jueves, 31 de diciembre de 2015

Fin de 2015

Hace exactamente dos años comencé a escribir en este blog. Mi primer artículo se tituló exactamente como este pero con el año 2013 y no con el 2015. Qué rápido pasa el tiempo o eso me parece a mí. Aunque eso del tiempo es relativo, ya lo pronosticó Einstein en su famosa teoría. En el fondo todos los años tardan lo mismo en pasar y en agotarse. Todos los días duran lo mismo desde que el mundo es mundo, o no quién sabe. Sí sé que para mí este año que ya se está acabando ha tenido dos velocidades bien diferenciadas. Una primera velocidad, de vértigo por cierto, fue la que hizo que de enero a julio los días pasaran volados, sin tiempo para disfrutarlo ni para darme cuenta de que estaban pasando. Otra velocidad se dio a partir de julio, y más concretamente en septiembre, cuando todo cambió ya que no tenía la universidad en el horizonte de octubre sino más bien la vida laboral: esa vida que por desgracia todavía no ha hecho acto de presencia salvo por el hecho de estar en el paro como decenas de miles de españoles, entre ellos muchos jóvenes.

En apenas unas horas las casas, hoteles, restaurantes y salas de fiestas se llenarán de familiares, amigos, desconocidos y clientes para celebrar el final del 2015 y dar la bienvenida al 2016. Qué raro queda escribir el nuevo año cuando todavía no ha llegado. Pocas horas para pensar o hacer nada que no sea prepararse para la cena de Nochevieja, en familia, con amigos o en soledad, que de todo tiene la viña del señor, y para las campanadas que darán la bienvenida al nuevo año como es tradición en este país al que llamamos España. Bueno eso de que es tradición vamos a dejarlo porque desde hace ya unos cuantos años se ha instalado la costumbre y tradición absurda y ridícula de celebrar el año nuevo a las doce del medio día del día treinta y uno o en la media noche del treinta, justo un día antes de que ocurra de verdad. No sé a quién se le ocurrió la idea, ni me importa porque no es el culpable de humillar a la gente y hacer que hagan el ridículo, pero sí me gustaría que todo aquel que celebra esas “preuvas” intente reflexionar sobre ese hecho y que le busque sentido. Yo no puedo hacerlo (encontrar un sentido a celebrar antes de cuando toca al fin de año, igual de absurdo y ridículo me resultaría celebrar mi cumpleaños en septiembre siendo en abril como es).

Esas “preuvas” no es más que un síntoma más de una sociedad que hace tiempo perdió el rumbo y no sabe muy bien donde se dirige. No me resigno a en un día como hoy seguir siendo crítico. No voy a usar este día para desear mis mejores deseos a todo el mundo, lo conozca o no, por redes sociales como también es costumbre ya. No voy a caer en la trampa de por un día dejar de ser la persona que soy y creerme mucho más concienciado con la sociedad y acordarme de la gente que lo pasa mal o de pedir deseos para que la gente en general viva en paz, no pase hambre y sea feliz. No. Pediré algo que parece que hace tiempo que nadie pide a juzgar por cómo va la sociedad. Pido para el 2016 que a cada cual se le otorgue aquello que merece, ni más, ni menos. Pero eso no ocurrirá. Será un deseo tirado a la basura como lo son la mayoría. Y además los deseos que se dicen el público en voz alta o se escriben para que todo el mundo vea y lea lo buena persona que se es, no se cumplen. Son las normas de los deseos.

Como todos los años llegará medianoche y como todos los años desde los televisores se nos dirá cuál es el ritual de las campanadas, como si no lleváramos varias generaciones asistiendo a lo mismo año tras año. Me gustaría que un año hubiera algún presentador que se arriesgara y se riera de todos nosotros equivocándonos a posta. Creo que se causaría un caos que haría que este país se fuera a la mierda. No hay que olvidar que si no nos dices qué debemos hacer y cómo, no sabemos hacer nada (para ejemplo no hay más que darse cuenta de que Telecinco es una de las cadenas más vistas de este país, con programas como Sálvame, MYHYV y GH entre los más seguidos; programas que matan neuronas como Hitler mataba judíos). También me gustaría que un año cayera tal niebla sobre Madrid que el reloj de la puerta del Sol no se pudiera ver ni a cinco metros y nadie pudiera ver las campanadas por televisión, ni en directo. En este último caso no sé qué pasaría. A lo mejor las repetíamos al mediodía del primero de enero.

Para mí esta noche será como las últimas 25 noches de fin de año de mi vida. La pasaré en familia, aunque cada vez con menos familia ya que mis primos se van cada uno a sus respectivos pueblos de sus familias políticas, cosa que nunca han hecho, será que ahora está de moda pasar una Nochevieja rural rodeado de paletos (aunque también es cierto que seguramente en los cotillones que se hagan en Madrid capital habrá mucho más paleto que allí). Supongo que también tendrá su encanto, yo no se lo veo. Cenaremos en mi casa mis cuatro abuelos, mis padres y mi tío soltero. Mañana será el primer día del año y llegarán también las tradiciones, éstas ya de verdad: el concierto de Año Nuevo de Viena que no me pierdo desde que tengo uso de razón; los saltos de esquí desde Garmisch en los Alpes, aunque no sé si este año habrá mucha nieve para que los puedan celebrar; y la enorme tarde de sillón apoltronado delante de la televisión viendo películas infumables en las que la felicidad y el amor, junto con los pétalos de rosa y el aroma a fresas recién cortadas lo inunda todo.

Las tradiciones de otros serán tomarse un buen chocolate con churros para dar la bienvenida a la mañana y empalmar la noche de juerga, fiesta y desmadre a lo loco y sin cabeza que se desarrollará a partir de las doce de la noche una vez la última uva haya llegado al estómago y empiece a ser digerida. Hace unos años envidiaba a todos aquellos que habían tenido la oportunidad de salir en Nochevieja para asistir a una macro fiesta, que no es ni más ni menos que un botellón en una sala cubierta donde las copas cuestan un riñón, material y metafóricamente. Ahora doy gracias de no haber ido nunca a ese tipo de fiestas que lo único que consiguen es degradar al ser humano a su nivel más bajo, aunque algunos las defiendas como una manera de divertirse (es una pena que la sociedad considere esas fiestas como una manera de diversión, pero ya dije antes que la sociedad lleva perdida unos cuantos años, sino una generación completa).

Yo veré el concierto de Año Nuevo de Viena, como siempre. Leeré y quizá escribiré tal y como estoy haciendo en este instante. Tengo, por cierto, que acabar una novela que empecé este año que ya está a punto de expirar y que la verdad hace tiempo que se me fue de las manos y que soy incapaz de controlar; aunque llevo unos meses bastante centrado en su redacción y creo que quizá en un mes esté completamente acabada y lista para publicar. Esto de publicar es un verdadero sueño, algo que sé que es más improbable que que me eche novia este año. Nunca se tira la toalla aunque cada vez está más cerca (no de publicar si no de lo otro).

