martes, 3 de marzo de 2015

El Vals del Emperador (IV)

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Y allí, en el aeropuerto, estaban, uno enfrente del otro mirándose ahora sí, perdiéndose él en los ojos color miel de ella, buceando en sus pupilas, recordando aquella primera vez que las vio y se cruzó con ellas, una noche fría y húmeda de hace ya bastante tiempo, una eternidad para él. Ella tenía razón para estar algo molesta por su comportamiento con el chico del mostrador de facturación. ¿Cómo pensaba él que podían mirarla los hombres si no era como él mismo la había mirado la primera vez? Lo que pasa es que la mente es caprichosa y generalmente no recuerda aquello que hacemos y que con el tiempo puede sernos echado en cara. Allí estaban, apurando su café él y su té ella.

– Tienes razón, el chico te ha mirado como yo te miré la primera vez, y la segunda, y como te sigo mirando hoy y te miraré mañana. Te miro como si me fuera a quedar ciego, para poder recordarte y memorizarte y pensarte y soñarte. Pero quiero mirarte así sólo yo. Por eso siento celos, o como quieras llamarlo, cada vez que veo en otro hombre la misma mirada que sé que pongo yo. – Terminó por sincerarse, pillado en su comportamiento algo infantil, sin duda egoísta. Bajó la mirada al café como pidiendo clemencia ante una regañina, ante el posible rapapolvo que podía llevarse por parte de ella, que cuando se enfadaba lo hacía en serio y era temible en sus consecuencias.
– Ya sé que tengo razón. ¿O piensas que no te conozco después de tanto tiempo saliendo juntos? – dijo ella, sabiéndose ya vencedora del duelo, viendo que él estaba avergonzado de su comportamiento algo indigno de su propia forma de ser, cabizbajo haciendo que miraba el café que tenía delante.
– Me conoces mejor de lo que yo mismo me conozco. Me conoces como nunca antes nadie me había conocido. Me conoces tan bien porque yo me he dejado conocer, y por eso me has pillado y te has dado cuenta del odio temporal y transitorio que he sentido por el pobre chaval de facturación – terminó por rendir y claudicar ante ella, volviendo a mirarla a los ojos.

Unos ojos que hubiera esperado encendidos, enfadados y decididos a recibir una respuesta, pero que estaban divertidos, irónicos y llenos de luz. Unos ojos que sólo demostraban que ella había estado también jugando un poco con él en los últimos minutos haciéndose la ofendida por esos celos absurdos que él sentía, devolviéndole en parte su comportamiento anterior. Viendo esos ojos él se dio cuenta que ella estaba hablando más en broma que en serio, por ello terminó por relajarse.

