui con mis padres como en el primero. Tras ese segundo viaje, hace ya cinco años me dije que el siguiente, el que estoy a punto de emprender, lo haría ya sin mis padre pero acompañado por amigos o pareja. El mismo sueño que la primera vez. Vuelve a no cumplirse. Aunque ya no me acompañarán mis padres. Ojalá, y lo digo bien claro y lo más alto que la mente de cada lector pueda leer esta frase, que la cuarta vez que visite Londres lo haré acompañado. No voy a concretar porque sinceramente no creo que la siguiente vez que pise Londres lo vaya a hacer con pareja. Tendrán que ser amigos quienes me acompañen a ver de nuevo mi amada ciudad.

Pienso que este artículo se me ha ido demasiado de las manos. Pero creo que el amor no tiene límites y no se le pueden poner. Cuando se ama de verdad  nada puede contener la fuerza de ese amor. Amo Londres, y amo Madrid. El destino me tiene permanentemente alejado de una de esas ciudades como es Londres, ya que no soy londinense ni inglés ni británico. Pero desde hace dos meses la necesidad de encontrar un trabajo de ingeniero de caminos, profesión corrupta tradicionalmente donde las haya, endogámica a más no poder y oscura como una noche sin luna, me mantiene alejado de Madrid, y no hay día que no note la distancia inmensa que me separa de sus calles.

Que nadie dude que lo primero que haré el viernes que llego a Madrid, tras un vuelo nocturno en el que sobrevolaré sin saberlo y sin verlo tres continentes diferentes, será después de pasar la mañana viendo a mis abuelos que me echan de menos como nadie, será irme a reencontrarme con Madrid, a patearme mis sitios favoritos, si puede ser con un par de amigos muy queridos mejor, sino solo. Pisaré la Plaza del Dos de Mayo y entraré en mi librería preferida escondida en un rincón de la plaza porque como el heroinómano adicto al caballo necesito oler a libro, páginas y a tinta. Recorreré la Gran Vía aunque no me guste, me comeré una palmera de chocolate de Viena Capellanes o el Riojano o una napolitana igualmente de chocolate de la Mallorquina. En esto último Londres también perdería en una hipotética comparación que hiciera sobre ambas ciudades. Pero Madrid lo haría a la hora de comparar ambos ríos por ejemplo.

No comparo porque no puedo comparar, porque me duele compara, porque no cabe en mi cabeza la diferencia entre Londres y Madrid. Podré ser considerado un necio por mucha gente al equipara Madrid y Londres. Bueno pues soy el mayor de los necios que verá el mundo entonces. Madrid y Londres comparten una cosa y es mi amor por ellas. Siempre están en mis pensamientos y cada vez que voy a una ciudad que no conozco creo que estoy siendo infiel a mis dos amadas ciudades. Pero no hay todavía ninguna ciudad que las supere en conjunto y las haya podido suplantar en mi corazón. Y dudo mucho que pueda haber ninguna ciudad que pueda despertar en mi interior los mismos sentimientos que Londres y Madrid, Madrid y Londres, despiertan en mí.


Caronte.

sábado, 3 de septiembre de 2016

Historia de amor por dos ciudades (1 de 2)

Me permito parafrasear el título de una de las más famosas novelas de Charles Dickens porque  me la acabo de leer y creo estar en derecho de hacerlo después de ello. Además hace tiempo que necesitaba encontrar un titulo lo suficientemente decente para poder titulas esta entrada en el blog; entrada que por otra parte llevo pensando y reflexionando sobre ella mucho tiempo ya y que creo que solo cuando he estado a más de cinco mil kilómetros de distancia de mi hogar he sido capaz de terminar de dar forma.

Como en la novela de Dickens una de las dos ciudades a las que hace referencia el título de esta entrada es Londres. Sin embargo la otra ciudad de la que aquí voy a hablar no es París como en la novela del gran escritor inglés, sino Madrid, una ciudad mucho más a la altura de las circunstancias que la sempiterna y orgullosa ciudad de la luz y capital de Francia, París, que como la puta más solicitada del burdel ya está más que dada de sí y poco o nada puede aportar al imaginario colectivo de viajes y descubrimientos. No desmerezco París, pero esta ciudad es de todas las que he visitado en Europa la que a la postre menos me ha gustado, aunque cuando la visité me impresionara por su grandilocuencia, plasmada en el Arco del Triunfo, y su orgullo, reflejado en la grandiosa avenida de los Campos Elíseos.

París no levanta amores como lo hacía antaño, cuando todavía tenía esa magia de ciudad habitada por artistas bohemios de verdad, de la ocupación/violación nazi, de la sangre de cabezas degolladas por la señora guillotina, de los gritos de libertad, libertad, libertad. Paris supongo que todavía enamora a los enamorados que no sabes qué es el amor ni donde celebrarlo salvo en la, inflada por la publicidad, ciudad del amor. Paris, solo enamora a los nostálgicos de una época que no va a volver, a los simples quizá, que se dejan maravillas por una inmensa y desproporcionada torre de hierro y acero, por unos edificios abuhardillados que son todos iguales se pasee por las calles que se pasee, da igual que sea un barrio pobre o uno rico. París no me engaña, y creo que a quien haya viajad mucho más que yo que soy un aprendiz de Marco Polo, mucho menos.

