sábado, 3 de septiembre de 2016

Historia de amor por dos ciudades (1 de 2)

Me permito parafrasear el título de una de las más famosas novelas de Charles Dickens porque  me la acabo de leer y creo estar en derecho de hacerlo después de ello. Además hace tiempo que necesitaba encontrar un titulo lo suficientemente decente para poder titulas esta entrada en el blog; entrada que por otra parte llevo pensando y reflexionando sobre ella mucho tiempo ya y que creo que solo cuando he estado a más de cinco mil kilómetros de distancia de mi hogar he sido capaz de terminar de dar forma.

Como en la novela de Dickens una de las dos ciudades a las que hace referencia el título de esta entrada es Londres. Sin embargo la otra ciudad de la que aquí voy a hablar no es París como en la novela del gran escritor inglés, sino Madrid, una ciudad mucho más a la altura de las circunstancias que la sempiterna y orgullosa ciudad de la luz y capital de Francia, París, que como la puta más solicitada del burdel ya está más que dada de sí y poco o nada puede aportar al imaginario colectivo de viajes y descubrimientos. No desmerezco París, pero esta ciudad es de todas las que he visitado en Europa la que a la postre menos me ha gustado, aunque cuando la visité me impresionara por su grandilocuencia, plasmada en el Arco del Triunfo, y su orgullo, reflejado en la grandiosa avenida de los Campos Elíseos.

París no levanta amores como lo hacía antaño, cuando todavía tenía esa magia de ciudad habitada por artistas bohemios de verdad, de la ocupación/violación nazi, de la sangre de cabezas degolladas por la señora guillotina, de los gritos de libertad, libertad, libertad. Paris supongo que todavía enamora a los enamorados que no sabes qué es el amor ni donde celebrarlo salvo en la, inflada por la publicidad, ciudad del amor. Paris, solo enamora a los nostálgicos de una época que no va a volver, a los simples quizá, que se dejan maravillas por una inmensa y desproporcionada torre de hierro y acero, por unos edificios abuhardillados que son todos iguales se pasee por las calles que se pasee, da igual que sea un barrio pobre o uno rico. París no me engaña, y creo que a quien haya viajad mucho más que yo que soy un aprendiz de Marco Polo, mucho menos.

Pero que nada de lo que acabo de decir haga que nadie me juzgue. En el fondo me dan igual los juicios de valor que la gente que no me conoce me haga. Ignoro incluso los que hacen aquellos allegados y conocidos míos. Solo me importan de verdad los juicios emitidos por las personas a las que quiero con todo mi corazón, y esas no llegan a ser tantas como para gastar todos los dedos de una mano. No pretendo ni por un instante ser objetivo en este artículo, por eso lo que acabo de decir sobre París, aparte de que es una verdad incuestionable, casi a la altura de los dogmas de fe que se creen los incrédulos seguidores de cualquier religión, no son más que opiniones personales que probablemente poca – u mucha quien sabe – gente compartirá al cien por cien. Mejor.

Está claro que París no ocupa un lugar destacado en este relato de amor. Ni he amado a la capital de Francia ni creo que la amaré nunca, a no ser que me dé el amor de mi vida, en cuyo caso parafraseando a uno de los hermanos Marx, puedo cambiar mis principios. París no es depositaria de mi amor material. Las ciudades que amo son dos Madrid y Londres. Dos ciudades a cada cual más diferente; diametralmente opuestas en muchos aspectos, sino en casi todos; y muy distantes históricamente hablando; pero que a la postre y por designios del inescrutable destino comparten un sentimiento muy profundo en mi corazón. Amo ambas ciudades por igual no puedo quedarme con una, destacar algo de alguna, sin ser injusto con la otra. No puedo decir que prefiero tal o cual barrio, tal o cual monumento, tal o cual tradición de una sin inmediatamente tener que retractarme porque no me puedo decantar racionalmente hablando por ninguna de las dos.

Para empezar debo decir que soy madrileño. No de esos castizos ni de pura cepa, “gatos” como se les llama a los madrileños de tercera generación nacidos en el seno de una familia con padres madrileños y abuelos (los cuatro) madrileños. No tengo ni siquiera media mitad de “gato”. De hecho no considero que en Madrid haya nadie castizo. Solo la caspa es castiza. Aquellos que se llaman castizos en Madrid son los únicos que no aman su ciudad, que la utilizan para intentar diferenciarse del resto de los madrileños. Madrid es una ciudad de múltiples orígenes, no hay un madrileño al uso. No hay unas costumbres típicas de Madrid, ni una gastronomía típica de Madrid capital, ni unas fiestas típicas de Madrid capital. Todo eso ha venido impuesto con los años y con la tozudez de esos castizos de pega que se visten de chulapos y chulapas, con capa castellana o de “manolas” en contadas ocasiones. Madrid es de todos los que viven o pasan por ella, y al mismo tiempo no es de nadie.

