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(Sigue de la anterior entrada)
El alba llegó y
con ella la luz empezó a entrar en mi habitación, aunque todavía con muy poca
fuerza no sólo porque el sol estaba apenas asomando por el horizonte, sino
también porque suelo dormir lo más a oscuras posible para que ninguna luz de la
noche, luz artificial se entiende, me pueda molestar e impedir aún más el poder
conciliar el sueño. Como tampoco soy de los que se está en la cama dando
vueltas por las mañanas, y tampoco me iba a dormir siendo ya tan temprano como
era, al final decidí levantarme. Eran poco más de la ocho de la mañana, hacía
por tanto poco más de tres horas que había recibido la llamada de mi amigo, y
todavía pensaba en ella con desasosiego. Quería que llegara la hora en la que
había quedado en el Café Comercial con él para poder hablar cara a cara e
intentar por todos los medios hacerle entrar en razón, ayudarle todo lo posible
y evitar que siguiera en ese estado de ansiedad y agobio en que le había notado
por teléfono. Mientras desayunaba pensé en que muy probablemente mi amigo no
habría dormido absolutamente nada. Suele pasar cuando se le da vueltas de
manera incansable a una cosa o idea que no podemos quitarnos de nuestros
pensamientos, de nuestra cabeza, esa cosa o idea hasta que no la hablamos con
otra persona sobre ello, o si no se da el caso, hasta que pasa el suficiente
tiempo como para que esa cosa o idea desaparezcan por sí solas.
Pensé que el día
se me iba a hacer mucho más largo de lo que al final fue. Supongo que el tener
en la cabeza la situación de mi amigo ayudó en parte a que no tuviera en mente
el sopor de los primeros días de verano, digo de manera oficial, porque con
calor llevábamos ya bastantes más días de los que el calendario llama verano.
Entre unas cosas y otras, recados que hacer, libros que leer, un cuadro que
pintar y varios artículos que escribir, junto con el tiempo dedicado a la
comida y la siesta posterior (hablo de siesta por decir algo porque también
llevo años sin dormirme después de comer), dieron las seis de la tarde, hora
límite que me había auto impuesto para salir de mi casa y llegar a la cita en
el Café Comercial con tiempo de sobra para ser yo quien esperara, y por qué no
decirlo, también porque siempre me ha gustado llegar el primero a las citas con
mis amigos, o con mi familia, o con mi novia el día que la tenga. Además el
Café Comercial es un sitio al que tengo mucho cariño porque sigue siendo uno de
los pocos reductos que hay en la ciudad donde uno puede ir solo y pasar
totalmente desapercibido, a leer o incluso como en varias ocasiones he hecho a
escribir o tomar notas para posibles relatos, cuentos o historias. Sigo
buscando esa gran idea que me lleve a escribir una novela completa.
De mi casa al Café
Comercial hay unas cuantas paradas de metro separadas también por un trasbordo
lo suficientemente largo como para constituir por sí solo una odisea
independiente. Se tarda, si se consigue coger el metro bien y no eternizarse en
los andenes del infierno esperando, unos cuarenta minutos. Si uno no tiene la
tarde, o la mañana, puede tardar hasta casi una hora en llegar. La boca de
metro está prácticamente en la puerta del café. Cuando llegué la terraza estaba
repleta de gente, turistas los menos, sobre todo adultos de mediana edad
sentados tranquilamente al frescor de los ventiladores de vapor charlando de
temar variados y parejas, también había algún valiente solitario en una mesa
situada en uno de los extremos del café. Yo me dirigí directamente dentro del
Café. Para hablar con calma y tranquilidad, sin gafas de sol que protejan los
ojos del inclemente sol urbano que se gasta el mes de junio en esta ciudad, es
el mejor lugar. Además era dentro donde había quedado con mi amigo.
De un primer
vistazo me di cuenta que no había llegado todavía, luego como había planeado
era el primero. El interior del café no estaba demasiado abarrotado de gente.
Había por ser sábado una tertulia literaria, no recuerdo muy bien cuál era el
tema que logré adivinar por encima del murmullo típico de un café, pero sin
duda debía versar sobre escritores americanos contemporáneos. Para mis adentros
pensé que no era mal tema de tertulia, y que dependiendo del gusto de cada
lector podría dar para confrontar muchas ideas y visiones literarias. Decidí
sentarme en un rincón del local en una zona en la que no había mucha gente para
así poder hablar con tranquilidad con mi amigo sin que conversaciones ajenas
nos hicieran levantar demasiado la voz. Me senté de espaldas a la pared forrada
de espejos mirando hacia el resto del café. Desde esa posición podía controlar
casi todas las mesas y por supuesto la entrada por la que suponía no tardaría
en entrar mi amigo. Mientras esperaba su llegada pedí un café vienés, saqué mi
cuaderno de notas y escribí varias reflexiones e ideas que se me habían pasado
por la cabeza yendo hacia el café.
