domingo, 15 de marzo de 2015

El Vals del Emperador (VIII)

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Salió de esas reflexiones cuando ella se apartó del hombre y se incorporó en el asiento. Todavía quedaban como cincuenta minutos para llegar a Viena pero las ganas que tenían ambos por hacerlo eran evidentes.

– ¿Por dónde estamos? – Preguntó ella intentando descubrir por la ventanilla el lugar exacto que estaban sobrevolando.
– Pues exactamente no lo sé. Pero creo que puede que estemos sobrevolando Suiza o parte del sur de Alemania. – Le contestó él, mirándola a los ojos y viendo algo de cansancio en ellos.
– Exactamente estamos sobrevolando la Selva Negra. – Dijo el hombre que ocupaba el asiento restante del bloque de tres en el que iban, el de la derecha de ella.
– Muchas gracias por la información caballero. – Le contestó ella, en un tono muy cordial que mostraba sorpresa por la intromisión en su conversación de ese hombre, bastante mayor, y con la cabellera totalmente blanca y bastantes entradas también.
– Perdone la pregunta, pero ¿cómo puede saber exactamente dónde estamos? – Preguntó él con curiosidad.
– ¡Ah! No se asuste ni se sorprenda. Llevo muchos años viviendo en Viena donde tengo mi vida aunque nací en España y me crié toda la vida en el barrio de Ventas en Madrid. Viajo mucho entre ambas ciudades, prácticamente cada mes durante los últimos cinco o seis años, y casi siempre los mismos días y con la misma compañía aérea. Por esto sé dónde estamos. – Soltó el hombre mayor mostrando cansancio en el habla, cansancio o muchos viajes a su espalda.
– Ahora déjeme a mí que sea un poco indiscreta. ¿Qué hace un hombre que nació y se crió en Ventas, viviendo en Viena a su edad? – Preguntó ella.
– Una dama tan hermosa, si me permite el cumplido – al decir esto le miró a él como pidiéndole consentimiento para decir lo que acababa de decir –, nunca es indiscreta. En todo el caso el indiscreto lo sería yo por atreverme a mirarla a esos ojos. La historia es muy larga y muy probablemente aburrida. Bueno muy probablemente no, la historia es aburrida de hecho, como supongo que es aburrida la historia de cualquier persona desconocida.
– Todavía nos quedan unos tres cuartos de hora para llegar a Viena si el vuelo dura lo que debe durar. – Dijo él, animando al hombre mayor a contar algo su historia, no sólo porque le había llamado la atención, sino también porque había notado en la voz de ella verdadero interés.
– Sí, todavía queda un rato. Si insisten en que les cuente cómo he acabado haciendo este trayecto tan a menudo lo haré, pero no esperen una gran historia, ni que sea entretenida. Ya les he dicho que es bastante aburrida, anodina y normal. – Añadió el hombre mayor, girándose un poco en el asiento para mirar a su audiencia entusiasta por oír lo que tenía que contar, y mostrando en la voz ilusión por contar parte de su vida, recuerdos y vivencias pasadas, cubiertas ya por una pesada y espesa capa del polvo del tiempo que todo lo cubre.
– Generalmente esas son las buenas historias caballero. – Dijo él invitándole a contar lo que se veía estaba deseando compartir con alguien dispuesto a escuchar.
– Pues miren. Me fui a Viena bastante joven, recién acabada la carrera de Historia. Me fui siguiendo a una mujer, como suele pasar casi siempre en este tipo de historias. Me fui por amor, aunque en aquel entonces probablemente fuera locura juvenil.
– El amor siempre es locura juvenil, aunque ocurra cuando las arrugas nos cubran la piel. – Dijo ella.
– Es cierto. – Apuntó el hombre mayor antes de continuar su relato. – La cuestión es que en Madrid durante el último año de universidad conocí a una austríaca que me robó el corazón desde el primer momento. Era una chica con una vitalidad pasmosa. Nunca la faltaba energía para nada. Desde que la conocí cuando me la presentó un amigo se me quedó fija su imagen. Siempre hacía por estar con ella. Buscaba cualquier excusa para hacer trabajos con ella, para hablar un rato, para quedarme a comer en la cafetería de la facultad los mismos días que ella se quedaba. Además era una chica muy lista y con una personalidad y un temperamento muy fuertes. Si chocabas con ella en algún tema de conversación la discusión era feroz. Creo que desde el primer momento ella supo que me gustaba mucho. Pero vamos tampoco creo que aquello fuera meritorio ya que no la quitaba ojo, y siempre que me pillaba mirándola yo intentaba hacer como si no hubiera estado hasta hacía un segundo embobado mirando su pelo rubio, su piel blanca, o su radiante sonrisa.
