martes, 29 de septiembre de 2015

Lo que diría otro año más ante la ONU


Señor Secretario General de las Naciones Unidas; señor Presidente de la Asamblea General; señoras y señores Jefes de Estado y Gobierno; señores ministros; señoras y señores. Un año más nos reunimos en Nuevas York bajo esta gran cúpula para dialogar sobre el mundo y su estado, y para intentar mejorar las condiciones de vida de millones de personas en todo el globo. Un año más y ya van setenta, las Naciones Unidas convocan a su Asamblea Nacional a todos los líderes internacionales para encontrarse, buscar la paz, la concordia y el fin de los conflictos de toda índole que golpean la Tierra.

Hace un año desde esta misma tribuna ya alerté de que el mundo cada vez se estaba haciendo más insolidario, más individualista y que si no hacíamos algo para intentar revertir dicha situación nos veríamos avocados a tener que vivir en un planeta que al final nos terminará por dar la espalda. Desde el pasado mes de septiembre, justo hace un año, el mundo ha cambiado mucho, tanto para bien como para mal. Aunque por desgracia sea el mal el que más ha avanzado en los últimos doce meses. ¿Y qué ha hecho la comunidad internacional? Nada. Cada país ha mirado única y exclusivamente por sus propios intereses sin que les importara lo que pasaba fuera de sus fronteras. Cada día que pasa los países son más egoístas. Cada día que pasa la humanidad vale menos y el capital, el dinero, la riqueza adquiere más valor; aunque ese valor sea ficticio y ruinoso para sociedad.

Cada vez más el mundo se está dividiendo en dos mitades: una que tiene dinero, vive bien, no tiene más problemas que los que la vida cotidiana pueda plantear; y otra mitad que no vive sino sobrevive como puede. El mundo occidental, o lo que siempre se ha llamado mundo occidental, es decir esas sociedades y países desarrollados que tienen un buen nivel de vida y viven en un estado de bienestar que permite a todo el mundo acceder a una buena educación y sanidad y otorga igualdad de oportunidades, vive como en una burbuja de la que muy difícilmente sale para ver el mundo real. El mundo real por su parte, esa gran parte de la población mundial que malvive como puede sabiendo que sólo un milagro podría hacer que salieran de la más mísera pobreza y desigualdad, lucha por mejorar su estatus social como puede, sin ayuda de nadie, o escasa cuando la hay proporcionada por ONG’s que apenas cuentan en muchas ocasiones con ayudas oficiales de organismos públicos de los diferentes países que podrían permitirse colaborar a hacer un mundo mejor.

Sin embargo algo ha cambiado durante este último año. La burbuja del mundo occidental se ha roto y ahora los países que siempre nos hemos considerado ricos estamos viendo cómo también hay países pobres. Durante estos últimos meses en Europa, por poner un ejemplo claro, se ha producido una avalancha de seres humanos que, huyendo de la barbarie y la guerra, han llegado a las fronteras europeas pidiendo ayuda, auxilio, refugio. Los mal llamados inmigrantes por algunos líderes europeos de los que siento vergüenza ajena al ver su comportamiento y que deshonran con su comportamiento un ideal que dio forma hace ya muchas décadas a un sueño de hermandad entre pueblos, no están llegando a Europa porque quieras tener una vida mejor, o por encontrar trabajo, o por poder mandar a sus familias algo de dinero para que puedan vivir mejor. No. Todas las personas que en los últimos meses están intentando alcanzar Europa lo hacen porque no les queda otra opción más que huir de sus países de origen, de la tierra que les vio nacer, porque si se quedan allí corren el riesgo de morir en una guerra.

La crisis migratoria, o de refugiados, o simplemente humanitaria que está viviendo Europa no tiene diversos orígenes o causas, sino una muy clara la guerra. Las Naciones Unidas se fundaron hace setenta años después de que el mundo asistiera a la más sangrienta, cruenta e inhumana guerra que la humanidad hubiera podido imaginar con el firme objetivo de evitar que se repitieran en el futuro escenas de muerte, hambre, desolación y destrucción física y moral. Pero desde su fundación no hemos conseguido parar esas guerras. Más bien todo lo contrario, han seguido proliferando amparadas por diversos intereses, pero que sin embargo tienen siempre un factor común: el dinero y los intereses geo-económicos. Podría haber sido mucho más duro y decir que las guerras no son más que consecuencia de una falta total y absoluta de moral y de un bajísimo nivel intelectual de aquellas personas que las amparar y justifica, pero hubiera supuesto insultar a mucha gente y este no es el foro adecuado para ello.

La guerra en Siria; el desastre que la comunidad internacional terminó por general en Irak; la indefinición de todos los países ante el grupo terrorista ISIS; la anarquía reinante en Libia; y el coladero que en el fondo es todo el norte de África. Éstas son las verdaderas causas de la crisis humanitaria que se está produciendo en Europa. ¿Y qué se ha hecho para intentar solucionar esta crisis? Nada. Soy muy crítico en este aspecto con la Unión Europea. Una UE que a principios de año para solucionar el problema con Grecia y sus apuros económicos no dudó ni un segundo en reaccionar airadamente y con contundencia para salvar su dinero haciendo incluso caer un gobierno democráticamente elegido en las urnas. Una UE que no dudó en reunir de urgencia las veces que fue necesario a sus líderes hasta horas intempestivas para ahogar a Grecia económicamente, pero que cuando se trata de seres humanos arriesgando su vida para poder llegar a vivir en paz en una tierra donde nadie les matará por lo que son, solo es capaz de posponer una y otra vez las soluciones y las tomas de decisiones. Me da verdadera vergüenza ser tachado de europea allá donde vaya. Me da vergüenza ver cómo hay países europeos que ya han olvidado su historia más reciente y tratan a estas personas como seres de segunda categoría.

Pero la UE no es el único ente culpable de esta crisis migratoria. Toda la comunidad internacional, encarnada por Occidente, los grandes veladores de la paz y la democracia del mundo, auto-nombrados como tales guardianes. Pero claro cómo se va a intentar acabar con una guerra en Siria o en Libia, o cómo se va a intentar destruir a ISIS si no hay dinero ni petróleo de por medio como pasaba en Irak. Miserable. Esa es la palabra que define a la perfección la actitud de muchos países que podrían estar haciendo mucho más que simplemente decir que van a aceptar a tantas decenas de miles de refugiados.

Sé que este foro quizá no sea el lugar más adecuado para la petición que voy a hacer. Sé también que las Naciones Unidas se crearon para intentar evitar los conflictos bélicos armados en el mundo para no tener que volver a vivir el infierno de la IIGM. Pero a día de hoy el mundo, todo el mundo, no ya solo eso que siempre se ha llamado occidente, tiene delante una amenaza global encarnada por una organización terrorista fanática de carácter religioso, ISIS. No pediría esto si no creyera que es la única solución para afrontar este problema y acabar con estos monstruos, pero con ellos no cabe la negociación porque decapitan, lapidan, queman o degüellan a los intermediarios; para ISIS no hay ley que valga, ni tribunal de justicia que pueda otorgarles el derecho a defenderse de las acusaciones de sus crímenes. Llamo a toda la comunidad internacional a unirse contra el terrorismo del ISIS. Llamo a los países a unirse y atacar a los terroristas en el terreno. No me queda más remedio que llamar a las Naciones Unidas a la guerra.

Son palabras duras, lo sé y me hago cargo de ellas, y algún día responderé de ellas ante alguien que me pida responsabilidades. Pero las he pronunciado con todo el conocimiento y el significado que poseen. La guerra nunca es deseable y siempre he creído que ninguna razón legitima el uso de la fuerza. Pero también creo que el mundo, ante la amenaza de ISIS, está viviendo momentos cruciales, y en estos momentos las soluciones ordinarias o más deseadas no son útiles. Hay mucha gente que está muriendo. Hay mujeres que están siendo violadas constantemente, niñas inclusive. Los hombres adultos están siendo obligados a luchar y los que se niegan mueren de la forma más cruel y dolorosa posible. Ante esa situación creo que todos los aquí presentes, saldríamos corriendo de nuestra tierra natal para intentar buscar la paz para al menos tener la posibilidad de tener un futuro, aunque sea miserable.