No sé muy bien qué pedir para el 2016. Sé que va a ser un año determinante en mi vida. Sé que no va a ser como los anteriores. De hecho este 2015 que se acaba y que espera ya a que el Reloj de la Puerta de Sol dé las campanadas para certificar su muerte, ya ha sido diferente a los anteriores. Dije al principio que ha tenido dos velocidades en mi vida. Y es así. Si la primera mitad del año, pendiente del Proyecto Fin de Carrera en la Escuela y de aprobar todas las asignaturas (asignaturas maría por cierto por mucho que muchos digan que eran complicadas y difíciles de sacar, seamos sinceros por una vez), se me pasó volado y de manera muy intensa. La segunda mitad de este año ha sido muy diferente. Ya no había un PFC que estuviera en mi cabeza constantemente, no quitándome el sueño ya que el sueño me lo han quitado otros asuntos, asuntos que realmente sí eran importantes, pero estaba la cuestión de empezar a trabajar, de encontrar trabajo.

Este 2016 al que le quedan apenas unas horas para ver la luz, o mejor dicho ver la oscuridad de la noche, ya que todos los años nacen de madrugada, al menos sus semanas iniciales las preveo semejantes, sino clavadas, a la segunda mitad de 2015 para mí. No hay trabajo todavía en España para aquellas personas que estamos buscando uno, al menos en la ingeniería civil. Bueno sí lo hay, pero primero están aquellos que tienen un expediente realmente deslumbrante, que se lo han currado como esclavos su libertad, deslomándose y sudando la gota gorda, pero que han sabido vivir y disfrutar todo en su justa medida; luego entran a trabajar aquellos a los que papi o mami (aunque en mi carrerea lo más normal hasta ahora era que fuera papi) les han conseguido colocar en sus propias empresas o con amigos, a los que llaman contactos; luego vienen los de expediente académico también esplendoroso y brillante pero que no han sabido hacer otra cosas que dedicarse a ello en cuerpo y alma y viven amargados e infelices; y supongo que por último empiezan a trabajar, siempre que no tengan que irse a otro país a hacerlo por encontrarse con condiciones laborables que solo son superadas a peor por los fabricantes de balones de la FIFA de Bangladesh, los que ni tenemos un expediente reluciente, ni tenemos “contactos” ni nada por el estilo.

Supongo que 2016 será el año en el que empiece a trabajar y pueda por fin demostrar lo que valgo, aunque no tenga un título de inglés por Cambridge, o una matrícula de honor en alguna asignatura o no esté matriculado en un máster carisisisimo de una universidad privada de nombre en inglés tan repelente como un niño vestido con pantalón corto en pleno enero para ir al colegio. Supongo vamos. Pero de momento eso no me preocupa, al menos hoy. Hoy toca despedir a 2015 como se merece y desear que 2016 sea mejor, siempre mejor. Espero que 2016 traiga a España una mejor situación económica real para aquellos que lo pasan mal mes a mes. Espero que 2016 acabe con los políticos faltos de alturas de miras y de sentido de estado. Espero que 2016 sea un año en el que de verdad se afronten los problemas de la sociedad, no ya solo desde las instituciones públicas del Estado, sino desde la propia sociedad que es la que mueve el mundo y la que debe regir su propio destino. Espero ante todo que 2016 marque un cambio de tendencia en una sociedad masificada, individualista y egoísta que solo se acuerda de los refugiados sirios cuando ve a un niño pequeño muerto en una playa, o de los niños pobres que hay en este país cuando el Padre Ángel sale por televisión. Para que todo mejore debemos mejorar todos y cada uno de manera individual y no pensar en que si el vecino no cambia yo tampoco tengo porqué cambiar.

Aunque antes de ponerme a escribir el artículo me propuse no hacerlo excesivamente largo, al final como casi siempre que me pongo a escribir me he pasado. Debo terminar. Espero que 2015 acabe bien, le quedan pocas horas ya así que si hasta ahora no ha ido mal no la jodamos en el tiempo de descuento como quien dice. Espero también que 2016 sea un buen año. No voy a pedir riquezas, ni salud, ni prosperidad a mansalva para todo el mundo, ya lo he dicho antes. Pido que 2016 sea un año tranquilo que cada uno obtenga aquello que merezca, que aunque parezca un deseo injusto creo que es todo lo contrario. Pero ante todo pido para 2016 felicidad que es un sentimiento objetivo ya que para cada persona la felicidad es de una manera; solo pido que  cada persona que lea este blog, o este artículo (poca gente de todas maneras), sea feliz sin matices y encuentre la felicidad si no la tiene a día de hoy.

Por todo esto deseo (aunque hasta mediados de febrero o así se puede seguir deseándolo):

¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO 2016!!!

Caronte.

miércoles, 30 de diciembre de 2015

El Vals del Emperador (LXV)

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(Viene de la entrada anterior.)

Como no iban a salir del hotel en toda la noche no cogieron nada de abrigo. Salieron de la habitación y se dirigieron hacia la primera planta del hotel donde estaba el gran salón comedor que serviría esa noche de escenario para una de las celebraciones más exclusivas de cuantas en esos momentos estarían comenzando en Viena para festejar el fin de otro año y el comienzo de otro. Celebraciones que en muchos casos, sino en todos obvian que eso que se celebra no es ni más ni menos que el paso del inclemente, inmisericorde e incesante tiempo, que nos ve a todos pasar por la tierra, desgastándonos poco a poco como el agua, el viento y los a agentes climáticos hacen con las montañas, consumiéndonos sin que nos demos cuenta salvo en el último momento cuando ya es demasiado tarde para apreciar todo eso que nos ha pasado y a lo que llamamos vida.

La entrada al gran salón comedor estaba llena de gente. Una multitud ordenada que no se apelotonaba a la entrada para ser dispuesta por mesas individuales, colectivas o por parejas. Nada en esas esferas sociales era estrambótico ni fuera de lugar. Todo estaba preparado y dispuesto. Apenas pasaban unos minutos de las ocho de la tarde, muy pronto para una cena de fin de año en España, pero la hora justa en aquellos lares centroeuropeos. Como ellos no tenían que esperar a nadie, ni formaban parte de ningún grupo se dirigieron directamente a la entrada del comedor. A medida que avanzaban hacia dicha entrada, ella cogida del brazo de él y él dirigiendo su caminar hacia el camarero que estaba esperando a atender a los clientes que fueran a celebrar con ellos la noche de fin de año, él iba notando como todo el mundo que estaba esperando fuera todavía del comedor tenía su edad, la mayor parte eran hombres, alguna mujer también había pero estaban dispuestas en grupos mucho más pequeños. Para sí pensó que la sociedad todavía se divide en grupos casi sectarios por sexos y la mezcla de ambos es complicada como la del agua con el aceite; si hubiera sido más fácil seguramente todos aquellos hombres que como él habían estado solteros mucho más tiempo del deseado habrían encontrado pareja antes.

