Me permito
parafrasear el título de una de las más famosas novelas de Charles Dickens
porque me la acabo de leer y creo estar
en derecho de hacerlo después de ello. Además hace tiempo que necesitaba
encontrar un titulo lo suficientemente decente para poder titulas esta entrada
en el blog; entrada que por otra parte llevo pensando y reflexionando sobre
ella mucho tiempo ya y que creo que solo cuando he estado a más de cinco mil
kilómetros de distancia de mi hogar he sido capaz de terminar de dar forma.
Como en la novela
de Dickens una de las dos ciudades a las que hace referencia el título de esta
entrada es Londres. Sin embargo la otra ciudad de la que aquí voy a hablar no
es París como en la novela del gran escritor inglés, sino Madrid, una ciudad
mucho más a la altura de las circunstancias que la sempiterna y orgullosa
ciudad de la luz y capital de Francia, París, que como la puta más solicitada
del burdel ya está más que dada de sí y poco o nada puede aportar al imaginario
colectivo de viajes y descubrimientos. No desmerezco París, pero esta ciudad es
de todas las que he visitado en Europa la que a la postre menos me ha gustado,
aunque cuando la visité me impresionara por su grandilocuencia, plasmada en el
Arco del Triunfo, y su orgullo, reflejado en la grandiosa avenida de los Campos
Elíseos.
París no levanta
amores como lo hacía antaño, cuando todavía tenía esa magia de ciudad habitada
por artistas bohemios de verdad, de la ocupación/violación nazi, de la sangre
de cabezas degolladas por la señora guillotina, de los gritos de libertad,
libertad, libertad. Paris supongo que todavía enamora a los enamorados que no
sabes qué es el amor ni donde celebrarlo salvo en la, inflada por la
publicidad, ciudad del amor. Paris, solo enamora a los nostálgicos de una época
que no va a volver, a los simples quizá, que se dejan maravillas por una
inmensa y desproporcionada torre de hierro y acero, por unos edificios
abuhardillados que son todos iguales se pasee por las calles que se pasee, da
igual que sea un barrio pobre o uno rico. París no me engaña, y creo que a
quien haya viajad mucho más que yo que soy un aprendiz de Marco Polo, mucho
menos.
Pero que nada de
lo que acabo de decir haga que nadie me juzgue. En el fondo me dan igual los
juicios de valor que la gente que no me conoce me haga. Ignoro incluso los que
hacen aquellos allegados y conocidos míos. Solo me importan de verdad los
juicios emitidos por las personas a las que quiero con todo mi corazón, y esas
no llegan a ser tantas como para gastar todos los dedos de una mano. No
pretendo ni por un instante ser objetivo en este artículo, por eso lo que acabo
de decir sobre París, aparte de que es una verdad incuestionable, casi a la
altura de los dogmas de fe que se creen los incrédulos seguidores de cualquier
religión, no son más que opiniones personales que probablemente poca – u mucha
quien sabe – gente compartirá al cien por cien. Mejor.
Está claro que
París no ocupa un lugar destacado en este relato de amor. Ni he amado a la
capital de Francia ni creo que la amaré nunca, a no ser que me dé el amor de mi
vida, en cuyo caso parafraseando a uno de los hermanos Marx, puedo cambiar mis
principios. París no es depositaria de mi amor material. Las ciudades que amo
son dos Madrid y Londres. Dos ciudades a cada cual más diferente;
diametralmente opuestas en muchos aspectos, sino en casi todos; y muy distantes
históricamente hablando; pero que a la postre y por designios del inescrutable
destino comparten un sentimiento muy profundo en mi corazón. Amo ambas ciudades
por igual no puedo quedarme con una, destacar algo de alguna, sin ser injusto
con la otra. No puedo decir que prefiero tal o cual barrio, tal o cual
monumento, tal o cual tradición de una sin inmediatamente tener que retractarme
porque no me puedo decantar racionalmente hablando por ninguna de las dos.
Para empezar debo
decir que soy madrileño. No de esos castizos ni de pura cepa, “gatos” como se
les llama a los madrileños de tercera generación nacidos en el seno de una
familia con padres madrileños y abuelos (los cuatro) madrileños. No tengo ni
siquiera media mitad de “gato”. De hecho no considero que en Madrid haya nadie
castizo. Solo la caspa es castiza. Aquellos que se llaman castizos en Madrid
son los únicos que no aman su ciudad, que la utilizan para intentar
diferenciarse del resto de los madrileños. Madrid es una ciudad de múltiples
orígenes, no hay un madrileño al uso. No hay unas costumbres típicas de Madrid,
ni una gastronomía típica de Madrid capital, ni unas fiestas típicas de Madrid
capital. Todo eso ha venido impuesto con los años y con la tozudez de esos
castizos de pega que se visten de chulapos y chulapas, con capa castellana o de
“manolas” en contadas ocasiones. Madrid es de todos los que viven o pasan por
ella, y al mismo tiempo no es de nadie.