No tuve que
esperar demasiado tiempo. Poco después de que el camarero que me había tomado
nota me hubiera traído el café, apareció por la puerta mi amigo. Le hice una
señal con la mano para que me viera y pudiera venir hacia la mesa en la que
estaba. Voy a decir la verdad: mi amigo no tenía muy buena pinta, no se le veía
lleno de ánimos ni ganas de estar allí probablemente. Pero allí estaba. Se
acercó sin prisa hacia la mesa donde me encontraba, quitándose las gafas de sol
y llevándolas en la mano. Al llegar a la mesa yo me levanté para saludarle, le
di la mano y un abrazo como suelo hacer con esos amigos que de verdad merecen
la pena, y también en parte porque sabía que él ese día lo necesitaba. Tras
saludarnos empezamos a hablar y así lo primero que le dije fue:
– ¿Qué tal? ¿Cómo
has pasado el día?
– Pues bueno, ha
pasado simplemente.
– No tienes
tampoco muy mala cara.
– La de siempre,
eso no creo que cambie nunca.
– Es cierto. ¿Qué
vas a querer tomar?
– Nada.
– Venga hombre no
me vengas con esas. Pídete un café, o una cerveza con limón, o un refresco.
– Si es que no me
apetece nada.
– Pues entonces si
quieres nos vamos y adiós muy buenas.
– Bueno. Me tomo
una caña con limón.
– Perfecto. ¿Cómo
estás de ánimos?
– Mal.
– ¿Pero mal por
qué? Ayer tuviste la cena de graduación. Se supone que tenías muchas ganas de
ir.
– Sí. Pero luego
allí las cosas empezaron a torcerse un poco, y luego con la fiesta en la
discoteca..., al final terminó la cosa mal cuando me fui para mi casa.
– ¿Al final fuiste
a la discoteca? Creía que no querías ir.
– Y no quería pero
como siempre pasa los planes cambian sin tener nunca en cuenta la opinión de
los demás.
– No te entiendo.
Anda cuéntame desde el principio cómo fue todo, así podré ayudarte mejor.
Intenta decirme todo lo que se te pase por la cabeza, eso ayuda a uno de
desahogarse.
– Pues nada. El
día comenzó muy bien. Salí a correr y todo.
– Joder pues ya
hay que tener ganas para eso sabiendo que ibas a trasnochar bastante.
– Ya, pero correr
me relaja bastante. Por eso ayer por la mañana me fui a correr. Cuando terminé
llamé a un amigo para ver si quería que me pasara por la tarde a por él y su
novia e ir los tres en mi coche, ya que me pillaba de camino sin casi
desviarme. En el fondo lo hacía no por hacer de buen amigo y por ser algo
normal, sino también por no ir solo hasta el restaurante donde se iba a
celebrar la cena.
– ¿Y por qué no
querías ir solo? No creo que hubiera sido nada raro.
– Si no es porque
me pareciera raro, sino porque no quería llegar, no conocer a nadie, quiero
decir, no poder estar allí con nadie esperando a que llegaran mis amigos, y
estar allí solo como marginado sin hablar con nadie y sin relacionarme con
nadie. Por eso quería ir con alguien a la cena, para sentirme algo más normal.
– Te entiendo,
aunque creas que no.
– Sigo. Como te
decía el día se pasó muy bien y rápido para lo que yo pensaba. Casi sin darme
cuenta llegó el momento de ducharme, vestirme y prepararme para ir a por mi
amigo y su novia. Hice todo esto y tras recogerlos no demasiado lejos de la
estación central nos fuimos hacia el restaurante siguiendo los túneles del río
y luego la carretera del noroeste. Llegamos puntuales a la hora que nos habían
dicho que estuviéramos allí, es más quizá llegamos unos minutos antes. Aparqué
un poco retirado del restaurante y fuimos dando un paseo, bajo un sol
abrasador, hasta el sitio. Todo muy normal. Me sentía muy cómodo y a gusto,
incluso diría que feliz.
>> Al llegar
al restaurante pasamos al jardín donde se iba a realizar el cóctel y....
– Os dieron cóctel
y todo, ¡qué nivel! Cómo se nota que sois ya prácticamente ingenieros. Menudo
pijo te estás volviendo, no sé si debo seguir quedando contigo siendo yo tan
poco digno de la presencia de alguien como tú.
– ¿Sí, no? O eso,
o empezamos a quedar en lugares más apropiados a mi estatus.
– ¿Qué tiene de
malo esté café? Que sepas que es el más antiguo de la ciudad.
– Lo sé, lo sé.
Sólo bromeaba.
– Pues yo no.