Las miradas de muchos de los hombres que estaban en esa especie de antesala del gran salón comedor se dirigían inevitablemente hacia un objetivo común: Anna. Esto era algo de lo que él también se fue dando cuenta aunque no quiso darle demasiada importancia. En el fondo él sabía que era algo normal. Anna estaba espectacular. Hubiera deslumbrado en cualquier fiesta de gran gala a la que hubiera ido; hubiera dejado en meros maniquíes a cualquier modelo de alta costura. Iba sonriendo, bien agarrada al brazo de él, como diciendo que por mucho que miraran esos hombres ella solo iba a disfrutar de la noche con uno y no era ninguno de ellos sino él que ya estaba diciendo al camarero de la entrada del salón quiénes eran para que les llevaran a su mesa.

Ya dentro del salón ambos se dieron cuenta de que a pesar de toda la gente que aparentemente estaba fuera del mismo esperando a que se completaran los grupos de amigos, compañeros de trabajo o parejas de conocidos y amigos, el salón estaba ya ocupado. Había ya mesas ocupadas por personas, en su mayoría mayores que ellos, algunas bastante mayores. Otra época. Otra edad. Otras costumbres que indicaban que la cena en Viena se toma sobre las siete de la noche y de manera puntual. Los jóvenes pierden las costumbres y las tradiciones y las adaptan a sus gustos y formas de ser, mucho más laxas de las de aquellos que ya ocupaban las mesas del salón comedor y ya habían empezado a cenar.

Como la cena era de menú cerrado, no tuvieron que decidir qué iban a pedir al camarero para hacer disfrutar a sus paladares durante esa última cena del año. Simplemente se dispusieron, uno enfrente del otro para disfrutar de esa velada, que ambos deseaban que fuera inolvidable y que pudieran disfrutar sin problemas. El salón comedor estaba decorado con elegancia, sin elementos estrambóticos que desentonaran allí. Nada tenía que ver con esos salones profusamente decorados que en España algunos hoteles o anfitriones enseñan o de los que se sienten orgullosos creyendo que han conseguido asombrar a sus invitados pero lo único que consiguen es que los ojos sufran ante tantos y tan variados elementos decorativos, que si centros de mesa con flores rojas, naranjas, amarillas, piñas secas, pétalos desecados, candelabros con más velas de las asumibles por una catedral en plena Semana Santa, tres o cuatro copas por comensal, además de los innumerables cubiertos que nadie sabe para qué sirven. El salón del Sacher simplemente mostraba su gran estilo, ese estilo clásico actualizado a los tiempos en el que los adornos rococó no hacían daño a la vista ni abarrotaban las mesas y los espacios vacíos del salón.

Sobre las mesas sólo estaban los cubiertos y un plato de fina porcelana decorado con un borde floral dorado sobre el que descansaba una servilleta sencillamente doblada. La cubertería era de plata y la cristalería parecía de bohemia. En el centro justo de la mesa, cuadrada para más datos, había un pequeño centro floral con flores frescas y aromáticas. En un lado de la mesa había un candelabro con dos velas de color crema encendidas que arrojaban su tenue luz sobre el rostro de ambos. Pese a que todas las mesas estaban prácticamente igualmente decoradas, había alguna excepción hecha probablemente previo pago de una suma importante de dinero al Sacher para romper la armonía decorativa.

– Qué bonito está el salón. – Comentó Anna una vez ambos estuvieron sentados en la mesa y dispuestos a comenzar la velada.
– En sitios como este se curran bastante estas ocasiones. Si el Sacher no supiera organizar y decorar una fiesta como esta no sería uno de los hoteles más disputados en fin de año. – Le explicó él.
– La gente que había fuera esperando, ¿qué serán grupos? – Preguntó ella.
– Probablemente. Se te has fijado era gente más joven que la que ya estaba dentro del salón cenando. Más o menos de nuestra edad. Aunque muy probablemente todos de buenas familias acomodadas de Viena y de todo el mundo. – Comentó él sin mirar directamente a Anna sino al resto del salón, observando cuánta gente había ya sentada en las mesas.
– Por cierto estuvo esta tarde en la habitación tu amigo Alberto. – Dijo Anna cambiando de tema y el tono de su voz, pasando de un tono neutro de comentario anodino, a otro mucho más alegre e interesante.
– Ya. Lo sé. Se me ha olvidado decirte que estuve con él esta tarde.
– ¿Y cómo te ha encontrado si yo no sabía dónde estabas y no pude decírselo? – Se extrañó Anna.
– Pues supongo que es más listo que nadie. De hecho siempre lo ha sido. Yo también me he sorprendido al verle esta tarde entrar donde estaba tomándome un café. – Confesó él.
– Te habrá dicho entonces que mañana hemos quedado en ir a su casa a tomar café y celebrar el año nuevo. – Dijo Anna sonriendo anticipándose a la sorpresa que ese plan urdido casi a su espalda entre ella y Alberto.
– Sí. Eso también me ha pillado por sorpresa. Es lamentable que a uno no le tengan en cuenta para hacer planes. – Dijo él sonriendo y mostrando un falso tono de resignación.
– Ya pero como tú también vas a tu bola... Déjanos al menos que alguna vez los que te ignoremos seamos el resto. – Añadió Anna sonriendo igualmente y mirándole a los ojos para que él viera que seguía en broma.
– Ya en serio, me parece muy bien que hayas aceptado la invitación de Alberto en mi nombre para ir mañana a tomar algo con él a su casa. – Dijo él cambiando la sonrisa divertida que tenía en la cara por otra algo más seria.
– ¿Entonces te vienes? – Dijo Anna como si no hubiera estado esto claro desde el principio.
– Claro. – Dijo él sorprendido de verdad.
– Me alego también. Yo iba a haber ido de todas maneras. – Dijo Anna volviendo a sonreír abiertamente.
– ¡Qué bribona! – Terminó por añadir él viendo que ella le había logrado asustar ligeramente.

Callaron unos minutos. El camarero volvió a su mesa para llevarles el vino que regaría toda la cena. Dejó junto a la mesa una cubitera donde metió la botella después de llenar ligeramente las copas de ambos. El camarero les preguntó si aparte del vino iban a querer una botella de champán. Tanto él como Anna coincidieron que el champán mejor para brindar por el nuevo año. Lo que si pidió él al camarero fue una botella de agua, ya que aunque de vez en cuando para comer o cenar tomaba algo de vino, prefería el agua para acompañar la comida. Además el vino, ya fuera tinto, blanco o rosado, no era el alcohol que mejor le sentaba, ni mucho menos el que más le gustaba; aunque de hecho no le gustaba ningún alcohol.

