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No era la primera vez que iba a esa librería de segunda mano. Ni mucho menos iba a ser la última a partir de aquella tarde. Desde que descubrió en aquella esquina de la Plaza del Dos de Mayo la librería “El Rincón de Lectura”, muchas han sido las tardes que se ha dejado caer por este rincón típico del Madrid más tradicional que últimamente también es el más de moda.
No era la primera vez que iba a esa librería de segunda mano. Ni mucho menos iba a ser la última a partir de aquella tarde. Desde que descubrió en aquella esquina de la Plaza del Dos de Mayo la librería “El Rincón de Lectura”, muchas han sido las tardes que se ha dejado caer por este rincón típico del Madrid más tradicional que últimamente también es el más de moda.
La tarde que
descubrió la que se convertiría con el tiempo en su librería favorita era de
sábado, y había salido a buscar un regalo para una compañera de la universidad
cuyo cumpleaños era el lunes siguiente. Después de haberse recorrido el barrio
de Chueca buscando alguna tienda original y curiosa donde encontrar un regalo
que no se amoldara a lo típico y corriente, y tras haber cruzado las calles de
Hortaleza y Fuencarral sin éxito terminó por adentrarse en el barrio de
Malasaña. Allí ya sí que dio con una tienda en la que pudo encontrar un regalo,
que aunque no era muy original en su forma, al tratarse de una taza para té, sí
pensó que era original en sí mismo.
Una vez había
cumplido su misión aquella tarde, y como se encontraba a gusto dándose una
vuelta solo por el centro de su ciudad, Madrid, decidió seguir descubriendo un
barrio que no había pisado nunca hasta aquella tarde. Suele pasar que aquello
que nunca hacemos de manera habitual sólo somos capaces de hacerlo por nosotros
mismos, sin nadie que nos pueda atar y que nos conduzca siempre por los mismos
lugares, bares, cafeterías, calles y plazas. Se sentía bien dando una vuelta
por un barrio tan moderno y a la vez castizo y tradicional de Madrid. Tiendas
modernas que surten a las últimas tribus urbanas instaladas en la capital de
España se abren paso y comparten calles y plazas con tiendas de toda la vida
que llevan en el barrio instaladas desde que Madrid todavía tenía más aire de
pueblo castellano que de urbe metropolitana, cosmopolita y global.
Muchas veces había
oído hablar a la gente que consideraba guay de la Plaza del Dos de Mayo. Mucho
había leído a consecuencia de ello sobre la plaza y por tanto del barrio donde
se encontraba. Y sin embargo nunca había ido. Nunca se había atrevido a
adentrarse por esas calles con nombres extraños, de santos, santas, animales, y
objetos. Nombres todos ellos de poco glamur, bastante simples si los comparamos
con nombres de calles como Serrano, O’Donnell, Goya o Velázquez. En su paseo
por Malasaña fue descubriendo por primera vez calles como la de la Corredera
Baja de San Pablo, de la Madera, de San Vicente Ferrer o de la Palma. Y también
descubrió la Plaza del Dos de Mayo, con su imponente arco de ladrillo de barro
cocido, de ese color tan de pueblo y tradicional que no es naranja ni tampoco
marrón, simplemente es color ladrillo. Arco que cumple hoy su función como
monumento a los héroes que se levantaron aquel 2 de mayo de 1808 contra el
ocupante francés y que dieron comienzo a la Guerra de la Independencia, delante
del cual hay una estatua blanca que representa a dos de los héroes de aquel día
Daoiz y Velarde.
Entró en la plaza
por la calle de Velarde y se dio de bruces con un espacio abierto con árboles,
terrazas, bancos de madera y de granito, columpios para los niños y zonas de
tierra y ajardinadas. Todavía no había entrado del todo la primavera, o lo
estaba haciendo muy tímidamente, pero la plaza estaba llena de vida. Las
terrazas de todos los bares que jalonan los cuatro lados de la plaza estaban
llenas de murmullos, conversaciones y risas de gente que había decidido empezar
a desinvernar. En Madrid en el momento en el que la luz del sol vuelve a ganar
terreno a la sombra del frío, viejo y cruel invierno, la gente toma las calles
y las hace suyas, las llena de vida y las devuelve ese color y esa vitalidad
que no se encuentran en ninguna otra ciudad del hemisferio norte del planeta.
Iba cargado con la
bolsa que le habían dado en la tienda donde había comprado el regalo para su
compañera de clase, pero eso le daba igual. Decidió darse un par de vueltas por
la plaza para terminar de descubrirla del todo, para que se le grabara en la
retina y pudiera recordarla siempre que pensara en ella. Atravesó las terrazas
de los bares para llegar a la zona donde se encuentra el arco de ladrillo
protegido con una verja de hierro que los niños estaban usando como portería
imaginaria del partido de fútbol que estaban echando, mientras sus padres se
tomaban unas cañas en alguna de las terrazas cercanas, o sus abuelos les veían
jugar desde los bancos de granito que rodean la plaza y entablabann
conversación con otros abuelos o con otras personas que simplemente se han
parado un rato a descansar o a admirar el espectáculo de vida que se estaba
desarrollando en la plaza aquella tarde. Gente de todas las edades y razas
llenaban de manera homogénea la plaza y compartían espacios, bancos y columpios
entre sí. Pensó que más que el centro de Madrid la Plaza del Dos de Mayo podría
ser perfectamente la plaza del cualquier pueblo mediano de España, donde cada
tarde todo tipo de personas, solteros, casados, parejas, grupos de amigos,
padres con sus hijos recién nacidos, monjas del convento cercano, abuelos con
sus nietos pequeños, chavales jóvenes, paseantes con sus perros, se dan cita en
una sinfonía de vida única e irrepetible, formando un cuadro distinto cada día.