Pero que nada de lo que acabo de decir haga que nadie me juzgue. En el fondo me dan igual los juicios de valor que la gente que no me conoce me haga. Ignoro incluso los que hacen aquellos allegados y conocidos míos. Solo me importan de verdad los juicios emitidos por las personas a las que quiero con todo mi corazón, y esas no llegan a ser tantas como para gastar todos los dedos de una mano. No pretendo ni por un instante ser objetivo en este artículo, por eso lo que acabo de decir sobre París, aparte de que es una verdad incuestionable, casi a la altura de los dogmas de fe que se creen los incrédulos seguidores de cualquier religión, no son más que opiniones personales que probablemente poca – u mucha quien sabe – gente compartirá al cien por cien. Mejor.

Está claro que París no ocupa un lugar destacado en este relato de amor. Ni he amado a la capital de Francia ni creo que la amaré nunca, a no ser que me dé el amor de mi vida, en cuyo caso parafraseando a uno de los hermanos Marx, puedo cambiar mis principios. París no es depositaria de mi amor material. Las ciudades que amo son dos Madrid y Londres. Dos ciudades a cada cual más diferente; diametralmente opuestas en muchos aspectos, sino en casi todos; y muy distantes históricamente hablando; pero que a la postre y por designios del inescrutable destino comparten un sentimiento muy profundo en mi corazón. Amo ambas ciudades por igual no puedo quedarme con una, destacar algo de alguna, sin ser injusto con la otra. No puedo decir que prefiero tal o cual barrio, tal o cual monumento, tal o cual tradición de una sin inmediatamente tener que retractarme porque no me puedo decantar racionalmente hablando por ninguna de las dos.

Para empezar debo decir que soy madrileño. No de esos castizos ni de pura cepa, “gatos” como se les llama a los madrileños de tercera generación nacidos en el seno de una familia con padres madrileños y abuelos (los cuatro) madrileños. No tengo ni siquiera media mitad de “gato”. De hecho no considero que en Madrid haya nadie castizo. Solo la caspa es castiza. Aquellos que se llaman castizos en Madrid son los únicos que no aman su ciudad, que la utilizan para intentar diferenciarse del resto de los madrileños. Madrid es una ciudad de múltiples orígenes, no hay un madrileño al uso. No hay unas costumbres típicas de Madrid, ni una gastronomía típica de Madrid capital, ni unas fiestas típicas de Madrid capital. Todo eso ha venido impuesto con los años y con la tozudez de esos castizos de pega que se visten de chulapos y chulapas, con capa castellana o de “manolas” en contadas ocasiones. Madrid es de todos los que viven o pasan por ella, y al mismo tiempo no es de nadie.

Por eso amo Madrid. Nací en el Hospital Gregorio Marañón en la antigua maternidad de la calle O´Donell. De ahí pasé a un barrio que no fue nunca Madrid hasta los años sesenta cuando fue anexionado, o engullido, por la gran urbe capitalina necesitada de tierras para seguir creciendo y expandirse. Vicálvaro ha sido, es y será siempre el lugar de Madrid donde me hice a mí mismo, donde me he movido, donde he aprendido a ser yo mismo, donde empecé a escribir, donde me formé, donde no he amado, donde he llorado, jugado, paseado, corrido y hecho amistades. Y sin embargo, aunque los sentimientos que tengo hacia mi barrio son enormes y nunca los podré disimular porque en esa pequeña esquina de Madrid que es Vicálvaro habré pasado, llegado el día del juicio final, entre un tercio o un cuarto de mi vida (espero que sea alguna de estas dos estimaciones) y vivirán muchos miembros de mi familia y morarán muchos de mis recuerdos.

Como digo, y sin embargo Madrid, el Madrid de verdad ese al que todo el mundo le viene a la cabeza cuando se pronuncian las dos sílabas que componen su nombre está por encima de mi barrio. O quizá gracias también a mi barrio amo Madrid con la intensidad que lo hago. Madrid, ha sido, es y será siempre viva yo o no ese lugar del Planeta Tierra, del Sistema Solar, de la Vía Láctea y en resumen del todo el universo en el que siempre me sentiré a gusto, como en casa, acogido, feliz; ese lugar en el que al mismo tiempo me sentiré siempre extraño, turista, asombrado, temeroso, e infiel a mí mismo.

