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Ya estaba dicho.
Era la primera vez que se atrevía en serio a proponer algo así a ninguna chica
tras conocerla. Aunque no pasaron muchos segundos hasta la contestación de
ella, para él fueron los segundos más largos que han existido en su vida, casi
equiparables a todos los años que llevaba ya vividos multiplicados por diez y
elevados a la quinta potencia. Ahora cobraba sentido para él la Teoría de la
Relatividad de Einstein. El silencio sin embargo no duró tanto, aunque sí lo
suficiente para que él volviera a notar un cambio en ella. Esta vez, aunque no
dejó en ningún momento de sonreír y de mirarle a los ojos, sí se vio como la
pregunta no la pillaba del todo desprevenida, parecía como si supiera que podía
pasar algo parecido, como si esperara algo así, y por eso también pareció
alagada. Él por el contrario estaba empezando a ponerse rojo. Muy rojo. Empezó
a sentir que la cara le ardía y que sus orejas empezaban a echar humo. Sabía
que eso lo estaba notando ella, pero de todas maneras si quería que esa
conversación durara algo más, o que se pudiera repetir en algún otro momento,
lo que había hecho era lo que tenía que hacer, y el ponerse rojo formaba parte
del ritual y del miedo que sentía a priori. Pero ya estaba hecho. No había
vuelta de hoja. Ella no le dijo que no. Obviamente tampoco le dijo que sí.
– Sería una buena
idea la verdad porque estamos aquí hablando como dos pasmarotes, yo con un libro
que pesa lo suyo en las manos y tú perdiendo el tiempo sin buscar lo que
estuvieras intentando encontrar. Pero he quedado con unas amigas en un rato en
el Conde Duque.
– No estoy
perdiendo el tiempo para nada. Todo lo contrario. Y además uno no siempre
encuentra aquello que busca, y es posible que a veces encontremos lo que no
esperamos.
El no ya lo tenía.
Pero el calor que le había ido subiendo hacia la cara, y el sudor que le
empapaba el cuerpo y las manos iba a seguir un rato. Aunque podría haberse sentido
decepcionado no lo hizo. Ella no fue en ningún momento tajante, es más, cuando
dijo lo de sus amigas, lo dijo como esperando que no hubiera sido así y no
haber quedado con ellas, si es que había un “ellas”. O esto es lo que él quiso
interpretar por el tono con que ella lo dijo, entre cortado y algo
decepcionado, sin duda menos firme que durante todo el tiempo que había estado
hablando con ella. Antes de terminar de despedirse y emprender ella su marcha
de la librería dijo:
– Es posible que
nos volvamos a encontrar otro día. Me he propuesto descubrir nuevos autores y
leer libros más a menudo. Es una cuenta pendiente, como tantas otras. Si
volvemos a coincidir una tarde como ésta seguro que podemos hablar más tiempo y
te podré contar que tal el libro. – Dijo esto mirando la portada de “Olvidado
Rey Gudú”.
– Pues si has
quedado no te voy a molestar más que bastante he hecho ya metiéndome donde no
me llamaban. Si te llevas ese libro seguro que no te arrepientes, y si lo haces
podrás siempre culpar a ese chalado que se te acercó en una librería casi
escondida en lo más recóndito de la Plaza del Dos de Mayo.
– Seguro que sí me
gusta. Y seguro que volvemos a coincidir para poder decirle a ese chalado del
que has hablado que me ha gustado. Voy a darle otra vuelta a las estanterías a
ver si hay algo más que descubrir esta tarde.
– Yo también
recobro mi búsqueda, aunque no creo que encuentre nada más interesante a lo ya
descubierto esta tarde.