– Ya seguro. Bueno
como te decía. Al llegar al jardín todavía no había casi nadie, bueno estaba el
delegado y compañía, la creme de la creme vamos, saludamos por cortesía y nos
dirigimos hacia una zona algo alejada de la entrada para no estorbar y para no
estar donde todos los pelotas y pijos de verdad irían llegando. Estuvimos
esperando, mi amigo, su novia y yo charlando animadamente y muy a gusto, hasta
que volvieron a aparecer caras conocidas por la entrada al restaurante. Legaron
entonces los tres amigos que quedaban por llegar. Ni que decir tiene que todos
íbamos con nuestras mejores galas. Hasta yo me había comprado un disfraz
apropiado para no desentonar, y la verdad es que no desentoné porque era de los
pocos que llevaba pantalón claro, y mi americana era la única con coderas de
todas las que había.
– Vamos, ibas para
haberte echado una foto y enmarcarla. Lo único que deberán empezar a
acostumbrarte a esos “disfraces” como tú los llamas porque los vas a tener que
vestir más a menudo.
– Entonces ya no
serán disfraces.
– Menudo hipócrita
estás hecho.
– ¿Por qué?
– Por lo que
acabas de decir.
– No estoy de
acuerdo contigo. Ayer yo iba disfrazado porque llevaba un tipo de ropa que no
me he puesto nunca. Sólo dos veces antes había llevado una chaqueta o americana
puesta: en mi comunión y en una obra de teatro. Y que yo sepa cuando uno viste
de manera diferente a como lo hace durante la mayor parte del año se dice que
va disfrazado. Es como en carnavales. ¿O tú en carnavales vistes como lo haces
a diario?
– No, claro.
– Pues ahí está la
explicación. La ropa que llevé ayer, y la que llevaron la mayor parte de mis
compañeros de clase, eran disfraces. Y yo decidí ser el payaso más original,
que para eso estamos.
– Está hablando tu
resentimiento hacia la carrera.
– También puede
ser.
– Anda sigue
contando, que no acabamos.
– Si no me
interrumpieras...Durante el cóctel estuvimos todos muy a gusto, muy bien en un
rincón del patio en corrillo entre nosotros. Se nos acercó un profesor y todo a
conversar un poco con nosotros. Fue algo agradable estar en un ambiente tan
distendido, aunque no todos los profesores hacían lo mismo, la mayoría hablaban
entre ellos o con sus estudiantes palmeros, esos que babean a su paso y pierden
casi toda su dignidad, si es que tienen alguna, haciendo la pelota para
conseguir un extra en la nota final de la asignatura. Nada nuevo, tampoco te
vayas a creer que esto lo descubrí ayer. El cóctel se excedió de tiempo y al
final pasamos a cenar propiamente dicho como media hora más tarde de lo
planeado, aunque con la cantidad de canapés que me había comido, yo casi había
cenado ya. Pero vamos para el riñón que nos costó la cena, o la broma según
cómo se mire, comí poco....y mal.
>> Pasamos
al comedor y buscamos una mesa donde sentarnos los seis que éramos, hubiéramos
sido ocho pero dos amigos no vinieron, uno porque dijo que cincuenta euros eran
una barbaridad, algo por lo que le di la razón, el otro porque decía que era un
paripé ir para estar solo con nosotros y que para eso íbamos a un sitio solos.
Este último argumento sí que no lo compartí porque me parece falto de
sustancia; es cierto que estar lo que se dice estar juntos estuvimos los mismos
que llevamos estando juntos seis años en clase, pero yo al menos hablé con más
gente y, aunque sí puedo aceptar que hice el paripé estuve con el resto de
compañeros, muchos de los cuáles prefiero no volver a ver en mi vida por no
compartir su forma de ser ni en un uno por ciento. Pero aislarse del mundo y
vivir amargado tampoco es una opción que quiera en mi vida. Al final eché de
menos a estos dos amigos, pero cada uno tiene sus razones, las de verdad y las
de mentira, y yo no soy nadie para hacerlas cambiar.
– Tampoco deberías
ser nadie para juzgar dichas razones, ¿no?
– No estoy
juzgando.
– ¿Ah, no?
– Para nada. No he
hecho nada que conmigo no se haya hecho.
– Pero entonces
asumes que estás juzgando la decisión de tus amigos.
– No estoy
juzgando, simplemente estoy dándote mi opinión sobre lo que mis dos amigos
dijeron para no ir a la cena. Si hubiera juzgado hubiera terminado con una
sentencia, positiva o negativa con respecto a esas razones o motivos, porque si
no te hubiera dicho que me parece totalmente aceptable y legítimo decir que no
pagas cincuenta euros por una cena, pero que me parece poro decente decir que
no vas a una cena por la gente que va pero que si hubiéramos querido hacer una
cena de manera independiente sí que te apuntas. Esto sí sería juzgar.
– Bueno, bueno.
Caronte.
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