jueves, 22 de enero de 2015

Última primera ronda

Tengo la sensación de que fue hace unos pocos días que empecé el último curso de mi carrera, pero ya han pasado más de tres meses, las Navidades y ahora toca volverse a emplear a fondo con los exámenes de los primeros parciales. Esta primera ronda de exámenes que espero sea la última a la que me tenga que enfrentar. Ya es temporada de exámenes en el Corte Ing......perdón, en la Escuela de Caminos de Madrid. Ha vuelto el circo mundial a instalarse durante unas semanas en Ciudad Universitaria, más concretamente en un horroroso edificio de hormigón gris, con ventanas de mierda que no protegen nada contra el tremendo frío que hace por estos lares de Madrid.

Parece mentira que hayan llegado tan pronto. ¡Si no me ha dado tiempo para estudiarlos! Es sin duda el año que más justo llego a estos primeros parciales. No es de extrañar teniendo en cuenta que este año, por cortesía de los magníficos planificadores de la carrera y administradores de la misma, además de tener que estudiar el curso propiamente dicho, tenemos el Proyecto Fin de Carrera (un mastodóntico trabajo individual que consiste en la redacción de un Proyecto Constructivo que puede variar desde una presa hasta un estadio de fútbol, todo muy adaptado al mundo profesional que nos espera dentro de siete u ocho meses, o menos si se tiene enchufe por parte de papi o el amigo de papi). El PFC me ha quitado, y supongo que a más gente también, que no seré el único, mucho tiempo para preparar estos primeros parciales. Pero bueno este año es así.

El combate ya ha empezado de hecho. Esta semana he tenido dos exámenes, el último hoy mismo. El martes tuve examen de una asignatura de mi especialidad. Fue un asalto más largo de lo que me esperaba antes de empezarlo, pero creo que lo salvé bastante bien. En el fondo esta asignatura no tenía mucha miga, es más con tres lecturas intensas de todo el temario me ha bastado (bueno, eso y el ir a clase y atender bastante, ya que la asignatura me ha parecido interesante, de las pocas que he tenido así en la carrera). El segundo asalto ha sido esta misma mañana: ferrocarriles (nombre llamativo donde los haya, de esos que cuando lo comentas fuera de los círculos camineros levanta la admiración de la audiencia que te esté escuchando). Para este asalto sí que no iba tan preparado como me hubiera gustado. No he podido dedicar más que dos días completos a estudiar una asignatura que en este primer parcial ha sido de las más densas y completas en cuanto a temario. Pero no he salido mal del todo del asalto. Para lo que me había preparado estoy contento.

Aunque ahora que lo pienso he tenido otro asalto más. Sí, de una asignatura optativa de especialidad. Asalto que he ganado sin haber peleado siquiera. Esta asignatura sí que ha sido una broma. Nunca hemos sabido, mis compañeros y yo, qué se daba en cada clase. Era una sorpresa. Como sorpresa era también el profesor que venía a darnos la clase. Que esa es otra. En esta asignatura los profesores principales son un matrimonio. Cuando venía la mujer, llegaba a tiempo, daba la clase más o menos estructurada, sin irse demasiado por las ramas (aunque no podía evitar hacerlo) y más o menos salíamos a nuestra hora, aunque casi siempre había que recordarla que la clase había terminado. Sin embargo cuando llegaba el marido llegaba el descontrol padre. Casi siempre llegaba entre quince y veinte minutos tarde, sofocado debido a su perímetro abdominal, con prisas. Sus clases eran desordenadas a más no poder, aunque la verdad es que lo que contaba, muchas veces, tenía bastante interés. Y lo de salir a la hora era un sueño. Pero bueno toda ha sido por una buena causa: victoria por incomparecencia.

Esta última primera ronda no ha hecho más que empezar. Y lo peor está por llegar. Los payasos del circo no sabemos lo que nos tendrán guardado, y los funambulistas que estamos hechos los estudiantes tendremos que capear el temporal lo mejor posible. Todavía me quedan cinco asaltos en las dos próximas semanas. Una cosa que no entiendo, no ya este año, sino el año pasado también porque ocurrió de manera similar, es por qué tenemos clase durante la época de exámenes. Supongo que somos negros, o chinos, o indios o vete tú a saber qué otra raza perseguida y estigmatizada. Aunque creo que más que negros, o chinos, o indios, los responsables de planificación de la Escuela se han pensado que somos imbéciles. Allá ellos si piensan así. Digo esto porque durante los primeros cuatro años de la carrera durante la época de exámenes no teníamos clases. Es más ahora Bolonia tampoco tiene clase cuando tienes sus exámenes parvularios (que nadie se ofenda con esta comparación por favor. O bueno que sí se ofendan, qué más da, si ya está todo el pescado vendido). ¿No se dan cuenta los que tienen que planificar y organizar el curso que en la época de exámenes a las clases no va casi nadie, y que es injusto que siga habiendo ya que el ir a clase hace perder horas de estudio y preparación de los exámenes, pero el no ir supone perder materia de las asignaturas que entrará en los siguientes parciales? No supongo que no se dan cuenta (luego los imbéciles somos nosotros). Otra cosa más con la que tenemos que tragar. ¡Qué se le va a hacer!

La época de exámenes es un periodo raro. Raro porque la gente parece transformarse en una evolución pokémon diferentes. La gente se ensimisma demasiado en éstas fechas, se encierra en sí misma, en una burbuja que se crea y que la separa del mundo. Pero lo peor es que los que intentamos no caer en eso, o los que hemos aprendido con los años de carrera a no caer en esa burbuja, parece que somos los raros, y que ofendemos a los demás por no meternos en esa burbuja. ¡Hay más vida! No todo son los exámenes. Es más puedo afirmar que los exámenes no son nada. A esas personas que así actúan, y que son un ejército completo en mi Escuela, les aconsejaría que se preguntaran que ¿qué les aportan los exámenes bueno? Estoy seguro que reflexionando un poco sobre esta cuestión, las personas que son normales llegarán a la misma conclusión: nada. Siempre habrá quien responderá “me aportan aprobar la carrera, a sacar buena nota”, esta gente tiene un problema, debería hacérselo mirar. Sacrificar durante algo más de un mes, entre semanas de exámenes y semanas previas, de tu vida de manera completa y absoluta encerrándote en los estudios y la carrera (sea cual sea) es algo que de verdad es de preocuparse, y además no sirve de nada. Bueno sí, sirve para amargarse la existencia. La vida es más que aprobar un examen.

La cuestión es que para llegar a esta conclusión hay que haber pasado por una reflexión importante de lo que queremos que sea nuestra vida. Y no estoy seguro que muchos compañeros mío, a pesar de saber hacer integrales triples, usar la calculadora HP como si fuera su amante y llevar más que al día las asignaturas (no hay cosa más innecesaria en la vida que esto último), no son capaces de reflexionar sobre qué cosas son aquellas que de verdad importan. No digo con esto que quien crea que aprobar una asignatura, o sacarse la carrera bien, sea algo malo. Yo mismo durante los dos primeros años, quizá incluso hasta en tercero, era así. Pero después me di cuenta que no merecía la pena. Solo quiero decir que creo sinceramente que ese planteamiento vital que implica encerrarse en sí mismo y en los estudios, aislarse del mundo y estar todo el tempo circunspecto, de mal humor y amargado y preocupado, no conlleva ningún beneficio.