Estando a más de cinco mil kilómetros de Madrid me acuerdo de ella todos los días. No hay jornada de trabajo o festiva (los viernes únicamente) que no piense en Madrid, en lo que podría estar haciendo en mi ciudad y que no puedo hacer en mitad del desierto donde me toca morar hasta que mi cabeza se pierda y mi alma me reclame volver al hogar. Amaba ya Madrid pero aquí en mitad de la más horrible nada me he dado cuenta de que junto a mi familia y a una pareja de amigos, también necesito como el agua que bebo o los alimentos que ingiero a Madrid. Necesito sus calles, necesito su gente, necesito sus casas, sus monumentos, sus turistas, todo: lo que más admiro y lo que más odio; los barrios que siempre he transitado y aquellos en los que nunca he puesto un pies; sus bares de moda, los de toda la vida, los que te sablan medio mes de sueldo por una caña mal tirada y una tapa irrisorio simplemente por estar en la Plaza Mayor, los que nadie conoce, los que uno se encuentra casi por casualidad, aquellos que traen recuerdos de veladas pasadas en la mejor compañía posible; las librerías de segunda mano; mi Plaza del Dos de Mayo y sus calles aledañas; mis paseos sin rumbo descubriendo y recorriendo calles nuevas; sus plazas antiguas donde hay bancos de tierras, bancos de madera y árboles, y las plazas que el infame alcalde Gallardón, ese miserable egocéntrico, barrió del mapa de la comodidad haciéndolas invivibles (me acabo de inventar la palabra creo) con hormigón duro y hostil y sin una sola sobra que proteja al peatón del inclemente sol de la ciudad; su luz, sobre todo la que durante las últimas horas de sol de los días de invierno acaricia las fachadas de las casas más señoriales y más humildes; sus barrios ricos y los más pobres; sus calles comerciales, como Goya, o Serrano, o la horrible y bella al mismo tiempo Gran Vía muerta por sobredosis de marcas de ropa y franquicias de hostelería; su Navidad con las calles iluminadas; su Puerta del Sol corazón vivo y latiente de la ciudad que nunca duerme; el Museo del Prado donde siempre he encontrado minutos de paz y tranquilidad contemplando algunas de las más importantes obras de arte universales; el Paseo del Prado recuperado recientemente los fines de semana por la mañana para los ciudadanos y turistas de Madrid gracias a Manuela Carmena, la primera alcaldesa elegida de verdad por los ciudadanos; el Paseo de Recoletos, continuación del anterior, devastado por la falta de mantenimiento y la desidia de la antigua alcaldesa Ana Botella, impuesta por el miserable alcalde anterior ya citado en este artículo, y que lleva a su espalda la muerte de cinco chicas en el Madrid Arena; el Retiro siempre; el Retiro más aún con las casetas de la Feria del Libro a finales de primavera, cita ineludible para mí que no sé si el año que viene podré disfrutar como me gustaría; la Cuesta del Moyano las mañanas de fin de semana de primavera, otoño, invierno y verano; el Rastro al que he ido únicamente tres veces en mi vida, dos de ellas con un amigo al que quiero también con todo mi corazón y que considero un hermano; los teatros a los que tanto me gustaría ir pero que tan poco he ido por no querer ir solo y por no tener con quien ir; Lavapiés, Malasaña, La Latina, Tribunal, Huertas; el literario y olvidado barrio de las letras donde vivió el más grande entre los grandes de la literatura universal, con permiso del inglés de Stradfor-upon-Avon, don Miguel de Cervantes, pero no solo él sino también Lope de Vega (tocayo mío, ¿me llamaré Lope?), Calderón o Quevedo entre otros, pasados, presentes y futuros por qué no; la plaza de la villa digna sede del ayuntamiento de la Villa y Corte hasta que el Faraón Gallardón I de la dinastía de los aborrecibles decidió mudarse al Palacio de Cibeles para así dar cabida a su ego inmenso en un despacho digno de un Rey absoluto; la Calle Alcalá de principio a fi, esa arteria que riega varios distritos de la capital; el Oso u Osa y el Madroño símbolo casi olvidado por los propios madrileños pero que está siempre vigilante en uno de los extremos de la Puerta del Sol; sus fiestas típicas, si es que hay alguna de ellas, San Lorenzo, San Cayetano y La Paloma, que se enlazan en el mes de agosto, mes que también echo mucho de menos porque siempre lo he pasado en Madrid y solo últimamente supe disfrutar moviéndome a mis anchas en una ciudad que parece arrasada por alguna catástrofe nuclear y que se queda para los más intrépidos madrileños aquellos que lo somos de verdad porque llevamos a la ciudad en el corazón.

Podría haber alargado mucho más el párrafo anterior, pero creo que nunca sería capaz de expresar utilizando la lengua cervantina lo que siento por Madrid. No creo que sea capaz de expresar, ya sea por escrito o de manera hablada mi amor por la ciudad que me vio nacer un cuatro de abril de hace un cuarto de siglo, un día lluvioso a rabiar, en el que a mi abuelo le arrancaron los limpiaparabrisas del coche, en el que el mundo de la literatura lloraba a Graham Greene, en el que muchas personas morían y nacían en el mundo.

El flechado de amor llegó en 2006. Hace diez años, un mes de julio durante el cual la ciudad del Támesis sufría junto con el resto del país la peor ola de calor del último siglo, me enamoré de Londres. Yo no era más que un pipiolo, casi un imberbe, un jovenzuelo inmaduro y todavía no golpeado por nada en la vida. Tenía quince años y por primera vez en mi vida salía de mi país e iba a pasar una noche lejos de España. No sería únicamente una noche en aquel viaje sino toda una semana. La emoción que viví entonces no la he vuelto a experimentar al viajar después a ninguna ciudad. Además no solo era mi primera vez en el extranjero sino que también se podría considerar que aquel viaje era también mi primera vez en avión, ya que aunque en realidad no era así, porque con apenas tres años viajé con mis padres a Lanzarote, de aquel primer viaje en avión ni me enteré. No guardo apenas ni un solo recuerdo de aquella primera vez, quizá sea la única primera vez que no vaya a recordar en mi vida.

