domingo, 29 de marzo de 2015

El Vals del Emperador (XIII)

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Él estaba alucinando. La mujer no es que durmiera, es que se estaba pegando la sobada padre, pensó él. Estaba totalmente recostada sobre el asiento del avión con una revista de esas que muestran el catálogo de productos alimenticios, cosméticos y perfumes que todos las compañías aéreas llevan a bordo y que todo el mundo ojea pero que muy poca gente acaba comprando nada de lo allí anunciado, si acaso y como mucho un refresco servido en unas mini latas de hojalata que son muy curiosas pero nada más, porque el timo está asegurado, sobre las manos. Supuso que la tediosa lectura de la revista había provocado esa situación de dejarse llevar por los designios de Morfeo, o eso o que la pobre señora también estaba harta de los dos críos. Porque a todo esto el otro niño, algo más mayor que el de las patadas voladoras, seguía jugando con algún videojuego en la maquinita que no había soltado en toda la mañana, y ahora además llevaba puesto unos cascos de música con lo que su separación del mundo real era total.

Pero de toda la situación absurda que estaba viendo lo que más se le quedó marcado fue la placidez con que la señora dormía. “Está en el paraíso”, pensó él. A parte de tener la revista abrazada sobre su enorme barriga, aunque él pensó que podrían ser perfectamente sus enormes pechos, como si se tratara de ese peluche de la infancia que durante tantas noches suele acompañarnos, tenía la cabeza ladeada hacia su derecha y la boca totalmente abierta, tanto que un fino hilo de baba estaba empezando a deslizarse por su enorme papada. De vez en cuando la señora daba una especie de estertor, como si se ahogara, entre ronquido y respiración fuerte, como para recobrar fuerzas y seguir navegando por los sueños que la embargaran. “Cualquiera despierta a este Moby Dick varado en la playa de Morfeo”, se dijo él a sí mismo, pensado qué hacer para despertar a la señora y que parara al maléfico crío y admirando la indefinible escena que tenía delante de él: un niño huido del mundo jugando con una maquinita, otro dando patadas contra un asiento molestando descaradamente al ocupante de dicho asiento, y una mujer que se supone debía controlar a esos dos mocosos durmiendo plácidamente totalmente recostada en el asiento del avión. Era sin duda la escena más surrealista que él había vivido en su vida. Y mientras tanto Anna y Javier seguían a lo suyo: reírse de la situación tan embarazosa en la que él estaba.

– Sí, sí reíros ahora que podéis. – Les dijo a ambos, más mirando a Anna que a Javier, ya que ella reía de una manera más directamente dirigida hacia él, como queriendo decirle que le hacía mucha gracia la situación en la que se encontraba. – Pero me hubiera gustado que esto mismo os hubiera pasado a vosotros. Especialmente a ti que tanto te ríes. – Añadió esto último mirando a Anna y, como rendido ante la evidencia, esbozando una pequeña sonrisa de derrota total y absoluta ante una situación irreverente a más no poder.

Les dejó a los dos riéndose y hablando de nuevo de sus cosas, y él se volvió a mirar al trío que tenían detrás. Tenía la intención de dirigirse a la señora, intentar despertarla lo más sutilmente posible, o intentar hacer lo posible para que fuera ella misma la que terminara por despertarse como por arte de magia. Intentó chistarla un poco “chsssst, chsssst”, pero era inútil, la mujer estaba profundamente dormida. “Va a ser una tarea ardua”, pensó para sí mismo al mismo tiempo que intentaba buscar alguna otra manera de traer de vuelta del mundo de Morfeo a la mujer. Decidió llamarla, “señora”, “señora”, pero nada ocurria ni se advertía en el rostro de la mujer. “¿Señora me escucha?”, intentó por última vez. Mientras hacía esto el crío de las patadas le miraba riéndose, tranquilo, sin dar patadas, esperando a que él se cansara y diera la misión por imposible.