A parte de este aspecto lamentable de la época de exámenes que en mayor o menor medida, de manera directa o indirecta nos afecta a todos, también hay aspectos positivos, o al menos graciosos (o eso me parece a mí). Dentro de unos años siempre recordaré esta primera época de exámenes, la correspondiente al primer parcial, como una época de mañanas frías y oscuras y de amaneceres extraños, encerrado en un aula inmensa, blanca, silenciosa y hostil; o de atardeceres en los que poco a poco a lo largo de un examen, que puede durar tres o cuatro horas, la oscuridad va venciendo a la luz y la tarde luminosa se va convirtiendo poco a poco, con esos tonos azulados, naranjas y violetas en el preámbulo de la noche. También recordaré siempre el poder contemplar la sierra de Madrid en todo su esplendor, a lo lejos, nevada.

Es más, siempre recuerdo por estas fechas el examen de álgebra de primero de carrera, durante el cual en un momento dado del mismo en un aula de exámenes en la que no cabía ni un alfiler, fuimos testigos de una conjunción de acontecimientos que pocas veces se repiten. Estaban repartiendo el primer ejercicio del examen desde la parte delantera del aula. Poco a poco un silencio sepulcral, que ni siquiera en los cementerios se produce, fue invadiendo el aula. Los murmullos previos, de nervios, se fueron apagando paulatinamente. La razón era que esa primera pregunta teórica del examen se suponía que no entraba porque no se había dado en clase, o porque incluso se había dicho que no iba a caer ese año (la pregunta era: “matriz inversa y traspuesta”). En ese preciso instante, justo cuando toda el aula estaba en silencio, fría, asumiendo el palo en la espalda que acababan de dar, se puso a nevar. Parecía que el frío que nos había invadido debido a esa pregunta hubiera subido hasta las nubes y hubiera puesto en marcha un mecanismo de nevada. No cuajó. Pero la imagen nunca se me borrará de la mente. Cada vez que lo pienso me acuerdo perfectamente de la imagen.

Este es uno de los muchos recuerdo que tendré grabados debido a la época de exámenes. Pero no será el único. Tampoco podré olvidar, y creo que ninguno de mis compañeros tampoco, las magníficas mesas de examen. Esas mesas blancas, que si tienes la suerte de ser de los primeros en hacer un examen en el año en curso te las encontrarán impolutas, pero que a medida que los asaltos van pasando, los exámenes de las diversas asignaturas de la carreras celebrándose, van llenándose de fórmulas matemáticas, números, ecuaciones, dibujos de triángulos (parece que no hay otras formas geométricas en el mundo); pero también se llenan de mensajes, de fórmulas que algún alumno pillo se ha apuntado antes de empezar a hacer el examen para que no se le olvide, dibujos artísticos y mensajes, por no decir insultos y críticas que ni Boyero en El País, dirigidos a profesores (casi todos con más razón que un santo). Esas mesas fantásticas, comodísimas, inclinadas hasta tal punto que logran que, a menos que borres ficticiamente con la goma de borrar un sector de la misma, todos los útiles de escritura, dibujo y cálculo deslicen todo el rato haciendo que el estudiante esté casi más pendiente de que no se le caigan las cosas que del propio examen.

Esto es dentro de esa inmensa aula de exámenes, en la que la vista no alcanza a distinguir con claridad donde está el final, o el principio. Pero si hay una cosa que tampoco se me olvidará de la época de exámenes es el momento de la apertura del aula donde los estudiantes debemos mostrar nuestros conocimientos, o nuestra inventiva que también vale para salir del paso. A medida que se va aproximando la hora del examen el área de espera, amplia y generalmente en penumbra, de la primera planta se va llenando de estudiantes nerviosos, con apuntes en la mano dando los últimos repasos (repasos que no sirven para absolutamente nada, sólo para que los más ingenuos e ilusos crean que con ellos van a fijar algún concepto de última hora). Hasta que llega el momento en que aquellos apostados a las puertas del aula de exámenes que ocupa prácticamente toda la tercera planta del edificio que alberga la Escuela, empiezan a moverse, a ascender las escaleras a paso procesional. No sé qué interés tienen los alumnos que se ponen los primeros, supongo que estarán invadidos por el espíritu de la “maruja de rebajas” que todos los primeros días de rebajas de los grandes almacenes entra a todo correr al vacío por si acaso le quitan las bragas paracaídas que tiene fichadas en la planta de lencería.

Cada vez que se abren las puertas tengo la impresión de ser vacas que vamos al matadero y que sin criterio objetivo alguno nos dirigimos a nuestro amargo destino como burros. A mí me divierte ver tanta preocupación por algo que no la tiene, nerviosismo por algo irreal, angustia por cosas que no valen nada y prisas por hacer un examen (seguro que para otras cosas que merecen más prisas no tienen tanta vida). Estas cosas me divierten ahora, en primer y segundo curso no tanto. Yo era igual. Lo que pasa es que uno se da cuenta del circo que se monta en época de exámenes, de los payasos que actúan, de los funambulistas que intentan no caer en el vacío (a pesar de que es un vacío ficticio) y de las fieras salvajes e irracionales en que alguno se convierte en esos días del mes de enero.

Lo bueno es que si dios quiere esta será la última primera ronda de exámenes. Una vez afronte los asaltos correspondientes que me quedan, muy probablemente no vuelva a pisar esa aula de exámenes más en estas fechas. Con esto ganaré en salud seguro, porque además de unas mesas incomodísimos las sillas de hojalata negra en las que nos sentamos no es que sean el trono de un rey. Pero perderé momentos de diversión, recuerdos que ya no grabaré en mi memoria, experiencias todas diferentes cada año y en cada examen. Pero esto es la vida, empezar y acabar asaltos, y salir lo mejor posible de ellos. Esperemos salir bien parados de todos los asaltos que nos quedan en esta última primera ronda.

Caronte.

jueves, 15 de enero de 2015

Segunda página (Parte III)

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Ya estaba dicho. Era la primera vez que se atrevía en serio a proponer algo así a ninguna chica tras conocerla. Aunque no pasaron muchos segundos hasta la contestación de ella, para él fueron los segundos más largos que han existido en su vida, casi equiparables a todos los años que llevaba ya vividos multiplicados por diez y elevados a la quinta potencia. Ahora cobraba sentido para él la Teoría de la Relatividad de Einstein. El silencio sin embargo no duró tanto, aunque sí lo suficiente para que él volviera a notar un cambio en ella. Esta vez, aunque no dejó en ningún momento de sonreír y de mirarle a los ojos, sí se vio como la pregunta no la pillaba del todo desprevenida, parecía como si supiera que podía pasar algo parecido, como si esperara algo así, y por eso también pareció alagada. Él por el contrario estaba empezando a ponerse rojo. Muy rojo. Empezó a sentir que la cara le ardía y que sus orejas empezaban a echar humo. Sabía que eso lo estaba notando ella, pero de todas maneras si quería que esa conversación durara algo más, o que se pudiera repetir en algún otro momento, lo que había hecho era lo que tenía que hacer, y el ponerse rojo formaba parte del ritual y del miedo que sentía a priori. Pero ya estaba hecho. No había vuelta de hoja. Ella no le dijo que no. Obviamente tampoco le dijo que sí.