Londres actuó como catalizador en mi vida. Cambió todo mi mundo interior y mi manera de ver el mundo exterior que me rodeaba y en el que vivía. Si miro fotos de aquel primer viaje veo a otra persona que no soy yo. No soy capaz de reconocerme y al mismo tiempo no puedo no verme reflejado en aquel niño, aquel joven con acné, pelo más o menos largo, aparato dental y bastante rellenito. Era otro yo. Era un yo sin el que hoy en día yo no sería nada ni nadie. Aquel viaje con mis padres me abrió al mundo. Londres me llegó como ninguna otra ciudad después me ha llegado. Estoy seguro que la primera persona con la que uno se acuesta y hace el amor torpemente dejándose llevar más por impulsos primarios que otra cosa, y atenazado por el miedo a fracasar o no estar a la altura y los nervios del momento dejará algún día la misma sensación en mi interior como aquella primera vez en Londres.

De aquel primer viaje recuerdo absolutamente todo. Pero Londres era y es inmensa. Es una ciudad inabarcable. Así como Madrid es una de las ciudades más cosmopolitas, multiculturales, abiertas y poliédricas del mundo occidental, queda en nada si uno la compara con Londres: la capital de la multiculturalidad. Pero claro Londres hasta hace un siglo era la capital de un imperio con territorios gobernados y controlados por Su Graciosa Majestad en todos los continentes. De hecho hoy en día sigue siendo la capital de un imperio, bueno, más que de un único imperio de dos: del británico camuflado de Commonwealth y del económico, siendo la City de Londres uno de los principales centros de negocios del mundo. Ante eso Madrid no puede competir; sería algo así como la chica humilde, guapa pero no despampanante y con formas perfectas, inteligente pero no brillante que a la hora de conseguir al más guapo o a la más guapa, porque puede elegir claro está, siempre está en segunda o tercera fila. Pero no vengo aquí a comparar. Además las comparaciones son odiosas y quizá si me pongo en serio a comparar Londres tendría las de perder con Madrid en muchos aspectos.

Caronte

jueves, 28 de julio de 2016

Letras desérticas: "Ni un minuto más"

Estar lejos de hogar de uno siempre es una cuestión difícil. Pero más aún es no saber realmente que es tu hogar, donde está, quien lo compone o como es. Por necesidad, es decir por cuestiones de trabajo, estoy a miles de kilómetros de mi casa, en medio de un país al que odias tras un par de horas, rodeado de la más inmensa de las nadas, de un desierto de roca y arena sobrecogedor y muerto. Aquí no hay más que trabajo. No hay cines, no hay bares, no hay ocio salvo los gigantescos centros comerciales donde los ciudadanos y habitantes de este país acuden casi en masa con sus enormes coches para pasar sus ratos libres comprando en alguna de las decenas y decenas de tiendas de marcas occidentales que plagan los pasillos, galerías, locales y plantas de esas moles de hormigón, ladrillo y cristal. No se puede hacer nada más que trabajar. ¡Y gracias!

El trabajo es lo único que me mantiene entretenido, o al menos con la mente ocupada no pensando en donde me he metido, en donde estoy viviendo y en donde si no me fallan las fuerzas físicas y mentales voy a vivir una temporada. Las diez horas y media diarias, que se convierten en prácticamente doce si tengo en cuenta el tiempo empleado para el desplazamiento, son una bendición de los dioses teniendo en cuenta todo lo demás. Porque todo lo demás es deprimente y desmotivador en este país. Y menos mal también que los fines de semana se componen únicamente de un día: el viernes, porque si fueran de dos como en todo país decente, civilizado y desarrollado, probablemente acabaría cortándome las venas (cuya traducción en este país sería coger un vuelo de vuelta a mi casa para no volver a poner mis pies en él).

De las 24 horas que tiene un día normal en España aquí se transforman en una mole continua de tiempo sin principio ni fin; una rutina perpetua que se repite incesantemente a dos velocidades diferentes. Aquí el tiempo pasa muy lentamente. Los días son extremadamente largos, eternos, interminables, y vienen marcados por rutinas fijas y la periódica llamada a la oración que proclaman los múltiples minaretes de las mezquitas. Pero en este país y con la vida que llevo el tiempo también pasa rápidamente. Llevo en tierras árabes más de dos semanas y aun parece que fue ayer cuando me bajé del avión en el impresionante aeropuerto de la capital y me golpeó la masa ingente de calor que hay siempre en el ambiente. Es una sensación muy extraña esta del tiempo y sus dos velocidades duales. Por no hablar de cómo pasa durante los viernes, ya que esos días, los que se supone que son nuestro fin de semana, el tiempo muestra una cara más, la tercera y pasa como que no pasa pero termina por pasar (sé que no me he explicado pero es lo que hay).

Son los viernes quizá los peores días para pensar donde estoy y darme cuenta a cuanta distancia esta no ya mi casa, que en el fondo me daría casi igual, sino mi hogar. Los viernes son mi fin de semana. Hasta la hora de comer podría ser el sábado, mientras que la tarde ya pasa a ser un domingo extraño en el que en lo único que se piensa es en cenar no muy tarde para poder acostarse pronto para madrugar al día siguiente (no olvidemos que sería y es sábado en España) y estar lo más descansado posible y en pie a las cinco y media de la mañana (hora a la que muchos están llegando a sus casas en Madrid por ejemplo, después de una noche de viernes muy larga y quizá también provechosa) para afrontar otra semana de seis días. Son los viernes, como digo, cuando hay que buscar hacer todo lo posible, incluidas tareas de la casa, para mantener la mente ocupada y no acordarse de nada que pueda hacer flaquear la mente. Son los viernes los días en los que uno más pendiente está del rezo en las mezquitas ya que indica que el tiempo pasa y vuelve a acercarse el sábado, día que toca volver a la rutina del trabajo y a comenzar una semana que pasara lenta y rápidamente a la vez.

