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Él estaba
alucinando. La mujer no es que durmiera, es que se estaba pegando la sobada
padre, pensó él. Estaba totalmente recostada sobre el asiento del avión con una
revista de esas que muestran el catálogo de productos alimenticios, cosméticos
y perfumes que todos las compañías aéreas llevan a bordo y que todo el mundo
ojea pero que muy poca gente acaba comprando nada de lo allí anunciado, si
acaso y como mucho un refresco servido en unas mini latas de hojalata que son
muy curiosas pero nada más, porque el timo está asegurado, sobre las manos.
Supuso que la tediosa lectura de la revista había provocado esa situación de
dejarse llevar por los designios de Morfeo, o eso o que la pobre señora también
estaba harta de los dos críos. Porque a todo esto el otro niño, algo más mayor
que el de las patadas voladoras, seguía jugando con algún videojuego en la
maquinita que no había soltado en toda la mañana, y ahora además llevaba puesto
unos cascos de música con lo que su separación del mundo real era total.
Pero de toda la
situación absurda que estaba viendo lo que más se le quedó marcado fue la
placidez con que la señora dormía. “Está en el paraíso”, pensó él. A parte de
tener la revista abrazada sobre su enorme barriga, aunque él pensó que podrían
ser perfectamente sus enormes pechos, como si se tratara de ese peluche de la
infancia que durante tantas noches suele acompañarnos, tenía la cabeza ladeada
hacia su derecha y la boca totalmente abierta, tanto que un fino hilo de baba
estaba empezando a deslizarse por su enorme papada. De vez en cuando la señora
daba una especie de estertor, como si se ahogara, entre ronquido y respiración
fuerte, como para recobrar fuerzas y seguir navegando por los sueños que la
embargaran. “Cualquiera despierta a este Moby Dick varado en la playa de
Morfeo”, se dijo él a sí mismo, pensado qué hacer para despertar a la señora y
que parara al maléfico crío y admirando la indefinible escena que tenía delante
de él: un niño huido del mundo jugando con una maquinita, otro dando patadas
contra un asiento molestando descaradamente al ocupante de dicho asiento, y una
mujer que se supone debía controlar a esos dos mocosos durmiendo plácidamente
totalmente recostada en el asiento del avión. Era sin duda la escena más
surrealista que él había vivido en su vida. Y mientras tanto Anna y Javier
seguían a lo suyo: reírse de la situación tan embarazosa en la que él estaba.
– Sí, sí reíros
ahora que podéis. – Les dijo a ambos, más mirando a Anna que a Javier, ya que
ella reía de una manera más directamente dirigida hacia él, como queriendo
decirle que le hacía mucha gracia la situación en la que se encontraba. – Pero
me hubiera gustado que esto mismo os hubiera pasado a vosotros. Especialmente a
ti que tanto te ríes. – Añadió esto último mirando a Anna y, como rendido ante
la evidencia, esbozando una pequeña sonrisa de derrota total y absoluta ante
una situación irreverente a más no poder.
Les dejó a los dos
riéndose y hablando de nuevo de sus cosas, y él se volvió a mirar al trío que
tenían detrás. Tenía la intención de dirigirse a la señora, intentar
despertarla lo más sutilmente posible, o intentar hacer lo posible para que
fuera ella misma la que terminara por despertarse como por arte de magia.
Intentó chistarla un poco “chsssst, chsssst”, pero era inútil, la mujer estaba
profundamente dormida. “Va a ser una tarea ardua”, pensó para sí mismo al mismo
tiempo que intentaba buscar alguna otra manera de traer de vuelta del mundo de
Morfeo a la mujer. Decidió llamarla, “señora”, “señora”, pero nada ocurria ni
se advertía en el rostro de la mujer. “¿Señora me escucha?”, intentó por última
vez. Mientras hacía esto el crío de las patadas le miraba riéndose, tranquilo,
sin dar patadas, esperando a que él se cansara y diera la misión por imposible.