– Ten cuidado con el vino a ver si se te va a subir a la cabeza. – Le comentó Anna irónica.
– Ya. – Apuntó él escuetamente sonriendo.
– No quiero tener que pedir ayuda al final de la noche a un par de botones o camareros para que te suban a la habitación. Prefiero tenerte sobrio. – Añadió Anna acariciándole la mano derecha con las suyas.
– ¿Y para qué me quieres tener sobrio? – Preguntó él con toda la intención del mundo achinando un poco los ojos como con malicia.
– Échale imaginación. – Rió Anna.

Pronto volvió el camarero acompañado por otro ayudante. Les sirvieron los primeros entrantes de la cena. No eran gran cosa, al menos en cantidad, ya que la presentación de los mismos era delicadísima y minimalista, aunque no tanto como para que la decoración y presentación del plato eclipsara la propia comida y éste no fuera más que un pequeño bocado devorable en apenas unos segundo y apenas degustable por escaso.

– ¿Sabes una cosa Anna? – Dijo él mientras probaba la comida que el camarero les había puesto delante.
– Dime.
– Cuando he visto esta tarde a Alberto, aparte de decirme “pero qué narices hace éste aquí” y pensar luego “menuda tontería, si puede estar en algún lugar Alberto, ese es Viena, ya que trabaja aquí”, me he alegrado un montón. Ha sido liberador. – Confesó él.
– Me alegro. ¿Le has pedido perdón por no llamarle? – Quiso saber Anna.
– Sí. Y también por quizá no haber sido amigos desde que nos volvimos a rencontrar.
– ¿Y él qué te ha dicho?
– Nada. Le ha quitado importancia al asunto. No me merezco conocer a personas así. Alberto es especial. No sé cómo definirlo. Es un gran tipo. Siempre dice aquello que uno necesita escuchar, sin dejar de decir aquello que no queremos pero que es necesario decir. No sé si me explico.
– Te explicas perfectamente, en tu estilo enrevesado, pero se entiende de lo quieres decir. A mí también me ha parecido una buena persona. Y eso que no hemos estado hablando más que unos minutos y de manera apresurada.
– ¿Y sabes otra cosa Anna? – Volvió a interrogarla él para que ella se interesara.
– ¿Qué? – Respondió con interés ella.
– Siempre has tenido razón en todo. Creo que debo dejar de preocuparme tanto por el pasado, por lo que hice o dejé de hacer, por lo que dije o callé, y centrarme más en el ahora. En vivir buenos momentos sin pensar en los pasados que no tienen solución. – Confesó él con un tono algo más serio de lo habitual pero sin caer en esa melancolía tan característica de él cuando tocaba este tipo de temas.
– Por fin de tas cuenta de ello. Las mujeres solemos tener razón casi siempre. – Dijo ella medio en broma medio en serio para conseguir que él volviera a un humor menos serio y nostálgico y más distendido.
– La verdad es que sí. – Concedió él de manera sincera. – El día en que el mundo se dé cuenta del sentido común que las mujeres tenéis y de ese sexto sentido que os hace ver todo con una perspectiva que al resto de la humanidad se nos escapa, el poder masculino está acabado. – Añadió él diciendo lo último con un tono relativamente irónico para picarla.
– El día que pase eso los hombres solo serviréis para procrear. – Dijo Anna divertida entrando al trapo.
– Bueno. No es mala misión para los hombres. El sexo es algo que todo hombre desea casi a todas horas. – Añadió él sonriendo divertido.
– ¿Y quién te ha dicho que la procreación se haría a la manera natural? – Apuntó Anna sonriendo de manera maliciosa y pícara a la vez, si es que estas dos características pueden ir separadas.
– Hombre, siempre es más natural y placentera.
– Para los hombres sí. Pero, ¿y para las mujeres? – Cuestionó Anna como si en un juicio ella fuera la infalible fiscal que acusa y acosa sin tregua al reo.
– Supongo que también. Si no os quedaríais sin sexo con hombres. – Dijo él usando una lógica masculina algo coja en su argumentación.
– Pero nos quedaría el femenino, que te puedo asegurar que es mucho más placentero. – Concluyó ella sonriendo aún más pícaramente, dejándole a él totalmente desconcertado por esa afirmación.
– ¿Te has acostado alguna vez con una mujer? – Preguntó él dejando a un lado el tono irónico para pasar a un tono entre desconcertado y curioso.
– Con una no. Con varias. – Respondió Anna con total normalidad.
– ¿A la vez? – Preguntó él casi a bocajarro.
– Pero qué mente más calenturienta.
– Calenturienta no. Curiosa más bien. – Se intentó justificar él, dándose cuenta de que quizá su interés y el morbo que el hecho de que Anna se hubiera acostado con mujeres le producía, le habían hecho parecer un depravado sexual. – Pero no has contestado a la pregunta. – Terminó diciendo él para incitarla a responder.
– Y no te voy a contestar. – Dijo Anna sonriendo y achinando sus ojos divertida como estaba viéndole sufrir de interés y curiosidad. – Te lo dejo a tu imaginación.
– Eres una caja de sorpresas Anna. – Dijo él dando ya la batalla por perdida.
– ¿Por qué? ¿Nunca has tenido una experiencia sexual de cualquier tipo, no hablo de sexo, con un hombre? No creo que sea algo extraño, raro o de lo que haya que avergonzarse. – Preguntó ella ahora con inocencia.
– ¿Yo? – Dijo él sorprendido.
– No hay nadie más en la mesa a quien pueda preguntar. – Dijo Anna arqueando sus cejas en gesto de evidencia.
– No es un tema en el que me sienta cómodo.
– Te da vergüenza.
– No, pero...
– No era una pregunta. Es normal que te dé vergüenza. La sociedad nos hace ver estos temas como si fueran algo tabú que hay que esconder. Yo no pienso así. El sexo es salud. Conocerse a sí mismo, experimentar, cuestionarse las cosas es sano. – Dijo Anna mirándole a los ojos con seriedad pero sin dejar de  sonreír.
– Pero a ti te gustan los hombres, ¿no? – Preguntó con interés él.
– Sí. De hecho prefiero acostarme con un hombre en términos generales. Pero hay cosas que los hombres no pueden hacer, y nunca conoceréis realmente lo que nos gusta y lo que nos da placer. O no todo. Sois bastante egoístas en ese aspecto. Buscáis vuestro placer únicamente. Si además conseguís el nuestro os dais con un canto en los dientes y os creéis que nos habéis dado placer vosotros. Cuando no es así. – Respondió ella intentando ser lo más sincera posible. – Además no creo que sea excluyente el que me gusten preferiblemente los hombres con que también pueda considerar acostarme con una mujer que me resulte atractiva.
– En el fondo pienso yo lo mismo Anna. – Dijo él sin dejar de mirarla a los ojos. Aguantando esa mirada tan típica de ella que tantas veces le había hecho desviar la suya para no sentirse escrutado de tal manera que sus más íntimos secretos quedaran casi al descubierto.
– Entonces, me vas a decir si has tenido alguna experiencia sexual con algún hombre. – Volvió a insistir Anna intentando ocultar una curiosidad que realmente sí sentía.
– No he tenido ninguna experiencia sexual con un hombre. No. – Dijo él al fin, después de suspirar como lo hace quien sabe que es inútil no contestar algo. Y continuó diciendo: – Pero de joven, tendría trece o catorce años, si vi con un amigo algo de porno y nos masturbamos.
– Pero eso es algo que han hecho muchos hombres. – Dijo Anna sonriendo y quitándole mérito a lo que él acababa de decir.
– No sé para qué te digo nada. – Dijo él resignado y algo molesto por cómo Anna había casi despreciado su respuesta y confesión.
– ¿Pero por qué te enfadas? – Dijo Anna aún sonriendo divertida.
– Te confieso esto que nunca he contado a nadie, y tú lo menosprecias. – Dijo él.
– No lo menosprecio.
– Para mí aquello fue una especie de trauma. – Dijo él seriamente.
– ¿Por qué? – Quiso saber ella.