Y allí estaba la
librería. Su librería. En una de las esquinas de la plaza, rodeada de bares y
semi-oculta por las terrazas que suelen ponerse delante. Lo primero que vio de
ella fue un pequeño estante de libros fuera de la tienda, con una oferta
escrita rudimentariamente con rotulador sobre un cartón que decía: “1 libro 3
euros; 5 libros 10 euros”. Como un trozo de hierro sería atraído por un imán,
aquella tiendecita que aparentaba más bien poco ejerció de imán sobre él y le
atrajo hasta sus dominios. En el pequeños mostrador de la calle había unos
cuantos libros, variados, todos de segunda mano, algunos parecían muy viejos
por el estado de conservación en el que se encontraban, otros estaban algo
mejor y mostraban mejor cara. Un lector devora libros como era él no podía no
pasar dentro de la tienda, y eso es lo que hizo.
Desde aquel
preciso momento, desde que se deslizó dentro del local de “El Rincón de
Lectura”, supo que no iba a ser la última vez que iba a estar allí. Y así ha
sido. Desde aquel mes de marzo han sido bastantes las ocasiones que se ha
dejado caer por Malasaña, recorrido sus calles tranquilamente para acabar en la
Plaza del Dos de Mayo, más concretamente en una de sus esquinas, y volver a
entrar en su particular templo, donde los dioses que adorar son múltiples, casi
tantos como en la religión Hindú, y cada uno puede ofrecer alguna cosa.
Bastantes han sido también los libros que desde aquella primera vez han caído
en sus manos y ha comprado. Y así seguirá siendo, ya que a un ritmo de un libro
cada semana es imposible que ninguna economía doméstica pueda hacer frente al
gasto que supone la lectura de tal volumen de libros.
Cada vez que ha
ido a esta su librería fetiche y preferida nunca ha ido con la idea de comprar
un libro determinado. Jamás ha salido con ningún libro que pensara de antemano
comprar, sino más bien todo lo contrario. Muchas horas ha pasado en conjunto
dentro de ese pequeño local forrado desde el suelo hasta el techo de
estanterías de madera repletas de libros de izquierda a derecha. Horas que ha
invertido mirando títulos, autores, portadas y ediciones. Horas que ha pasado
en cuclillas cogiendo los libros de los estantes más bajos, cercanos al suelo,
inclinado con la espalda jorobada y que más de una tarde hizo que acabara con
la espalda dolorido, o empinado sobre los dedos de sus pies intentando alcanzar
los libros de los estantes más altos sin subirse al taburete que los dueños de
la librería tienen a disposición de sus curiosos clientes para tal fin. Decenas
habrán sido los libros que en algún momento habrán sido seleccionados para ser
comprados, pero que en el último momento por el descubrimiento de algún otro
libro más deseado han sido dejados de vuelta en su sitio. Cada vez que ha
entrado en esta librería ha sabido siempre cuando lo hacía, pero nunca cuando
iba a salir. En alguna que otra ocasión ha entrado con la luz del sol teniendo
todavía la suficiente fuerza para iluminar la plaza, pero cuando ha salido ya
eran las bombillas de las farolas las que habían tomado el relevo. Sin embargo
lo que no podía esperar encontrar en esta la librería es lo que le pasó una de
las tardes que fue a buscar algún libro que al cogerlo le hiciera sentir que
iba a ser grande y emocionante.
Pocas veces de
todas las que había entrado en la librería había coincidido con una mujer o con
una chica. Por norma general cada vez que estaba dentro buscando algún libro,
dejándose invadir por las almas de cada uno de los volúmenes que descansan en
las estanterías esperando ser escogidos por algún lector intrépido, estaba
solo, o como mucho con otra persona que como él estaba toqueteando libro tras
libro mirando su estado de conservación o buscando ese ejemplar durante tanto
tiempo buscado. Por eso cuando mientras él estaba en cuclillas, agachado
rebuscando entre los ejemplares de Mario Vargas Llosa alguno que le pudiera
interesar, entró en la librería aquella chica, no pudo hacer otra cosa que
sorprenderse y dejar durante unos instantes de centrarse en el libro que tenía
sobre sus manos, “Los cuadernos de Don Rigoberto”, para mirar a esa joven que
cambiaba por completo el paisaje de la librería y añadía, de momento, una
anécdota más a sus visitas a ese pequeño rincón de lectura de la Plaza del Dos
de Mayo.
Continuará...
Caronte.
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