Es duro decir, y más duro es darse cuenta de ello, que el trabajo es lo único que me permite pasar los días echando de menos en el fondo todo y a todos en Madrid. Pero es así. Y no me puedo quejar del trabajo. Estoy en una de las empresas españolas de construcción más importantes, tanto a nivel nacional como internacional, en uno de los proyectos de obra pública más grandes a día de hoy que existe en el mundo, si no el mayor, con unas condiciones laborales/económicas bastante decentes. No, no me puedo quejar. O sí, claro que me puedo quejar. De hecho me quejo de que la empresa para la que trabajo me haya traído a un país totalmente desconocido y hostil donde si no eres nacional no puedes prácticamente hacer nada y donde el parecer occidental es casi una atracción de feria. Me quejo de que nos hayan dejado a nuestro aire haciendo que sin tener coche de empresa (una de las condiciones que vienen en el contrato) nos dijeran que nos teníamos que buscar la vida para llegar al trabajo, pagando de nuestro bolsillo (todavía vacío y sin casi moneda local) el coste que luego obviamente reembolsará la empresa, llamando a algún conductor de confianza (¡de confianza!, claro de la última vez que estuve en esta ciudad de mierda, no te jode).

Claro que me puedo quejar y de hecho vuelvo a hacerlo porque estoy metido en un compound, que para explicarlo rápidamente es como una urbanización de más o menos lujo, vallada y amurallada, sembrada de medidas de seguridad donde vive la comunidad de trabajadores extranjeros. Un compound no es ni más ni menos que un campo de concentración donde solo hay occidentales; son cárceles de oro, como se definen en algunos foros de internet o blogs de expatriados,con piscinas, gimnasios, lavanderías, pistas de deporte, comercios, etc. Sin embargo, y pese a que puede sonar bien, la empresa, habiéndome dicho que iba a estar en un compound que viéndolo por internet tenía más que buena pinta, a urbanización de lujo de Madrid, me ha metido, junto con otros compañeros con los que compartí viaje de venida en un compound que podría considerarse como urbanización de clase media baja de Torrevieja, sin nadie más de la empresa de nuestra edad. Y ahí estaré sine die, cosa que hizo que me viniera abajo y me empezara a replantear mi situación en el país.

Antes de venir, y tras habérmelo pensado mucho por muchas y pocas razones a la vez (cosa rara lo sé pero, como muchas cosas conmigo, es lo que hay), mi estructura y planteamiento mental frente a esta aventura no solo laboral sino y con diferencia mucho más, personal, era estar en este país en este proyecto todo lo posible, entre 2-3 años. Una vez aquí y viendo lo que es vivir en este país el horizonte del año es un límite más que aceptable que no se si seré capaz de alcanzar. Una vez aquí me he dado cuenta de que no soy tan fuerte como pensaba que podría llegar a serlo. Este cambio de estructura y de realidad mental lo asocié en un primer momento con la noticia de que iba a estar en un compound que no me proporcionaba ninguna comodidad más que el hecho de que tiene las casas más grandes (de hecho vivo en un adosado de seis baños, tres plantas y más de 200 metros cuadrados, para tres personas). Pero no. No ha sido el compound lo que me ha hecho replantearme mi estancia aquí, sino el echar de menos prácticamente todo. Empezando por mis padres, a los que echo de menos a diario y con los que necesito hablar también a diario para saber que todo sigue igual y que están ahí. Esto no lo hubiera dicho antes ya que en Madrid lo único que quería era independizarme para poder empezar a hacer mi vida. Ahora mi vida se ve trastocada por este efecto que me ha hecho decirles a mis padres a diario que les quiero y llorar cuando me acuerdo de ellos.

Pero no es solo a mis padres a los que echo realmente de menos. También están Carlos y Noe, una pareja de amigos a los que también quiero mucho y de los que me acuerdo también a diario. Hay más gente que se me cruza por la cabeza pero estas personas mencionadas son las fundamentales. Sin su recuerdo, sin su presencia en la lejanía creo que ya me habría vuelto. Pero les echo mucho de menos. Y no sé hasta cuando podré aguantar esas ausencias en mi vida diaria. Sin embargo no son solo a personas a las que echo de menos. Añoro mi habitación y mi casa, el poder no hacer nada un sábado leyendo simplemente en mi silla. Añoro el calor de Madrid en comparación con el infierno diario y nocturno de este país. Añoro las librerías que sé que puedo encontrar en mi Madrid. Añoro la Plaza del Dos de Mayo y Malasaña, la Gran Vía, el Museo del Prado, la Cuesta del Moyano, Atocha, el metro y los autobuses, la diosa Cibeles, el Corte Inglés. Añoro todo en definitiva. ¡Cada día que paso aquí me doy cuenta de que hay mucha sabiduría en la frase esa de que no se valora algo hasta que no se tiene!

