jueves, 15 de enero de 2015

Segunda página (Parte III)

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Ya estaba dicho. Era la primera vez que se atrevía en serio a proponer algo así a ninguna chica tras conocerla. Aunque no pasaron muchos segundos hasta la contestación de ella, para él fueron los segundos más largos que han existido en su vida, casi equiparables a todos los años que llevaba ya vividos multiplicados por diez y elevados a la quinta potencia. Ahora cobraba sentido para él la Teoría de la Relatividad de Einstein. El silencio sin embargo no duró tanto, aunque sí lo suficiente para que él volviera a notar un cambio en ella. Esta vez, aunque no dejó en ningún momento de sonreír y de mirarle a los ojos, sí se vio como la pregunta no la pillaba del todo desprevenida, parecía como si supiera que podía pasar algo parecido, como si esperara algo así, y por eso también pareció alagada. Él por el contrario estaba empezando a ponerse rojo. Muy rojo. Empezó a sentir que la cara le ardía y que sus orejas empezaban a echar humo. Sabía que eso lo estaba notando ella, pero de todas maneras si quería que esa conversación durara algo más, o que se pudiera repetir en algún otro momento, lo que había hecho era lo que tenía que hacer, y el ponerse rojo formaba parte del ritual y del miedo que sentía a priori. Pero ya estaba hecho. No había vuelta de hoja. Ella no le dijo que no. Obviamente tampoco le dijo que sí.

– Sería una buena idea la verdad porque estamos aquí hablando como dos pasmarotes, yo con un libro que pesa lo suyo en las manos y tú perdiendo el tiempo sin buscar lo que estuvieras intentando encontrar. Pero he quedado con unas amigas en un rato en el Conde Duque.
– No estoy perdiendo el tiempo para nada. Todo lo contrario. Y además uno no siempre encuentra aquello que busca, y es posible que a veces encontremos lo que no esperamos.

El no ya lo tenía. Pero el calor que le había ido subiendo hacia la cara, y el sudor que le empapaba el cuerpo y las manos iba a seguir un rato. Aunque podría haberse sentido decepcionado no lo hizo. Ella no fue en ningún momento tajante, es más, cuando dijo lo de sus amigas, lo dijo como esperando que no hubiera sido así y no haber quedado con ellas, si es que había un “ellas”. O esto es lo que él quiso interpretar por el tono con que ella lo dijo, entre cortado y algo decepcionado, sin duda menos firme que durante todo el tiempo que había estado hablando con ella. Antes de terminar de despedirse y emprender ella su marcha de la librería dijo:

– Es posible que nos volvamos a encontrar otro día. Me he propuesto descubrir nuevos autores y leer libros más a menudo. Es una cuenta pendiente, como tantas otras. Si volvemos a coincidir una tarde como ésta seguro que podemos hablar más tiempo y te podré contar que tal el libro. – Dijo esto mirando la portada de “Olvidado Rey Gudú”.
– Pues si has quedado no te voy a molestar más que bastante he hecho ya metiéndome donde no me llamaban. Si te llevas ese libro seguro que no te arrepientes, y si lo haces podrás siempre culpar a ese chalado que se te acercó en una librería casi escondida en lo más recóndito de la Plaza del Dos de Mayo.
– Seguro que sí me gusta. Y seguro que volvemos a coincidir para poder decirle a ese chalado del que has hablado que me ha gustado. Voy a darle otra vuelta a las estanterías a ver si hay algo más que descubrir esta tarde.
– Yo también recobro mi búsqueda, aunque no creo que encuentre nada más interesante a lo ya descubierto esta tarde.