>>Total que un día que nos quedamos solos en la cafetería después de clase, ella como si fuera lo más natural del mundo me dijo: “¿Cuándo piensas decirme que te gusto?” Como comprenderán me quedé perplejo. No supe que responder. Estuve mudo unos cuantos segundos hasta que ella me volvió a decir: “¡Eh! ¿Vas a decir algo o te has quedado mudo? Que no muerdo”. Pero claro que mordía, había mordido mi corazón. En ese momento creo que hice lo más irracional que nunca he hecho me levante de la mesa en la que habíamos comido, la rodeé y la besé. Desde entonces se supone que fuimos novios. Más tarde ella me confesaría que ella también se había fijado en mí el mismo día que nos conocimos, pero que como estaba en España tenían que ser los hombres los que se declararan a las mujeres y no al revés. ¿Menuda tontería más grande no creen? Bueno grande y machista si me permiten el improperio.
– Siempre he pensado lo mismo caballero. Y no sé cómo es posible que con tanto movimiento feminista que reclama tonterías tan grandes como que en los aseos de señoras no aparezca una mujer con vestido o falda sino con pantalones o simplemente una M, no se haya nunca planteado esta actitud como la más machista de todas. Supongo que porque no les interesa, prefieren que sean los hombres los que den el primer paso. ¡La cantidad de parejas que no se habrán formado por esa gilipollez! – Dijo él en un tono bastante indignado, sintiendo verdaderamente lo que decía ya que él mismo lo habría sufrido siempre en su propia piel no habiéndose nunca declarado a ninguna de las chicas que le han gustado en su vida. – Perdone la interrupción. Sigua.
– Perdonado está. Y por cierto creo que tiene razón en todo lo que dice. Pero sigamos. Con la llegada del final del curso con los exámenes que me convertirían en licenciado en Historia, mi sueño, llegaba también lo inevitable, la partida de la chica que amaba a su tierra, a Viena. Su estancia universitaria en Madrid se acababa. Ninguno de los dos queríamos que aquello acabara, no amábamos y disfrutábamos de cada minuto juntos. Pero ella tenía que volver de nuevo a su casa. No podía pedirla que se quedara en Madrid, en una tierra que no era la suya. Y ella tampoco podía pedirme a mí que me marchara a Viena sabiendo como sabía que mi madre se quedaría solo, ya que mi padre había muerto unos años antes de cáncer.
>> Cuando se lo comenté a mi madre sin dudarlo me dijo que me marchara, que ella se las apañaría muy bien, que mi hermano la echaría una mano si fuera necesario. En cierto modo el marcharme también aligeraría los gastos que tenía mi madre: tendría que alimentar una boca menos. Por esa razón decidí irme con la que a la postre sería mi mujer, la única mujer que ha habido en mi vida sin contar a mis tres hijas, y ahora mis nietas.
– Tuvo que ser muy duro tomar aquella decisión para usted. – Dijo ella, rompiendo el silencio que hasta entonces había mantenido. En todo el tiempo que el hombre mayor había estado hablando no había articulado palabra, le escuchó atentamente, asimilando todas y cada una de las palabras que salían de su boca, haciéndolas suyas y sintiendo pena por él.
– Llámenme Javier si no les importa, no soy de esos estirados que prefieren mantener oculta su identidad frente a desconocidos. Sí fue muy dura tomar aquella decisión y Hannah, mi mujer, que hasta ahora la había mantenido sin darme cuenta en el anonimato, lo sabía. Creo que siempre se reprochó que me marchara con ella a Viena dejando atrás toda mi vida. Nunca se lo eché en cara a ella porque no había razón para hacer tal cosa.
>> Viena resultó una ciudad difícil. Era fría tanto de clima como de gente. Los padres de Hannah, mis suegros no me recibieron muy bien que se diga, sobre todo su padre, Wolfang, un rudo austríaco que había luchado en la guerra, que desde que me conoció me trató como si hubiera matado a alguien. Estuvo mucho tiempo sin apenas dirigirme la palabra. Su madre, mi suegra, que se llamaba Ilsa, aunque también al principio me recibió como si fuera un completo extraterrestre poco a poco me fue cogiendo cariño, mucho antes que su esposo. Tampoco fue fácil con los hermanos de Hannah. Tengo que añadir aquí que mi mujer era la pequeña de cuatro hermanos, siendo los otros tres varones. El mayor de todos, Wolfang como el padre, tampoco me recibió muy efusivamente que se diga, y se mantuvo firme en su trato tanto tiempo como lo hizo mi suegro. El hermano mediano, Hans, era algo más afable en su trato, pero también era frío, pero creo que no era por mí, simplemente era raro; tan raro que terminó metiéndose en una secta y yéndose a vivir a una granja a América. Sin embargo, el hermano pequeño, que se llevaba con mi mujer apenas un años, sí que me recibió como si ya fuera yo de la familia. No parecía austríaco de lo efusivo que fue siempre conmigo. Ludwig se llamaba. Siempre mostró gran cariño hacia mi persona y sé que me apreció mucho. Tengo la sensación de que siempre se mostró así para demostrar a su familia con la que no comulgaba mucho, sobre todo con su padre, que él era diferente. Ludwig fue un gran apoyo en los primeros meses en Viena, además sabía algo de español, lo que me permitió tener a alguien más que simplemente a Hannah para hablar.