Por eso amo
Madrid. Nací en el Hospital Gregorio Marañón en la antigua maternidad de la
calle O´Donell. De ahí pasé a un barrio que no fue nunca Madrid hasta los años
sesenta cuando fue anexionado, o engullido, por la gran urbe capitalina
necesitada de tierras para seguir creciendo y expandirse. Vicálvaro ha sido, es
y será siempre el lugar de Madrid donde me hice a mí mismo, donde me he movido,
donde he aprendido a ser yo mismo, donde empecé a escribir, donde me formé,
donde no he amado, donde he llorado, jugado, paseado, corrido y hecho
amistades. Y sin embargo, aunque los sentimientos que tengo hacia mi barrio son
enormes y nunca los podré disimular porque en esa pequeña esquina de Madrid que
es Vicálvaro habré pasado, llegado el día del juicio final, entre un tercio o
un cuarto de mi vida (espero que sea alguna de estas dos estimaciones) y
vivirán muchos miembros de mi familia y morarán muchos de mis recuerdos.
Como digo, y sin
embargo Madrid, el Madrid de verdad ese al que todo el mundo le viene a la
cabeza cuando se pronuncian las dos sílabas que componen su nombre está por
encima de mi barrio. O quizá gracias también a mi barrio amo Madrid con la
intensidad que lo hago. Madrid, ha sido, es y será siempre viva yo o no ese
lugar del Planeta Tierra, del Sistema Solar, de la Vía Láctea y en resumen del
todo el universo en el que siempre me sentiré a gusto, como en casa, acogido,
feliz; ese lugar en el que al mismo tiempo me sentiré siempre extraño, turista,
asombrado, temeroso, e infiel a mí mismo.
Estando a más de
cinco mil kilómetros de Madrid me acuerdo de ella todos los días. No hay
jornada de trabajo o festiva (los viernes únicamente) que no piense en Madrid,
en lo que podría estar haciendo en mi ciudad y que no puedo hacer en mitad del
desierto donde me toca morar hasta que mi cabeza se pierda y mi alma me reclame
volver al hogar. Amaba ya Madrid pero aquí en mitad de la más horrible nada me
he dado cuenta de que junto a mi familia y a una pareja de amigos, también
necesito como el agua que bebo o los alimentos que ingiero a Madrid. Necesito
sus calles, necesito su gente, necesito sus casas, sus monumentos, sus
turistas, todo: lo que más admiro y lo que más odio; los barrios que siempre he
transitado y aquellos en los que nunca he puesto un pies; sus bares de moda,
los de toda la vida, los que te sablan medio mes de sueldo por una caña mal
tirada y una tapa irrisorio simplemente por estar en la Plaza Mayor, los que
nadie conoce, los que uno se encuentra casi por casualidad, aquellos que traen
recuerdos de veladas pasadas en la mejor compañía posible; las librerías de
segunda mano; mi Plaza del Dos de Mayo y sus calles aledañas; mis paseos sin
rumbo descubriendo y recorriendo calles nuevas; sus plazas antiguas donde hay
bancos de tierras, bancos de madera y árboles, y las plazas que el infame
alcalde Gallardón, ese miserable egocéntrico, barrió del mapa de la comodidad
haciéndolas invivibles (me acabo de inventar la palabra creo) con hormigón duro
y hostil y sin una sola sobra que proteja al peatón del inclemente sol de la
ciudad; su luz, sobre todo la que durante las últimas horas de sol de los días
de invierno acaricia las fachadas de las casas más señoriales y más humildes;
sus barrios ricos y los más pobres; sus calles comerciales, como Goya, o
Serrano, o la horrible y bella al mismo tiempo Gran Vía muerta por sobredosis
de marcas de ropa y franquicias de hostelería; su Navidad con las calles
iluminadas; su Puerta del Sol corazón vivo y latiente de la ciudad que nunca
duerme; el Museo del Prado donde siempre he encontrado minutos de paz y
tranquilidad contemplando algunas de las más importantes obras de arte
universales; el Paseo del Prado recuperado recientemente los fines de semana
por la mañana para los ciudadanos y turistas de Madrid gracias a Manuela
Carmena, la primera alcaldesa elegida de verdad por los ciudadanos; el Paseo de
Recoletos, continuación del anterior, devastado por la falta de mantenimiento y
la desidia de la antigua alcaldesa Ana Botella, impuesta por el miserable
alcalde anterior ya citado en este artículo, y que lleva a su espalda la muerte
de cinco chicas en el Madrid Arena; el Retiro siempre; el Retiro más aún con
las casetas de la Feria del Libro a finales de primavera, cita ineludible para
mí que no sé si el año que viene podré disfrutar como me gustaría; la Cuesta
del Moyano las mañanas de fin de semana de primavera, otoño, invierno y verano;
el Rastro al que he ido únicamente tres veces en mi vida, dos de ellas con un
amigo al que quiero también con todo mi corazón y que considero un hermano; los
teatros a los que tanto me gustaría ir pero que tan poco he ido por no querer
ir solo y por no tener con quien ir; Lavapiés, Malasaña, La Latina, Tribunal,
Huertas; el literario y olvidado barrio de las letras donde vivió el más grande
entre los grandes de la literatura universal, con permiso del inglés de
Stradfor-upon-Avon, don Miguel de Cervantes, pero no solo él sino también Lope
de Vega (tocayo mío, ¿me llamaré Lope?), Calderón o Quevedo entre otros,
pasados, presentes y futuros por qué no; la plaza de la villa digna sede del
ayuntamiento de la Villa y Corte hasta que el Faraón Gallardón I de la dinastía
de los aborrecibles decidió mudarse al Palacio de Cibeles para así dar cabida a
su ego inmenso en un despacho digno de un Rey absoluto; la Calle Alcalá de
principio a fi, esa arteria que riega varios distritos de la capital; el Oso u
Osa y el Madroño símbolo casi olvidado por los propios madrileños pero que está
siempre vigilante en uno de los extremos de la Puerta del Sol; sus fiestas
típicas, si es que hay alguna de ellas, San Lorenzo, San Cayetano y La Paloma,
que se enlazan en el mes de agosto, mes que también echo mucho de menos porque
siempre lo he pasado en Madrid y solo últimamente supe disfrutar moviéndome a
mis anchas en una ciudad que parece arrasada por alguna catástrofe nuclear y
que se queda para los más intrépidos madrileños aquellos que lo somos de verdad
porque llevamos a la ciudad en el corazón.