No veo más solución que acabar con los terroristas en su terreno, enfrentándonos a ellos como hacen ellos, matándoles. Pero esta solución deben de llevarla a cabo principalmente los países de Oriente Medio que son los más amenazados, con apoyo incondicional del resto de potencias internacionales. Nadie está a salvo de los terroristas, ni China que a veces parece un gigante sordo, mudo y ciego; ni Rusia que juega normalmente a dos bandas; ni Estados Unidos que sólo parece interesarse por los problemas ajenos cuando no le queda más remedio, o cuando puede sacar algo a cambio. Hay que hablar, por supuesto, y el diálogo es algo que siempre tendré como prioridad. Pero ante todo hay que actuar. Todo el mundo está en peligro ante la amenaza del fanatismo terrorista, por eso debe ser todo el mundo el que responda con una sola voz a los terroristas.

De momento mi discurso está siendo pesimista. Poca esperanza para la paz, el bienestar y el desarrollo de las sociedades y los pueblos del mundo veo en un mundo egoísta y preocupado únicamente del crecimiento económico y de los mercados financieros globales. Poca esperanza digo que hay, pero algo sí que hay. Este último año el mundo ha sido testigo a una serie de cambios que pueden perfectamente ser tachados de históricos por aquellos que se dediquen a estudiar la historia, y estoy seguro que en su día, dentro de muchas décadas en los colegio, institutos e universidades se estudiará este año 2015 como un año histórico y sobre todo dinámico en cuanto a las relaciones internacionales se refiere.

En los últimos meses hemos visto como el diálogo y la diplomacia han sustituido a las amenazas y lo silencios, y los buenos gestos a los desplantes constantes. El deshielo de las relaciones entre los EE.UU. y Cuba e Irán, han demostrado que cuando hay voluntad de resolver problemas, de acercar posturas y de eliminar diferencias, se puede conseguir lo que sea. Cuando los países, las naciones se unen para trabajar en pos de un objetivo común de bienestar para sus ciudadanos nada las puede parar. Las posiciones inmovilistas solo conducen al estancamiento de los problemas, al rencor y a fin de cuentas a quedarnos como estamos, aunque en el fondo no nos guste esa relación.

No me cabe ninguna duda de que estas conversaciones que simplemente acaban de comenzar y que tienen un muy largo recorrido por delante, seguirán por buen camino y terminarán con décadas de tensión y desacuerdo entre naciones. Mucho queda por hacer y muchos avances deben hacer todas las partes implicadas en recobrar una relación, si no de amistad, al menos cordial. A nadie se nos escapa que Cuba debe dar todavía muchos pasos en la dirección del reconocimiento de los derechos humanos y en el camino de la democracia real y en el mundo de las libertades individuales reales. Nadie duda de que Irán deba dejar a un lado todo matiz religioso en sus relaciones con el resto del mundo; pero tampoco hay que olvidar que es un país llamado a liderar su región. También EE.UU. debe aprender a no entrometerse en los asuntos políticos internos de los países de manera tan abierta y descarada, muchas veces con tono arrogante y prepotente. Con humildad se consiguen muchas más cosas y se avanza más en la dirección correcta.

Por estos cambios sigo pensando que hay algo de esperanza en el mundo. Pero la esperanza es muy débil y si no se ponen ganas por las partes de un conflicto, o una disputa, nunca se podrá resolver para bien. Me gustaría ser una persona esperanzada con el planeta. Me gustaría que en unos años en esta Asamblea General no se hablara de disputas entre países que deberían ser hermanos; me gustaría no tener que nombrar la intolerancia racial, religiosa o política; me gustaría poder decir que en el mundo hay igualdad de oportunidades en todas la naciones para cualquier ser humano sea cual sea su origen, creencia religiosa, ideología política, país de nacimiento, tendencia sexual, o color de piel.

Sin embargo también sé que conseguir paz, libertada e igualdad y acabar con el hambre y las guerras en el mundo no es algo que competa únicamente a un idealista como podría ser considerado y mismo. Esta enorme tarea es algo que nos debería implicar a todos los aquí presentes. Pero todavía hay quien no se entera de esto y piensa que la libertad, la paz y la igualdad de oportunidades son un capricho de Occidente, que intenta imponer estos ideales falsos en sus sociedades. Así países falsamente democráticos como Rusia, Venezuela o China limitan esos derechos universales a sus ciudadanos pensando sus líderes que así podrán mantener eternamente el control político y económico, cuando lo único que demuestran es ignorancia sobre la fuerza de los ciudadanos que son los que deben madurar, prosperar y cambiar las cosas cuando se den cuenta de los abusos cometidos contra ellos por un bien mayor intangible que en el fondo no son más que falacias muy bien estructuradas para ser creíbles o impuestas por el miedo.

El mundo no es perfecto. Eso también hay que tenerlo en cuenta. Pero solo la humanidad lo puede cambiar. Por eso quiero acabar mi discurso ante la Asamblea General exigiendo a las Naciones Unidas que reformen esta institución para adaptarla a los nuevos tiempos. Desde que se creó este organismo, hace ya setenta años el mundo ha cambiado mucho, tanto para bien como para mal, por ello esta Casas no puede tener la misma estructura y organización que cuando se creó porque desde entonces los países han cambiado. Cuando se fundó la ONU, por ejemplo la Unión Europea no era más que un sueño, muchos países de África y Asia todavía estaban bajo el dominio y protectorado de naciones europeas, existían dos Alemanias, una sociedad de naciones llamada URSS y países como Checoslovaquia o Yugoslavia; incluso España todavía mantenía parte de su impero colonial. Hago desde esta tribuna un llamamiento a las diferentes naciones del mundo para reformar las Naciones Unidas y su funcionamiento para dar a esta casa mayor poder e influencia a la hora de resolver conflictos y acercar posturas entre naciones enemigas. Creo que es una obligación moral y que es algo que la sociedad terminará por reclamarnos, no abiertamente pero sí con su actitud ante esta Casa.

Llego así al final de mi discurso. No creo que vaya a servir de mucho teniendo en cuenta la cantidad de palabras que se pronunciarán en este foro internacional, muchas de ellas vagas, vacías y sin contenido. Como he dicho tengo esperanza en el ser humano, no en los líderes de las naciones de la tierra que solo miran por sus intereses personales, sobre todo los económicos; y como tengo esperanza creo que el año que viene el mundo estará un poco mejor. Aunque por desgracia, y supongo también que por inercia, también soy pesimista en relación a algunos asuntos que creo que seguirán enquistados en diferentes partes del mundo, olvidados y tapados por otros asuntos que se juzguen más apremiantes.

Muchas gracias por su atención señoras y señores.

sábado, 19 de septiembre de 2015

En el puente tomé la decisión

Fue un sábado o quizá un domingo. No sé. No estoy seguro del día de la semana en que pasó. Seguro que fue un fin de semana. Un fin de semana de los que siempre tengo, de esos que no tengo nada que hacer como prácticamente la totalidad de los cincuenta y dos del año. Un fin de semana que no tenía ningún amigo con el que quedar, aunque al único que había en Madrid se lo dije pero me salió con le excusa fantástica y recurrente de que tenía planes con su novia. ¡Qué bueno sería tener pareja para poder dar yo esas excusas irrebatibles cuando algún amigo me llamara para quedar y a mí no me apeteciera nada! Pero no hay novia. No hay pareja. No hay nadie.