Por eso amo Madrid. Nací en el Hospital Gregorio Marañón en la antigua maternidad de la calle O´Donell. De ahí pasé a un barrio que no fue nunca Madrid hasta los años sesenta cuando fue anexionado, o engullido, por la gran urbe capitalina necesitada de tierras para seguir creciendo y expandirse. Vicálvaro ha sido, es y será siempre el lugar de Madrid donde me hice a mí mismo, donde me he movido, donde he aprendido a ser yo mismo, donde empecé a escribir, donde me formé, donde no he amado, donde he llorado, jugado, paseado, corrido y hecho amistades. Y sin embargo, aunque los sentimientos que tengo hacia mi barrio son enormes y nunca los podré disimular porque en esa pequeña esquina de Madrid que es Vicálvaro habré pasado, llegado el día del juicio final, entre un tercio o un cuarto de mi vida (espero que sea alguna de estas dos estimaciones) y vivirán muchos miembros de mi familia y morarán muchos de mis recuerdos.

Como digo, y sin embargo Madrid, el Madrid de verdad ese al que todo el mundo le viene a la cabeza cuando se pronuncian las dos sílabas que componen su nombre está por encima de mi barrio. O quizá gracias también a mi barrio amo Madrid con la intensidad que lo hago. Madrid, ha sido, es y será siempre viva yo o no ese lugar del Planeta Tierra, del Sistema Solar, de la Vía Láctea y en resumen del todo el universo en el que siempre me sentiré a gusto, como en casa, acogido, feliz; ese lugar en el que al mismo tiempo me sentiré siempre extraño, turista, asombrado, temeroso, e infiel a mí mismo.

Estando a más de cinco mil kilómetros de Madrid me acuerdo de ella todos los días. No hay jornada de trabajo o festiva (los viernes únicamente) que no piense en Madrid, en lo que podría estar haciendo en mi ciudad y que no puedo hacer en mitad del desierto donde me toca morar hasta que mi cabeza se pierda y mi alma me reclame volver al hogar. Amaba ya Madrid pero aquí en mitad de la más horrible nada me he dado cuenta de que junto a mi familia y a una pareja de amigos, también necesito como el agua que bebo o los alimentos que ingiero a Madrid. Necesito sus calles, necesito su gente, necesito sus casas, sus monumentos, sus turistas, todo: lo que más admiro y lo que más odio; los barrios que siempre he transitado y aquellos en los que nunca he puesto un pies; sus bares de moda, los de toda la vida, los que te sablan medio mes de sueldo por una caña mal tirada y una tapa irrisorio simplemente por estar en la Plaza Mayor, los que nadie conoce, los que uno se encuentra casi por casualidad, aquellos que traen recuerdos de veladas pasadas en la mejor compañía posible; las librerías de segunda mano; mi Plaza del Dos de Mayo y sus calles aledañas; mis paseos sin rumbo descubriendo y recorriendo calles nuevas; sus plazas antiguas donde hay bancos de tierras, bancos de madera y árboles, y las plazas que el infame alcalde Gallardón, ese miserable egocéntrico, barrió del mapa de la comodidad haciéndolas invivibles (me acabo de inventar la palabra creo) con hormigón duro y hostil y sin una sola sobra que proteja al peatón del inclemente sol de la ciudad; su luz, sobre todo la que durante las últimas horas de sol de los días de invierno acaricia las fachadas de las casas más señoriales y más humildes; sus barrios ricos y los más pobres; sus calles comerciales, como Goya, o Serrano, o la horrible y bella al mismo tiempo Gran Vía muerta por sobredosis de marcas de ropa y franquicias de hostelería; su Navidad con las calles iluminadas; su Puerta del Sol corazón vivo y latiente de la ciudad que nunca duerme; el Museo del Prado donde siempre he encontrado minutos de paz y tranquilidad contemplando algunas de las más importantes obras de arte universales; el Paseo del Prado recuperado recientemente los fines de semana por la mañana para los ciudadanos y turistas de Madrid gracias a Manuela Carmena, la primera alcaldesa elegida de verdad por los ciudadanos; el Paseo de Recoletos, continuación del anterior, devastado por la falta de mantenimiento y la desidia de la antigua alcaldesa Ana Botella, impuesta por el miserable alcalde anterior ya citado en este artículo, y que lleva a su espalda la muerte de cinco chicas en el Madrid Arena; el Retiro siempre; el Retiro más aún con las casetas de la Feria del Libro a finales de primavera, cita ineludible para mí que no sé si el año que viene podré disfrutar como me gustaría; la Cuesta del Moyano las mañanas de fin de semana de primavera, otoño, invierno y verano; el Rastro al que he ido únicamente tres veces en mi vida, dos de ellas con un amigo al que quiero también con todo mi corazón y que considero un hermano; los teatros a los que tanto me gustaría ir pero que tan poco he ido por no querer ir solo y por no tener con quien ir; Lavapiés, Malasaña, La Latina, Tribunal, Huertas; el literario y olvidado barrio de las letras donde vivió el más grande entre los grandes de la literatura universal, con permiso del inglés de Stradfor-upon-Avon, don Miguel de Cervantes, pero no solo él sino también Lope de Vega (tocayo mío, ¿me llamaré Lope?), Calderón o Quevedo entre otros, pasados, presentes y futuros por qué no; la plaza de la villa digna sede del ayuntamiento de la Villa y Corte hasta que el Faraón Gallardón I de la dinastía de los aborrecibles decidió mudarse al Palacio de Cibeles para así dar cabida a su ego inmenso en un despacho digno de un Rey absoluto; la Calle Alcalá de principio a fi, esa arteria que riega varios distritos de la capital; el Oso u Osa y el Madroño símbolo casi olvidado por los propios madrileños pero que está siempre vigilante en uno de los extremos de la Puerta del Sol; sus fiestas típicas, si es que hay alguna de ellas, San Lorenzo, San Cayetano y La Paloma, que se enlazan en el mes de agosto, mes que también echo mucho de menos porque siempre lo he pasado en Madrid y solo últimamente supe disfrutar moviéndome a mis anchas en una ciudad que parece arrasada por alguna catástrofe nuclear y que se queda para los más intrépidos madrileños aquellos que lo somos de verdad porque llevamos a la ciudad en el corazón.