– Sería una buena idea la verdad porque estamos aquí hablando como dos pasmarotes, yo con un libro que pesa lo suyo en las manos y tú perdiendo el tiempo sin buscar lo que estuvieras intentando encontrar. Pero he quedado con unas amigas en un rato en el Conde Duque.
– No estoy perdiendo el tiempo para nada. Todo lo contrario. Y además uno no siempre encuentra aquello que busca, y es posible que a veces encontremos lo que no esperamos.

El no ya lo tenía. Pero el calor que le había ido subiendo hacia la cara, y el sudor que le empapaba el cuerpo y las manos iba a seguir un rato. Aunque podría haberse sentido decepcionado no lo hizo. Ella no fue en ningún momento tajante, es más, cuando dijo lo de sus amigas, lo dijo como esperando que no hubiera sido así y no haber quedado con ellas, si es que había un “ellas”. O esto es lo que él quiso interpretar por el tono con que ella lo dijo, entre cortado y algo decepcionado, sin duda menos firme que durante todo el tiempo que había estado hablando con ella. Antes de terminar de despedirse y emprender ella su marcha de la librería dijo:

– Es posible que nos volvamos a encontrar otro día. Me he propuesto descubrir nuevos autores y leer libros más a menudo. Es una cuenta pendiente, como tantas otras. Si volvemos a coincidir una tarde como ésta seguro que podemos hablar más tiempo y te podré contar que tal el libro. – Dijo esto mirando la portada de “Olvidado Rey Gudú”.
– Pues si has quedado no te voy a molestar más que bastante he hecho ya metiéndome donde no me llamaban. Si te llevas ese libro seguro que no te arrepientes, y si lo haces podrás siempre culpar a ese chalado que se te acercó en una librería casi escondida en lo más recóndito de la Plaza del Dos de Mayo.
– Seguro que sí me gusta. Y seguro que volvemos a coincidir para poder decirle a ese chalado del que has hablado que me ha gustado. Voy a darle otra vuelta a las estanterías a ver si hay algo más que descubrir esta tarde.
– Yo también recobro mi búsqueda, aunque no creo que encuentre nada más interesante a lo ya descubierto esta tarde.

Dicho lo cual empezó a moverse del lugar donde desde que empezaron a hablar ella había estado inmóvil, mirándole atentamente, escuchándole y sonriéndole. El lugar de donde él no quería que se moviera. Ambos retomaron la búsqueda de algún libro entre las estanterías de la librería en el mismo lugar donde la habían dejado. En un momento dado él se dirigió a la zona de libros de autores extranjeros a rebuscar entre los ejemplares de uno de sus autores favoritos, Paul Auster, a ver si encontraba alguno digno de su interés. Esta zona de literatura extranjera está separada de la iberoamericana por un tabique que hace las veces de separador de los dos espacios en los que se divide la pared principal de la librería, y desde un lado no se puede ver lo que pasa al otro. Estando en esa zona de la librería no podía ver qué estaba ella haciendo al otro lado, ni ella le podía ver a él. Pero casi mejor así, después de todo, pensó él. ¿Para qué iba a seguir teniendo presente más que en sus pensamientos a la chica, si quizá no la iba a volver a ver en su vida?

Pronto volvió a concentrarse en la búsqueda de algún libro que le interesara, esta vez entre los autores extranjeros. Por norma general siempre que había ido se había llevado libros de autores iberoamericanos. Aunque también en alguna ocasión se había llevado algún ejemplar de John Le Carré, o del ya nombrado Paul Auster. Fue mientras se ponía de puntillas para alcanzar un ejemplar de este autor americano cuando volvió a escuchar su voz dirigiéndose a él. Ella tenía ya en la mano la bolsa marrón de toda la vida que da la librería cuando compras algún libro, y estaba terminando de pagar:

– Yo ya he acabado mi búsqueda. Me llevo un par de libros. ¿A ver qué tal?
– Seguro que tienes buen gusto y los libros que hayas cogido, además de unos privilegiados por estar en tus manos, te gustarán.
– Y si no me gustan tendré que repetir la visita esperando volver a encontrar algo interesante, aunque sea en alguna estantería. Quizá nos veamos alguna otra tarde si vienes por aquí.
– Tentaré a la suerte viniendo más a menudo. Tendré que leer más rápido y más libros para tener que venir más.
– Ha sido un placer hablar un rato contigo. Adiós.
– Mejor hasta luego.

Aunque fue él quien dijo las últimas palabras, fue ella la que se despidió la última, pero no con palabras sino con una sonrisa más luminosa que la más brillante de todas las estrellas que haya en el universo. Antes de volver a centrarse en el libro que tenía en las manos, miró unos segundos por la ventana de la librería, viendo cómo ella se marchaba quizá para siempre. Pero nunca sería para siempre, porque desde esa tarde él sabía que ella, sus ojos de un intenso y profundo color miel y su sonrisa perpetua, habían quedado ya grabados en sus retinas, en su mente y en su corazón.

Antes de marcharse de la librería, volvió a pasarse a la zona de literatura de autores iberoamericanos. Siempre suele darse muchos paseos por dentro de la librería de un lado para el otro y vuelta a empezar. Puede toquetear varias veces un mismo libro, parecer que se va a decidir claramente por uno y volver a dejarlo en su sitio para volver a tomarlo en sus manos y decidir al final llevárselo. De ahí que se pueda pasar horas allí dentro y perder por completo la noción del tiempo. De hecho esa tarde que empezó con algo de sol todavía, aunque ya de ese color que anuncia la pronta despedida del astro rey, ya era noche y las farolas había teñido de naranja todos los rincones de la Plaza del Dos de Mayo.

Hubo algo que le llamó la atención de manera muy fuerte, el libro “Olvidado Rey Gudú” de Ana María Matute que tan solo hacía unos minutos, aunque podía haber sido perfectamente horas, había estado en las manos de la chica, volvía a estar en su lugar destacado en la estantería, destacando sobre el resto por su prominente tamaño. Se quedó completamente desconcertado, anonadado, quizá con la boca abierta. Parecía que ella se lo iba a llevar. ¿Y si toda la conversación había sido una farsa? ¿Y si se había quedado con él? Incrédulo como estaba cogió el ejemplar. Lo sopesó en sus manos un segundo y lo abrió. En la primera hoja después de la tapa dura de la portada, en la parte superior derecha de la misma, estaba escrito a mano por los dueños de la librería el precio de segunda mano, 7 euros. Hasta ahí todo normal. Quizá había alguna tara en el libro, pensó él. Muchos libros al ser de segunda mano tienen en las primeras páginas dedicatorias de sus anteriores dueños hacia la persona a la que había probablemente regalado el libro en primera instancia y que por diversas vicisitudes de la vida había terminado en una estantería de esa librería. Quizá simplemente ella era cómo él en esa librería que cogía muchos libros que parecía que iba a comprar y al final los dejaba todos y compraba otros completamente distintos.