Caronte.

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martes, 29 de diciembre de 2015

El Vals del Emperador (LXIV)

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(Viene de la entrada anterior.)

En la recepción del Sacher seguía Rocío que al verle entrar y sacudirse la nieve que llevaba sobre los hombros de su abrigo y del pelo antes de que esta pasara de estar en estado semisólido, ya que la nieve no puede considerarse agua en estado sólido puro, a convertirse en pequeñas gotas de agua gélida que le mojaran y humedecieran el pelo se acercó a él para decirle que hacía algo más de una hora vino un hombre con gabardina a preguntar por él, que subió a su habitación y que tras unos minutos arriba volvió a bajar y a coger un coche oscuro y se marchó. Distraído todavía por su escapada furtiva al Café Central y sin prestar mucha atención, la justa como para saber de qué estaba hablando la joven recepcionista española, a lo que le estaba diciendo Rocío acertó a decir unas pocas palabras de confirmación de lo ocurrido y de que estaba al corriente de todo ya que ese hombre había por fin dado con él y habían hablado un rato; que simplemente era un viejo amigo que vivía en Viena y con el que se había rencontrado tras mucho tiempo. Sin prestar mucha más atención a la joven se dirigió hacia los ascensores y tras meterse en uno que acabada de dejar en el hall del hotel a varios huéspedes ya ataviados para la cena de fin de año pulsó el botón correspondiente a la planta de su habitación.

Encaró el pasillo que le llevaría hacia la puerta de su habitación algo nervioso. Él no entendía ese estado de nervios. No lograba comprender por qué estaba nervioso, ansioso y también algo temeroso por abrir la puerta y ver a Anna de nuevo. No quería imaginarse cuál podría ser la reacción de ella ante esa ausencia de inesperada premeditación. Por una lado quería verla enfadada, furiosa y molesta por haberla dejado sola en la habitación sin avisarla para irse por ahí tras dejar como aviso o anuncio de ese acto una simple nota escrita en un folio con membrete del hotel. Pero por otro lado temía que ella fuera indiferente, que no le importara en el fondo lo que él hiciera ya que él nada le debía a ella y era totalmente libre para hacer su vida tal y como quisiera sin dar explicaciones por sus actos y sin tenerla que tener en cuenta para ello. Esa mezcla de sentimientos le provocaba una especie de desazón interior que le tenía hecho un nudo en el estómago. Un nudo de nervios que mientras avanzaba por el pasillo del Sacher hacia su habitación se hacía más fuerte y le provocaba una especie de vértigo ante una situación para la que por mucho que imaginara posibles escenarios y por tanto posibles respuestas a los mismos, no estaba preparado.

Ahí estaba la puerta de la habitación con el número en siluetas de bronce dorado. Se llevó la mano al bolsillo de su abrigo y tocó la llave. La sacó y la sostuvo en la mano unos segundos mirándola, a ella y a la cerradura donde la tendría que introducir para poder girarla hacia la derecha y lograr que el mecanismo de cerrajería se desbloqueara y la puerta quedara libre dándole paso hacia el interior de la habitación. Interior que no estaría vacío sino que olería al afrutado perfume de Anna, que sin duda siendo ya la hora que era estaría arreglándose para bajar a cenar al gran comedor del Sacher, y que mostraría la actividad de una persona que está preparando todo para vestirse: armarios abiertos, fundas de vestidos con las cremalleras bajadas dejando al descubierto el tesoro que guardan en su interior, cajas de zapatos desperdigadas por el suelo y diferentes accesorios sobre alguna superficie donde mostrarlos.

Por fin se decidió a abrir la puerta. Para su sorpresa tuvo que dar dos vueltas a la llave en la cerradura. Anna había echado la llave en la habitación. Eso le demostraba, una de dos: que Anna se sentía algo insegura sin su presencia en la habitación; o que Anna había querido dejarle claro que lo iba a tener fácil para volver a entrar y fingir que nada había pasado. Al pensar en esta segunda opción él se dio cuenta de que quizá el recibimiento iba a ser más frío de lo que deseaba. Aún así siguió abriendo la puerta, ¿qué otra cosa podía hacer?

Al entrar en la habitación olió el perfume de Anna. Un perfume muy característico que llenaba toda la estancia con un aroma dulzón, nada ácido, como a él le gustaba. Anna estaba en el servicio con el secador del pelo encendido, aparato del demonio que lanzando esos bufidos constantes impedía escuchar cualquier cosa. Por eso Anna no se dio cuenta de que él ya estaba de vuelta en la habitación. Ni siquiera notó el portazo que sin que él quisiera dar, dio la puerta como si estuviera guiada por una mano malvada que quisiera desenmascararle. Sabiéndose todavía invisible, al menos no notado, aprovechó la ocasión para intentar sorprender a Anna. Por ello decidió pasar al cuarto de baño intentando aparentar la mayor normalidad posible, como si en ningún momento él se hubiera ausentado de la habitación.