Realmente no sé cuándo acabara mi aventura en el desierto, cuándo decidiré que no merece la pena pasar ni un solo minuto más en este país de mierda al que por desgracia he cogido asco más pronto de lo que me hubiera gustado, donde no se puede hacer nada, donde las mujeres nacionales van tapadas de pies a cabeza por la abaya, una túnica completamente negra que no deja ver nada de ellas, y las occidentales deben llevar también una túnica negra siempre que estén en público. Es horrible, deprimente, desmoralizante y asqueroso. No soy fuerte cuando pensaba que lo iba a ser. Pero me da igual. Quizá soy mucho más sentimental de lo que también pensaba, y me da igual también, porque empiezo a saber quién soy y eso es más importante que cualquier otra cosa.

Me jode haberme dado cuenta de todo esto. Me jode saber que lo que en principio me planteé como una aventura de varios años pueda acabar sin llegar a cumplir uno. Me jode y mucho. Pero me estoy terminando de dar cuenta, o mejor dicho estoy empezando a confirmar que lo único que importa realmente en la vida es ser feliz y la felicidad no la da tener un trabajo con unas condiciones realmente buenas (aunque con matices) que me vaya a reportar una experiencia laboral impagable y unos ahorros bastante holgados también. La felicidad la dan las pequeñas cosas, y sobre todo las personas. Y son esas personas las que me faltan aquí, en medio del desierto. Me faltan obviamente mis padres; me faltan mis grandes amigos Carlos, a quien quiero como un hermano, y Noe; me falta Pablo y sus barbacoas; me falta Madrid y todo lo que mi querida ciudad conlleva. Me falta mi vida en definitiva.

Aun así, y pese a todo lo anterior. Voy a intentar aguantar en este país, en esta ciudad en medio de un desierto feo de cojones. Voy a aguantar por orgullo y honor personal todo lo que pueda. Voy a aguantar para no defraudar a todas esas personas que me faltan: a mis padres, a Carlos, a Noe y al resto que gente que sé que me quiere y aprecia. Pero no sé hasta cuando aguantare. Puede ser un año, cosa que veo muy complicada y difícil, como unos meses más, como una semana más. Aguantaré lo que me mente quiera y dé de sí. Aguantaré calor insufrible, diez (doce) horas de trabajo diarias seis días a la semana, viernes que son fines de semana, soledad, quietud y silencio. Aguantaré hasta que no me merezca la pena seguir aquí acordándome de todo y de todos a los que he dejado en Madrid y a los que quiero. Aguantaré hasta que me dé cuenta de que estoy perdiendo mi vida, de que me empieza a faltar y empiezo a no ser yo. Ni un minuto más.

Caronte.

jueves, 23 de junio de 2016

La familia se elige


Durante toda nuestra vida estamos eligiendo constantemente. Sin embargo hay algo que no elegimos y es dónde, cómo y cuándo nacemos. Es una perogrullada lo que acabo de decir pero es la más simple y real de todas las verdades que nos plantea la vida. Dicho esto, sin embargo yo sí que considero que a la familia se la escoge. Pude que lo que en este artículo vaya a exponer moleste y hiera a muchas personas y que otras muchas piensen mal de mí después de leerlo; a los primeros les digo que se acostumbren a la libertad de expresión porque si no lo van a pasar muy mal en su vida, a los segundos les anticipo que su opinión sobre mi persona me la voy a pasar por allí por donde los pantalones se desgastan antes de tanto roce.

No escogemos nacer y por tanto mucho menos elegimos donde hacerlo. Me refiero a la familia en la que nos toca amanecer en el día en el tiempo de existencia del mundo que es nuestra vida. De hecho no elegimos ni tan siquiera ser. Nos crean nuestros padres después de un “polvo” (algunos querrán llamar a ese proceso químico de engendramiento acto de amor, pero no es más que un “polvo”, hablando mal y pronto). Ese acto animal puede producirse después de una noche de excesos, loca, con alcohol, mucho, en cantidades ingentes y variedades múltiples, en los asientos traseros, o delanteros, de un coche de mala muerte; en los baños de una discoteca con olores a orines y lo que no son orines; en el suelo de una habitación de hotel a la luz de una lámpara con tulipa o simplemente a la luz de la luna que se filtra por las ventanas; en la playa llenándose de arena por todas partes de cuerpo, arena que seguirá molestando varios días después del acto; en una cama blandita, y con sábanas nuevas, de un hotel, o con sábanas ya más bien usadas de la cama matrimonial de la habitación de un piso de protección oficial. Ese “polvo” puede ser premeditado o simplemente espontáneo en el que lo salvaje sustituye a lo romántico. En definitiva somos producto de una noche de intercambios de fluidos, orgasmos, lametones, chupetones, humedades, sudor… Eso es lo que somos al principio y no lo podemos elegir.

Luego llega el momento de nacer. Llega el momento en el que un hombre o una mujer nos sacan con más o menos cariño del útero materno tras una cesárea, o somos expulsados inmisericordemente del mismo en parto natural por nuestra propia madre, harta ya de llevarnos ahí metidos durante cuarenta semanas, con sus consiguientes dolores, pesadeces, ardores de estómago, antojos varios, vómitos, tobillos hinchados y contracciones de un dolor indescriptibles (hay que tener en cuenta, lo digo para los hombres básicamente, que los bebés que nacen por parto natural salen por la vagina de las mujeres, el mismo lugar por donde se procede a echar ese “polvo” tan placentero; luego imaginémonos el tamaño que tiene que adquirir para dar paso al cabezón del bebé y el tamaño natural de esa parte tan deseada y anhelada por todo varón en el cuerpo de su pareja femenina). Esto tampoco lo elegimos.