>> Pero no solo fue duro con la familia de Hannah. La sociedad vienesa, y austríaca en general, me consideraban un extranjero, no de Europa, sino más bien de un país totalmente subdesarrollado, como si fuera un animal lleno de pulgas. De esto no decía nada a mi madre,  ¿para qué iba a preocuparla? La llamaba cada dos días y siempre le decía que me trataban muy bien en casa de Hannah, que habíamos encontrado trabajo los dos y que nos mudaríamos pronto a un piso alquilado. Nada era verdad. Hannah si había encontrado trabajo como becaria mientras se sacaba el Doctorado en Historia para poder dar clase en la universidad. Mientras tanto yo, por más que buscaba trabajo no encontraba nada. A parte de que no hablaba ni papa de alemán.
>> Un día cambió mi suerte. Yo estaba desesperado porque en todos los lugares a los que iba a pedir trabajo me decían que sin alemán, y sin ser austríaco no me contratarían. Un día Hannah me presentó a una amiga española que había conocido en el trabajo, Teresa se llamaba. Teresa me dijo que había un grupo de españoles que como yo acababan de llegar y se encontraban totalmente perdidos en un país y una sociedad que se mostraba hostil a los extranjeros de piel morena. Me comentó que habían formado un grupo para ayudarse mutuamente, y que había un par de austriacos que estaban dispuestos a enseñarles alemán. La verdad es que se me abrieron los cielos.
>> Creo que me estoy enrollando, voy a acelerar un poco la historia. A partir de empezar a tener contactos con la muy escasa colonia española en Viena las cosas cambiaron. Hannah se sacó el doctorado y empezó a trabajar en la universidad de Viena como asistente del Catedrático Steinberg, una de las figuras más importantes en cuento a conocimientos sobre la Historia de la Alta Edad Media europea. Mi mujer estaba pletórica, más guapa que nunca. Yo me sentía todavía como un pez fuera del agua, en un ambiente que a pesar de que cada vez me era menos hostil, mi suegra ya me trataba con normalidad, mi suegro no, todavía me daba la espalda.
>> Con el sueldo que Hannah iba ganando, bastante más que yo todo hay que decirlo, pudimos comprarnos un pequeño estudio en un barrio humilde de Viena donde poder crear nuestro hogar. Como se supone que al ser español, es decir un hombre como dios manda, le pedí matrimonio a Hannah tras haberla invitado a cenar en el Hotel Sacher. ¡Si supieran lo feliz que se puso y la sorpresa que se llevó! Nunca me sentí más dichoso en mi vida. Sin embargo toda gran alegría suele llevar acompañada una mala noticia. Cuando se lo dije a mi madre por teléfono estaba tan entusiasmado y ensimismado conmigo mismo que no noté la debilidad en su voz. A los pocos días me llegó un telegrama de mi hermano diciéndome que mi madre estaba muy débil ingresada en el Hospital. El mazazo fue enorme. En seguida Hannah me dijo que nos marchábamos a Madrid para ver qué tal estaba mi madre. Cogimos el primer vuelo que pudimos. Sin embargo en aquella época los vuelos entre Madrid y Viena no eran frecuentes y sólo había uno a la semana. Por mucha prisa que quisimos darnos solo conseguimos un vuelo para tres días después del telegrama de mi hermano. Tarde. Mi madre murió al día siguiente. La noticia fue un jarro de agua fría. Nunca he llorado más en mi vida. Me convertí en un muerto en vida. No tenía ganas de comer, ni de dormir, ni de hablar. Hannah se preocupó más que nadie, y estuvo siempre a mi lado. Mi suegra cuando se enteró de la noticio se echó a llorar y me abrazó como nunca imaginé que me podría llegar a abrazar. Los tres hermanos de Hannah me dieron el pésame de manera muy correcta. Mi suegro no lo hizo salvo de manera fría y casi impertinente. Hannah se enfadó mucho con él. Discutieron porque su padre no entendía que se fuera a venir conmigo a España al funeral. Estuvieron sin hablarse casi un año.
– Lo siento muchísimo Javier. De veras, no sabe cuánto siento que no pudiera estar junto a su madre en esos momentos. – Dijo ella con los ojos rojos y llenos de lágrimas cogiendo la mano al hombre mostrando su cariño.

Caronte.

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