Pasó la primera página para ver si la primera idea que le había venido a la cabeza, la de la tara en el libro en forma de dedicatoria personal de una tercera persona, era la causa de que ella hubiera dejado el libro en el mismo lugar donde lo había cogido. Pero en esa segunda página, en la que ponía únicamente el título en grande de la novela, no sólo estaba dicho título sino también unas palabras escritas a lápiz sin haber marcado mucho la escritura para que no se notaran mucho. Podían ser de cualquiera. Como él mismo había comprobado en otros libros, podían ser del anterior dueño. Pero él sabía que no era así. Eran de ella. Esas palabras decían:

No quería fingir haberlo leído pero me ha gustado hablar con un chalado de esta preciosa historia

No lo dudó y aunque ya tenía ese libro, lo compró de nuevo. Ya se inventaría algo para justificar la absurdez que estaba haciendo ante sus padres. Siempre podría decir que como le gustó tanto, y viendo que había otro ejemplar en tan buen estado y a tan buen precio lo había comprado para regalárselo a un compañero de la universidad cuyo cumpleaños por cierto también estaba a punto de celebrarse. Pero no podía dejar ese libro ahí. Cuando fue a pagar, con el corazón mucho más acelerado de lo que sería conveniente por temas de salud, vio como el dependiente que de manera natural suele estar siempre ensimismado con el ordenador clasificando nuevos ejemplares de los libros que les van llegando le dijo:

– ¿Parece que es un libro que te ha gustado mucho no?

Como un imbécil contestó:

– Lo he visto ahí tan gordo y me ha llamado la atención.

A lo que el dependiente volvió a contestar:

– Ya. Pues si te resulta de provecho esa chica suele venir todos los meses al menos una vez, lo que pasa que no viene un día determinado a la semana.
– Gracias.

Pagó. Se quedó mirando desconcertado al dependiente unos segundos, cogió la bolsa con los libros que había comprado, y recomprado, y salió de la librería todavía desconcertado por todo lo que acababa de pasar en ella, en aquel rincón literario de Madrid. No sabía qué pensar de nada de lo que había pasado. Podía ser perfectamente una broma del destino para reírse de él. Aunque también podía ser perfectamente la mayor señal y oportunidad que ha tenido en su vida delante de sus propias narices para haber intentado algo más, si es que había algo más que poder intentar, con una chica. Y también podía ser un sueño, y nada de lo vivido en la librería aquella tarde fuera real. No. Sí había sido real. Se había atrevido a hablarle a una chica desconocida y a mantener una conversación, a invitarla a tomar algo e incluso a ser algo atrevido lanzándola indirectas. Pero lo más increíble, o eso al menos pensaba él es que ella había mantenido la conversación, con lo fácil que hubiera sido decirle que ya había leído el libro y cortar ahí de raíz todo lo de después. Pero eso no había pasado.

Como no terminaba de encajar nada de lo ocurrido decidió darse una vuelta más por Malasaña antes de subir a la glorieta de Bilbao a coger el autobús que le llevaría a casa. Mientras estaba paseando, sacó “Olvidado Rey Gudú”, lo abrió por su segunda página y volvió a leer esas palabras que sabía que ella las había escrito, pensando quizá que él las leería, o quizá no. También en ese punto había que dejar al destino su parte de oficio. Lo real era que esa segunda página existía, y que existiría para siempre.

Y fin.

Caronte.

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miércoles, 14 de enero de 2015

Segunda página (Parte II)

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La chica, que tendría más o menos su edad, si no algún año más, no más de dos, entró como quien conoce el lugar y sabe donde tiene que dirigirse para buscar lo que está buscando. Él seguía en cuclillas y había vuelto a mirar los libros del Nobel peruano. Sin embargo, de vez en cuando, intentando disimular y no ser descubierto, lanzaba alguna que otra mirada de soslayo hacia la nueva clienta de la librería. Por mucho que lo negara, cada vez que ponía su mirada sobre ella, la librería era cada vez más secundaria y los libros que iba cogiendo eran simples excusas para tener la mirada activa, recorriendo de arriba abajo las estanterías y lanzando también miradas, ya no tan disimuladas, a la joven.

Poco a poco la librería y los libros, incluso aquello que había ido a buscar aquella tarde, pasaron a un segundo plano y todos sus actos, gestos y miradas iban encaminados a intentar estar lo más cerca posible de la chica, a robar algún segundo al tiempo para poder mirarla y contemplar su belleza, sin que ella lo notara. Poco a poco empezó a sentir algo raro en su interior. Su estómago ya no estaba tranquilo, como lo había estado hasta hacía unos minutos, estaba revuelto, en tensión como con un nudo. Estaba nervioso y no sabía muy bien porqué. Bueno en el fondo sí que lo sabía, lo que pasa es que si lo reconocía los nervios irían a más. En un momento dado ambos estuvieron juntos, mirando los libros de la misma estantería, recorriendo con la mirada probablemente el mismo tiempo los mismos títulos y autores, e intentando encontrar aquello que cada uno buscara. Sin querer, en un momento dado, ella, muy probablemente ensimismada buscando algún libro, se chocó con él al querer avanzar y seguir mirando los libros del mismo nivel de estanterías. En ese momento ella levantó la vista y le miró a los ojos y con una voz dulce y aguda, a la vez que firme y sincera le pidió disculpas y le sonrió. Él le devolvió la sonrisa y aunque hubiera querido decirla que no pasaba nada por haberse chocado en él, se quedó más mudo que las figuras de Daoiz y Velarde que presiden la Plaza del Dos de Mayo.

Durante los pocos segundos que duró ese pequeño encontronazo, él pudo ver de cerca sus inmensos ojos color miel. Unos ojos donde cabría toda la inmensidad del universo y todavía sobraría hueco para varios universos más. Unos ojos en los que desde ese instante le hubiera gustado perderse para siempre, vivir, encerrarse y nunca volver a la realidad del mundo. Unos ojos que le miraron de cerca, a la cara, directamente a sus pupilas y que le paralizaron, dejaron mudo, sin sangre y sin capacidad de reacción alguna. Es más muy probablemente si hubiera dicho o hecho algo hubiera sido demasiado patoso. Pero no sólo fueron sus ojos. Su sonrisa también le cautivó llegándole a lo más profundo del corazón. No tenía una dentadura perfecta de esas que todos los jóvenes de hoy en día tienen derivada de los aparatos de ortodoncia, pero para él sí lo fue desde el primer momento. La sonrisa de sus labios fue probablemente lo que le dejó de piedra y sin capacidad de reacción digna, y terminó por hacerle perder la noción del tiempo y del espacio.

Ya no pudo seguir con normalidad en la librería. Ya cualquier libro que cogía le daba igual, no le prestaba la atención que podría merecer. La librería se redujo a ella. El nudo de su estómago había crecido y se había subido a la garganta, para dejar paso a una sensación de hormigueo en la boca del estómago. Ella seguía mirando estante por estante todos los libros que había colocados, como él hacía siempre que iba allí, quizá por ver ese paralelismo, esa semejanza de comportamiento entre ambos él se encontraba fuera de juego. Ni en sus mejores sueños o mejor dicho ilusiones hubiera imaginado que pudiera encontrarse una chica en esa librería haciendo lo que tantas otras tarde él mismo había hecho, y además la chica era la más guapa que había visto nunca.

En un momento dado vio como ella cogía un ejemplar entre sus manos, “Olvidado Rey Gudú” de la recientemente fallecida Ana María Matute, dama de las letras españolas. Dio la casualidad, la extraordinaria casualidad, que ese libro se lo había leído él recientemente dejándole un extraordinario sabor de boca y ahora era ella la que, como a él mismo le había pasado cuando lo compré también en esa librería, sostenía en sus preciosas manos otro ejemplar del mismo libro. No supo muy bien cómo sacó las fuerzas necesarias que se requieren para hacer lo que hizo, pero se lanzó a la piscina sin pensarlo mucho y la dijo:

– Ese libro es uno de los mejores que me he leído.

