*******************************************************************************************
La chica, que
tendría más o menos su edad, si no algún año más, no más de dos, entró como
quien conoce el lugar y sabe donde tiene que dirigirse para buscar lo que está
buscando. Él seguía en cuclillas y había vuelto a mirar los libros del Nobel
peruano. Sin embargo, de vez en cuando, intentando disimular y no ser descubierto,
lanzaba alguna que otra mirada de soslayo hacia la nueva clienta de la
librería. Por mucho que lo negara, cada vez que ponía su mirada sobre ella, la
librería era cada vez más secundaria y los libros que iba cogiendo eran simples
excusas para tener la mirada activa, recorriendo de arriba abajo las
estanterías y lanzando también miradas, ya no tan disimuladas, a la joven.
Poco a poco la
librería y los libros, incluso aquello que había ido a buscar aquella tarde,
pasaron a un segundo plano y todos sus actos, gestos y miradas iban encaminados
a intentar estar lo más cerca posible de la chica, a robar algún segundo al
tiempo para poder mirarla y contemplar su belleza, sin que ella lo notara. Poco
a poco empezó a sentir algo raro en su interior. Su estómago ya no estaba
tranquilo, como lo había estado hasta hacía unos minutos, estaba revuelto, en
tensión como con un nudo. Estaba nervioso y no sabía muy bien porqué. Bueno en
el fondo sí que lo sabía, lo que pasa es que si lo reconocía los nervios irían
a más. En un momento dado ambos estuvieron juntos, mirando los libros de la
misma estantería, recorriendo con la mirada probablemente el mismo tiempo los
mismos títulos y autores, e intentando encontrar aquello que cada uno buscara.
Sin querer, en un momento dado, ella, muy probablemente ensimismada buscando
algún libro, se chocó con él al querer avanzar y seguir mirando los libros del
mismo nivel de estanterías. En ese momento ella levantó la vista y le miró a
los ojos y con una voz dulce y aguda, a la vez que firme y sincera le pidió
disculpas y le sonrió. Él le devolvió la sonrisa y aunque hubiera querido
decirla que no pasaba nada por haberse chocado en él, se quedó más mudo que las
figuras de Daoiz y Velarde que presiden la Plaza del Dos de Mayo.
Durante los pocos
segundos que duró ese pequeño encontronazo, él pudo ver de cerca sus inmensos
ojos color miel. Unos ojos donde cabría toda la inmensidad del universo y
todavía sobraría hueco para varios universos más. Unos ojos en los que desde
ese instante le hubiera gustado perderse para siempre, vivir, encerrarse y
nunca volver a la realidad del mundo. Unos ojos que le miraron de cerca, a la
cara, directamente a sus pupilas y que le paralizaron, dejaron mudo, sin sangre
y sin capacidad de reacción alguna. Es más muy probablemente si hubiera dicho o
hecho algo hubiera sido demasiado patoso. Pero no sólo fueron sus ojos. Su
sonrisa también le cautivó llegándole a lo más profundo del corazón. No tenía
una dentadura perfecta de esas que todos los jóvenes de hoy en día tienen
derivada de los aparatos de ortodoncia, pero para él sí lo fue desde el primer
momento. La sonrisa de sus labios fue probablemente lo que le dejó de piedra y
sin capacidad de reacción digna, y terminó por hacerle perder la noción del
tiempo y del espacio.
Ya no pudo seguir
con normalidad en la librería. Ya cualquier libro que cogía le daba igual, no
le prestaba la atención que podría merecer. La librería se redujo a ella. El
nudo de su estómago había crecido y se había subido a la garganta, para dejar
paso a una sensación de hormigueo en la boca del estómago. Ella seguía mirando
estante por estante todos los libros que había colocados, como él hacía siempre
que iba allí, quizá por ver ese paralelismo, esa semejanza de comportamiento
entre ambos él se encontraba fuera de juego. Ni en sus mejores sueños o mejor
dicho ilusiones hubiera imaginado que pudiera encontrarse una chica en esa
librería haciendo lo que tantas otras tarde él mismo había hecho, y además la
chica era la más guapa que había visto nunca.
En un momento dado
vio como ella cogía un ejemplar entre sus manos, “Olvidado Rey Gudú” de la
recientemente fallecida Ana María Matute, dama de las letras españolas. Dio la
casualidad, la extraordinaria casualidad, que ese libro se lo había leído él
recientemente dejándole un extraordinario sabor de boca y ahora era ella la
que, como a él mismo le había pasado cuando lo compré también en esa librería,
sostenía en sus preciosas manos otro ejemplar del mismo libro. No supo muy bien
cómo sacó las fuerzas necesarias que se requieren para hacer lo que hizo, pero
se lanzó a la piscina sin pensarlo mucho y la dijo:
– Ese libro es uno
de los mejores que me he leído.
Ella algo
sorprendida de que alguien le hablara en una librería en la que por norma general
los clientes son silenciosos y apenas suelen cruzar unas palabras con los
dependientes de la tienda a la hora de pagar, le contestó algo aturdida pero
son esa misma dulce voz con la que unos minutos antes se había disculpado por
chocarse sin querer con él:
– No he leído nada
de esta autora, y sé que se ha muerto hace poco, por eso me he fijado en él y
lo he cogido.
– Pues yo también me
fijé en ese libro hace unos meses en esta misma librería, lo que pasa es que yo
me fijé en él por el tamaño más que nada.
– Sí, la verdad es
que tiene buen tamaño. ¿De qué va el libro, si puedo preguntártelo?
– Claro que puedes
preguntármelo, para eso estamos los lectores ¿no?, para aconsejarnos lecturas y
descubrir cosas que están ahí para que lo hagamos.