Dicho lo cual
empezó a moverse del lugar donde desde que empezaron a hablar ella había estado
inmóvil, mirándole atentamente, escuchándole y sonriéndole. El lugar de donde
él no quería que se moviera. Ambos retomaron la búsqueda de algún libro entre
las estanterías de la librería en el mismo lugar donde la habían dejado. En un
momento dado él se dirigió a la zona de libros de autores extranjeros a
rebuscar entre los ejemplares de uno de sus autores favoritos, Paul Auster, a
ver si encontraba alguno digno de su interés. Esta zona de literatura
extranjera está separada de la iberoamericana por un tabique que hace las veces
de separador de los dos espacios en los que se divide la pared principal de la
librería, y desde un lado no se puede ver lo que pasa al otro. Estando en esa
zona de la librería no podía ver qué estaba ella haciendo al otro lado, ni ella
le podía ver a él. Pero casi mejor así, después de todo, pensó él. ¿Para qué
iba a seguir teniendo presente más que en sus pensamientos a la chica, si quizá
no la iba a volver a ver en su vida?
Pronto volvió a
concentrarse en la búsqueda de algún libro que le interesara, esta vez entre
los autores extranjeros. Por norma general siempre que había ido se había
llevado libros de autores iberoamericanos. Aunque también en alguna ocasión se había
llevado algún ejemplar de John Le Carré, o del ya nombrado Paul Auster. Fue
mientras se ponía de puntillas para alcanzar un ejemplar de este autor
americano cuando volvió a escuchar su voz dirigiéndose a él. Ella tenía ya en
la mano la bolsa marrón de toda la vida que da la librería cuando compras algún
libro, y estaba terminando de pagar:
– Yo ya he acabado
mi búsqueda. Me llevo un par de libros. ¿A ver qué tal?
– Seguro que
tienes buen gusto y los libros que hayas cogido, además de unos privilegiados
por estar en tus manos, te gustarán.
– Y si no me
gustan tendré que repetir la visita esperando volver a encontrar algo
interesante, aunque sea en alguna estantería. Quizá nos veamos alguna otra
tarde si vienes por aquí.
– Tentaré a la
suerte viniendo más a menudo. Tendré que leer más rápido y más libros para
tener que venir más.
– Ha sido un
placer hablar un rato contigo. Adiós.
– Mejor hasta
luego.
Aunque fue él
quien dijo las últimas palabras, fue ella la que se despidió la última, pero no
con palabras sino con una sonrisa más luminosa que la más brillante de todas
las estrellas que haya en el universo. Antes de volver a centrarse en el libro
que tenía en las manos, miró unos segundos por la ventana de la librería,
viendo cómo ella se marchaba quizá para siempre. Pero nunca sería para siempre,
porque desde esa tarde él sabía que ella, sus ojos de un intenso y profundo
color miel y su sonrisa perpetua, habían quedado ya grabados en sus retinas, en
su mente y en su corazón.
Antes de marcharse
de la librería, volvió a pasarse a la zona de literatura de autores
iberoamericanos. Siempre suele darse muchos paseos por dentro de la librería de
un lado para el otro y vuelta a empezar. Puede toquetear varias veces un mismo
libro, parecer que se va a decidir claramente por uno y volver a dejarlo en su
sitio para volver a tomarlo en sus manos y decidir al final llevárselo. De ahí
que se pueda pasar horas allí dentro y perder por completo la noción del
tiempo. De hecho esa tarde que empezó con algo de sol todavía, aunque ya de ese
color que anuncia la pronta despedida del astro rey, ya era noche y las farolas
había teñido de naranja todos los rincones de la Plaza del Dos de Mayo.
Hubo algo que le
llamó la atención de manera muy fuerte, el libro “Olvidado Rey Gudú” de Ana
María Matute que tan solo hacía unos minutos, aunque podía haber sido
perfectamente horas, había estado en las manos de la chica, volvía a estar en
su lugar destacado en la estantería, destacando sobre el resto por su
prominente tamaño. Se quedó completamente desconcertado, anonadado, quizá con
la boca abierta. Parecía que ella se lo iba a llevar. ¿Y si toda la
conversación había sido una farsa? ¿Y si se había quedado con él? Incrédulo
como estaba cogió el ejemplar. Lo sopesó en sus manos un segundo y lo abrió. En
la primera hoja después de la tapa dura de la portada, en la parte superior
derecha de la misma, estaba escrito a mano por los dueños de la librería el
precio de segunda mano, 7 euros. Hasta ahí todo normal. Quizá había alguna tara
en el libro, pensó él. Muchos libros al ser de segunda mano tienen en las
primeras páginas dedicatorias de sus anteriores dueños hacia la persona a la
que había probablemente regalado el libro en primera instancia y que por
diversas vicisitudes de la vida había terminado en una estantería de esa
librería. Quizá simplemente ella era cómo él en esa librería que cogía muchos
libros que parecía que iba a comprar y al final los dejaba todos y compraba
otros completamente distintos.