Ella algo sorprendida de que alguien le hablara en una librería en la que por norma general los clientes son silenciosos y apenas suelen cruzar unas palabras con los dependientes de la tienda a la hora de pagar, le contestó algo aturdida pero son esa misma dulce voz con la que unos minutos antes se había disculpado por chocarse sin querer con él:

– No he leído nada de esta autora, y sé que se ha muerto hace poco, por eso me he fijado en él y lo he cogido.
– Pues yo también me fijé en ese libro hace unos meses en esta misma librería, lo que pasa es que yo me fijé en él por el tamaño más que nada.
– Sí, la verdad es que tiene buen tamaño. ¿De qué va el libro, si puedo preguntártelo?
– Claro que puedes preguntármelo, para eso estamos los lectores ¿no?, para aconsejarnos lecturas y descubrir cosas que están ahí para que lo hagamos.

Entonces él la contó un poco por encima de qué trataba esa magnífica novela, o fabula, o cuento para adultos que es “Olvidado Rey Gudú”. Si hacía unos minutos no fue capaz más que sonreírla de vuelta cuando ella se disculpó por chocarse con él, ahora las palabras salían solas, en muchos momentos casi atropelladas. Ella no dejaba de mirarle a los ojos muy atenta y en silencio escuchando todo lo que él la estaba contando, asumiendo sus palabras al mismo tiempo que sostenía en sus con firmeza y confianza el libro. Nunca se había sentido tan escuchado en algo que le hacía tanta ilusión poder demostrar, y nunca se imaginó que podría contar a nadie por petición ajena de qué iba un libro, y mucho menos a una chica en la librería en la que estaba. Hay momentos en los que la fuerza y la determinación que pueden estar ocultas de manera habitual, salen a la luz y son útiles. No supo nunca de dónde le vino toda esa fuerza, donde dejó los nervios, el miedo y la vergüenza para lazarse a hablar con una chica desconocida, con el miedo que eso le había provocado siempre con tan solo imaginarlo. Pero lo estaba haciendo. Le costaba mucho mirar a la chica a los ojos, mantenerla la mirada de manera firme. Ella además no dejó de sonreír en todo momento, lo que le ponía las cosas más complicadas. Cuando terminó su resumen de “Olvidado Rey Gudú” notaba que tenía la boca seca y que las piernas le temblaban. Menos mal que la voz no le tembló salvo al principio de la conversación porque si no las fuerzas se le hubieran venido abajo.

– Pues parece que tiene buena pinta, o al menos parece que a ti te encantó. – Dijo ella.
– No te voy a negar que sí que me gustó. Pero te aseguro que no te defraudaría. Es un buen libro.
– Pues entonces me lo tendré que llevar ¿no? – Dijo al mismo tiempo que ampliaba aún más su radiante sonrisa.

Él viendo que la conversación podía estar a punto de acabar y eso era algo que no quería que ocurriera porque no quería dejar de poder mirarla a los ojos, de contemplar su sonrisa y de estar en su presencia, volvió a sacar fuerzas y valentía y la preguntó:

– ¿Es la primera vez que vienes a esta librería?
– No. Ya había venido un par de veces. Me la recomendó un amigo de la universidad. Casi siempre que he venido me he llevado algún libro.
– Sí, eso es algo que también me pasa a mí. Muchas veces vengo buscando algún libro de un determinado autor y termino llevándome otros de autores completamente diferentes. Estoy como enganchado a esta librería. Me encanta.
– Es un sitio muy poco habitual. A mí también me gusta. – Esto último lo dijo ella mirando alrededor suyo, intentando abarcar son su mirada todo el espacio del local que ocupa la pequeña librería.
– Si me permites decírtelo, eres la primera chica que entra en la librería a la vez que estoy yo dentro. Me parece que voy a tener que venir mucho más a menudo a ver si se repite.

Nada más terminar de decir esto último, temió que hubiera sido demasiado directo y claro y que la conversación tan agradable que hasta entonces habían mantenido se acabara de manera algo brusca y agridulce. Pero ella siguió igual de sonriente. Quizá algo más ruborizada, algo más tímida, ya que su sonrisa pasó de ser amplia y reluciente a más personal e íntima, y su mirada dejó por unos instantes de estar fija en los ojos de él para bajar hasta la portada de “Olvidado Rey Gudú”, que como su propio nombre indica había pasado a un segundo plano en los últimos minutos. Unos segundos después de decir esto, ella contestó, con una voz quizá algo más dulce que antes pero igual de firme y segura, y con un tono que mostraba algo de agradecimiento por la especie de cumplido que le había soltado:

– Cuando yo vengo tampoco suele haber gente de mi edad. Siempre hay gente más mayor que busca en silencio como si temiera molestar a la multitud invisible.

Esta última frase le gustó especialmente. Era muy poética, o eso mismo le pareció a él, aunque muy probablemente era ya el embalsamiento que tenía encima el que le hacía magnificar para bien todo lo que le estaba pasando. Sin embargo, a medida que la conversación fue avanzando entre comentarios algo más triviales e inocuos, aunque llenos de intención por parte de ambos, sobre autores y libros leídos recientemente y comprados en esa misma librería, él se fue dando cuenta que eso tendría que acabar en algún momento, y esto era algo que él no quería que ocurriera. No quería pensar que esa tarde fuera simplemente una tarde, una casualidad que no se volvería a dar, y si se diera no fuera con ella de nuevo sino con otra persona. No quería que esa tarde pasara sin más y acabar la conversación y despedirse él o ella para marcharse y seguir con sus respectivas vidas, la de él anodina y triste seguro, la de ella un completo misterio pero seguramente más interesante y abierta. Por eso aunque el miedo y la vergüenza habían ido desapareciendo a medida que ella respondía con amabilidad, divertida por estar allí hablando con alguien, y sonriéndole haciendo que él se sintiera cómodo y seguro de sí mismo, habían terminado de volver y a agarrarle la boca del estómago y a martillearle la nuca. Sabía que por mucho que le costara tenía que intentar algo más, por eso casi sin pensárselo, o mejor dicho tras haberlo pensado mucho y por no encontrar razón coherente para no hacerlo sino más bien inconvenientes si no lo hacía, terminó por soltar, casi a bocajarro:

– ¿Te apetecería tomarte algo y seguir hablando de libros sentados en alguna de las terrazas de la plaza, para no estar aquí de pie como dos estatuas?

Continuará...

Caronte.

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martes, 13 de enero de 2015

Segunda página (Parte I)

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No era la primera vez que iba a esa librería de segunda mano. Ni mucho menos iba a ser la última a partir de aquella tarde. Desde que descubrió en aquella esquina de la Plaza del Dos de Mayo la librería “El Rincón de Lectura”, muchas han sido las tardes que se ha dejado caer por este rincón típico del Madrid más tradicional que últimamente también es el más de moda.