– A ver chaval, lo
he intentado por las buenas, o te sientas tranquilito o llamo al comandante del
avión para que te lance por la puerta al vacío, total no creo que la humanidad
se vaya a perder mucho, como mucho un campeón olímpico de taekwondo.- Había
decidido volver a cambiar la estrategia y volvió a dirigirse al chaval que no
mutaba su cara de pillo y que parecía decir que le daba igual lo que ese hombre
le dijera que iba a seguir haciendo de las suyas a menos que la mujer hiciera
algo. – Así que no te lo digo más. – Tras esto volvió a su asiento y a calmarse
un poco.
Pero poco duró la
calma. Nada más volver él a sentarse bien en el asiento y a pensar en sus
propias cosas otra vez comenzaron las patadas y los “toma”. Ahora ya sí que no
esperó por si acaso el mocoso dejaba de hacerlo. Se volvió a levantar y antes
de que la ira le venciera intervino Anna, que aunque mantenía la sonrisa vio
cómo él estaba ya desesperado por la situación y no sabía cómo controlarla ni
qué hacer para que aquello terminara bien si parecía preocupada por el cariz
que aquello estaba tomando.
– Espera, anda
déjame a mí que tú ya estás muy alterado por culpa de este chavalín. – Le dijo
ella poniendo su mano sobre la de él que estaba cerrada con bastante presión,
tanta que se le marcaba la sangre en los nudillos.
– ¿Qué vas a hacer
Anna? La mujer está totalmente dormida y no reacciona cuando se la llama. Y
tampoco quiero moverla ni hacerla nada para que al despertar no piense que soy
un descarado. – Dijo él, angustiado por no saber qué hacer.
– Perdona chaval,
– se dirigió al tercero en discordia, al chico que estaba con los cascos
ensimismado en su mundo y jugando con la maquinita a algún videojuego no apto
para su edad pero que sus padres le compraría para que no les diera el coñazo
en casa – ¿le puedes decir, a tu mamá, o a tu abuela, que se despierte, que
tengo que decirla una cosa?
– Sí claro señora.
– Dijo el chaval con unos modales que ninguno esperaba encontrar en el niño.
Inmediatamente el
chaval dejó sobre la bandeja del asiento la consola, se quitó los cascos y con
una delicadeza que tampoco ni Anna ni él esperaban empezó a llamar a la mujer,
que resultó ser su tía, con un tono de voz muy suave, casi cariñoso, y a darla
pequeños golpecitos en el hombro. Como veía que no reaccionaba, el chaval subió
un poco más el tono y en vez de dar golpecitos ahora la movía claramente para
despertarla. Ahora sí volvió de las profundidades del sueño, volvió al presente
al mundo real, el de las personas de carne y hueso.
– ¿Qué quieres
Aitor? ¿Hemos llegado ya? – Preguntó la señora.
– No tía, es que
esta señorita quiere hablar contigo de algo. – Le contestó el niño, que
inmediatamente después de haber cumplido su cometido, volvió con lo que estaba
haciendo, a saber, jugar con la consola y escuchar música en los cascos, no sin
antes dirigir a Anna una sonrisa de niño educado y bueno.
– Ah, hola.
¿Quería hablar conmigo? – Pregunto la señora mirando a Anna más que a otra
persona, casi ignorándole a él, que estaba justo a su lado, pero con el gesto
torcido y con cara de muy pocos amigos.
– Sí, mire me
presento soy Anna y este de aquí mi acompañante de viaje. No he querido
despertarla yo misma porque me parecía algo muy brusco y fuera de lugar, pero
es que su sobrino pequeño – dijo Anna a la vez que le lanzaba al susodicho una
mirada de misericordia que ni una santa hubiera puesto – lleva molestando a mi
acompañante unos cuantos minutos, dando patadas al asiento y no dejándole
terminar el vuelo en calma.
- ¡Cómo! ¿Jon, has
estado dando patadas al asiento del señor? – Interpeló la señora al crío de las
patadas, que ahora ya no miraba desafiante a nadie, porque había agachado la
cabeza intentando evitar el temporal de reproches que se avecinaba. – Jon,
¡contesta! – Volvió a decir la señora tras un breve silencio en espera de la
respuesta del niño, que seguía mudo, a pesar de que se había levantado un poco
la voz.
– No es preciso
que le regañe señora, con que lo que quede de vuelo no lo vuelva a hacer es
suficiente. Seguro que no tenía intención de molestar. Son cosas de críos. –
Dijo Anna ante el asombro de su acompañante que la miró como diciendo que no,
que lo que el crío necesitaba era una buena colleja que le corrigiera su
comportamiento antisocial.