Entonces él la
contó un poco por encima de qué trataba esa magnífica novela, o fabula, o
cuento para adultos que es “Olvidado Rey Gudú”. Si hacía unos minutos no fue
capaz más que sonreírla de vuelta cuando ella se disculpó por chocarse con él,
ahora las palabras salían solas, en muchos momentos casi atropelladas. Ella no
dejaba de mirarle a los ojos muy atenta y en silencio escuchando todo lo que él
la estaba contando, asumiendo sus palabras al mismo tiempo que sostenía en sus
con firmeza y confianza el libro. Nunca se había sentido tan escuchado en algo
que le hacía tanta ilusión poder demostrar, y nunca se imaginó que podría
contar a nadie por petición ajena de qué iba un libro, y mucho menos a una
chica en la librería en la que estaba. Hay momentos en los que la fuerza y la
determinación que pueden estar ocultas de manera habitual, salen a la luz y son
útiles. No supo nunca de dónde le vino toda esa fuerza, donde dejó los nervios,
el miedo y la vergüenza para lazarse a hablar con una chica desconocida, con el
miedo que eso le había provocado siempre con tan solo imaginarlo. Pero lo
estaba haciendo. Le costaba mucho mirar a la chica a los ojos, mantenerla la
mirada de manera firme. Ella además no dejó de sonreír en todo momento, lo que
le ponía las cosas más complicadas. Cuando terminó su resumen de “Olvidado Rey
Gudú” notaba que tenía la boca seca y que las piernas le temblaban. Menos mal
que la voz no le tembló salvo al principio de la conversación porque si no las
fuerzas se le hubieran venido abajo.
– Pues parece que
tiene buena pinta, o al menos parece que a ti te encantó. – Dijo ella.
– No te voy a
negar que sí que me gustó. Pero te aseguro que no te defraudaría. Es un buen
libro.
– Pues entonces me
lo tendré que llevar ¿no? – Dijo al mismo tiempo que ampliaba aún más su
radiante sonrisa.
Él viendo que la
conversación podía estar a punto de acabar y eso era algo que no quería que
ocurriera porque no quería dejar de poder mirarla a los ojos, de contemplar su
sonrisa y de estar en su presencia, volvió a sacar fuerzas y valentía y la
preguntó:
– ¿Es la primera
vez que vienes a esta librería?
– No. Ya había
venido un par de veces. Me la recomendó un amigo de la universidad. Casi
siempre que he venido me he llevado algún libro.
– Sí, eso es algo
que también me pasa a mí. Muchas veces vengo buscando algún libro de un
determinado autor y termino llevándome otros de autores completamente
diferentes. Estoy como enganchado a esta librería. Me encanta.
– Es un sitio muy
poco habitual. A mí también me gusta. – Esto último lo dijo ella mirando
alrededor suyo, intentando abarcar son su mirada todo el espacio del local que
ocupa la pequeña librería.
– Si me permites
decírtelo, eres la primera chica que entra en la librería a la vez que estoy yo
dentro. Me parece que voy a tener que venir mucho más a menudo a ver si se
repite.
Nada más terminar
de decir esto último, temió que hubiera sido demasiado directo y claro y que la
conversación tan agradable que hasta entonces habían mantenido se acabara de
manera algo brusca y agridulce. Pero ella siguió igual de sonriente. Quizá algo
más ruborizada, algo más tímida, ya que su sonrisa pasó de ser amplia y
reluciente a más personal e íntima, y su mirada dejó por unos instantes de
estar fija en los ojos de él para bajar hasta la portada de “Olvidado Rey
Gudú”, que como su propio nombre indica había pasado a un segundo plano en los
últimos minutos. Unos segundos después de decir esto, ella contestó, con una
voz quizá algo más dulce que antes pero igual de firme y segura, y con un tono
que mostraba algo de agradecimiento por la especie de cumplido que le había
soltado:
– Cuando yo vengo
tampoco suele haber gente de mi edad. Siempre hay gente más mayor que busca en
silencio como si temiera molestar a la multitud invisible.
Esta última frase
le gustó especialmente. Era muy poética, o eso mismo le pareció a él, aunque
muy probablemente era ya el embalsamiento que tenía encima el que le hacía
magnificar para bien todo lo que le estaba pasando. Sin embargo, a medida que
la conversación fue avanzando entre comentarios algo más triviales e inocuos, aunque
llenos de intención por parte de ambos, sobre autores y libros leídos
recientemente y comprados en esa misma librería, él se fue dando cuenta que eso
tendría que acabar en algún momento, y esto era algo que él no quería que
ocurriera. No quería pensar que esa tarde fuera simplemente una tarde, una
casualidad que no se volvería a dar, y si se diera no fuera con ella de nuevo
sino con otra persona. No quería que esa tarde pasara sin más y acabar la
conversación y despedirse él o ella para marcharse y seguir con sus respectivas
vidas, la de él anodina y triste seguro, la de ella un completo misterio pero
seguramente más interesante y abierta. Por eso aunque el miedo y la vergüenza
habían ido desapareciendo a medida que ella respondía con amabilidad, divertida
por estar allí hablando con alguien, y sonriéndole haciendo que él se sintiera
cómodo y seguro de sí mismo, habían terminado de volver y a agarrarle la boca
del estómago y a martillearle la nuca. Sabía que por mucho que le costara tenía
que intentar algo más, por eso casi sin pensárselo, o mejor dicho tras haberlo
pensado mucho y por no encontrar razón coherente para no hacerlo sino más bien
inconvenientes si no lo hacía, terminó por soltar, casi a bocajarro:
– ¿Te apetecería
tomarte algo y seguir hablando de libros sentados en alguna de las terrazas de
la plaza, para no estar aquí de pie como dos estatuas?
Continuará...
Caronte.
*******************************************************************************************
No hay comentarios:
Publicar un comentario