– Te conozco porque me amas más de lo que crees, y por esa razón me has dejado entrar hasta el fondo de tu alma sin oponer resistencia. No eres el primer hombre con el que estoy que siente celos imaginarios de otros hombres cuando me miran. – Esto lo dijo ella muy segura de sí misma, casi con frialdad, sin sentir lo más mínimo lo que decía o no importándole las consecuencias que sus palabras podían tener.
– Me seguirá sin gustar que otros hombres que no sean yo te miren y te deseen. – Replicó él, quizá picado por la dureza de las palabras de ella.
– No lo entiendes. ¿Qué más da cómo me miren otros hombres si con el que estoy eres tú? Ellos sólo pueden imaginar lo que tú ya conoces, ves, tocas, acaricias, besas y amas. Ellos no me tienen ni nunca me tendrán – al decir esto ella se acercó a él que seguía muy encima de su taza de café, le cogió por las solapas de la americana y le plantó otro ardiente beso, que hizo que todo su fuego interior siguiera aumentando.
– Como no dejes de besarme como lo estás haciendo esta mañana, en el avión van a haber turbulencias y no de las provocadas por las nubes. – Terminó por añadir él tras el beso. Beso que le había dejado un poco atontado y saboreándose el aroma a té que ella le había dejado en los labios.
– Te besaré así las veces que me dé la gana, para eso eres mío estos días, y para eso nos vamos a Viena ¿no?
– Bueno técnicamente nos vamos a Viena a pasar el Fin de Año y ver el Concierto de Año Nuevo. Pero vamos que sí, que vamos a Viena a lo que tú digas, y más si vas a seguir besando de esa manera tan salvaje.
– ¿Salvaje? Tú no sabes lo que es el salvajismo – dijo ella sonriéndole de una manera que pocas veces él había visto en su hermoso rostro. Una sonrisa picarona, de jefa de la manada, de mujer fatal que se sabe deseada y que tiene dominado a un hombre. Sonrisa que estuvo acompañada de una mirada que más que verle, le estaba desnudando allí mismo, haciéndole el amor.
– Pues me lo tienes que enseñar. Quiero aprender qué es el salvajismo, aunque sea de manera intensiva en clases particulares – apuntilló él también con una sonrisa en la cara, una sonrisa de felicidad, de ver en ella a la verdadera mujer a la que amaba, esa mujer que poco a poco le fue entrando en el corazón desde el primer día que la vio.
– Ves, ese es el hombre que conozco y que quiero que seas en este viaje. Déjate de lo que otros hombres miren o dejen de mirar.
– Pero es que quiero que el único que te mire sea yo. Quiero estar solo perdido en esas enormes pupilas, en ese mar castaño que es tu mirada. No te quiero compartir con nadie, ni siquiera en manera de envidia o miradas furtivas.
– Pues te vuelvo a decir que es complicado que ningún otro hombre me mire nunca jamás. ¿Sabes una cosa?
– ¿Qué?
– Que por mucho que otros hombres me miren, al único que le devolveré la mirada será a ti. Y esto no tiene discusión.
– Ya.
– ¿Y quieres sabes otra cosa? Seguiré queriendo mirante únicamente a ti porque eres el hombre con el que estoy a día de hoy, y con el que voy a pasar unos días inolvidables en Viena. Unos días que si te soy sincera jamás pensé que podría llegar a pasar con alguien. Pero ha resultado que ese alguien eres tú. – Ella se le quedó mirando fijamente un rato, intentando que él se diera cuenta de que lo que estaba diciendo era verdad, que lo estaba sintiendo. Pero él seguía mudo, mirándola también a ella, sin apartar la mirada de sus ojos y no sabiendo qué decir, o si quiera si tenía que decir algo. – Y sabes por qué, porque de todos los hombres con los que he estado eres el que mejor me ha tratado. El único que de verdad me ha amado y probablemente me amará. El que me ha hecho el amor con mayor respeto y pasión a la vez, llevándome a sentir un placer que pocos hombres han conseguido...
– Ahí estás exagerando. Tampoco te pases que no estoy tan celoso como para que me mientas. – La interrumpió él, con una sonrisa entre seria e irónica.
– No me interrumpas porque lo que estoy diciendo es verdad. Eres el hombre que mejor me ha tratado, muchas veces sin yo merecerlo. – Tras decir esto ella se calló. En su miraba quiso él encontrar un matiz de culpa por el pasado, por ciertas cosas que habían pasado entre ellos en esos dos años, pero no terminó por adivinar cómo le estaba mirando ahora ella. Algo raro había en su mirada, algo que la hacía parecer perdida e inescrutable. No quiso darle mucha más importancia.
– No mereces que se te trate de otra manera. Te amo y por tanto te respeto y así te trato, como a una dama que es lo que eres
– Eso de ha quedado antiguo de narices. A ver si modernizamos un poco el repertorio. – Ahora sí que volvió ella a su sonrisa radiante, esa que podría iluminar cualquier cueva del mundo, hasta la más oscura y mística como aquella de Platón.
– Tarde para eso. Me quedé en el siglo diecinueve.
– Pues en ese siglo, si no recuerdo mal no había aviones para viajar por Europa. Así que para ser coherente cógete un burro y sal para Viena, que quizá aún puedas llegar para el Concierto de Año Nuevo que viene. Y no te olvides de las alforjas que deberán llevar comida de sobra para el largo camino hasta la capital austriaca.
p – Prefiero ir en avión. De vez en cuando una incoherencia no está de más. Y menos si en ese vuelo voy al lado de un pibón.
– ¡Hombre has vuelto al siglo veintiuno! Con un lenguaje de barrio bajo, pero siglo veintiuno al menos. – Rompió a reír ella tras esta frase. A carcajada limpia.
– ¡Qué tontorrona! Menudo viaje me vas a dar como siguas así.
– ¡Ay, mi celosón que no le gusta que me mire ningún otro hombre más que él! – Mientras ella decía esto, volvió a cogerle la cara entre sus suaves manos, se la movió de un lado a otro como se suele hacer con los niños pequeños cuando se les hace carantoñas y ellos quieres escabullirse de la tía pesada y besucona, y le plantó otro beso en la boca. – Por cierto ahí hay otro hombre que no me quita el ojo de encima, con una cara de salido que no puede con ella. – Al decir esto señaló muy sutilmente a alguien que había detrás de él, y que por tanto él no podía ver. Disimuladamente se giró como queriendo coger algo de un bolsillo interior del abrigo que reposaba en el respaldo de la silla y cuando descubrió que el mirón, el supuesto mirón, era un ciego que estaba apoyado en una de las columnas de la cafetería no pudo más que echarse a reír y acompañarla en la carcajada que ella no pudo seguir aguantándose.
– Pues sí, sí que te está mirando lascivamente. – Concluyó él riéndose. Tras esto último pagaron y se marcharon camino de su puerta de embarque.

Caronte.

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