– Ya estás casi preparada. Ya me puedo dar prisa yo. – Dijo él pasando al baño como si fuera el de su propio piso en Madrid.
– Hombre, el desaparecido en combate. – Dijo Anna parando el secador del pelo de inmediato para que el espantoso ruido del mismo no les impidiera a ambos escucharle lo que tuvieran que decirse.
– Siento haberme ido tan de repente Anna. Necesitaba tomar un poco el aire. – Dijo él a modo de excusa aun sabiendo que no iba a colar.
– ¿No has tenido suficiente aire libre en todo el día no? – Preguntó Anna irónica.
– Lo siento. – Dijo él de nuevo, acercándose a Anna que le miraba de manera indirecta a través del espejo fijándose en el reflejo de sus ojos en el mismo.
– No me tienes que pedir perdón. No estoy ofendida por nada. Quizá molesta. – Volvió a insistir Anna ahora ya girándose para mirarle directamente a la cara.
– Anna, necesitaba pensar en unas cosas. – Intentó justificarse él un poco más.
– No es verdad. Lo que has hecho es huir del presente para refugiarte en tu pasado. Ese pasado que quieres olvidar, pero que como el drogadicto con la cocaína, no puedes dejar atrás. – Sentenció Anna siendo mucho más dura de lo que él se hubiera imaginado. Su mirada era fría, pero no indiferente, había algo de compasión y comprensión en la mirada que Anna le estaba lanzando y con la que perforaba su alma.
– Puede que sí. Puede que no esté a la altura de una noche como esta, o de un viaje como este con una mujer de tu talla. – Dijo él, mezclando en su respuesta un doble sentido que Anna no supo descifrar correctamente.
– Puede que tengas razón. – Concedió Anna indiferente.
– Pero estoy aquí de nuevo, con unas ganas tremendas de celebrar el fin de año contigo como debe celebrarse una ocasión así. Además no sé si te habrás dado cuenta, pero está nevando. Mañana Viena está blanquísima. – Dijo él intentando acercarse a ella pero viendo como casi de manera imperceptible ella se echaba un poco hacia atrás para apoyarse en el mueble del lavabo para volver a la tarea que la entrada de él había interrumpido.
– No me vengas ahora con palabras bonitas. No estoy enfadada contigo porque ya eres mayorcito para hacer lo que quieras y no soy nadie para reprocharte nada, pero sí estoy molesta porque te creía algo más valiente para enfrentarte a los problemas, aunque vengan del pasado. – Volvió a decir Anna en un tono frío, duro y directo. Un tono que a él le hizo comprobar que Anna no iba a dejarse achantar tan rápidamente.
– Sé que me he comportado mal. Como un crío. Pero tú misma me has dicho en varias ocasiones que lo hecho, hecho está. No puedo volver atrás en el tiempo para no irme esta tarde a tomar el aire y pensar en mis cosas. Estoy en el Hotel Sacher con la mujer más bonita del mundo y voy a ir a la fiesta de fin de año con la mejor acompañante posible. Muy probablemente seré la envidia de cualquier hombre esta noche. Que me he comportado como un imbécil. Pues sí. Pero qué se podría esperar de alguien como yo. No doy más de sí. Siento muchas cosas Anna. Pero hay una cosa que no siento y es quererte como te quiero. – Terminó por confesar él, asumiendo toda la culpa, auto flagelándose como un penitente fanático en Semana Santa y sincerándose con Anna, que seguía vuelta de nuevo hacia el espejo con el secador en la mano.
– Ya puedes prepararte para la cena, que es tarde. – Contestó Anna inmutable ante lo que acababa de decir él, fingiendo una frialdad que ya no sentía, sabiendo que había ganado la batalla por esa ocasión. No añadió nada más, simplemente volvió a encender el secador de pelo que con su atronador ruido llenó el baño y la habitación de un estruendo atronador.
– Anna por favor, no seas tan dura conmigo. ¿Qué más quieres que haga? Dame por lo menos un beso, lo necesito. – Dijo él elevando un poco, o mejor dicho bastante, su tono de voz para poder ser escuchado por Anna a través del aire cálido y ensordecedor que emanaba del secador y a medida que se acercaba a Anna para abrazarla por la espalda, gesto que quedó inconcluso a medio camino por la repentina respuesta de ella.
– Tú lo que necesitas es alguien que te meta de verdad en vereda, o te suelte un buen guantazo en la cara. Deja de hacerte el zalamero y dúchate, o aséate, o vístete ya. Y el beso te lo va a dar quién yo te diga. – Dijo Anna amenazante con el peine que estaba usando para ahuecar su pelo castaño y que éste se secara por completo para posteriormente pasar a peinarlo. No pudo seguir fingiendo indiferencia o frialdad ante él y se le escapó una sonrisa en su cara.
– Vale, vale fiera. – Contestó él dándose cuenta del cambio de actitud que había surtido efecto en Anna. – Me quedo sin beso de momento. Entendido. Me vale con esa sonrisa.
– Pues ale a ducharse. – Concluyó Anna volviendo a su tarea, mientras él salía del cuarto del baño sonriéndola tímidamente como haría alguien que sabe que ha perdido una batalla menor pero que guarda un as en la manga para el resto de la guerra.

Ambos siguieron preparándose para la cena de Fin de Año. Él se duchó lo más rápido posible, sin entretenerse en notar el agua cálida que le recorría el cuerpo y que le reconfortaba después de haber estado en la calle sufriendo un frío gélido que le había penetrado por todos los resquicios posibles de su cuerpo en los que la piel no estuviera protegida por ropa de abrigo. Le hubiera gustado disfrutar más de esa última ducha del año, pero sabiendo que a Anna no la gustaba llagar tarde a ningún sitio, aunque fuera informal, prefirió darse prisa y enjabonarse el cuerpo y la cabeza de manera diligente y con rapidez. Anna le llevaba bastante ventaja en los preparativos para la cena, cosa que no era de extrañar teniendo en cuenta que había tenido todo el tiempo posible para hacerlo mientras que él por su cobardía, como ella muy bien había notado, ahora se veía un poco apurado con el tiempo y tenía que hacer todo de manera acelerada.

Al final estuvieron los dos vestidos y preparados para bajar al gran salón donde se realizaría la cena de fin de año. Anna llevaba puesto un vestido ceñido azul marino discreto, pero muy elegante y sensual, que dejaba ver esas piernas esbeltas y definidas desde la rodilla a los tobillos; además llevaba unos zapatos de tacón de charol, azules también, a juego con el vestido. Como complementos llevaba una pulsera de piedras pulidas, quizá lapislázulis o alguna similar, y un collar muy simple al cuello; más que collar era un colgante: un fino cordel de plata del que colgaba justo en mitad de su pecho una pequeña gema también azul, un zafiro, que fue un regalo de él. Pero si algo le llamaba la atención a él de cómo iba Anna era el pelo. De normal Anna solía llevar el pelo suelto, en alguna ocasión recogido con una pinza a la altura de la nuca, pero pocas veces él la había visto con un recogido total que quitaba todo el pelo de la cara de Anna y mostraba toda su frente limpia, sin ningún pelo rebelde que no quisiera estar recogido en el moño. Al verla totalmente preparada ya él pensó que estaba preciosa, espectacular y también aunque esto le pasó de manera fugaz por la mente, que no la merecía.