Fue una tarde soleada de fin de semana de agosto, de finales de ese mes de verano en que en Madrid no queda prácticamente nadie, solo los podres, inmigrantes y gente humilde que no puede irse más que una semana de vacaciones y salir el resto de días a los parques de Madrid, a sus centro comerciales o al pueblo con los abuelos para intentar no gastar demasiado. Una tarde deprimente para mí en la que no aguantaba estar en mi casa sin hacer nada porque me ahogo, me entra una ansiedad que me presiona el pecho y me hace sentir una sensación de angustia que no se la deseo a nadie. Salí a pesar de tenerlo que hacer solo. Salí como había estado saliendo durante todo el mes de agosto desde que volví de mis vacaciones en el País Vasco aun a pesar de que sí tenía algún amigo sin trabajar en Madrid al que llamaba para quedar pero que siempre buscaba excusas.

Me fui con el coche al centro, porque a pesar de la desolación que reina en Madrid durante el mes de agosto y de que una ciudad que bulle habitualmente todos los fines de semana por todos sus rincones y barrios se convierte en un desierto de desolación y vacío; a pesar de esto Madrid en agosto es una delicia para salir con el coche y acercarse hasta el centro porque no hay que pagar por aparcar y porque hay sitio de sobra en cualquier parte de la ciudad. Ese fin de semana elegí como destino de mi paseo liberador el río. Nunca antes había paseado por la orilla del río, ni cuando no era río y estaba encajonado en medio de una autovía llena de humo, ruido y coches molestos, ni tampoco cuando ahora finge ser río lo que apenas es un arroyo secado por la voracidad del hombre y de los madrileños que siempre hemos dado la espalda a nuestro Manzanares.

El parque Madrid Río, quizá una de las pocas obras que alabaré del que fue el alcalde más ególatra y megalómano que ha visto esta ciudad desde que fue elegida por Felipe II para ser la capital de su imperio. No con esto hago buen alcalde a Alberto Ruiz-Gallardón; de hecho creo que ha sido más cáncer que orgasmo para esta ciudad. Pero la eliminación de la M-30 de la superficie de la ciudad, metiéndola bajo tierra, como se mete el polvo y la suciedad bajo la alfombra o el sofá en una casa cuando no se quiere atajar de verdad un problema y solo esconderlo, ha sido un acierto. Y más acierto aún el recuperar el río Manzanares, al menos sus márgenes encauzados, para los madrileños y los turistas. Pero a pesar de que el parque del Manzanares ya lleva unos cuantos años terminado y rematado en todos sus detalles nunca lo había visitado. Nunca había paseado por sus nuevas sendas para peatones, ciclistas, patinadores y corredores; nunca había cruzado por ninguno de sus nuevos puentes, ni por su puesto por los antiguos; ni había visto con mis propios ojos la cantidad de flores, césped y árboles que se han plantado para devolver algo de alma y espíritu a una zona que durante mucho años estuvo más muerta que viva.

Ese fin de semana, esa tarde de agosto, fui por primera vez al parque de Madrid Río, al Manzanares a pasear. Dejé el coche al final del Paseo de Santa María de la Cabeza, en unas callejuelas laterales donde sobraban los sitios para aparcar. Me dirigí al río, porque pensaba que se podría entrar por cualquier lado. Pero me encontré un poco perdido y al final gracias a que vi cómo unos chavales macarras con pintas de hacer lo que les diera la gana, estuviera permitido o no, fuera legal o no, entraban al parque por una puerta de una valla que no estaba destinada a entrada, yo también entré después de ellos. No es que entrara por la parte más tranquila del nuevo parque del río Manzanares. De hecho entré por una zona donde los quinquis, los raperos, los skaters y demás miembros del hampa juvenil, que no malhechores, se agrupaban alrededor de una pistas para hacer deportes de estos alternativos, algo extremos, donde primaban los patines, patinetes y tablas de skate, así como los sudamericanos, marroquíes, gitanos y como ya he dicho quinquis de barrio. Pero bueno, al menos estaba dentro del parque.

Una vez dentro y como de hecho no tenía prisa alguna por volverme a mi casa, es más si no volvía casi mejor, así no volvería a la prisión de mi hogar y a la celda de mi habitación donde la ansiedad por volver a salir es lo único que siento en el pecho, me decidí a perderme por las sendas, puentes y diferentes zonas del parque. Empecé a andar sin rumbo: la mejor manera de conocer un sitio que del que no se tenía antes referencia alguna. Intenté no pasar dos veces por la misma senda o puente, no crucé el río por la misma pasarela dos veces y decidí que fuera mi instinto de viajero el que me guiara en el paseo que estaba empezando a dar.

Recorrí sendas llenas de personas. Hacía una tarde muy hermosa. No hacía nada de calor, no quedaba ni rastro de ese infierno que había sido Madrid durante la mayor parte del verano. Corría una brisa bastante agradable. Brisa que a medida que avanzaba la tarde se fue convirtiendo en un viento algo más fuerte de lo deseable pero que minimizaba bastante el calor que el sol, a pesar de que empezaba a declinar sobre el horizonte, todavía mandaba aunque fuera de manera indirecta. Había muchísima gente. Todo el mundo, toda la sociedad estaba representada en el parque del Manzanares. Desde chavales que daban sus primeros pedales con sus bicicletas con ruedines a ancianos y abuelos que paseaban bajo el último sol de la tarde. Todas las edades estaban en el parque. Centenares de personas disfrutaban de la tarde tan agradable de sábado o domingo que hacía bajo un sol en retirada que doraba los paseos, los edificios que se veían tras las copas de los árboles, los puentes y pasarelas sobre el río; un sol que se reflejaba sobre las aguas tranquilas del Manzanares.

Yo paseaba sin rumbos fijo. Esquivaba a ciclistas, patinadores y corredores que aprovechaban el buen tiempo para hacer un poco de ejercicio. Me crucé con muchas personas: parejas de mi edad agarradas de la mano o de la cintura, demostrándose su amor haciéndose carantoñas y mimos; parejas más jóvenes que yo, que aprovechaban su adolescencia para hacer las locuras que luego la vergüenza y la timidez que impone la sociedad mojigata en la que vivimos hacen que sean mal vistas; también había parejas ya adultas que iban con sus hijos pequeños y que disfrutaban viendo como sus retoños jugaban en el parque persiguiendo alguna palomo o fingiendo ser capitanes piratas en los columpios de fantasía que están repartidos por todo el parque; grupos de amigos y de amigas, los chicos por un lado, las chicas por otro, como sectas independientes y aisladas que en algún momento tendrán que unirse para formar parejas, pero que mientras pueden mantienen esa distancia entre sexos que impide muchas cosas a quienes más tímidos son. En definitiva me crucé con todos los grupos sociales que uno se puede cruzar en la ciudad, todos reunidos esa tarde en el parque de Madrid Río, haciendo que todavía vea con ilusión una sociedad que veo que cada vez se hace mucho más individualista y asocial dominaba casi única y exclusivamente por los móviles, el whatsapp y las redes sociales que han sustituido a los parques y la calle como medio de relación con el mundo y otras personas de nuestra edad.

Toda esta gente con la que me cruzaba y veía feliz, contenta, disfrutando con amigos, parejas, novios, novias, maridos y mujeres, hijos, abuelos, compañeros, etc., me hacía también sentir que yo sobraba en el parque. Yo no iba con amigos, no iba con mi pareja ni al encuentro de ninguno de ellos. No había quedado con nadie, a pesar de que le había comentado al único amigo que estaba en Madrid ese fin de semana si quería salir, pero como siempre había recibido un no por respuesta, y también lo había comentado por un grupo de “amigos” de whatsapp, pero nadie respondió al ofrecimiento, ni tan siquiera para decir que no estaban en Madrid para quedar. Yo sobraba en la multitud que había en el parque. No encajaba en ninguno de los grupos que había. Nadie iba solo por el parque salvo yo y los que iban corriendo haciendo un poco de ejercicio. Yo eso lo notaba, lo veía y lo sentía, y no fue agradable comprobar que para la primera vez que iba en mi vida al rio Manzanares, al nuevo parque que había sustituido a la infame M-30, lo estaba haciendo solo sin poder disfrutar de ese momento con nadie: ni amigos, ni pareja. Seguro que habrá quien piensa que menuda chorrada estoy diciendo, pero seguro que esta gente cuando sale no lo hace sola, y probablemente siempre tenga posibilidades de salir a dar una vuelta con alguien o que al menos cuando proponga hacer algo reciba la respuesta de sus amigos. Mi caso es todo lo contrario.