– Si el problema
es que no es la primera vez que hace estas cosas este niño. Si ya se lo digo yo
a mi hermana, que hay que meterle en vereda, que es un travieso de mucho
cuidado, que la lía allá donde vamos. Pero ella ni caso. – Empezó a explicarse
la señora entre cansada ya de tantas veces que tiene que dar la cara por su
sobrino y enfadada consigo misma por no haber estado despierta y haber evitado
el espectáculo de las patadas. – Jon pide perdón al señor, que le has estado
molestando. – Pero Jon no reaccionaba, seguía con la cabeza gacha mirándose las
manos que tenía juntas como esperando que acabara la reprimenda para salirse
con la suya. – Me has oído Jon, ¡que le pidas perdón al señor! – Ya la señora
no podía aguantar más el silencio y la inmovilidad del chaval y le zarandeó un
poco.
– No se preocupe
señora, que tampoco ha sido para tanto. Casi podría decirse que ha sido un
masaje. No le regañe más, con que no lo haga más le doy por disculpado. –
Intervino él, viendo que si no lo hacía la mujer podría terminar por darle al
crío una bofetada y tampoco era para eso según él.
– Discúlpeme
caballero. De veras que lo siento. No se preocupe que no le va a molestar más
durante lo que quede de vuelo, que parece que ya no es mucho. Y vuelvo a
pedirle perdón. – Dijo la señora mirándole. – Y en cuanto a ti jovencito en
cuanto veamos a tu padre en Viena te vas a enterar de lo que es bueno. Se te
van a quitar las ganas de hacer el gamberro durante una buena temporada. –
Añadió esto último dirigiéndose al crío que seguía como una estatua mirándose
las manos y mudo como un muerto.
Vuelto todo a la
normalidad él le preguntó a Anna en voz baja para que ni Javier, que se había
puesto a leer un pequeño libro en cuya portada se podía leer “El Rey Lear” de
Shakespeare, ni la señora gorda de la fila de atrás, tía del crío de las
patadas y del que no se separa de la consola ni a tiros, pudieran escucharles.
– ¿Por qué no me
has dejado a mí decirle a la señora lo que pasaba? – Le preguntó él.
– Porque te
estabas poniendo como un basilisco y muy probablemente no hubieras mantenido
las formas necesarias para tratar cosas de crío. – Le contestó Anna.
– ¡Que no hubiera
mantenido las formas!, ¿pero cuándo he perdido yo las formas? Además no
entiendo que hayas quitado hierro al asunto de las patadas del crío, cuando has
visto los arreos que pegaba contra el asiento. Poco más y lo arranca de cuajo.
– Pero que
exagerado eres de verdad. Primero eran patadas normales no las eleves a golpes
maestros de taekwondo porque si quieres un día de hago una demostración de lo
que es una patada fuerte. Segundo no me tires de la lengua porque si quieres
que te enumere las veces en que conmigo delante has perdido algo las formas por
asunto menos graves que el que acaba de pasar, necesitaríamos que este vuelo
vaya hasta Sídney para acabar. Y tercero si le quito hierro al asunto es porque
quizá no era para tanto, lo que pasa es que siempre te enervas con cosas sin
demasiada importancia. Es un crío que no tendrá ni cinco años, su tía estaba
dormida y su hermano pasa de él, ¿qué quieres que hiciera, ponerse a leer a Javier
Marías? – Contestó ella, pasando de la seriedad el principio, a esbozar al
decir lo último la sonrisa irónica y socarrona que tanto le gustaba a él.
– Como te gusta
picarme Anna. Un día en vez de seguirte la corriente me voy a cabrear de
verdad. – Apuntó él, mirándola fijamente a los ojos.
– ¡Anda cállate ya
tontorrón!, y disfruta de lo poco que queda de vuelo que ya debemos estar
llegando al aeropuerto. Se ve muy cerca ya el suelo y el horizonte. – Terminó
por añadir ella acariciándole la cabeza por la zona de la nuca, algo que a él
le relajaba mucho y siempre que ella lo hacía se daba por derrotado en
cualquier conversación.
Caronte.
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