La tarde que descubrió la que se convertiría con el tiempo en su librería favorita era de sábado, y había salido a buscar un regalo para una compañera de la universidad cuyo cumpleaños era el lunes siguiente. Después de haberse recorrido el barrio de Chueca buscando alguna tienda original y curiosa donde encontrar un regalo que no se amoldara a lo típico y corriente, y tras haber cruzado las calles de Hortaleza y Fuencarral sin éxito terminó por adentrarse en el barrio de Malasaña. Allí ya sí que dio con una tienda en la que pudo encontrar un regalo, que aunque no era muy original en su forma, al tratarse de una taza para té, sí pensó que era original en sí mismo.

Una vez había cumplido su misión aquella tarde, y como se encontraba a gusto dándose una vuelta solo por el centro de su ciudad, Madrid, decidió seguir descubriendo un barrio que no había pisado nunca hasta aquella tarde. Suele pasar que aquello que nunca hacemos de manera habitual sólo somos capaces de hacerlo por nosotros mismos, sin nadie que nos pueda atar y que nos conduzca siempre por los mismos lugares, bares, cafeterías, calles y plazas. Se sentía bien dando una vuelta por un barrio tan moderno y a la vez castizo y tradicional de Madrid. Tiendas modernas que surten a las últimas tribus urbanas instaladas en la capital de España se abren paso y comparten calles y plazas con tiendas de toda la vida que llevan en el barrio instaladas desde que Madrid todavía tenía más aire de pueblo castellano que de urbe metropolitana, cosmopolita y global.

Muchas veces había oído hablar a la gente que consideraba guay de la Plaza del Dos de Mayo. Mucho había leído a consecuencia de ello sobre la plaza y por tanto del barrio donde se encontraba. Y sin embargo nunca había ido. Nunca se había atrevido a adentrarse por esas calles con nombres extraños, de santos, santas, animales, y objetos. Nombres todos ellos de poco glamur, bastante simples si los comparamos con nombres de calles como Serrano, O’Donnell, Goya o Velázquez. En su paseo por Malasaña fue descubriendo por primera vez calles como la de la Corredera Baja de San Pablo, de la Madera, de San Vicente Ferrer o de la Palma. Y también descubrió la Plaza del Dos de Mayo, con su imponente arco de ladrillo de barro cocido, de ese color tan de pueblo y tradicional que no es naranja ni tampoco marrón, simplemente es color ladrillo. Arco que cumple hoy su función como monumento a los héroes que se levantaron aquel 2 de mayo de 1808 contra el ocupante francés y que dieron comienzo a la Guerra de la Independencia, delante del cual hay una estatua blanca que representa a dos de los héroes de aquel día Daoiz y Velarde.

Entró en la plaza por la calle de Velarde y se dio de bruces con un espacio abierto con árboles, terrazas, bancos de madera y de granito, columpios para los niños y zonas de tierra y ajardinadas. Todavía no había entrado del todo la primavera, o lo estaba haciendo muy tímidamente, pero la plaza estaba llena de vida. Las terrazas de todos los bares que jalonan los cuatro lados de la plaza estaban llenas de murmullos, conversaciones y risas de gente que había decidido empezar a desinvernar. En Madrid en el momento en el que la luz del sol vuelve a ganar terreno a la sombra del frío, viejo y cruel invierno, la gente toma las calles y las hace suyas, las llena de vida y las devuelve ese color y esa vitalidad que no se encuentran en ninguna otra ciudad del hemisferio norte del planeta.

Iba cargado con la bolsa que le habían dado en la tienda donde había comprado el regalo para su compañera de clase, pero eso le daba igual. Decidió darse un par de vueltas por la plaza para terminar de descubrirla del todo, para que se le grabara en la retina y pudiera recordarla siempre que pensara en ella. Atravesó las terrazas de los bares para llegar a la zona donde se encuentra el arco de ladrillo protegido con una verja de hierro que los niños estaban usando como portería imaginaria del partido de fútbol que estaban echando, mientras sus padres se tomaban unas cañas en alguna de las terrazas cercanas, o sus abuelos les veían jugar desde los bancos de granito que rodean la plaza y entablabann conversación con otros abuelos o con otras personas que simplemente se han parado un rato a descansar o a admirar el espectáculo de vida que se estaba desarrollando en la plaza aquella tarde. Gente de todas las edades y razas llenaban de manera homogénea la plaza y compartían espacios, bancos y columpios entre sí. Pensó que más que el centro de Madrid la Plaza del Dos de Mayo podría ser perfectamente la plaza del cualquier pueblo mediano de España, donde cada tarde todo tipo de personas, solteros, casados, parejas, grupos de amigos, padres con sus hijos recién nacidos, monjas del convento cercano, abuelos con sus nietos pequeños, chavales jóvenes, paseantes con sus perros, se dan cita en una sinfonía de vida única e irrepetible, formando un cuadro distinto cada día.

Y allí estaba la librería. Su librería. En una de las esquinas de la plaza, rodeada de bares y semi-oculta por las terrazas que suelen ponerse delante. Lo primero que vio de ella fue un pequeño estante de libros fuera de la tienda, con una oferta escrita rudimentariamente con rotulador sobre un cartón que decía: “1 libro 3 euros; 5 libros 10 euros”. Como un trozo de hierro sería atraído por un imán, aquella tiendecita que aparentaba más bien poco ejerció de imán sobre él y le atrajo hasta sus dominios. En el pequeños mostrador de la calle había unos cuantos libros, variados, todos de segunda mano, algunos parecían muy viejos por el estado de conservación en el que se encontraban, otros estaban algo mejor y mostraban mejor cara. Un lector devora libros como era él no podía no pasar dentro de la tienda, y eso es lo que hizo.

Desde aquel preciso momento, desde que se deslizó dentro del local de “El Rincón de Lectura”, supo que no iba a ser la última vez que iba a estar allí. Y así ha sido. Desde aquel mes de marzo han sido bastantes las ocasiones que se ha dejado caer por Malasaña, recorrido sus calles tranquilamente para acabar en la Plaza del Dos de Mayo, más concretamente en una de sus esquinas, y volver a entrar en su particular templo, donde los dioses que adorar son múltiples, casi tantos como en la religión Hindú, y cada uno puede ofrecer alguna cosa. Bastantes han sido también los libros que desde aquella primera vez han caído en sus manos y ha comprado. Y así seguirá siendo, ya que a un ritmo de un libro cada semana es imposible que ninguna economía doméstica pueda hacer frente al gasto que supone la lectura de tal volumen de libros.

Cada vez que ha ido a esta su librería fetiche y preferida nunca ha ido con la idea de comprar un libro determinado. Jamás ha salido con ningún libro que pensara de antemano comprar, sino más bien todo lo contrario. Muchas horas ha pasado en conjunto dentro de ese pequeño local forrado desde el suelo hasta el techo de estanterías de madera repletas de libros de izquierda a derecha. Horas que ha invertido mirando títulos, autores, portadas y ediciones. Horas que ha pasado en cuclillas cogiendo los libros de los estantes más bajos, cercanos al suelo, inclinado con la espalda jorobada y que más de una tarde hizo que acabara con la espalda dolorido, o empinado sobre los dedos de sus pies intentando alcanzar los libros de los estantes más altos sin subirse al taburete que los dueños de la librería tienen a disposición de sus curiosos clientes para tal fin. Decenas habrán sido los libros que en algún momento habrán sido seleccionados para ser comprados, pero que en el último momento por el descubrimiento de algún otro libro más deseado han sido dejados de vuelta en su sitio. Cada vez que ha entrado en esta librería ha sabido siempre cuando lo hacía, pero nunca cuando iba a salir. En alguna que otra ocasión ha entrado con la luz del sol teniendo todavía la suficiente fuerza para iluminar la plaza, pero cuando ha salido ya eran las bombillas de las farolas las que habían tomado el relevo. Sin embargo lo que no podía esperar encontrar en esta la librería es lo que le pasó una de las tardes que fue a buscar algún libro que al cogerlo le hiciera sentir que iba a ser grande y emocionante.

