martes, 13 de enero de 2015

Segunda página (Parte I)

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No era la primera vez que iba a esa librería de segunda mano. Ni mucho menos iba a ser la última a partir de aquella tarde. Desde que descubrió en aquella esquina de la Plaza del Dos de Mayo la librería “El Rincón de Lectura”, muchas han sido las tardes que se ha dejado caer por este rincón típico del Madrid más tradicional que últimamente también es el más de moda.

La tarde que descubrió la que se convertiría con el tiempo en su librería favorita era de sábado, y había salido a buscar un regalo para una compañera de la universidad cuyo cumpleaños era el lunes siguiente. Después de haberse recorrido el barrio de Chueca buscando alguna tienda original y curiosa donde encontrar un regalo que no se amoldara a lo típico y corriente, y tras haber cruzado las calles de Hortaleza y Fuencarral sin éxito terminó por adentrarse en el barrio de Malasaña. Allí ya sí que dio con una tienda en la que pudo encontrar un regalo, que aunque no era muy original en su forma, al tratarse de una taza para té, sí pensó que era original en sí mismo.

Una vez había cumplido su misión aquella tarde, y como se encontraba a gusto dándose una vuelta solo por el centro de su ciudad, Madrid, decidió seguir descubriendo un barrio que no había pisado nunca hasta aquella tarde. Suele pasar que aquello que nunca hacemos de manera habitual sólo somos capaces de hacerlo por nosotros mismos, sin nadie que nos pueda atar y que nos conduzca siempre por los mismos lugares, bares, cafeterías, calles y plazas. Se sentía bien dando una vuelta por un barrio tan moderno y a la vez castizo y tradicional de Madrid. Tiendas modernas que surten a las últimas tribus urbanas instaladas en la capital de España se abren paso y comparten calles y plazas con tiendas de toda la vida que llevan en el barrio instaladas desde que Madrid todavía tenía más aire de pueblo castellano que de urbe metropolitana, cosmopolita y global.

Muchas veces había oído hablar a la gente que consideraba guay de la Plaza del Dos de Mayo. Mucho había leído a consecuencia de ello sobre la plaza y por tanto del barrio donde se encontraba. Y sin embargo nunca había ido. Nunca se había atrevido a adentrarse por esas calles con nombres extraños, de santos, santas, animales, y objetos. Nombres todos ellos de poco glamur, bastante simples si los comparamos con nombres de calles como Serrano, O’Donnell, Goya o Velázquez. En su paseo por Malasaña fue descubriendo por primera vez calles como la de la Corredera Baja de San Pablo, de la Madera, de San Vicente Ferrer o de la Palma. Y también descubrió la Plaza del Dos de Mayo, con su imponente arco de ladrillo de barro cocido, de ese color tan de pueblo y tradicional que no es naranja ni tampoco marrón, simplemente es color ladrillo. Arco que cumple hoy su función como monumento a los héroes que se levantaron aquel 2 de mayo de 1808 contra el ocupante francés y que dieron comienzo a la Guerra de la Independencia, delante del cual hay una estatua blanca que representa a dos de los héroes de aquel día Daoiz y Velarde.

Entró en la plaza por la calle de Velarde y se dio de bruces con un espacio abierto con árboles, terrazas, bancos de madera y de granito, columpios para los niños y zonas de tierra y ajardinadas. Todavía no había entrado del todo la primavera, o lo estaba haciendo muy tímidamente, pero la plaza estaba llena de vida. Las terrazas de todos los bares que jalonan los cuatro lados de la plaza estaban llenas de murmullos, conversaciones y risas de gente que había decidido empezar a desinvernar. En Madrid en el momento en el que la luz del sol vuelve a ganar terreno a la sombra del frío, viejo y cruel invierno, la gente toma las calles y las hace suyas, las llena de vida y las devuelve ese color y esa vitalidad que no se encuentran en ninguna otra ciudad del hemisferio norte del planeta.

Iba cargado con la bolsa que le habían dado en la tienda donde había comprado el regalo para su compañera de clase, pero eso le daba igual. Decidió darse un par de vueltas por la plaza para terminar de descubrirla del todo, para que se le grabara en la retina y pudiera recordarla siempre que pensara en ella. Atravesó las terrazas de los bares para llegar a la zona donde se encuentra el arco de ladrillo protegido con una verja de hierro que los niños estaban usando como portería imaginaria del partido de fútbol que estaban echando, mientras sus padres se tomaban unas cañas en alguna de las terrazas cercanas, o sus abuelos les veían jugar desde los bancos de granito que rodean la plaza y entablabann conversación con otros abuelos o con otras personas que simplemente se han parado un rato a descansar o a admirar el espectáculo de vida que se estaba desarrollando en la plaza aquella tarde. Gente de todas las edades y razas llenaban de manera homogénea la plaza y compartían espacios, bancos y columpios entre sí. Pensó que más que el centro de Madrid la Plaza del Dos de Mayo podría ser perfectamente la plaza del cualquier pueblo mediano de España, donde cada tarde todo tipo de personas, solteros, casados, parejas, grupos de amigos, padres con sus hijos recién nacidos, monjas del convento cercano, abuelos con sus nietos pequeños, chavales jóvenes, paseantes con sus perros, se dan cita en una sinfonía de vida única e irrepetible, formando un cuadro distinto cada día.