Por su parte él iba bastante normal. En ocasiones tan especiales y de gala como la cena a la que iban a asistir, y posterior fiesta, son las mujeres las que reinan como estrellas luciendo en lo alto del firmamento sobre la más absoluta e infinita negrura celestial. Los hombres por el contrario son simples acompañantes, no lucen ni esplendidos ni deslumbrantes. La verdad es que quedaría absurdo decir que un hombre estaba radiante en tal o cual fiesta, o que el modelo de smoking que llevaba le quedaba que ni pintado. Eso es algo que todo hombre ha sabido desde que el mundo es mundo: en ciertas ocasiones las mujeres son las únicas protagonistas; ya podría ser siempre así y en todos los ámbitos de la vida, así no parecería machista decir que una mujer estaba espléndida y bellísima en una fiesta o en una cena de gala. Por eso que él llevara un smoking de Armani hecho a medida en Madrid, en la tienda que el modisto italiano tiene en la milla de oro de la capital hispana, con una pajarita de color burdeos para dar un toque de color y distinción ante la multitud masculina toda vestida de manera semejante, no era nada relevante. Sólo Anna al verle también completamente vestido comentó que estaba mucho más elegante que todos esos que se creen elegantes simplemente por llevar un traje a diario. Si hubiera que destacar algo en su vestimenta de esa noche serían los calcetines de rayas rojas, de un rojo sangre, un rojo intenso que sólo en los más oscuros cabarets de París alguna vez se ha vestido y llevado puesto.

Caronte.

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lunes, 28 de diciembre de 2015

El Vals del Emperador (LXIII)

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(Viene de la última entrada de la serie.)

De nuevo, como las dos veces anteriores se volvió a hacer el silencio. Pero esta vez el silencio parecía definitivo. Ambos se habían dicho lo que tenían que decirse, quizá él más que Alberto, pero aún así los dos habían hablado con el corazón, siendo sinceros y claros, mostrando sus sentimientos y su manera de ser. Alberto se dio cuenta de que él tenía muchas losas a su espalda, losas muy pesadas que provenían de su pasado y que él mismo se había colocado sobre los hombros como una penitencia impuesta por una autoridad moral que solo existía en su cabeza. Contra eso no podía hacer mucho la verdad, pero aún así lo intentaría. No podía dejar que él siguiera culpándose por cosas por las que ya nada se podía hacer. No podía dejar que él siguiera asumiendo actos de terceras personas como propios y martirizándose por ellos. Pero Alberto sabía también que no sería tarea fácil. Parecía que él se había dado cuenta de que quizá la amistad no es algo que haya que demostrar las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año, sino un sentimiento que va más allá de demostraciones.

– Creo que deberíamos ir yéndonos de aquí. – Dijo Alberto después de estar unos minutos en silencio sin decirse nada.
– Deberíamos. – Dijo él pensativo, repitiendo esa palabra maquinalmente sin tener conciencia de haberla pronunciado.
– Sobre todo tú que tienes a tu pareja esperando en el Sacher para ir a cenar y luego a la fiesta de después. – Le recordó Alberto.
– Debería irme sí. – Volvió a decir él como un fantasma.
– No hace falta que muestres esas ganas desenfrenadas por quemar la pista de baile del Sacher y ser la comidilla de la alta sociedad las próximas semanas. – Dijo Alberto irónicamente para intentar levantar el ánimo de su amigo.
– Por cierto, no sé si te lo comenté el principio, pero mañana habéis quedado conmigo por la tarde en mi casa para tomar café. – Dijo Alberto para sorpresa de él que solo entonces reaccionó ante el anuncio de su antiguo compañero.
– ¿Y eso cuando ha sido?
– Lo he hablado con Anna cuando he ido a buscarte al hotel y no estabas. – Contestó Alberto tranquilamente como si fuera algo que debería saberse de antemano.
– Ah muy bonito. Haciendo planes a mis espaldas. – Dijo él exagerando una indignación fingida.
– Qué pedante, ¿qué tienes dos espaldas? – Dijo Alberto de manera socarrona.
– Sí y muy anchas. Pero no me cambies de tema. Está muy mal eso de que el que parece mi único amigo y la chica con la que estoy en Viena de vacaciones hagan chanchullos sin contar con la tercera persona implicada en el complot. – Argumentó él de manera vehemente como si estuviera realmente indignado.
– No es obligatorio que vengas. Anna parecía encantada con la idea. De hecho dijo que ella iría a mi casa dijeras tú lo que dijeras. – Le comunicó Alberto como si nada.
– Y encima con prepotencias. – Terminó por decir él sonriendo.
– Eso es asunto de cama. Arréglalo con ella. – Dijo Alberto desentendiéndose del asunto.
– La leeré la cartilla...si se deja. Iremos encantados mañana por la tarde a tomar un café a tu casa. Lo único que no sé donde está. – Dijo ya él en un tono normal.
– No te preocupes por eso. Os mandaré un coche para que os recoja en el hotel, o hablaré con el Sacher para que os pida un taxi. Déjamelo a mí. – Dijo Alberto son la seguridad de quien está acostumbrado a hacer planes y a organizar ese tipo de cosas. – Y vuelvo a repetir que deberíamos marcharnos. Se está haciendo peligrosamente tarde, sobre todo para ti. A mí en el fondo no me espera más que mi casa, y una cena tan austera que hasta un monje se quejaría de lo escasa que es. – Añadió Alberto levantándose de la mesa y empezando a ponerse la gabardina.
– Supongo que tendré que irme sí.
– No entiendo que no quieras volver al Sacher, estar con Anna y pasar una noche de fin de año alucinante. – Dijo Alberto entre sorprendido y extrañado.
– Yo tampoco sé qué me pasa. Pero sí vámonos. Venga. – Dijo también él levantándose de la mesa y mirando su reloj de pulsera para comprobar qué hora era.

Se acercaron ambos hacia la barra. Lo más normal era que estando el Café Central tan vacío como estaba, de hecho de las mesas que estaban ocupadas cuando él llegó sólo una quedaba todavía con gente, en concreto con un hombre mayor que seguía con un café sobre la mesa y un periódico abierto también sobre la misma mesa dando la espalda a una de las grandes ventanas del local, fueran los camareros los que se hubiera acercado a la mesa para llevar la cuenta, pero no fue así. Alberto se adelantó un poco mientras él se terminaba de poner su abrigo y la bufanda, y sacaba los guantes de los bolsillos.

– ¿No me irás a invitar después de haberme buscado por media Viena? – Dijo él acercándose a Alberto para impedir que hiciera lo que sabía que iba a hacer.
– Sí. Claro que voy a invitarte. – Dijo Alberto con convicción.
– Pues no me da la gana. – Aseguró él cogiéndole del brazo que tenía ya extendido con un billete hacia el camarero.
– Pues me la suda. – Dijo Alberto de nuevo zafándose de su antiguo compañero de universidad.
– Ni se le ocurra cobrarle a este hombre que esta desequilibrado. – Dijo él en inglés dirigiéndose a uno de los camareros.
– No le haga caso que no sabe lo que dice. El café le sienta mal. – Replicó Alberto al mismo camarero al que él se había dirigido, pero en vez de en inglés en alemán.
– Eso es juego sucio. A ti te entienden mejor. – Se quejó de manera divertida él.
– Haber estudiado alemán de jovencito. – Concluyó vencedor Alberto al conseguir que el camarero le hiciera caso y cogiera el billete que le tendía desde el otro lado de la barra.
– No me parece bien que pagues tú Alberto, después de haber sido también tú el que me ha conseguido las entradas para el concierto de año nuevo y los pases para la fiesta de fin de año del Sacher, además de haberme invitado a tu casa mañana a tomar café.
– Bla, bla, bla. Hablas demasiado. – Se mofó Alberto haciendo muecas con la cara.
– Que conste que esto te lo voy a devolver.
– Y yo te lo exigiré. No te quepa la menor duda.