Hasta el mismo momento en el que el doctor nos sacude el culo nada más nacer, pringados de vísceras, sangre y tejidos placentarios, para hacernos llorar y abrirnos así las vías respiratorias no elegimos. Sin embargo, desde el primer llanto sí que lo hacemos. De hecho en condiciones normales todo hombre, todo ser humano, está condenado a elegir durante el resto de su vida y por tanto está condenado a la ignorancia sobre el qué pasará y al temor a equivocarse con esas elecciones.

Por esta razón digo y me reafirmo en ello que a la familia la elegimos. ¿Cómo es posible? Porque nuestra familia no son nuestros padres, abuelos, tíos y primos. A todas estas personas a las que llamamos, desde mi punto de vista erróneamente, “familia” no las elegimos por lo que no pueden ser considerados familia. Es nuestra familia momentánea, hasta que llega el día en que realmente empezamos a elegir a esas personas a las que sí podremos llamar familia con todo el significado abstracto que esa palabra conlleva. Esta afirmación es dura y me ha llevado tiempo llegar a ella. Y cuando digo tiempo quiero decir que llevo muchos años dándole vuelta a este concepto. Para mí la familia no puede ser en ningún momento ese conjunto de personas entre las que aparecemos por arte de magia. ¿Por qué somos tan mojigatos como para aceptar ese hecho que en cualquier otro ámbito de la vida no aceptaríamos? Porque tenemos miedos, porque nos han icho que nuestra “familia” es siempre intocable, cuando creo que debería ser así.

Nacemos en un núcleo familiar con el que según vamos creciendo y desarrollándonos podemos, o no, tener cosas en común. No acepto esa premisa que mucha gente tiene como verdadera e inamovible, que dice que somos iguales a nuestros padres por el mero hecho de que son nuestros padres. No es verdad. Hay altas probabilidades, es cierto, de que según vayamos creciendo, simplemente por imitación, porque es lo más cómodo, nos vayamos pareciendo, no ya únicamente físicamente, a nuestros padres, sino también psíquicamente. Podemos adquirir sus vicios y virtudes. Podemos adoptar formas de ser, gustos y actitudes. Pero también puede pasar lo contrario. ¿Qué pasa entonces? ¿Hemos de seguir asumiendo que nuestra “familia” es aquella en la que hemos aterrizado en este mundo?

Para mí la familia es ese conjunto de personas que hacen que nuestra vida quede completa, con las que estamos a gusto, con las que un silencio no es incómodo, con las que compartimos inquietudes, formas de ver la vida, aficiones, gustos, y sobre todo algo que va más allá de cualquier otra cosa: elecciones. A estas personas no las encontramos porque sí, a estas personas que en su día formarán nuestra familia, las escogemos. Mi familia no son mis padres. Mis padres son las personas que han supuesto mi “familia” temporal, esa que me ha criado y enseñado el mundo, hasta que yo por mí mismo he ido conociendo el mundo según mi propia manera de entender la realidad, que por suerte o por desgracia no tiene por qué coincidir con la de mis progenitores. Mi familia será, son, esas personas a las que he decidido tener a mi lado de manera voluntaria.

A mis padres les quiero, pero si tengo que ser sincero conmigo mismo aunque eso me suponga cierto dolor en el fondo soy muy diferente a ellos. Tengo algunos de sus vicios, y supongo que también de sus virtudes, pero en el fondo no soy como ellos. No tengo sus mismas inquietudes, no pienso como ellos en muchos ámbitos, no comparto con ellos aficiones o gustos de verdad, y no siempre me siento cómodo con ellos. Sin embargo les quiero, pero el cariño que les profeso es diferente al que muy probablemente profesaré a mi pareja el día que tenga de eso. Ese día querré a esa persona por encima de mí mismo, la amaré, no querré nunca separarme de ella, seré un todo con ella. Eso no pasa ahora con mis padres. A mi pareja la elegiré yo entre miles de millones de personas que hay en el mundo; a mis padres, abuelos, tíos y primos me los encontré o me los he ido encontrando a lo largo de mi existencia sin tener la más mínima posibilidad de poder elegirlos. Por eso nadie me puede, nadie nos puede, obligar o hacernos pensar que debemos querer a esas personas. No son nuestra familia.

Obviamente esto es mi opinión personal y en muchos casos también estaré equivocado. Estoy seguro que hay mucha gente que sinceramente quiere a su “familia” no elegida, que en cierto modo la ama. Por desgracia, o no, yo no me puedo contar entre esas personas. Mi familia será la que yo quiera que sea, y no tiene que contar con gente de mi propia sangre. De hecho la sangre no cuenta a la hora de formar una familia, por suerte sino estaríamos hablando de incesto. Nuestra pareja la vamos buscando durante toda la vida hasta que encontramos a quien de verdad nos complementa. Por eso a veces también hay quien se queda solo en el mundo, porque no termina de encontrar a esa persona con la que compartir lo más valioso que tenemos como es nuestra vida, nuestro tiempo, nuestro propio ser.