Y allí estaba la librería. Su librería. En una de las esquinas de la plaza, rodeada de bares y semi-oculta por las terrazas que suelen ponerse delante. Lo primero que vio de ella fue un pequeño estante de libros fuera de la tienda, con una oferta escrita rudimentariamente con rotulador sobre un cartón que decía: “1 libro 3 euros; 5 libros 10 euros”. Como un trozo de hierro sería atraído por un imán, aquella tiendecita que aparentaba más bien poco ejerció de imán sobre él y le atrajo hasta sus dominios. En el pequeños mostrador de la calle había unos cuantos libros, variados, todos de segunda mano, algunos parecían muy viejos por el estado de conservación en el que se encontraban, otros estaban algo mejor y mostraban mejor cara. Un lector devora libros como era él no podía no pasar dentro de la tienda, y eso es lo que hizo.

Desde aquel preciso momento, desde que se deslizó dentro del local de “El Rincón de Lectura”, supo que no iba a ser la última vez que iba a estar allí. Y así ha sido. Desde aquel mes de marzo han sido bastantes las ocasiones que se ha dejado caer por Malasaña, recorrido sus calles tranquilamente para acabar en la Plaza del Dos de Mayo, más concretamente en una de sus esquinas, y volver a entrar en su particular templo, donde los dioses que adorar son múltiples, casi tantos como en la religión Hindú, y cada uno puede ofrecer alguna cosa. Bastantes han sido también los libros que desde aquella primera vez han caído en sus manos y ha comprado. Y así seguirá siendo, ya que a un ritmo de un libro cada semana es imposible que ninguna economía doméstica pueda hacer frente al gasto que supone la lectura de tal volumen de libros.

Cada vez que ha ido a esta su librería fetiche y preferida nunca ha ido con la idea de comprar un libro determinado. Jamás ha salido con ningún libro que pensara de antemano comprar, sino más bien todo lo contrario. Muchas horas ha pasado en conjunto dentro de ese pequeño local forrado desde el suelo hasta el techo de estanterías de madera repletas de libros de izquierda a derecha. Horas que ha invertido mirando títulos, autores, portadas y ediciones. Horas que ha pasado en cuclillas cogiendo los libros de los estantes más bajos, cercanos al suelo, inclinado con la espalda jorobada y que más de una tarde hizo que acabara con la espalda dolorido, o empinado sobre los dedos de sus pies intentando alcanzar los libros de los estantes más altos sin subirse al taburete que los dueños de la librería tienen a disposición de sus curiosos clientes para tal fin. Decenas habrán sido los libros que en algún momento habrán sido seleccionados para ser comprados, pero que en el último momento por el descubrimiento de algún otro libro más deseado han sido dejados de vuelta en su sitio. Cada vez que ha entrado en esta librería ha sabido siempre cuando lo hacía, pero nunca cuando iba a salir. En alguna que otra ocasión ha entrado con la luz del sol teniendo todavía la suficiente fuerza para iluminar la plaza, pero cuando ha salido ya eran las bombillas de las farolas las que habían tomado el relevo. Sin embargo lo que no podía esperar encontrar en esta la librería es lo que le pasó una de las tardes que fue a buscar algún libro que al cogerlo le hiciera sentir que iba a ser grande y emocionante.

Pocas veces de todas las que había entrado en la librería había coincidido con una mujer o con una chica. Por norma general cada vez que estaba dentro buscando algún libro, dejándose invadir por las almas de cada uno de los volúmenes que descansan en las estanterías esperando ser escogidos por algún lector intrépido, estaba solo, o como mucho con otra persona que como él estaba toqueteando libro tras libro mirando su estado de conservación o buscando ese ejemplar durante tanto tiempo buscado. Por eso cuando mientras él estaba en cuclillas, agachado rebuscando entre los ejemplares de Mario Vargas Llosa alguno que le pudiera interesar, entró en la librería aquella chica, no pudo hacer otra cosa que sorprenderse y dejar durante unos instantes de centrarse en el libro que tenía sobre sus manos, “Los cuadernos de Don Rigoberto”, para mirar a esa joven que cambiaba por completo el paisaje de la librería y añadía, de momento, una anécdota más a sus visitas a ese pequeño rincón de lectura de la Plaza del Dos de Mayo.

Continuará...

Caronte.

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