miércoles, 14 de enero de 2015

Segunda página (Parte II)

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La chica, que tendría más o menos su edad, si no algún año más, no más de dos, entró como quien conoce el lugar y sabe donde tiene que dirigirse para buscar lo que está buscando. Él seguía en cuclillas y había vuelto a mirar los libros del Nobel peruano. Sin embargo, de vez en cuando, intentando disimular y no ser descubierto, lanzaba alguna que otra mirada de soslayo hacia la nueva clienta de la librería. Por mucho que lo negara, cada vez que ponía su mirada sobre ella, la librería era cada vez más secundaria y los libros que iba cogiendo eran simples excusas para tener la mirada activa, recorriendo de arriba abajo las estanterías y lanzando también miradas, ya no tan disimuladas, a la joven.

Poco a poco la librería y los libros, incluso aquello que había ido a buscar aquella tarde, pasaron a un segundo plano y todos sus actos, gestos y miradas iban encaminados a intentar estar lo más cerca posible de la chica, a robar algún segundo al tiempo para poder mirarla y contemplar su belleza, sin que ella lo notara. Poco a poco empezó a sentir algo raro en su interior. Su estómago ya no estaba tranquilo, como lo había estado hasta hacía unos minutos, estaba revuelto, en tensión como con un nudo. Estaba nervioso y no sabía muy bien porqué. Bueno en el fondo sí que lo sabía, lo que pasa es que si lo reconocía los nervios irían a más. En un momento dado ambos estuvieron juntos, mirando los libros de la misma estantería, recorriendo con la mirada probablemente el mismo tiempo los mismos títulos y autores, e intentando encontrar aquello que cada uno buscara. Sin querer, en un momento dado, ella, muy probablemente ensimismada buscando algún libro, se chocó con él al querer avanzar y seguir mirando los libros del mismo nivel de estanterías. En ese momento ella levantó la vista y le miró a los ojos y con una voz dulce y aguda, a la vez que firme y sincera le pidió disculpas y le sonrió. Él le devolvió la sonrisa y aunque hubiera querido decirla que no pasaba nada por haberse chocado en él, se quedó más mudo que las figuras de Daoiz y Velarde que presiden la Plaza del Dos de Mayo.

Durante los pocos segundos que duró ese pequeño encontronazo, él pudo ver de cerca sus inmensos ojos color miel. Unos ojos donde cabría toda la inmensidad del universo y todavía sobraría hueco para varios universos más. Unos ojos en los que desde ese instante le hubiera gustado perderse para siempre, vivir, encerrarse y nunca volver a la realidad del mundo. Unos ojos que le miraron de cerca, a la cara, directamente a sus pupilas y que le paralizaron, dejaron mudo, sin sangre y sin capacidad de reacción alguna. Es más muy probablemente si hubiera dicho o hecho algo hubiera sido demasiado patoso. Pero no sólo fueron sus ojos. Su sonrisa también le cautivó llegándole a lo más profundo del corazón. No tenía una dentadura perfecta de esas que todos los jóvenes de hoy en día tienen derivada de los aparatos de ortodoncia, pero para él sí lo fue desde el primer momento. La sonrisa de sus labios fue probablemente lo que le dejó de piedra y sin capacidad de reacción digna, y terminó por hacerle perder la noción del tiempo y del espacio.

Ya no pudo seguir con normalidad en la librería. Ya cualquier libro que cogía le daba igual, no le prestaba la atención que podría merecer. La librería se redujo a ella. El nudo de su estómago había crecido y se había subido a la garganta, para dejar paso a una sensación de hormigueo en la boca del estómago. Ella seguía mirando estante por estante todos los libros que había colocados, como él hacía siempre que iba allí, quizá por ver ese paralelismo, esa semejanza de comportamiento entre ambos él se encontraba fuera de juego. Ni en sus mejores sueños o mejor dicho ilusiones hubiera imaginado que pudiera encontrarse una chica en esa librería haciendo lo que tantas otras tarde él mismo había hecho, y además la chica era la más guapa que había visto nunca.

En un momento dado vio como ella cogía un ejemplar entre sus manos, “Olvidado Rey Gudú” de la recientemente fallecida Ana María Matute, dama de las letras españolas. Dio la casualidad, la extraordinaria casualidad, que ese libro se lo había leído él recientemente dejándole un extraordinario sabor de boca y ahora era ella la que, como a él mismo le había pasado cuando lo compré también en esa librería, sostenía en sus preciosas manos otro ejemplar del mismo libro. No supo muy bien cómo sacó las fuerzas necesarias que se requieren para hacer lo que hizo, pero se lanzó a la piscina sin pensarlo mucho y la dijo:

– Ese libro es uno de los mejores que me he leído.

Ella algo sorprendida de que alguien le hablara en una librería en la que por norma general los clientes son silenciosos y apenas suelen cruzar unas palabras con los dependientes de la tienda a la hora de pagar, le contestó algo aturdida pero son esa misma dulce voz con la que unos minutos antes se había disculpado por chocarse sin querer con él:

– No he leído nada de esta autora, y sé que se ha muerto hace poco, por eso me he fijado en él y lo he cogido.
– Pues yo también me fijé en ese libro hace unos meses en esta misma librería, lo que pasa es que yo me fijé en él por el tamaño más que nada.
– Sí, la verdad es que tiene buen tamaño. ¿De qué va el libro, si puedo preguntártelo?
– Claro que puedes preguntármelo, para eso estamos los lectores ¿no?, para aconsejarnos lecturas y descubrir cosas que están ahí para que lo hagamos.