Dicho lo cual empezó a moverse del lugar donde desde que empezaron a hablar ella había estado inmóvil, mirándole atentamente, escuchándole y sonriéndole. El lugar de donde él no quería que se moviera. Ambos retomaron la búsqueda de algún libro entre las estanterías de la librería en el mismo lugar donde la habían dejado. En un momento dado él se dirigió a la zona de libros de autores extranjeros a rebuscar entre los ejemplares de uno de sus autores favoritos, Paul Auster, a ver si encontraba alguno digno de su interés. Esta zona de literatura extranjera está separada de la iberoamericana por un tabique que hace las veces de separador de los dos espacios en los que se divide la pared principal de la librería, y desde un lado no se puede ver lo que pasa al otro. Estando en esa zona de la librería no podía ver qué estaba ella haciendo al otro lado, ni ella le podía ver a él. Pero casi mejor así, después de todo, pensó él. ¿Para qué iba a seguir teniendo presente más que en sus pensamientos a la chica, si quizá no la iba a volver a ver en su vida?

Pronto volvió a concentrarse en la búsqueda de algún libro que le interesara, esta vez entre los autores extranjeros. Por norma general siempre que había ido se había llevado libros de autores iberoamericanos. Aunque también en alguna ocasión se había llevado algún ejemplar de John Le Carré, o del ya nombrado Paul Auster. Fue mientras se ponía de puntillas para alcanzar un ejemplar de este autor americano cuando volvió a escuchar su voz dirigiéndose a él. Ella tenía ya en la mano la bolsa marrón de toda la vida que da la librería cuando compras algún libro, y estaba terminando de pagar:

– Yo ya he acabado mi búsqueda. Me llevo un par de libros. ¿A ver qué tal?
– Seguro que tienes buen gusto y los libros que hayas cogido, además de unos privilegiados por estar en tus manos, te gustarán.
– Y si no me gustan tendré que repetir la visita esperando volver a encontrar algo interesante, aunque sea en alguna estantería. Quizá nos veamos alguna otra tarde si vienes por aquí.
– Tentaré a la suerte viniendo más a menudo. Tendré que leer más rápido y más libros para tener que venir más.
– Ha sido un placer hablar un rato contigo. Adiós.
– Mejor hasta luego.

Aunque fue él quien dijo las últimas palabras, fue ella la que se despidió la última, pero no con palabras sino con una sonrisa más luminosa que la más brillante de todas las estrellas que haya en el universo. Antes de volver a centrarse en el libro que tenía en las manos, miró unos segundos por la ventana de la librería, viendo cómo ella se marchaba quizá para siempre. Pero nunca sería para siempre, porque desde esa tarde él sabía que ella, sus ojos de un intenso y profundo color miel y su sonrisa perpetua, habían quedado ya grabados en sus retinas, en su mente y en su corazón.

Antes de marcharse de la librería, volvió a pasarse a la zona de literatura de autores iberoamericanos. Siempre suele darse muchos paseos por dentro de la librería de un lado para el otro y vuelta a empezar. Puede toquetear varias veces un mismo libro, parecer que se va a decidir claramente por uno y volver a dejarlo en su sitio para volver a tomarlo en sus manos y decidir al final llevárselo. De ahí que se pueda pasar horas allí dentro y perder por completo la noción del tiempo. De hecho esa tarde que empezó con algo de sol todavía, aunque ya de ese color que anuncia la pronta despedida del astro rey, ya era noche y las farolas había teñido de naranja todos los rincones de la Plaza del Dos de Mayo.

Hubo algo que le llamó la atención de manera muy fuerte, el libro “Olvidado Rey Gudú” de Ana María Matute que tan solo hacía unos minutos, aunque podía haber sido perfectamente horas, había estado en las manos de la chica, volvía a estar en su lugar destacado en la estantería, destacando sobre el resto por su prominente tamaño. Se quedó completamente desconcertado, anonadado, quizá con la boca abierta. Parecía que ella se lo iba a llevar. ¿Y si toda la conversación había sido una farsa? ¿Y si se había quedado con él? Incrédulo como estaba cogió el ejemplar. Lo sopesó en sus manos un segundo y lo abrió. En la primera hoja después de la tapa dura de la portada, en la parte superior derecha de la misma, estaba escrito a mano por los dueños de la librería el precio de segunda mano, 7 euros. Hasta ahí todo normal. Quizá había alguna tara en el libro, pensó él. Muchos libros al ser de segunda mano tienen en las primeras páginas dedicatorias de sus anteriores dueños hacia la persona a la que había probablemente regalado el libro en primera instancia y que por diversas vicisitudes de la vida había terminado en una estantería de esa librería. Quizá simplemente ella era cómo él en esa librería que cogía muchos libros que parecía que iba a comprar y al final los dejaba todos y compraba otros completamente distintos.