Intenté no pensar en esto. No tenía otra opción más que seguir dando un paseo. No podía hacer nada para sentirme diferente. Tampoco podía hacer nada ya esa tarde para no estar solo. De hecho no puedo hacer nunca nada para no estar solo, no depende de mí. Si tuviera pareja probablemente los fines de semana serías muy diferente a lo que son, y además tendría excusa ya para decir a mis amigos cuando me dijera de quedar, aunque esto tampoco se produce nunca. Siempre el que se lleva el no soy yo. Si hubiera elegido bien en mi vida a lo mejor tampoco estaba en esta situación. Pero como he dicho, intenté desplazar esos sentimientos de mi cabeza. Seguí paseando por el parque de Madrid Río y descubriendo sus rincones. Así llegué a uno de los monumentos más históricos de Madrid pero que por estar donde está, alejado de todo el centro turístico de la capital, recibe menos atención que otros lugares. Hablo del Puente de Toledo.

Nunca en mis veinticuatro años de vida había paseado por el Puente del Toledo ni por sus alrededores. Nunca antes lo había cruzado. Nunca había pisado por sus piedras centenarias e históricas que unían las dos grandes ciudades del Imperio Español como eran Madrid y Toledo. Solo allí aquel día me di cuenta de esto. ¿Cómo me podría considerar madrileño sin haber pisado nunca el Puente de Toledo? ¿Cómo podría amar tanto la ciudad de Toledo sin haber cruzado nunca el puente que daba la bienvenida a la capital del reino a los visitantes procedentes de la ciudad imperial? Me sentí mal por ese hecho. Y al mismo tiempo sentí una alegría enorme. Alegría que en cierto modo era algo agridulce por estar viendo de cerca el Puente de Toledo, por estar cruzando por primera vez en mi vida este histórico puente solo, sin poder compartir esa sensación con nadie. Pero fue cómo ocurrió.

Sin embargo no todo fue malo, o si no malo, no bueno del todo. Encima del Puente de Toledo con el sol de espaldas mirando hacia el parque de Madrid Río, viendo cómo discurría bajo los arcos centenarios e históricos del puente el Manzanares, plácido y tranquilo, sin sobresaltos, recuperando parte del territorio que los madrileños siempre le hemos quitado y el protagonismos que tuvo en una época, me di cuenta de algunas cosas. Estuve parado en uno de sus descansaderos, sobre los nuevos jardines que adornan las orillas del río un buen rato. Vi pasar a mucha gente bajo los arcos del puente, esos arcos que en sus orígenes estarían sobre las aguas del río pero que a día de hoy sirven para la corriente humana de personas dando paseos, corriendo o montando en bici. No vi a nadie solo. Parejas de enamorados, o de amigos, y grupos. Viéndome allí parado disfrutando lo que podía del paisaje que se movía a mis pies, desde una altura que me permitía ver con mayor perspectiva ese parque lleno de gente, me di cuenta de que había cosas en mi vida que podía cambiar para que dejaran de molestarme.

Sobre el Puente de Toledo comprendí que la sociedad había perdido parte de su humanidad, parte de su componente social que nos hace relacionarnos al aire libre. Los móviles y las redes sociales se han convertido en grandes tiranos que nos hacen ver las cosas como no son en realidad, por mucho que sirvan para mostrarnos la realidad personal y particular de muchas personas, amigos, compañeros y conocidos. Somos esclavos del móvil. Somos súbditos del whatsapp. Estamos enfermos. Pero esta enfermedad tiene una cura muy sencilla e indolora. Encima del Puente de Toledo decidí que iba a dejar whatsapp, esa aplicación del diablo que solo sirve para fingir ser amigo de otra gente, para crear la sensación de tener amigos, pero amigos que solo lo son a través de esta aplicación del móvil que nos hace ser más insensibles y que parapetados tras una pantalla y la distancia infinita que permiten los móviles entre dos personas, nos hace perder las relaciones personales.

Y yo ya estoy harto de esta dependencia irreal y absurda que nos hemos auto-impuesto. Ya está bien de intentar mantener amistades de whatsapp que son más falsas que un billete de siete euros y que solo existen por impulsos cada cierto tiempo o cuando a alguno le interesa mantenerla para obtener algo a cambio. Por estas razones, quizá consideradas como chorradas por algunos, he dejado whatsapp, y puedo asegurar que ha sido una de las mejores decisiones que he tomado últimamente, quizá la única buena en muchos años. El Puente de Toledo me sirvió de atalaya para ver y comprender cómo es la sociedad y cómo debería ser. Asomado a las piedras del puente con el sol calentándome la espalda, con el viento despeinándome y con el estado Vicente Calderón, símbolo mítico del deporte de mi querida y amada ciudad que está en riesgo por motivos de especulación, por cuestión de dinero, ese dinero que no respeta ninguna tradición ni ningún lugar histórico, por muchos recuerdos que evoque, me di cuenta de que el whatsapp nos hace más insociable y nos impide relacionarnos con la gente.

Puede parecer una contradicción absoluta pero es verdad. Nadie lo admitirá porque estamos enfermos, somos adictos al móvil y no nos damos cuenta. Estoy harto de ver como la gente solo está pendiente del móvil aunque esté con otra gente físicamente al lado. Estoy cansado de ver cómo amigos solo saben consultar el teléfono aún cuando estemos comiendo en un restaurante y se pueda mantener una conversación. Quizá esto sea porque no se puede mantener una conversación. No entiendo qué puede ser tan urgente. No entiendo que haya esa imperiosa necesidad de contestar a un whatsapp. Siempre se pone de excusa, es que es mi novia, es que es un amigo al que tengo que contestar, es que es una persona que tal o que cual. Si eso es tan importante no quedes, no vayas de vacaciones con otras personas, no salgas a cenar o a comer con nadie, enciérrate en tu vida de mierda a contestar al whatsapp. Esto cansa y molesta.

Creo que yo nunca he sido de estas personas adictas al móvil que solo viven pendientes de un mensaje de la novia, o de alguna personas, o de un grupo en el que solo se cuentan chorradas. Está muy bien contestar al instante a un mensaje que nos envía alguien importante para nosotros, pero cuando uno ve cómo cada vez que propone algo en un grupo de “amigos” se le ignora constantemente, o cuando manda un mensaje a una persona y ésta no responde si no a las muchas horas de haberlo recibido cuando otras veces sólo se está pendiente del móvil para contestar a la novia o a otro grupo, pienso ¿qué mierda es esto? Me harté de todo y esto y por ello llevo sin whatsapp más de dos semanas. No sabéis lo a gusto que se vive. No es un mero capricho, una pateleta o una extravagancia. Es un modo de vida. Visto lo cómodo que estoy sin tener que mantener falsas amistades de whatsapp creo que sólo volveré a tener esta aplicación en el móvil si es necesaria el día que trabaje, si no creo que no volveré a depender de ella. Además con esta decisión gano otra cosa y es saber quiénes son de verdad amigos, ya que sin whatsapp solo aquellos que quieran de verdad sabrán de mí llamándome, y así también me obligo yo a llamar a quien realmente me apetezca.