Pocas veces de todas las que había entrado en la librería había coincidido con una mujer o con una chica. Por norma general cada vez que estaba dentro buscando algún libro, dejándose invadir por las almas de cada uno de los volúmenes que descansan en las estanterías esperando ser escogidos por algún lector intrépido, estaba solo, o como mucho con otra persona que como él estaba toqueteando libro tras libro mirando su estado de conservación o buscando ese ejemplar durante tanto tiempo buscado. Por eso cuando mientras él estaba en cuclillas, agachado rebuscando entre los ejemplares de Mario Vargas Llosa alguno que le pudiera interesar, entró en la librería aquella chica, no pudo hacer otra cosa que sorprenderse y dejar durante unos instantes de centrarse en el libro que tenía sobre sus manos, “Los cuadernos de Don Rigoberto”, para mirar a esa joven que cambiaba por completo el paisaje de la librería y añadía, de momento, una anécdota más a sus visitas a ese pequeño rincón de lectura de la Plaza del Dos de Mayo.

Continuará...

Caronte.

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jueves, 8 de enero de 2015

Asuntos pendientes

Ha tenido que ser el último día de las vacaciones de Navidad el primero que no haga absolutamente nada. Ya era hora. He estado todas las vacaciones, desde el pasado día 19 de diciembre, trabajando de diez de la mañana a dos de la tarde, y de cuatro a ocho y pico, todos los días para poder terminar mi Proyecto Fin de Carrera. Y esto me ha quitado mucho tiempo para otras cosas. Tiempo y ganas. Porque no es ya simplemente el tiempo que he tenido que invertir diariamente en hacer mi Proyecto, que en el fondo es algo que tengo que hacer para poder aprobar la carrera, sino el desgaste intelectual y físico que me ha acarreado. Todos los días acababa sin ganas de nada, salvo hacer el vago lo que quedaba de día. Algo lamentable. Es más incluso si me ponía a leer ya a última hora, o a escuchar música para relajarme un poco, me sentía culpable y mal por estar “perdiendo el tiempo”.

No sé si esto le habrá pasado a más gente, a otros compañeros de clase y de penurias. Es posible que sí, aunque siempre habrá quienes pasen por la vida como tal cosa, sin inmutarse por nada y sin ninguna preocupación. Pero es lo que tenemos los tontolavas que nos sentimos mal por no hacer lo que “debemos” hacer. Ojalá pudiera cambiar eso. Aunque ese cambio conllevaría uno mayor, más a nivel personal general, y sería cambiarme a mí mismo por otra persona, y a pesar de que me ha constado, al final me he terminado por encontrar a gusto siendo quien soy. Eso no lo puedo remedir. Puedo paliarlo, pero no remediarlo.

Por culpa del PFC no he podido hasta hoy, una semana después de que estrenáramos el año 2015, escribir nada en el blog. Esto sí que me molesta mucho. El no tener tiempo para escribir por culpa de algo que no sirve de nada y que no merece la pena, me fastidia mucho. No os pedís hacer una idea de cuánto. Porque por mucha importancia que nos hagan pensar los profesores de la carrera que tiene el PFC, yo estoy seguro que ningún tutor se termina leyendo todo lo que se entrega, como mucho leerán un diez por ciento del total. Por esta razón me fastidia emplear mi tiempo, que lo valoro muchísimo, en hacer algo que empezará a coger polvo desde el primer momento en que entreguemos las carpetas con todos los documentos. Sacrificar tiempo de escribir por haber estado haciendo el PFC me ha dolido mucho.

Pero si solo fuera tiempo de escribir lo que me ha quitado el Proyecto tampoco sería mucho. Pero es que tengo muchos asuntos pendientes desde hace mucho tiempo que se han ido acumulando tanto en mi cabeza en ideas y planes no llevados a cabo o apartados, como físicamente en mi escritorio. Por ejemplo tengo todavía pendiente ordenar y clasificar los sellos que Correos me ha mandado correspondientes a los dos últimos trimestres del año pasado y que todavía no he sacado siquiera de los sobres en los que venían. Puede resultar algo extraño, pero me gustan los sellos, y los colecciono. Esto afiliado al servicio filatélico de correos y cada tres meses me mandan un envío con los sellos que han salido en ese periodo. Pues bien, tengo apilados en m habitación los dos últimos envíos, sin haberlos apenas abierto y visto, y mucho menos colocado en sus correspondientes álbumes. Espero poder tener tiempo, si no hoy, estos días, para poder colocarlos y clasificarlos para que no estén rodando por mi habitación.

Incluso esta mañana dando una vuelta a todos los papeles que tengo sobre mi escritorio en mi habitación he encontrado un par de sellos más antiguos que compré en el Monasterio del Escorial cuando estuve visitándolo allá por el mes de octubre. Es que no he tenido tiempo y los asuntos pendientes se me han ido acumulando. Puede parecer absurdo, pero creo que no lo es. Soy una persona que por norma general es ordenada y no me gusta tener manga por hombro nada. Pero este año estoy faltando a esta característica de mi personalidad y tengo en mi habitación un desorden desconocido en mí hasta ahora. Espero poder remediarlo lo antes posible ahora que a pesar de que el estrés no ha acabado al menos el asunto del PFC va a estar calmado durante unas semanas.

Sin embargo el que no haya PFC no quita que vaya a tener más tiempo para ir poniéndome al día con los asuntos que he ido dejando apartados y amontonados. Porque a finales de este mes por desgracia llegan los exámenes. Exámenes para los que a día de hoy todavía no he tocado ni un ápice. Aunque no es algo que me termine de quitar mucho el sueño. Creo que voy más pillado de tiempo que en años anteriores, pero también pienso que a diferencia de años anteriores tengo la tranquilidad de que antes o después todo se termina arreglando y acabaré sacando los exámenes, sea como sea. Quizá el asunto pendiente de no haber estudiado nada de ninguna asignatura tenga que ver más con que he vagueado más este año que los anteriores, más que con el Proyecto. Pero es que estoy como muy desganado con respecto a la Escuela. Esto no es algo nuevo, pero parece que este año, a lo mejor por ser el último, me cuesta mucho más todo y me da como repulsa ponerme a hacer nada relacionado con la carrera. Pienso que todo lo que hago me acerca al final. Un final que he estado esperando desde hace unos años, harto de la carrera y del ambiente en la misma, pero que ahora al verlo tan cerca no quiero que llegue. Y no quiero que llegue porque implica acabar una etapa completa de mi vida. Implica cambiar por completo mis esquemas mentales y empezar a vivir en el mundo en el que todo el mundo vive. Eso me da vértigo, porque no sé qué voy a hacer con mi vida una vez acabe mi relación con la Escuela. Otro asunto más pendiente que tendré que afrontar con seriedad en algún momento.