Pasó la primera página para ver si la primera idea que le había venido a la cabeza, la de la tara en el libro en forma de dedicatoria personal de una tercera persona, era la causa de que ella hubiera dejado el libro en el mismo lugar donde lo había cogido. Pero en esa segunda página, en la que ponía únicamente el título en grande de la novela, no sólo estaba dicho título sino también unas palabras escritas a lápiz sin haber marcado mucho la escritura para que no se notaran mucho. Podían ser de cualquiera. Como él mismo había comprobado en otros libros, podían ser del anterior dueño. Pero él sabía que no era así. Eran de ella. Esas palabras decían:

No quería fingir haberlo leído pero me ha gustado hablar con un chalado de esta preciosa historia

No lo dudó y aunque ya tenía ese libro, lo compró de nuevo. Ya se inventaría algo para justificar la absurdez que estaba haciendo ante sus padres. Siempre podría decir que como le gustó tanto, y viendo que había otro ejemplar en tan buen estado y a tan buen precio lo había comprado para regalárselo a un compañero de la universidad cuyo cumpleaños por cierto también estaba a punto de celebrarse. Pero no podía dejar ese libro ahí. Cuando fue a pagar, con el corazón mucho más acelerado de lo que sería conveniente por temas de salud, vio como el dependiente que de manera natural suele estar siempre ensimismado con el ordenador clasificando nuevos ejemplares de los libros que les van llegando le dijo:

– ¿Parece que es un libro que te ha gustado mucho no?

Como un imbécil contestó:

– Lo he visto ahí tan gordo y me ha llamado la atención.

A lo que el dependiente volvió a contestar:

– Ya. Pues si te resulta de provecho esa chica suele venir todos los meses al menos una vez, lo que pasa que no viene un día determinado a la semana.
– Gracias.

Pagó. Se quedó mirando desconcertado al dependiente unos segundos, cogió la bolsa con los libros que había comprado, y recomprado, y salió de la librería todavía desconcertado por todo lo que acababa de pasar en ella, en aquel rincón literario de Madrid. No sabía qué pensar de nada de lo que había pasado. Podía ser perfectamente una broma del destino para reírse de él. Aunque también podía ser perfectamente la mayor señal y oportunidad que ha tenido en su vida delante de sus propias narices para haber intentado algo más, si es que había algo más que poder intentar, con una chica. Y también podía ser un sueño, y nada de lo vivido en la librería aquella tarde fuera real. No. Sí había sido real. Se había atrevido a hablarle a una chica desconocida y a mantener una conversación, a invitarla a tomar algo e incluso a ser algo atrevido lanzándola indirectas. Pero lo más increíble, o eso al menos pensaba él es que ella había mantenido la conversación, con lo fácil que hubiera sido decirle que ya había leído el libro y cortar ahí de raíz todo lo de después. Pero eso no había pasado.

Como no terminaba de encajar nada de lo ocurrido decidió darse una vuelta más por Malasaña antes de subir a la glorieta de Bilbao a coger el autobús que le llevaría a casa. Mientras estaba paseando, sacó “Olvidado Rey Gudú”, lo abrió por su segunda página y volvió a leer esas palabras que sabía que ella las había escrito, pensando quizá que él las leería, o quizá no. También en ese punto había que dejar al destino su parte de oficio. Lo real era que esa segunda página existía, y que existiría para siempre.

Y fin.

Caronte.

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