De hecho en el fondo nuestra familia no es solo la que elegimos, porque únicamente elegimos a nuestra pareja en nuestra vida; a nuestros hijos tampoco los elegimos. Bueno, sí que elegimos tener hijos, es decir, sí que decidimos echar ese “polvo” maravilloso o no, más o menos trabajado, más o menos glorioso, más o menos disfrutado, más o menos penoso, según la pareja y lo hábiles o ágiles que sean los dos miembros que compartan el coito. Pero no elegimos a los hijos que nacerán de ese “polvo”, y por tanto se repite la historia que he comentado al principio del artículo. Nuestros hijos nacerán sin elegirlo, y caerán en nuestra ya sí familia, crecerán, les educaremos, les criaremos, y al final dejarán de ser nuestra “familia” porque elegirán la suya propia. Y esto será ley de vida, y nada podremos hacer por cambiar eso.

¿Es un pecado que un hijo no quiera a sus padres? No lo creo. Al menos yo no lo veo así. Es duro pero es lo que pienso. No pretendo, sinceramente, que mis hijos, si algún día tengo hijos, me quieran. Yo sí que los querré porque en el fondo habrán salido de una decisión mía, pero no puedo imponerles que me quieran o intentar a la fuerza que sea así. Esto no quita para que un hijo deba siempre respetar a sus padres. De hecho es lo mínimo que deberían hacer. A fin de cuentas todos somos porque nuestros padres lo decidieron. Pero de ahí a querer hay un trecho muy importante. Para mí respeto no es cariño; para mí respeto es reconocimiento de una persona, y por ello a mis padres les respeto enormemente y nunca podría hacerles daño ni de palabra, obra u omisión, como diría la Biblia.

Pero mi familia será muy diferente a lo que la mentalidad general dice que es. Mi familia no serán mis padres, ni mis abuelos, ni mis tíos, ni mis primos. A todas esas personas en el fondo las iré perdiendo con el paso del tiempo, por ley de vida. Por eso casi es mejor también no considerarlas de la familia, uno se evitaría así muchos disgustos. Sin embargo a la persona a la que elijamos nosotros para compartir nuestra vida de verdad, esa que será la primera piedra de nuestra única familia, no la perderemos a no ser que pasara una gran desgracia, y nos acompañará para lo bueno y para lo malo durante la mayor parte del tiempo que se nos ha dado y cuya duración desconocemos.

Sin embargo que nadie piense que estoy diciendo que todos estamos a condenados a tener una familia de dos. Nada más lejos de la realidad. En ningún momento he dicho que nuestra familia vaya a ser únicamente nuestra pareja. De hecho pienso todo lo contrario. Alguien que no tenga pareja también tiene familia. Yo no tengo pareja y tengo familia. Tengo a dos personas en especial a las que considero mi familia, a las que quiero mucho más de lo que a día de hoy es habitual querer a la gente. Esas dos personas no son de mi familia, por sus venas no corre la misma sangre que por las mías, pero son dos personas a las que he decidido querer con todo mi corazón. Por ello también defiendo que los amigos pueden formar parte de la familia de uno, es más son figuras, al menos para mí, más que fundamentales, básicas.

La familia como a día de hoy se entiende es un concepto equivocado. La familia de cualquier persona se va creando con la vida, con la existencia. La familia es algo tan personal y privado que no podemos estar atados por ningún convencionalismo que nos haga pensar que debemos, simplemente porque así nos ha tocado en suerte, querer a las personas a las que llamamos familia mientras somos pequeños: abuelos, tíos, primos… Nuestros padres son simplemente eso, nuestros padres, esas personas que decidieron en su día engendrarnos y traernos al mundo, las personas que nos han hecho ser y a las que debemos respeto por ello durante toda nuestra vida. Pero nadie nos debería poder obligar a quererlos con toda el alma. La familia se elige porque de lo contrario nos convertiríamos en personas ligeramente amargadas que no llegarían nunca a querer y amar de verdad sino simplemente por convencionalismos.

Si no aceptaríamos como pareja a ninguna persona impuesta desde fuera a la que jamás hubiéramos visto y con la que por muchos empeños que le pongamos no llegáramos a compartir absolutamente nada, ¿por qué debemos aceptar porque sí que nuestra familia, a la que debemos querer sí o sí, es la que nos toca en suerte al nacer? No tengo respuesta a esta pregunta. Sé que respuesta doy yo a esta pregunta, y es que en su día yo elegiré quien es mi familia y quién no. Mis padres estarán ahí siempre, sino en persona, sí su recuerdo. Pero mis padres, o mis abuelos, o mis tíos y primos, no tienen por qué ser sí o sí mi familia. A mi familia la elegiré yo. Seré únicamente yo quien decidirá a quién querer y con quien compartir de verdad mi vida hasta el día que expire mi último aliento en este mundo, y jamás impondré a mis hijos que tengan que quererme con locura toda su vida porque ellos no decidirán que yo sea su padre, será algo que les tocará en suerte. Aunque esto ya es otro tema mucho más esotérico y metafísico, que entra dentro de la filosofía; de momento me quedo con esta reflexión quizá dura de más en la que digo que la familia se elige.

Caronte.