Por esto creo que los asuntos pendientes se me van a seguir acumulando durante al menos un mes más. Y luego quizá también, porque acabarán los exámenes de los primeros parciales y llegarán de nuevo las semanas en las que el PFC me consumirá mucho tiempo. Es un año complicado. Eso ya me lo imaginaba antes de empezar. Lo que no sabía es que iba a serlo tanto. Y no lo digo ya sólo por tener que compaginar la redacción de un Proyecto Fin de Carrera de manera individual, al mismo tiempo que me intento sacar el último curso de la carrera lo mejor posible, sino por todo aquello que una vez llegue junio llegará a mi vida, y muy probablemente también a la de mis compañeros.

Desde que empezó el año toda parece recordarme que este año se supone el final de una etapa de mi vida, la de estudiante. Este año dejaré de ser estudiante para pasar a ser un joven trabajador, o emprendedor, o si se quiere entender de otra manera, un joven adulto. Por muchas carreras que se saque una persona uno deja de ser estudiante en el momento que acaba la primera, o en el momento que decide voluntariamente dejar de estudiar. Y esto es lo que va a pasar este 2015, no que vaya a dejar voluntariamente de estudiar, sino que voy a acabar la carrera. ¿Y luego qué? Pues realmente no lo sé. Tengo un lío monumental en la cabeza. Muchos son los planes que se me han ido cruzando por la mente y que mi espíritu ha ido viendo con buenos ojos e ilusión pero una vez que he pensado en ellos con mayor seriedad los he dejado apartados. Incluso en el Concierto de Año Nuevo de hace una semana (¿una semana ha pasado ya? Cómo vuela el tiempo, qué barbaridad) todo parecía indicado para un estudiante de ingeniería con varias piezas relacionadas con el mundo académico y la universidad.

Si a día de hoy tengo asuntos pendientes que no puedo atender por mucho que quiera por tener que estar atendiendo mis deberes y obligaciones, no quiero ni imaginarme los asuntos que empezaré a tener pendientes en el momento en que empiece a trabajar a las órdenes de algún empresario tiránico que es la raza autóctona de este país. Pero eso pertenece al ámbito del futuro y aunque quisiera no estoy licenciado en futurología. Muchos asuntos pendientes. Entre ellos la lectura, esa gran pasión que tengo y que durante estas fiestas de Navidad no he podido disfrutar tanto como me hubiera gustado. Todos los años durante estas fechas de excesos alimenticios, aumento de colesterol, visitas familiares abundantes y compras y más compras, me he leído al menos un libro de tamaño medio. Bueno pues este año no. Este año lo más que he conseguido hacer es comenzar uno que tenía pendiente desde hace un año de Vargas Llosa, y apenas lo he avanzado unas cien páginas.

La lectura en estas fechas siempre me había ayudado a sobrellevar sin pensar mucho en ello el hecho de no tener novia con la que compartir estas fiestas y vacaciones y disfrutarlas como mucha gente hace. Sé que puede ser absurdo, es más sé que es absurdo pensar así, pero yo lo hago. Soy absurdo. La lectura de un libro junto con las horas normales de estudio siempre me hacían tener la mente concentrada y ocupada durante muchas horas durante el día, y por tanto no tenía tiempo de pensar en lo demás. Pensar en lo demás siempre me ha hecho ponerme muy de bajón, y puedo aseguraros que soy de los que piensa en lo demás más a menudo de lo recomendado científicamente por los investigadores de la Universidad Estatal de Iowa. Los libros y las letras en general han sido y son en estos momentos también mis grandes amigos y me ayudan a evadirme y salir durante unos minutos al día de mi propia vida llevándome a compartir vivencias e historias muy dispares en muchas partes del mundo, algunas muy lejanas y exóticas. Pues tampoco el PFC me ha dejado mucho tiempo estas Navidades para poder leer. Pero lo más lamentable como ya comenté al principio es que cuando he podido sacar unos minutos, cerca ya de las nueve de la noche muchos días, para poder sentir en mis manos el duro lomo de un libro me he sentido culpable por hacerlo. La mente humana es maravillosa, pero de tan maravillosa a veces es absurda.

He hablado de la lectura y la escritura como podía haber hablado del cine. Aunque en este caso sí tengo que decir que estas Navidades he ido un par de veces a una sala a ver alguna película. En el fondo el ir al cine no depende de tener mucho trabajo o no, simplemente de que me apetezca o no, y de la calidad de las películas que haya en cartelera. Por esto quizá el cine, a pesar de que podría haber sido un asunto pendiente no lo ha sido del todo. Aunque también me he sentido culpable y mal por ir a ver las películas que he visto.

A punto estuve al principio de las Navidades de no escribir mis ya tradicionales, míticas, rancias y anticuadas felicitaciones navideñas o christmas. Casi siempre me suele pillar el toro, y ha habido alguna vez que han llegado pasado el día de Navidad, pero suelo enviarlas para que lleguen los días de antes sobre el 22 de diciembre. Aunque la verdad no sé porqué sigo enviando felicitación alguna, porque para que de las quince felicitaciones sólo me agradezcan de palabra o devolviendo la carta cinco o seis personas, la verdad es que uno acaba desmoralizándose. Pero bueno, las envío porque a mí me apetece y porque me parece una manera agradable de felicitar el año, al menos original, no por nueva porque es más antigua que la casulla de Jesucristo, sino porque de tan antigua es algo diferente, y lo diferentes por mucho que se empeñen algunos es original. No tengo en consideración esto de las felicitaciones, es absurdo hacerlo, porque tendría que enfadarme con casi toda mi familia y esta es para toda la vida.

Pero bueno. Ya hemos vuelto de nuevo y por última vez a la carga. Poco me queda ya de estudiante. Siento cierta nostalgia de los primeros años de universidad que tan lejanos me parecen hoy. Pero la vida es lo que tiene, que o la vives o no puedes volver atrás y por tanto lo que no se ha vivido en un momento no se puede volver a experimentar: es irrepetible. Y como es irrepetible no merece la pena dejarse la vida, las ganas y las ilusiones en dar vueltas a esos asuntos: a no haber pasado las navidades de los dieciocho años con novia, ni la de los 20, ni la de los 22. No merece la pena reconcomerse las entrañas pensando que el año pasado en vez de haberme pasado la mitad de las vacaciones de Navidad haciendo una carretera para un profesor amargado podría haber disfrutado mucho más de una época que me gusta especialmente. Ni tampoco puedo pensar que en vez de haber estado haciendo el PFC como un condenado a galeras podría haber salido más y haber hecho una vida más normal (en el fondo tampoco hubiera habido opción porque a todo amigo que se lo he propuesto me ha dado un no por respuesta, salvo cuando uno que lleva casi año y medio a más de 2000 kilómetros de distancia me propuso quedar a tomar algo que dije que sí sin pensármelo y posponiendo un plan personal a otro día).

Lo único que puedo remediar de lo no hecho o vivido son los asuntos pendientes. Y es ahora cuando me tengo que poner las pilas para que mi habitación y mi cabeza recobren poco a poco el orden habitual al que siempre han estado habituados (aunque muchas veces el orden lo único que traiga sean disgustos, y cerrazones mentales que ni con palanca se pueden abrir, aunque quizá con una buena ostia sí). Así que eso es lo que me queda ahora pendiente: mis asuntos pendientes.

Caronte.