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Y allí, en el
aeropuerto, estaban, uno enfrente del otro mirándose ahora sí, perdiéndose él
en los ojos color miel de ella, buceando en sus pupilas, recordando aquella
primera vez que las vio y se cruzó con ellas, una noche fría y húmeda de hace
ya bastante tiempo, una eternidad para él. Ella tenía razón para estar algo
molesta por su comportamiento con el chico del mostrador de facturación. ¿Cómo
pensaba él que podían mirarla los hombres si no era como él mismo la había
mirado la primera vez? Lo que pasa es que la mente es caprichosa y generalmente
no recuerda aquello que hacemos y que con el tiempo puede sernos echado en
cara. Allí estaban, apurando su café él y su té ella.
– Tienes razón, el
chico te ha mirado como yo te miré la primera vez, y la segunda, y como te sigo
mirando hoy y te miraré mañana. Te miro como si me fuera a quedar ciego, para
poder recordarte y memorizarte y pensarte y soñarte. Pero quiero mirarte así
sólo yo. Por eso siento celos, o como quieras llamarlo, cada vez que veo en
otro hombre la misma mirada que sé que pongo yo. – Terminó por sincerarse,
pillado en su comportamiento algo infantil, sin duda egoísta. Bajó la mirada al
café como pidiendo clemencia ante una regañina, ante el posible rapapolvo que
podía llevarse por parte de ella, que cuando se enfadaba lo hacía en serio y
era temible en sus consecuencias.
– Ya sé que tengo
razón. ¿O piensas que no te conozco después de tanto tiempo saliendo juntos? –
dijo ella, sabiéndose ya vencedora del duelo, viendo que él estaba avergonzado
de su comportamiento algo indigno de su propia forma de ser, cabizbajo haciendo
que miraba el café que tenía delante.
– Me conoces mejor
de lo que yo mismo me conozco. Me conoces como nunca antes nadie me había
conocido. Me conoces tan bien porque yo me he dejado conocer, y por eso me has
pillado y te has dado cuenta del odio temporal y transitorio que he sentido por
el pobre chaval de facturación – terminó por rendir y claudicar ante ella,
volviendo a mirarla a los ojos.
Unos ojos que
hubiera esperado encendidos, enfadados y decididos a recibir una respuesta,
pero que estaban divertidos, irónicos y llenos de luz. Unos ojos que sólo
demostraban que ella había estado también jugando un poco con él en los últimos
minutos haciéndose la ofendida por esos celos absurdos que él sentía,
devolviéndole en parte su comportamiento anterior. Viendo esos ojos él se dio
cuenta que ella estaba hablando más en broma que en serio, por ello terminó por
relajarse.
– Te conozco
porque me amas más de lo que crees, y por esa razón me has dejado entrar hasta
el fondo de tu alma sin oponer resistencia. No eres el primer hombre con el que
estoy que siente celos imaginarios de otros hombres cuando me miran. – Esto lo
dijo ella muy segura de sí misma, casi con frialdad, sin sentir lo más mínimo lo
que decía o no importándole las consecuencias que sus palabras podían tener.
– Me seguirá sin
gustar que otros hombres que no sean yo te miren y te deseen. – Replicó él,
quizá picado por la dureza de las palabras de ella.
– No lo entiendes.
¿Qué más da cómo me miren otros hombres si con el que estoy eres tú? Ellos sólo
pueden imaginar lo que tú ya conoces, ves, tocas, acaricias, besas y amas.
Ellos no me tienen ni nunca me tendrán – al decir esto ella se acercó a él que
seguía muy encima de su taza de café, le cogió por las solapas de la americana
y le plantó otro ardiente beso, que hizo que todo su fuego interior siguiera
aumentando.
– Como no dejes de
besarme como lo estás haciendo esta mañana, en el avión van a haber
turbulencias y no de las provocadas por las nubes. – Terminó por añadir él tras
el beso. Beso que le había dejado un poco atontado y saboreándose el aroma a té
que ella le había dejado en los labios.
– Te besaré así
las veces que me dé la gana, para eso eres mío estos días, y para eso nos vamos
a Viena ¿no?
– Bueno
técnicamente nos vamos a Viena a pasar el Fin de Año y ver el Concierto de Año
Nuevo. Pero vamos que sí, que vamos a Viena a lo que tú digas, y más si vas a
seguir besando de esa manera tan salvaje.
– ¿Salvaje? Tú no
sabes lo que es el salvajismo – dijo ella sonriéndole de una manera que pocas
veces él había visto en su hermoso rostro. Una sonrisa picarona, de jefa de la
manada, de mujer fatal que se sabe deseada y que tiene dominado a un hombre.
Sonrisa que estuvo acompañada de una mirada que más que verle, le estaba
desnudando allí mismo, haciéndole el amor.