Salieron del Café Central. La noche era ya plena. El cielo mostraba un resplandor mortecino producido por el reflejo en las nubes, más bajas de lo normal, de las luces callejeras de Viena. Seguía nevando, cada vez con un poco más de intensidad, con calma pero sin pausa. Poco a poco se iba acumulando una pequeña película de nieve en las superficies de coches, aceras y calzada; también en los alfeizares de las ventanas de los edificios aunque ahí en menor medida. En las aceras se podían ver ya marcadas perfectamente las huellas de los pocos peatones que por ellas habían pasado en los últimos minutos. También en la calzada se veían los rodales dejados por los coches: varias trazadas correspondientes a los pocos coches que habían circulado por esa calle céntrica de Viena en esa hora tardía del último día del año.

– Mañana Viena va a amanecer cubierta por una buena capa de nieve. – Dijo Alberto mirando al cielo nada más salir del café y ajustándose la gabardina.
– Si sigue así seguro. – Confirmó él.
– No, si lo he dicho afirmándolo. Es una buena nevada. Probablemente la primera de la temporada que durará varias semanas. Y si la naturaleza lo quiere a lo mejor incluso sale el sol y los chavales pueden jugar con la nieve. – Añadió Alberto.
– Sería estupendo. A Anna le gustaría mucho.
– La nieve a quienes no estamos acostumbrados a ella ilusiona siempre. Solo a los que la sufren en su verdadero esplendor y es más causa de problemas que de alegrías les amarga. Imagínate vivir en Siberia, o en los estados más norteños de América, o en Canadá. No creo que allí haga mucha gracia ver que llegan las primeras nieves. Yo no lo celebraría con alegría sabiendo que debo quitar de la entrada de mi casa todos los días casi cien kilos de nieve en lugar de hacer muñecos con ella. – Dijo Alberto con imaginación e ironía.
– Crucemos los dedos para que eso no cambie de momento. – Apuntó él sonriendo.
– Sí.
– Bueno creo que como has dicho dentro ya va siendo hora de que me vuelva al hotel. – Dijo de nuevo él cambiando de tema y asumiendo ya que debía volver al Sacher.
– Sí. Tu chica estará preocupada. – Confirmó Alberto.
– No sé si estará preocupada o no. Lo que sé es que probablemente esté algo cabreada.
– Pues no esperes más.
– Me alegro de haberte visto. Por cierto no me has contestado: ¿cómo has sabido donde estaba?
– Supongo que intuición. En Viena no hay muchos lugares con tanta historia como este y me he imaginado que si habías salido a estar un rato solo y quizá a tomar algo, vendrías hacia aquí. Además siempre que nos hemos visto en Madrid ha sido en un lugar parecido a este, ya fuera el Café Comercial, que he oído que han cerrado, el Café Pavón o el Café Gijón. – Contestó Alberto recordando viejos encuentros con su antiguo compañero de universidad, recobrado ahora como amigo. – Y supongo que también la suerte ha jugado a mi favor. – Concluyó tras un breve silencio.
– Pues me alegro de que hayas dado conmigo esta última noche del año.
– Espero que sea la primera de muchas, no en Viena, pero sí en Madrid.
– Yo también lo espero Alberto. Eres la única persona a la que quizá puedo llamar amigo de nuevo. – Concluyó él tendiéndole la mano para despedirse.
– Yo a mis amigos de verdad no les doy la mano. Prefiero darles un abrazo. – Dijo Alberto desconcertándole momentáneamente.

Los dos viejos compañero de universidad que compartieron durante un año trabajo en la revista de su facultad y que parecía se volvían a reencontrar no como antiguos camaradas o compañeros sino como amigos, que sin saberlo lo habían sido desde hacía tiempo pero por las circunstancias y el propio comportamiento humano nunca se habían parado a pensar en que la relación que tenían no era la de dos simples antiguos compañeros sino la de dos amigos que de vez en cuando se buscan para charlar, compartir temores, ideas, ilusiones y problemas y así aliviarse el uno con el otro, se despidieron con cálido abrazo. Para Alberto no era nada raro ya que sí tenía algún que otro amigo con el que de vez en cuando, cuando paraba por Madrid entre un destino diplomático y otro, se veía. Para él sin embargo ese abrazo significó el volver a sentir que tenía alguien a quien llamar amigo después de muchos años sin poder hacerlo con nadie. Ese abrazo era el gesto que quizá empezaría a cerrar una herida abierta desde hacía muchos años por personas a las que en su día también abrazó como amigas pero que terminaron por hacerle mucho daño al defraudarle y fallarle en momentos malos y duros en los que él pensó y creyó ilusamente que esas personas estarían para ayudarle y apoyarle, pero que a la hora de la verdad le dejaron solo.

El abrazo se terminó y los dos amigos tomaron caminos diferentes por las calles de Viena. Alberto en coche, un coche de la embajada por las placas de matrícula que llevaba que había estado aparcado a varias decenas de metros del café en un lugar en el que por norma general no se podía aparcar pero que por privilegios diplomáticos sí podía hacerlo. Él sin embargo tomó de nuevo el mismo camino que le había conducido hasta el Café Central de Viena, caminando por calles desiertas, cubiertas ligeramente por una fina capa de nieve que mostraba sutiles marcas de pisadas de algún peatón que habría ido hacia su casa o a la casa de algún familiar o de alguien que le esperara para celebrar el fin de año. La nieve seguía cayendo tanto sobre Viena como sobre su abrigo y su cabeza, desprovista en esta ocasión del gorro ruso que compró en Moscú un cálido verano de hacía muchos años.

Casi sin darse cuenta estaba de nuevo delante del Hotel Sacher, no de su fachada principal sino de la que daba al Museo de la Albertina, la misa fachada a la que se abrían las ventanas de su habitación. Sin mucho éxito, ya que desde joven nunca supo establecer donde estaban las habitaciones de una casa mirándola desde fuera, intentó ubicar en esa fachada barroca las ventanas de su habitación para poder ver a Anna si es que por algún casual ella pasaba por delante de ellas o se asomaba para intentar ver entre las sombras nocturnas de Viena la silueta de él. Pero eso no ocurrió y sin demorarse más decidió entrar al hotel y subir a su habitación para rencontrarse con Anna.

Caronte.

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