Entonces él la contó un poco por encima de qué trataba esa magnífica novela, o fabula, o cuento para adultos que es “Olvidado Rey Gudú”. Si hacía unos minutos no fue capaz más que sonreírla de vuelta cuando ella se disculpó por chocarse con él, ahora las palabras salían solas, en muchos momentos casi atropelladas. Ella no dejaba de mirarle a los ojos muy atenta y en silencio escuchando todo lo que él la estaba contando, asumiendo sus palabras al mismo tiempo que sostenía en sus con firmeza y confianza el libro. Nunca se había sentido tan escuchado en algo que le hacía tanta ilusión poder demostrar, y nunca se imaginó que podría contar a nadie por petición ajena de qué iba un libro, y mucho menos a una chica en la librería en la que estaba. Hay momentos en los que la fuerza y la determinación que pueden estar ocultas de manera habitual, salen a la luz y son útiles. No supo nunca de dónde le vino toda esa fuerza, donde dejó los nervios, el miedo y la vergüenza para lazarse a hablar con una chica desconocida, con el miedo que eso le había provocado siempre con tan solo imaginarlo. Pero lo estaba haciendo. Le costaba mucho mirar a la chica a los ojos, mantenerla la mirada de manera firme. Ella además no dejó de sonreír en todo momento, lo que le ponía las cosas más complicadas. Cuando terminó su resumen de “Olvidado Rey Gudú” notaba que tenía la boca seca y que las piernas le temblaban. Menos mal que la voz no le tembló salvo al principio de la conversación porque si no las fuerzas se le hubieran venido abajo.

– Pues parece que tiene buena pinta, o al menos parece que a ti te encantó. – Dijo ella.
– No te voy a negar que sí que me gustó. Pero te aseguro que no te defraudaría. Es un buen libro.
– Pues entonces me lo tendré que llevar ¿no? – Dijo al mismo tiempo que ampliaba aún más su radiante sonrisa.

Él viendo que la conversación podía estar a punto de acabar y eso era algo que no quería que ocurriera porque no quería dejar de poder mirarla a los ojos, de contemplar su sonrisa y de estar en su presencia, volvió a sacar fuerzas y valentía y la preguntó:

– ¿Es la primera vez que vienes a esta librería?
– No. Ya había venido un par de veces. Me la recomendó un amigo de la universidad. Casi siempre que he venido me he llevado algún libro.
– Sí, eso es algo que también me pasa a mí. Muchas veces vengo buscando algún libro de un determinado autor y termino llevándome otros de autores completamente diferentes. Estoy como enganchado a esta librería. Me encanta.
– Es un sitio muy poco habitual. A mí también me gusta. – Esto último lo dijo ella mirando alrededor suyo, intentando abarcar son su mirada todo el espacio del local que ocupa la pequeña librería.
– Si me permites decírtelo, eres la primera chica que entra en la librería a la vez que estoy yo dentro. Me parece que voy a tener que venir mucho más a menudo a ver si se repite.

Nada más terminar de decir esto último, temió que hubiera sido demasiado directo y claro y que la conversación tan agradable que hasta entonces habían mantenido se acabara de manera algo brusca y agridulce. Pero ella siguió igual de sonriente. Quizá algo más ruborizada, algo más tímida, ya que su sonrisa pasó de ser amplia y reluciente a más personal e íntima, y su mirada dejó por unos instantes de estar fija en los ojos de él para bajar hasta la portada de “Olvidado Rey Gudú”, que como su propio nombre indica había pasado a un segundo plano en los últimos minutos. Unos segundos después de decir esto, ella contestó, con una voz quizá algo más dulce que antes pero igual de firme y segura, y con un tono que mostraba algo de agradecimiento por la especie de cumplido que le había soltado:

– Cuando yo vengo tampoco suele haber gente de mi edad. Siempre hay gente más mayor que busca en silencio como si temiera molestar a la multitud invisible.

Esta última frase le gustó especialmente. Era muy poética, o eso mismo le pareció a él, aunque muy probablemente era ya el embalsamiento que tenía encima el que le hacía magnificar para bien todo lo que le estaba pasando. Sin embargo, a medida que la conversación fue avanzando entre comentarios algo más triviales e inocuos, aunque llenos de intención por parte de ambos, sobre autores y libros leídos recientemente y comprados en esa misma librería, él se fue dando cuenta que eso tendría que acabar en algún momento, y esto era algo que él no quería que ocurriera. No quería pensar que esa tarde fuera simplemente una tarde, una casualidad que no se volvería a dar, y si se diera no fuera con ella de nuevo sino con otra persona. No quería que esa tarde pasara sin más y acabar la conversación y despedirse él o ella para marcharse y seguir con sus respectivas vidas, la de él anodina y triste seguro, la de ella un completo misterio pero seguramente más interesante y abierta. Por eso aunque el miedo y la vergüenza habían ido desapareciendo a medida que ella respondía con amabilidad, divertida por estar allí hablando con alguien, y sonriéndole haciendo que él se sintiera cómodo y seguro de sí mismo, habían terminado de volver y a agarrarle la boca del estómago y a martillearle la nuca. Sabía que por mucho que le costara tenía que intentar algo más, por eso casi sin pensárselo, o mejor dicho tras haberlo pensado mucho y por no encontrar razón coherente para no hacerlo sino más bien inconvenientes si no lo hacía, terminó por soltar, casi a bocajarro:

– ¿Te apetecería tomarte algo y seguir hablando de libros sentados en alguna de las terrazas de la plaza, para no estar aquí de pie como dos estatuas?

Continuará...

Caronte.

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