Nunca pensé que aquel sábado o domingo en el que descubrí por primera vez el parque de Madrid Río, en el que por primera vez también paseé a orillas del Manzanares y en el que tras veinticuatro años de vida crucé por el Puente de Toledo, fuera a ser el día que tomara la decisión de dejar de ser un adicto o un dependiente del móvil y desterraría las “amistades de whatsapp” a la basura. Sobre el puente tomé la decisión que me ha permitido descubrir muchas cosas y que en el fondo me ha liberado y me ha evitado ser ignorado. Seguro que hay gente que no lo entiende, pero también hay muchos alcohólicos que no entienden que alguien no beba y muchos drogadictos que no comprenden cómo alguien no puede estar enganchado a lo mismo que ellos. Cada uno al final toma las decisiones que considera acertadas o correctas, hay quien prefiere relacionarse con sus amigos y parejas mediante mensajes y emoticonos, yo no. Aquella tarde di un pequeño paso para cambiar algunas cosas en mi vida y aunque no soy mucho más feliz que antes, sí soy más libre.

Caronte.

lunes, 14 de septiembre de 2015

El Vals del Emperador (XXXIV)

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La noche todavía no había acabado para ellos, pero una vez fuera del restaurante donde se había llevado a cabo su cita propiamente dicha, él no sabía muy bien cuáles eran los pasos a seguir. Si Anna hubiera sido como cualquiera de las otras mujeres con las que solía quedar puntualmente, el siguiente paso sería ir a algún local de copas, tomarse algunas, ellas sobre todo ya que él no bebía, y luego terminar en su casa o en las de ellas. Pero Anna no era como las demás, al menos él no la veía como a las demás. Por Anna sentía algo más que atracción física, que también había y mucha, algo de lo que se dio cuenta por primera vez esa noche al salir del restaurante y al verla demorarse un poco hablando con una de las camareras desde el centro de la pequeña plaza de Malasaña en la que se encontraba el restaurante.

La vio dirigirse hacia él despistada o haciéndose la despistada, hurgando en su bolso para guardar lo que parecía una tarjeta, probablemente del restaurante. Llevaba un vestido negro ceñido que le marcaba las caderas de manera muy sensual, encima del cuál llevaba un abrigo de piel vuelta de color claro que todavía no se había abrochado y que dejaba ver el escote del vestido; un escote que mostraba unos pechos firmes, no muy grandes pero lo suficientemente exuberantes para volver loco a cualquier hombre. Al llegar a la altura donde él se encontraba y sin mediar palabra alguna Anna le plantó un beso en los labios, introdujo su lengua en su boca y buscó su homóloga masculina para jugar con ella. Él se quedó allí plantado, sin casi inmutarse, sin disfrutar de esos primeros instantes de pasión por haberle pillado por sorpresa. Pero tras reponerse de la sorpresa también él contribuyó a ese brote de pasión poniendo de su parte. Su lengua empezó a buscar la de ella y al mismo tiempo la abrazaba por la cintura atrayéndola hacia él para sentir su cuerpo, sus curvas, sus pechos.

– Bueno, ¿qué hacemos ahora? – Preguntó ella después del beso pero sin separarse todavía de él, tan cerca que notaba su respiración acelerada y su corazón latiendo desbocadamente en su pecho.
– ¿Qué te apetece? – Preguntó él para no decir abiertamente y de manera directa que quería ir a su casa y terminar allí la cita.
– Pues si te digo la verdad algo tranquilo, ¿qué te parece?
– A mí bien, yo también lo prefiero, así estaremos más a gusto.
– ¿Conoces algún sitio por aquí? – Dijo Anna con un tono que delataba una especie de deseo oculto de que él no conociera nada y se atreviera a proponerla ir a su casa.
– Pues la verdad es que no. – Dijo él algo decepcionado consigo mismo por no haber previsto este punto y haber buscado algo.
– ¿Y qué te perece que vayamos a tu casa? ¿No estaba muy lejos de aquí, no? – Dijo ella mirándole fijamente a los ojos y dejando ver su deseo de que él aceptara.
– A mí perfecto, si te apetece. – Dijo él intentando mostrar sorpresa, y quizá también algo de alivio porque la proposición hubiera salido de ella y no de él.
– ¿Qué pasa que a ti no te apetece? – Preguntó Anna mirándole aún más fijamente, buscando que él se sincerara de una vez y perdiera esa especie de miedo que tenía a decir y proponer lo que deseaba hacer sin pensar en que ella pudiera rechazarlo por parecer demasiado directo o rápido.
– Sí, pero...
– ¿Pero qué? Pensabas que a mí me ibas a parecer un salido que sólo quiere llevarme a la cama. – Le cortó ella.
– Bueno algo parecido. No quería ir demasiado rápido.
– ¿Rápido? Si llevas semanas intentando dar conmigo en el bar de anoche, y yo llevo el mismo tiempo deseando que te lanzaras y te atrevieras a decirme algo. Ya somos adultos y el que acabe en tu casa entra dentro de lo normal. – Dijo ella volviéndole a besar en la boca para intentar calmarle y que dejara de estar nervioso, aunque sabía que todavía no iba a conseguirlo.
– Vamos a mi casa entonces. – Dijo él una vez ella separó sus labios de los suyos.

Como ella no dijo nada sino que se agarró a su brazo él supuso que la respuesta era un sí. De hecho claro que era un sí, qué iba a ser si no. Desde el restaurante donde habían cenado hasta la casa de él había unas cuantas manzanas. No tardaron demasiado en llegar, apenas veinte minutos. No fueron deprisa. Disfrutaron de la noche él sintiéndola a ella agarrada a su brazo y cogiéndola así mismo de la cintura. Ella por su parte también estaba a gusto; sabía cómo iba a terminar la noche. Lo único que no sabía ella todavía era cómo iba a comportarse él una vez llegaran hasta su dormitorio. Por lo que había podido ver durante toda la tarde Anna, había asumido que él era una persona tímida que no había amado nunca a una mujer, o si lo había hecho nunca fue de manera física ni sabiéndolo la depositaria de ese sentimiento. Pero por otra parte también sabía por haberlo visto en el local varias noches y haber preguntado al camarero que también lo conocía a él que casi nunca volvía solo a su casa cuando salía por la noche. Esa doble vertiente, casi doble moral, de su comportamiento con las mujeres, contrapuesta totalmente a la personalidad tan tierna que había llegado a mostrar durante la cena la había dejado totalmente descolocada.

A medida que se acercaban a su casa, él fue imaginando como muchas otras veces antes lo había hecho con otros planes, no sólo con mujeres, sino también casi siempre en el trabajo, con amigos cuando los tenía, con sus padres cuando aún vivían, qué es lo que iba a pasar. Sabía, porque siempre había pasado, que por mucho que imaginara cuáles debían ser las palabras exactas a decir, los actos precisos a realizar o las consecuencias seguras que tendrían una u otra manera de actuar, nada de lo que pensara, planeara, imaginara o ideara en su mente iba a cobrar realidad, ni iba a pasar por mucho que lo deseara. Esta peculiaridad de su personalidad siempre le llevó a desengaños y desilusiones, a golpes muy duros en sus sentimientos; unos sentimientos adelantados al tiempo y a los planes, sentidos antes de producirse cuando el presente no los había todavía corroborado. Muchas fueron las desilusiones con amigos que no cumplían nunca con sus expectativas, con aquello que él esperaba que hiciera, con cómo él pretendía que actuaran. Siempre supo que esa rigidez de mente; esas ganas de tener todo atado y bien atado para que nada saliera mal; esa vida tan cuadriculada que siempre había llevado tanto en la universidad, como después de acabarla, como antes en el instituto o el colegio; en definitiva siempre supo que esa poca voluntad de dejar su vida en gran parte al azar no era buena actitud pero supo aprender a vivir con ello, eso sí con un corazón destrozado, encallecido y endurecido por todas las circunstancias. Un corazón que parecía haber encontrado una especie de cura o salvaguarda de futuro en Anna, aunque eso todavía él no lo sabía, o no se daba cuenta de ello.