Podría haber alargado mucho más el párrafo anterior, pero creo que nunca sería capaz de expresar utilizando la lengua cervantina lo que siento por Madrid. No creo que sea capaz de expresar, ya sea por escrito o de manera hablada mi amor por la ciudad que me vio nacer un cuatro de abril de hace un cuarto de siglo, un día lluvioso a rabiar, en el que a mi abuelo le arrancaron los limpiaparabrisas del coche, en el que el mundo de la literatura lloraba a Graham Greene, en el que muchas personas morían y nacían en el mundo.

El flechado de amor llegó en 2006. Hace diez años, un mes de julio durante el cual la ciudad del Támesis sufría junto con el resto del país la peor ola de calor del último siglo, me enamoré de Londres. Yo no era más que un pipiolo, casi un imberbe, un jovenzuelo inmaduro y todavía no golpeado por nada en la vida. Tenía quince años y por primera vez en mi vida salía de mi país e iba a pasar una noche lejos de España. No sería únicamente una noche en aquel viaje sino toda una semana. La emoción que viví entonces no la he vuelto a experimentar al viajar después a ninguna ciudad. Además no solo era mi primera vez en el extranjero sino que también se podría considerar que aquel viaje era también mi primera vez en avión, ya que aunque en realidad no era así, porque con apenas tres años viajé con mis padres a Lanzarote, de aquel primer viaje en avión ni me enteré. No guardo apenas ni un solo recuerdo de aquella primera vez, quizá sea la única primera vez que no vaya a recordar en mi vida.

Londres actuó como catalizador en mi vida. Cambió todo mi mundo interior y mi manera de ver el mundo exterior que me rodeaba y en el que vivía. Si miro fotos de aquel primer viaje veo a otra persona que no soy yo. No soy capaz de reconocerme y al mismo tiempo no puedo no verme reflejado en aquel niño, aquel joven con acné, pelo más o menos largo, aparato dental y bastante rellenito. Era otro yo. Era un yo sin el que hoy en día yo no sería nada ni nadie. Aquel viaje con mis padres me abrió al mundo. Londres me llegó como ninguna otra ciudad después me ha llegado. Estoy seguro que la primera persona con la que uno se acuesta y hace el amor torpemente dejándose llevar más por impulsos primarios que otra cosa, y atenazado por el miedo a fracasar o no estar a la altura y los nervios del momento dejará algún día la misma sensación en mi interior como aquella primera vez en Londres.

De aquel primer viaje recuerdo absolutamente todo. Pero Londres era y es inmensa. Es una ciudad inabarcable. Así como Madrid es una de las ciudades más cosmopolitas, multiculturales, abiertas y poliédricas del mundo occidental, queda en nada si uno la compara con Londres: la capital de la multiculturalidad. Pero claro Londres hasta hace un siglo era la capital de un imperio con territorios gobernados y controlados por Su Graciosa Majestad en todos los continentes. De hecho hoy en día sigue siendo la capital de un imperio, bueno, más que de un único imperio de dos: del británico camuflado de Commonwealth y del económico, siendo la City de Londres uno de los principales centros de negocios del mundo. Ante eso Madrid no puede competir; sería algo así como la chica humilde, guapa pero no despampanante y con formas perfectas, inteligente pero no brillante que a la hora de conseguir al más guapo o a la más guapa, porque puede elegir claro está, siempre está en segunda o tercera fila. Pero no vengo aquí a comparar. Además las comparaciones son odiosas y quizá si me pongo en serio a comparar Londres tendría las de perder con Madrid en muchos aspectos.

Caronte

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