– A ver chaval, lo he intentado por las buenas, o te sientas tranquilito o llamo al comandante del avión para que te lance por la puerta al vacío, total no creo que la humanidad se vaya a perder mucho, como mucho un campeón olímpico de taekwondo.- Había decidido volver a cambiar la estrategia y volvió a dirigirse al chaval que no mutaba su cara de pillo y que parecía decir que le daba igual lo que ese hombre le dijera que iba a seguir haciendo de las suyas a menos que la mujer hiciera algo. – Así que no te lo digo más. – Tras esto volvió a su asiento y a calmarse un poco.

Pero poco duró la calma. Nada más volver él a sentarse bien en el asiento y a pensar en sus propias cosas otra vez comenzaron las patadas y los “toma”. Ahora ya sí que no esperó por si acaso el mocoso dejaba de hacerlo. Se volvió a levantar y antes de que la ira le venciera intervino Anna, que aunque mantenía la sonrisa vio cómo él estaba ya desesperado por la situación y no sabía cómo controlarla ni qué hacer para que aquello terminara bien si parecía preocupada por el cariz que aquello estaba tomando.

– Espera, anda déjame a mí que tú ya estás muy alterado por culpa de este chavalín. – Le dijo ella poniendo su mano sobre la de él que estaba cerrada con bastante presión, tanta que se le marcaba la sangre en los nudillos.
– ¿Qué vas a hacer Anna? La mujer está totalmente dormida y no reacciona cuando se la llama. Y tampoco quiero moverla ni hacerla nada para que al despertar no piense que soy un descarado. – Dijo él, angustiado por no saber qué hacer.
– Perdona chaval, – se dirigió al tercero en discordia, al chico que estaba con los cascos ensimismado en su mundo y jugando con la maquinita a algún videojuego no apto para su edad pero que sus padres le compraría para que no les diera el coñazo en casa – ¿le puedes decir, a tu mamá, o a tu abuela, que se despierte, que tengo que decirla una cosa?
– Sí claro señora. – Dijo el chaval con unos modales que ninguno esperaba encontrar en el niño.

Inmediatamente el chaval dejó sobre la bandeja del asiento la consola, se quitó los cascos y con una delicadeza que tampoco ni Anna ni él esperaban empezó a llamar a la mujer, que resultó ser su tía, con un tono de voz muy suave, casi cariñoso, y a darla pequeños golpecitos en el hombro. Como veía que no reaccionaba, el chaval subió un poco más el tono y en vez de dar golpecitos ahora la movía claramente para despertarla. Ahora sí volvió de las profundidades del sueño, volvió al presente al mundo real, el de las personas de carne y hueso.