Por fin llegaron hasta el portal de su casa en la Plaza de la Encarnación, poco antes de que las campanas del convento que había justo en frente dieran la una de la madrugada. Era tarde para él; sin embargo para ella quizá incluso temprano según el hombre con que hubiera salido.

– No vives en mal sitio, ¿eh? – Dijo Anna verdaderamente asombrada.
– Siempre me gustó este rincón de Madrid. No mucha gente lo conoce, incluso los turistas parecen ignorarlo, lo que es un alivio, aunque ellos se lo pierden. – Dijo él hablando quizá más de la cuenta, aunque orgulloso de que ella se sintiera sorprendida de la zona donde vivía.
– Nunca he estado por esta zona yo tampoco.
– Bueno eso se acaba de arreglar esta noche. Aunque la noche no hace justicia a la belleza y armonía de este lugar. Mañana por la mañana lo verás.

Subieron las escaleras hasta su piso. Utilizaron las escaleras en vez del ascensor por expresa petición de él que no quería usar el viejo ascensor para llegar hasta su piso para no hacer ruido ni despertar a los posibles vecinos que tuvieran el sueño ligero y pudieran cotillear por la mirilla para ver quién es quien llega tan tarde. Al llegar al rellano de su casa él sacó la llave y la introdujo en la cerradura. Antes de poder abrir del todo la puerta ella le empujó dentro haciéndole girar el cuerpo para que éste quedara mirándola y así ella pudiere volver a besarla, ahora ya sin recatamiento alguno, dejando libre su deseo. A empellones y tropezando con algunos muebles y cuadros en las paredes llegaron hasta su dormitorio. Allí ya no hubo lugar para nada que no fuera el deseo sexual, el deseo de la sangre y la carne, ese deseo animal que todo ser humano por muy recatado que se muestre en público, por muy finos, educados y elegantes que sean sus gestos y forma de comportarse, lleva dentro.

Se dejaron caer en la cama sin separar sus labios, sin dejar de besarse con pasión y locura animal. Con velocidad se fueron desnudando él a ella y ella a él. Él parecía no saber muy bien qué es lo que estaba pasando, se sentía flotar en una especia de nube por encima de toda situación pasada o presente. Ella se notaba que estaba más acostumbrada a desnudar a un hombre, a dejarse llevar por el deseo y el sexo. A pesar de estar diferencias de sentimientos y sensaciones ambos sólo deseaban una única cosa: hacerse el amor mutuamente, desgastarse los cuerpos con sus besos, caricias y lenguas. Hicieron el amor varias veces. Para él fue como una primera vez de verdad; una primera vez con sentimientos puros, reales y no autoimpuestos como su primera vez de verdad acabada la universidad con una prostituta a la que pagó por follar y dejar de tener en la cabeza ese laste mental que sin ser real del todo sí que le golpeaba al ver cómo todos sus compañeros, quien más quien menos habían perdido la virginidad hacía años y follaban más o menos a menudo como pudieran.

Durante esa noche varias veces notó ella cómo él parecía hacer el amor con furia, como queriendo demostrarse algo, como queriendo vencer algún tipo de fantasma pasado. Pero aún notando esa especie de violencia al hacerla el amor, al penetrarla, ella notaba también cierta ternura y amor, una pasión que estaba empezando a liberarse después de haber estado cautiva mucho tiempo. También lo notaba torpe en ocasiones y en algunos actos, como si no conociera bien el cuerpo de una mujer ni todo lo que `puede dar de sí, todo el placer que puede transmitir. Por ello fue ella la que más o menos llevaba la iniciativa, la que intentaba guiarle sin que él se diera cuenta, la que con besos de transición, caricias y abrazos intentaba calmar los empujes de une fiera que no era capaz de controlar todo lo que sentía de una manera tranquila, sosegada y calmada, tanto como el sexo puede permitir.

Al final, después de hacer el amor varias veces, después de besarse hasta que sus bocas no eran capaces de generar más saliva, después de recorrerse los cuerpos mutuamente hasta los rincones más secretos y privados, llenos de place y deseo se dejaron mecer por la noche de Madrid. Morfeo entró en sus mentes y se los llevó lejos en su carro tirado por caballos alados. Él dejó su mente en blanco totalmente y se dejó llevar por el sueño. Cayó reventado por la pasión y el deseo; vacío totalmente por el sexo; flotando extasiado por haber terminado amando a esa mujer que desde hacía un tiempo copaba todos sus pensamientos y a la que cada vez que cerraba los ojos veía en su mente. Nunca pensó que pudiera hacer el amor a una mujer de la manera que lo había hecho, se sintió liberado por fin tras haber descubierto la verdadera cara del sexo, esa cara que no es simplemente placer carnal y físico, de lamer y ser lamido; sino más bien esa cara que suma a la anterior el placer el espíritu y la mente, el sentirse amado, el sentirse lleno con otra persona compartiendo el acto más personal que una persona puede dar a otra.

Pero Morfeo no se pudo llevar las dos mentes que acababan de entregarse al amor y las pasiones de Eros. Ella fingió dormir. Una vez tuvo claro que él sí que dormía, y profundamente además, se levantó de la cama. Buscó a tientas en una casa desconocida y a oscuras el baño. Tras dar con él y vestirse bajo la luz blanquecina del aseo volvió a la habitación con los zapatos en la mano para no hacer ruido al andar sobre alguna madera suelta del parqué y el abrigo echado sobre su brazo. Comprobó que él seguía dormido, tal como lo había dejado antes de ir al baño. Se acercó a la cama, le arropó un poco para que con el frescor de la mañana no se despertara frío y le besó. El beso pareció inquietarle un poco, como si no estuviera acostumbrado a tales cuidados ni cariños, pero no se despertó. Siguió durmiendo. En el umbral de la habitación antes de marcharse del todo, ella volvió a echarle un vistazo. Viéndolo ahí tan tranquilamente durmiendo, después de haber pasado una noche como llevaba muchos tiempo sin pasar con un hombre, pensó que ojalá todos los hombres con los que se había acostado en su vida y aquellos pocos a los que en su día amó hubieran sido como él, igual de tiernos, igual de respetuosos, igual de hombres con corazón al fin y al cabo.

Al ir a salir por la puerta de la casa se fijó en un pequeño montoncito de hojas de papel y un bolígrafo que había sobre un mueble en el recibidor de la casa, justo al lado de un par de ceniceros que contenían caramelos y las llaves de la casa y el portal. No tenía pensado haberlo hecho pero le escribió una nota en la que le decía que había sido una tarde muy divertida en la que se lo había pasado muy bien tanto en el teatro, al que deseaba volver alguna vez con él, como en la cena. También escribió que la noche había sido la mejor que un hombre le había dado nunca y que si él quisiera se podría repetir muchas veces algo como lo de ese día. Despidió la nota con un simple “un beso” y su nombre, “Anna”, escrito como si de una firma se tratara. No puso explicación alguna de por qué se marchaba sin esperar al día siguiente. Decidió dejar la nota encajada en el marco del espejo que daba la bienvenida a la casa para que él a la mañana siguiente pudiera verla. Tras dejarla ahí, abrió la puerta con cuidado, echó un último vistazo a la oscuridad de la casa y cerró la puerta. No pudo evitar que la puerta diera un sonoro golpe al cerrar, no lo previó de hecho, pero era una puerta de esas antiguas, difíciles de maniobrar y pesadas. Sobresaltada por el ruido que no quería hacer bajó las escaleras rápidamente y salió a la fría noche de Madrid. Él quedó arriba, desde la cama oyó el golpe de la puerta al cerrase, o lo soñó, pero siguió durmiendo.