– Pues me lo
tienes que enseñar. Quiero aprender qué es el salvajismo, aunque sea de manera
intensiva en clases particulares – apuntilló él también con una sonrisa en la
cara, una sonrisa de felicidad, de ver en ella a la verdadera mujer a la que
amaba, esa mujer que poco a poco le fue entrando en el corazón desde el primer
día que la vio.
– Ves, ese es el
hombre que conozco y que quiero que seas en este viaje. Déjate de lo que otros
hombres miren o dejen de mirar.
– Pero es que
quiero que el único que te mire sea yo. Quiero estar solo perdido en esas
enormes pupilas, en ese mar castaño que es tu mirada. No te quiero compartir
con nadie, ni siquiera en manera de envidia o miradas furtivas.
– Pues te vuelvo a
decir que es complicado que ningún otro hombre me mire nunca jamás. ¿Sabes una
cosa?
– ¿Qué?
– Que por mucho
que otros hombres me miren, al único que le devolveré la mirada será a ti. Y
esto no tiene discusión.
– Ya.
– ¿Y quieres sabes
otra cosa? Seguiré queriendo mirante únicamente a ti porque eres el hombre con
el que estoy a día de hoy, y con el que voy a pasar unos días inolvidables en
Viena. Unos días que si te soy sincera jamás pensé que podría llegar a pasar
con alguien. Pero ha resultado que ese alguien eres tú. – Ella se le quedó
mirando fijamente un rato, intentando que él se diera cuenta de que lo que
estaba diciendo era verdad, que lo estaba sintiendo. Pero él seguía mudo, mirándola
también a ella, sin apartar la mirada de sus ojos y no sabiendo qué decir, o si
quiera si tenía que decir algo. – Y sabes por qué, porque de todos los hombres
con los que he estado eres el que mejor me ha tratado. El único que de verdad
me ha amado y probablemente me amará. El que me ha hecho el amor con mayor
respeto y pasión a la vez, llevándome a sentir un placer que pocos hombres han
conseguido...
– Ahí estás
exagerando. Tampoco te pases que no estoy tan celoso como para que me mientas. –
La interrumpió él, con una sonrisa entre seria e irónica.
– No me
interrumpas porque lo que estoy diciendo es verdad. Eres el hombre que mejor me
ha tratado, muchas veces sin yo merecerlo. – Tras decir esto ella se calló. En su
miraba quiso él encontrar un matiz de culpa por el pasado, por ciertas cosas
que habían pasado entre ellos en esos dos años, pero no terminó por adivinar
cómo le estaba mirando ahora ella. Algo raro había en su mirada, algo que la
hacía parecer perdida e inescrutable. No quiso darle mucha más importancia.
– No mereces que
se te trate de otra manera. Te amo y por tanto te respeto y así te trato, como
a una dama que es lo que eres
– Eso de ha
quedado antiguo de narices. A ver si modernizamos un poco el repertorio. –
Ahora sí que volvió ella a su sonrisa radiante, esa que podría iluminar
cualquier cueva del mundo, hasta la más oscura y mística como aquella de Platón.
– Tarde para eso.
Me quedé en el siglo diecinueve.
– Pues en ese
siglo, si no recuerdo mal no había aviones para viajar por Europa. Así que para
ser coherente cógete un burro y sal para Viena, que quizá aún puedas llegar
para el Concierto de Año Nuevo que viene. Y no te olvides de las alforjas que
deberán llevar comida de sobra para el largo camino hasta la capital austriaca.
p – Prefiero ir en
avión. De vez en cuando una incoherencia no está de más. Y menos si en ese
vuelo voy al lado de un pibón.
– ¡Hombre has
vuelto al siglo veintiuno! Con un lenguaje de barrio bajo, pero siglo veintiuno
al menos. – Rompió a reír ella tras esta frase. A carcajada limpia.
– ¡Qué tontorrona!
Menudo viaje me vas a dar como siguas así.
– ¡Ay, mi celosón
que no le gusta que me mire ningún otro hombre más que él! – Mientras ella
decía esto, volvió a cogerle la cara entre sus suaves manos, se la movió de un
lado a otro como se suele hacer con los niños pequeños cuando se les hace
carantoñas y ellos quieres escabullirse de la tía pesada y besucona, y le
plantó otro beso en la boca. – Por cierto ahí hay otro hombre que no me quita
el ojo de encima, con una cara de salido que no puede con ella. – Al decir esto
señaló muy sutilmente a alguien que había detrás de él, y que por tanto él no
podía ver. Disimuladamente se giró como queriendo coger algo de un bolsillo
interior del abrigo que reposaba en el respaldo de la silla y cuando descubrió
que el mirón, el supuesto mirón, era un ciego que estaba apoyado en una de las
columnas de la cafetería no pudo más que echarse a reír y acompañarla en la carcajada
que ella no pudo seguir aguantándose.
– Pues sí, sí que te
está mirando lascivamente. – Concluyó él riéndose. Tras esto último pagaron y
se marcharon camino de su puerta de embarque.
Caronte.
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