Pasó la primera
página para ver si la primera idea que le había venido a la cabeza, la de la
tara en el libro en forma de dedicatoria personal de una tercera persona, era
la causa de que ella hubiera dejado el libro en el mismo lugar donde lo había
cogido. Pero en esa segunda página, en la que ponía únicamente el título en
grande de la novela, no sólo estaba dicho título sino también unas palabras
escritas a lápiz sin haber marcado mucho la escritura para que no se notaran
mucho. Podían ser de cualquiera. Como él mismo había comprobado en otros
libros, podían ser del anterior dueño. Pero él sabía que no era así. Eran de
ella. Esas palabras decían:
“No quería fingir haberlo leído pero me ha
gustado hablar con un chalado de esta preciosa historia”
No lo dudó y
aunque ya tenía ese libro, lo compró de nuevo. Ya se inventaría algo para justificar
la absurdez que estaba haciendo ante sus padres. Siempre podría decir que como
le gustó tanto, y viendo que había otro ejemplar en tan buen estado y a tan
buen precio lo había comprado para regalárselo a un compañero de la universidad
cuyo cumpleaños por cierto también estaba a punto de celebrarse. Pero no podía
dejar ese libro ahí. Cuando fue a pagar, con el corazón mucho más acelerado de
lo que sería conveniente por temas de salud, vio como el dependiente que de
manera natural suele estar siempre ensimismado con el ordenador clasificando
nuevos ejemplares de los libros que les van llegando le dijo:
– ¿Parece que es
un libro que te ha gustado mucho no?
Como un imbécil
contestó:
– Lo he visto ahí
tan gordo y me ha llamado la atención.
A lo que el
dependiente volvió a contestar:
– Ya. Pues si te
resulta de provecho esa chica suele venir todos los meses al menos una vez, lo
que pasa que no viene un día determinado a la semana.
– Gracias.
Pagó. Se quedó
mirando desconcertado al dependiente unos segundos, cogió la bolsa con los
libros que había comprado, y recomprado, y salió de la librería todavía
desconcertado por todo lo que acababa de pasar en ella, en aquel rincón
literario de Madrid. No sabía qué pensar de nada de lo que había pasado. Podía ser
perfectamente una broma del destino para reírse de él. Aunque también podía ser
perfectamente la mayor señal y oportunidad que ha tenido en su vida delante de
sus propias narices para haber intentado algo más, si es que había algo más que
poder intentar, con una chica. Y también podía ser un sueño, y nada de lo
vivido en la librería aquella tarde fuera real. No. Sí había sido real. Se
había atrevido a hablarle a una chica desconocida y a mantener una
conversación, a invitarla a tomar algo e incluso a ser algo atrevido lanzándola
indirectas. Pero lo más increíble, o eso al menos pensaba él es que ella había
mantenido la conversación, con lo fácil que hubiera sido decirle que ya había
leído el libro y cortar ahí de raíz todo lo de después. Pero eso no había
pasado.
Como no terminaba
de encajar nada de lo ocurrido decidió darse una vuelta más por Malasaña antes
de subir a la glorieta de Bilbao a coger el autobús que le llevaría a casa.
Mientras estaba paseando, sacó “Olvidado Rey Gudú”, lo abrió por su segunda
página y volvió a leer esas palabras que sabía que ella las había escrito,
pensando quizá que él las leería, o quizá no. También en ese punto había que
dejar al destino su parte de oficio. Lo real era que esa segunda página
existía, y que existiría para siempre.
Y fin.
Caronte.
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