Podría haber
alargado mucho más el párrafo anterior, pero creo que nunca sería capaz de
expresar utilizando la lengua cervantina lo que siento por Madrid. No creo que
sea capaz de expresar, ya sea por escrito o de manera hablada mi amor por la
ciudad que me vio nacer un cuatro de abril de hace un cuarto de siglo, un día
lluvioso a rabiar, en el que a mi abuelo le arrancaron los limpiaparabrisas del
coche, en el que el mundo de la literatura lloraba a Graham Greene, en el que
muchas personas morían y nacían en el mundo.
El flechado de amor
llegó en 2006. Hace diez años, un mes de julio durante el cual la ciudad del
Támesis sufría junto con el resto del país la peor ola de calor del último
siglo, me enamoré de Londres. Yo no era más que un pipiolo, casi un imberbe, un
jovenzuelo inmaduro y todavía no golpeado por nada en la vida. Tenía quince
años y por primera vez en mi vida salía de mi país e iba a pasar una noche
lejos de España. No sería únicamente una noche en aquel viaje sino toda una
semana. La emoción que viví entonces no la he vuelto a experimentar al viajar
después a ninguna ciudad. Además no solo era mi primera vez en el extranjero
sino que también se podría considerar que aquel viaje era también mi primera
vez en avión, ya que aunque en realidad no era así, porque con apenas tres años
viajé con mis padres a Lanzarote, de aquel primer viaje en avión ni me enteré.
No guardo apenas ni un solo recuerdo de aquella primera vez, quizá sea la única
primera vez que no vaya a recordar en mi vida.
Londres actuó como
catalizador en mi vida. Cambió todo mi mundo interior y mi manera de ver el
mundo exterior que me rodeaba y en el que vivía. Si miro fotos de aquel primer
viaje veo a otra persona que no soy yo. No soy capaz de reconocerme y al mismo
tiempo no puedo no verme reflejado en aquel niño, aquel joven con acné, pelo
más o menos largo, aparato dental y bastante rellenito. Era otro yo. Era un yo
sin el que hoy en día yo no sería nada ni nadie. Aquel viaje con mis padres me
abrió al mundo. Londres me llegó como ninguna otra ciudad después me ha
llegado. Estoy seguro que la primera persona con la que uno se acuesta y hace
el amor torpemente dejándose llevar más por impulsos primarios que otra cosa, y
atenazado por el miedo a fracasar o no estar a la altura y los nervios del
momento dejará algún día la misma sensación en mi interior como aquella primera
vez en Londres.
De aquel primer viaje
recuerdo absolutamente todo. Pero Londres era y es inmensa. Es una ciudad
inabarcable. Así como Madrid es una de las ciudades más cosmopolitas,
multiculturales, abiertas y poliédricas del mundo occidental, queda en nada si
uno la compara con Londres: la capital de la multiculturalidad. Pero claro
Londres hasta hace un siglo era la capital de un imperio con territorios
gobernados y controlados por Su Graciosa Majestad en todos los continentes. De
hecho hoy en día sigue siendo la capital de un imperio, bueno, más que de un
único imperio de dos: del británico camuflado de Commonwealth y del económico,
siendo la City de Londres uno de los principales centros de negocios del mundo.
Ante eso Madrid no puede competir; sería algo así como la chica humilde, guapa
pero no despampanante y con formas perfectas, inteligente pero no brillante que
a la hora de conseguir al más guapo o a la más guapa, porque puede elegir claro
está, siempre está en segunda o tercera fila. Pero no vengo aquí a comparar.
Además las comparaciones son odiosas y quizá si me pongo en serio a comparar
Londres tendría las de perder con Madrid en muchos aspectos.
Caronte
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