– ¿Qué quieres Aitor? ¿Hemos llegado ya? – Preguntó la señora.
– No tía, es que esta señorita quiere hablar contigo de algo. – Le contestó el niño, que inmediatamente después de haber cumplido su cometido, volvió con lo que estaba haciendo, a saber, jugar con la consola y escuchar música en los cascos, no sin antes dirigir a Anna una sonrisa de niño educado y bueno.
– Ah, hola. ¿Quería hablar conmigo? – Pregunto la señora mirando a Anna más que a otra persona, casi ignorándole a él, que estaba justo a su lado, pero con el gesto torcido y con cara de muy pocos amigos.
– Sí, mire me presento soy Anna y este de aquí mi acompañante de viaje. No he querido despertarla yo misma porque me parecía algo muy brusco y fuera de lugar, pero es que su sobrino pequeño – dijo Anna a la vez que le lanzaba al susodicho una mirada de misericordia que ni una santa hubiera puesto – lleva molestando a mi acompañante unos cuantos minutos, dando patadas al asiento y no dejándole terminar el vuelo en calma.
- ¡Cómo! ¿Jon, has estado dando patadas al asiento del señor? – Interpeló la señora al crío de las patadas, que ahora ya no miraba desafiante a nadie, porque había agachado la cabeza intentando evitar el temporal de reproches que se avecinaba. – Jon, ¡contesta! – Volvió a decir la señora tras un breve silencio en espera de la respuesta del niño, que seguía mudo, a pesar de que se había levantado un poco la voz.
– No es preciso que le regañe señora, con que lo que quede de vuelo no lo vuelva a hacer es suficiente. Seguro que no tenía intención de molestar. Son cosas de críos. – Dijo Anna ante el asombro de su acompañante que la miró como diciendo que no, que lo que el crío necesitaba era una buena colleja que le corrigiera su comportamiento antisocial.
– Si el problema es que no es la primera vez que hace estas cosas este niño. Si ya se lo digo yo a mi hermana, que hay que meterle en vereda, que es un travieso de mucho cuidado, que la lía allá donde vamos. Pero ella ni caso. – Empezó a explicarse la señora entre cansada ya de tantas veces que tiene que dar la cara por su sobrino y enfadada consigo misma por no haber estado despierta y haber evitado el espectáculo de las patadas. – Jon pide perdón al señor, que le has estado molestando. – Pero Jon no reaccionaba, seguía con la cabeza gacha mirándose las manos que tenía juntas como esperando que acabara la reprimenda para salirse con la suya. – Me has oído Jon, ¡que le pidas perdón al señor! – Ya la señora no podía aguantar más el silencio y la inmovilidad del chaval y le zarandeó un poco.
– No se preocupe señora, que tampoco ha sido para tanto. Casi podría decirse que ha sido un masaje. No le regañe más, con que no lo haga más le doy por disculpado. – Intervino él, viendo que si no lo hacía la mujer podría terminar por darle al crío una bofetada y tampoco era para eso según él.
– Discúlpeme caballero. De veras que lo siento. No se preocupe que no le va a molestar más durante lo que quede de vuelo, que parece que ya no es mucho. Y vuelvo a pedirle perdón. – Dijo la señora mirándole. – Y en cuanto a ti jovencito en cuanto veamos a tu padre en Viena te vas a enterar de lo que es bueno. Se te van a quitar las ganas de hacer el gamberro durante una buena temporada. – Añadió esto último dirigiéndose al crío que seguía como una estatua mirándose las manos y mudo como un muerto.

Vuelto todo a la normalidad él le preguntó a Anna en voz baja para que ni Javier, que se había puesto a leer un pequeño libro en cuya portada se podía leer “El Rey Lear” de Shakespeare, ni la señora gorda de la fila de atrás, tía del crío de las patadas y del que no se separa de la consola ni a tiros, pudieran escucharles.

– ¿Por qué no me has dejado a mí decirle a la señora lo que pasaba? – Le preguntó él.
– Porque te estabas poniendo como un basilisco y muy probablemente no hubieras mantenido las formas necesarias para tratar cosas de crío. – Le contestó Anna.
– ¡Que no hubiera mantenido las formas!, ¿pero cuándo he perdido yo las formas? Además no entiendo que hayas quitado hierro al asunto de las patadas del crío, cuando has visto los arreos que pegaba contra el asiento. Poco más y lo arranca de cuajo.
– Pero que exagerado eres de verdad. Primero eran patadas normales no las eleves a golpes maestros de taekwondo porque si quieres un día de hago una demostración de lo que es una patada fuerte. Segundo no me tires de la lengua porque si quieres que te enumere las veces en que conmigo delante has perdido algo las formas por asunto menos graves que el que acaba de pasar, necesitaríamos que este vuelo vaya hasta Sídney para acabar. Y tercero si le quito hierro al asunto es porque quizá no era para tanto, lo que pasa es que siempre te enervas con cosas sin demasiada importancia. Es un crío que no tendrá ni cinco años, su tía estaba dormida y su hermano pasa de él, ¿qué quieres que hiciera, ponerse a leer a Javier Marías? – Contestó ella, pasando de la seriedad el principio, a esbozar al decir lo último la sonrisa irónica y socarrona que tanto le gustaba a él.
– Como te gusta picarme Anna. Un día en vez de seguirte la corriente me voy a cabrear de verdad. – Apuntó él, mirándola fijamente a los ojos.
– ¡Anda cállate ya tontorrón!, y disfruta de lo poco que queda de vuelo que ya debemos estar llegando al aeropuerto. Se ve muy cerca ya el suelo y el horizonte. – Terminó por añadir ella acariciándole la cabeza por la zona de la nuca, algo que a él le relajaba mucho y siempre que ella lo hacía se daba por derrotado en cualquier conversación.

Caronte.

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