Caronte.

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martes, 8 de septiembre de 2015

El Vals del Emperador (XXXIII)

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(Viene de la entrada anterior)

Acabada la función y tras recoger sus pertenencias del ropero del teatro se dirigieron al restaurante en el que también él esa misma mañana había decidido reservar. El restaurante en cuestión no estaba muy alejado del teatro, algo que él mismo había previsto, para que los desplazamientos no se hicieran demasiado largos y cansinos. De hecho dando un paseo no tardarían más de diez minutos en llegar atravesando alguna de las calles más típicas de los barrios de Universidad y Malasaña. Mientras recorrían las calles de Madrid Anna le cogió del brazo y él se dejó coger, y charlaron sobre la obra de teatro entre otros temas.

– Me ha gustado mucho la obra de teatro. Me he reído como una cría. – Empezó a decir ella sin soltarle del brazo.
– Me alegro. – Respondió él algo cohibido por ir con una mujer abiertamente más joven que él paseando a los ojos de todo el mundo.
– Al final no ha sido ninguna pérdida de tiempo. Parece que tienes buen ojo para esto. – Volvió a decir Anna sonriéndole para hacerle sentir menos cohibido, algo que ella había notado desde el primer momento en que le había cogido del brazo.
– Espero entonces que tu vuelta al teatro haya sido agradable. Tengo que decirte que por mi parte nunca lo había disfrutado tanto, y eso que la obra por muy graciosa que haya sido no es de las mejores que he visto en Madrid en los últimos años. Aunque reconozco el éxito que tiene. – Apuntó él dejando a un lado toda la vergüenza y timidez que tenía encima.
– Yo también me lo he pasado muy bien. Pero esto no ha hecho más que empezar. De hecho, si no recuerdo mal de ayer, sería ahora cuando empezaría la cita, cenando. – Sonrío ampliamente Anna dirigiéndose a él para animarle a que se soltara del todo y dejara de tener miedo, vergüenza o lo que fuera que sintiera en esos momentos.
– Tienes razón. Espero que también te guste el sitio que he elegido. – Dijo él devolviéndola la sonrisa y la mirada.
– Seguro que sí. Si eliges tan bien los restaurantes como las obras de teatro, habrás acertado sin duda. Además tengo hambre.
– No te preocupes que no queda mucho para llegar.

No tardaron mucho en llegar, es cierto. De hecho pocas palabras más cruzaron antes de llegar hasta la puerta del restaurante, situado en el extremo de una plaza pequeñita en pleno barrio de Malasaña. Al entrar en el local notaron al instante el calor de la calefacción. Calor que por otra parte agradecieron bastante porque a esas hora y en esa época del año, llevando el sol oculto al otro lado el mundo varias horas ya, el fresco de Madrid se acercaba más al frío que a la tibieza de otros lugares. Un camarero joven y perteneciente a una de esas nuevas tribus urbanas que han conquistado Madrid y la mayor parte de sus barrios más céntricos y típicos, largamente olvidados por los propios madrileños, le atendió. Una vez comprobado que tenían reserva el camarero les acompañó hasta su mesa situada por casualidad, aunque a ambos les gustó, junto a una de las ventanas que daban a la plaza y por la que se podrían ver los transeúntes que por ser Madrid una ciudad nocturna nunca faltan por las calles de la capital.

– Bueno pues ahora es cuando comienza de verdad la cita ¿no? – Dijo Anna una vez se hubo sentado en la mesa y él terminó de dejar su abrigo en el respaldo de la silla.
– Supongo que sí. – Sonrió él muy tímidamente.
– Te sigo notando muy nervioso. No pienses más en lo que te esté causando ese estado de nerviosismo porque si no, no disfrutarás de la velada. – Le aconsejó Anna mirándole a los ojos.
– Ya. Sabes lo que pasa, que llevo muchos años queriendo hacer esto y no estoy muy acostumbrado. – Replicó él sin saber muy bien de dónde había sacado las agallas para sincerarse de esa manera.
– Bueno. Las cosas al final llegan. ¿Qué se pide en este restaurante para cenar?
– Pues la verdad es que para cenar no lo sé muy bien, porque las veces que he venido siempre han sido para comer y siembre había menú.
– No serán muy diferente. La carta será la misma siempre y los platos también.
– Supongo. Creo que la pasta la hacen muy bien y de manera bastante original. Aunque no sé si a ti te gustará la pasta. – Se aventuró a decir él.
– La pasta gusta siempre y a cualquier edad a no ser que se sea muy rarito. – Rió ella.
– Es verdad. – Se sumó él a la broma.
– Por lo que leo, tienen una amplia selección de ensaladas. ¿Te apetece pedir una para compartir como primer plato?
– Sí, puede estar bien. Pide la que más te apetezca.
– ¿Y de segundo plato?
– No sé. Ya te digo las pasta la hacen muy bien. La primera vez que estuve aquí fue hace muchos años con un muy buen amigo que fue quien me descubrió este sitio al que venía con su novia y me pedí un pato de espaguetis que estaba deliciosos si no recuerdo mal. Pero ya han pasado muchos años desde entonces. – Comentó él recordando con cierto tono nostálgico en su voz, casi imperceptible salvo para él que lo notaba en su garganta.
– Creo que tú te vas a decantar por la pasta por lo que parece. – Dijo ella divertida dirigiéndole sin que él lo notara una mirara escrutadora.
– Sí. O eso o una pizza de pulpo que parece bastante exótico.
– Pues yo me voy a pedir un ceviche que la comida peruana siempre me ha gustado mucho.
– Pareces atrevida. Yo para la comida soy muy tradicional y conservador. No suelo innovar mucho. – Dijo él mirándola fijamente.
– Pues te pierdes muchos placeres de la vida. – Dijo ella devolviéndole la mirada y mostrando una especie de doble sentido en sus palabras que él en un principio no supo captar.

Volvió el camarero y les tomó nota de la cena. Poco después trajo la bebida: agua y vino. Antes de retomar la conversación Anna se adelantó a llenar ambas copas con vino y propuso un brindis que a él le dejó un tanto desconcertado y cohibido por lo que implicada.

– ¡Por esta velada inolvidable del teatro de la improvisación! – Dijo Anna levantando levemente la copa mostrándosela a él y animándole a que con la suya la chocara.
– ¡Por esta velada! – Respondió él al brindis con algo de timidez.

Comieron y bebieron muy a gusto. Durante la velada ella habló y preguntó mucho más que él. Él por su parte contestó a casi todo lo que ella le preguntaba con interés, sin ánimo de cotilleo simplemente para que él se soltara y perdiera esa tensión que tenía encima. Anna le preguntó por su trabajo y él la explicó en qué consistía trabajar en una editorial de libros aceptando y rechazando novelas, redactando cartas de agradecimiento sutiles a escritores que probaban suerte en un mundo, el editorial, muy complicado y casi hermético, en el que es muy complicado entrar si no tienes a alguien dentro o con contactos dentro, pero no imposible de conseguir. A Anna le resultó muy curioso que trabajara en algo diametralmente opuesto, y estas fueron sus palabras textuales, a lo que había estudiado y a lo que por destino quizá debería haberse dedicado. En ese punto él no fue del todo sincero y tras vacilar un poco en su explicación se inventó una pseudo mentira para no contarla la verdad, una verdad que en el fondo seguía provocándole algo de vergüenza, o si no vergüenza sí un sentimiento de melancolía y dolor por la pérdida de tiempo, las sinsabores y las decepciones que supuso su paso por la universidad y su formación como ingeniero. Anna se dio cuenta de que no decía toda la verdad. Mucha experiencia tenía a sus espaldas como para no darse cuenta cuándo un hombre no estaba diciendo toda la verdad. En ningún momento ella se creyó esa milonga sobre que al acabar la carrera probó a trabajar en su mundo pero que secretamente seguía escribiendo y metido de lleno en clubes de lectura y escritura, donde conoció a un par de personas que tras leer alguna de sus criticas sobre libros, algunos artículos y varios relatos cortos le ofrecieron conocer a los “jefes” de la editorial en la que a día de hoy trabajaba. Y en el fondo él supo que la excusa que dio a Anna para justificar su trabajo en un mundo profesional tan alejado y en ocasiones, sino siempre, enfrentado a las ciencias, los números y las tecnologías, no había terminado de calar.

En un momento dado de la cena, cuando estaban tomando ya los postres, él unas natillas caseras con una galleta maría encima y canela espolvoreada, ella una tarta de queso totalmente artesanal y con pinta de haber sido hecha esa misma mañana, ocurrió algo que hizo que él se terminara de sincerar con ella con respecto a sus sentimiento, por mucho que eso le incomodara y no quisiera hacerlo. Mientras ella comía distraída su tarta de queso él se quedó mirándola, viéndola allí sentada en frente de él, contemplando sus suaves rasgos, su pelo castaño ondulado semirrecogido en la nuca dejando su cara libre. No quería que ella se diera cuenta de esa mirada furtiva que él pretendía que fuera secreta, como cuando de pequeños miramos jugar a la niña que nos gusta y a la que nos gustaría decir algo para que nos dejara jugar con ella. Pero ella se dio cuenta.

 – ¿Qué miras con tanta insistencia? – Dijo ella al levantar la cabeza en un instante, probablemente para preguntarle algo a él, pregunta que se vio abortada al descubrirle mirándola y apartando rápidamente la vista de ella.
– No, nada. – Dijo él volviendo a sus natilla, algo avergonzado, sintiendo el rubor subirle a las mejillas.
– ¿Tengo monos en la cara, o se me ha quedado la nariz manchada de vino al beber, o es que tengo algo entre los dientes? Porque mirarme me estabas mirando digas los que digas. – Repitió ella usando un tono irónico, sabiendo que le estaba poniendo en un aprieto y que él se estaba poniendo más rojo que un tomate.
– Simplemente te estaba mirando. Sólo eso. – Dijo él intentando excusarse.
– Ya. Por eso te estás poniendo colorado. Pareces un alemán que acaba de venir de Mallorca. – Volvió a insistir ella empezando ya a esbozar en su cara una sonrisa.
– Vale. Sí te estaba mirando. Me pareces la mujer más guapa que he visto nunca y no puedo dejar de mirarte. Tus ojos me impresionan y a la vez me dan miedo de los bellos que son. – Aceptó por fin él asumiendo el calor que le seguía subiendo y haciendo que el cuello de la camisa se quedara pequeño.
– ¿Y por eso te avergüenzas? – Preguntó ella sorprendida.
– Sí, porque no me había pasado antes con ninguna mujer con las que he estado. Me gustas. Me gustas mucho y solo puedo admirarte, mirarte a hurtadillas porque si lo hago de frente, al descubierto siento que no lo merezco.
– Muchas gracias por el piropo, al final vas a conseguir que yo también me ponga colorada. Pero no digas que no puedes mirarme de frente y abiertamente. Estoy aquí también porque yo quiero estar. – Apuntó ella cogiéndole la mano por encima de la mesa.
– Lo sé. Aún así todo esto es nuevo para mí.
– Nuestro conocido en común, Miguel el del local de anoche, no me ha dicho eso.
– ¡Ah! ¿Y qué te ha dicho ese viejo bribón? – Quiso saber él algo desconcertado por la revelación de Anna.
– No soy la primera chica con la que quedas en ese bar.
– Cierto. Pero eres la primera chica con la que no sé que tengo que hacer. Eres la primera mujer que ha desajustado todos mis planteamientos previos. Las mujeres con las que me voy del local algunas noches no son como tú, no me gustan en el fondo. Sí, suelen ser atractivas y por ello acabo con ellas en la cama. – A medida que hablada se estaba dando cuenta de que estaba ganando en confianza y de que Anna no le quitaba la mirada de encima, esos ojos escrutadores tan profundos que se podría bucear en ellos y descubrir un mundo nuevo. – Pero tú eres diferente.
– ¿No quieres acabar conmigo en la cama? – Preguntó ella cortante, sin querer ser brusca ni grosera, simplemente uso un tono algo más firme para causarle cierta impresión a él; impresión que por supuesto causó.
– ¿Cómo? Bueno...eh...sí claro. Digo no. Bueno supongo. – Empezó a tartamudear él.
– ¿Entonces por qué dices que soy diferente? – Siguió ella empleando ese tono firme que le tenía acogotado.
– Claro que quiero acostarme contigo. – Al escucharse decir esto cambió de tono porque pensaba que había sonado demasiado directo, vulgar, típico. – Pero la diferencia entre tú y el resto de mujeres con las que he acabado en la cama es que a ellas no las quería, sólo me gustaban, me atraían físicamente. Tú no sólo me gustas sino creo que te quiero. – Terminó de sincerarse él.
– Sólo hemos hablado dos veces, ayer y hoy, ¿y ya me quieres? En el fondo no sabes nada de mí, y no creo que me quieras como dices que me quieres. No creo que puedas hacerlo nunca. – Dijo ella, ahora sí usando un tono entre firme y cordial que no buscaba enfrentarse con él, ni reprocharle nada, sino más bien todo lo contrario, hacerle ver qué es lo que estaba pasando.
– Bueno, espero que haya más veces en las que podamos hablar, y más a menudo también. Me gustaría contemplar esos ojos muchas otras noches, y días también. Me gustaría que esos ojos se fijaran en mí más a menudo, me escrutaran y me hicieran rehuir tu mirada. También me gustaría oler ese pelo tan hermoso, besar esa piel tan morena y tersa. Pero en el fondo lo que yo quiera no vale nada.
– Al final sí que vas a hacer que ponga colorada. A mí tampoco ningún hombre me había dicho nunca estas cosas, ni se había sincerado tanto conmigo. Muchos sólo han salido conmigo un par de semanas para exhibirme en público como si fuera un perro al que sacan al parque a pasear.
– Estas cosas las diré siempre, porque son verdad, son lo que siento. – Terminó diciendo él, ya apartando la mirada de los ojos de Anna que habían vuelto a recobrar la intensidad anterior.
– Y siempre te las agradeceré. Por cierto la cena ha estado muy buena y el sitio me ha gustado mucho. – Concluyó Anna cambiando de tema.
– Me alegro. Al menos me iré tranquilo a casa sabiendo que mi elección tanto con el teatro como con el restaurante has sido acertadas. Si quieres pedimos la cuenta y nos vamos. – Dijo él algo abatido, pensando que quizá con todo lo que había dicho, mostrándose más sincero y directo de lo que nunca había sido con ninguna mujer, Anna se había sentido incómoda y la cita iba a acabar ahí.
– Todavía no ha terminado la cita. Todavía queda noche. – Añadió Anna sonriéndole de manera provocativa.

Y en el fondo ella decía la verdad. La noche no había hecho más que comenzar en Madrid, una ciudad que los fines de semana vive por la noche, sale por la noche, se divierte por la noche; aunque de esta vida nocturno él no hubiera tenido constancia hasta hace apenas unos cuantos años cuando decidió darle un cambio radical a su vida y dejar toda su ética a un lado, todos sus principios aparcados en el garaje de su mente, para salir y olvidarse de su sentido más desarrollado, el sentido común que le había hecho no probar nunca la noche madrileña por pensar que era algo pobre intelectualmente hablando que nada le iba a reportar a nivel personal, pensamientos que terminó por corroborar cuando empezó a salir y a terminar en la cama con mujeres que habían pasado ya por otras camas otras noches, y a ver cómo el ser humano se rebaja hasta límites insospechados para divertirse de manera ficticia, con alcohol y sexo físico.

Caronte.

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